Un harapo en el camino - Alfredo Oreamuno - E-Book

Un harapo en el camino E-Book

Alfredo Oreamuno

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Beschreibung

El chirrido del portón de hierro de la celda fue su última esperanza… Era 1966, Sinatra tenía 5 años sin dormir en una cama. En una celda en la Tercera Compañía de la Guardia Civil, intentará renacer después de 15 años de deambular en lo que llamó «la antesala de la muerte». Un harapo en el camino es la desgarradora tragedia y el inmenso triunfo de un hombre que sufre en carne viva el alcoholismo entre «el millonario y su pocilga» y los «tugurios del Torres», entre «la boca de cucaracha» y «la muerte blanca»… En marzo de 1970, escribe el mayor éxito de la historia de las librerías del país: 5 ediciones, 31 000 ejemplares vendidos y un radioteatro que siguieron decenas de miles de oyentes. Don Beto Cañas fue categórico: «Hay que leerlo. Es una obligación». Ignacio Santos Pasamontes

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Seitenzahl: 219

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Alfredo Oreamuno(Sinatra)

Un harapo en el camino

Caída, vida y redención de un alcohólico

Prólogo

La reedición de un clásico

En julio de 1970, el sello editorial de Antonio Lehmann daba a conocer, una vez más, una obra nacional. Su autor era un perfecto desconocido, como no fuera para quienes frecuentaran la noche josefina —y no precisamente por los mejores sitios de la ciudad— en las décadas de 1950 y 1960. Se trataba de Alfredo Oreamuno Quirós (1922-1976), a quien por su parecido con el famoso cantante norteamericano apodaban «Sinatra».

La obra se titulaba Un harapo en el camino (caída, vida y redención de un alcohólico) y era su primera novela. Aquel era un texto corto, autobiográfico y desgarrado que, rápidamente, le dio fama a su autor y tuvo un éxito inmediato e inusitado: alcanzó cuatro ediciones sucesivas el mismo año de su publicación, para sumar un total de 31 000 ejemplares vendidos, cifra récord aún hoy en día. El libro fue, pues, el primer best-seller editado en suelo patrio del que se tenga noticia.

Ante su masiva aceptación, la crítica se escindió: para unos, aquel no era más que el relato autobiográfico de un hombre que había superado su adicción al alcohol y quería compartir su infierno personal con los demás, y en eso residía su valor; para otros, simplemente, el texto de Sinatra carecía de cualquier valor estético o literario, con lo que se cerraba la discusión.

El autor, ajeno al medio intelectual y sin mayor preparación formal, dijo que él escribía con el doble designio de entretener y poner en alerta a los jóvenes sobre las posibles consecuencias de la adicción en sus vidas. En efecto, a principios de los años setenta del siglo pasado, casi que no había hogar costarricense con jóvenes adultos o adolescentes en plenitud, donde no figurara en algún rincón una copia de Un harapo en el camino con esa maternal intención.

Tal fue aquel acierto que, en 1971, 10 000 ejemplares más vinieron a sumarse a los del año anterior y, en los primeros meses de 1972, Radio Columbia transmitió su adaptación al radioteatro. Para entonces, habían aparecido ya Noches sin nombre (1971) y El callejón de los perdidos (1972), segunda y tercera parte de una trilogía en la que el autor —plebeyo flaneaur— nos llevaba de nuevo por una San José a la que cabría llamar «alternativa» a aquella que nos vendía por entonces el «proyecto hegemónico cultural» liberacionista.

La urbe de Sinatra, claro está, no era la luminosa metrópoli de las canciones de su homólogo gringo, sino un lugar que —a pesar de lo cándida que nos puede resultar hoy en el relato— no dejaba de ser la siniestra escenografía de toda una picaresca a la tica; una de cantinas y prostíbulos, de garitos y refuegos, de alcohólicos y rufianes. No en balde, la crítica de principios de este siglo de sombras posmodernas recalcó desde distintos ángulos esa faceta de la novela superventas de ayer.

Así, el periodista Gilberto Lopes calificó al autor como el narrador de esa ajena San José, en que se mira: «otra cara de la ciudad, que —hasta donde recuerdo, dice— no tiene cronista similar: la Estación del Pacífico, Barrio Luján, La Merced, la Botica Solera, el Torres (...) en un interminable recorrido por los bajos fondos». Según Lopes: «no demeritan las limitaciones del estilo, el aporte de este escritor original que nos muestra, con su literatura, otra cara de la ciudad y sus personajes» («La ciudad de Sinatra», revista Áncora, 2004).

Por su parte, el crítico Álvaro Rojas detalla: «Para Sinatra, la ciudad de San José en cualquier época del año es misteriosamente atractiva, aspira a gran urbe, a modernidad». Pero, en realidad, «esa ciudad segregada por las normas del poder, diferenciada por las condiciones de clase, tensionada por los enfrentamientos entre la autoridad y la anormalidad que ella misma designa (...), es el bajo mundo, los bajos fondos de la capital, el nido de los anormales abierto en panorama por Sinatra» («La ciudad de Sinatra. Alcoholismo, literatura y control social», revista Diálogos, 2008).

Por último, para el filólogo Alexánder Sánchez, a partir de Un harapo en el camino: «Sinatra se convirtió en el cronista de los costarricenses que no llegaron a gozar de la época de oro para la clase media, impulsada por la brillante expansión económica de las décadas de 1950 y 1960 y las políticas sociales reformistas. En medio de ese ambiente confiado y de relativa opulencia, su universo narrativo muestra las contradicciones que bullían bajo la armónica superficie y que no pararían de crecer durante los años setenta» («La literatura plebeya de Sinatra», revista Áncora, 2008).

Lo señalado por tan connotados lectores podría llevarnos a pensar que los josefinos de entonces, tan ansiosos como decepcionados de una urbanidad que no acababa nunca de llegar, se leyeron de algún modo en Sinatra. Pero la verdad es que un tiraje editorial como aquel no pudo haberse agotado solo en una ciudad de poco más de ciento veinte mil almas, como era la de entonces; por lo que cabe pensar que fue su carácter testimonial el que, traspasando las barreras de lo puramente literario, le llegó al país entero, la Costa Rica que no alcanzaba aún los dos millones de habitantes.

Por otra parte, esas mismas lecturas nos pueden hacer creer que la obra de Sinatra ya ha sido ampliamente leída y analizada por los especialistas en literatura criolla; pero lo cierto es que no es así: la mayoría de nuestros críticos y antólogos ni siquiera ha considerado literatura esta obra, por lo que quizá tampoco se ha tomado siquiera la molestia de leerla, excluida del canon académico como está. La gente —ese, que llaman pueblo—, en cambio, la devoró, la arrebató de los estantes donde la encontró y la hizo suya.

En fin, descartada como subliteratura ayer, valorada como literatura plebeya hoy y casi inencontrable en librerías de ocasión por décadas, lo cierto es que la primera novela de Alfredo Oreamuno ameritaba la edición que en 2017 hizo la Editorial Costa Rica dentro de su Colección Popular, y merece la reedición de este año que la suma como una más de las novelas de la Colección Editorial Costa Rica.

Andrés Fernández

San José, 2024

Alfredo Oreamuno (Sinatra)

Nací en una época de transición, la década de los 20. En ese tiempo todavía se hacían sentir las consecuencias de la Primera Guerra Mundial, sobre todo la mala situación económica era casi general. Mi madre, de exquisita cultura, profesora de Estado y todos los demás blasones que la adornan. Mi padre, sumamente inteligente, trabajador, esforzado, dedicado a la farmacia, pero con un lunar trágico para cualquier época: el alcoholismo.

Forzando mi mente hasta donde recuerdo mi infancia, los primeros años los viví con mediana comodidad. Fuimos ayudados por parientes de buenos recursos económicos. Poco después de los tres años, llegaron mis hermanos y según cuenta mi madre la situación era cada día peor. La forma de vivir estrecha fue creando en mi ánimo cierto desasosiego y, a los siete años, daba muestras de una precocidad excesiva para esa edad. Vino luego la escuela, y bien lo recuerdo, día a día iba creciendo en mí un incontrolable deseo de independencia, tal que a los once años intenté fugarme. En ese entonces se nos castigaba duramente, muestra de ello son las señas del chilillo que mostraban mis piernas y sentaderas. Finalmente obtuve mi certificado de estudios primarios; luego, vine al Liceo de Costa Rica. De ahí guardo los más grandes y gratos recuerdos. Fui expulsado sin terminar el bachillerato debido a mi mala conducta. Teniendo apenas diecisiete años, falleció mi padre. La situación se agravó de tal manera en nuestro hogar, que no tuve más recurso que buscar otros horizontes y solventar en parte lo mal que la iban a pasar los míos. Mi madre disfrutaba de una pensión, pero materialmente insuficiente.

La Segunda Guerra Mundial había estallado y los trabajos del Canal de Panamá me ofrecieron una gran perspectiva; así, me enrolé entre los grupos de trabajadores que contrataban de todas partes del hemisferio. Siendo un adolescente tuve que tratar con toda clase de gentes; no obstante, siempre supe comportarme con dignidad. Trabajaba en las esclusas y ganaba buen dinero. Con ello metía el hombro en mi casa. A los 19 años pesaba 165 libras, era un poco pendenciero, no me dejaba amilanar por nadie, creo que gran parte de esa actitud se debía a la crudeza del ambiente.

De regreso en mi tierra, el deseo de aventura continuó y la estadía en Costa Rica duró poco. Pronto embarqué en un pesquero con destino a la isla Galápagos, en donde la pesca del atún estaba en su mejor temporada. Poseía una constitución física admirable y había sabido cuidarme. El dinero y las diversiones abundaban; sin embargo, las juerguitas eran esporádicas. Regresé cuando cumplía 21 años, traía buen dinero y venía contento. De nuevo en mi tierra, comencé a llevar una vida social bastante aceptable; buenas amistades y desde luego en un ambiente al que no estaba acostumbrado. Poco a poco me fui adaptando. Fiestas magníficas, paseos, nuevas amistades y así transcurrió el tiempo. Hay algo sí muy importante que me sucedió en ese lapso de actividad social; surgió dentro de mí una nueva faceta: la bohemia. Me encantaba la noctambulidad y era feliz amaneciendo donde había música y artistas. Esto ha perdurado hasta la fecha. Solamente mi acendrada afición al deporte, el cual practicaba con verdadero cariño, me detuvo de continuar participando de esa bohemia. Después comencé a trabajar en la Carretera Interamericana, donde casé con una buena muchacha, y nos trasladamos a San José.

Voy a permitirme llamar destino a esta fase de mi vida. Había llegado a San José no muy bien económicamente. Cierto día me encontré con un viejo amigo de apellido Quesada; nos saludamos y me invitó a que conociera una oficina de turismo que él tenía instalada en el viejo edificio de Feoli. Me propuso trabajara para él, que era a la sazón agente autorizado de las dos compañías más importantes que operaban en el país (Pan American y Taca). Esto sucedía por el año 46. Como yo ignoraba en qué consistía el trabajo, le rogué me explicara la labor que tendría que desarrollar, a lo cual contestó que, siendo como era una persona conocida con buenas conexiones, lo único que debía hacer era visitarlas, entregarles mi tarjeta a efecto de hacerlos clientes y que la oficina se encargaría de tramitarles todos los documentos de viaje. En vista de lo fácil que encontré la cuestión, acepté gustoso. A los pocos días comencé mis visitas a los presuntos clientes, con especialidad los que viajaban con frecuencia.

Sin darme cuenta había aparecido la gallina de los huevos de oro. Ese sistema no se conocía en Costa Rica suficientemente, y desde luego la economía de tiempo para los viajeros era nuestro caballo de batalla.

A los pocos meses mi trabajo daba espléndidos frutos. Por ese entonces éramos escasas cuatro personas dedicadas a ello y desde luego se ganaba el dinero que uno se propusiera. Unido a este tipo de relaciones públicas, está de por demás decir las invitaciones a toda clase de fiestas, etc., a que está diariamente uno invitado. Aunque yo no tomaba, las circunstancias a veces lo exigían. La situación económica tan holgada me convirtió pronto en un verdadero dandi. Usaba la mejor ropa y me presentaba siempre muy bien vestido. Cometí un error, me culpo y no lo niego, hice abandono de mi esposa en cuanto al cariño, llegaba tarde a la casa y no le prestaba la debida atención. La señora, un buen día, buscó otra compañía. Cuando me di cuenta de mi fracaso, ya era muy tarde. No había sospechado cuán intensamente la amaba. No pude percatarme de las fatales consecuencias que ello me traería más adelante.

El aliciente al trabajo lo perdí casi por completo; ya en las fiestas tomaba un poco más para olvidar la separación. Los negocios se fueron liquidando. Durante los primeros cinco años tomaba diariamente, todavía no afectado del todo. Luego sí apareció la bohemia con toda su fuerza. Ya no vivía de día, ya que las serenatas me entusiasmaban más que el licor. Siempre amanecía en la vieja Esmeralda. Así paulatinamente, como quien no quiere la cosa, me fui adentrando en el vicio del licor, penoso y largo camino que habría de recorrer y que estaba inmisericordemente destinado para mí. A pesar de todos los esfuerzos que hice para detenerme, no lo conseguía. Vivía en la antesala de la muerte sentenciado sin remedio, como todo aquel que bebe con ansias irrefrenables. No obstante que hay siempre una medicina al alcance de la mano: se llama voluntad. Yo no supe usarla a tiempo, pero sin saberlo guardaba un poquito, lo suficiente, si se sabe aprovechar.

Presentación

Estas narraciones autobiográficas las he escrito basado en hechos reales, vividos por mí. Fueron quince años aprisionado en las garras del alcohol. En el transcurso de ellos, viví la peor de las tragedias que ser humano alguno sea capaz de imaginar. Solamente aquellos que en una o en otra forma han transitado por esos caminos paralelos al mío tienen conciencia de ese infierno viviente.

Debo recurrir al recuerdo que dio origen a la experiencia; he tratado de no escatimar esfuerzo alguno para revelar en estas crónicas, sujetándome estrictamente a narrar, torpemente quizás, tal y como sucedieron los diferentes hechos. Me refiero desde el inicio de la bebida, su paulatino avance y la consiguiente decadencia moral y física. En estas anécdotas encontrará el amigo lector las diferentes formas de hundimiento y la llama de esperanza anidada en mi corazón. La lucha y el abandono en esa interminable pendiente a la cual se está fatalmente adherido, mientras no surja la reivindicación.

Cuando la noche terminaba de declinar y su tálamo negro, unas veces acompañado del eterno titilar de las estrellas, decía su adiós ante el empuje irremediable de la alborada, el frío particular de esos momentos de transición calaba y entumecía el cuerpo de dos hombres. Estos, en forma grotesca, habían tratado de reposar sobre un simple cartón viejo. Miles de cucarachas y de inmundicia a su alrededor hacían marco a ese lecho. El sueño había sido interrumpido incesantemente por el trajinar de las ratas, fieles compañeras que desperdigaban todas las basuras del lugar. Uno de esos seres, denigrado hasta lo indecible, ese harapo… ese era yo.

Era el amanecer del 23 de noviembre de 1963. Las cinco de la mañana. Desperté como tantas veces, tiritando de frío y de esa goma pavorosa, cuando la noche anterior ha sido pródiga. Estaba en los aserraderos al sur del Hospital Bíblico.

En las tucas dejadas ahí, su forma irregular de almacenamiento formaba cavidades y especie de cuevas que acondicionábamos con cartones y papeles viejos para que nos sirvieran de cama, la mayoría de las veces en completo estado de ebriedad. La noche anterior había llegado al lugar con mi amigo de apodo Cailoto. Omitía decir que el sitio en referencia era con bastante frecuencia ocupado por personas que sentían deseos de defecar, quiero decir que esos desechos estaban también por todas partes. Nosotros, en nuestro estado, ni siquiera podíamos escoger mejores sitios.

Me incorporé como solo Dios es testigo de ello. Encontré a la par a mi amigo Cailoto. En lo que podría llamarse cabecera, habíamos escondido una cuarta de alcohol y una naranja. Le llamé con insistencia, pues dormía profundamente. Se incorporó súbitamente y me preguntó qué pasaba. Recuerdo bien que le dije: «Mirá, Cailoto, esta vida que llevamos para mí ha de cambiar a partir de este momento». Vano es decir que no me creyó y optó por hacerse el desentendido, diciéndome: «¡No fregués! Siempre decís lo mismo. Tomate un trago y verás, hoy nos puede ir mejor que ayer».

No sé hasta el día de hoy qué fue lo que influyó en mí, qué fuerza superior me indujo a meditar… compeliéndome a dejar la bebida. Me observé en esos momentos de lucidez y no podía aceptar verme el cuerpo lacerado por las llagas que cubrían mis pies y mis genitales. Se apoderó de mí una tristeza profunda, como una nostalgia, soberbia, angustia y una reacción como si fuese un halo de vida que gritara por dentro: ¡Todavía hay tiempo! No tuve deseos de llorar, tan necesario a veces. A mí me sucedió lo contrario. Pasados esos instantes de depresión, como pude, seguí el consejo de mi amigo e ingerí media cuarta de alcohol y chupé un poco de naranja… Quedé quieto… Al rato caminaba solitario, como un autómata, hacia algún lugar posiblemente elegido por esa fuerza superior que actuaba en mí. Trataría de escalar poco a poco, desde el fondo de la pendiente que había descendido durante quince largos y tormentosos años de mi vida…

El autor

Un manojo de negruras

Imagínese, mi buen amigo, le voy a invitar a que pasee conmigo algunas horas. Usted va a convivir con nosotros, los entregados al vicio del licor. Dígame: ¿por dónde y a qué hora quiere comenzar? ¿Si hoy mismo, ahora, o lo postergamos para mañana? Bien… entonces ahora. Son exactamente las cinco y media de la mañana. Esperemos que abran aquí. ¿Conocía usted la cantina del Pacífico? Pues bien, ya abrió don Antonio. ¡Buenos días, Toñito! ¿Cómo amanece? ¡No me regañe, don Antonio, deme el traguito!

¿Ve? Aquí he comenzado a tomar hoy, la noche fue fría y amanecí en ese carro viejo que ve ahí, frente al Hotel Internacional. ¡Mire!, ahí llegan mis amigos, solo con ellos acostumbro andar. Se llaman Cailoto, Rigo y Juan Anafres. Yo soy Sinatra. Se los voy a presentar y a describir para que los conozca bien. Hoy van a andar con nosotros. Va usted, mi estimado amigo, a darse cuenta de lo bajo que hemos caído, ellos y yo. Le aseguro que el recorrido lo encontrará desde todo punto de vista interesante.

Somos cinco. Usted es una persona sana y de buenas costumbres y quiere saber lo que es la vida de los alcohólicos. Así como mis amigos y yo, hay miles en la ciudad. El paseo será corto si se quiere, pero bastará para que compruebe una de las más terribles tragedias que se vive aquí y en cualquier parte. No tema, no le pasará nada malo. No le esconderemos la verdad. Cuidaremos de su persona. Pues bien, le diré primero: ese viejo regordete es Cailoto, inteligente, tiene 65 años de edad, lleva 40 tomando y se las sabe todas. Conoce el hampa mejor que nadie. Es para nosotros una especie de consejero. Ese otro delgado, con cara de anguila, es Juan Anafres, 32 años tiene, en trabajos manuales es un experto, buen carpintero, albañil y hojalatero. De gran inventiva, astuto, labioso. Toma alcohol puro con preferencia.

El otro es el Ñato Rigo. Es fuerte como un toro, mecánico, chofer, boxeador en un tiempo. Tiene algunos estudios secundarios y bebe desesperadamente por sus amores frustrados. Véale la cara señalada. No creo que conozca el miedo. Pesa 190 libras a pesar de que no come nada cuando anda de tanda igual que nosotros. Ya llegan. Se los voy a presentar. ¡Rigo, Juan, Cailoto! ¡Sí, Alfredo! Este señor desea andar hoy con nosotros, y quiere darse cuenta qué hacemos, cómo vivimos y qué sucede durante 24 horas en nuestro mundo. ¿Están de acuerdo? ¡Encantados! Pues bien, ¿ustedes van a tomarse el trago de la goma o qué? No, ya nos desengomamos, y es mejor que comencemos a caminar y a enseñarle todo lo que desea el amigo saber acerca de nuestro ambiente. Caminemos rumbo al este, por donde pasaremos le interesará. Aquí dormimos de vez en cuando, son las tucas del Aserradero Brealy, está sucio y como verá es una buena cueva para dormir y para que la policía no nos encuentre. ¿Le interesa, verdad? Aquí en esta esquina es el Faisán Dorado. ¡Mire, ahí hay cinco tomadores! Entre ellos hay un zapatero, un vendedor de verduras, ese grande es ingeniero, el bajito es dueño de una gran herencia y el otro es corredor de propiedades. Continuemos mejor. ¡Mirá, Sinatra, ahí viene don Chico, pedile algo, él siempre te da! Buenos días, don Chico, dispénseme… ¡Sí, ya sé! ¡Gracias, don Francisco! ¡Qué bien, ¢2!, ¿ves?, yo te lo dije, él siempre te da algo. ¡Juan! ¡Sí, Alfredo! Comprate una cuarta en la próxima botica, un diez de ticos, una naranja y un cinco de confites. ¿No te dijo nada el boticario? Aquí en este barrio no me conocen mucho. ¿Tomamos aquí? Me parece bien, dice Rigo. Estamos en los Mercaditos de Plaza González Víquez. ¡Tomemos! Aquí no viene el guarda. En esta pila siempre lo hacemos. Ahora vamos al Barrio Luján. Son ya como las siete. Ahora con mucho disimulo, vamos a entrar donde se ve ese pasaje. Aquí vive la llamada Gordita y su marido. Son alcohólicos. Se va usted a asomar por la rendija que le indiquemos. ¡Mire! ¡Vio! ¿Cuántas personas están ahí? Tres. ¿Y qué hacían? Estaban tomando y uno de ellos abusaba de ella. No se asuste. El marido debe haberle conseguido a alguien, que le paga el rato de placer con licor. Siempre amanecen en esa forma y continuarán tomando durante todo el día. Ella es de magnífica familia. Cayó muy joven en el vicio y se casó con ese hombre que de paso era malo y alcohólico como ha visto. Vámonos. Son las ocho de la mañana y nos encontramos en El Cerrito. En esta cantina de mala muerte no se puede entrar, vea qué enjambre de tomadores. Si usted saca un billete de cinco, lo pueden hasta matar. A la dueña le dicen la Rubia. Mejor nos dirigimos hacia el otro extremo de la ciudad. Caminemos al norte.

¡Juan, mirá qué tarro de basura como nuevo! ¿Te lo tres? ¡Claro! ¿Ya se da usted cuenta cómo comienzan a aparecer los pesos? Ya viene Juan, contento. ¿Cuánto te dieron donde el topador? Siete pesos y de paso me traje otra cuarta. Muy bien. Estamos en los alrededores del Atlántico y nos dirigimos por Cuesta de Moras. Aquí, mi estimado amigo, comienza mi labor. Espéreme aquí. Primero Chelles, después la venta de discos, los poloneses y don Julio el del Balmoral. Vean, algo recogí. Ahora en las próximas cuadras puntiaré a todo el que me conozca. Crucemos aquí, y vamos al Parque Morazán. En este lugar siempre nos tomamos un traguito. Vamos después donde el señor nicaragüense y con estos 17 colones recogidos, disiparemos con cerveza la sed que da el alcohol puro. Ya está. Sigamos. Espérenme otra vez, aquí, en la esquina de la Embajada Americana. Visitaré las Agencias de Viajes, generalmente me dan para que me aleje. En esa está parado mi mejor amigo. Se llama Jorge Víquez. ¿Cómo estás, Yoryi? ¡Hola Franky! ¿Qué hay de nuevo? Nada Jorgito. ¿Me ayudás hoy? ¡Claro! Toma y portate bien, hasta luego Franky. No te atiendo porque vieras qué trabajo tengo. Mirá, a propósito, ¿no has visto a Daniel Calvo últimamente? No Jorge, hace mucho no lo veo. ¡Ven!… nunca me falla, lindos cuatro colones me dio. Es el amigo que más estimo, se los he dicho muchas veces. Nunca deja su sonrisa. Es todo un caballero. ¡Ah, si pudiera ser como él! Me ha ido a ver a la Penitenciaría y siempre me llevaba algo. Es todo un señor.

Son las once y es mejor ir por el Mercado Central. ¿Qué te parece, Rigo? Sí, así este amigo se dará cuenta de lo que son esas cantinas. La Novia, El Gran Vicio, El Nido del Renco. Ahí, amigo, verá qué caras. Entremos y pidamos. Media cuarta y mango cele. ¿Cómo la quieren? ¿Revuelto o simple? Mejor mixtado, que patea más. ¿Qué es eso de mixtado? Mire, amigo, aquí la media simple vale cinco y medio y mixtado, que es alcohol y guaro, vale cuatro colones. Aparte de eso, mañana se nos quitará aquí la goma de gratis. Nos darán los sobros de lo recogido en los recipientes pero de todos modos sirve para calentar motores. El Renco siempre da en la mañana eso. Sigamos. Este es El Piave, dan chicha como boca. Su dueño es una buena persona. Aquí enfrente, en esa barbería, Cailoto vende la ropa buena que le regalan. Lo pelan por ¢0,40 y lo rasuran por ¢0,25. ¿Tomamos algo aquí?, dice Juan. No, mejor vamos al Zepelín. Buenos días, Cuyito, ¿cómo amaneció? ¡Bien, Sinatra! Estos que aquí se encuentran son conocidos nuestros. Se los voy a nombrar. Están El Tuerto, Julito, Patas de Oso, Perritos, El Zoncho, Huevitos, Mojica y El Loco Zeta. Y todos son de cuidado. Los más peligrosos son El Loco Zeta y El Tuerto. Estos no se andan por las ramas con nadie para hacer daño. Con ese Loco se pasa el gran rato, es un tipo simpático, entretiene con su hablado en caló, que usa el hampa. ¡Óigalo!, solo así habla cuando hay algún desconocido. Está hablando al revés.

Lo interesante de verdad vendrá en horas de la noche y la gira se pondrá al rojo vivo. Entraremos a los suburbios. El viejo Barrio Keith, volveremos atrás al Callejón de la Puñalada. Visitaremos la zona roja y las casas donde se duerme por ¢0,50. La vieja Tulia y sus damiselas. Son mujeres de la vida, ya muy viejas. Estas se prestan para todo. Trafican con drogas y le darán la contraseña para que pueda vender algo robado. Luego se mezclará usted con nosotros en la casa más tétrica que existe. Son las siete de la noche. ¿Quiere ir para que se dé cuenta, o por lo menos tenga una idea de lo que es eso? ¡Sí, claro! Vamos, muchachos. Cailoto quiere irse a dormir ya. Tomá, Cailoto, dos colones y mañana en el mismo lugar, no fallés. Aquí estamos. Bajemos con cuidado estas gradas, tiene alarma y la gente se alertará. ¡Hola, Tulita!