Un héroe olvidado - Michael Smith - E-Book

Un héroe olvidado E-Book

Michael Smith

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Beschreibung

Tom Crean era el indestructible hijo de un granjero de Kerry que navegó en tres grandes expediciones a la desconocida Antártida hace más de un siglo. Fue uno de los pocos hombres que sirvieron tanto al Capitán Robert Scott como a Sir Ernest Shackleton. Pasó más tiempo en el hielo que cualquiera de ellos y sobrevivió a ambos. El conquistador del Everest, Sir Edmund Hillary, dijo de él que "era un gran hombre de inmensa fuerza y resistencia, que temía a muy pocas cosas". Crean fue uno de los últimos en ver con vida a Scott a pocos kilómetros del Polo en 1912. Su asombrosa caminata de 56 km para salvar la vida del teniente Evans es el mejor acto de heroísmo individual de la historia de la exploración. Regresó al hielo meses después para enterrar a Scott. Crean estuvo en el centro de los acontecimientos históricos de la épica expedición Endurance de Shackleton, que incluyó la travesía de 1.200 km en barco abierto y la desesperada marcha a través de las montañas y los glaciares de Georgia del Sur para rescatar a los camaradas abandonados. Pero Tom Crean regresó a Irlanda durante la Guerra de la Independencia y nunca volvió a hablar de sus hazañas, llevándose su increíble historia a la tumba... hasta la publicación de 'Un héroe olvidado', la biografía que desenterró su historia y lo situó con todo derecho entre los anales de los grandes exploradores.

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Veröffentlichungsjahr: 2024

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Nota del autor

¡Qué raro se me hace echar ahora la vista atrás y constatar lo poco que se sabía de Tom Crean cuando me embarqué en la aventura de redactar su biografía a finales de la década de 1990! Y no menos sorpresa me causa comprobar a posteriori lo compleja que fue la tarea que me había impuesto.

Hoy, Tom Crean es poco menos que un ídolo nacional, y en Irlanda y otros muchos lugares la gente reconoce al instante su rostro, que aparece en toda clase de soportes, ya sea en un manual escolar, en una camiseta, en las carteleras de los teatros o en las aletas de cola de una aeronave. Las páginas de Un héroe olvidado —el relato que tanto anhelaba contar en esos ya lejanos años noventa del siglo pasado— reposan hoy en muchas estanterías de todo el mundo.

Ese rescate de Tom Crean de la cuasi oscuridad en la que se hallaba sumido ha elevado el libro a la categoría de fenómeno literario, con unas ventas mundiales muy superiores a lo que sería de esperar en una biografía histórica. El hecho de ser el único libro irlandés moderno traducido al chino y al coreano es otra de las raras distinciones de Un héroe olvidado.

En el plano personal, los logros más importantes han sido los éxitos paralelos de la adaptación infantil del texto —Ice Man: Tom Crean— y su traducción al irlandés: Tom Crean. Fear San Oighear. Ambos libros han dado a conocer la biografía deTom Crean al público más joven y han permitido que por primera vez sus andanzas queden integradas en el currículo escolar de los centros docentes de Irlanda. Y si las nuevas generaciones de colegiales irlandeses cobran noticia de la existencia de un auténtico héroe nacional, será mucho más difícil que la figura de Tom Crean vuelva a caer en el olvido en el futuro.

Por otra parte, el solo hecho de acercar las experiencias de Tom Crean al conjunto de los lectores también ha propiciado un gran número de nuevas iniciativas, siendo la más notable de todas la espléndida estatua que hoy se alza frente al mesón South Pole, el pub que regentara en su día el propio Crean, en el pueblecito de Annascaul, perteneciente al condado irlandés de Kerry. Dicho pub, cuyas instalaciones ocupan el antiguo negocio de Crean, es hoy un lugar de peregrinación visitado por personas de todo el mundo, que afluyen en masa a Kerry a fin de presentar sus respetos a su ídolo y beber a la salud de su memoria. Esperemos que la tradición se perpetúe.

El actor Aidan Dooley ha obtenido gran reconocimiento y premios más que merecidos por una obra de teatro que gira en torno a la persona de Tom Crean y cuya fuente de inspiración ha sido precisamente este libro. Pero la publicación de Un héroe olvidado ha dado pie a otras concreciones prácticas, de entre las que destacan la emisión de series numismáticas de tirada limitada, la aparición de marcas de cerveza con su nombre[1] y la acuñación de esas medallas estampadas con la efigie de Crean que se entregan todos los años a los deportistas que participan en una prueba de «resistencia»[2] consistente en recorrer a pie las colinas de Kerry con las que tan familiarizado estaba nuestro protagonista. Si las aerolíneas noruegas vieron enseguida el interés mercantil potencialmente asociado con la inclusión de la icónica imagen de Crean en la aleta de cola de uno de sus aviones transoceánicos, la pegadiza «Ballad of Tom Crean», de Cliff Wedgbury, es sin duda el tema musical más recordado de los varios que han hallado inspiración en Crean.

Una de las consecuencias más inesperadas de la creciente popularidad de Tom Crean se ha plasmado en el renovado interés por el significativo papel que desempeñaron otras personalidades irlandesas en los primeros tiempos de la exploración del Ártico y el Antártico. Demasiadas veces ha ignorado la historia las hazañas de esos hombres, tal y como ha ocurrido con las de Tom Crean, sobre todo en Irlanda.

La razón de esta desidia radica en el simple hecho de que la mayor parte de las expediciones se hicieran a la mar bajo bandera inglesa, pese a ser muy pocas —si alguna hubo— las vinculadas con cuestiones políticas. No obstante, también es verdad que, tras la independencia de Irlanda, los exploradores comenzaron a constatar que, al regresar de un viaje efectuado en compañía de los ingleses, resultaba difícil y potencialmente peligroso hablar abiertamente de sus experiencias. La mayoría de ellos prefirieron permanecer en la sombra y caer discretamente en el olvido.

El primer destello de la renovación de ese atractivo se produjo a mediados de la década de 1990, al ponerse en marcha la expedición South Aris, organizada por un equipo íntegramente formado por marinos y montañeros irlandeses decididos a repetir el viaje del James Caird de 1916 y la subsiguiente travesía de la Georgia del Sur (o isla San Pedro), en la que participaron tres irlandeses: Tom Crean, Tim McCarthy y Ernest Shackleton. La réplica del buque específicamente construido para la ocasión recibió el nombre de Tom Crean.

Tres años más tarde, la publicación de Un héroe olvidado destacó con fuerza en Irlanda y centró la atención del público en el resto de aquellos hombres que habían vivido aventuras tristemente ignoradas por la historia, igual que las de Tom Crean. Poco a poco empezaron a aflorar las peripecias de muchos viajeros parcialmente arrinconados —como Edward Bransfield, Francis Crozier, Robert Forde, Patrick Keohane y los hermanos Tim y Mortimer McCarthy—. Tom Crean no fue el único héroe postergado.

Nada tiene, por tanto, de extraño que se me pidiera redactar el libro titulado Great Endeavour: Ireland’s Antarctic Explorers, que saca a la luz los inéditos relatos de algunos de los pioneros que trazaron los primeros mapas de la región antártica o sirvieron noblemente en las expediciones de Scott y Shackleton. Lo único que lamento es no haber podido establecer la crónica vital de todos los aventureros irlandeses que participaron, de siglo en siglo, en las exploraciones polares.

El nuevo clima de reconocimiento está propiciando la erección de estatuas y monumentos destinados a honrar la memoria de otros exploradores árticos irlandeses, como Robert Forde, Patrick Keohane y los dos McCarthy. En este momento se están ultimando los detalles para la colocación de una lápida conmemorativa en honor de Edward Bransfield, y los planes para la apertura del primer museo del mundo dedicado a Ernest Shackleton están ya muy avanzados.

En cualquier caso, nunca se me ocurriría atribuirme en exclusiva el mérito de haber desbrozado esta página apenas conocida de la historia de Irlanda. Sin saberlo, Tom Crean ha sido uno de los artífices del reconocimiento, tanto tiempo postergado, a sus viejos camaradas. Es algo que habría alegrado mucho a Tom.

Sacar a Tom Crean y a los demás de la sombra en que se hallaban sumidos me ha brindado también la maravillosa posibilidad de ampliar la difusión de este mensaje a través de las incontables conferencias públicas que he tenido ocasión de pronunciar ante audiencias de los cuatro puntos cardinales. Es un proceso abierto y constantemente renovado que me ha llevado a un sinfín de certámenes literarios, museos y sociedades históricas, sin olvidar un puñado de instituciones de prestigio, como la Biblioteca Nacional de Irlanda, la sede londinense del Museo Marítimo inglés, la Queen’s Gallery —la soberbia pinacoteca del palacio de Buckingham—, la Biblioteca conmemorativa de la princesa Gracia de Mónaco, la Real Sociedad Geográfica británica y el Instituto de Investigación Polar Scott de Cambridge.

He podido vivir instantes verdaderamente memorables, como cuando tuve la oportunidad de sentarme en una mesita de la taberna South Pole para charlar acerca de Tom Crean con sir Edmund Hillary, el conquistador del Everest. Inolvidable.

Especialmente gratificante ha sido transmitir los lances en que se vio envuelto Tom Crean a los miles de niños y niñas de las innumerables escuelas y bibliotecas repartidas a lo largo y ancho de la geografía de Irlanda. Nunca dejará de sorprenderme que las proezas de Crean sigan siendo hoy una gran fuente de inspiración para los jóvenes irlandeses, pese a haberse cumplido ya un siglo desde que él las realizara. También esto habría complacido notablemente a Tom.

No menos importante es resaltar el hecho de que un humilde autor como yo necesite unas agallas y una determinación dignas de Tom Crean para no sucumbir a la emoción frente al exuberante coro de más de un centenar de escolares resueltos a entonar a pleno pulmón, y únicamente para mí, la «Ballad of Tom Crean»; aunque me temo que no poseo el temple del héroe que la canción ensalza.

Da la casualidad de que el interés que yo mismo siento por Tom Crean se remonta a mis propios días de colegial. La historia, que fue siempre mi asignatura favorita, me indujo a echar mano de un viejo tomo de la biblioteca escolar en cuyo lomo se leía: With Scott to the Pole.[3] No solo entreví allí, por vez primera, las dramáticas exigencias de la exploración antártica, también fueron esas líneas las que prendieron la mecha de una pasión llamada a marcar mi vida. Quedé irremisiblemente cautivado por el valor de aquellos hombres, por las tragedias que se abatieron sobre ellos y por las vetustas y notabilísimas placas autocromas entreveradas en el texto, que referían los sucesos mil veces mejor que las solas palabras. Entre los personajes que se asomaban a las páginas de ese polvoriento volumen del año 1936 se encontraba el suboficial de Marina Thomas Crean.

Conservé ese interés hasta llegar a la edad adulta, aprovechando la menor ocasión para comprar ensayos sobre la historia de los polos y rebuscar en los estantes de las librerías de viejo con la esperanza de hallar ediciones descatalogadas mucho tiempo atrás. Al devorar los relatos de las gestas de Scott y Shackleton, caí en la cuenta de que el nombre de Crean surgía una y otra vez en todos los recodos de la epopeya. Parecía estar siempre en primer plano y saltar a la palestra en muchos de los acontecimientos más significativos, como el trágico destino de Scott o la épica resistencia que permitió sobrevivir a Shackleton en el Endurance. Sin embargo, eran también muy numerosas las ocasiones en que se le mencionaba con el simple rótulo de «marinero Crean» y hasta con el impreciso circunloquio de «otro hombre». Me pareció sentir el tufillo de la injusticia.

Busqué en vano algún libro que hablara de este personaje, no solo por resultar enigmático y haber desempeñado un destacado papel en el desarrollo de los dramáticos acontecimientos que acompañaron la conquista de los casquetes polares, sino por la no menos intrigante circunstancia de que se hubiera visto relegado a un puesto secundario entre las estrellas de esos descubrimientos. Poco a poco, al ir comprendiendo que la obra que trataba de encontrar simplemente no existía, caí también en la cuenta de que solo podía hacer una cosa: aceptar que había llegado el momento de deshacer el entuerto.

El mayor desafío consistía en la propia actitud de Crean, que, siendo hijo de un campesino y habiendo recibido una educación más bien modesta, había dejado tras de sí muy poca información escrita. No elaboró libro alguno con sus aventuras. No se preocupó de confiar sus cuitas a un diario personal. Para colmo, las cartas que han llegado hasta nosotros son muy escasas y tampoco hay entrevistas de enjundia que diseccionar. El contraste con las montañas de monografías, documentos, fotos y cuadros consagrados a los oficiales y exploradores de campanillas, formados en la refinada cultura universitaria de los periodos presididos por la reina Victoria y su hijo Eduardo, no podía ser más acusado.

Me lancé de cabeza a la ardua labor de espulgar los numerosísimos textos de historia polar, los archivos de las bibliotecas en que se conservan los diarios inéditos de otros viajeros y las misivas aparecidas en una interminable lista de periódicos viejos. Fue una especie de arqueología biográfica basada en un mosaico de datos y detalles espulgados en relatos tangenciales ajenos.

Otra de las cuestiones que me animaron a culminar el empeño fue la forma en que acostumbra a transmitirse la historia al público. En la mayor parte de los casos, lo que se cuenta son los actos y designios de los monarcas, sean hombres o mujeres, o aun las cuitas y trabajos de los primeros ministros, los presidentes, los almirantes o los generales. Las narrativas subestiman frecuentemente la relevancia de la gente «corriente» en el desarrollo histórico.

Sin embargo, las primeras tentativas de exploración de las regiones polares fueron proyectos muy necesitados del trabajo en equipo y del crucial apoyo de unos segundos de a bordo más que competentes. Sin estos colaboradores, las conocidas gestas del capitán de la Marina Real Británica Robert Falcon Scott, el oficial de la marina mercante Ernest Henry Shackleton y otros destacados líderes de la época no habrían resplandecido de igual manera.

Todo esto fue lo que me condujo a relatar la notabilísima historia de la exploración antártica a través del insigne ejemplo de uno de los hombres ordinarios que la hicieron posible: un humilde muchacho de familia campesina llamado Tom Crean.

Ha sido todo un privilegio.

MICHAEL SMITH

[1]Véanse, por ejemplo, las siguientes direcciones de Internet: https://www.coinnews.net/2008/09/05/antarctic-explorers-coins-issued-in-ireland-shackleton-and-crean-celebrated-with-silver-and-gold-4381/ (para las monedas); https:// www.tomcreanbrewerykenmare.ie/beers (para la cerveza); https://www.google.com/search?q=tom+crean+medals+for+Tralee+Marathon+kerry&client=firefox-b-d&source=lnms&tbm=isch&sa=X&ved=2ahUKEwiK1_rBucP_AhXIPsAKHWYnCu8Q0pQJegQIARAE&biw=960&bih=467&dpr=3 (para la medalla de la ultramaratón); y https://media.uk.norwegian.com/pressreleases/tom-crean-announced-as-norwegians-first-irish-tail-fin-hero-1901956 (para la imagen de cola de la línea aérea noruega) (N. del T.)

[2]El autor entrecomilla aquí con ironía la palabra endurance. No solo por ser el nombre del barco que fue escenario de las durísimas pruebas que hubo de superar Shackleton para sobrevivir a la región antártica, como se verá, sino también porque la «resistencia» exigida por ese tipo de pruebas deportivas contemporáneas queda necesariamente empequeñecida ante la muy superior que precisaron en otra época los exploradores que atendieron la llamada de la gloria o de lo desconocido (N. del T.).

[3]Hay traducción castellana: Con Scott al polo: la expedición del Terra Nova, 1910-1913, Planeta, Barcelona, 2007 (N. del T.).

Agradecimientos

Sería imposible señalar aquí todas las deudas de gratitud que me unen al amplio conjunto de personas que han contribuido concienzudamente a la elaboración de este libro. No obstante, hay unas cuantas que merecen un reconocimiento especial, ya que, sin ellas, el excepcional curso vital de Tom Crean habría quedado incompleto.

Quiero resaltar de forma muy particular la ayuda de las hijas de Tom Crean, Mary Crean O’Brien y Eileen Crean O’Brien, ya que ambas me permitieron amablemente que las entrevistara, mostrándose pacientes y dispuestas a colaborar, aunque lo más importante es que revelaron ser una magnífica fuente de información. También he de subrayar las aportaciones de los nietos de Crean, Brendan O’Brien y Gerard O’Brien, quienes, además de ser siempre muy considerados conmigo y de brindarme todo su apoyo, me proporcionaron orientaciones y materiales de archivo verdaderamente relevantes, como la hoja de servicios de Tom Crean, entre otros documentos. Pat Crean y el doctor Hugh R. Crean figuran igualmente en la lista de quienes impulsaron el proyecto en sus primeras fases.

Son varios los nombres que se han ganado además una mención singular por el inestimable avance que imprimieron a mi trabajo. Judith Lee Hallock —la primera autora en consagrar un escrito a Tom Crean— alentó mis esfuerzos y me ofreció su respaldo con la mejor de las disposiciones. Tampoco quiero olvidar la serena atención y consejo del Excmo. Sr. Broke Evans, hijo de Teddy Evans (lord Mountevans), que me permitió consultar los papeles de su padre y me autorizó a incluir en este libro citas de South With Scott y Adventurous Life.[4] La Excma. Sra. Alexandra Bergel, nieta de sir Ernest Shackleton, se cuenta asimismo entre las figuras que han prestado su apoyo a la presente obra.

Tom Kennedy —el actual propietario de la South Pole Inn— ha sido uno de los más valiosos defensores del proyecto, y le agradezco encarecidamente tanto la abundante documentación y ánimos que supo procurarme como sus significativos conocimientos sobre la pasada historia de la localidad de Annascaul, donde nació y fue enterrado nuestro protagonista. La South Pole Inn es sin duda el mejor lugar del mundo para hablar de las aventuras de Tom Crean, no digamos si se hace paladeando además una pinta de cerveza negra.

Michael Costello, miembro del personal de la Biblioteca del Condado de Kerry, sita en su capital, Tralee, me ofreció una ayuda más que bienvenida, ya que me llegó en el momento en que más la necesitaba —sin olvidar la colaboración de Kathleen Browne, titular de ese mismo centro—. Las gentes de Annascaul que todavía recuerdan a Tom Crean han sido fuente de muchas y muy útiles anécdotas. En este apartado destacan los nombres de Dan Courtney, Mona Kennedy y Kathleen McCarthy. El sacerdote de este mismo pueblecito de Annascaul, el padre Tom Crean (que no tiene parentesco alguno con el explorador), facilitó de buen grado su orientación espiritual. El personal de la Asociación de Fomento y Desarrollo de Annascaul —la Comhlacht Forbartha Phobal Abhainn an Scáil Teoranta, en irlandés— también fue de mucha ayuda.

Robert Headland, archivista y conservador del Instituto Scott de Investigación Polar de Cambridge, ha sido un eslabón fundamental en esta cadena de cooperaciones, dado que su ayuda, imprescindible, ha puesto en mis manos importantes documentos originales, lo que es muy de agradecer, máxime por haber venido acompañados de sus amistosas sugerencias. Philippa Smith, integrada asimismo en el equipo del Instituto Scott, se mostró especialmente paciente y juiciosa al ayudarme a situar las fotografías en su contexto. Agradezco a la mencionada institución que me haya permitido reproducir directamente las citas sacadas de los documentos originales y publicar las instantáneas de su colección. Jenny Wraight, de la londinense Biblioteca del Almirantazgo Británico, me expuso con infinita paciencia la historia naval del Reino Unido. Gary Gregor, autor de un ensayo sobre Edgar Evans,[5] me orientó mucho en mis pesquisas, y Derek Phillips, segundo conservador del Museo y Galería de Arte del Castillo de Cyfarthfa, situado en la población galesa de Merthyr Tydfil, se mostró enormemente considerado al abrirme las puertas de los elementos que conmemoran los viajes de Crean en el sur de Gales. Agradezco asimismo a Trevor Cornford que me haya dado luz verde para incluir en el libro la imagen de la página 289. Michael Murphy, del Colegio Universitario de Cork, me ayudó a elaborar y fijar la cartografía.

Agradezco igualmente a Spink & Co el apoyo ofrecido en relación con la historia de la Medalla de Alberto,[6] y al doctor Chris Bates, de los Laboratorios Nutricionales Dunn, por sus explicaciones sobre las características del escorbuto. Tampoco quisiera dejar de reconocer la aportación de C. Ian Purkis, que me autorizó a publicar citas escogidas de la correspondencia que Tom Crean mantuvo con su abuelo, el capitán R. H. Dodds.

Tengo una especial deuda de gratitud con todas aquellas personas e instituciones que me han permitido usar las referencias y los materiales de archivo de otras monografías. Las personas y entidades de este apartado son, entre otras, las siguientes: Angela Mathias, que me abrió la posibilidad de extraer citas del libro titulado The Worst Journey in the World, escrito por su difunto esposo, Apsley Cherry-Garrard;[7] el doctor Andrew Tatham, curador de la Real Sociedad Geográfica de Gran Bretaña, que me dejó incorporar a mi trabajo párrafos obtenidos en los materiales de archivo de la asociación; Harding Dunnett, autor de Shackleton’s Boat; la editorial Oxford University Press, que me facilitó la incorporación de préstamos tomados de Evans of the Broke. A Biography of Admiral Lord Mountevans, de Reginald Pound; Random House, que hizo otro tanto con las obras South, de sir Ernest Shackleton, y The Life of Sir Ernest Shackleton, de Hugh R. Mill; C. Hurst & Co, que me dio acceso al material de The South Pole, de Roald Amundsen; Victor Gollancz, autor de Under Scott’s Command: Lashly’s Antarctic Diaries; John Murray Editores, que me dio libre acceso al uso del texto de «Birdie» Bowers of the Antarctic; Steve MacDonogh, que dio luz verde a la inclusión de citas de The Dingle Peninsula; Bluntisham Books, que autorizó el empleo de extractos de tres libros: Antarctic Obsession, The Wicked Mate y The Quiet Land; las Galerías de Arte McManus, de la localidad escocesa de Dundee, que me autorizaron a citar los diarios de James Duncan; la biblioteca Alexander Turnbull, de Nueva Zelanda, con cuyo beneplácito he podido incluir parte de los diarios de Harry McNeish;[8] el County Archivist, es decir, el servicio archivístico del antiguo condado administrativo del Glamorgan Occidental, por los permisos relativos al uso de los materiales del libro titulado Swansea’s Antarctic Explorer; News International, que facilitó la cita de un artículo publicado por Duncan Carse en 1956, y cuyos derechos de autor pertenecen a Times Newspapers; Roland Huntford, por licenciar la cita de dos libros: Scott and Amundsen. The Last Place on Earth y Shackleton; Sue Limb, por permitirme citar algunas secciones de Captain Oates: Soldier & Explorer; Hermann Gran, por las citas sacadas de The Norwegian With Scott; y Faber & Faber, por aprobar la cita extraída de The Waste Land,[9] de T. S. Eliot.

He llevado a cabo todos los esfuerzos que estaban razonablemente en mi mano para averiguar el nombre y el paradero de los legítimos propietarios de los derechos de autor de todos los materiales relevantes, aunque no ha resultado nada fácil, habida cuenta de que hace ya muchos años que los documentos y fuentes pertinentes al caso vieron por primera vez la luz. Espero que se me perdone en caso de que haya incurrido en alguna omisión inadvertidamente.

No obstante, también ha habido muchas otras personas que me han dado gran ánimo y aliento en muy diversos museos y bibliotecas. De hecho, he de dejar aquí constancia de mi gratitud a los establecimientos de libros de segunda mano, ya que constituyen una inestimable fuente de información y elementos bibliográficos para todo el que se interese en la historia de los polos.

La atenta y bienvenida contribución de mi editora, Val Shortland, ha resultado ser extremadamente relevante. Mi agente, Anne Dewe, ha sido invariablemente una asesora fiable y valiosa, y le estoy sumamente agradecido. Debo reconocer asimismo las preciosas opiniones críticas e independientes de Frank Delaney. Dejo también constancia, por lo demás, de lo mucho que Frank Nugent y Paddy Barry han defendido, con tanta diligencia como claridad, la pertinencia de un ensayo sobre la vida de Tom Crean. Del mismo modo, quiero dejar explícitamente señalada aquí la gratitud que me une a los numerosos amigos que apostaron por la importancia del libro, y en no menor medida que las demás personas que he venido enumerando.

He de expresar, por último, mi profundo agradecimiento a mi esposa, Barbara, que siempre me ha respaldado al cien por cien y que jamás dudó de la oportunidad de la obra. Las palabras no alcanzan a manifestar lo mucho que valoro su respaldo.

[4]Títulos de las memorias y la autobiografía, respectivamente, del contraalmirante de la Marina Real Británica Edward Evans, segundo al mando en la desafortunada expedición Terra Nova que, entre los años 1910 y 1913, llevaría a Scott (al que Evans acompañó) a doscientos cuarenta kilómetros del polo sur (N. del T.).

[5]El suboficial Edgar Evans participó en la señalada expedición Terra Nova de Scott al polo sur entre los años 1911 y 1912. No debe confundirse con el contraalmirante Evans, cuya reseña figura en la nota anterior (N. del T.).

[6]La Medalla de Alberto, creada en 1866 en memoria del príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo y Gotha, se otorgó originalmente a todas aquellas personas que se hubieran distinguido en el salvamento marítimo. En 1971 fue sustituida por la Cruz de Jorge VI, entregada a quienes den notables muestras de valor frente a la adversidad (N. del T.).

[7]Hay traducción castellana: El peor viaje del mundo. La expedición de Scott al Polo Sur, Ediciones B, Barcelona, 2017 (N. del T.).

[8]Carpintero de la Expedición Transantártica Imperial encabezada por sir Ernest Shackleton entre los años 1914 y 1917. A él se debieron en gran parte los trabajos que posibilitaron la supervivencia de la tripulación después de que el buque Endurance quedara atrapado en la banquisa del mar de Weddell (N. del T.).

[9]Hay traducción castellana: La tierra baldía, Cátedra, Madrid, 2022 (N. del T.).

Notas

aclaratorias

En este libro, y salvo que se indique lo contrario, las temperaturas aparecen consignadas en unidades Fahrenheit, ya que esa era la escala que se utilizaba en la época en que ocurrieron los hechos relatados. En todos los casos se ofrecerá, no obstante, la conversión a grados Celsius, que es la de más amplio uso en nuestros días. Para convertir mentalmente las mediciones en Fahrenheit a cifras Celsius hay que restar treinta y dos a la temperatura en cuestión, multiplicar el resultado por cinco y dividirlo después por nueve. No obstante, y a manera de orientación, los siguientes ejemplos pueden resultar de utilidad para quien no esté familiarizado con las tablas Fahrenheit:

Fahrenheit

Celsius

0 º

-18 º

-10 º

-23 º

-20 º

-29 º

-30 º

-34,5 º

-40 º

-40 º

-50 º

-45,5 º

98,4 º

36,9 º

(temperatura corporal)

32 º

0 º

(punto de congelación)

Es preciso señalar, en este mismo sentido, que en el periodo al que voy a referirme, las distancias se calculaban en millas, geográficas o náuticas. El valor de estas últimas es equivalente a la sexagésima parte de un grado de latitud, siendo, por tanto, igual a 2.026 yardas (o 1,85 kilómetros). En otros casos, el espacio se designa en millas terrestres, es decir, en unidades de 1.760 yardas (o 1,6 kilómetros). A su vez, la yarda mide tres pies, o 91 centímetros. Se darán conversiones aproximadas.

Los pesos se consignan en el sistema avoirdupois, aunque se incluye su transformación a kilos. Una libra pesa 0,454 kilos, y la masa de una tonelada viene a ser de 2.240 libras, o 1.016 kilogramos.

La moneda se expresa en las cifras y piezas propias del último cuarto del siglo XIX y principios del XX, y las correspondencias con las cantidades contemporáneas están basadas en la información proporcionada por el Banco de Inglaterra. Esto nos dará una indicación precisa de las sumas de capital que se requerían en marzo de 1999 para adquirir bienes comparables a los de los tiempos de Crean. Así las cosas, vemos que los artículos que en 1877 —año del nacimiento de Tom Crean— costaban una libra esterlina, exigían a las puertas del tercer milenio el desembolso de 41,03 libras.

Prefacio

La península de Dingle, en el condado de Kerry, es una de las zonas más bellas de Irlanda. En ella, las ondulantes insinuaciones de las colinas coquetean, en armónica convivencia, con los ásperos perfiles de la costa antes de arrojarse al Atlántico. Es uno de los espectáculos naturales más imponentes que puedan contemplarse. Hoy son muchos los viajeros que llegan aquí, desde todos los rincones del mundo, para admirar tan impresionantes paisajes.

Aproximadamente a mitad de camino del alargado promontorio, en un humilde y sencillo emplazamiento, se acurruca el pueblecito de Annascaul (Abhainn An Scáil, en la lengua autóctona). Se dice que el último lobo de Irlanda fue cazado en los cerros circundantes. Sin embargo, lo que llama la atención de los visitantes que recorren la calle principal de Annascaul es uno de los últimos edificios que se ofrece, semiescondido, a los ojos de quien se dirija a poniente, hacia las rompientes oceánicas y la población de Dingle, bastante más célebre que la de Annascaul. Se trata de un pequeño pub con un nombre realmente poco habitual: South Pole Inn —algo así como Posada del Polo Sur—. El establecimiento se alza a orillas de un río de aguas silenciosas, junto a un idílico puente de piedra, y desde luego no se le ocurre a uno nada que pueda resultar más distante del Polo Sur.

En cualquier caso, lo auténticamente imposible es llegar a Annascaul, o salir de su término municipal, sin que la vista quede prendada de esa discreta casita que desconcierta al transeúnte y le insta a preguntarse cómo es posible que la taberna de una aldea rural rodeada por las interminables y verdes praderas de la península de Dingle haya llegado a llamarse Posada del Polo Sur.

Quienes tengan la prudencia de detenerse a averiguarlo hallarán la respuesta en la reducida placa de pizarra gris que hay sobre el dintel de la entrada. Dice así:

Tom Crean

Explorador de las regiones antárticas

1877-1938

La Posada del Polo Sur fue en su día el hogar de Thomas Crean, un hombre de esa misma zona que acabó saliendo de la oscuridad de las típicas comunidades campesinas de Kerry para convertirse en uno de los personajes más insignes de la historia de la exploración polar de los albores del siglo XX: la Edad Heroica de las expediciones a los polos.

Pocos individuos han aportado más excelsas páginas de gloria a los anales de los viajes a las regiones antárticas que este Tom Crean, e igualmente escasos son también los que acertaron a inspirar entre sus afamados colegas exploradores un respeto más profundo que el reservado a este sencillo hombre de Kerry. Pese a todo, la contribución de Crean a la Edad Heroica de los descubrimientos polares ha sido terriblemente subestimada, por no decir ignorada, durante demasiados años.

Este audaz periodo de la exploración ártica y antártica, que abarca las dos primeras décadas del siglo XX, no solo dio pie a algunas de las más pasmosas peripecias humanas, también forjó el temperamento de varias figuras señaladas. Aun hoy, transcurridos cerca de cien años de aquellas gestas, siguen fascinando a la gente las aventuras de Scott y Shackleton, sobre todo por la vertiente trágica de la epopeya, el arrojo de los personajes, la valentía y la fuerza de carácter que demostraron y las legendarias proezas humanas que, sembradas de fracasos, se antojan poco menos que increíbles en la época moderna.

Sea como fuere, no debemos caer en el error de dar por supuesto que los grandes hechos y logros de esos decenios de lucha denodada en la región antártica se debieron exclusivamente al temple de hombres como Scott y Shackleton. Las expediciones de esa época fueron posibles gracias a otros individuos igualmente importantes que, pese a no pertenecer siempre a las filas de la oficialidad o los equipos científicos, se revelaron vitales para el éxito de tales empeños. Y, aun así, su valiosísima contribución ha sido básicamente pasada por alto hasta el momento —o, cuando menos, incluida sin miramiento alguno en el indistinto conglomerado de las hazañas de terceros—. Puede que fueran, efectivamente, personas poco conocidas, pero desde luego la relevancia de su valía no solo no cede en nada a la de sus más célebres compañeros de fatigas, sino que tampoco merece ser tenida en modo alguno por menos importante. Y uno de esos hombres es precisamente nuestro Thomas Crean.

Crean fue un viajero portentoso que intervino en tres de las cuatro cruciales expediciones de la Edad Heroica de la exploración polar británica; y en esos años, sus destacadísimos éxitos le granjearon, con todo merecimiento, el más alto de los reconocimientos. Fue una personalidad tan pintoresca como popular, además de uno de los pocos hombres que jamás hayan tenido la fortuna de servir a las órdenes de Scott y Shackleton, y con idéntica distinción.

Crean era una persona sencilla y honesta cuya extraordinaria valentía y confianza en sí mismo le permitieron realizar repetidamente una larga serie de hazañas increíbles en el clima más inhóspito de la Tierra y en un entorno extremadamente exigente, tanto desde el punto de vista físico como mental. Fue de una heroicidad constante.

Crean llegó más lejos que la mayor parte de los exploradores tradicionalmente asociados con esas expediciones heroicas, y pocos individuos han dejado una huella tan indeleble en los anales del viaje y el descubrimiento como este irlandés. Como es lógico, su nombre ha quedado perpetuado para la posteridad en el continente antártico que le dio la fama. No en vano se alzan en Tierra Victoria, en la Antártida —a 159,47 grados de longitud oeste y 77,90 grados de latitud sur—, los 2.550 metros (u 8.360 pies) del monte Crean. Los casi seis kilómetros del glaciar Crean bajan hasta el perfecto arco de la bahía de la Antártida —a 37,01 grados oeste y 54,08 grados sur—, en la isla San Pedro (Georgia del Sur), en la que el irlandés iba a comportarse con la mayor de las noblezas.

Tom Crean no es el único explorador cuyas odiseas han pasado por alto los historiadores de las regiones polares. La historia también se ha mostrado injusta y cicatera con hombres como Edgar Evans, William Lashly y Frank Wild, todos ellos colegas y amigos de Crean en el Gran Sur. En este tipo de personas se afianzaría precisamente la columna vertebral de las grandes expediciones que alzaron el velo que mantenía el continente antártico oculto a los ojos del mundo, si bien con un coste terrible, en muchas ocasiones. Y pese a que esos hombres fuesen de facto ciudadanos de segunda, y esto en una época en que el sistema clasista británico se hallaba en pleno apogeo, lo cierto es que, sin su contribución, esa Edad Heroica a la que me vengo refiriendo habría quedado incompleta.

He de decir, no obstante, en nombre de la honestidad intelectual, que a los historiadores no les ha resultado nada fácil referir la crónica de las hazañas de Tom Crean, ya que se trataba de un hombre semianalfabeto —a diferencia de muchos de los exploradores de ese periodo— que no llevaba ningún diario ni mantenía un prolífico contacto epistolar con sus amigos y familiares. Además, solo ha llegado hasta nosotros una pequeña porción de esa correspondencia, ya de por sí escasa, con lo que, para unir las piezas de su vida y su época, hemos de basarnos en las palabras y los recuerdos de sus contemporáneos. Por fortuna, dado que fue efectivamente una figura destacada de esos heroicos años de descubrimiento polar, sus proezas aparecen consignadas en un amplio conjunto de documentos —tanto publicados como inéditos— que recogen cumplidas reseñas de las tres expediciones en las que destacó. No debe sorprendernos, por tanto, que buena parte de lo que se ha venido exponiendo hasta la fecha haya adolecido de contradicciones e incongruencias.

Tom Crean, fotografiado por Herbert Ponting en cabo Evans, en la isla de Ross, en la Antártida, en el año 1911. Ponting, que se consideraba un «artista de la cámara», captó el espíritu de Crean: alegre, optimista y presto a la acción. (Instituto de Investigación Polar Scott).

Pese a todo, gracias a los escritos del propio Crean, las obras de sus coetáneos y los inestimables recuerdos de sus parientes vivos, hemos podido reconstruir por primera vez una relación acreditada y exacta de la peripecia vital de un hombre tan notable.

Las personas que le conocieron en vida no abrigan duda alguna respecto a sus particulares cualidades. Frank Debenham, que trabajó junto a Crean en la última y fatídica expedición de Scott para convertirse más tarde en el primer director del Instituto de Investigación Polar Scott de Cambridge, recuerda con especial afecto al irlandés. En una ocasión dejó esto escrito acerca de nuestro protagonista:

A su modo, Tom Crean fue una persona única: era como un personaje salido de la imaginación de un Kipling o un Masefield, un hombre dotado de los valores característicos de su patria y un motivo de orgullo para las tres expediciones. Me basta con cerrar un instante los ojos para ver aparecer en mi mente sus bien definidos rasgos, claramente enmarcados por la amplia sonrisa que desplegaba para saludarle a uno por las mañanas con un «Buenos días, señor».

Desde esa época gloriosa, sin embargo, la persona de Tom Crean ha ido viéndose triste y paulatinamente postergada, convertida en una figura prácticamente desconocida cuyos aventajados logros y conquistas siguen siendo páginas en blanco para las generaciones actuales. Sin embargo, la historia de su vida merece ser contada como la que más.

Todas las personas ansían conocer las gestas de los héroes, y la vida Tom Crean es desde luego un ejemplo de heroicidad para cualquier época.

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Un chico

de campo

Thomas Crean nació el 20 de julio de 1877 en Gurtachrane, una perdida región rural situada al oeste de Annascaul, a corta distancia de dicha aldea, en la península de Dingle, en el condado irlandés de Kerry. La fecha exacta es motivo de controversia, pero las investigaciones más recientes sugieren que pudo haber sido el 25 de febrero de 1877. No obstante, los documentos oficiales en los que consta la hoja de servicios de Crean en la Marina, muchas veces redactados de su puño y letra, señalan sistemáticamente el día 20 de julio de 1877. En cualquier caso, la zona en que Crean vino al mundo es, incluso en nuestros días, una tranquila región salpicada a partes iguales por casitas particulares y granjas, sosegadamente inmersas en un mar de verdes colinas ondulantes.

El contraste con el hostil y gélido continente antártico en el que nuestro protagonista habría de labrarse una notabilísima carrera difícilmente podría ser más acusado. Por una extraña coincidencia, Crean acabaría celebrando su cumpleaños en la misma fecha que Edmund Hillary, que no solo fue el primer hombre en conquistar el Everest, sino también uno de los mayores aventureros del siglo XX.

La península de Dingle cultiva ricas tradiciones, ya que sus orígenes se remontan sin dificultad al periodo de las más antiguas civilizaciones europeas. Andando el tiempo, se convertiría en uno de los centros de actividad de los cristianos primitivos, y pese a haber sido conquistada tanto por los anglonormandos como por los ingleses, la comarca destaca por haber sabido sobrevivir a siglos de represiones y persecuciones, tanto políticas como religiosas. Sus gentes han sido siempre personas duras, resueltamente dispuestas a salir adelante frente a cualquier penalidad o peligro, y no debe sorprendernos, por tanto, que el condado de Kerry haya sido uno de los que más enconadamente han luchado por la preservación de la lengua irlandesa. Todavía hoy, la península de Dingle sigue siendo un área Gaeltacht, es decir, una región de habla irlandesa.

A finales del siglo XIX, el irlandés era de uso común en toda la península y, de hecho, los padres de Crean pertenecían a la última generación de habitantes de Kerry cuya lengua materna era justamente esa. En sus años mozos, Crean creció y se educó tanto en irlandés como en inglés.

Crean formaba parte de una de esas familias rurales irlandesas tan característicamente amplias, y, como tantas otras de la misma época, tuvo que hacer grandes esfuerzos para superar la terrible pobreza en que se hallaba sumida y el constante temor a las cosechas fallidas y la hambruna. El apellido Crean es bastante corriente en la región de Kerry y se cree que deriva de la voz Curran. También se halla estrechamente emparentao con Creen y Curreen, y en irlandés se escribe O Cuirin.

En las décadas de 1860 y 1870, los padres de Thomas, Patrick Crean y Catherine Courtney, miembros del campesinado de Gurtachrane, tuvieron diez hijos. Para ellos, las asperezas cotidianas eran simplemente una forma de vida, dado que contaban con muy pocos lujos —admitiendo que disfrutaran realmente de alguno— y que apenas podían concebir la esperanza de verse un día libres del denodado esfuerzo que debían efectuar para llegar a fin de mes y alimentar a todos los miembros de la familia.

En la época en que Crean vio la luz por primera vez, la propia Irlanda luchaba todavía por recuperarse de los demoledores efectos de la Gran Hambruna que había asolado el país treinta años antes, cobrándose la vida de un mínimo de ochocientas mil personas, aunque podría haberse llevado por delante hasta un millón de almas —la octava parte de la población de la época—. La catástrofe fue debida a la desastrosa pérdida de la cosecha de patata. La prueba dejó una terrible cicatriz en el alma irlandesa, y no solo promovió la emigración en masa de los irlandeses —dos millones de los cuales llegaron a abandonar la isla en los años inmediatamente posteriores a la tragedia—, sino que vino a reforzar la idea de que Irlanda debía ser dueña de su propio destino.

Mapa de Irlanda.

No obstante, a finales de la década de 1870, el hambre volvió a proyectar su siniestra sombra sobre Irlanda, haciendo que en muchos corazones se reavivara inevitablemente el miedo a una repetición de los espantosos horrores vividos con anterioridad. El año de 1877, en el que nació Crean, fue atrozmente lluvioso en toda Irlanda. Esa humedad puso en marcha una desdichada reacción en cadena que acabó por deteriorar los sembrados de patata en años ulteriores. Al mismo tiempo, el desplome del precio del trigo determinó que muchos agricultores quedaran atrapados en la aciaga trampa de la miseria y no pudieran permitirse pagar las rentas —muchas veces exorbitantes— que les imponían los odiados terratenientes absentistas. En el ánimo de muchos granjeros —sobre todo en la vertiente occidental de Irlanda—, el pánico que despertaba la perspectiva de una hambruna vino a sumarse al peligro de ser expulsados de sus tierras y hogares. De hecho, todas esas gentes debieron de conocer cabalmente, y muy a su pesar, el significado de las palabras de otro irlandés, George Bernard Shaw, al señalar, tres décadas más tarde, que la pobreza era el mayor de los males y el peor de los crímenes.

Sobre este telón de fondo, marcado por la sempiterna amenaza de la hambruna, los ingresos menguantes y la rápida expansión de la familia, se recortan las penalidades que Patrick y Catherine Crean hubieron de vencer para procurar sustento y horizonte a Tom, sus cinco hermanos y sus cuatro hermanas. Irremediablemente, ese contexto contribuiría a configurar y templar el talante de un joven llamado a hacer frente a las dificultades y privaciones que habrían de presentársele en los largos periodos que dedicó a la expedición antártica.

Tom recibió una educación extremadamente precaria en la escuela católica local —el colegio de Brackluin, un diminuto municipio muy próximo a Annascaul—, y lo más probable es que dejara los estudios lo más pronto posible, como hacían por entonces la mayor parte de los jóvenes. No tenía nada de insólito que los chiquillos colgaran los libros a los doce años, aunque lo más frecuente era que continuaran hasta los catorce. En cualquier caso, no se daba a los muchachos más que una formación perfectamente rudimentaria, ya que no iba mucho más allá de la mera capacidad de leer y escribir. La abrumadora necesidad de prestar ayuda en la granja y contribuir con unas modestísimas sumas de dinero a los ingresos de la familia se imponía a todo lo demás.

Es posible que las actividades que tenían lugar en la vecina Annascaul, al pie de la suave colina en que se asentaban las aulas, proporcionaran a Tom un primer contacto con los viajes y las aventuras.

La aldea se halla en una encrucijada en la que vienen a encontrarse la carretera más importante de cuantas recorren la península de Dingle y el cauce del río Annascaul, que recoge impetuosamente las aguas de las elevaciones circundantes. Es un punto en el que se dan espontáneamente cita los viajeros.

Annascaul llevaba siglos albergando periódicamente las ferias de la región. En su libro titulado The Dingle Peninsula, el autor local Steve MacDonogh dice que esos mercados constituyeron durante cientos de años un verdadero «foco vital» para toda la zona. MacDonogh recuerda que los anglonormandos, que establecieron la costumbre de celebrar una gran cantidad de actividades comerciales en el conjunto de Irlanda, se asentaron en número muy significativo en torno a la comarca de Annascaul. Sabemos que estos mismos anglonormandos fundaron Tralee, una de las poblaciones más importantes del condado de Kerry, en el siglo XIII. De hecho, se dice que las cercanas poblaciones de Ballynahunt y Flemingstown también guardan relación con la presencia anglonormanda.

Al crecer en esta pobre aldea rural, el joven Tom Crean debió de encontrar por fuerza algún consuelo en estos cíclicos encuentros, ya que solo ellos alcanzaban a interrumpir una rutina diaria que por lo demás resultaba sin duda deprimente. Annascaul acogía nada menos que catorce ferias distintas a lo largo del año, actuando así como un enérgico polo de atracción para lugareños y foráneos de todas clases. Las ocasiones de mayor calado se producían con la doble cita anual de las ferias equinas de mayo y octubre, dos de los acontecimientos más antiguos de la larga tradición irlandesa de la compraventa de caballos, llamados por ello a atraer a gentes de todos los puntos del país.

No obstante, la efeméride más recurrente de cuantas se vivían en Annascaul era su mercado mensual, en el que venía a juntarse, como en aluvión, una inverosímil mezcolanza de transacciones comerciales y tratos profesionales con una no menos variopinta oferta de entretenimientos y diversiones. El esparcimiento no constituía, asegura MacDonogh, un simple marco de excitación propicio a los lances de una cita de naturaleza fundamentalmente mercantil, sino que era un factor esencial, en consonancia con la auténtica alma gaélica, para el buen fin de la reunión. El propio escritor nos describe una escena característica:

La presencia de una rueda de la fortuna, de puestos de venta de fruslerías, de mujeres ataviadas con sus mejores prendas y sus más vistosos sombreros, de hombres vestidos con ropas específicamente elegidas para proclamar a los cuatro vientos el tiempo pasado en el extranjero, de trileros afanosamente enzarzados en el timo de las tres cartas, de melosos cantantes de baladas, de violinistas, de casamenteros, de vendedores ambulantes, de mendigos…; todo se conjuga y cuaja en una pintoresca reunión social, tan propicia a la diversión como buena para los negocios.[10]

Era justamente en los pubs y en el cruce de las calles donde se narraban a profusión las peripecias de los visitantes; allí se revivían, realzados por la característica locuacidad irlandesa, todo tipo de sucesos, dando medios y oportunidad para volar sin restricciones a la imaginación del joven hijo de tan modestos agricultores. Recortados sobre la miseria grisácea de la vida campesina, los relatos de lejanas regiones debían de resonar con irresistible atractivo en los oídos de un muchacho como él, animado por una curiosidad insaciable. La tentación de viajar debió de ser simplemente arrolladora.

Por esta misma época, varios hermanos de Tom abandonaron su Kerry natal para emigrar a lugares más prometedores, y de hecho MacDonogh señala igualmente que, durante un tiempo, también se instaló en la región la costumbre de que los hijos de Annascaul se ausentaran para enrolarse en la Marina británica.

Martin, el primogénito de la familia Crean, encontró trabajo al otro lado del Atlántico, en la floreciente compañía ferroviaria Canadian Pacific. Michael, el siguiente hermano, embarcó y se hundió con el barco. Cornelius, seis años mayor que Tom, consiguió formarse y convertirse en agente de la Real Policía Irlandesa. Murió asesinado en uno de los episodios del conflicto norirlandés. Su hermana Catherine contraería matrimonio con un guardia. Otros dos hijos de los Crean, Hugh y Daniel, permanecieron en casa para perpetuar el tradicional vínculo entre la familia y la tierra. Al fallecer el padre —Patrick—, Hugh y Daniel dividieron en dos la granja familiar y pasaron en Gurtachrane el resto de sus días.

En las décadas de 1880 y 1890, el solo hecho de criarse en una granja suponía un reto inmenso. Coexistir en un hogar marcado por la competencia de los diez hermanos, empeñados en ganarse la mayor cuota de atención parental posible, exigía una sólida determinación y muchas ganas de salir adelante. Patrick Crean tenía que hacer grandes esfuerzos para llegar a fin de mes y apenas podía dedicar tiempo a guiar a sus hijos; desde luego, no en una medida remotamente comparable a lo que hoy resulta factible.

Los chicos de los Crean recibieron, por tanto, una educación severa, lo que inevitablemente haría surgir en el joven Tom un fuerte deseo de independencia. Fue justamente esa voluntad de emancipación lo que empujó al muchacho a abandonar el nido en la primera ocasión.

En esos años, la Marina británica enviaba regularmente a su personal de reclutamiento a las aldeas de Irlanda a fin de encontrar nuevas remesas de individuos aptos para el servicio. Este cuerpo naval andaba constantemente a la caza de carne fresca, de modo que el ofrecimiento de las autoridades, que esgrimían la posibilidad de cambiar la anodina vida rural por el romanticismo aparente de los horizontes marinos, era uno de los factores invariablemente presentes en la experiencia cotidiana de los lugareños. Eran muchos los jóvenes irlandeses que se dejaban convencer sin dificultad y accedían a firmar la carta de alistamiento. En esa época, la Armada británica se jactaba de contar con la flota más poderosa del mundo, y desde luego ninguna otra la superaba en prestigio. Para los muchachos jóvenes como Crean, la oportunidad de eludir las desoladoras penalidades de la vida cotidiana debía de constituir una tentación irreprimible. No resultaba difícil descartar con decisión la única alternativa viable —necesariamente vinculada con la prolongación de una implacable lucha contra la adversidad—, así que no debe sorprendernos que Tom Crean dejara el hogar de sus padres en ese momento.

Estamos lejos de conocer con claridad el trasfondo de su partida, aunque parece que Tom tuvo un fuerte enfrentamiento con su padre tras despistarse y permitir que unas cuantas vacas se metieran en el patatal de la familia y devoraran la preciosa cosecha. En el calor de la riña, Tom juró hacerse a la mar.

Nuestro protagonista, que todavía era un imberbe quinceañero, marchó a la ensenada de Minard, situada a escasos kilómetros de Annascaul, sabedor de que allí había una base de la Marina Real. Crean y otro chico de la zona, que respondía al apellido de Kennedy, se acercaron al oficial encargado de los alistamientos y, convenientemente impresionados por su parloteo, aceptaron alegremente unirse a la poderosa Armada de la reina Victoria.

Pese a ser un jovencito ferozmente independiente, Tom seguía temiendo que la noticia no se encajara demasiado bien en casa, así que no contó inmediatamente a sus padres la nueva vida que había decidido llevar. Prefirió no decirles nada en tanto no hubiera firmado los documentos de su enrolamiento, ya que de ese modo no habría forma de persuadirle de que continuara en la granja. Esta actitud es también una primera indicación de la determinación y la gran confianza en sí mismo que siempre habría de demostrar Crean a lo largo de su vida. Además, en caso de que aquellos dos chavales necesitaran aún un empujoncito, lo más probable es que su mutua compañía bastara para proporcionárselo.

No obstante, una vez tomada la decisión de alistarse, Tom se enfrentaba a otro problema. No tenía un penique, y ni siquiera disponía de unas cuantas ropas decentes que ponerse en ese viaje al futuro que se proponía efectuar. Ni corto ni perezoso, pidió prestada una pequeña cantidad de dinero a un benefactor desconocido y convenció a una tercera persona de que le prestara un traje. Tom Crean se desprendió de sus ajadas vestimentas de trabajo en julio de 1893, se embutió en el terno que acababa de agenciarse y abandonó la granja para siempre.

Casa natal de Tom Crean en las tierras de Gurtachrane (Gort an Corráin), próximas a Annascaul. (Fotografía de Michael Smith).

Al emprender la marcha, el joven contaba apenas con un puñado de preciadas posesiones susceptibles de recordarle su hogar y sus orígenes. Sin embargo, Crean referirá más tarde que no olvidó ponerse al cuello un escapulario, símbolo de su fe católica y reminiscencia emblemática de sus raíces. Con sus dos pedacitos de tela de seis centímetros y medio de alto por cinco de ancho, este colgante prendido a un cordón de cuero contiene una oración especial que brinda un particular auxilio espiritual a su portador. Al partir por primera vez rumbo a lo desconocido, la afirmación más importante de esa plegaria —que la persona que lo llevara habría de verse libre del fuego eterno— debió de reconfortar a Crean de manera muy personal. Habría de permanecer junto a su corazón el resto de su vida.

Crean se trasladó a Queenstown (cuyo nombre actual es Cobh), una localidad próxima a Cork, en la costa meridional de Irlanda, junto con James Ashe, otro marinero irlandés enrolado en la marina mercante. James era un pariente cercano de uno de los habitantes de la vecina población de Kinard: Thomas Ashe, que, andando el tiempo, se convertiría en líder de la Hermandad Republicana Irlandesa[11] y en mártir de la causa al morir en la cárcel de Mountjoy en 1917 tras una huelga de hambre iniciada en lo más crudo de la guerra contra los británicos.

Tom Crean se alistó formalmente en la Marina Real el 10 de julio de 1893, exactamente diez días antes de cumplir los dieciséis años.[12] Oficialmente, la edad mínima para el alistamiento era justamente esa, así que cabe suponer que el muchacho, que todavía tenía quince, debió falsificar los papeles o mentir sobre su edad.

En esta etapa formativa de su vida, el joven Tom no poseía aún la elevada e imponente estatura que tan familiar habría de convertirse para cuantos recorrieran los helados paisajes polares en años posteriores. Según lo que figura consignado en los documentos del Ministerio de Defensa de la época, este chico de origen campesino, coronado por una espesa mata de cabellos castaños, medía tan solo 172 centímetros en el momento de firmar en la línea de puntos para quedar alistado como marinero de segunda clase y número de servicio 174699.[13]

Tuvo su primer destino en el buque escuela HMS Impregnable, con base en Devonport, Plymouth, en el suroeste de Inglaterra. En él realizó el aprendizaje naval y dio sus primeros pasos en el oficio.[14]

En la Marina, el día a día era muy duro, máxime para un joven que se veía lejos de casa por primera vez en su vida. La disciplina era muy estricta y el régimen de trabajo, severo y poco dado a las contemplaciones. Su iniciación a la profesión naval fue quizá la primera gran prueba que hubo de afrontar su fuerza de carácter, moldeando así la personalidad que acabaría constituyendo el sello de su intrépida existencia.

Tom superó su primer examen y obtuvo rápidamente una especie de ascenso. En menos de un año, el joven Crean había conseguido dar ya el primer paso al convertirse en marinero de primera clase. Poco después, el 28 de noviembre de 1894, se asignaba destino al todavía aprendiz, transfiriéndole al HMS Devastation, un guardacostas cuyo puerto de amarre oficial también se encontraba en Devonport.[15] Fue el bautizo marítimo de Tom.

No sabemos gran cosa de los inicios de Crean en la Armada. Sí podemos afirmar, no obstante, que ese arranque estuvo presidido por tantos altibajos, con ascensos y degradaciones, que es muy posible que no fuera un periodo particularmente feliz para un joven que todavía intentaba acomodarse a su nueva vida, tan lejos del hogar. Hay informes que sugieren que en una ocasión Crean quedó tan sumamente desencantado con las tareas cotidianas y las condiciones generales del servicio que intentó darse a la fuga. Uno de los autores que se han interesado en su peripecia sostiene, en efecto, que Tom se sentía tan descorazonado a causa de la pésima comida y el incómodo alojamiento que debían soportar entonces quienes se embarcaban en los buques de la Armada que el muchacho estuvo a punto de emprender la huida.[16]

No hay duda de que el régimen impuesto en la Armada victoriana de esos años era tan riguroso como despiadado. Pese a que la Marina Real hubiera venido siendo tradicionalmente el brazo derecho del Imperio británico, lo cierto es que, a finales del reinado de Victoria, sus oficiales —que se habían vuelto engreídos y propensos a la autocomplacencia— regían un sistema tan ineficiente como obsoleto. Seguía teniendo mucho en común con el que implantara Nelson, así que tendía a basarlo todo en una disciplina extremadamente rígida y en la obediencia ciega. Sería preciso esperar a 1914 para que el temido almirante John Fisher, apodado Jackie en los círculos de oficiales, realizara un amplio conjunto de reformas y modernizara al fin la Armada, poniéndola en condiciones de efectuar su cometido en la Primera Guerra Mundial.

Minard, la ensenada próxima a Annascaul en la que Tom Crean se alistó en la Marina Real Británica, presentándose en la base de su guardia costera en el año 1893. (Fotografía de Michael Smith).

Hay, no obstante, una extraña incoherencia en el argumento de que un joven novato procedente de una comunidad rural pobre y subalimentada de las colinas de Kerry diera en quejarse de la calidad de la comida y la cama. Es muy posible que Crean, como otros muchos marineros de esos tiempos, tuviera otras ofensas que ventilar. O tal vez todo se redujera a un simple caso de añoranza en un muchacho alejado de sus raíces y sumido en una cierta depresión. Sea como fuere, la verdad es que halló algo de consuelo en la compañía de los demás marineros irlandeses de corta edad, así que en último término llegó a la conclusión de que también a él le convenía aferrarse al puesto y continuar en la Armada.

En 1895, al cumplir los dieciocho años, tras dos años exactos de servicio, Crean fue oficialmente ascendido al rango de «grumete ordinario» y destinado en el HMS Royal Arthur, uno de los buques insignia integrados en la flota del Pacífico. Menos de un año después, ascendía al grado de marinero profesional en el HMS Wild Swan, una pequeña y versátil embarcación de 51 metros de eslora que también operaba en aguas del Pacífico.

En 1898, Crean, aparentemente ansioso por aprender todos los secretos del oficio, fue enviado al buque escuela de artillería HMS Cambridge, fondeado en Davenport. Seis meses más tarde, poco antes de la Navidad de 1898, Crean fue trasladado a otra nave de formación, el torpedero HMS Defiance, basado en esa misma ciudad. En el gran puerto naval de Chatham, nuestro protagonista volverá a progresar ligeramente en el escalafón al conseguir cualificarse para la realización de diversas tareas propias de los barcos artilleros y torpederos.[17]

Por esta época, Crean también estaba haciéndose ya un nombre como individuo fiable. De hecho, su hoja de servicios es impresionante. En estos primeros años, la jerarquía naval da invariablemente a su conducta la calificación de «muy buena», pese a los ocasionales roces que le enfrentan con la autoridad.

Será asimismo en este periodo —el comprendido entre los años 1899 y 1900— cuando Crean empiece a deslizarse arriba y abajo por el resbaladizo mástil de las categorías navales, encajando la única mancha que se registra en su carrera profesional, por lo demás auténticamente impresionante. Es posible que se debiera al descontento, o tal vez al hecho de que tras pasar seis años «bajo el puente» Crean tuviera la sensación de que no estaba avanzando y de que carecía de futuro en ese cuerpo de las fuerzas armadas inglesas. Aunque también pudiera ocurrir, simplemente, que Tom estuviera cayendo en el abuso de la bebida, la tradicional maldición de los marineros comunes y corrientes, dado que ese ha sido siempre el principal escollo para un sinfín de navegantes, tanto anteriores como posteriores a él. El alcohol era uno de los compañeros habituales del día a día del marino, y los permisos en tierra solían salpimentarse con fuertes episodios de excesos que se descontrolaban con facilidad y desembocaban en situaciones más que predecibles. A Crean le gustaba tomarse unas cuantas copas, y siendo un hombre de temperamento sociable y muy aficionado a salir, lo más probable es que se sintiera a sus anchas en compañía de otros camaradas de profesión, igualmente aficionados a los pubs.

HMS Impregnable, el buque escuela de estructura de madera en el que Tom Crean comenzó en 1893 su larga carrera de marino.

A finales de septiembre de 1899, Crean asciende al grado de suboficial de segunda clase en los astilleros de Devonport, siendo asignado al buque Vivid. Tras un breve lapso de tiempo a bordo del HMS Northampton —otro buque escuela para grumetes—, Crean tomará una iniciativa llamada a cambiarle la vida.

Este trascendental paso se produjo el 15 de febrero de 1900, estando el suboficial de segunda Crean asignado a un navío torpedero bautizado con el extraño nombre de HMS Ringarooma, en aguas australianas.[18]