Un hogar para la princesa - Leanne Banks - E-Book
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Un hogar para la princesa E-Book

Leanne Banks

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Beschreibung

¿Qué se sentía siendo una princesa? A Coco Jordan le encantaría saber la respuesta. No era fácil asimilar que era la hija ilegítima del príncipe de Chantaine, especialmente mientras trabajaba como niñera en un rancho de Texas. Por mucho que intentara concentrarse en el cuidado de la pequeña Emma, la noticia no dejaba de causarle problemas. Hasta que recibió una ayuda inesperada de alguien muy guapo. Benjamin Garner estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de no perder a la niñera perfecta... incluso hacerse pasar por el prometido de Coco para que la prensa dejara de molestarla. Fuera o no princesa, lo que estaba claro era que Coco era la persona ideal para su hija… y quizá también para él.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Leanne Banks. Todos los derechos reservados.

UN HOGAR PARA LA PRINCESA, N.º 1975 - abril 2013

Título original: A Home for Nobody’s Princess

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3039-4

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

Su hija lo odiaba.

Benjamin Garner abrió cuidadosamente la puerta de su casa de dos pisos y se detuvo. A pesar de su metro noventa y cinco de estatura y de que lo hubieran descrito como noventa kilos de músculo conseguido a fuerza de trabajo en su enorme rancho de ganado, últimamente se sentía fuera de lugar en su propia casa.

¿Por qué? Porque su hija de cinco meses de edad no lo soportaba.

Cada vez que se acercaba a ella, lanzaba un chillido que despertaría a toda Nueva Zelanda, y eso que Nueva Zelanda estaba a quince horas de avión del pueblo texano de Silver City.

Intentó hacer el menor ruido posible con las botas. Coco Jordan, la joven niñera que había hecho magia con la pequeña Emma desde el primer momento, le había asegurado que el ruido ambiental normal no perturbaría el sueño de Emma, pero Benjamin no llegaba a creérselo.

A veces se preguntaba si su hija tendía algún don especial que le permitía olerlo u oírlo respirar desde su cuna aunque él estuviese en la puerta de la casa. Benjamin se reprendió a sí mismo. Aquello no era más que otro síntoma de lo loco que estaba.

Su perro, Boomer, fue a recibirlo dando saltos de alegría. Boomer había sido uno de sus mejores perros pastores, pero desde que se le había enganchado una pata en una alambrada, no corría lo bastante rápido; Benjamin creía que el perro se había ganado la jubilación, así que ahora se pasaba el día comiendo lo que conseguía que le diera el ama de llaves y durmiendo en el sofá. Se agachó a acariciarle la cabeza al animal, pero sin hacer ruido. Al menos su perro sí que lo quería.

Pasó por la cocina de camino al despacho.

—¡Ah!

Se le encogió el estómago. Conocía bien ese ruido y esa voz. Continuó andando.

—Benjamin —se oyó la voz dulce de la niñera—. No puedes pasarte la vida huyendo de ella.

—¡Ah! —volvió a decir Emma.

Respiró hondo y se volvió hacia ellas, que estaban en la puerta de la cocina. Su hija lo miró fijamente con esos enormes ojos azules llenos de desconfianza, mientras que el gesto de Coco era todo ánimo y suavidad. Emma no gritaba... todavía. Quizá estuviese preparándose para hacerlo.

—Acaba de terminar de comer, así que debería estar de buen humor. ¿No quieres agarrarla?

«Dios, no», pensó Benjamin. Era más fácil tener en brazos a una serpiente de cascabel. Se echó el sombrero hacia atrás y se encogió de hombros.

—Aún no me he lavado.

—No pasa nada. Un poco de polvo no la matará.

—Está bien —dijo y abrió los brazos, preparándose para que su hija lo rechazara.

Coco se acercó a Benjamin, que se fijó en que su hija abría los ojos más y más con cada paso que daba hacia él.

—Aquí está tu papá —le susurraba la niñera a Emma—. Él siempre va a cuidar bien de ti. No tienes por qué tenerle miedo porque te quiere mucho.

Coco puso a la bebé en los brazos de su padre, que inmediatamente se la acercó al pecho, conteniendo la respiración. Emma lo miró a los ojos fijamente. Benjamin contó en silencio. Uno, dos, tres, cuatro, cinco.

La vio apretar los labios y mirar a Coco. En cuanto hizo aquel mohín perfecto, Benjamin supo lo que ocurriría a continuación. Su hija soltó un grito agudo de angustia que fue aumentando de volumen. Benjamin miró a Coco y meneó la cabeza con resignación.

—Toma —le dijo, devolviéndole a Emma—. No quiero torturar a la pobre criatura. Por eso te contraté.

Coco agarró a la niña y le acarició la espalda suavemente para calmarla.

—Pero tenemos que hacer que vaya acostumbrándose a ti. Tendremos que encontrar la manera de...

—Puede que cuando cumpla el año haya conseguido gustarle un poco más —dijo antes de darse media vuelta, tratando de mitigar su sensación de fracaso.

—Espera —le dijo Coco.

Benjamin sintió su mano en el brazo y se volvió a mirarla.

—A lo mejor es que no le gusta el sombrero —sugirió la niñera—. Puede que si te lo quitas...

—Lo intentaré la próxima vez —respondió él—. Ahora tengo que actualizar una información en el ordenador. Hasta luego —dijo antes de seguir caminando hacia su despacho.

Tenía todos los músculos en tensión. Era capaz de dirigir el rancho con una mano atada a la espalda y, sin embargo, no podía tener a su hija en brazos ni un minuto sin asustarla hasta el punto de hacerla gritar de miedo. Tenía que encontrar la manera de que dejara de ser así, pero no sabía cómo hacerlo.

Se frotó la frente con la mano. ¿Qué había hecho Brooke? Se preguntaba si su examante le había dicho a Emma que su padre era malo. ¿Acaso había malmetido a la pequeña, antes de morir montada en la moto de su último amante?

Brooke y él habían tenido una aventura puramente sexual que solo había durado un fin de semana. Después Benjamin había recuperado la cordura y ella también. Hasta que unas semanas más tarde, Brooke se había enterado de que estaba embarazada. Entonces Benjamin le había pedido que se casara con él, a pesar de que ambos sabían que lo suyo no tenía ningún futuro. Brooke había rechazado su proposición de matrimonio, pero había aceptado su ayuda y Benjamin había tenido que hacerse a la idea de que ejercería de padre solo dos veces al mes. De hecho no había visto a Emma más que tres veces antes de la muerte de su madre.

Y de pronto se había convertido en padre a tiempo completo. Un padre que hacía llorar a su hija cada vez que lo veía.

Volvió a encogérsele el estómago. A veces se preguntaba si llegaría el día en que pudiera abrazar a la pequeña sin hacerla llorar.

Respiró hondo y trató de concentrarse en la pantalla del ordenador, pues era consciente de que en ese momento no iba a poder solucionar el problema que tenía con Emma. Menos mal que tenía a Coco porque con ella Emma se sentía segura. Por eso la había contratado. Parecía que hacía magia con la pequeña y había sido así desde el primer momento que la había agarrado. Coco era un mujer normal que tenía superpoderes con los bebés, y eso era exactamente lo que necesitaba Benjamin. Últimamente había empezado a plantearse si Coco podría algo... más...

Meneó la cabeza de inmediato. Era una locura. Mejor sería centrarse en la tabla de Excel que tenía delante e introducir las cifras correctas.

Ya tenía suficientes problemas sin necesidad de pensar en Coco.

Coco vio los anchos hombros de su jefe desaparecer tras la puerta del despacho. Abrazó fuerte a Emma para ayudarla a calmarse. La pequeña se pegaba a ella como un koala, pobre. Coco estaba convencida de que aún echaba de menos a su madre, aunque había sido de las que iban y venían a su antojo.

También sabía que Benjamin había intentado contratar a la antigua niñera de Emma, pero no todo el mundo estaba dispuesto a vivir en un rancho en mitad de ninguna parte. Pero aquel lugar perdido en medio de Texas era perfecto para ella después de todo el tiempo que había pasado cuidando de su madre enferma. Agradecía no tener que vivir sola en un apartamento diminuto y recordándose todo el tiempo que su soledad no se limitaría solo a una noche porque, ahora que su madre había fallecido, Coco estaba completamente sola en el mundo.

Cuidar de un bebé era algo terapéutico para ella. A pesar de lo asustada e insegura que se sentía Emma, para ella representaba la luz y la esperanza. Después de la extraña visita que había recibido de aquellos dos hombres aún más extraños que se habían presentado de pronto en el porche de Benjamin, Coco se había quedado preocupada. ¿Qué querrían de ella? ¿Habría dejado su madre alguna otra deuda que tendría que pagar ella?

Le daba pánico la mera posibilidad de que fuera así porque apenas le había quedado nada después de que muriera su madre. Había tenido que pedir un crédito para poder costear un entierro en condiciones y le quedaban muchos años para terminar de devolver los préstamos con los que se había pagado la universidad. Había abandonado los estudios cuando le quedaba muy poco para terminar la carrera, algo que tenía intención de hacer en cuanto le fuera posible. Pero tendría que ser más adelante porque por el momento necesitaba recuperar el equilibrio. Nada más poner el pie en aquel rancho había sentido que era el lugar perfecto para ella. Ayudaba mucho el hecho de que Emma la necesitara.

Oyó chasquear la lengua a Sarah Stevens, que llevaba muchos años como ama de llaves de Benjamin y estaba ahora a su espalda.

—¿Cuánto tiempo va a necesitar este hombre para poder aguantar con la niña en brazos hasta que deje de llorar?

—Es comprensible —dijo Coco—. Emma no se lo está poniendo nada fácil.

El gesto se Sarah se suavizó.

—Bueno, la pequeña ha sufrido muchos cambios. Quién sabe en qué ambiente viviría con esa Brooke Hastings —el ama de llaves resopló meneando la cabeza—. Nunca comprenderé cómo acabó Benjamin con ella.

Hasta ahora, Coco se las había arreglado para ocultar la curiosidad que le despertaba la relación de la juerguista más conocida de Dallas con un ganadero responsable como Benjamin Garner.

—Supongo que verían algo el uno en el otro.

Sarah volvió a resoplar.

—Lo suficiente para tener una aventura. En cuanto Benjamin se enteró de que la señorita Hastings estaba embarazada, Benjamin intentó hacer lo correcto, por supuesto, y le propuso que se casara con él, pero ella le rechazó. No quería atarse a nadie.

—¿Y siguió saliendo durante el embarazo? Pudo hacerle mucho daño a Emma.

—Tengo entendido que estuvo más tranquila mientras estaba embarazada, pero en cuando dio a luz a Emma, volvió a las andadas. Menos mal que apareciste tú. Normalmente la pequeña estaba bien conmigo siempre y cuando la tuviera en brazos todo el tiempo, con lo cual no podía hacer nada en la casa. Aún tengo cosas pendientes —protestó.

—Para mí también fue muy oportuno —admitió Coco—. Aunque es posible que pronto tenga que tomarme un par de horas libres para ocuparme de unos asuntos personales.

Sarah suspiró.

—Supongo que es justo. Llevas dos semanas trabajando sin parar, sin separarte de ella. Tendré que sustituirte yo —la mujer levantó un dedo para acariciarle la mejilla a la niña y sonrió—. La verdad es que cuando no llora es una preciosidad.

—Intentaré hacer coincidir esas horas con alguna de sus siestas —propuso Coco.

—No es necesario —le dijo el ama de llaves—. Tendremos que organizarnos. Quizá pueda arreglármelas para que Benjamin pase un rato con ella. Jamás habría pensado que un bebé pudiera asustar de esa manera a un hombre como Benjamin —aseguró, riéndose—. Solo tienes que decirme cuándo necesitas tomarte ese descanso y yo me encargaré de todo.

—Gracias, Sarah —respondió Coco, pero se planteó la idea de llevarse consigo a Emma porque no quería causar más problemas a Benjamin ni a la pequeña.

Esa misma noche, Coco trataba de conciliar el sueño en el dormitorio contiguo al de Emma. La pequeña seguía siendo impredecible y Coco seguía preocupada por esos hombres y preguntándose si serían cobradores de deudas. Quizá debiera consultar a un abogado. Tardó horas en quedarse dormida.

La despertó un grito. Se sentó de un salto y trató de despejarse. Un segundo grito la hizo levantarse de la cama. Parecía que Emma volvía a tener pesadillas. Quién habría imaginado que los bebés pudieran tener pesadillas. Coco salió corriendo de la habitación sin molestarse en encender ninguna luz porque se sabía el camino de memoria.

Pero esa vez chocó contra un muro humano.

El corazón le dio un vuelco. Tuvo que ponerle las manos en el pecho para no perder el equilibrio. Sintió el calor de su piel bajo los dedos y sus brazos rodeándola para ayudarla a recuperar el equilibrio. El corazón estuvo a punto de salírsele por la boca.

Por fin se le acostumbraron los ojos a la oscuridad.

—Perdón —consiguió decir mientras se apoderaba de ella un temor extrañamente sensual.

—He oído llorar a Emma y como no paraba... —dijo Benjamin con una voz tan profunda que le puso la piel de gallina.

Coco dio un paso atrás.

—Perdón —repitió—. Debe de ser que estaba dormida muy profundamente.

—Necesita descansar —reconoció Benjamin, pasándose una mano por el pelo.

—Ya veremos —zanjó ella al tiempo que entraba al dormitorio de la niña. Fue rápidamente hasta la cuna y agarró a Emma—. Ya te tengo. Tranquila, pequeña —le susurró, abrazándola—. No hay de qué preocuparse, bonita. No pasa nada.

Emma se fue calmando poco a poco.

Coco no soportaba la idea de que la niña lo pasara tan mal.

—¿Lo ves? Ya está. Está todo bien.

Emma suspiró profundamente un par de veces, recostó la cabeza sobre el hombro de Coco y comenzó a hacer un ruidito, una especie de canturreo que hizo reír a Coco.

—Parece que ya está bien —dedujo Benjamin, a un metro de distancia de ellas.

Emma siguió con su feliz ruidito y Coco se volvió a mirar a Benjamin. Solo llevaba la parte de abajo del pijama, nada más.

—Eso creo.

Emma hizo una mínima pausa antes de continuar con el canturreo.

—¿Por qué siempre se despierta gritando de esa manera? —preguntó él, perplejo.

Coco siguió acariciándole la espalda a la pequeña.

—Ya no lo hace todas las noches. Necesita un poco más de tiempo, pero estoy segura de que pronto estará más tranquila.

—Dentro de poco tiene cita con el pediatra, puede que él pueda explicárnoslo. Me gustaría que la llevaras tú porque, si lo hago yo, se pasará el rato llorando.

—Claro. Pero mañana o pasado voy a necesitar un par de horas libres para ocuparme de unos asuntos personales.

—Por supuesto. Sarah se quedará con la niña. Supongo que debería contratar a alguien más para que te ayude —dijo con resignación.

—Podemos esperar un poco más para que no sufra más cambios. Los niños cambian muy de repente y cuando uno quiere darse cuenta, ya han dejado atrás el problema —Coco sentía que la bebé iba relajándose en sus brazos—. A lo mejor en la oscuridad no se asusta tanto de ti. Acércate a ver.

—Ya has visto cómo se ha puesto antes —respondió él secamente.

—Pero ahora es distinto porque está oscuro y no llevas el sombrero puesto. Puede que...

—Esta noche no —dijo rotundamente—. No quiero que vuelva a alterarse. Hasta mañana —dijo antes de salir de la habitación.

Coco se sentó en la mecedora y suspiró. Le daba mucha lástima que Emma y Benjamin estuviesen tan tensos el uno con el otro. Cuando había empezado a trabajar allí, había pensado que el nerviosismo de la pequeña con su padre sería solo una etapa. Era cierto que solo habían pasado unas semanas, pero daba la impresión de que la tensión estuviese aumentando en lugar de disminuir. Benjamin no quería alterar a Emma, pero eso le impedía acercarse a ella.

Coco se preguntó si no debería dejar a la pequeña en los brazos de su padre y marcharse para que no tuvieran más remedio que acostumbrarse el uno al otro, pero quizá solo fuera la falta de sueño. La bebé se había quedado dormida en sus brazos. Era conmovedor que la pequeña confiase en ella de ese modo. La dejó en la cuna y volvió a la cama. Esa vez se quedó dormida antes incluso de apoyar la cabeza en la almohada.

A la mañana siguiente, después de acostar a Emma para que se echara la siesta de media mañana, Coco se vistió para ir al pueblo. Estaba bajando los escalones del porche cuando vio llegar un Mercedes negro y se le encogió el estómago. Era el mismo coche en el que habían llegado los dos hombres unos días antes.

Miró a su alrededor esperando que nadie viera el coche ni a sus ocupantes. Después se acercó al vehículo. En cuanto se hubo detenido, salió de él un hombre bajito de pelo gris y un ligero estrabismo en los ojos.

—Señorita Jordan, soy Paul Forno y represento a la Casa de los Devereaux. Mi colega y yo tenemos que hablar con usted de algo importante.

¿La Casa de los Devereaux? Coco no sabía si era una marca de moda o una empresa de cobro de deudas. Entonces vio salir también al conductor y el pánico se apoderó de ella.

—Escuchen, esto es una propiedad privada, además de mi lugar de trabajo.

—Sí, señora. Le pedimos disculpas, pero traemos una noticia que debemos comunicar personalmente. Si fuera tan amable de concedernos unos minutos...

—Ahora mismo me es imposible —dijo—. Estaba a punto de salir.

El hombre respiró hondo.

—Como quiera, pero no disponemos de mucho tiempo. Permítame darle mi tarjeta y le ruego que me llame en cuanto pueda.

Coco estaba confundida, pero no quería que ellos lo supiesen, así que asintió, se metió la tarjeta en el bolso y se dirigió a su coche.

«No disponemos de mucho tiempo». ¿Qué significaba eso? ¿Y quién no disponía de tiempo? Le temblaban las manos al meter la llave en el contacto del humilde coche que había comprado hacía ya cinco años. Sintió cierto alivio al mirar por el espejo retrovisor y ver que el Mercedes negro se alejaba. Abrió la ventanilla y respiró hondo un par de veces.

Aquellos hombres tenían el mismo aspecto que los que habían visitado la casa de su madre los meses antes de su muerte. Su madre había acumulado muchas deudas y los acreedores se habían ido impacientando. Coco había ayudado todo lo que había podido, pero al final solo podía trabajar media jornada porque necesitaba el resto del tiempo y de la energía para cuidar de su madre.

Quizá alguna de las deudas estuviesen a su nombre. No había sacado ningún préstamo, pero sí que había utilizado su tarjeta de crédito para hacer un arreglo de emergencia al coche y para hacer frente a un problema eléctrico que habían tenido en la casa. Creía haber saldado ambos gastos, pero quizá tuviera que comprobarlo mejor.

Coco se alejó del rancho sin poder dejar de dar vueltas a la cabeza y preguntarse qué debía hacer. Se acordó de una vieja amiga que se dedicaba a la asesoría legal. Quizá debiera llamarla.

Al llegar al pueblo de Silver City, aparcó frente a la cafetería y se bajó del coche. Necesitaba una taza de café o de chocolate y quizá también un poco de cariño de su amiga Kim, que trabajaba allí de camarera. Kim había sido compañera suya en el instituto, desde entonces se había casado y mudado a Silver City. Coco había comido con ella un día nada más llegar allí el mes anterior y después había ido a verla a la cafetería un par de veces con Emma.

Apenas se había sentado en uno de los bancos corridos de la acogedora cafetería cuando Kim Washburn la saludó de lejos con una enorme sonrisa en los labios. Coco respondió con otra sonrisa bastante más tenue.

Su amiga no tardó en acercarse a la mesa.

—¿Dónde está la pequeña? —le preguntó Kim.

—Necesitaba un par de horas libres, así que la he dejado durmiendo al cuidado de Sarah. Tenía cosas que hacer.

—No me extraña. No te has tomado ni un momento desde que aceptaste el trabajo. ¿Qué te traigo?

—Un chocolate —dijo Coco—. O una sidra.

Kim se echó a reír.

—¿Las dos cosas?

—No. Mejor el chocolate, pero con bastante nata.

Su amiga la miró atentamente.

—¿Pasa algo? No pareces muy contenta.

—Solo estoy un poco distraída.

Kim se encogió de hombros sin demasiada convicción.

—Si tú lo dices. Si necesitas ayuda, haré todo lo que esté en mi mano —le prometió antes de volver a la barra.

Coco se mordió el labio inferior. Estaba tan acostumbrada a arreglárselas sola, que casi no sabía cómo aceptar ayuda cuando se la ofrecían. Kim no tardó en volver con una taza de chocolate de la que casi rebosaba la nata.

—Gracias —le dijo Coco con una sonrisa—. ¿Puedes guardarme un secreto? —le preguntó en voz muy baja.

—Claro. ¿Qué ocurre?

—Es posible que necesite ayuda legal —confesó.

Kim abrió los ojos de par en par y se sentó frente a Coco.

—No estás casada, así que no necesitas divorciarte y no creo que hayas cometido ningún delito.

—No, no es eso —confirmó Coco—. Lo que necesito es averiguar qué pasa con las deudas de una persona cuando muere, para saber si soy la responsable de las deudas de mi madre.

—Bueno, eso puedo decírtelo yo. A no ser que le sirvieras de aval de algún préstamo, no eres responsable de sus deudas. Lo sé porque cuando murieron los padres de mi marido dejaron un montón de deudas, pero los hijos no tuvieron que pagar nada. Sí que es cierto que les embargaron todas las propiedades de los padres y los dejaron sin herencia, pero no tuvieron que pagar nada —Kim frunció el ceño—. ¿Por qué estás preocupada?

—Hoy han venido unos hombres muy raros a casa de Benjamin Garner y me recuerdan mucho a los cobradores de deudas que iban todo el tiempo a ver a mi madre cuando estaba enferma —le explicó Coco.

—Pues, si están intentando sacarte dinero, es de manera ilegal. Deberías decírselo a Benjamin; él los despachará enseguida.

—Pero es mi jefe. Me daría mucha vergüenza hablarle de algo así.

—Se enterará de todos modos si esos hombres siguen apareciendo por la casa. Es mejor cortar el problema de raíz. Créeme, nadie mejor que Benjamin para librarse de alguien que intenta sacarte dinero —aseguró Kim antes de dar una palmada a la mesa y ponerse en pie—. Tengo que volver al trabajo. Disfruta del chocolate y habla con Benjamin.

Coco clavó la mirada en la taza y sintió que empezaba a arderle el estómago solo de pensar en hablar con Benjamin sobre las deudas de su madre.

—Está bien mientras esté dando botes con ella. Solo espero que no se me caigan los empastes porque en ese caso tendrás que hacer frente a una factura importante —le advirtió Sarah a Benjamin mientras acunaba a Emma.

Emma lo había visto y lo miraba fijamente. A Benjamin le parecía increíble que un bebé de menos de seis meses pudiera lanzar semejantes miradas. Quizá hubiera salido a su madre. Se dio media vuelta para volver a su despacho.

—No tan deprisa —le dijo Sarah—. Lo menos que puedes hacer es acercarte a decirle hola a tu hija.

—No quiero hacerla llorar.

—Tendremos que correr el riesgo. No puedes pasarte la vida huyendo de tu propia hija.

—No huyo de ella —aseguró él—. Lo que ocurre es que no me parece necesario alterarla.

De todos modos, Benjamin se acercó lentamente a Sarah y a Emma. La pequeña lo miraba como si fuera un adversario preparado para atacar.

—¡Uh! —le dijo en voz baja.

Las dos abrieron la boca, asombradas.

—¿Por qué has hecho eso? Solo vas a conseguir asustarla aún más.

Benjamin se encogió de hombros, se acercó un poco más y puso la mano en el brazo regordete de su hija.

—Verás, princesa, vas a tener que hacerte a la idea de verme todo el tiempo. Está claro que mientras tanto me lo vas a hacer pasar muy mal.

Emma arrugó la nariz, pero no gritó ni se echó a llorar. Simplemente siguió mirándolo y levantó la vista hasta el sombrero.

—¿Es esto lo que te da miedo? —le preguntó Benjamin con la mano en el sombrero. Se lo quitó y se lo ofreció a la pequeña. Pensó en la encantadora niñera a la que había contratado; nada más verla se había dado cuenta de que tenía un gran corazón—. Parece que Coco tenía razón.

Emma miró el sombrero y luego otra vez a él y, por un instante, Benjamin creyó ver que los preciosos ojos azules de su hija se suavizaban.

Entonces se abrió la puerta y se oyeron los pasos de Coco en el vestíbulo. Ya reconocía su manera de caminar. También oyó que Boomer acudía a recibirla.

—Hola, pequeño —escuchó que le decía al perro. Apareció un segundo después, con gesto apresurado y visiblemente preocupada—. ¿Qué tal ha estado?

—¡Ah! —exclamó Emma.

—Está bien siempre y cuando no deje de moverme —repitió Sarah a modo de queja al mismo tiempo que Emma le echaba los brazos a la recién llegada—. ¿Has podido resolver tus asuntos?

La mirada de Coco se oscureció.

—Más o menos —dijo al tiempo que agarraba a Emma—. Pero... me gustaría hablar con usted en algún momento —añadió dirigiéndose a Benjamin.

Él se encogió de hombros, sorprendido.

—Claro. Dígame cuándo. Voy a estar toda la tarde en el despacho y por la noche tengo una reunión con otros ganaderos.

Coco se quedó mirándolo unos segundos.

—¿Entonces cuándo le vendría bien?

La expresión de su cara le dio mala espina a Benjamin. Solo esperaba que no hubiera ningún problema, porque no podría hacer frente a ningún problema más en esos momentos, y mucho menos si procedía de la mujer a la que había contratado precisamente para quitarse de encima parte de esos problemas.

—Puedo verte en cualquier momento antes de las seis o después de las nueve —le dijo.

Coco respiró hondo.

—Mejor después de las nueve. A esa hora, Emma ya estará en la cuna.

Benjamin asintió y volvió a ponerse el sombrero.

—A las nueve en punto en mi despacho.

—¿No podríamos... hablar en la sala de estar? —le pidió.

Benjamin la miró, de nuevo sorprendido.

—Está bien. Hasta luego entonces. Ahora tengo que irme —dijo y se marchó.

Esa noche, Emma se quedó dormida sin el menor esfuerzo poco antes de las nueve. Coco la dejó en la cuna y se quedó mirándola unos segundos; parecía completamente relajada. Salió de la habitación dejando la puerta entreabierta. Tenía un intercomunicador para poder oírla desde cualquier parte de la casa, pero prefería no cerrar la puerta por si acaso.

Ya no estaba tan segura de que fuera buena idea hablar con Benjamin. Casi había esperado que le costara dormir a Emma y así no poder acudir a la sala de estar a la hora acordada. Tenía un nudo de nervios en el estómago. Benjamin era un hombre muy duro, así que esperaba que se pusiese de su parte.