Un hombre distinto - Julie Kenner - E-Book
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Un hombre distinto E-Book

Julie Kenner

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Beschreibung

Lisa Neal tenía la oportunidad de hacerse un lugar en la industria cinematográfica, y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para conseguirlo. Ken Harper siempre había querido llevarse a Lisa a la cama... y ahora sabía perfectamente cómo lograrlo. Tener éxito en el cine dependía de conseguir el apoyo de Ken Harper, una figura importante en la escena de Los Ángeles, y el hombre al que Lisa había abandonado cinco años antes. Pero Ken ya no era el mismo hombre al que ella había conocido; se había convertido en una persona amable, con éxito... y muy, muy sexy. Además estaba dispuesto a ayudar a Lisa... solo a cambio de una cosa...

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Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

 

© 2001 Julia Beck Kenner © 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Un hombre distinto, n.º 69 - julio 2018 Título original: L.A. Confidential Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A. Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia. ® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-744-7

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

14

15

16

Epílogo

Publicidad

Prólogo

 

—Recuerda mis palabras —escuchó Lisa Neal en boca del camarero—. Dentro de cinco años, todo el mundo en Los Ángeles se peleará para conseguir una mesa en alguno de los restaurantes de Kenneth Harper.

Lisa estaba sentada de espaldas a la barra de caoba, escrutando entre la gente en busca de Ken, pero se giró sobre el taburete para mirar al camarero. Chris estaba preparando un Martini mientras charlaba con una elegante pelirroja, que parecía fascinada por la conversación y algo bebida.

—Hablo muy en serio —continuó Chris—. Es un auténtico genio, si tenemos en cuenta que viene de un pueblo de Texas. Sabe exactamente adónde quiere llegar y sabe cómo conseguirlo.

Lisa no pudo reprimir una sonrisa. Después de salir con Ken durante casi un año, no le cabía la menor duda de que Chris estaba diciendo la verdad. Pese a todo, no se resistió a la tentación de burlarse del camarero y se acercó a ellos.

—Estoy sorprendida, Chris —dijo Lisa—. ¿Cinco años? No confías demasiado en él, ¿verdad? Creo que tres años se ajusta más a su carácter.

—Ken no es igual que tú, Lisa —replicó secamente—. Supongo que tú conseguirás tu primer Oscar esta misma semana.

Lisa rio a gusto. Desgraciadamente, siete días era un espacio de tiempo demasiado breve incluso para la carrera que tenía planeada en su cabeza.

—Si consideramos que esta misma mañana he terminado el rodaje de mi proyecto de fin de curso, quizá debería concederme un mes.

—¡Perezosa!

Lisa dibujó un mohín de disgusto y tamborileó con los dedos sobre la copa de vino. Chris llenó la copa antes de centrar su atención nuevamente en la pelirroja. Lisa sentía un genuino aprecio por Chris. De hecho, le gustaban todos los empleados que Ken había contratado para trabajar en Oxygen, su primer restaurante. Desde su punto de vista se había llevado a cabo una selección muy rigurosa del personal. Esa noche era la inauguración. Se había convertido en el acontecimiento del verano y todo se estaba desarrollando sin ningún problema. El local estaba repleto de celebridades menores y futuras estrellas. Las cámaras disparaban sus flashes, la gente bullía y se respiraba un ambiente de verdadera celebración, por no mencionar el aroma que llegaba de la cocina y que inundaba el aire.

Un poco antes, un crítico gastronómico de Los Ángeles Times se había acercado a su mesa y había felicitado personalmente a Ken. Claro que Lisa no habría esperado menos. Después de todo, el talento y el empuje de Ken era una de las cosas que más le había llamado la atención de él en un primer momento. La ambición de Ken igualaba la suya propia. Ese era un rasgo bastante singular.

Lisa no estaba interesada en sentar la cabeza. Pero si algún día sintiera esa necesidad, sería con un hombre como Ken. Bebió un trago largo de su copa de vino y comprendió con cierto asombro hasta qué punto había sido feliz los últimos once meses. Era algo extraordinario.

Ken la había cautivado y, por primera vez en toda su vida, no le importaba sentirse comprometida con un hombre. No pretendía dejarse arrastrar por la sensiblería. Y menos ahora que su carrera estaba a punto de despegar. En el mundo real tan solo importaba el éxito. Lisa había sido tremendamente pragmática a la hora de elegir una pareja, del mismo modo que había decidido en qué centro deseaba graduarse.

A lo largo de toda su vida siempre había alcanzado las metas que se había propuesto. Había sido la editora jefe del anuario del instituto y había ganado el concurso estatal de ensayo. Su familia siempre se había marcado objetivos y eso era algo que Lisa había aprendido desde niña. Su madre había abandonado una prometedora carrera en la abogacía, entre los despachos de Wall Street, y se había marchado con su padre a vivir a Idaho. Pero su padre se había marchado al cabo de unos años, justo cuando ella y su hermana Ellen habían empezado el instituto. Sola en la vida y con dos hijas, su madre no había tenido el ánimo de regresar a Nueva York. Lisa había terminado atrapada, llena de odio y resentimiento hacia su padre. Y todo porque su madre había sacrificado su carrera por un hombre.

La hermana de Lisa no había tenido mejor suerte. Ellen se había casado con un hombre decente, pero había quedado atrapada en la misma ciudad porque su marido era propietario de una ferretería. En vez de recorrer el mundo con su cámara para atrapar las más bellas instantáneas de los más exóticos parajes, tal y como habría sido su deseo, Ellen se había visto recluida en unos grandes almacenes media jornada, donde sacaba fotos de críos que no querían ser retratados.

Puede que Ellen fuera feliz, tal y como aseguraba, pero Lisa no tenía la menor intención de seguir sus pasos. Había diseñado con minuciosidad su itinerario vital y estaba decidida a completar cada etapa. Tenía su destino marcado y no quería perder de vista ese hecho en ningún momento.

Aun así, tenía que reconocer que Ken era lo más parecido a un alma gemela que había encontrado nunca. Y dudaba que pudiera encontrar una persona más afín a sus ideales. Cada día que pasaban el uno junto al otro los unía un poco más. Para una persona solitaria como Lisa resultaba temible, pero también excitante.

Se giró sobre el taburete y continuó la búsqueda infructuosa de Ken entre los invitados. Por un momento sopesó la idea de que hubiera desaparecido entre los fogones de la cocina. En ese momento un hombre con traje azul oscuro se desplazó hacia un lado y Ken apareció ante sus ojos. Lisa aguantó la respiración, su pulso se aceleró cuando sus miradas se encontraron y Ken dibujó una tenue sonrisa destinada únicamente a ella.

Ken era apenas dos años mayor que ella; acababa de cumplir veintiséis. Pese a su juventud, su presencia dominaba el local. Miraba directamente a la cara de cada uno de sus invitados con sus ojos claros, azules como el cielo de mediodía. Saludaba con un firme apretón de manos que transmitía confianza y resultaba acogedor. Lisa sabía por propia experiencia que esas manos eran fuertes y ásperas, pero eso lo ayudaba a ganarse la simpatía y el aprecio de todo el mundo. Quizá su aspecto apuesto y elegante pudiera indicar lo contrario, pero Ken era un hombre que no rehusaba el trabajo duro.

Vestía un traje de seda a medida que no resultaba pretencioso ni demasiado vulgar. El conjunto le confería un aire de hombre cultivado, pero accesible. Y esa era una cualidad que Lisa estaba segura que atraería a los clientes en oleadas. Tal y como acostumbraba a decir Ken, en el ramo de la restauración, la comida tenía que ser exquisita. Y todo lo demás tiene que estar a la altura.

Ken no le quitó los ojos de encima mientras se abría paso entre la multitud. Llegó junto a ella, apoyó la mano cálida sobre su espalda desnuda y se inclinó para besarla en la mejilla.

—¿Ya te he dicho que esta noche estás radiante? —le susurró al oído, de modo que un escalofrío recorrió sus sentidos.

Lisa se llevó el dedo índice a la boca mientras fingía una ardua reflexión.

—Humm, veamos… preciosa, deslumbrante. Pero creo que no has usado «radiante».

Ken se colocó detrás de ella y descansó las manos sobre sus hombros al acercarse.

—Eres radiante.

—Y tú eres un encanto —dijo Lisa con una sonrisa.

—Es cierto —admitió y se sentó en el taburete vacío contiguo a ella—. Pero soy sincero.

Hizo una señal a Chris y el camarero le sirvió un agua con gas y una rodaja de lima. Ken se interesó por el punto de vista de Chris acerca de la inauguración. Lisa miró cómo conversaban los dos hombres y pensó nuevamente en el giro que había dado su vida desde que se había trasladado a Los Ángeles.

Había dejado de piedra a todo el mundo en su pequeña ciudad de Idaho cuando había solicitado el ingreso en U.C.L.A. y se había mudado a una ciudad tan grande y peligrosa después de su primer año de instituto. Aquello no había sorprendido lo más mínimo a su madre. Al fin y al cabo, Lisa se había pasado la vida mirando todo a través de un objetivo. Primero había utilizado la vieja cámara de su abuelo y después la cámara de vídeo del colegio. Pese a todo, su madre había acogido con recelo y nerviosismo la idea de que su primogénita se trasladara a California con tan solo diecisiete años.

Pero había conseguido que se sintieran orgullosos de ella. Había terminado los estudios universitarios en apenas tres años y había sido aceptada en el programa para graduarse en dirección cinematográfica. Había resultado muy duro. Muchas horas de trabajo, una competencia feroz, profesores despiadados… pero había disfrutado con cada minuto. De hecho, su vida se habría limitado casi exclusivamente a los estudios si no hubiera conocido a Ken.

Se habían conocido en una fiesta y desde entonces sus vidas se habían complementado a la perfección. Ken estaba tan comprometido con su restaurante como ella lo estaba con sus películas. Su poco tiempo libre lo pasaban juntos. Lisa se había acostumbrado a sentarse en una de las mesas vacías de Oxygen para estudiar uno de sus guiones mientras Ken repasaba algunos detalles con la cuadrilla de obreros o su equipo de trabajo.

Se encontraban a gusto y a Lisa le encantaba esa sensación. Su relación era muy distinta a la que había mantenido en el pasado con otros novios. Ken no deseaba mantener relaciones sexuales hasta después del matrimonio. A Lisa le costaba creer que un hombre tan atractivo como Ken todavía fuera virgen, pero nunca se lo había preguntado directamente. En vez de eso había aceptado sus condiciones. Adoraba a Ken, pero no estaba dispuesta a que nada, ni siquiera los planes de boda, se interpusieran entre ella y su objetivo de abrirse camino en el mundo del espectáculo. Y si eso implicaba mantener una cierta distancia entre ellos, que así fuera.

Bebió otro sorbo de su copa mientras veía cómo Ken daba fin a su charla con Chris. Entonces se volvió hacia ella y le apartó de la cara un mechón de pelo que recogió detrás de la oreja, en un gesto hasta cierto punto mucho más íntimo que un beso.

—Radiante —susurró mientras Lisa procuraba no ruborizarse.

Normalmente se recogía su espesa melena en una cola de caballo, pero esa noche había acudido a la peluquería del hotel, donde le habían hecho un recogido en lo alto de la cabeza. Tenía que admitir que le sentaba de miedo.

—¿Qué tal te encuentras? —preguntó Ken—. ¿Estás cansada?

—En absoluto.

—Llevas varios días sin dormir —arqueó una ceja con incredulidad—. ¿Estás segura de que no estás un poco cansada?

Mientras Ken se preparaba para la inauguración del restaurante, Lisa había pasado los últimos dos días en vela rodando los últimos planos de su proyecto de fin de carrera. Había llevado a los actores y al equipo técnico hasta el límite, pero había finalizado dentro de los plazos establecidos.

Quizá no fuera más que una estudiante de dirección, pero estaba a cargo de la producción y la dirección. Eso era un gran paso para ella, encaminado a lograr el gran objetivo de su vida, que no era otro que producir películas honestas y de calidad en la Meca del cine.

—Funciono gracias a la adrenalina —dijo Lisa—. Tu restaurante y mi película. Todavía tengo que quemar mucha energía.

—Me alegra oír eso —dijo y desvió la mirada un momento para saludar a un conocido con un gesto. Al volverse hacia ella, sus ojos azules reflejaban una indisimulada pasión—. Confiaba que te quedara algo de energía cuando todo esto haya terminado. El hotel me ha instalado en el ático esta noche. Si te aburres, sube y nos encontraremos allí.

Y, dicho esto, le entregó una llave magnética. Ella asintió y cerró la mano sobre la tarjeta mientras Ken se inclinaba para besarla. Su boca sabía a champaña. Lisa tembló ligeramente mientras atraía su cabeza hacia ella, alargando el beso aun cuando sintió un repentino deseo de llorar. Ken provocaba un efecto misterioso sobre su alma. Lisa sabía que si le permitía acercarse demasiado, sería el único hombre en el mundo por el cual sopesaría la posibilidad de abandonar sus sueños.

En cierto modo, esa certeza resultaba cálida y reconfortante. Pero, sobre todo, la aterraba. Ken se apartó, el dedo bajo su barbilla para levantarle la cara.

—¿Estás bien?

—Bien —afirmó con una sonrisa—. Estupendamente.

—Necesito atender a mis invitados —le tendió las manos—. ¿Me acompañas?

—Será mejor que vayas solo. Creo que estoy un poco cansada. Solo quiero sentarme aquí y observar cómo te adulan.

—En ese caso, te veré dentro de un rato —apuntó con una media sonrisa.

Tan pronto como dio unos pasos, la multitud lo engulló. Sí, Chris tenía razón. En cinco años, Ken Harper iba a convertirse en el indiscutible rey de la escena de la restauración en la ciudad de Los Ángeles.

Se volvió hacia la barra y bebió perezosa de su copa de vino.

—¿Ocurre algo?

Lisa miró a los ojos de Chris, que parecía preocupado, y comprendió que tenía el ceño fruncido.

—No, estoy bien. Solo un poco cansada.

No parecía muy convencido, pero una de las camareras de sala apareció con un pedido y Chris acudió para atenderla. La realidad era que no estaba bien. Ken estaba firmemente asentado en el camino del éxito, pero ella estaba a punto de graduarse y todavía no había encontrado un trabajo decente. Había tenido algunas ofertas, desde luego, pero la mayoría de los trabajos implicaban interminables jornadas laborales en largometrajes de bajo presupuesto.

No era una mala forma de empezar, pero Lisa quería alcanzar un puesto ejecutivo en uno de los grandes estudios antes de cumplir los treinta. Y, para lograr un objetivo de ese calibre, tenía que empezar a lo grande desde el pistoletazo de salida.

Desgraciadamente, todavía no había encontrado esa quimera.

Decidida a sacarse el miedo de encima, giró sobre el taburete y dirigió la mirada a la multitud. Buscó con los ojos a Ken, pero se quedó sin aire cuando descubrió a Drake Tyrell, uno de los productores independientes más importantes del país, que avanzaba directamente a su encuentro.

—Señorita Neal —saludó, mientras se acomodaba en el taburete vacío de al lado y reclamaba la atención de Chris para que le sirviera un poco de hielo en su bebida.

Durante el proceso Lisa no pudo reaccionar, boquiabierta, asombrada de que un hombre como aquel recordara su nombre.

—Me alegro de volver a verla.

—Gracias, señor —dijo al tragar saliva—. Quiero decir que… yo también me alegro.

Reprimió un escalofrío, consciente de que parecía una tonta con la lengua de trapo.

—Me sorprende que me recuerde —añadió.

Había asistido a un seminario de un fin de semana, junto a otros doscientos estudiantes, en un auditorio demasiado pequeño. Apenas había podido destacar.

—Claro que la recuerdo —levantó la copa para efectuar un brindis—. Espero que termine con éxito sus estudios. Una tarea harto difícil.

Juntaron sus copas y Drake se reclinó un poco sin dejar de mirar a Lisa. Ella tenía los nervios a flor de piel.

—He leído su guion —dijo entonces el productor.

—¿Angeles sin rostro?

Él asintió y Lisa sintió un retortijón en el estómago. No solo se preguntaba por qué lo había leído, sino que deseaba conocer su opinión. Lo había escrito hacía más de un año y lo había presentado a un concurso ante la insistencia de su profesor.

—Soy uno de los patrocinadores del programa de ayudas —dijo, dando respuesta a una de sus preguntas—. Tienes talento para la comedia. Era un buen guion.

Su sonrisa era tan débil como sus rodillas y Lisa se sujetó con fuerza al pasamanos de la barra antes de contestar.

—Me alegra que le gustara —dijo, satisfecha de que no la hubiera traicionado la voz—. Pero no resultó premiado.

Inmediatamente se arrepintió de sus palabras. No quería parecer mezquina.

El productor soltó una carcajada y ella se sintió aún más pequeña.

—Es cierto que no recibió una de las becas —dijo él y se acercó a ella para tomar una servilleta de la barra—. Pero quizá te haya conseguido un trabajo.

—¿Disculpe? —balbució Lisa, que estuvo a punto de perder el equilibrio y no tuvo más remedio que agarrarse a la barra de caoba.

—He estado charlando con tus profesores, comentando tus trabajos. Y creo que tengo un trabajo para ti, si estás interesada.

—¿Un trabajo? —repitió sin reaccionar—. ¿Para trabajar con usted?

—Desde luego —asintió con una sonrisa leve, acostumbrado a que la gente se comportara de ese modo en su presencia—. Siempre que consideres que estás preparada para asumir ese reto.

¿Preparada? Por supuesto que estaba preparada. Aquello que deseaba más fervientemente le había caído del cielo. Un trabajo al lado del gran Drake Tyrell.

—Claro que tendrías que trasladarte a Nueva York.

—Por supuesto —musitó, tras varios parpadeos.

¿Cómo no había caído en la cuenta desde un principio? Al igual que Woody Allen y otros directores, Tyrell trabajaba en Nueva York y solo acudía a Los Ángeles si era estrictamente necesario.

No tenía la menor idea de por qué evitaba California. Quizá tuviera miedo de los terremotos, fuera alérgico a la calima o tuviera pavor de las autopistas… ¿Quién podía saberlo? Pero no tenía demasiada importancia. El hecho fundamental era que si deseaba trabajar junto a Drake Tyrell tendría que desplazarse a Nueva York.

El productor la observó en silencio, sin ejercer presión, pero tampoco le concedió unos días para pensárselo. La gente como Tyrell necesitaba acción y que los demás saltara a sus órdenes. Si quería ese trabajo, tendría que decírselo antes de que desapareciera. Cada músculo de su cuerpo la animó a aceptar esa oportunidad. Se trataba de su carrera, al fin y al cabo.

Y, por otro lado, estaba Ken.

Sus ojos se humedecieron y parpadeó varias veces para secar sus lágrimas, molesta consigo misma por ser tan emotiva. Había decidido actuar con sensatez en lo relativo a su futuro profesional, pero eso no cambiaba el hecho de que ella y Ken habían llegado a un grado muy alto de intimidad. Sabía que trasladarse a la otra punta del país le desgarraría el alma.

Pero había sudado tinta a lo largo de los años con el único objetivo de llegar a ser un peso pesado en la escena de Hollywood. Tenía que aprovechar sus oportunidades mientras estuviera a tiempo. La ocasión llamaba a su puerta. Tenía que quitar el cerrojo y abrirle paso.

Estaba segura de que Ken lo entendería. Al fin y al cabo, esa misma noche él había dado el primer paso en la consecución de su propio sueño. Y no estaban comprometidos ni nada semejante. Además, no estaba rompiendo. Tan solo se marchaba una temporada. Y regresaría tan pronto como se hubiera hecho con un nombre dentro de la industria.

La única alternativa era aceptar el trabajo. De no hacerlo, se arrepentiría el resto de su vida y eso nunca se lo perdonaría.

—¿Lisa? —al escuchar la voz de Tyrell, se sentó muy recta y ordenó sus pensamientos—. ¿Estás interesada?

Un auténtico trabajo junto a Drake Tyrell. Imponía mucho respeto, pero resultaba innegablemente tentador. Y suponía la consecución de todas sus aspiraciones de un solo plumazo. No había forma de que pudiera negarse ante algo así. Se trataba de su sueño, su vida.

Respiró hondo para calmar los nervios que la atenazaban y miró a Drake a los ojos.

—Puede contar conmigo —dijo y le tendió la mano—. No lo decepcionaré.

 

1

 

Cinco años más tarde…

 

Como cada día a la hora del almuerzo, no había una sola mesa libre en Oxygen. La encargada trataba de encontrar algún hueco para las almas intrépidas que se habían acercado al local sin reserva previa y que en ese momento enfrentaban a una espera de dos horas. Al menos durante la comida tenían la opción de esperar. En el horario nocturno los clientes que acudían sin reserva eran amablemente invitados a abandonar el restaurante, e incluso aquellos que tenían mesa reservada afrontaban una media hora de espera.

La dificultad para conseguir una mesa no parecía desalentar a los clientes. Muy al contrario, suponía un reto y un aliciente encontrarse entre los afortunados que cenaban habitualmente en uno de los locales más destacados de la ciudad. Y eso había sido lo que Ken había planeado desde un principio.

Aun así, las colas que se formaban eran enormes y cuando Ken comprendió el éxito que iba a tener sopesó la idea de expandir el negocio. Brant Tucker, propietario del Hotel Bellisimo, había aceptado que el local ocupara casi todo el entresuelo y Ken había llegado incluso a contratar un arquitecto.

Pero al final había decidido mantener su restaurante tal y como estaba. Más de una revista se había entusiasmado con el ambiente tan acogedor que había logrado y Ken no estaba dispuesto a correr riesgos innecesarios con el establecimiento que había impulsado su carrera con tanto éxito.

Sin embargo se había comprometido a abrir dos nuevos locales, uno al norte en Malibú y otro al sur en Marina del Rey. Ambos locales tenían mayor aforo y no tardaron en rendir mejor que la casa madre. Pero el local original tenía reservado un sitio especial en el corazón de Ken. E incluso después de que hubiera abierto cerca de una docena de nuevos locales con diferentes nombres, pasaba la mayor parte de los días y los fines de semana en Oxygen.

Había días en los que no era capaz de asumir el enorme éxito de su empresa. Cinco años atrás se había hipotecado hasta el cuello para abrir su primer local y echar a andar, pero ya había saldado cuentas con el banco. No estaba mal para un chico que había abandonado sus estudios en Blanco, Texas. Hubiera deseado que sus padres siguieran vivos para verlo, pero estaba seguro de que se sentirían muy orgullosos.

Todo su éxito se lo debía a su madre. Ella había convencido a su padre para que abrieran un restaurante especializado en barbacoas en la plaza del pueblo cuando Ken era todavía un niño. Creció en aquella cocina, ayudando a su madre siempre que podía, descalzo y molestando la mayoría de las veces. Pero fue testigo de cómo la gente del pueblo se reunía en torno al modesto local. Y para cuando fue al instituto, el local de sus padres se había convertido en el centro de reunión de todos los vecinos a cualquier hora del día.

No tardó mucho en decidir que quería seguir la estela de su madre. Un lugar de encuentro en la ciudad. Un local en el que los amigos pudieran reunirse para una buena comida, una copa, bailar un poco y pasarlo bien.

Había comenzado a estudiar Empresariales en la Universidad de Texas, trabajando en toda clase de restaurantes para poder pagarse la matrícula. Al principio había pensado abrir un sencillo restaurante en Austin. Creía que sus habitantes, algo aburridos, formarían una clientela perfecta para lo que tenía en mente.

Pero entonces un conductor borracho trastocó todos sus planes. De pronto, sus padres habían muerto. Le habían arrancado su hogar de cuajo y se sintió más perdido de lo que nunca habría imaginado. Se sentía incómodo en su propia piel. Decidió abandonar la universidad y escapó a la costa oeste. Ahogó su tremendo dolor embarcándose en un nuevo proyecto. Quería empezar de nuevo y abrir un local que fuera una réplica del establecimiento de su madre. Pero había conseguido mucho más. Se había convertido en un hombre rico y poderoso en la industria.

Tal y como era su costumbre, ese mediodía deambulaba entre las mesas saludando a sus comensales, una clientela formada en su mayor parte por abogados y agentes de Bolsa. Estaba charlando con un juez nombrado recientemente cuando reconoció a uno de sus publicistas, que le hacía señas desde la otra esquina de la sala. Ken se excusó y fue a su encuentro, cruzando entre las mesas y repartiendo saludos.

—No esperaba verte hoy por aquí, Marty. Suponía que estarías harto de mí después de que pasáramos toda la jornada de ayer en la sala de conferencias.

El hombre sonrió. El pelo canoso le otorgaba un aspecto amigable que escondía sus innatas habilidades para los negocios.

—Nunca me canso de un hombre que paga mis facturas con tanta puntualidad —y señaló a Ken el asiento libre, que aceptó la invitación—. El hecho es que Alicia ha vuelto a tentarme para que participes en su programa.

Ken sofocó un gruñido de hastío. Una vieja estrella de la información, Alicia Duncan, conducía su propio debate matinal. Aparentemente no tenía nada mejor para ocupar el tiempo en antena y había comenzado un acoso sobre Ken.

Sacudió la cabeza, molesto por regresar sobre un tema que creía zanjado del todo.

—Ya os lo dije ayer —señaló—. No estoy interesado.

—Eso es justo. Solo quiero asegurarme que has considerado detenidamente su propuesta antes de desestimarla.

—Eso es lo que hecho —repitió, procurando ocultar su irritación.

—¿De veras? —preguntó Marty.

—Vamos, Marty. Tú más que ningún otro tendría que conocer mi opinión acerca de la publicidad.

Marty había sido compañero de estudios de su padre y conocía a Ken desde la infancia. Marty dirigió el tenedor hacia Ken con aire amenazador.

—La promoción es una ventaja, hijo. No es como acostarse con el enemigo.

—Esa no es la cuestión. He levantado este local a mi manera y lo publicito a mi manera. Creo que, hasta ahora, las cosas no me han ido mal.

Toda su publicidad giraba en torno a la comida y la mística que se había creado en torno al nombre de Oxygen. Pero había renunciado a los testimonios, las apariciones personales, los anuncios horteras dentro de su local o cualquier otra iniciativa que disminuyera el aura de misterio que había logrado crear con tanto esfuerzo.

Y puesto que todos y cada uno de los sucesivos locales que había abierto habían funcionado bien, Ken no tenía la menor intención de estropearlo todo con una campaña publicitaria. Su padre solía decir que si algo no estaba roto, no tenía sentido arreglarlo.

Marty se limitó a sacudir la cabeza y pinchó un poco de ensalada en silencio. La tendencia de Marty a desaparecer de la conversación sin previo aviso era que sacaba de sus casillas a Ken. Y esa vez estaba seguro de que lo hacía a propósito, una estrategia para darle tiempo a que sopesara nuevamente la propuesta de Alicia.

Uno de los inconvenientes de su éxito era que se había convertido en una celebridad menor y eso atraía a todas las Alicias del mundo. Pero solo porque la prensa le otorgara un tratamiento especial no era razón suficiente para que permitiera semejante sinsentido. Así que cuando Alicia había sugerido que rodaran parte de su programa en la cocina del restaurante y que su jefe de cocina, Tim Sutton, preparara una de sus creaciones culinarias delante de la cámara, Ken se había negado con rotundidad. Y no tenía intención de variar su punto de vista, por mucho que Marty o Alicia insistieran.

Marty terminó la ensalada sin decir una palabra. Esperó a que el camarero retirara su plato y solo entonces levantó la vista para mirar a Ken a los ojos.

—Adelante —dijo Ken, resignado—. Suelta lo que tengas que decir.

—Atraería una clientela más amplia.

—No tengo ninguna queja de los clientes.

—Entonces, hazlo como un favor. Por Alicia.

Ken se mesó los cabellos con incredulidad mientras intentaba adivinar el verdadero significado de aquellas palabras.

—¿Disculpa?

Marty guardó silencio una vez más, abrió el sobre del azúcar y vació su contenido en la taza de café. El repiqueteo de la cuchara contra el fondo de la taza terminó de exasperar a Ken.

—¡Marty!

—Bueno, hijo, solo pienso que tendrías que pensar en la chica —indicó mientras avisaba al camarero—. Sobre todo después del modo en que rompisteis.

Ken se tragó el enfado mientras trataba de averiguar qué clase de patraña habría inventado Alicia.

—En ningún momento hemos estado juntos. Solo hemos salido a cenar en un par de ocasiones, pero eso no implica una relación —dijo, si bien era cierto que se habían acostado—. E, incluso si así fuera, no estoy dispuesto a cambiar mi filosofía por nadie. Y menos aún por alguien como Alicia. Eso es algo que no voy a discutir.

—Si estás seguro…

Jake, el camarero, llegó hasta su mesa.

—Estoy seguro —dijo Ken.

—Sería una buena forma de celebrar el aniversario. El próximo sábado hará cinco años que inauguraste este local —recordó Marty y se volvió hacia el camarero, mientras sus palabras flotaban en el aire.

Ken sintió un pellizco en la boca del estómago. Sabía perfectamente qué día se cumplía el sábado. Cada año, esa misma fecha, tenía que enfrentarse a los demonios que lo acosaban. Cada vez que la fecha del aniversario del restaurante se acercaba, era como si se abriera una compuerta en su memoria y el impulso de la marea lo arrastrara a las profundidades de su infierno particular.

Cinco años atrás había pensado que su vida era perfecta. Iba a abrir su primer restaurante, tenía una mujer a la que adoraba y que creía que sentía eso mismo por él. Pero había sido muy inocente. Había estado en esa misma sala, con una alianza en el bolsillo, convencido de que ella deseaba una vida junto a él tanto como él lo deseaba. Dos días más tarde se había marchado a Nueva York con otro hombre. A pesar de los años, el recuerdo todavía dolía.

Había querido aguardar hasta la noche de bodas para hacer el amor, pero eso no parecía suficiente para Lisa. Muy pronto comenzó a escuchar los rumores y vio las fotos en los semanarios. Ella y Drake Tyrell eran noticia, un elemento fijo en todas las citas importantes que tenían lugar en Manhattan.

El curso de los acontecimientos lo había golpeado de refilón, pero no se consideraba un estúpido. En realidad lo que más lo molestaba era que, después de cinco años, todavía no se la había quitado de la cabeza. Si alguna vez volvía a verla, no sabría cómo reaccionar. El hecho era que, después de tanto tiempo, Lisa Neal seguía ejerciendo un poder perturbador sobre él. Se había metido en su piel y se había quedado ahí, adherida a su ser.

—Creo que no voy a tomar postre —dijo Marty—. ¿Y tú? ¿Ya has tomado una decisión sobre el programa de Alicia?

—Creo que yo también voy a pasar —se puso en pie, la expresión serena—. Y esta discusión ha llegado a término.

Se dirigió hacia la cocina en busca de un poco de paz. Necesitaba rearmarse.

Ken no era la clase de persona que sentía lástima de si mismo, pero una semana al año no parecía muy ultrajante y se concedía ese respiro. El resto del año se concentraba en su negocio y continuaba con su vida. Pero a pesar del desfile de mujeres que se le acercaban debido a su popularidad, en todos ese tiempo no había encontrado ninguna mujer que lo trastornara tanto como Lisa. Una parte de él confiaba en que algún día apareciera esa mujer y así pudiera olvidarla. Pero la otra parte deseaba aferrarse a su recuerdo para siempre. Pero, desgraciadamente, la memoria de lo sucedido le producía un odio que lo quemaba por dentro al recordar el modo en que Lisa lo había abandonado.

—Conozco esa mirada —dijo Tim—. Es la misma de todos los años en la semana previa al aniversario.

Los olores y los sonidos familiares de la cocina lo abordaron y le levantaron un poco el ánimo. A pesar de sí mismo, los labios de Ken se curvaron en una sonrisa.

—Creo que estoy en mi derecho.

—¿En tu derecho? ¿A qué? ¿A estar abatido?

Tim lo miró desde su posición mientras supervisaba a su segundo, la cara roja a causa del vapor que despedía la cazuela. A su espalda, los ayudantes preparaban los ingredientes y se gritaban los pedidos de los últimos clientes.

—La mujer que amaba rechazó mi proposición de matrimonio y me dijo que se marchaba a Nueva York hace cinco años —dijo Ken en un tono de voz que solo pudiera escuchar Tim—. Un año más tarde me engañó y se ligó a un pez gordo de Hollywood. Creo que tengo derecho a sentirme melancólico.