Un libertino encantador - Bronwyn Scott - E-Book

Un libertino encantador E-Book

Bronwyn Scott

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Beschreibung

Un libertino huyendo de su pasado… Para Brennan Carr, el Gran Tour fue la manera perfecta de sustituir los recuerdos de un ambiente familiar difícil con escandalosas aventuras. Sin embargo, al descubrir que sus anfitriones griegos querían casarlo, tuvo que demostrar que no estaba preparado para sentar la cabeza… ¡y menos tan rápidamente! ¿Podía ser una aventura con la viuda Patra Tspiras una deliciosa solución para su problema? Patra había aprendido, de la manera más dura, a no confiar en nadie. Sin embargo, con sus artes de libertino, Brennan consiguió enamorarla a la primera…

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Seitenzahl: 313

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Nikki Poppen

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un libertino encantador, n.º 606 - agosto 2017

Título original: Rake Most Likely to Sin

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9531-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

Veintidós

Veintitrés

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

 

Para Pong y Louis, nuestros fabulosos camareros en el Magic. ¡Gracias por conseguir que nuestro viaje con vosotros fuera espectacular! Este fue un viaje inolvidable a lugares inolvidables.

Uno

 

Dover, marzo de 1835

 

¡Por todos los demonios! ¿Era de verdad tan tarde? Brennan Carr sacó un brazo de la cama y alcanzó su reloj de la mesilla. Lo inclinó hacia la poca luz que había en la habitación y miró la esfera. Gruñó y volvió a caer sobre la almohada. Sí, era tan tarde. Faltaba menos de una hora para que zarpara su barco, y ni siquiera había amanecido aún. Se pasó una mano por la cara. ¿Adónde se había ido la noche?

A su lado estaba la deslumbrante Sarah… no, no era Sarah, era… ¿Serena? ¡Cynthia! Sí, era Cynthia. La deslumbrante Cynthia se movió y se incorporó, apoyándose en un codo, mientras comenzaba a explorar bajo las sábanas hasta que encontró lo que buscaba. Cerró la mano alrededor de su miembro.

—Ah, amor, así, ¿verdad? Estás preparado para la buena de Cynthia otra vez —dijo, y sonrió en la oscuridad. La melena larga y rubia le caía sobre un hombro. Con un movimiento suave, se colocó a horcajadas sobre él—. Pues tienes suerte, porque Cynthia también está preparada.

Se echó a reír al referirse a sí misma en tercera persona. Después, se tomó los pechos con las manos y añadió:

—Las amiguitas de Cynthia quieren que les des un lametón.

Brennan pestañeó. Aquello lo confirmaba todo: debía de estar completamente sobrio, porque recordaba perfectamente que la noche anterior, después de haber ingerido grandes cantidades de cerveza en el bar del hotel, le hacía mucha gracia oírla hablar sobre sí misma en tercera persona. Sin embargo, en aquel momento no sentía ninguna hilaridad. Iba a llegar tarde y a perder el barco. Tal vez su cuerpo siguiera cautivado con los encantos de Cynthia, pero su mente ya se había cansado de ella. Aquella mañana, no tenía ganas de demostrar que ni el tiempo ni las mareas esperaban a los hombres.

Sus compañeros de viaje iban a preocuparse, sobre todo, Haviland. Durante los doce años anteriores de su amistad, la tarea de Haviland era preocuparse por él, pero Brennan se había prometido a sí mismo que iba a hacerlo mejor durante aquel viaje, que iba a darle a Haviland menos motivos de preocupación. Le demostraría que era un adulto. Por el momento, solo llevaban tres días fuera de Londres, y no lo había conseguido.

Brennan se deshizo amablemente de Cynthia.

—Lo siento, tengo que marcharme.

Cynthia se agarró a su brazo y puso la pierna sobre la de él.

Hizo un mohín.

—Todavía no. Puedes pasarlo bien una vez más con Cynthia. Nadie tiene que irse tan temprano.

—Yo, sí.

Intentó apartarse, pero ella lo agarró con más fuerza. Él sabía que tenía más fuerza que ella, pero no quería tener una discusión. Prefería despedirse en buenos términos. Las escenitas estropeaban los recuerdos de placer, y Brennan adoraba el placer por encima de todo lo demás. Sin embargo, Cynthia era sorprendentemente fuerte, y cada vez se mostraba más tenaz, o desesperada.

—De verdad, todavía no puedes irte —dijo ella. Sonrió alegremente, y tomó uno de los cordones que sujetaban las cortinas de la cama—. Podemos jugar a atarnos. Eso todavía no lo hemos hecho. Y yo puedo ir a buscar a Mary, que está en la habitación de al lado. Ella también quería acostarse contigo. Podría…

Brennan no quería oír lo que podría hacer Mary. Apartó a Cynthia sin miramientos, sin preocuparse más de sus sensibilidades, y se levantó de un salto de la cama. Se le estaba haciendo muy tarde. Además, estaba empezando a darse cuenta de que allí había algo más que una costurera que hacía mohínes y que quería un revolcón más antes de volver a su tienda. Tomó la ropa y se puso los pantalones rápidamente.

Cynthia se levantó de la cama, en su gloriosa desnudez, tan gloriosa, que era difícil no excitarse. Incluso podría haber conseguido que él se quedara, de no ser porque tenía una mirada calculadora y fría que decía claramente que se había terminado el juego.

—No pensarás marcharte sin pagar a la pobre Cynthia. Has estado con ella toda la noche.

A Brennan se le quedaron los dedos helados en los botones de la camisa. ¿Pagarle? ¿Era una prostituta?

—Dijisteis que erais costureras, que todas trabajabais en la tienda de vestidos.

Eso lo recordaba muy bien. Las tres chicas habían entrado al salón del hotel, sonrientes, y habían empezado a coquetear con sus amigos y con él.

Nolan les había hecho caso hasta que se había marchado a jugar a las cartas. Archer se había ido con Nolan, como de costumbre. Las damas se habían marchado al bar, después de eso. Y él se las había encontrado allí. ¡Idiota! Aquello debería haber sido una pista más que suficiente. Mujeres en el bar de un hotel. Solo había un tipo de mujeres que frecuentara los bares de los hoteles.

—Costurera de día —dijo Cynthia, avanzando hacia él—. Cynthia tiene que mantenerse de alguna manera. Esta habitación no es barata.

Habían llegado allí a medianoche. Ella le había explicado que vivía en aquella habitación. Estaban a unas cuantas calles de su hotel. Brennan se puso las botas y tiró de ellas hacia arriba. ¿Cómo iba a decirle que no llevaba nada de dinero encima? Todo estaba en su equipaje, y su equipaje ya estaba a bordo del barco. Aquello le provocó otro arrebato de pánico. Si perdía el barco, perdería la ropa, el dinero y todo lo demás. Se quedaría solo con lo puesto.

Brennan alzó los brazos con una expresión de arrepentimiento y sonrió amablemente.

—Hubo un malentendido, Cynthia. Yo no te tomé por una dama de la noche. Nos lo hemos pasado muy bien. Yo he disfrutado, y tú, también.

Sabía que era cierto. A ella le gustaba. A nadie se le daría tan bien fingirlo y, además, él tenía un excelente historial en el arte de proporcionar experiencias placenteras. Estaba seguro de que aquella noche no había sido precisamente una dura prueba para ella.

—¿Por qué no lo dejamos así? —preguntó, y dio un paso hacia la puerta mientras tomaba su reloj de la mesilla. Sin embargo, recordó demasiado tarde que su abrigo estaba en una silla, al otro lado de la habitación. Pensó en ir a recogerlo. Entonces fue cuando ella se puso a gritar.

Y a gritar.

Y a gritar más aún.

Iba a despertar a todo el edificio. Claro que, por supuesto, esa era su intención. Iba a tener que dejar allí el abrigo.

Brennan abrió la puerta de par en par y miró por el pasillo, en ambas direcciones. La gente ya se estaba asomando de sus habitaciones mientras él corría hacia las escaleras. Oyó a Cynthia, que seguía gritando a sus espaldas, llamando a un tal Jake. Seguramente, aquel Jake era su protector. A medio camino por las escaleras, oyó pisadas de unas botas tras él. Le perseguían dos hombres a medio vestir.

Afortunadamente, el muelle no estaba lejos. Salió corriendo por la calle y estuvo a punto de chocarse con un repartidor de fruta que iba al hotel de la calle de al lado.

—¿Por dónde se va al muelle? —le preguntó, entre jadeos.

Corrió por callejones y calles estrechas que llevaban al mar, perseguido por aquellos dos hombres. «Vas a conseguirlo, vas a conseguirlo… Siempre lo consigues», se decía.

No era la primera vez que lo perseguían maridos furiosos, hermanos o cualquier otro tipo de parientes disgustados.

Llegó al muelle, y se dio cuenta de que no sabía cuál era su barco. Haviland lo había organizado todo y, como de costumbre, él no le había escuchado. Haviland siempre se encargaba de todo, y él solo tenía que aparecer. Y, en aquella ocasión, ni siquiera había conseguido hacerlo. Todavía.

Era más difícil correr por los muelles. Estaban llenos de gente y de vehículos a la espera de carga. Tuvo que esquivar carretas y cajas. Unos cuantos conductores le soltaron maldiciones, porque él asustó a sus caballos al aparecer de repente. Pasó entre gente que cargaba con sacos de cereales. De vez en cuando, miraba hacia atrás para ver si todavía lo seguían y, con horror, descubrió que uno de ellos había sacado una pistola. Sin duda, pensaba que la persecución había terminado, y era cierto. Iba a llegar al final del muelle. Si no encontraba el barco, estaría perdido. No había ningún sitio por donde seguir corriendo.

Oyó gritos, y miró hacia el final del muelle. Había tres hombres en la barandilla de un barco que estaba empezando a alejarse del embarcadero. Uno de ellos agitaba los brazos como un loco. Era alto y tenía una figura imponente. El viento agitaba su abrigo. ¡Era Haviland! Brennan habría reconocido en cualquier parte aquella postura de control. Detrás de Haviland estaban Archer y Nolan. Ellos corrieron a lo largo de la barandilla, haciéndole gestos frenéticos para señalarle algo que iba tras él. Archer gritaba frases enteras, pero él solo pudo distinguir una palabra, la favorita de su amigo: Caballo. No tenía sentido. ¿Qué iba a hacer un caballo corriendo por allí, sin dueño? En aquel preciso instante, oyó el martilleo de los cascos de un caballo a todo galope, y su respiración pesada, y se dio cuenta de que el animal lo había alcanzado y corría a su lado.

—¡Monta! ¡Monta! —le gritó Archer, formando una bocina con las manos alrededor de la boca.

Al instante, Brennan supo lo que tenía que hacer. No se paró a pensarlo; se agarró de las crines del caballo y montó sobre el lomo desnudo del animal. Quedaban unos seis metros hasta el final del embarcadero y, después, tenía que dar un salto hasta la cubierta del barco. Brennan no pensó en lo que ocurriría si fallaba, ni en la imposibilidad de realizar el salto. Aquello no era diferente a una carrera de obstáculos, ni de una galopada a toda velocidad por el campo, saltando todas las cercas y los vallados según iban apareciendo. No importaba que aquel caballo no estuviera entrenado para una cacería, ni que él no supiera qué era lo que podía hacer.

Apareció el borde del embarcadero. Brennan contó los pasos. Cuatro, tres, dos… Alzó el cuerpo y se inclinó hacia el cuello del caballo para aligerar su peso en la medida de lo posible. Uno… El caballo se impulsó desde el muelle y volaron por el aire sobre una extensión de agua negra. Brennan mantuvo el cuerpo inmóvil y los ojos clavados en el frente, concentrándose en el aterrizaje. Iban a conseguirlo por poco, pero eso no era suficiente. No les serviría de nada, ni al caballo ni a él.

Los cascos golpearon la madera. Brennan sintió alivio por un instante, antes de que el animal cayera sobre la cubierta. El golpe del aterrizaje le hizo doblar las rodillas, y todo se convirtió en un caos. Haviland lo agarró para apartarlo del animal, que rodaba por el suelo, y Archer y Nolan se pusieron junto a la cabeza del caballo para mantenerlo agachado.

¡Abajo! Él fue quien agarró frenéticamente a Haviland para tirarlo a la cubierta, y cubrió a su amigo con el cuerpo. El verdadero peligro no era que el caballo pudiera aplastar a alguien, sino los hombres con pistolas que había en el muelle.

Podían alcanzarlos con sus disparos, y no estaba dispuesto a consentir que Haviland muriera accidentalmente porque él no había sido capaz de levantarse a tiempo de la cama de una prostituta.

Brennan notó que Haviland se retorcía bajo él para levantarse, porque no entendía la gravedad de la situación.

—¡No te levantes! —le gritó, justo cuando una bala les pasaba por encima.

Brennan se aseguró de que permanecían agachados el tiempo suficiente como para que el barco estuviera fuera del alcance de los disparos. Se levantó el primero. Si alguien tenía que pagar por sus pecados, sería él solo. Miró a su alrededor y les hizo una seña para indicarles que había pasado el peligro. Sus amigos se pusieron en pie, sacudiéndose la ropa y haciendo exclamaciones sobre su llegada.

Haviland miró por encima del hombro de Brennan, a tierra, y él se dio la vuelta siguiendo la mirada de su amigo.

Los dos hombres seguían en el muelle, agitando los puños con impotencia hacia el barco. Brennan les dedicó un gesto obsceno de victoria. El abrigo que se había dejado en la habitación serviría para saldar cualquier deuda que tuviera con Cynthia y sus matones. Solo un botón valía lo mismo que aquella noche.

—Dios Santo, Bren, ¿en qué te has metido ahora? —le preguntó Haviland, con la voz ronca de preocupación.

Brennan, que estaba metiéndose los bajos de la camisa por la cintura del pantalón, enarcó una de sus cejas de color pelirrojo y puso cara de disgusto, para intentar hacer una broma que relajara el ambiente.

—¿Te parece que esa es forma de saludar a un amigo que acaba de salvarte la vida?

A él no se le daba bien soportar las muestras de emoción sinceras, y Haviland no sabía fingir. Le dolía ver a su amigo tan preocupado y saber que él era el culpable. De nuevo. Aquella no era la primera vez.

Haviland respondió enarcando una de sus cejas oscuras.

—Mi vida, ¿no? Me parece que es más bien la tuya —le dijo. Entonces, le dio un abrazo lleno de afecto—. Pensaba que ibas a perder el barco, idiota.

Brennan le devolvió el abrazo por un momento, y respondió en voz baja para que solo su amigo pudiera oírle:

—Tú me dijiste que lo único que tenía que hacer era aparecer, y lo he hecho.

Haviland se echó a reír, que era lo que Brennan pretendía. Haviland necesitaba reír más a menudo. Estaba demasiado serio, sobre todo, durante aquellos últimos tres meses. Brennan sabía que había estado muy ocupado con la organización del viaje, pero también pensaba que la causa de su seriedad era algo más profundo. Aunque, en realidad, era difícil imaginar que Haviland tuviera problemas; su vida era perfecta.

Si Haviland tuviera algún problema, él lo sabría. Había estado yendo a su casa desde que tenían quince años y Haviland se había apiadado de él en el colegio. La familia de Haviland siempre era cortés, siempre lo acogía con amabilidad. Su casa siempre estaba bien ordenada; su madre se sentaba en un extremo de la mesa, sonriendo a su padre, que ocupaba el otro extremo. En comparación, todo aquello hacía que su propia casa pareciera caótica.

Ni siquiera en su despedida había suscitado sentimientos reales. Nadie había organizado una cena de despedida, ni le había dicho adiós en el vestíbulo con los ojos empañados el día de su partida, como imaginaba que habría sucedido en casa de Haviland.

Su padre le había llamado para que fuera a su despacho cinco minutos antes de que saliera; no habían tenido tiempo suficiente para tomar una última copa juntos. Y ni siquiera había sido un momento privado, porque Nolan estaba con él. Su amigo había ido a recogerlo.

Las palabras de despedida de su padre, en Londres, habían sido las siguientes: «No te contagies de la sífilis. Ya sabes…». Se lo había dicho tartamudeando, con incomodidad. Siempre se había sentido incómodo en su papel de padre. «Ya sabes, solo por si acaso», había continuado. Y Brennan había oído mentalmente el resto de su mensaje: «Por si acaso te necesitamos, por si acaso tu hermano no puede hacer su trabajo con esa poquita cosa de Mathilda con la que se casó». Después, su padre le había puesto en la mano un paquete de preservativos franceses y, con un guiño, le había dicho: «Los mejores que se fabrican».

El comentario parecía algo contradictorio con el intento de su padre de imbuirle algo de responsabilidad con respecto al sexo. Aunque, pensándolo bien, tal vez no fuera tan incongruente. Su padre siempre había mostrado más interés en ser su amigo que en ser el cabeza de familia. Y eso, cuando mostraba algo de interés. Con respecto a su despedida, era como él había imaginado, pero no como esperaba. Después de todo, iba a estar en el extranjero un año, tal vez más. Brennan hubiera preferido oír algo como «Te quiero, voy a echarte de menos, cuídate».

Quizá Nolan estuviera en lo cierto. Una noche de borrachera, su amigo había planteado la hipótesis de que él buscaba el sexo para llenar un vacío emocional en su vida. Nolan se enorgullecía de ser un estudioso de la naturaleza humana. En aquel momento, Brennan se había echado a reír. Era más fácil reírse de aquellas ideas que admitirlas. A nadie le gustaba reconocer sus propias deficiencias.

Archer llevó al caballo a un cobertizo improvisado que había sobre la cubierta del barco, y ellos tres se apoyaron en la barandilla para observar cómo Inglaterra iba haciéndose cada vez más pequeña en la distancia. Nolan lo miró de reojo, con una sonrisa de picardía.

—Bueno —dijo su amigo—, la pregunta no es dónde has estado. La pregunta es si ha merecido la pena.

Brennan se echó a reír, porque era muy difícil reconocer los errores, sobre todo los de uno mismo.

—Siempre, Nol, siempre.

En silencio, hizo un brindis por Inglaterra. Por otra huida más.

Dos

 

Kardamyli, en la península del Peloponeso. Principios de primavera de 1837

 

De nuevo, necesitaba un plan para escapar. Solo llevaba una hora en la fiesta del cumpleaños de Konstantine, que se celebraba en la plaza del pueblo, y ya estaba metido en un desastre con el género femenino. No debería haber bailado con Katerina Stefanos. Ahora estaba atrapado con ella a un lado y su padre al otro. El hombre daba cuenta de los méritos que tenía su hija para ser la esposa perfecta a todo el grupo y, especialmente, a él.

Por algún motivo, Brennan había pensado que, en aquella ocasión, sería distinto. Siempre pensaba eso, pero aquella vez se lo había creído de verdad porque, aquella vez, él era distinto, o eso creía. Había llegado hasta el extremo de Europa y estaba al sur del Peloponeso y había cambiado los pantalones por la tradicional foustanella, la falda que llevaban los hombres en Grecia. Había cambiado las visitas tradicionales que hacía un inglés durante su Gran Tour, la Acrópolis, el Partenón, Olimpia, con sus ruinas y sus columnas, por aquel remoto pueblo pesquero de Kardamyli, que casi ni aparecía en el mapa. En resumen, se había hecho nativo de Grecia, todo lo griego que podía ser un inglés pelirrojo en la península griega, tanto figurativa como geográficamente.

Y no había importado. A pesar de todos los cambios exteriores que había experimentado, de los miles de kilómetros que había recorrido, parecía que había algunas cosas que no podía superar, sobre todo, su tendencia a caer de lleno en situaciones comprometedoras. La mujer de Dover, antes de zarpar, una prostituta bastante posesiva en París, una belleza alpina en Berna, una cantante de ópera en Venecia y otra cantante de ópera en Milán, porque él no había aprendido la lección a la primera. Y, ahora, se trataba de Katerina Stefanos, otra mujer que no entendía que él no quería compromisos, que no era capaz de respetar un compromiso.

El padre de la muchacha le posó una mano paternal en el hombro, y su voz resonó como un trueno para todo el grupo, por encima de la música.

—Mi Katerina hace los mejores diples del pueblo. Ningún hombre se quedaría con hambre teniendo a una mujer así como esposa. Es una magnífica cocinera y una magnífica ama de casa, además. Sus sábanas son las más blancas y sus puntadas, las más rectas. Está muy bien enseñada por su madre y tiene…

Brennan se lo esperaba, y tuvo que contenerse para no echarse a temblar. Había oído aquello muchas veces durante el último mes: «Dos olivares de dote». ¡Ya lo sabía! ¡Ya era suficiente! A su lado, la preciosa Katerina de los dos olivares movió su melena oscura y le puso una mano sobre el brazo de una manera posesiva, una indicación más de que debía moverse deprisa.

Estaba empezando a sentir pánico. De todas las situaciones en las que se había visto, aquella era la peor. Ninguna de las otras mujeres de su pasado quería casarse con él. No eran de las que se casaban. Solo querían sexo, y que él las mantuviera.

Katerina y su padre querían algo muy distinto y permanente. Y tal vez aquello fuera también una indicación de que había llegado la hora de marcharse de allí. Ya llevaba seis meses en aquel pueblo, más de lo que había permanecido en ningún otro lugar de su Gran Tour. El lugar al que ir no tenía importancia, ya lo pensaría después. En aquel momento, lo que le interesaba era tener una solución más inmediata y, para conseguirla, necesitaba un aliado. Ya no tenía a sus amigos para que lo ayudaran. No tenía a Haviland, ni a Archer ni a Nolan. Tendría que conseguir un aliado por sí mismo.

Brennan observó atentamente la zona de baile, en busca de alguien que pudiera darle una razón para separarse del grupo con elegancia. No podía marcharse de la fiesta tan pronto; era el cumpleaños de Konstantine, y su amigo le había dicho que quería que estuviera allí. Brennan no podía decepcionarlo yéndose tan pronto y, menos, cuando todo el pueblo estaba allí.

—Hay una vieja casa de piedra al otro lado de los olivares. Papá dice que no sería muy difícil arreglarla —dijo Katerina, con una sonrisa espléndida y los ojos brillantes.

Olivares y una casa. ¿Podían ponérselo más fácil? La mayoría de los hombres de aquella parte del mundo habrían dicho que sí hacía siglos. Brennan se movió con incomodidad. Cada vez era más difícil que pudiera negarse sin parecer un grosero o un loco. ¿Qué hombre iba a rechazar a una mujer guapa, una casa y unas propiedades? Nadie. Y ese era el problema: que no había nadie. La guerra era muy reciente, y se había llevado por delante la vida de más de veinte mil hombres. Como muchos otros pueblecitos de la península, Kardamyli carecía de jóvenes en edad de casarse. Así pues, él entendía la insistencia de los Stefanos. Incluso empatizaba con ellos. ¿Quién iba a casarse con aquellas chicas, cuando habían muerto tantos jóvenes? Sin embargo, no podía cumplir sus deseos. No iba a casarse con Katerina Stefanos. Tenía que haberlo imaginado. Seis meses era demasiado tiempo. Había vivido allí, había pasado los días trabajando con ahínco junto a los hombres, levantando redes hinchadas de pescado hasta que le dolían los brazos, o recogiendo aceitunas durante las interminables jornadas de la cosecha de octubre. Se había deleitado sintiéndose útil, con el trabajo duro. El pueblo le había acogido generosamente y las mujeres le demostraban su agradecimiento con comidas deliciosas que tenían nombres exóticos: Souvlakis, moussaka, spanakopita, tzatziki… Y, siempre, el pan de pita recién hecho que se podía rellenar de una gran variedad de cosas.

Pero, en aquel momento, la generosidad estaba cambiando. Eso era evidente desde hacía tiempo, antes de que Katerina se hubiera atrevido a sacarlo a bailar. Había sido tema de conversación con los hombres del pueblo durante aquellas últimas semanas. ¿Cuál de las chicas le gustaba? ¿Katerina, con sus olivares o, tal vez, Maria, cuyo padre querría un yerno medio interesado en sus barcos de pesca?

Había muchas opciones para elegir, si a él le tentara el matrimonio. Sin embargo, no le interesaba, y había preferido hacer caso omiso de las señales, por lo que significaban. Tenía dos opciones: sentar la cabeza y casarse con una de las bellezas del pueblo, o marcharse. Aún no quería marcharse de Kardamyli. Por el momento, no quería estar en ningún otro lugar, solo quería estar en el centro del pueblo con la música, los farolillos y las mesas de madera llenas de comida. Ningún salón de baile de Londres estaría más bonito.

A pesar de la reciente presión que ejercían sobre él para que se casara, le gustaba más estar allí que en Londres y que en ningún otro lugar de los que había visitado en Europa durante aquellos dos últimos años. Debía de haber un término medio entre tener que casarse y tener que marcharse, algún modo de demostrarle su lealtad al pueblo sin contraer matrimonio. Y debía de haber un término medio aquella noche, también, entre marcharse groseramente de la fiesta para huir de Katerina o quedarse y verse obligado a declararle su amor eterno. Ojalá pudiera encontrarlo, y rápidamente.

Katerina frotó discretamente pecho contra su brazo, y el padre de la muchacha lo agarró por el hombro de un modo nada sutil. Después de todo, Alexei Stefanos había puesto el mundo a sus pies. ¿Qué más podía hacer un padre por una hija a la que amaba? Era más de lo que su propio padre habría hecho por él. Sin embargo, lo único en lo que podía pensar era en echar a correr.

En cualquier momento, Katerina iba a sugerir que dieran un paseo, y él no quería hacer eso. No tenía duda de que volvería comprometido con ella. Era curioso, porque siempre había pensado que, si tenía que haber alguna situación comprometida en su vida, sería a la inversa. Estaba al borde del pánico, pero no sabía ni adónde huir, ni a quién acudir.

Brennan vio a Konstantine haciendo una ronda, visitando a cada grupo de invitados. Llegaría pronto al suyo, y él suspiró de alivio. Eso le sería de ayuda, pero necesitaba un plan para después de que Kon volviera a marcharse.

Brennan recorrió la plaza con la mirada para elegir una posible aliada. Aquella… no, ella no. Demasiado desesperada. No, ella tampoco; demasiado competitiva. Otra… no, casada. Dios Santo… no, no, no.

Después de analizar a dos tercios de las invitadas, lo dejó. Aquello no iba a funcionar. Era demasiado quisquilloso.

Volvió a mirar por la plaza. Un momento… Miró de nuevo hacia las sombras del perímetro. Había alguien al borde de la luz. Era Patra Tspiras, la viuda que le compraba el pescado a Konstantine, y estaba sola. Mejor aún. No tendría que dar explicaciones a todo el mundo por estar con ella. Sus ojos se cruzaron durante un breve instante. Ella apartó la vista con una rapidez que delataba el sentimiento de culpabilidad por haberse dejado sorprender mirándolo. Él sonrió. Patra lo había estado observando. Estaba decidido: iría hacia ella. Era su oportunidad para escapar; solo tenía que elegir el momento más oportuno.

Konstantine se acercó a su grupo, dando palmadas en la espalda a sus invitados y besando mejillas.

—¿Nos lo estamos pasando bien? —preguntó, con su voz resonante, gritando por encima de la música para hacerse oír. Le guiñó el ojo a todo el mundo e hizo un gesto expansivo con las manos—. Esta noche quiero que todo el mundo se lo pase bien. Hay mucha comida y mucha bebida.

De repente, la gente empezó a brindar por la buena salud de Konstantine. Brennan vio su oportunidad. Señaló con la cabeza hacia la esquina oscura de la plaza donde estaba Patra.

—Creo que lo has conseguido, Kon, salvo con una persona. Tal vez deba ir a contagiarle la alegría de la fiesta.

Se despidió del grupo con un asentimiento y se alejó antes de que alguien protestara. El alivio y el sentimiento de liberación le dibujaron una sonrisa en los labios.

 

 

¡Ella no quería estar allí! Patra deslizó disimuladamente un plato de baklava hacia la sombra. Ojalá pudiera desaparecer como por arte de magia. Sus amigas bienintencionadas habían estado intentando que comiera toda la noche. Y, también, que bailara con una repentina avalancha de parientes masculinos, todos de más edad que ella, que habían ido a la fiesta desde los pueblos de los alrededores. Patra no quería tener nada que ver. No podía hacer nada, ni siquiera aunque deseara a alguno.

No habría ido a la fiesta si hubiera podido evitarlo, pero habría sido mucho más difícil explicar por qué no había ido que ir y escaparse un poco más tarde, después de haber cumplido con la cortesía de rigor. Así pues, permaneció apartada de la fiesta, intentando esconderse en la oscuridad y agradeciendo el milagro de poder estar a solas unos momentos.

También sentía agradecimiento por sus amigas, pero aquella noche casi no aguantaba sus nuevos y equivocados esfuerzos. Las mujeres que la habían acompañado desde la muerte de su marido habían decidido, entre ellas, que ya había guardado luto suficiente por Dimitri, y que era hora de que volviera a casarse, por mucho que ella les dijera que no tenía intención de hacerlo.

Oyó una carcajada desde la zona de baile y miró en dirección al sonido con una pequeña sonrisa. Por supuesto. No debería sorprenderle que fuera el inglés, Brennan Carr, quien se reía mientras bailaba con Katerina Stefanos. Eran una pareja atractiva, con sus animadas sonrisas y su atractivo.

Petra sintió una punzada de envidia al verlos, o… ¿era melancolía? Dimitri y ella eran igual. Para ellos, todos los días, todos los bailes, todas las noches eran una oportunidad para celebrar su vida juntos. Ahora, aquella vida había terminado. Dimitri era una baja más de la lucha por una Grecia independiente, una lucha que se había llevado a su marido, y que se había llevado también su inocencia. Los inocentes amaban profundamente, con toda el alma, con toda la cabeza y todo el corazón.

Ella no quería correr el riesgo de volver a sentir aquello. Le arrebataba demasiadas cosas a una persona, y la ponía en una situación demasiado vulnerable. Sin embargo, había muchas chicas ingenuas en el pueblo que sí estaban dispuestas a arriesgarse. Seguramente, ella era la única mujer de Kardamyli que estaba entre los dieciséis y los sesenta años que no tenía interés en Brennan Carr. Aunque, claro, sí era la única que no podía arriesgarse.

El baile había terminado. Brennan acompañó a Katerina junto a su padre. La muchacha tenía una expresión posesiva y feliz. Patra se preguntó si el inglés lo entendía. Aunque no participara mucho en la vida del pueblo, sabía que los padres de Kardamyli querían convertir a Brennan en un miembro permanente de la comunidad.

Patra se dio cuenta de que el inglés estaba inquieto. Miraba a la multitud como si buscara a alguien. Ah, así que sí lo entendía, y se estaba poniendo nervioso. El tipo de inglés que estaría dispuesto a ir hasta Kardamyli era el tipo de inglés que no querría quedarse. Brennan Carr era un aventurero, y el matrimonio pondría fin a sus aventuras.

Estaba observando a todo el mundo e, inevitablemente, terminó por mirarla a ella también. Ella debería apartarse de su camino. No quería tener compañía pero, inevitablemente, permitió que se estableciera una brevísima conexión entre ellos, hasta que comprendió lo que estaba pidiendo el inglés. Quería encontrar una forma de escapar. Patra apartó los ojos y dio un paso atrás, pero el daño ya estaba hecho. Era demasiado tarde para remediarlo. Lo había mirado durante demasiado tiempo. Ahora, Brennan Carr se dirigía hacia ella, con sus enormes ojos azules, muy erguido, y solo ella tenía la culpa.

La gente iba a darse cuenta, porque aquello no era típico de ella, pero, sobre todo, por él. Entre las mujeres no era ningún secreto que el inglés había hecho bullir los corazones desde su llegada. Ella siempre se había mantenido a una distancia prudente, por muchos motivos. En primer lugar, no tenía interés y, además, él no tenía más de treinta años y era demasiado joven para una mujer madura de treinta y cinco años como ella.

Patra tragó saliva. Él se plantó frente a ella. Tenía los ojos tan azules como se decía, y las manos, fuertes y morenas, enganchadas en el ancho cinturón de cuero de la foustanella. Le dijo, con la seguridad de un hombre que sabía que tenía razón:

—Me estabas mirando.

—Estaba preocupada por ti —respondió ella, con frialdad, e hizo un asentimiento en dirección a Stefanos—: No parecía que estuvieras cómodo con lo que estaba sucediendo.

—No, no lo estaba —dijo él.

Sonrió con franqueza, y a ella se le cortó la respiración. Cuando sonreía, tenía un rostro muy expresivo. Su estructura ósea era magnífica, el sueño de cualquier escultor: pómulos afilados y altos, nariz recta y larga y una boca que prometía todo tipo de pecados.

Patra comprendió perfectamente por qué había tanto alboroto, y de por qué iba a continuar aquel alboroto si él se quedaba mucho más tiempo en el pueblo. Las mujeres estarían dispuestas a pelearse por un hombre como él. El inglés se convertiría en una versión de Helena de Troya para Kardamyli.

Él la miró de una manera elocuente. Se fijó en sus labios, y volvió a hablar bajando la voz y girando el cuerpo levemente hacia ella, para que pudiera oírle por encima de la música sin llamar la atención de los demás.

—Me has rescatado. Estoy dispuesto a ser agradecido.

¡Dios Santo, era muy audaz! Aquellas palabras le produjeron una descarga repentina de calor, estuviera interesada o no. Tal vez una mujer pudiera resistirse al inglés si solo tuviera una cara bonita, pero también tenía encanto, y mucho.

Además, sus ojos eran tan azules como el Mediterráneo al atardecer. Ella ya había sentido su poder cuando la buscaba con la mirada, y lo sintió de nuevo en aquel momento, más intensamente, cuando aquellos ojos se posaron por un instante en sus labios.

Sería fácil seducir a una mujer desprevenida, pero ella había perdido la ingenuidad hacía años. No era Katerina Stefanos ni Maria Kouplos, que tenían una visión idealista del amor y el matrimonio. Y, sin embargo, no era inmune al calor de su cuerpo, al olor limpio y sencillo de su jabón, ni a la imagen de sus piernas fuertes y largas, desnudas y bronceadas bajo la foustanella.

En respuesta, Patra sintió una punzada de atrevimiento. Él había acudido a ella en busca de una distracción y una escapatoria de los padres que buscaban marido para sus hijas. Y ella podía darle eso. A cambio, tal vez el inglés también pudiera ayudarla a escapar a ella de los intentos casamenteros de las matronas del pueblo. ¿Por qué no iba a dejar que él se sintiera agradecido? Con sentido común, por supuesto. No estaba dispuesta a escabullirse con él a un rincón oscuro para intercambiar besos aún más oscuros.

Patra ladeó la cabeza y le dedicó una sonrisa llena de coquetería que, tal vez, estuviera un poco oxidada.

—¿Agradecido? Entonces, ¿repartes con esa facilidad tus favores? —le preguntó. No iba a ponérselo fácil—. ¿Acaso sabes, por lo menos, cómo me llamo?

Ella tenía su orgullo. Aunque el inglés le produjera curiosidad, no iba a conformarse con ser poco más que una pieza intercambiable en su plan para resistirse a los encantos de Katerina.

A él le brillaron los ojos de satisfacción al responder a su reto:

—Patra Tspiras —dijo—. Te he visto en el mercado del pueblo. Le compras el pescado a Konstantine los miércoles.

Patra se alegró de que estuvieran casi a oscuras al darse cuenta de que empezaba a ruborizarse. Él se había fijado en ella. Había preguntado por ella. El hecho de que le agradara saber que él hubiera buscado aquella pequeña información era infantil.

La forma de sonreír y de hablar del inglés al decir aquello era lo que hacía que pareciera algo personal e importante, y a Patra se le aceleró el pulso contra su voluntad. Se acordó de que era Patra Tspiras, no solo la viuda de Dimitri, como si su matrimonio y su marido fueran todo lo que la definía como persona.

Ella siempre sería la viuda de Dimitri. Era una parte de aquello en lo que se había convertido, pero no era el todo. Algunas veces, quería ser solo Patra, ser ella misma, con sus deseos y sus aspiraciones, en vez de ser lo que los demás requerían de ella.

Él le hizo una pequeña reverencia con la mano en el pecho.

—Yo soy Brennan Carr.

Ella se echó a reír.

—Ya lo sé. Lo sabe todo el mundo.

Él también se rio, y le ofreció el brazo.

—En ese caso, las presentaciones han terminado. Le he prometido a Konstantine que me iba a ocupar de que lo pasaras bien. ¿Me concedes el honor de este baile? Creo que eso contribuiría a hacer más auténtica mi huida, ¿no?

Y la suya, también, pensó Patra. Lo tomó del brazo, aunque él no supiera el favor que le estaba haciendo. Durante unos minutos, iba a cumplir su deseo. Sería Patra, solamente. Aquello no podía tener nada de malo.