Un niño en Marte - Iñaki Zubeldía y Luiz Arizaleta - E-Book

Un niño en Marte E-Book

Iñaki Zubeldía y Luiz Arizaleta

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Beschreibung

Un niño en Marte: Cuando en 1969 la NASA envió el primer cohete tripulado por astronautas a la Luna, en España sólo había dos canales de TV que se veían - dónde se veían - en blanco y negro. Iñaki Zubeldia fantaseó entonces con la posible visita de una nave marciana a la villa de Zarauz y escribió un relato en su lengua materna, el euskera - o vascuence - que no había sido traducido al español hasta que, a finales de 2012, le propuso tal tarea a Luis Arizaleta. Fue ahí cuando ambos decidieron actualizar el relato e introducir una mirada retrospectiva que contase a los lectores de hoy cómo era de crédula la imaginación de los habitantes de un pueblecito de la Costa Cantábrica hace sólo cinco décadas. Para lectores de 9 años en adelante.

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© de esta edición Metaforic Club de Lectura, 2016www.metaforic.es

© Texto de Iñaki Zubeldia y Luis Arizaleta© Ilustraciones de Cristina Barcala

ISBN: 9788416873517

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la portada, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, sin el previo permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados.

Director editorial: Luis ArizaletaContacto:Metaforic Club de Lectura S.L C/ Monasterio de Irache 49, Bajo-Trasera. 31011 Pamplona (España) +34 644 34 66 [email protected] ¡Síguenos en las redes!

I

Era una apacible tarde de verano del año 1969. Una brisa fresca mecía las olas del mar y la gente disfrutaba de la inmensa playa de Zarauz, un pueblecito a la orilla del Cantábrico. Hombres y mujeres paseaban a lo largo del arenal que, con la bajamar, se alargaba y alargaba casi interminable. Había quienes tomaban el sol y quienes se sentaban en las terrazas de los bares a pedir su café, una copita o un refresco, y a conversar. La singular hazaña ocurrida tan sólo unos días antes corría aún de boca en boca: ¡los americanos acababan de enviar astronautas a la Luna! ¡Y los habían traído de vuelta a casa, vivos y sanos! Tripulando la nave espacial Apolo 11, Armstrong, Aldrin y Collins alunizaron –sí, sí, alunizaron, no alucinaron– y pasearon por nuestro satélite. Se vio en la televisión, bueno, en los escasos televisores que, de noche, iluminaban las ventanas de unas cuantas casas, esos que vecinos y parientes acudíamos a contemplar con embeleso. Podrá parecer mentira pero, por aquel entonces, funcionaba una única cadena de televisión que, además, emitía en blanco y negro.

Los más ancianos, sobre todo, no se creían nada de lo del periplo lunar, y se mostraban escépticos e incrédulos: “A otro perro con ese hueso –decían–. ¿Que el hombre ha ido hasta la Luna? ¡Bah!, antes también decían que la Luna se llevó al leñador con su perro, por no respetar a la dama de la noche”, comentaban en alusión a una vieja leyenda del lugar.

Y los niños… los niños sacaban chispas al verano, se bañaban en el mar, jugaban en el arenal, hacían excursiones por los montes alrededor del pueblo. Como los demás habían asistido a la caminata lunar boquiabiertos frente a las pantallas de la tele, pero la Tierra y la Luna convivían sin dificultad en su imaginación, las fantasías de expediciones lejanas y las inmersiones en el fondo del mar se mezclaban en los juegos, en una única aventura.

Como iba diciendo, la tarde transcurría en calma. La luz del sol reverberaba en la superficie del mar y los reflejos se proyectaban en las barquillas de los pescadores, blancas y rojas, verdes y azules, resguardadas en el recoleto puerto al pie de la colina, a cierta distancia del centro del pueblo.

Allí nos zambullíamos en el agua un grupo de chicas y chicos. Unai, que entonces tenía once años, se disponía a saltar desde lo más alto del muelle para sumergirse lleno de energía, intrépido, cuando, de pronto, un ruido como de trueno interrumpió su movimiento y, poco después, una luz cegadora descendió sobre el cercano monte Santa Bárbara. Los juegos, los baños, las risas se detuvieron, un denso silencio quedó suspendido en el aire.

Lo recuerdo bien, como si fuera ahora aunque ya han pasado más de cuarenta años. Yo formaba parte de aquel grupo que jugaba en el puertecillo, entre las barcas. Me acuerdo de cómo sucedió todo, muy rápido, al convencernos de que un OVNI acababa de aterrizar en la cima de la colina.

Por entonces se hablaba con frecuencia de los OVNIs –Objetos Voladores No Identificados– que, según decían, venían de otros planetas, de Marte sobre todo; a veces se oía contar que un incauto había sido abducido. Ya sé que, hoy en día, hay imágenes del más insospechado rincón de la galaxia, incluso de más allá, al alcance de cualquiera, que un clic o un toque a la pantalla bastan para tener ante ti una colección completa de fotografías panorámicas enviadas por el Curiosity y por los telescopios y las sondas de exploración interestelar. Pero, en aquella época –en realidad no hace tanto–, los humanos justo empezábamos a conocer algo del funcionamiento del Universo más allá del planeta Tierra.

II

Todo quedó detenido tras el estruendo y el fogonazo. Al principio, la mayoría tuvimos miedo pero fuimos aceptando que aquello que brillaba en Santa Bárbara debía ser un OVNI.

Con unas ganas inmensas de acercarnos a la nave espacial, de pronto nos vimos subiendo a todo correr, trepando y a saltos por el sendero que ascendía hasta la cumbre. Cuando llegamos a la cima frenamos en seco, pasmados al ver a unos seres diminutos, no más altos que chiquillos de dos años, recién bajados de la nave. A su vez, los diminutos parecieron asustarse al vernos llegar corriendo: si hubiéramos sido un grupo de adultos, quizás hubieran salido pies para qué os quiero de vuelta a su planeta; pero la comitiva de extraterrestres se nos acercó despacito y uno de ellos habló así:

—Mijail jolko xirono ahahu klunki.

Nos miramos desconcertados, sin decir ni mú. Otro de los diminutos tomó la palabra:

—Tziboski mirurkajaine milmi parotxo…

Tampoco le entendimos nada. Fue Unai quien avanzó un paso y dijo: