Un novio en el mar - Debbie Macomber - E-Book
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Un novio en el mar E-Book

Debbie Macomber

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Beschreibung

De: [email protected] Para: [email protected] Asunto: ¡Tu hija quiere casarme! Hola, Ali, sólo unas rápidas líneas de tu querida hermana. Quería ponerte al día sobre tu hija Jazmine. Recuerda que, según la Marina, soy su tutora durante tu ausencia... y yo la adoro, pero ¿quién podía imaginar que una niña de nueve años tendría tantas opiniones? Incluyendo una opinión sobre mi vida amorosa, o más bien sobre la carencia de la misma. Estoy segura de que está intentando emparejarme con ese amigo tuyo, Adam Kennedy. Perdón: capitán de corbeta Adam Kennedy. Ya, ya lo sé. Es muy guapo y muy solícito, aunque también un tanto autoritario, pero yo no estoy en el mercado de las relaciones, y menos aún buscando un novio de la Marina. Hazme un favor: díselo a tu hija, ¿vale? Te echo de menos. Te quiere, Shana

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2005 Debbie Macomber

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un novio en el mar, n.º 302 - noviembre 2020

Título original: Navy Husband

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-962-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ES una broma, ¿verdad? —preguntó Shana Berrie con tono inseguro a su hermana mayor, Ali, por teléfono. Ali era la más sensata de la familia. A ella, al contrario que a Shana, jamás se le habría pasado por la cabeza renunciar a su antigua vida, comprarse una pizzería-heladería y comenzar de nuevo en otra ciudad. Sólo una persona absolutamente necesitada de un cambio, mejor dicho, de un cambio drástico, habría sido capaz de una cosa así.

—Lo siento, Shana, pero tú me dijiste que sí a lo de la tutela.

Su hermana era enfermera de la Marina y estaba destinada en San Diego. Varios años atrás, cuando le pidió que se encargara de su sobrina en caso necesario, Shana aceptó inmediatamente. En aquel momento le había parecido una perspectiva muy lejana e irreal… pero eso fue antes de que su hermana enviudara.

—Sí que lo hice, ¿eh? —masculló mientras daba vueltas en torno a una caja de cartón. El piso que había alquilado estaba atiborrado de objetos de su nueva vida y restos de la antigua.

—No tengo otro remedio —le recordó Ali.

—Ya lo sé —apartándose el pelo color castaño oscuro de la frente, Shana se apoyó en la pared de la cocina y soltó el aire lentamente, con la esperanza de serenarse un poco—. Te dije que sí en aquel entonces porque tú me lo pediste, pero yo no sé nada de niños…

—Jazmine es muy buena.

—Lo sé. Pero… pero… —tartamudeó. No sabía cómo explicárselo—. El caso es que ahora mismo estoy en un punto de inflexión de mi vida y me temo que no sería la persona más adecuada del mundo para cuidar de Jazmine.

Seguro que tenía que haber algún pariente de la familia de su cuñado que se hiciera cargo de la niña. Cualquiera habría sido mejor que Shana, que acababa de empezar una nueva vida después de sufrir un desengaño amoroso de primer orden. En aquel momento su vida no podía estar más desorganizada. Caótica. Si a la mezcla se añadía una niña de nueve años afligida por la pérdida de su padre… podía suceder cualquier cosa.

—Tú tampoco puedes elegir —le recordó Ali—. Yo contaba contigo, y también Jazmine.

Shana se mordió el labio inferior, acorralada entre sus dudas y su obligación con su hermana mayor.

—Lo haré, claro, pero simplemente me preguntaba si no habría alguien más…

—No lo hay —la interrumpió Ali bruscamente.

—Entonces ya está. Me tienes a mí —declaró, esforzándose por adoptar un tono de entusiasmo… y fracasando en el intento.

Shana no había tenido mucha experiencia como tía, pero ahora iba a tener la oportunidad de aprender. Estaba a punto de convertirse en la principal tutora de su sobrina mientras su hermana estuviera en el mar, a bordo de algún barco en alguna de sus largas misiones.

Realmente no había esperado aquello para nada. Cuando en su momento Ali rellenó el formulario de «disponibilidad absoluta» y aportó el nombre de Shana, le explicó que era para que la Marina tuviera documentación suficiente que demostrara que Jazmine contaría con alguien que se encargara de ella en todo momento, llegado el caso de que la madre tuviera que embarcar. En aquel entonces a Shana le había parecido un trámite rutinario, una formalidad más que una posibilidad real. Sobre todo teniendo en cuenta que Peter todavía vivía.

Ali llevaba doce años en la Marina. Había viajado por todo el mundo con su marido, piloto también de la Marina, y su hija Jazmine. Hasta que dos años atrás Peter falleció en un accidente producido durante un entrenamiento y todo cambió de golpe.

La vida de Shana también había cambiado, aunque no de una manera tan trágica. Brad… de repente puso freno a sus pensamientos. Ni siquiera quería pensar en él. Todo había terminado. Kaput. Había dicho a sus amigas que tenía la experiencia tan superada que hasta le costaba acordarse de su nombre…

—No dispongo de mucho tiempo —le estaba diciendo Ali—. El Woodrow Wilson zarpará dentro de poco. Este fin de semana te llevaré a Jazmine, pero no creo que pueda quedarme más de una noche.

Shana reprimió una protesta. Sabía que, como buena militar, su hermana no podía discutir las órdenes recibidas. Pero… ¿ese fin de semana? Todavía tenía que desempacar sus cosas. Además, apenas había empezado a practicar con los antiguos dueños de la pizzería-heladería.

De repente se le ocurrió que quizá ella no fuera la única a la que le molestara la súbita partida de Ali…

—¿Qué tiene que decir Jazmine de todo esto?

El titubeo de su hermana le dijo todo lo que necesitaba saber.

—Oh, estupendo —murmuró por lo bajo. Recordaba bien su propia infancia y lo que su madre había llamado un «problema de actitud». Shana siempre había tenido ese problema, desde luego. Soportar el mal humor de Jazmine vendría a ser como un castigo merecido por todo lo que había hecho sufrir a su pobre madre…

—Si te soy sincera… Jazmine no está muy contenta con la perspectiva.

¿Quién podría culparla? La pequeña apenas conocía a Shana. La niña, como buena hija de militares, había vivido en Whidbey Island, en el estado de Washington; luego en Italia y, poco después del accidente mortal de su padre, en San Diego, California. De hecho, madre e hija acababan de instalarse en un alojamiento de la Marina y ahora estaban a punto de abandonarlo. A sus nueve años de edad, Jazmine había viajado constantemente, había perdido a su padre y ahora, para colmo, su madre se disponía a embarcarse por seis largos meses.

Por si todo eso no fuera suficiente, le había caído una tutora del cielo. No le extrañaba que no estuviera nada contenta.

—Nos las arreglaremos bien —dijo Shana, procurando transmitir un mensaje positivo. Pero… ¿a quién estaba engañando? A su hermana no, desde luego. Y a ella misma tampoco.

—Entonces… ¿es cierto que Brad y tú habéis roto? —le preguntó Ali de pronto, con escasa delicadeza.

—¿Brad? —repitió Shana, como si no tuviera la menor idea de lo que estaba diciendo su hermana—. Ah, Brad Moore. Sí, ya está todo olvidado. Hacía ya tiempo que había terminado. Lo que pasa es que o él se olvidó de decírmelo o yo no le presté demasiada atención.

—Lo siento.

Lo último que quería Shana era la compasión de Ali.

—No te preocupes, no importa. Mi vida es fabulosa, o al menos está a punto de serlo. Lo tengo todo bajo control —pronunció las tres frases de seguido, sin respirar. Quizá a fuerza de repetirlo constantemente… terminara creyéndoselo.

—Cuando mamá me dijo que habías decidido dejar Portland y mudarte a Seattle, lo primero que pensé fue que el traslado estaba relacionado con el trabajo. Como no me dijiste nada… —se interrumpió por un momento—. ¿Te has llevado todas tus plantas? Debes de tener un millar por lo menos.

Shana se echó a reír.

—Casi. Pero sí, me las he traído. Lo de trasladarme… ha sido una decisión espontánea.

Era un eufemismo. Un fin de semana subió a su coche y puso rumbo a Seattle con la idea de huir y reflexionar sobre su relación con Brad… hasta que se convenció de que no tenía remedio. Durante cinco años enteros habían estado hablando de matrimonio. Error: ella había estado hablando de matrimonio. Brad se había limitado a fingir el suficiente interés como para tranquilizarla. Y así había sido hasta que…

Inesperadamente, Shana había descubierto a Brad en un restaurante, comiendo con un socio. El tal socio había resultado ser una rubia curvilínea que quitaba el aliento. «Sólo era una comida de negocios», le había dicho Brad después, cuando ella le pidió explicaciones.

Sí, claro… negocios. Shana podía ser algo espesa a veces, pero no era tonta, y además había reconocido al «socio»: se trataba de una tal Sylvia, una antigua enamorada suya que le había presentado en una ocasión. Aparentemente las brasas de aquel añejo amor aún seguían vivas y avivándose, porque después de la comida, los había visto despidiéndose en el aparcamiento… con un largo y apasionado beso.

En su conversación con Brad, le había dado demasiada vergüenza reconocer que los había seguido hasta allí. No tardó mucho tiempo en descubrir adónde se dirigían: a la casa que tenía Brad en la ciudad, donde evidentemente no se dedicaron a estudiar contratos o balances.

Pese a todo, en la discusión que mantuvieron, Brad tuvo el descaro de insistir en que se trataba de una clienta: cualquier semejanza con su Sylvia era puramente casual. Y de la defensa pasó al ataque, quejándose de que Shana se estaba comportando como una arpía celosa. Afirmó sentirse indignado de que Shana hubiera cuestionado su fidelidad, cuando era ella la que pasaba más tiempo fuera de casa, trabajando como comercial para una multinacional farmacéutica. Se había mostrado tan convincente que incluso Shana llegó a preguntarse si no se habría equivocado. Sólo cuando le mencionó que los había seguido hasta su casa, mostró Brad alguna señal de culpa o arrepentimiento.

En ese momento Brad había desviado la mirada, y la expresión de ofendida indignación se vio sustituida por otra de tristeza tan conmovedora… que Shana tuvo que reprimir el impulso de consolarlo. Lo sentía tanto… No había sido más que un flirteo; nada más. Insistió en que no podía perderla; que ella era su vida, la mujer con la que estaba decidido a casarse…

Durante unos días, casi consiguió convencerla. Confusa, decidió conducir hasta Seattle el siguiente fin de semana. Después de pasar cinco años con Brad, había creído conocerlo bien… pero ya no estaba tan segura. Estaba dispuesto a hacer lo que fuera con tal de que volviera con ella, de reconciliarse, de arreglar la situación. Incluso se ofreció a pedir ayuda profesional, a hacer terapia. Todo excepto perderla.

Aquel fin de semana, Shana se sumergió en un doloroso proceso de introspección. Quería creer que aquella cita de Brad con Sylvia no había sido más que una aventura aislada. Pero su cabeza le decía que no, que llevaban juntos durante meses… o incluso más.

Estaba reflexionando sobre todo ello, sentada en el parque Lincoln de West Seattle, cuando llegó a la conclusión de que no había marcha atrás. Su confianza había quedado destrozada. Después de semejante experiencia, nunca podría reconstruir una vida en común con Brad. En realidad, su relación había terminado tres años atrás, quizá antes; no estaba segura. Lo que sí sabía era que había estado tan ensimismada en su amor por Brad… que se había tornado ciega y no había visto las señales.

—Estaba bastante mal —le confesó de repente a su hermana. «Fatal» era la palabra, pero no quería parecer melodramática—. Me senté en un parque de West Seattle, a pensar.

—¿En West Seattle? ¿Cómo fuiste a parar allí?

Shana suspiró profundamente.

—Me equivoqué de entrada cuando estaba intentando encontrar la autopista.

—Debería haberlo adivinado… —rió Ali.

—Terminé en este puente y, como no podía dar la vuelta, seguí la carretera. Que por cierto me llevó a un parque precioso, junto al muelle.

—¿La heladería está en el parque?

—Enfrente. Ya conoces mi debilidad por el helado de turrón. Es mi último recurso cuando estoy deprimida.

—¿Brad te invitó a un helado?

Shana se echó a reír, para sorpresa de su hermana. Una vez que tomó la decisión de romper con Brad, se enfadó. O más bien montó en cólera. No quería volver a verle la cara, y ya el hecho de vivir en la misma ciudad se le estaba haciendo demasiado difícil…

—Resulta que West Seattle es un pueblo pequeño y encantador. La heladería tenía un cartel anunciando que se vendía, y me decidí a entrar a hablar con los dueños. Era una pareja muy dulce, a punto de jubilarse. Estaba allí sentada, hablando con ellos, cuando se me ocurrió que sería un bonito lugar para trabajar. ¿Cómo podría alguien sentirse triste y mal rodeado de tanta pizza y de tanto helado?

—¿De modo que compraste el local? Shana, por el amor de Dios… ¿qué sabes tú de cómo llevar un negocio de ese tipo?

—No mucho —respondió—, pero he trabajado en ventas y de cara al público durante todos estos años. Estaba lista para un cambio, y de repente sentí que tenía que hacerlo. Casi como si el destino lo hubiera decidido por mí.

—¿Pero cómo has podido permitirte comprar un negocio como ése?

—Bueno, tenía bastante dinero ahorrado —en un principio lo había apartado para la boda. A fuerza de ahorrar unos cien dólares al mes y de invertirlos de manera inteligente, con el tiempo había conseguido doblar la cantidad. No se le ocurrió una mejor manera de gastarlo. Comprar aquel negocio había sido algo impulsivo e irracional, y sin embargo, a pesar de todo… tenía la sensación de haber hecho lo adecuado.

Aquel domingo, en el parque, había reconocido por fin que no habría boda ni luna de miel con Brad. Contuvo el aliento. Se negaba a pensar más sobre ello. Había entrado en una nueva fase de su vida.

—Es un local precioso. Te gustará —murmuró. Tenía un montón de ideas para arreglarlo, para hacerlo suyo. Los Olsen le habían prometido tramitar los papeles lo antes posible.

—¿Y alquilaste una casa?

—Sí, ese mismo domingo.

Desde que tomó la decisión, nada la había detenido. Y la suerte le había sido propicia; dos calles más abajo, una casa acababa de quedarse vacía. El propietario la había pintado recientemente. El bungalow con su pequeño porche y su chimenea de ladrillo le había parecido perfecto: enseguida había entregado una fianza al agente inmobiliario. Luego volvió a casa, redactó una carta dimitiendo de su trabajo… y telefoneó a Brad. La conversación fue breve, tranquila y enteramente satisfactoria.

—Todo esto no debe de haberte resultado nada fácil… —comentó Ali con tono compasivo.

—Todo lo contrario —repuso Shana, alegre—. Supongo que querrás saber lo que me dijo Brad —se moría de ganas de contárselo.

—¿Le contaste todo esto?

—Como me había ido sin avisarlo, me comentó que se había quedado muy preocupado, y que se había pasado todo el fin de semana llamándome. No estoy muy segura de que su preocupación fuera sincera, la verdad. El caso es que, cuando se tranquilizó, le dije que había salido a dar una vuelta con el coche.

—Una vuelta de tres días.

—Sí, bueno. Gruñó un poco, quejándose de que debería haberlo avisado —ahora venía lo mejor—: Yo le contesté que había hecho nuevos planes con mi vida, y que él no entraba en ellos.

Ali soltó una risita de complicidad. Como cuando se reían juntas de niñas, en el dormitorio que compartían.

—¿Y cómo se lo tomó?

—No lo sé. Colgué el teléfono y me puse a hacer cajas.

—¿No intentó llamarte?

—Durante un par de días, no. Al tercero me puso un e-mail e inmediatamente bloqueé mi correo.

Eso debió de molestarle bastante. Aunque eso a ella no le importaba. Bueno, quizá sí, un poco. De acuerdo: mucho. Por desgracia, no había podido disfrutar de su reacción. En el pasado, siempre había sido ella la encargada de poner parches a los conflictos. Ése era su problema: que no soportaba los conflictos, que se decantaba siempre por el compromiso o la capitulación. Durante el curso de su relación, Brad se había acostumbrado a que ella hiciera siempre el primer movimiento. Pues bien, eso se había acabado. Brad Moore era ya historia.

En lugar de castigarse a sí misma por haber tardado tanto tiempo en ver la luz, miraría hacia delante, empezaría de nuevo… y, por seguridad, renunciaría a los hombres. A sus veintiocho años, ya había tenido bastantes relaciones. No merecían la pena.

—A mí nunca me cayó bien Brad —le confesó Ali.

—Pues podías haberme dicho algo —replicó Shana con tono irritado. En los cinco años que había durado su relación con Brad, a su hermana no le habían faltado oportunidades para decírselo.

—¿Cuándo? Sólo nos vimos una vez y tú estabas tan encariñada con él…

—Si te hubieras quedado algo más de tiempo en un mismo lugar, quizá habríamos podido juntarnos más a menudo.

—Son cosas que pasan cuando estás en la Marina —suspiró Ali—. Tu vida deja de pertenecerte. Shana, sinceramente: ¿de verdad que estás bien?

—¿Sinceramente? —reflexionó un momento—. Me siento fenomenal, ésa es la verdad. Sí, la ruptura me dolió, pero sobre todo porque estaba furiosa conmigo misma por no haber visto antes la luz. Me siento estupendamente. Como si me hubieran librado de un conjuro, de un hechizo. Ahora tengo una actitud completamente distinta hacia los hombres.

—Puede que pienses que estés bien, pero existe la posibilidad de que no hayas superado del todo lo de Brad —repuso su hermana tras una leve vacilación.

—¿Qué quieres decir?

—Recuerda lo que me pasó a mí después de la muerte de Peter. Al principio, el shock y el dolor resultaron abrumadores. Estuve semanas como caminando entre la niebla.

—Esto es distinto —insistió Shana—. Es… menos importante.

—Lo sé —replicó Ali.

—Pero tú ahora estás mejor, ¿no?

—Sí. Un día, de repente, descubrí que podía volver a sonreír. Podía funcionar de nuevo. Tenía que hacerlo. Mi hija me necesitaba. Mis pacientes también. Pero siempre querré a Peter —le tembló la voz, aunque enseguida se recuperó.

—Yo también lo querré siempre —añadió Shana, tragando saliva—. Era un hombre muy especial —su cuñado había sido un marido y un padre perfecto. Por eso mismo la situación con Brad no era comparable.

—Apúntate los datos de mi vuelo —le pidió Ali, cambiando de tema.

Shana por poco se había olvidado de que estaba a punto de convertirse en una madre sustituta.

—Ah, sí. Espera que encuentre un bolígrafo —rebuscando en su bolso, sacó uno y localizó también una factura arrugada. Anotaría el número del vuelo al dorso.

Tenía muchas ganas de ver a su hermana. Se veían muy poco, por culpa de la profesión de Ali. Aquella inminente visita sería breve, pero no le importaba: no había vuelto a encontrarse con ella, ni con Jazmine, desde el funeral.

—Jazmine y tú os llevaréis muy bien, ya lo verás —intentó tranquilizarla Ali—. Jazmine es una niña maravillosa, pero ten cuidado.

—¿Por qué?

—Porque es hija única, y es bastante… precoz. Por ejemplo, ya sabe leer. Y la música que le gusta… Bueno, ya lo verás.

—Gracias por la advertencia.

—Seguro que no tendrás problemas.

Pero Shana tenía sus dudas.

—Si no recuerdo mal, eso mismo fue lo que me dijiste cuando te pregunté si podía bajarme de la litera de arriba volando.

—¿Qué sabía yo? Sólo tenía seis años —le recordó Ali—. Nunca me has perdonado eso, ¿verdad?

—Todavía me duele el golpe que me di.

En ese momento sentía algo parecido. Pese a lo que le había asegurado a su hermana, seguía esforzándose por recobrar el equilibrio, por reinventar su vida bajo nuevos términos. Sin Brad, sin la nómina mensual, sin el familiar barrio de Portland. Y, ahora, su sobrina estaba a punto de complicar aún más la situación.

Los próximos seis meses iban a ser muy, pero que muy interesantes…

Capítulo 2

 

 

 

 

 

ALISON Karas no podía evitar preocuparse por la perspectiva de dejar a su hija de nueve años a cargo de su hermana Shana. No era un buen momento para Jazmine, y tampoco para Shana.

Su hermana parecía segura y confiada, pero Ali tenía dudas. Pese a lo que le había dicho, la ruptura con Brad debía de haberle afectado mucho. Además, Jazmine no se había tomado muy bien la noticia, y se sentía reacia a abandonar a sus nuevas amistades para trasladarse a Seattle.

Pero Ali no tenía otra opción. Los abuelos estaban descartados. La abuela paterna todavía no se había recuperado de la muerte de Peter, y además habría sido incapaz de lidiar con las exigencias de una niña. Peter había sido su único hijo, y los padres se habían divorciado cuando él era pequeño. Ambos se habían vuelto a casar y habían tenido hijos. Ninguno de los dos había mostrado un gran interés por Jazmine.

Jazmine entró en la habitación de Ali en ese momento y se dejó caer en la cama con gesto cansino.

—¿Ya has hecho tu maleta? —le preguntó. La suya estaba abierta en el otro extremo de la cama.

—No —rezongó la niña—. Esto de la mudanza es una porquería.

—Cuidado con lo que dices, Jazmine…

Se negaba a discutir con su hija. Lo cierto era que habría preferido no embarcarse, pero por el bien de Jazmine tenía que poner buena cara. Eso era lo más difícil de su vida en la Marina. Era viuda y madre, pero también enfermera militar, y no podía eludir sus responsabilidades.

—El tío Adam no vive lejos de Seattle —le recordó. Se había guardado esa noticia para el final, esperando que de esa manera se sintiera algo más contenta con la perspectiva del traslado.

—Está en Everett —replicó con tono apático.

—Eso sólo está a treinta o cuarenta minutos de Seattle.

—¿De veras?

Era la primera chispa de interés que revelaba su hija desde que le comunicó la noticia de su embarque.

—¿Sabe que vamos para allá?

—Aún no —tan ocupada había estado que no había tenido tiempo de avisar a Adam Kennedy, el padrino de Jazmine.

—¡Entonces tenemos que decírselo!

—Lo haremos. A su debido tiempo.

—Hazlo ahora —la niña saltó de la cama, corrió al salón y volvió con el teléfono inalámbrico.

—No tengo su número —con el trasiego de los preparativos, había guardado su agenda en una caja y en aquel momento no disponía de tiempo para buscarla.

—Yo sí —hizo una nueva escapada y volvió segundos después. Sin aliento, le entregó a su madre un papel doblado.

Ali lo desdobló. Había un número escrito con letra de adulto.

—El tío Adam me lo mandó. Me dijo que podía llamarlo siempre que necesitara hablar. Que no importaba a qué hora del día o de la noche lo telefoneara, así que llámalo, mamá. Esto es importante.

Ali resistió el impulso de averiguar si su hija se habría aprovechado con anterioridad de la oferta de Adam: era lo más probable. Para Jazmine, el amigo de su padre era un ángel en carne y hueso. El capitán de corbeta Adam Kennedy había constituido su más firme apoyo desde el mortal accidente de Peter.

Un fallo informático había sido el culpable de la muerte de Peter, a bordo de un F-18. El avión se estrelló en tierra y Peter murió inmediatamente. Ya habían transcurrido dos años, dos largos años, y cada día desde entonces Peter estaba presente. Su primer pensamiento del día era siempre para él, y su imagen la última que desfilaba por su cabeza antes de dormirse.

Formaba parte de ella. Lo veía en la sonrisa de Jazmine. O en sus ojos, de su mismo color verde-castaño.

Como oficial médico de primera, Ali estaba familiarizada con la muerte. Lo que no sabía cómo enfrentar eran sus consecuencias. Seguía luchando contra el dolor y, por eso, entendía tan bien la situación de su hermana. Sí, la ruptura de Shana era diferente, de una magnitud mucho menor, pero los efectos eran semejantes. Al romper con Brad, Shana también había tenido que renunciar a un sueño; un sueño que había acariciado durante cinco años.

—¡Mamá! —gritó Jazmine, exasperada—. ¡Marca el número!

—Oh, perdona… —murmuró Ali mientras se apresuraba a marcarlo. Casi inmediatamente se activó el contestador telefónico.

—¿No está? —inquirió la niña. No se molestó en disimular su decepción. Deprimida, se tumbó de espaldas en la cama.

Ali le dejó un mensaje, pidiéndole que se pusiera en contacto con ellas.

—¿Cuándo crees que nos llamará?

—No lo sé, pero procuraré que nos veamos. Si es posible, claro.

—Por supuesto que es posible. Él quiere verme. Y a ti también.

Ali se encogió de hombros.

—Puede que todavía no haya vuelto cuando yo tenga que tomar el avión, pero tú lo verás seguro, tranquila.

Jazmine no la miró. En lugar de ello, clavó la mirada en el techo con expresión triste. Se había mudado de hogar demasiadas veces y lo había llevado medianamente bien… hasta ahora. Ali no podía culparla por su descontento.

—Te encantará vivir con tu tía Shana, ya lo verás —probó una nueva táctica—. ¿Te dije ya que se ha comprado una heladería? ¿No te parece divertido?

Jazmine no se mostró en absoluto impresionada.

—No la conozco bien.

—Será vuestra oportunidad de que os hagáis amigas.

—Yo no quiero hacerme amiga suya.

—Las dos necesitamos adaptarnos y hacer un esfuerzo, Jazz. Tú tienes tan pocas ganas de que me vaya como yo de irme.

—Lo sé —Jazmine se sentó en la cama, abrazándose las rodillas.

—Y tu tía Shana te quiere mucho.

—Ya, claro…

—La heladería está justo enfrente de un parque —Ali lo intentó de nuevo.

—Qué bien.

—Jazmine…

—Ya lo sé, ya lo sé, perdona…

—Estos meses se pasarán volando —le pasó un brazo por los hombros—. Ya lo verás.

—No, no se pasarán volando —negó la niña, categórica—. Y yo tendré que volver a cambiar de colegio. Eso es algo que odio.

Cambiar de colegio, sobre todo a una época tan avanzada del año, siempre entrañaba dificultades. Ali la besó en la frente y cerró los ojos. Tenía la inequívoca sensación de que su hija llevaba razón. Los siguientes meses no pasarían volando: se arrastrarían. Tanto para ellos como para su hermana.

 

 

Shana quería tener hijos, algún día, cuando se presentara la ocasión. Siempre había supuesto que ejercería el rol de madre como todo el mundo. Empezaría con un bebé y poco a poco se iría acostumbrando, aprendiendo en el proceso. Pero, en lugar de ello, estaba a punto de empezar un curso acelerado. Se preguntó si existirían manuales para ese tipo de situaciones.

Mientras caminaba de un lado a otro del salón, se detuvo el tiempo suficiente para echar un último vistazo al cuarto de los invitados. Había añadido algunos adornos en honor a Jazmine. Esperaba, por ejemplo, que le gustara el gran oso de peluche. A las niñas de su edad les gustaban los osos de peluche, ¿no? La colcha, rosa con un dibujo de margaritas, era nueva, así como la alfombra del mismo color. Esperaba que la niña agradeciera de algún modo sus esfuerzos.

Quería que Jazmine supiera que ella estaba dispuesta a poner todo lo posible de su parte para que aquello funcionara. Sin embargo, tenía un mal presentimiento.

No se equivocaba en absoluto. Cuando llegó Ali, de inmediato resultó obvio que Jazmine no quería tener nada que ver con su tía. Nada más llegar, la niña se sentó en el sofá con una expresión huraña que disuadía toda posible conversación. La melena le caía sobre la cara, ocultándosela casi por completo. Cuando no fulminaba a Shana con la mirada, la clavaba tozudamente en la moqueta.

—No sabes cuánto me alegro de verte —le dijo Ali a Shana antes de volverse hacia su hija, como esperando que secundara su comentario. La niña no abrió la boca.

Shana se dirigió a la cocina, confiando en poder mantener allí una conversación privada con su hermana. En realidad no siempre habían estado unidas. Durante el instituto, habían competido incesantemente. Ali había sido mejor estudiante, mientras que Shana había destacado en deportes. De su padre, médico de familia, ambas habían heredado el amor por la ciencia y la medicina. Había muerto de repente, de un ataque al corazón, cuando Shana sólo contaba veinte años.

En cuestión de meses, sus vidas habían experimentado un giro de ciento ochenta grados. Su madre se derrumbó; por aquel entonces, Ali ya había entrado en la Marina. Afortunadamente Shana se quedó al lado de su madre para cuidarla y encargarse de los trámites del seguro, el fondo de jubilación y otros papeleos. Tuvo además que ocuparse de las tareas de la casa y continuar sus estudios universitarios.