Un océano, dos mares, tres continentes - Wilfried N'Sondé - E-Book

Un océano, dos mares, tres continentes E-Book

Wilfried N'Sondé

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Beschreibung

A comienzos del siglo XVII, el Rey Bakongo designa al primer emba jador africano en el Vaticano, Nsaku Ne Vunda, con misión secreta. Su trayecto a Roma no será sencillo; de entrada, el barco que lo llevará tiene que pasar antes por el Nuevo Mundo cargando esclavos; hecho que inaugura el periplo fuera de serie de Nsaku Ne Vunda, un personaje fundamental pero olvidado por la Historia, que tuvo una odisea interminable por un océano, dos mares y tres continentes. La novela está narrada por el busto de mármol que de él existe en Roma. No por nada este libro es ya esencial para las escuelas francesas, obtuvo diversos premios y se adaptó al teatro. Después de publicarse en Angola, se erigió una estatua en honor a Nsaku Ne Vunda, y una calle obtuvo su nombre en la ciudad de Mbanza Kongo. No es para menos.

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UN OCÉANO,DOS MARES,TRES CONTINENTES

COLECCIÓN ÁFRICA

UN OCÉANO, DOS MARES, TRES CONTINENTES

Título original:

UN OCÉAN, DEUX MERS, TROIS CONTINENTS

Publicado en francés por © Actes Sud, 2018

Este libro fue publicado en el marco del Programa de Apoyo a la Publicación de la Embajada de Francia en México/IFAL y del Institut Français

Primera edición en México, 2022

D.R. © 2018, Wilfried N’Sondé

D.R. © 2022 Lucrecia Orensanz, por la traducción

Director de la colección: Emiliano Becerril Silva

Cuidado editorial: Emiliano Becerril Silva y Karla Esparza

Diseño de portada: Ana Bellido

Formación: Lucero Vázquez

D.R. © 2022, Elefanta del Sur, S.A. de C.V.

[email protected]

www.elefantaeditorial.com

@ElefantaEditor

elefanta_editorial

ISBN LIBRO IMPRESO: 978-607-8749-43-0

ISBN EBOOK: 978-607-8749-45-4

Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de los editores.

UN OCÉANO,DOS MARES,TRES CONTINENTES

WILFRIED N'SONDÉ

TRADUCCIÓN: LUCRECIA ORENSANZ

A mis hijos...

¿Me oyes, Dios?Dios calló. Dios cayó.¿Quién me vendió?

ÍNDICE

NADA SOBRE EL AMOR

AGRADECIMIENTOS

OTRA RUTA TRASATLÁNTICA, O NOTA DE LA TRADUCTORA

UN OCÉANO, DOS MARES, TRES CONTINENTES

NADA SOBRE EL AMOR

VINEALMUNDO EL AÑO DE GRACIA DE 1583 BAJO EL nombre de Nsaku Ne Vunda, y me bautizaron como Dom Antonio Manuel el día en que el obispo de la Iglesia Católica del Reino del Kongo me ordenó sacerdote. Ahora apodan Nigrita al busto de mármol erigido en mi honor en Roma en enero de 1608 por órdenes del papa Paulo V.

Morí hace más de cuatrocientos años. Mis palabras se han perdido en el silencio de la muerte. Y a los curiosos que se detienen un instante delante de mi efigie, quisiera decirles cuánto lamento haber quedado, al paso de los siglos, reducido al color que antaño teñía mi piel. Quisiera contarles mi historia, hablarles de mis creencias y las leyendas de mi pueblo, evocar la locura de los hombres, su grandeza y su bajeza. Si tan sólo pudieran escucharme los turistas, sabrían que bajo la piedra, que por algunos segundos contemplan, sobrevive una memoria olvidada: la de los esclavos, los oprimidos, los ajusticiados con los que me crucé en el curso de un viaje largo y peligroso por un océano, dos mares y tres continentes. Pasé mil pruebas, y al cabo me volví una voz portadora de amor y esperanza; ahora encarno el recuerdo de una multitud de mujeres, hombres y niños que nunca renunciarán al sueño de libertad sembrado en lo más profundo de sus corazones.

Si los paseantes pudieran escucharme desatar los nudos de mi pasado, entenderían que aún existo en otro lugar. Surco los aires por encima de los valles eternos, allá donde velan, mecidos en el soplo del Espíritu Santo, los ancestros difuntos, donde cualquier sentimiento violento se transforma en dulzura, donde el sufrimiento se vuelve compasión, allá donde el relieve de las contingencias humanas se erosiona y engendra justicia, sabiduría y perdón.

Aunque ande errante por los siglos de los siglos, lejos de mi país natal, que quedó allá bajo el ecuador, siempre seguiré siendo hijo del Kongo. No de su tierra, sino del espíritu de las nueve mujeres que hace muchísimo tiempo dieron a luz a mi pueblo.

La leyenda que me fue contada en la infancia narra que estas nueve mujeres vivieron en algún lugar cerca de la desembocadura del río Níger, poco después de que los hombres lograran dominar la ciencia de la metalurgia, que les permitió concebir instrumentos más potentes para trabajar los campos, herramientas eficientes que abundaron en las cosechas y contribuyeron a un rápido crecimiento de las poblaciones. Los agricultores atribuyeron un aura mística a quienes poseían las técnicas para transformar el mineral oculto en las rocas; primero en materia incandescente y luego en objetos de todo tipo. Los herreros se agruparon en una casta hermética, reservaron celosamente sus conocimientos y cobraron caro sus servicios. Alcanzaron así un estatus particular y ciertas ventajas que pronto convirtieron en privilegios. Un puñado de individuos impuso un tributo a quienes dependían de su conocimiento y nombraron a un rey, amo absoluto de los bienes y las vidas de sus vasallos. El soberano reinaba exclusivamente a los campesinos, ejerciendo su poder de manera temible. Con tal de afirmar y perpetuar su control, se abocó no sólo a instruirse en las ciencias ocultas para atemorizar a las almas sencillas, sino también a ampliar sus actividades ordenando la fabricación de espadas, flechas, lanzas y armaduras. Pertrechó a un ejército feroz, encargado de reprimir a sangre y fuego cualquier desafío al orden que acababa de establecer.

Siendo aún adolescentes, mis abuelas fueron desposadas con un príncipe de aquella época, el primogénito de la hermana mayor del rey y heredero a la corona conforme a la costumbre de antaño. Según se decía, él tenía un alma noble y generosa, que se entristecía con la desgracia de los agricultores, aplastados por la violencia del fierro y cegados por la magia negra. Determinado a poner fin a las represiones brutales que golpeaban al país, se opuso firmemente a su tío. Y comenzó un conflicto que más tarde definiría el destino de quienes engendrarían a los fundadores de los primeros pueblos, cuya prosperidad aumentaría hasta dar nacimiento al Reino del Kongo. Al día siguiente del último enfrentamiento, después de que el rey hubiera maldecido hasta al último de sus descendientes, el joven príncipe valeroso fue hallado muerto, víctima de un terrible maleficio. Había perecido de pie, con el rostro congelado en un rictus de terror y los ojos abiertos de par en par.

Persiste un rumor, que circula de boca en boca desde hace cientos de años, de que las viudas del difunto fueron inmediatamente degradadas al rango de prófugas. Como las habían criado para ser esposas sumisas a su marido, se resignaron y se encerraron en su palacio, temblando ante la idea de ser fulminadas a su vez. Sólo las alegraba la perspectiva de volver a reunirse, en el más allá, con aquel a quien habían jurado acompañar hasta después de la muerte. Sin embargo, cuando el monarca les negó categóricamente el derecho a acariciar el rostro de su esposo, a lavarlo y vestirlo para su último homenaje de este lado del mundo, a llorar sus despojos y ofrecerle una sepultura digna de su rango, en estas jóvenes personas en la flor de la vida comenzó a resonar una sorda cólera. Cuando les negaron cualquier esperanza de una felicidad póstuma, sus ojos se tiñeron del rojo y negro de la revuelta. Decidieron resistirse, tomar su futuro en sus manos; sólo hacía falta una chispa para encender el fuego de la determinación. Fue un llamado procedente del mundo invisible lo que aceleró su partida.

Esto ocurrió en temporada de secas, cuando se suceden, una tras otra, noches de cielos claros, despejados y salpicados de estrellas. Pero aquella tarde, un viento desconocido proveniente del norte arrastró nubes tan densas que taparon hasta la luna y provocaron una noche más oscura que un día de luto. Convencidas por este mal presagio de que su destino estaba sellado, tomaron a sus hijos en brazos, se acurrucaron unas con otras alrededor del fuego y juntas le dedicaron un último pensamiento a su esposo perdido. Los ancianos cuentan que en ese momento apareció en el firmamento un cuerpo celeste que se puso a centellear y captó la atención de las desdichadas. Era un disco inmaculado que se estiró y emprendió un recorrido, les estaba indicando una dirección. Esta luz viviente que rasgaba las tinieblas fue para todas ellas una señal de su príncipe que había vuelto del santuario de los muertos. Se pusieron de acuerdo y rechazaron unánimemente su reclusión. Escaparían del yugo del tirano y de su hechicería. Esas chicas, que apenas habían abandonado la infancia, se dispusieron a huir hacia parajes desconocidos bajo la protección del retornado.

Nuestras madres originales, escoltadas por los fieles seguidores de su esposo desaparecido, se confiaron sin dudar al astro, que las guio hacia el sur, a través de los laberintos tenebrosos de la selva virgen. Protegiendo a su progenie con sumo cuidado, siguieron el curso de los ríos en piragua o a pie, y luego se abrieron paso a través de territorios inhóspitos y cenagosos. Gracias a su Fe en la magia que había bajado de los cielos, nada las abatió, pudieron soportar dolores y privaciones, sortearon los peligros y nunca flaquearon. No perdieron la esperanza en ningún instante de ese periplo agobiante a través de un mundo salvaje que ningún ser humano había osado desafiar hasta entonces.

Cuando se esfumó la señal venida de las alturas, las jóvenes extenuadas se maravillaron al descubrir que se encontraban en unas riberas fértiles. Con gran alivio, supieron que habían llegado por fin a su destino. Concluido el éxodo, se asentaron en esa franja de tierra olvidada por los hombres, entre las ciénagas y la ribera de un río, y comenzaron a cultivarla. A esta región, mis abuelas la llamaron Kongo, que en su lengua significa lugar donde no hay que rendirse, para no olvidar nunca la audacia y bravura que debieron mostrar para llegar hasta ahí, para no olvidar que prefirieron sumergirse en lo desconocido antes que aceptar la fatalidad. Una vez asentadas en la llanura e imbuidas por el deseo de perpetuar sus costumbres, las nueve matriarcas se unieron a los varones que las acompañaban y engendraron una numerosa descendencia.

Poco importa si esta leyenda transmitida de generación en generación narra hechos ocurridos realmente o no. Aún hoy, reconforta mi alma en su deambular por los limbos del tiempo. Les profeso a estas princesas una veneración sin límite, a ellas que después de la muerte se reunieron con el espíritu de su bienamado y les heredaron a los bakongos su espiritualidad de amor y esperanza, el culto a los ancestros y la adoración de los cuerpos celestes, sin jamás erigir para unos ni otros templos a escala humana. Soy heredero de estas creencias antiguas y rindo continuo homenaje a las madres fundadoras de mi pueblo. Me acojo a la fuente de su sabiduría, me inclino ante la grandeza de sus actos. Amo a estas mujeres que nos insuflaron un espíritu disidente, impermeable a las injusticias, y que convirtieron en prioridad absoluta criar a sus hijos en un ánimo de humildad y solidaridad. Las nueve se mantuvieron unidas hasta su último aliento y moldearon a toda su filiación con generosidad, candor y buena fe, valores que entonces se consideraban cualidades naturales. A mí todavía me tocó ver la luz en un mundo ideal y acogedor, fruto del triunfo de las fuerzas benévolas de la noche sobre la arbitrariedad y la maldición, un universo de contornos límpidos, impregnado del recuerdo de aquellas gloriosas heroínas.

Pasó el tiempo. Las hijas e hijos de las madres fundadoras se organizaron en clanes descendientes, prosperaron y se volvieron activos comerciantes. Sin dudarlo, se aventuraron hacia el otro lado del río, se instalaron a orillas del océano Atlántico y ocuparon las llanuras tierra adentro. Como su número aumentaba, en el siglo XIII los bakongos creyeron oportuno formar un reino y eligieron un rey, no tanto para dirigirlos como para dotarse de una instancia de consejo que asumiera la función de dirimir conflictos. Le confiaron este cargo al más justo, modesto y reservado de todos ellos. Delimitado al norte por el río, al oeste por el océano y más vagamente al sur y al este, nuestro reino se fundó para garantizarle a cada uno la libertad de instalarse a su antojo en toda su extensión. Para los recién venidos, bastaba entonces con reconocer, mediante obsequios simbólicos, la autoridad espiritual de quienes tenían derecho porque su ascendencia se remontaba a los orígenes. La necesidad creciente de brazos para trabajar el campo dio lugar a que el regalo más apreciado fuera una persona colocada por el resto de su vida al servicio de una familia.

Poco a poco fueron surgiendo lazos de alianza y dependencia entre unos y otros, a partir de las diferencias inherentes al nacimiento de cada uno. Aunque las mujeres y hombres ofrecidos de esta manera a las familias originarias seguían siendo plenamente seres humanos, su estatus en la sociedad se mantenía inferior. Así nació la esclavitud en el Reino del Kongo.

Una mañana de julio de 1509, el rey del Kongo concluyó lafirma del primer contrato que lo comprometía a vender un millar de sus esclavos a su homólogo portugués. Desde 1480, fecha en que los primeros navegantes procedentes de Oporto desembarcaron en la bahía donde más tarde se erigiría el puerto de Luanda, los lusitanos habían sostenido intercambios comerciales con Mvemba Nzinga, bautizado Alfonso I, séptimo rey del Kongo y segundo en convertirse al catolicismo.

Ahora bien, en 1500, la flota de Pedro Álvares Cabral, que había partido de Portugal en busca de una nueva ruta hacia las Indias, fue desviada muy hacia el oeste por las corrientes y los vientos, y acabó descubriendo la costa brasileña. El explorador Américo Vespucio se trasladó para allá dos años después y le compartió su intuición a Manuel I, rey de Portugal: no se trataba de una ínsula aislada, sino que esas riberas de naturaleza exuberante escondían todo un continente. En la mente de los consejeros del soberano germinó la idea de llevar trabajadores habituados al clima tropical húmedo para explotar las fértiles tierras del NuevoMundo. Apoyándose en sus excelentes relaciones con los bakongos, el monarca portugués convocó a Dom Diogo Soares, uno de sus mejores agentes, y le encomendó hacerse rápidamente a la mar para emprender negociaciones con las autoridades del Reino del Kongo.

Cuando le anunciaron que una personalidad de alto rango procedente de Lisboa pedía audiencia con Su Majestad, Alfonso I decidió partir a su encuentro. Estaba impaciente por descubrir los tejidos suntuosos, las vajillas de porcelana, los instrumentos de metal y todos los demás productos fabricados en Europa que pensó llenaban la cala del navío que acababa de atracar. Le urgía apropiarse de todas esas riquezas que, por su rareza y singularidad, constituían elementos de distinción y despertaban su apetito y el de los nobles de su reino. Se puso sus mejores galas, reunió a su séquito y dejó la capital, Mbanza Kongo, para emprender el viaje hacia el océano.

Fue recibido con todos los honores propios de su rango sobre un galeón flamante de nuevo anclado frente a la costa. Su anfitrión lo convidó a una cena a la luz de las velas, preparada por un cocinero de la corte de Lisboa enviado especialmente para la ocasión. Después de beber vino de Oporto, degustaron una entrada de aceitunas verdes y negras sobre una cama de filetes de anchoa y luego un platillo de almejas con carne de cerdo asada que maridaba perfectamente con el sabor afrutado del vinho verde. Ya profundamente impresionado por la exquisitez de las viandas, el rey pudo deleitarse con la variedad de frutas traídas de los huertos de la región de Algarve, en el sur de Portugal, que se sirvieron como postre. Para propiciar la digestión y hacerlo sentir aún más a gusto, se le ofrecieron las atenciones de una prostituta traída desde los bajos fondos de la capital portuguesa.

A la mañana siguiente, aquel día de julio de 1509, Alfonso I amaneció en la mejor disposición de hacer negocios. No titubeó mucho y, en cuanto le quedó claro que, a cambio del millar de cautivos que debía entregar, sus socios le enviarían una treintena de obreros especializados en trabajar cuero y madera, además de pistolas, fusiles y, lo más importante, diez piezas de artillería, firmó el contrato. En la transacción vio también la oportunidad de deshacerse no sólo de una gran cantidad de prisioneros de guerra que amenazaban con rebelarse, sino también de sus más feroces enemigos políticos, con todo y sus familias. Además, su reino contaba con bastantes criminales y buenos para nada que podría exiliar en tierras lejanas. Rechazó la oferta de quedarse con la mujer que había compartido su lecho, no sólo porque no había sido enteramente de su agrado, sino también porque vislumbraba problemas de convivencia entre una extranjera y sus numerosas esposas. Se inclinó más bien por los tejidos de lujo y la cincuentena de botellas de vino y licor que el agente portugués le dejó como muestra de su amistad.

En el camino de regreso a su capital, Alfonso I decidió que, a partir de ese momento, se entregaría en cuerpo y alma al culto de Jesucristo. Esperaba de ese modo sondear los secretos de la magia por la que una virgen pudo concebir a un hijo que caminaba sobre las aguas, convertía el agua en vino y devolvía la vista a los ciegos, y cuyos adeptos poseían el don de fabricar armas de fuego que los volvían invencibles en el campo de batalla.

Por su parte, Dom Diogo Soares ordenó la construcción de un fuerte para la contención de esclavos en el puerto, cerca de la playa. Ya en posesión del precioso documento firmado, zarpó triunfalmente de vuelta a Lisboa. Estaba seguro de que, con este logro, su rey lo recompensaría confiándole la organización del comercio de seres humanos entre Portugal, Reino del Kongo y Brasil. Supervisaría personalmente la adecuación de los navíos, el reclutamiento de la tripulación y la recepción de los esclavos en el Nuevo Mundo. Calculó que se necesitaría poco menos de una decena de viajes para trasladar la totalidad de la mercancía al otro lado del Atlántico. El opulentísimo Manuel I le entregaría una prima sustanciosa por cada trayecto. Su fortuna estaba asegurada. Para celebrar semejante éxito, el agente se embriagó y le ordenó a la prostituta que subiera a su camarote.

En el principio hubo una mujer desnuda, acostada sobre una estera, con las uñas clavadas en la madera seca de su lecho de ramas, las piernas abiertas, una hoguera entre los muslos y el rostro torcido, desfigurado. Con los dientes apretados y los cachetes inflados por los sollozos que no lograba contener, su aliento entrecortado pulsaba al ritmo del corazón de su esposo, que escurría de sudor encima de ella. Pero sus gemidos guturales y la aceleración de sus respiraciones no ocultaban el silbido del viento. Esa noche, la furia del cielo amenazaba con estallar, la carrera enloquecida de las nubes anunciaba la terrible tormenta que se avecinaba. El hombre se colapsó sobre el pecho de su mujer, que se hinchaba en espasmos. Ella sufría, y él, impotente, apretó los puños y estalló en llanto, maldiciendo al destino.

Del vientre prominente de su esposa sólo escurrían sangre y materias viscosas, el bebé no se asomaba. Él dudó. No sabía si salir antes de la tormenta en busca de ayuda, y dejarla luchando sola, o quedarse a su lado y prodigarle todas las atenciones y afecto de que era capaz, a riesgo de verla vaciarse, perdiendo su vida y la de la criatura. Por fin, después de darle un beso sobre los labios salados por sus lágrimas entremezcladas, se internó en el claroscuro del día para encontrar auxilio. Parvadas de pájaros levantaron de pronto el vuelo. El instinto de la fauna alerta provocó un movimiento de pánico. De la sabana y de cada rincón de la selva huyeron de pronto los animales. Había que evitar la tormenta. La lluvia golpeaba ya el suelo en frecuencias cada vez más cerradas cuando aparecieron pequeñas chispas anaranjadas en medio de los cúmulos y un aguacero diluviano se abatió sobre el mundo. El restallido de los truenos resonó estrepitosamente en toda la tierra y ahogó el grito primigenio del hijo que había logrado por fin salir de la matriz.

Mi madre murió en el parto una mañana apacible, muy soleada, mecida por un aire vivo y fresco, al término de la misma noche de tormento que se llevó a mi padre, fulminado por un rayo al pie de un árbol. Sus despojos calcinados fueron descubiertos junto a los restos de tronco por pescadores que habían salido en busca de peces y crustáceos atrapados entre los matorrales al pie de la colina, una vez que acabó el desastre y se retiraron las aguas. Los cielos surcados de rayos habían descargado su cólera desde el crepúsculo hasta el amanecer. El río se había salido de su cauce y había devastado los campos y las viviendas que cubrían las laderas.

Nací en el pueblo de Boko, una tierra de magia y misterios donde los muertos se presentaban a menudo entre los vivos, en una promiscuidad mística que desafiaba las leyes de la razón. Los sobrevivientes de la catástrofe afirmaban que sobreviví gracias a la intervención de un ancestro protector que despertó de su sueño eterno para salvarme. Fui un niño precoz y aplicado, de carácter amable, con los sentidos siempre atentos al sufrimiento de los demás. Mis padres adoptivos vieron en mí un médium entre los mundos terrestre e invisible. Me consideraban habitado por una inspiración venida del más allá, que ninguna palabra humana me hubiera podido infundir. Veían mi vida guiada por un impulso pleno de vigor, una proyección imperiosa hacia un destino particular. Fui criado en la mesura, siempre recatado y silencioso en presencia de mis mayores, nunca irrespetuoso, actuando conforme a la norma, nunca a los gritos. Aprendí a reprimir cualquier movimiento intempestivo, cualquier pasión o arranque de cólera. Crecí en armonía con mi entorno y fui el orgullo de todos en mi tierra natal. Cuando llegué a la pubertad, mis padres, deseosos de verme aprender a leer y escribir, me llevaron a la escuela de los misioneros en Mbanza Kongo, la capital del reino. Los sacerdotes bakongos y portugueses, asombrados por mi calma y perspicacia durante los procesos de admisión, me aceptaron como estudiante. Fue inmenso mi orgullo al ser aceptado en esa prestigiosa institución, construida un poco menos de un siglo atrás por voluntad de nuestro difunto y bienamado Alfonso I.

La adhesión de nuestro rey al catolicismo había facilitado los esfuerzos de los monjes que desde finales del siglo XV llegaron a nuestras tierras, donde propagaron la palabra de Cristo y ganaron cada vez más adeptos. Estos hombres de sotana negra venidos de Europa seducían a los bakongos al evocar la existencia de un ser todopoderoso que los amaba tanto que había creado una religión dulce como el cielo para que fueran felices. El amor hacia los hombres debía ser el primero de sus actos, y la Creación, la mayor de sus riquezas. Profesaban que la gracia de Dios actuaba en los corazones para embellecer todo lo áspero y nefasto que la naturaleza había sembrado ahí. Estos valores eran los que de por sí sostenía el pueblo bakongo. Las conversiones no plantearon ningún dilema moral, a nadie se le pidió que abjurara sus creencias ancestrales. La intersección de dos formas, simbolizada por la cruz, remitía a la coexistencia en sus mentes de los mundos visible e invisible. La idea de vida eterna después de la muerte, en compañía de los antepasados, también les resultaba conocida, así como la de pedir favores al Cielo, siempre que no fueran fortuna o una abundancia onerosa, sino el consuelo de las almas. Como mi pueblo de por sí acostumbraba postrarse frente a los altares que tenían en sus casas para pedirles a los difuntos por la salud de los padres, la unión de los hermanos, la ternura de las esposas y la obediencia de los hijos, muchos pasaron de buena gana a hacerlo en la paz de las iglesias. Para los bakongos nunca existió incompatibilidad entre su espiritualidad ancestral y su Fe católica. Además, el objetivo de la presencia de los religiosos enviados por la Santa Sede consistía en conseguir el mayor número de conversiones posible, pero no venía nadie del Vaticano para controlar la autenticidad de las conversiones. En el fondo, la mayoría de los locales rechazaba la nueva religión, con todo y que inclinaban la cabeza. Ante la palabra de un hombre sacrificado y luego resucitado para darle sentido a la muerte, preferían los arcanos de la magia.

Por mi parte, desde las primeras lecturas de la Biblia sentí el llamado de Cristo incluso en la carne. Fue como una brisa interior, a la vez apacible, vivificante y dinámica, que le dio una coloración extraordinaria a mi existencia. La Fe le dio sentido, fuerza e incluso mayor confianza a cada uno de mis pensamientos y a cada uno de mis gestos. A mis profesores les entusiasmó mi progreso, la velocidad impresionante con que lograba descifrar y luego interpretar los textos. Me pedían que siguiera el ejemplo de Alfonso I, verdadero ícono de nuestra joven iglesia, un rey consagrado al estudio, que permanecía largas horas sumido en profunda meditación. En su tiempo, Alfonso I se quedaba estudiando hasta altas horas de la noche, ayunaba con regularidad y purificaba constantemente su cuerpo y alma. Incluso en vida, había despertado el asombro de todos, y se afirmaba que el mismísimo Espíritu Santo se expresaba por su boca. Así que yo redoblaba mis esfuerzos, tenaz. Quería ser como ese soberano, considerado la emanación de un ángel, como un mensajero del señor de los cielos. Aquel a quien los portugueses respetaban tanto que lo habían nombrado apóstol del Kongo. Incluso el rey de Portugal lo veía como su hermano amado y lo presentaba como un gran señor de la fe, el saber y la justicia. Así que yo me aplicaba aún más.

Mi memoria se ilumina y me lleno de alegría cuando vuelvo a pensar en los años de estudio junto a mis compañeros seminaristas en el colosal edificio de piedra y madera construido por arquitectos portugueses y obreros bakongos. Ahí desarrollé un gusto particular por la literatura, la filosofía y las lenguas europeas, pero lo que más me inflamaba la mente y el espíritu eran las horas dedicadas a empaparme de las Sagradas Escrituras. Me fascinaba la poesía del Evangelio, por mi interior corrían la Revelación y todo el alcance de la gracia de nuestro Señor. Me embriagaba con las palabras del Todopoderoso y derramaba lágrimas de compasión y ternura al recordar el calvario soportado por el hijo de nuestro Padre común. Le concedía a Cristo un sitio privilegiado junto a mis nueve abuelas ancestrales.

Mi voluntad de entrar en la orden del sacerdocio no despertó ninguna extrañeza entre mis superiores, habían visto que mi ser, irrigado por la fe, ardía en deseos de dedicarse al respeto del prójimo y al perdón, de servir a todo lo que procediera de Dios. Deseaba transmitir su palabra, bautizar, oficiar misa, sanar a los enfermos, consolar a los pobres y a los más desdichados. Me resultó fácil aceptar el sacrificio del celibato, con todo y que era contrario a los valores fundamentales de los bakongos. Así, en cuanto quedó confirmada mi vocación, fui ordenado sacerdote. El honor que me concedió nuestro obispo me sigue conmoviendo aún hoy, pues la misión principal de nuestra escuela siempre fue formar catequistas. Durante mucho tiempo fui uno de los pocos alumnos en haber alcanzado una consagración tan elevada. Después de casi cien años de existencia de la Iglesia Católica del Kongo, los pocos bakongos que celebraban misa, en general hijos de la nobleza, habían estudiado todos en el seminario de Lisboa. Habían recibido sus sacramentos en la capital portuguesa, para luego instalarse en Mbanza Kongo o en el puerto de Luanda, las ciudades más grandes del reino. Por mi parte, siguiendo el ejemplo de Jesús, que se mantuvo siempre pobre entre los pobres, insistí ante mis superiores en oficiar en la parroquia de Boko, mi pequeño pueblo natal en los confines del reino, enclavado entre los pantanos, el río y los arroyos.

Mi regreso transcurrió con gran alborozo, fue un momento de emoción profunda. Los vecinos de mi pueblo se regocijaron al verme bendecido por el Dios de los cristianos además de gozar, según sus creencias, del reconocimiento de los bondadosos amos de la noche. Y yo me esforcé por mantenerme prudente y mesurado, cual corresponde a todo hombre de la Iglesia, aunque decidido a obedecer a esa energía desbordada de los años mozos, que no conoce ni el cansancio ni frontera alguna que pueda siquiera frenar su curso. Viví mi Fe sin límites y amé a Dios con todo mi corazón, con toda mi alma, con todo mi espíritu. Con la mayor de las abnegaciones, sin escatimar esfuerzos, recorrí la provincia de arriba a abajo con el fin de convencer a mujeres y hombres de unirse a la comunidad de los cristianos. Al principio, mis palabras se encontraban con enormes obstáculos para reconfortar a los más humildes, apegados como estaban a sus creencias, pero en ningún momento flaqueé. Por fin mis empeños fueron rindiendo fruto. Me mantuve recto y modesto, presté oídos sordos a mi creciente prestigio. Mi nombre se susurraba en chozas y senderos, en los campos y hasta los caminos que llevaban al otro lado el río. Poco a poco, el rumor llegó hasta la capital, algunos le atribuían milagros a Dom Antonio Manuel, enviado del Señor. Las malas lenguas les aconsejaban a los nobles de la región desconfiar de mi creciente reputación, so pretexto de que mis supuestos dones tenían la fuerza suficiente para desafiar a los hechiceros más poderosos.

La verdad es que yo no buscaba ninguna recompensa, sino que me limitaba a consolar y escuchar atentamente a una población confundida, aterrorizada. Nuestro pequeño pueblo estaba dejado de la mano del rey y de sus cortesanos, que sólo se ocupaban de satisfacer sus intereses inmediatos, de enriquecerse lo más rápido posible capturando, comprando y revendiendo hombres, mujeres y niños al mejor postor. Al principio, el creciente peligro orilló a los pobladores a apegarse con mayor fuerza a sus antiguas costumbres, seguros de que no podían existir otras. Pero nuestros campos vivían tiempos siniestros. La cacería de hombres y las razias se habían vuelto cosa de todos los días y provocaban constantes perturbaciones, desgracias y devastación. Se multiplicaban las historias de secuestros perpetrados en los pueblos vecinos. El sometimiento ya no amenazaba sólo a viciosos, ladrones, incestuosos o asesinos. Los dignatarios de nuestra región ya no escuchaban los mandatos de los espíritus, y vendían hasta a los miembros de su propia parentela. Era palpable el miedo entre mis compatriotas, y la angustia de ver que todas las reglas de vida que hasta entonces habían ordenado su existencia eran ultrajadas en el altar del rédito los llevó a seguir mis pasos. Ahí encontraron un remanso de paz y un oído atento a sus aflicciones.

Los rumores eran cada vez más insistentes, el eco de las nuevas prácticas en el resto del reino llegaba hasta Boko. Se decía que ya no se reconocía el aspecto simbólico de la ofrenda de personas que había prevalecido antaño entre los bakongos. En la capital, en Luanda y en otras ciudades ya sólo importaba el dinero. Según nuestras costumbres, ofrecer a una persona tenía la finalidad de mejorar las relaciones de convivencia al sellar una alianza entre dos familias. Pero al volverse objeto de transacciones comerciales, los seres humanos pasaban a ser considerados mercancía a merced de negociantes que se entregaban a una competencia feroz, sin ética, dispuestos a cualquier cosa con tal de enriquecerse.

Al atardecer, reunidos alrededor de Mbongui, el fuego sagrado, los ancianos asumían un aire sombrío al evocar los peligros que pesaban sobre el pueblo. Fruncían el ceño al erguir sus cuerpos delgados con ayuda de su báculo de ébano, se aclaraban la garganta, vertían vino de palma sobre la tierra antes de consultar a los ancestros, recordar sus hazañas e invocar toda su sabiduría. Ya no se trataba de sentimientos puros, gestos nobles, generosidad y ayuda mutua. Todos los reunidos condenaban de una sola voz los raptos organizados por los comerciantes locales bajo la mala influencia y con la complicidad de sus aliados portugueses. Sin embargo, ninguno de los notables de Boko se preocupó nunca por la suerte de los criados que se afanaban entre nosotros, en silencio o hablando en voz baja para no molestar a nadie.

También yo me había convencido hacía mucho tiempo de que los extranjeros eran los principales responsables de las catástrofes y las pruebas terribles que estaban padeciendo los bakongos. Sólo mucho después me di cuenta de que nuestras hipocresías, el desprecio al prójimo, la ceguera y, sobre todo, la incapacidad para cuestionarnos fueron la causa de nuestra caída. Exploro el pasado, ese laberinto de ángulos, curvas, callejones sin salida y escondites secretos, lo recorro sin parar de punta a punta. Mi corazón siente una particular ternura por los esclavos disimulados entre las sombras de la historia del Reino del Kongo. Además de las personas ofrecidas a los distintos clanes, los bakongos sometían a sus enemigos, pero también a todos los que consideraban desviados, a todos los hombres y mujeres que, por una razón o por otra, consideraban de rango inferior. Y aunque no construyeran navíos con bodegas para contenerlos ni fabricaran cadenas y látigos para someter sus cuerpos, los rebajaban en su condición de seres humanos. Los trataban, de hecho, como vasallos sujetos a sus caprichos.

Desde mi seno de mármol en el centro de la Ciudad Eterna, he acogido el suplicio de los olvidados que se esforzaron por existir lo más discretamente posible entre los hombres libres. Su calvario empaña el recuerdo idílico de mi país. Mi voz querría cubrir las mentiras y gritar que caímos en una verdadera trampa del diablo, seducidos como fueron muchos de nosotros por la más mínima pacotilla llegada de afuera. Nuestra sociedad se transformó en un peligroso sistema de depredación generalizada, el afecto hacia los otros se extinguió en favor de la rudeza en nuestros gestos y palabras. Todo un pueblo, desde sus miembros más sencillos hasta los nobles y hasta sus reyes, sometido por la fascinación que ejercían los europeos y dispuesto a todo por imitarlos y por acaparar los productos que llevaban, dispuesto incluso a renunciar a Dios y a los principios morales de nuestras tradiciones. Nuestro pueblo se debilitaba justo donde estaba convencido de ser más fuerte, oponía cada vez menos resistencia a los tratantes mezquinos venidos del océano, cuyo desdén y cinismo hacia nosotros eran cada vez mayores. El dinero y las novedades que sus barcos importaban a nuestras costas atizaban nuestras ilusiones, nos lisonjeaban y nos hacían fantasear con un mundo de maravillas. Muchos soñaban y se dirigían sin pensar hacia un espejismo inalcanzable ante el cual acabaron por convencerse de que sus propias maneras de actuar y de pensar no valían gran cosa. Se alejaban de las consideraciones espirituales que los ancianos habían colocado en el centro de nuestras preocupaciones, y así le daban rienda suelta a la desunión. Se multiplicaban las querellas por bienes materiales o por oscuros diferendos sobre herencias. Sin prisa, pero sin pausa, el contacto con los portugueses había despertado las excentricidades que dormitaban en nuestros corazones.

Afortunadamente, nuestra pequeña provincia se había salvado de esas terribles perturbaciones, y yo lograba que arraigara la religión católica, que comenzaba a afianzarse como una alternativa creíble al cataclismo que se abatía sobre el resto del reino. Mi convicción sirvió para que en los alrededores se consolidara aún más mi prestigio y proliferaran los admiradores. Se hablaba de un joven sacerdote decidido a frenar las desviaciones de los poderosos. Se decía que contaba con la protección de Cristo, que mi corazón y pensamientos estaban en armonía con las enseñanzas ancestrales. Al escucharme predicar, algunos se convencían de que poseía la capacidad de descifrar las brumas de los universos misteriosos de lo invisible. Me creían capaz de producir situaciones extraordinarias, de tener sueños premonitorios o de provocar la intervención de seres sobrenaturales. Yo me limitaba a obrar de conformidad con mi Fe y, con una sonrisa disimulada, evitaba detenerme a comentar estos rumores. Llevaba mi sacerdocio hasta las últimas consecuencias, me satisfacía con poco y me regocijaba a cada instante de vivir en la mayor sencillez. Habiendo escuchado hablar del gran número de conversiones en mi parroquia, mis superiores en Mbanza Kongo me enviaron fondos y me concedieron el honor de permitirme supervisar la construcción de una pequeña capilla. Decidí que reinaría en la cima de la calle central de Boko, en lo más alto de una colina, desde donde dominaría la llanura hasta las riberas del río.

Construimos la casa de Dios sobre la tierra donde reposaban nuestros ancestros, trabajamos semanas enteras bajo un calor húmedo y agobiante sin quejarnos nunca, nadie escatimó esfuerzos. Todo cambió cuando sólo faltaba subir la gran campana a su nicho. Con todo y que han transcurrido centenares de años, permanece viva en mí esta herida. Algunos días después de las fiestas de Navidad del año de gracia de 1604, escuchamos a un grupo de niños gritar a la entrada del pueblo, los creímos perseguidos por bandidos temibles o por espíritus malignos. Sin resuello, hacían aspavientos y gritaban a todo pulmón que debíamos huir sin perder un instante, nadie debía permanecer en el pueblo, un destacamento militar fuertemente armado se acercaba a Boko.

Nadie se detuvo a verificar la información, los chiquillos que habían avistado el pelotón de unos treinta individuos cruzar el río en piraguas gritaron en todas las casas. Había que despertar a los que aún dormían, reunir a las familias. Enseguida se hizo la desbandada, el sálvese quien pueda, corriendo cada uno por su lado. Los más jóvenes bajaron como rayos hacia el río para advertirles a las mujeres que estaban lavando ropa y alimentos. Un viento de pánico imposible de controlar recorrió las pendientes, entre las casas de ladrillos rojos o de madera. Los semblantes palidecían, todos corrían sin detenerse. El espectro de la razia volaba sobre el pueblo, el miedo a ser encadenado y desaparecer para siempre. Los campesinos temblaban ante la idea de ser capturados y sometidos a la esclavitud, denigrados, obligados a servir a extraños, utilizados y luego lanzados sin sepultura al abismo de la muerte. Si acaso dudaron un momento, los obreros que me rodeaban no escucharon mis llamados a conservar la calma, insistieron en que los siguiera sin perder un segundo, los demonios que venían hacia nosotros no conocían el temor a Dios, cazaban al hombre. Aunque me suplicaron, me mantuve estoico frente a mi iglesia, apoyado en mi plena confianza en el amor del Señor. Todos los vecinos desaparecieron, dejándome solo frente al peligro.

Desde el pie de la colina ascendía, in crescendo, un tintineo regular. Distinguí primero un oficial corpulento que le abría paso a lo que se convirtió en un estruendo de cascabeles que los elementos de su tropa, dispuestos en filas y columnas a sus espaldas, se habían atado a las pantorrillas para anunciar su entrada. Yo estaba sin defensa alguna frente al batallón que se acercaba en formación de combate. Tomé mi crucifijo y comencé a rezar en voz baja. El comandante, con el rostro apretado, sombrío, blandió un hacha pequeña y una espada. El gesto frenó a sus guerreros, que venían con el torso desnudo y armados con arcos, flechas y mazos de madera dura cubiertos de picos de hierro. El jefe portaba en la cintura un puñal cuyo mango esculpido registraba seguramente sus hazañas asesinas o sus cifras de cautivos. Yo sentía la garganta cerrada, pero mi determinación no cedió, Dios velaba por mí. Sobre las cabezas de los soldados se erguían cascos rematados con plumas de águila negra que los hacían ver aún más altos y les daban un aspecto temible. Siguiendo una orden emitida por un teniente, los hombres avanzaron en una marcha sincronizada, sosteniendo a los costados azagayas cuya longitud rebasada la altura de un hombre. Con un movimiento coordinado, se levantaron los faldones de tela que los cubrían de cintura a talones, para dejar a la vista una prenda color sangre cuyos paños estaban sujetos a cinchos de cuero de búfalo adornado con conchas marinas. Me preparé para el desenlace del montaje, preludio a la aparición de las cadenas, estaba listo para que emprendieran su infame encomienda. El pavor me iba dominando, menos por mí que por los desdichados dispersos en la sabana, temía una masacre y ejecuciones sumarias, imaginaba la crueldad de los soldados que se pavoneaban frente a mí, sanguinarios y enfurecidos, no les costaría ningún trabajo peinar los alrededores y capturar a los campesinos. De pronto, con la misma disciplina, el destacamento se escindió en dos semicírculos, entre los que pasaron cuatro hombres que sostenían en el aire una butaca, sujetándola cada uno por una pata. Tal y como era la costumbre de la gente sencilla de nuestro reino en presencia de un individuo de alto rango, se acostaron boca abajo frente a mí, cubriéndose de polvo.

El capitán de la guardia real se presentó como emisario personal de Su Majestad Manzou a Nimi, rey de los bakongos de ayer, hoy y mañana, llamado también Álvaro II por sus hermanos cristianos desde su bautismo. El oficial portaba la misión de anunciarme que el monarca me ordenaba reunirme con él de inmediato en su palacio de descanso en Luanda. Sorprendido, pero también aliviado, quise saber qué esperaba el soberano de un párroco tan insignificante como yo. Leí la estupefacción en los rostros de los representantes de la corona, para quienes era inconcebible comentar, y mucho menos cuestionar, una orden salida de la boca de su señor. Me respondió sólo por consideración hacia mi sotana, me aseguró que desconocía las intenciones de su superior, pero que sin duda era un asunto de la más suprema importancia, una urgencia, y que debíamos partir en ese mismo instante.

La firmeza de su tono no admitía comentarios. Me apreté el cinturón de cuerda de la sotana, tomé mi Biblia y crucifijo, y escondí una bolsita de amuletos entre los pliegues del hábito. Me dejé subir, no sin vergüenza, al pequeño trono de madera. Antes de partir, llegó a la carrera mi padre adoptivo, y se le permitió abrazarme. Me susurró agradecimientos al oído, me dijo lo orgulloso que estaba de que hubiera logrado, por acto de magia, desviar a los militares de su misión inicial, de que hubiera salvado al pueblo y, sobre todo, a sus habitantes. Sin dar crédito, negué con la cabeza. Dirigiéndome a los pocos vecinos que, atónitos ante la escena inédita, regresaban tímidamente, ordené que no interrumpieran las obras durante mi ausencia. Les pedí que acabaran lo más pronto posible la construcción de la capilla y les prometí que a mi regreso, que sería muy pronto, al escuchar desde lejos el tañido de la campana, me regocijaría infinitamente y me apresuraría por llegar ante el altar, donde me postraría y celebraría con ellos.

Mi escolta y yo recorrimos primero la sabana bajo un cielo plomizo antes de reconocer a lo lejos el rugido de una cascada. Me estremecí al percibir la energía del poderoso Río Kongo. Invoqué a mis abuelas para que me respaldaran durante todo el camino y se dignaran aceptar la oración que murmuraba, colmada de deferencia y respeto hacia la majestad líquida que se revelaba ante mis ojos. Era un homenaje dedicado a la vez a los ancestros y al creador del mundo. Levantando los brazos al cielo, invité a la tropa a hacer un alto y nos postramos todos delante de la belleza del espectáculo. Me sentía como los exiliados que antaño habían recorrido con valentía y determinación las riberas de los ríos en el corazón de la selva virgen.

Cruzamos el río en una piragua. Al desembarcar en la orilla opuesta, contemplé largamente el oleaje turbulento que se formaba un centenar de metros río arriba. Por encima de las olas, trombas de agua golpeaban contra enormes peñascos, formando una bruma espesa y humeante que ascendía hasta confundirse con las nubes. La violencia del choque provocaba un coro cautivante, a la vez hipnótico y perturbador, una melodía triste que parecía un canto de despedida.