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¿Puedes amar de verdad cuando tu corazón está lleno de secretos? A los cincuenta años, Elin Boals tiene una vida perfecta: su trabajo como la fotógrafa de moda más exclusiva de Manhattan no puede ir mejor, su apuesto marido la adora, y su hija adolescente, Alice, ha sido aceptada en la academia de ballet de sus sueños. Pero entonces, Elin recibe un sobre que contiene un mapa de las estrellas, y una dirección escrita con una letra conocida… Conmocionada, Elin comienza a tener flashbacks de una vida muy diferente a la maravillosa infancia en una librería de París que le ha contado a su hija Alice. Su vida en la isla sueca de Gotland a finales de los años 60 y principios de los 70, con imágenes de una niña pobre que cuida de sus dos hermanitos andrajosos, riendo con su familia en los días buenos, protegiéndolos de la tristeza de su madre y de la ira de su padre en los días malos. Elin también recuerda vívidamente los paseos con un joven compañero de clase, Fredrik, cuya firme amistad y confidencias iluminadas por las estrellas dieron forma a su joven vida. Sin embargo, a medida que Elin se consume con estos recuerdos, su vida en Nueva York comienza a desmoronarse dramáticamente. Una conmovedora historia familiar y a la vez una novela sobre un misterio que se lee compulsivamente, Un signo de interrogación es medio corazón traza un viaje sorprendente a través de los continentes hacia la reconciliación y hacia la búsqueda del verdadero sentido de la palabra hogar. «Una historia familiar arrebatadora sobre una mujer que está aprendiendo a amar, desde el bullicio del mundo de la moda de Nueva York hasta una remota isla sueca azotada por el viento; una carta de amor al corazón humano». Alyson Richman, autora de Las horas de terciopelo y Los amantes de Praga «Una representación afectuosa de la familia y el perdón». Kirkus Reviews «Los lectores quedarán atrapados por el suspense mientras buscan la verdad junto con Elin hasta el final». Publishers Weekly «Elin es un personaje complejo con una historia convincente, y Lundberg evita las resoluciones obvias que los lectores pueden esperar en favor de una exploración más profunda del significado del amor, el perdón y la familia». Booklist
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Seitenzahl: 480
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
Un signo de interrogación es medio corazón,
Título original: Ett Gragetecken Ár Ett Halvt Hjärta
© Sofia Lundberg, 2018
© 2022, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
© De la traducción, María Maestro Cuadrado
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: Raquel Cañas
ISBN: 978-84-9139-756-4
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Ahora
Entonces
Ahora
Entonces
Ahora
Entonces
Ahora
Entonces
Ahora
Entonces
Ahora
Entonces
Ahora
Entonces
Ahora
Entonces
Ahora
Entonces
Ahora
Entonces
Ahora
Entonces
Ahora
Entonces
Ahora
Entonces
Ahora
Entonces
Ahora
Entonces
Ahora
Entonces
Ahora
Entonces
Ahora
Entonces
Ahora
Entonces
Ahora
Entonces
Ahora
Entonces
Ahora
Agradecimientos
Si te ha gustado este libro…
Todos estamos en el fango, pero algunos miramos las estrellas
Oscar Wilde
Anochece. Al otro lado de los ventanales industriales, el sol se está poniendo tras los altos edificios. Unos obstinados rayos se abren camino por entre las fachadas; como doradas puntas de lanza, penetran la apremiante oscuridad. Vuelve a ser de noche. Elin lleva varias semanas sin cenar en casa. Hoy tampoco lo hará. Se vuelve para mirar el edificio del que apenas la separan unas manzanas, donde acierta a ver la frondosa vegetación de su propia azotea, la sombrilla roja y la barbacoa que ya está encendida. Una estrecha columna de humo se eleva hacia el cielo. Consigue divisar a alguien, probablemente Sam o Alice. O tal vez alguien que ha venido de visita. Solo distingue una silueta que se desplaza deliberadamente entre las plantas.
No cabe duda de que, una vez más, en casa la están esperando. En vano. A sus espaldas, hay gente moviéndose por el estudio.
Un telón gris azulado cuelga de una estructura de acero y cae en picado desde la pared hasta el suelo. Una tumbona tapizada de brocado dorado está colocada en el centro. En ella se recuesta una hermosa mujer que lleva un collar de perlas de varias vueltas. Va vestida con una falda de tul blanco amplia y suelta que se extiende por el suelo. Su torso aceitado reluce y los tupidos hilos de perlas cubren sus pechos desnudos. Sus labios son rojos; las capas de maquillaje le dejan una piel perfectamente lisa.
Dos asistentes corrigen la iluminación: suben y bajan las grandes cajas de luz, accionan el obturador de la cámara, leen los parámetros, vuelven a empezar. Detrás de estos ayudantes se sitúa un equipo de estilistas y maquilladores. Observan atentamente cada detalle de la imagen que está en proceso de creación. Visten de negro. Todo el mundo viste de negro menos Elin. Ella lleva puesto un vestido rojo. Rojo como la sangre, rojo como la vida. Rojo como el sol del atardecer al otro lado de la ventana.
Elin ve interrumpido el hilo de sus pensamientos cuando la irritación de la hermosa mujer se convierte en la expresión sonora de su insatisfacción.
—¿Qué pasa que estamos tardando tanto? No voy a poder mantener esta pose mucho tiempo más. ¡Eeeh! ¿Podemos empezar ya o qué?
Suspira y gira el cuerpo para adoptar una postura más cómoda. El collar cae hacia el lado dejando a la vista un pezón, duro y azul. Dos estilistas aparecen inmediatamente y, con esmero y paciencia, vuelven a colocar el collar para cubrírselo. Algunos hilos de perlas están fijados con cinta adhesiva de doble cara y a la mujer se le pone la piel de gallina a su contacto. Suspira ostensiblemente y pone en blanco los ojos, la única parte del cuerpo que le permiten mover.
Un hombre trajeado, el agente de la mujer, se acerca a Elin. Sonríe educadamente, se inclina hacia ella y susurra:
—Más vale que empecemos, se está impacientando y las cosas no van a acabar bien.
Elin sacude ligeramente la cabeza y vuelve a mirar hacia la ventana. Suspira.
—Podemos parar ahora si ella quiere. Estoy segura de que ya tenemos suficientes tomas, esta vez no es más que una doble página, no es una portada.
El agente alza las manos y la mira con dureza.
—No, para nada. Haremos esta también.
Elin se aleja de la vista de su casa y camina hacia la cámara. El móvil le vibra en el bolsillo; sabe quién está tratando de localizarla, pero no contesta. Sabe que el mensaje le creará mala conciencia. Sabe que en casa todos estarán decepcionados. En cuanto Elin se coloca detrás de la cámara, un millar de estrellitas se encienden en sus pupilas, tensa la espalda y aprieta los labios. Menea suavemente la cabeza y la melena le cae hacia atrás y ondea con la suave brisa del ventilador. La modelo es una estrella, y Elin también lo es. Enseguida solo existen ellas dos, están absortas la una en la otra. Elin dispara el obturador y da instrucciones, la mujer ríe y coquetea con ella. El equipo a sus espaldas aplaude. Una inyección de creatividad le corre a Elin por las venas.
Han pasado varias horas cuando Elin al fin se obliga a abandonar el estudio y todas las nuevas tomas que requerían su atención en el ordenador. Tiene el móvil saturado de llamadas perdidas y de mensajes de texto en tono irritado. De Sam, de Alice.
¿Cuándo llegarás?
Mamá, ¿dónde estás?
Va recorriéndolos por la pantalla, pero no lee todas las palabras. No tiene fuerzas para hacerlo. Deja pasar varios taxis en la vibrante noche de Manhattan. Al cruzar la calle, nota cómo el asfalto todavía desprende calor del sol. Camina despacio, cruzándose con jóvenes guapos y colocados que ríen con estruendo. Ve a otras personas sentadas en la calle, sucias, vulnerables. Hacía mucho tiempo que no volvía andando a casa, a pesar de lo cerca que está. Mucho tiempo que no iba más allá de las cuatro paredes del gimnasio, de su estudio, de su casa. Nota la irregularidad de los adoquines bajo sus tacones y camina despacio, atenta a cada detalle del trayecto. Su propia calle, Orchard Street, está desierta en la noche, sin gente, sin coches. Es una calle mugrienta y dura, como todas las del Lower East Side. Eso le encanta, el contraste entre el interior y el exterior, entre la miseria y el lujo. Entra en el portal, pasa por delante del adormecido conserje sin que este se dé cuenta y pulsa el botón del ascensor. Pero cuando la puerta se abre, vacila y da media vuelta. Quiere quedarse fuera de casa, vagar por la palpitante noche. De todos modos, en casa probablemente se hayan ido todos a la cama.
Abre el buzón y se lleva el montón de cartas al restaurante que hay unos cuantos portales más abajo, un local al que suele ir después de las sesiones de fotos que terminan tarde. Al llegar pide una copa de vino de Burdeos de 1982. El camarero niega con la cabeza.
—No servimos el de 1982 por copas. Solo tenemos unas pocas botellas. Esa bazofia es exclusiva. Una gran añada.
Elin se agita incómoda.
—Depende de cómo te lo plantees. Pero no me importa pagar la botella entera. Tráeme el vino, gracias…, me lo merezco. Tiene que ser el de 1982.
—Claro que sí, se lo merece.
El camarero pone los ojos en blanco.
—Por cierto, no tardaremos en cerrar.
Elin asiente con la cabeza.
—No te preocupes, bebo deprisa.
Toquetea las cartas, apartando los sobres sin abrirlos hasta que uno de ellos capta su atención. El matasellos es de Visby, el sello sueco. Su nombre está escrito a mano en mayúsculas, cuidadosamente trazado a tinta azul. Lo abre y desdobla la hoja de papel que contiene. Es una especie de mapa de las estrellas en el que figura impreso su nombre con un tipo de letra amplio y elaborado. Contiene la respiración cuando lee las palabras en sueco que figuran por encima del nombre.
En este día, a una estrella se la llamó Elin.
Vuelve a leer el renglón una y otra vez en esa lengua que le resulta poco familiar. Una larga serie de coordenadas define su precisa localización en los cielos.
Una estrella que alguien ha comprado para ella. Su propia estrella, que ahora lleva su nombre. Debe de ser de…, ¿de verdad será… él… quien la manda? Pone freno a sus pensamientos, no quiere pronunciar su nombre, ni siquiera para sus adentros. Pero puede visualizar mentalmente su rostro con claridad, y también su sonrisa.
Siente su corazón desbocado en el pecho. Aleja el mapa. Lo mira fijamente. Luego se levanta y sale corriendo a la calle a mirar el cielo, pero solo acierta a ver una masa azul y uniforme coronando los edificios. En Nueva York nunca hay una oscuridad total, nunca la suficiente como para alcanzar a ver el serpenteante revoltijo de estrellas. Los rascacielos de Manhattan casi tocan el cielo, pero ahí abajo, en las calles, da la sensación de que está muy lejos. Vuelve a entrar en el bar. El camarero está de pie junto a su silla, esperando con la botella en la mano. Vierte el vino en la copa y ella toma un trago sin saborearlo. Le indica que le rellene la copa con un impaciente ademán de la mano y bebe dos sorbos más largos. Luego vuelve a levantar el mapa y gira la lustrosa hoja en todas las direcciones unas cuantas veces. En un ángulo inferior, sobre el oscuro fondo, alguien ha escrito con un rotulador dorado:
Vi tu fotografía en una revista. Estás igual que siempre. Cuánto tiempo sin verte. ¡Ponte en contacto!
F
Y debajo, una dirección. Elin siente que se le encoge el estómago cuando lee el lugar de origen. No puede dejar de mirarlo, y los ojos se le empañan de lágrimas. Sigue con el índice los contornos de la letra F y pronuncia su nombre con voz queda. Fredrik.
Siente la boca seca. Se lleva la copa de vino a los labios y la vacía. Luego llama al camarero a voz en cuello.
—¡Oye! ¿Me puedes traer un vaso de leche bien grande? De repente me ha dado una sed que me muero.
—Una taza cada uno. Y venga ya, sin discutir.
Unas manitas agarraron el cartón de leche de color rojo y blanco que Elin acababa de colocar sobre la mesa de madera de pino. Dos pares de manitas infantiles con las uñas sucias. Elin trató de quitarles el cartón de leche, pero los hermanos la apartaron a codazos. Los dos hablaban a la vez.
—Yo primero.
—Te estás poniendo demasiado. ¡Dámelo a mí!
Una voz severa se alzó por encima de la disputa.
—Ya está bien de pelearse. No lo aguanto más. El mayor primero, ya conocéis las reglas. Una taza cada uno. ¡Obedeced a Elin!
Marianne seguía dándoles la espalda, inclinada sobre el fregadero.
—¿Lo veis? Ahora a hacer lo que dice mamá.
Elin empujó con brusquedad a Erik y a Edvin hacia un lado. Los niños se cayeron del banco de la cocina sin soltar el cartón de leche. El silencio invadió la habitación cuando en su caída arrastraron un plato de loza marrón. Como si el aire se hubiera espesado de repente y el tiempo se hubiese detenido. Cuando todo aquel revoltijo cayó al suelo, el estrépito y las salpicaduras despertaron un rugido.
A continuación, silencio y ojos como platos.
Un charco blanco de leche se fue desparramando por el hule; goteaba desde el tablero y unos regueritos blancos se abrían camino por las toscas patas de la mesa. Y luego otro rugido. La ira de aquel grito cortó el aire de la habitación.
—¡Malditos mocosos! ¡Fuera! ¡Fuera de mi cocina!
Elin y sus hermanos se largaron sin pensárselo dos veces; salieron raudos por la puerta al exterior y atravesaron el patio, perseguidos por las palabrotas que todavía resonaban en todos los rincones de la cocina. Se arrebujaron juntos para esconderse tras un montón de trastos que había junto al muro del establo.
—Elin, ¿ahora ya no nos van a dar más de comer?—, le susurró su hermano pequeño con un hilo de voz apenas audible.
—Enseguida se le pasará, Edvin, ya lo sabes. No te preocupes. El plato se rompió por mi culpa.
Elin le acarició el pelo con ternura, lo abrazó y lo acunó.
Al cabo de un rato se separó de sus hermanos, se levantó y caminó con prudencia de vuelta hacia la casa. Dentro acertó a ver la forma encorvada de su madre recogiendo del suelo los trozos de loza sucios. Observó cómo los agarraba entre el pulgar y el índice y cómo iba creciendo el montón de fragmentos en la palma de su otra mano.
La puerta de la cocina estaba abierta de par en par y crujía ruidosamente con la fuerza del viento. Del canalón cayeron unas cuantas gotas de agua de lluvia. Plof, plof. Elin escuchó atentamente. La casa estaba en silencio. Marianne permaneció agachada, con la cabeza colgando, incluso después de haber recogido todos los trozos rotos. Sunny husmeaba el suelo frente a ella y lamía la leche derramada. No le prestó atención a la perra.
Elin estaba armándose de valor para entrar cuando, de repente, la figura encorvada se irguió. El corazón le dio un vuelco, se volvió y se fue corriendo hacia donde estaban sus hermanos. Atravesó la gravilla a toda prisa perseguida por nuevos gritos. Se agachó junto al montón de trastos. Marianne se abalanzó sobre la puerta y lanzó los trozos rotos, como punzantes proyectiles.
—¡No os mováis de ahí, estéis donde estéis, no quiero veros más! ¿Me oís? ¡No quiero veros más!
Cuando no quedaron más fragmentos de porcelana, Marianne se puso a dar vueltas, buscando a las criaturas. Elin se hizo una bola, colocando los brazos alrededor de sus hermanos y dejando que enterraran la cabeza en su regazo. Estaban tan asustados que ni respiraban, atentos al menor movimiento.
—Se acabó la comida este mes. ¿Me oís? ¡Malditos mocosos! ¡Malditos mocosos de mierda!
Y agitó los brazos, aunque ya no había más trozos rotos que lanzar. Elin la contempló con tristeza a través de los huecos que se abrían en el montón de trastos. Muebles viejos, tablas, palés y otros objetos que hacía tiempo debían haber ido a la basura, pero que en cambio se habían apilado allí. Al final, Marianne se dio la vuelta y volvió a entrar en casa, con la mano en el pecho, como si se le estuviera encogiendo el corazón. A través de la ventana de la cocina, Elin acertó a ver cómo rebuscaba algo con impaciencia en su bolso y en los cajones de la cocina, hasta que lo encontró. Un cigarrillo. Lo encendió, inhaló una profunda calada y soltó anillos de humo hacia el techo. Unos anillos perfectamente redondos que se volvían ovalados y se disolvían luego en una nube y desaparecían. Cuando no le quedara más que la colilla, la tiraría al fregadero y todo terminaría.
Los hermanos permanecieron un buen rato donde estaban, muy juntos, Edvin con la cabeza inclinada. Arrastraba un palo por el suelo, trazando líneas y círculos, mientras Elin permanecía con la vista clavada en la casa. Cuando por fin, tras una larga y silenciosa pausa, Marianne abrió la mugrienta ventana de la cocina, Elin salió de su escondite y sus miradas se cruzaron. La niña sonrió con cautela y levantó la mano en ademán de saludo. Marianne le respondió con una media sonrisa, manteniendo la boca cerrada y tensa.
Todo había vuelto a la normalidad. Ya se había terminado.
En el alféizar de la ventana había dos prímulas secas con florecillas arrugadas. Marianne pellizcó algunas de las más marchitas y tiró los restos a la tierra del tiesto.
—Podéis volver. Perdonadme, me enfadé un poco —los llamó.
Cuando volvió a darles la espalda, Elin vio cómo se sentaba a la mesa de la cocina. Se agachó y se puso a jugar con unas piedrecitas en el suelo, tirándolas al aire y probando a cogerlas con el dorso de la mano. Una de las piedras aguantó allí un momento, pero luego rodó y cayó con las otras al suelo.
—No vas a tener hijos —se burló Edvin.
Elin lo miró fijamente.
—Cállate.
—Puede que tengas uno: una de las piedras se ha quedado un poco —la consoló Erik.
—Vamos a ver, ¿de verdad os creéis que un montón de piedras puede predecir el futuro?
Elin suspiró y echó a andar hacia la casa. A mitad de camino se detuvo y les hizo una seña con la mano a sus hermanos.
—Venga, los dos, vamos a comer. Tengo hambre.
Cuando volvieron a la cocina, Marianne estaba sentada junto a la ventana, ensimismada. Tenía un cigarrillo en la mano, con la ceniza colgando, a la espera de que un golpecito del dedo la hiciera caer. El cenicero que había sobre la mesa estaba lleno, con una colilla tras otra aplastadas en la arena del fondo. Marianne tenía el rostro pálido y los ojos fijos y sin expresión. No se inmutó cuando las criaturas volvieron a ocupar sus sitios en el banco de la cocina.
Elin, Erik y Edvin comían en silencio. Salchicha de Bolonia, dos gruesas lonchas cada uno, y macarrones fríos en grandes pegotes. Una buena ración de kétchup ayudaba a separarlos. Tenían los vasos vacíos, por lo que Elin se levantó a por agua. Marianne la siguió con la mirada mientras llenaba los vasos y los colocaba sobre la mesa.
—¿Os vais a portar bien ya? —preguntó con una voz pastosa, como si se acabara de despertar.
Elin suspiró cuando sus hermanos la emprendieron a empellones para hacerse hueco en el banco a sus espaldas.
—Se nos cayó sin darnos cuenta, mamá, no lo hicimos aposta.
—¿Aún te atreves a llevarme la contraria?
Meneó la cabeza.
—No, no quería hacerlo, pero…
—Cállate. A callar. Ni una palabra más. Comeos lo que tenéis en el plato.
—Lo siento, mamá, no lo hicimos aposta. Solo se nos cayó un poco. El plato se rompió por mi culpa. No te enfades con Erik y Edvin.
—Siempre os estáis peleando. ¿Por qué os tenéis que pelear? Todo el rato. Ya no lo soporto más —gruñó Marianne en voz alta.
—No necesitamos leche hoy. Nos arreglamos con el agua.
—Estoy tan terriblemente cansada…
—Lo siento, mamá. Lo sentimos. ¿A que sí, Erik? ¿A que sí, Edvin?
Los hermanos asintieron con la cabeza. Marianne se inclinó sobre la cacerola, rascó un poco y se llevó una cucharada de pasta a la boca.
—Mamá, ¿quieres un plato? —le preguntó Elin levantándose y dirigiéndose al armario, pero Marianne la detuvo.
—No es necesario. Tú come. Solo prometedme que vais a dejar de pelearos. Tendréis que beber agua el resto del mes, se nos ha acabado el dinero.
Erik y Edvin empujaban la comida hacia el borde del plato y hacían chirriar los tenedores sobre el esmalte marrón.
—Comed bien.
—Pero, mamá, tienen que esparcir la comida. Los macarrones están fríos y pegados.
—No os pasaría eso si no os hubierais dedicado a pelearos. Comed como es debido, he dicho.
Edvin dejó de comer. Erik inclinó la cabeza y, con cuidado y tranquilidad, pinchó en el tenedor unos pedazos de pasta. Uno en cada diente del tenedor.
—¿Por qué siempre estás tan enfadada? —murmuró Erik, volviendo la mirada hacia Marianne.
—Quiero que seáis capaces de sentaros a la mesa del rey. ¿Me entendéis? Cualquier hijo o hija mía debe tener suficiente educación como para comer con el rey cualquier día.
—Mamá, para. Eso lo decía Papá cuando estaba borracho. Nunca comeremos a la mesa del rey. ¿Cómo imaginas que pueda pasar algo así? —dijo Elin suspirando. Luego miró hacia otro lado.
Marianne agarró los cubiertos de Elin y los lanzó con todas sus fuerzas sobre la mesa, donde rebotaron y cayeron al suelo.
—No puedo. No puedo más. ¿Me oyes?
Marianne cogió el plato de Elin y lo dejó en el fregadero. Golpeaba con estruendo las cacerolas y las sartenes al lavarlas. Solo se enfadaba de aquel modo cuando tenía hambre, Elin lo sabía. Detuvo a sus hermanos cuando se disponían a pedir más pasta.
—Ya hemos terminado, mamá. Ahí queda un poco para ti.
Elin les lanzó una mirada a sus hermanos, que estaban sentados a la mesa en abatido silencio, con los platos perfectamente rebañados ante ellos. Edvin, con sus gruesos bucles rubios que todavía no le habían cortado, aunque ya tenía siete años de edad y acababa de empezar a ir a la escuela. Le caían en cascada sobre las orejas y la nuca, como un torrente de oro. Y Erik, que apenas era un año mayor que él, aunque mucho más grande, mucho más maduro. En su melena nunca había asomado el menor atisbo de rizo. Marianne se lo afeitaba regularmente con una maquinilla y el cuero cabelludo desnudo resaltaba sus orejas de soplillo.
—Estamos llenos.
Elin los miró con expresión suplicante y ellos asintieron de mala gana y se dejaron resbalar hasta el suelo.
—¿Podemos levantarnos de la mesa? —le preguntaron.
Elin asintió. Los hermanos se largaron al piso de arriba. Ella permaneció donde estaba y se concentró en el estrépito de los platos al tiempo que observaba la espalda encorvada inclinándose sobre un fregadero demasiado bajo. De repente los movimientos se detuvieron.
—Vamos tirando, ¿verdad? A pesar de todo.
Elin no contestó. Marianne no se volvió. Sus miradas no se cruzaron. Volvió a empezar el ruido de cacharros.
—¿Qué haría yo sin ti y sin tus hermanos? Sois mis tres ases.
—A lo mejor estarías un poco menos enfadada.
Marianne se giró. El sol penetraba por la ventana de la cocina, resaltando la suciedad de las lentes de sus gafas. Encontró la mirada de Elin, tragó saliva con esfuerzo y luego caminó hasta la sartén y se llevó una cucharada de macarrones fríos a la boca.
—¿Habéis comido bastante? ¿Seguro?
Marianne se sentó junto a Elin en el banco de la cocina y le acarició la cabeza con suavidad.
—Me ayudas tanto. No sería capaz de nada sin ti.
—¿De verdad no tenemos dinero? ¿Ni para comprar leche? Tú te compras tus cigarrillos.
Elin clavó la mirada en la mesa al pronunciar la última frase.
—No. Este mes no. Mis cigarrillos no tardarán en terminarse, no puedo comprar más. Llevé el coche a reparar, lo necesitamos. Tendréis que comer lo que tenemos en la despensa, hay unas cuantas latas ahí dentro. Y del grifo sale agua, bebed si tenéis hambre.
—Pues entonces llama a la abuela. Pídele ayuda —Elin miró a su madre con expresión de súplica.
—Jamás de los jamases —contestó, negando con la cabeza—. ¿Cómo nos iba ayudar? Es tan pobre como nosotros. No voy a ir a quejarme a ella.
Elin se puso de pie y rebuscó en el bolsillo de sus ajustados vaqueros. Sacó dos tapones de botella, un trocito amarillo de un lápiz, dos monedas sucias de una corona y dos monedas de cincuenta öre.
—Esto es lo que tengo.
Las apiló delante de Marianne.
—Con esto compraremos un litro. Ve mañana a la tienda si quieres. Gracias. Te daré cuatro coronas a cambio cuando tenga dinero, te lo prometo.
* * *
Elin salió a hurtadillas de la casa al frío del anochecer. Marianne permaneció sentada a la mesa de la cocina, con un cigarrillo nuevo en la mano.
Elin contó las gotas que caían del desagüe. Se colaban lentamente por entre las agujas de pino que obstruían la cañería. Al aterrizar en el barril azul que Marianne había traído a rastras hasta casa desde alguna granja vecina, producían un «plof» sofocado. El barril había contenido un pesticida llamado Resistencia. Resistencia. A Elin le gustaba esa palabra y su significado. Habría querido que en el barril quedara un resto de Resistencia para que ella pudiera utilizarla cuando la necesitara. Murmuró un conjuro invisible sobre el barril:
—Resiste ahora. Vamos, resístelo todo. Todo lo malo.
Allí, a la vuelta de una esquina de la casa, tenía su lugar secreto. En la parte de atrás, donde a nadie le interesaba aventurarse, donde los enebros crecían contra la fachada y donde las agujas de los pinos se le clavaban en las plantas de los pies cuando iba descalza. Llevaba ya media vida escondiéndose allí, desde los cinco años. Cuando necesitaba estar a solas. O cuando alguien se había enfadado con ella. Cuando papá hablaba sin que se le entendiera. Cuando mamá lloraba.
Con ramas del bosque se había hecho un asiento que siempre estaba esperándola allí, apoyado contra la pared. En él podía sentarse a pensar; escuchaba mucho mejor sus pensamientos cuando estaba sola. El tejado de plástico y el canalón protegían su cabeza de la lluvia, pero solo si se arrimaba a la pared. Echó la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos, y dejó que las gotas empaparan sus desgastados vaqueros. Se iban moteando de manchas oscuras y el frío se extendía por sus muslos como una manta de hielo. Permaneció así, con las piernas expuestas al aguacero cada vez más intenso, dejando que los pantalones se empaparan cada vez más, se enfriaran cada vez más. Las gotas que caían en el barril tamborileaban cada vez más aprisa. Se concentró en el sonido, contando los impactos y manteniendo la cuenta. En la escuela era más difícil. Allí los sonidos nunca eran limpios, no como ahí. En la escuela siempre había otros ruidos que la molestaban; gritos, conversaciones, susurros, ruidos corporales. El cerebro de Elin lo registraba todo, lo oía todo. Los números en su cabeza se fusionaban en uno solo, perdía la cuenta y no podía concentrarse. «Es un caso perdido», había oído que le decía la profe a Marianne en una reunión de padres. Un caso perdido en matemáticas. Un caso perdido en escritura, para que la profe pudiera leer lo que había escrito. Un caso perdido en la mayoría de las cosas. Y, lo peor, era la hija de un delincuente. Hablaban de eso todos los niños en la escuela, y también los profesores, cuando pensaban que ella no los oía. Murmuraban a su paso. Ni siquiera sabía lo que significaba aquella palabra.
El único que siempre la defendía era Fredrik. Era el chico más fuerte y más listo de la escuela. Solía agarrarla por el brazo y llevársela con él, mientras regañaba a los demás por ser tan mezquinos. En cierta ocasión ella le preguntó lo que significaba aquella palabra, pero él se limitó a reír y le dijo que pensara en otra cosa. Algo que la hiciera ponerse contenta.
Pensó que tendría algo que ver con el hecho de que la policía viniera a llevárselo y de que ya no viviera en casa. Lo echaba de menos a diario. Él nunca creyó que ella fuera un caso perdido, no veía para qué tenía que ser buena estudiante. Elin solía ayudarle en el taller, y en eso siempre era buena. O eso decía él al menos. Pero ahora probablemente ya no podría ayudarle más. Nunca más.
Se encontraba bien sentada en la parte de atrás de la casa. Donde lo único que se oía era el sonido sofocado de las gotas de lluvia en el agua del barril y el susurro del viento al colarse entre las copas de los pinos. Donde podía escuchar sus propios pensamientos. Necesitaba tiempo. Tiempo de silencio. Para pensar. Para comprender.
Principalmente pensaba en cómo serían las cosas en la cárcel, donde vivía papá. Pensaba en cómo serían los sonidos en aquel lugar. Si él estaría completamente a solas con sus pensamientos tras los barrotes que lo separaban del mundo. Si serían barrotes o si eran, simplemente, puertas normales. Tal vez fueran impenetrables, hechas de grueso hierro. De esas que ninguna bomba en el mundo es capaz de reventar. Puertas que se mantuvieran firmes aun cuando el resto del mundo se estuviera desmoronando a su alrededor.
Se preguntaba qué pasaría cuando papá se enfadara y se pusiera a golpear la puerta a puñetazos. Si le dolería, si le haría agujeros, como a la de casa.
El domingo era el día de las visitas, lo había leído en una carta que le habían mandado a Marianne. Así que todos los domingos esperaba ir hasta el barco. Que este los llevaría a tierra firme y, luego, a la cárcel al otro lado del mar. Que los guardias sacarían sus grandes llaveros y abrirían la pesada puerta de metal y dejarían salir a papá al exterior. Para que ella pudiera correr a sus brazos y sentir el calor de sus grandes manos cuando le acariciaba la espalda y le susurraba: «Hola, Número Uno», con una voz que resultaba áspera por culpa de tantos cigarrillos.
Pero esperaba en vano.
Nunca fueron. Marianne se había hartado, es lo que le decía a todo el que le preguntaba. Decía que no lo echaba de menos, ni lo más mínimo. En cierta ocasión, un vecino le preguntó y ella llegó a decir que estaría bien que lo dejaran pudrirse allí, en la cárcel, para que no tuviera que volver a verlo nunca más. Eso le llenó a Elin la cabeza de imágenes terribles que se negaban a borrarse. Veía el cuerpo de su padre ponerse verde de moho, descomponerse lentamente en un charco sobre un frío suelo de cemento gris.
Fue una suerte que pudiera contar con su lugar mágico. Iba a sentarse allí, día tras día, en compañía de las gotas de agua, el viento, el sol, las nubes, los árboles y las hormigas que le mordían los pies. A menudo se preguntaba qué sería aquello tan horrible que había hecho él para que lo encerraran. Y si no sería verdad que era una mala persona.
Plaf, plof, plaf, plof. Cuatrocientas siete, cuatrocientas ocho, cuatrocientas nueve. Elin contaba y pensaba. El tiempo se ralentizaba un poco. Tal vez las cosas fueran así también para papá, allá en la cárcel. Se preguntaba qué haría con todo aquel tiempo. Si también él contaría las gotas que caían del tejado.
El líquido blanco y frío resulta áspero combinado con el vino que ha estado bebiendo. Chasquea la lengua contra el paladar. Una capa pegajosa recubre el interior de su boca. La leche del restaurante es tan grasa, tan diferente. Nada que ver con la leche fresca que recuerda y anhela. Aparta el vaso medio lleno y agarra el pie de la copa de vino, deslizándola hacia ella sin levantarla de la mesa. Enfrente tiene el sobre, donde ha vuelto a meter el mapa doblado. Pasa la palma de la mano por encima del sobre y de la dirección manuscrita.
Toma aire. Lo suelta.
Él está ahí, en las líneas del bolígrafo, sus dedos han dado forma a las letras que componen su nombre. No la ha olvidado. Respira cada vez más aprisa. El corazón le late debajo del vestido rojo. De repente tiene frío, se le pone la piel de gallina.
—No tardaremos en cerrar.
Ha vuelto a aparecer el camarero requiriendo su atención. Hace un gesto indicando la botella, que sigue llena más de la mitad.
—¡Venga, que esto es Nueva York! Y me conoces. Déjame estar un rato más aquí sentada, no tengo ganas de volver a casa todavía —masculla ella.
Vacía el contenido de la copa de dos tragos y la rellena. La mano que sostiene la botella tiembla y derrama unas cuantas gotas rojas sobre el mantel blanco de papel. El líquido se extiende, empapa el papel. Sigue con la mirada el dibujo que traza.
—Un día duro en el trabajo, supongo.
El camarero ríe tranquilo y recoge los platos de la mesa de al lado.
Elin asiente con la cabeza y le da la vuelta al sobre. A la vista queda el nombre que lleva tantos años sin pronunciar, ni en sus pensamientos casi. Fredrik Grinde. Fredrik. Repite el nombre una y otra vez y siente cómo su labio inferior choca con los dientes.
—Vale, puede quedarse mientras acabo de recoger. No la voy a echar. Pero solo porque es usted.
El camarero desaparece detrás de la barra. Cambia la música. Suena un saxofón solitario acompañado por el repiqueteo de los platos en la cocina. Se encienden las luces del techo y el restaurante se llena de una luz intensa. Elin esconde el rostro tras las palmas de sus manos. Una lágrima cae a la mesa y aterriza sobre la mancha roja, que se agranda más aún.
El móvil vibra contra su pierna y lo saca del bolsillo del vestido. Otro mensaje más. Es de Sam, apenas dos palabras.
Buenas noches.
Se hicieron esa promesa al casarse: que siempre se darían las buenas noches, que nunca se irían a dormir sin arreglar las cosas. Ella ha incumplido esa promesa muchas veces. Él, nunca. Él nunca la defrauda, siempre es al revés. Siempre es el trabajo de ella el que ocupa todo el tiempo.
Esta vez también incumple la promesa. Sería tan fácil contestar… Buenas noches. Pero no lo hace. Arrastra el dedo para ocultar sus palabras y abre el buscador, sus pensamientos ocupados en otra persona. Teclea el nombre de pila de Fredrik, casi esperando que aparezca su cara pecosa y su sonrisa, tal como lo recuerda. Pero la pantalla se llena de otros tocayos suyos vestidos con traje.
Sonríe ante su propia estupidez, pero todavía no se atreve a buscarlo por su nombre completo. Busca otras cosas, invoca imágenes del lugar del que ella se marchó. Donde tenía un amigo que sería suyo para siempre. «Fredrik, ¿dónde has estado todos estos años?».
Se lleva la carta al pecho.
El camarero está nuevamente de pie ante su mesa. Levanta la botella y la escudriña. Se la tiende.
—No está permitido —dice—, pero llévesela a casa si quiere. Es demasiado caro para tirarlo. Pero ahora tiene que marcharse.
Elin menea la cabeza, se levanta y se aleja un poco de él. Luego da media vuelta y echa a andar hacia la puerta.
—¡Eh, oiga, que tiene que pagar antes de irse!
La agarra por el brazo y tira de ella hacia dentro. Elin asiente ansiosamente.
—Lo siento, me…
Rebusca en el bolso la tarjeta.
—¿Se encuentra bien? ¿Le pasa algo? ¿Sam está bien?
—Sí, creo que sí. No es más que… un pequeño lío. Probablemente lo que necesito es dormir.
El camarero asiente con la cabeza y suelta una carcajada.
—Eso necesitamos todos. Incluso aquí. Váyase a casa, mañana será otro día. El sol saldrá de todos modos, así que «tienes que resistir hasta mañana». La última frase la dice cantando.
Elin se esfuerza por sonreír y asiente con la cabeza. Sale a la calle, pero se detiene en la puerta, paralizada por todos los pensamientos que se agolpan en su mente. Vuelve a sacar el móvil. Escribe unas palabras en el buscador con dedos temblorosos y, acto seguido, pulsa Intro.
Ley de prescripción de homicidios Suecia
—Estuvo aquí ayer también.
Gerd, la cajera de la tienda, se levantó cuando vio a Marianne y Elin asomando por la puerta de cristal. Elin se puso tensa y se paró en el umbral, pero Marianne entró.
—¿Y qué pasa? Yo la mandé venir, casi es la primera vez que ha bajado hasta aquí ella sola—, dijo entre dientes mientras cogía una cesta del montón.
Gerd se acercó a Elin y la agarró suavemente por los hombros.
—¿Vas a contárselo tú o se lo digo yo? —le susurró al oído, echándole un aliento que olía a café.
Elin sacudió la cabeza y la miró implorante, pero Gerd la ignoró.
—Aquí la señorita intentó robar un litro de leche.
—¿Elin? Ella nunca robaría nada, llevaba dinero para pagar la leche.
—Sí, claro, pagó un litro. Pero no el que llevaba escondido debajo del jersey.
Elin vio cómo Marianne apretaba la mandíbula. Caminaba por la tienda eligiendo con cuidado los productos que iba colocando en la cesta. Se le notaba en los labios que estaba calculando mentalmente el total de la cuenta. Los movía cada vez que añadía un importe. Gerd seguía apresando entre los brazos a Elin. Tenía el cuerpo blando y cálido y respiraba pesada y lentamente. Olía a laca y unos bucles grises le cubrían la cabeza con un peinado perfectamente ondulante. Ambas seguían a Marianne con la mirada. Al cabo, esta volvió y puso la cesta en el suelo. Contenía un paquete de macarrones, pan, zanahorias y cebolla.
—¡Maldita mocosa! —dijo entre dientes clavando los ojos en Elin—. Puede que seamos pobres, pero no robamos. Y punto.
—¿Y cómo os van las cosas? ¿Es muy duro ahora que estáis solos? ¿Os llega el dinero para la comida?
Gerd le acariciaba la larga melena a Elin.
Marianne miró para otro lado.
—No ha sido más que una travesura, ¿verdad, Elin? Necesitas un buen escondite y lo vas a conseguir.
Elin asintió y fijó una mirada insegura en el suelo. Las dos mujeres siguieron hablando por encima de su cabeza.
—¿Estás cuidando bien de la niña para que no acabe siendo como él?
—¿Como él? ¿A qué te refieres?
—Pues a que es un delincuente. Eso se hereda.
—Elin no es ninguna delincuente. ¿De qué estás hablando? Ha cometido un error, pero no tienes por qué preocuparte, no es ninguna delincuente.
Gerd pasó la compra de Marianne por la caja registradora en silencio. Marianne fue observando cómo subía la cuenta y toqueteó las monedas que llevaba en el monedero. Quitó el pan, apurada.
—Me acabo de acordar de que queda pan en casa que hemos de acabar primero. Puedes quitarlo.
—Tu dirás —replicó Gerd con una sonrisa, corrigiendo el importe en la caja.
Marianne le tendió un montón de monedas.
—Si vuelve a suceder, si Elin comete otra estupidez, asegúrate de avisarme directamente. Para estar al tanto.
—Sí, debí llamarte. No se me ocurrió, eso es todo. No era más que un cartón de leche. Pero, por supuesto, no debería andar por ahí robando.
Elin cogió la compra y la metió en la bolsa de tela. Bajó la cabeza. Gerd le tendió una piruleta. Elin vaciló hasta que vio a Marianne asentir con la cabeza.
—¿Y cómo vas de amores, por cierto? Me imagino que estarás tratando de encontrar a alguien, ahora que te has librado de Lasse, ¿no? No es bueno vivir sola.
—¿Encontrar a alguien? ¿Y dónde habría de buscarlo?
—Alguien aparecerá, ya lo verás. Porque si no tendrás que volver con Lasse cuando salga.
—¿Volver con Lasse? ¿Cómo? Pero si no…
Marianne se interrumpió en seco y señaló la puerta con la cabeza.
—Elin, adelántate. Yo salgo enseguida.
Elin se dirigió a la calle. Mientras la puerta se cerraba, alcanzó a oír a las mujeres que seguían hablando acaloradamente en voz baja.
—Él no está bien de la cabeza, no es más que un vil ladrón capaz de aterrar a la gente. Casi la mata, por eso está en la cárcel. Por mí que se quede donde está.
Marianne parecía furiosa.
—Sí, tienes razón. Seguramente estaría borracho, los hombres hacen cosas así de estúpidas cuando han bebido —dijo Gerd tratando de calmarla.
—Acuérdate bien de esto que te digo: estamos mejor ahora que no tenemos a nadie alrededor dando tumbos y metiéndonos miedo tontamente.
La puerta resonó al cerrarse de golpe cuando Elin salió, y las voces se acallaron. La niña se sentó en la escalera que conducía a la entrada principal de la casa, cuya planta baja ocupaba la tienda de alimentación. Parte del mortero se había desprendido, dejando al descubierto los rojos fragmentos de ladrillo holandés de la cimentación, el mismo pavimento que cubría el suelo de la fría tienda. Pellizcó el material, del que sacó pequeños trozos que lanzó al charco de la carretera. Más allá de los charcos estaban los campos y el bosque, y más lejos aún la mayor granja del lugar. Aquella gente era tan rica que hasta tenían una piscina cubierta en una de las alas de la casa.
Finos hilos de niebla flotaban sobre el campo más próximo a Elin. La cosechadora combinada había dejado rastrojos en el mismo lugar en el que, una semana antes, crecía el centeno que ondeaba con gran belleza. Casi parecía que unas nubecillas se hubieran desprendido del cielo gris. La luz del sol todavía conseguía atravesarlas haciendo que la vegetación brillara ante sus ojos. Se concentró en la belleza de la escena.
A su espalda se acercaban unas pisadas que hicieron que el corazón se le acelerara. Oyó el crujido del suelo a pesar de que la puerta estaba cerrada. Corrió a toda prisa escaleras abajo y desapareció tras la esquina del edificio. Desde allí vio a Marianne salir y caminar hacia la carretera principal que conducía hasta su casa. Llevaba la bolsa de tela medio llena echada sobre un hombro y la mirada clavada en el suelo.
Gerd estaba agachada frente al expositor del pan cuando Elin volvió a entrar en la tienda. Estaba apilando hogazas de pan metidas en bolsas y todo un montón se desmoronó al tintinear la puerta. Sonrió cuando se volvió y vio quién había entrado.
—Hola, nena. ¿Qué estás haciendo aquí otra vez? ¿Se enfadó mucho mamá contigo? Lo siento. No te pegaría, como amenazó con hacer, ¿verdad? No tuve más remedio que contárselo, lo comprendes, ¿no?
Elin se encogió de hombros. El palito de la piruleta sobresalía del bolsillo de sus vaqueros. Lo sacó y le quitó el celofán. Luego se sentó en el suelo junto a Gerd con la piruleta en la boca. Le fue pasando las bolsas de pan y Gerd las recolocó en su sitio.
—Qué suerte tener una joven ayudante hoy, justo cuando necesitaba una. Aquí está el pan de centeno para los Grindes y el pan de molde Skogaholm[1] para los Lindkvists y los Petterssons.
—¿Cómo sabes quién compra cada cosa?
Gerd soltó una risita.
—Sé muchas cosas. El pan de molde con jarabe era el favorito de tu padre. A lo mejor también es el que prefieres tú, ¿verdad?
Elin asintió, Gerd le tendió un pan.
—Llévate este a casa, caduca hoy. Yo siempre me llevo hogazas a casa y las congelo el día que caducan. Así se mantienen frescas. Puedo darte pan todas las semanas, si lo estáis pasando mal.
—¡Pero mamá se va a pensar que lo he robado!
Gerd le acarició la mejilla.
—No si yo le digo que es pan que de otro modo tiraríamos a la basura. Puedes congelarlo en bolsitas de cuatro rebanadas cada una, y sacarlo cuando lo necesitéis.
Elin abrazó el pan de molde bajo su barbilla. Inhaló el suave aroma del pan con una única respiración profunda.
—Entiendo que estáis pasando por un momento duro ahora que papá se ha ido. Pronto volverá a casa, ya verás —prosiguió Gerd.
—Mamá dice que nunca más volverá a poner los pies en casa —replicó Elin apretando tristemente los labios.
—¿Eso dice? Pues entonces tal vez sea eso lo que ocurra. Pero estoy segura de que él tendrá su propia casa. Y tú podrás poner los pies en ella.
Elin asintió con la cabeza.
—¿Quieres que hablemos un poco de eso?
Sacudió la cabeza. Gerd la abrazó y no la soltó hasta que Elin empezó a retorcerse para liberarse.
—Dicen que papá es un asesino y que nunca volverá —comentó en voz baja.
—¿Quién lo dice?
—En la escuela. Dicen que lo han encerrado y que han tirado la llave. Que es un delincuente o como se llame eso.
Gerd sacudió la cabeza y le puso la mano en la mejilla. Elin la sintió cálida y áspera.
—Y tú, ¿qué es lo que crees? —le preguntó.
Elin se encogió de hombros. La piruleta casi se había acabado. Se la sacó de la boca.
—¿Qué es lo que hizo que fue tan terrible? ¿Por qué nadie me lo cuenta?
—Bueno, pues desde luego no mató a nadie, eso tenlo por seguro.
Gerd rio y volvió los ojos hacia la puerta. Un Volvo azul frenó en seco justo delante de la tienda y del coche salió un hombre alto con una camisa de cuadros rojos y un sombrero de vaquero. Subió las escaleras de dos grandes zancadas y abrió la puerta de golpe.
Elin se inclinó hacia Gerd y murmuró:
—¿Es verdad que en casa de los Grinde comen filete todos los sábados?
—Eso se lo tendrás que preguntar a Micke. O a Fredrik.
Elin sacudió la cabeza.
—No, no digas nada, lo he oído por ahí. No puede ser verdad.
—No deberías hacer tanto caso a lo que dice la gente. Que eso sea tu lección de hoy.
A Gerd se le iluminó el rostro cuando Micke entró por la puerta. Lo siguió por los pasillos de la tienda, sin parar de hablar. Elin se quedó donde estaba, jugando con las bolsas de pan. Cuando él llegó a su altura, le tendió a Micke una hogaza de pan de centeno.
—Hola, nena. ¿Cómo sabes lo que quiero?
Se puso en cuclillas a su lado, apoyando el brazo en la estantería. En la axila se le veía una gran mancha oscura de sudor de la que emanaba un olor agrio. Elin alzó la mirada hacia Gerd, que dijo riendo:
—A esta pequeña se le da bien adivinar.
—Desde luego que sí.
El hombre se llevó la mano al bolsillo y sacó una moneda de cinco coronas. Jugueteó con ella y luego la lanzó al aire. Elin la vio girar y centellear bajo la luz de los tubos de neón. Cayó hacia ella, que extendió el brazo y la recogió.
—Quédatela y cómprate algo chulo.
Micke dio media vuelta, le sonrió a Gerd y caminó hacia la caja registradora con la cesta de la compra llena. Gerd se mostraba muy solícita con él y escuchaba atentamente lo que decía. Elin no se movió de su sitio hasta que oyó que salía de la tienda y se subía al Volvo azul. Cuando el motor arrancó, volvió a la sección de la leche y cogió un cartón rojo. Se lo llevó a Gerd y lo colocó sobre el mostrador.
—Me gustaría comprar esto. ¿Podrías escribirle una nota a mamá y decirle que no lo he robado? ¿Y comentarle lo del pan?
[1] Pan sueco típico a base de harina de trigo y centeno, y jarabe, entre otros ingredientes. (N. de la T.)
El ascensor cruje al subir por las plantas del edificio, como si los cables que lo sostienen estuvieran a punto de romperse. Los espejos reflejan todas las partes de su cuerpo. Ve su propia imagen por doquier. Pasa la palma de la mano por un bultito que tiene en la espalda y que se le marca en el vestido, justo por encima de la cintura. Apareció después de que cumpliera los cuarenta y se niega a desaparecer. Se inclina hacia delante y estudia su rostro, en busca de la belleza que antes tenía, pero solo acierta a ver oscuras sombras debajo de sus ojos y unas líneas que surcan la piel de sus mejillas. La puerta del ascensor se abre y ante ella se extiende el suelo blanco resplandeciente que significa hogar. Elin da un paso hacia el interior y enciende la luz. En el sofá está sentado Sam, reclinado sobre el respaldo y con las manos cruzadas sobre el regazo. Tiene los ojos cerrados y el rostro relajado. Las comisuras de sus labios apuntan ligeramente hacia arriba, incluso cuando está dormido. Siempre da la sensación de estar feliz, alegre en cierto modo. Es lo que la enamoró de él. La felicidad, la confianza.
Pasa a hurtadillas por delante de él con el montón de cartas en las manos. Avanza a pequeños pasos hasta el escritorio, guarda la carta de Suecia en el cajón superior y posa las demás apiladas sobre la mesa. Luego regresa sigilosamente y se arrebuja a su lado. Él gime suavemente, como si acabara de despertar.
—Lo siento, nos llevó mucho tiempo —susurra mientras le da un beso en la mejilla. Sam se sobresalta, como si el beso fuera eléctrico.
—¿Dónde has estado? ¿Qué hora es? —masculla.
—¿A qué te refieres?
—Te huele el aliento a vino. Te has perdido la cena con mis padres. Probablemente se estén empezando a preguntar en qué andas metida.
Elin se encoge de hombros.
—Me fui a tomar una copa de vino cuando regresaba del estudio a casa. Estaba sola. La sesión fotográfica duró un montón, la modelo era terrible. No te imaginas lo que son las actrices egocéntricas.
Suspira profundamente y apoya la cabeza en el respaldo del sofá mientras coloca los pies sobre una mesita auxiliar.
—Casi te cruzas con ellos. Se acaban de marchar.
—¿Quiénes?
—¿Es que no me escuchas? Mis padres. ¿No te acuerdas? Los invitamos a cenar para celebrar lo de Alice y su danza, la admisión en la escuela. Incluso hablamos de ello en terapia, que aquello era importante para nosotros.
Elin, que de repente se ha acordado, se lleva la mano a la boca.
—Lo siento —balbucea.
—Siempre dices lo mismo. Pero ¿de verdad lo sientes?
Sam sacude la cabeza preocupado y suspira.
—Claro que lo siento de verdad. Lo siento. Se me olvidó. Están pasando tantas cosas en este momento, ya sabes. El equipo, no puedo marcharme sin más…, todo depende de mí. Sin mí no hay fotos. No es como un trabajo normal.
Sam se aparta de su mano, se levanta y se dirige arrastrando los pies hacia el dormitorio.
—Te estaba esperando para darte las buenas noches. Por lo menos eso. Para que hablases conmigo, me tuvieras en cuenta —añade Sam agitando su móvil ante ella.
—Lo siento. Estoy aquí ahora. Vine corriendo a casa en cuanto me mandaste el mensaje. Quería darte las buenas noches desde aquí. ¿Alice está todavía en casa? ¿Se queda aquí esta noche? Por favor, dime que sí.
Sam se detiene, pero no se vuelve a mirarla.
—Se marchó hacia las nueve, dijo que mañana tenía una clase temprano. Pero creo que estaba decepcionada, supongo que deberías llamarla.
Elin no contesta. Ya está saliendo a la azotea. Se deja caer en una silla y se quita los zapatos con los pies. Saca el móvil y escribe un mensaje a Alice.
Lo siento, corazón, llegué tarde a casa del trabajo. Lo siento.
Observa las palabras que acaba de escribir. Añade unos cuantos corazones rojos, se los manda también y luego posa el teléfono boca abajo sobre la silla que tiene al lado.
El parquet sobre el que apoya las plantas de los pies resulta cálido. Del horno de leña que Sam insistió en construir cuando se mudaron sigue saliendo humo. Se estremece cuando ve el humo, se levanta y tira de los reguladores para que queden perfectamente cerrados y las brasas del interior se apaguen.
—¿Y esto qué es?
Sam sale a la azotea. Sostiene en la mano el mapa de las estrellas, que agita delante del rostro de Elin.
—Pensé que dormías cuando entré.
—¿Qué pone ahí? ¿En qué idioma está escrito?
—No lo sé —contesta Elin encogiéndose de hombros levemente.
—No lo sabes, ¿y aun así lo escondiste?
Sam tiene una expresión tensa, incrédula. Elin traga saliva con dificultad.
—No lo estaba escondiendo. Simplemente lo puse allí.
—¿Y no tienes ni idea de quién te lo ha enviado? —pregunta Sam suspirando profundamente.
—De verdad que no lo sé. Debe de ser algún admirador chiflado. Un fan. Ni siquiera sé en qué idioma está. ¿Lo sabes tú?
Sam se acerca a la barandilla de la azotea y sostiene la carta por encima.
—¿Y aun así lo escondiste? No te creo. ¡Dime quién te lo ha mandado!
Elin sacude la cabeza.
—No lo sé.
—O sea que te da igual si lo tiro.
Sam clava los ojos en los de Elin. Se miran fijamente. Y como ella no contesta, él suelta la carta y deja que el viento se la lleve.
Elin extiende el brazo para tratar de atraparla, pero vuela demasiado aprisa. La ve desaparecer en dirección hacia la calle, la sigue con la mirada, con las manos agarradas a la barandilla de la azotea. El papel se balancea, se retuerce, como una balsa en un mar de tormenta. Lo sigue en su caída hasta que desaparece de su vista. Entonces Sam se vuelve hacia ella.
—¿O sea que no significa nada para ti?
Ella trata de mantener la calma. Sam no cede.
—Pues a mí me parece que estás enfadada.
Elin sacude la cabeza y le tiende unos brazos abiertos.
—No sé de qué estás hablando. Por favor, he tenido un día largo y ahora necesito dormir. Mañana yo también tengo que levantarme temprano.
Sam retrocede y aparta los brazos de ella.
—Es sábado.
—Por favor.
—Esas palabras me habrían gustado más.
—¿Qué quieres decir?
Sam no le contesta. Le vuelve la espalda y desaparece en el dormitorio. Sus pisadas resuenan sobre el suelo.
Elin no le sigue, sino que sale a hurtadillas al recibidor y baja en el ascensor. Está descalza y el asfalto le raspa las plantas de los pies cuando recorre la calle de arriba abajo en busca de la carta. No la ve por ningún lado. Tal vez haya caído a algún balcón. Busca por todos los rincones y portales, en vano.
Estira el cuello para mirar el edificio desde abajo, tratando de localizar el lugar exacto desde el que Sam la soltó y siguiendo la posible trayectoria con la mirada. Tal vez haya volado por detrás de la esquina, hasta otra calle. Corre hacia Broome Street. Al llegar a la esquina, casi atropella a una anciana. Tiene el pelo gris y grasiento, viste un chándal verde demasiado amplio con grandes manchas en la pechera. En una mano lleva el mapa de las estrellas, en otra una manta enrollada que está atada con un cinturón de cuero. Elin trata de quitarle el mapa, pero la mujer le chilla, muestra los dientes, colocada con algo que no es alcohol. Elin retrocede.
—Eso es mío. Por favor, ¿me lo puede devolver? Se me cayó.
La mujer sacude la cabeza. Elin busca en sus bolsillos algo de dinero, pero están vacíos. Le muestra sus manos vacías.
—Por favor, es de una persona que significa mucho para mí. No tengo dinero para darle. Puedo ir a casa y traer algo, si me espera. Pero, por favor, démelo —implora desamparada.
La mujer sacude la cabeza y aprieta el papel contra su pecho. Una esquina se ha doblado. Elin sacude la cabeza.
—Por favor, tenga cuidado. Es de alguien…, de alguien que significa mucho para mí. Por favor.
La mujer la mira con expresión de lástima y asiente con la cabeza.
—Ya, comprendo, comprendo. El amor, el amor, el amor —murmura tirando el papel, que cae al suelo ante los pies desnudos de Elin.
La carretera principal estaba desierta. El borde del asfalto se veía irregular y roto, resquebrajado por la helada de primavera. Grandes grietas serpenteaban por la calzada y algunos tramos de las líneas de pintura blanca de la carretera se habían desgastado y borrado. Elin saltaba de una marca a la siguiente. La bolsa de tela vacía que llevaba colgando del brazo ondeaba al viento a sus espaldas. Saltaba con gran concentración, aterrizando sobre los dedos de los pies en sus finos zapatos.
De repente, alguien apareció frente a ella soltando una risotada. Saltaba más que ella, abarcando dos marcas de una sola zancada, con los brazos alzados. Llevaba unos pantalones azules de mahón y unas pesadas botas, e iba cubierto de barro de los pies a la cabeza. Se detuvo y le sonrió. Costaba distinguir en su rostro las salpicaduras de barro de las pecas. Elin hizo acopio de todas sus fuerzas y de un salto lo adelantó, abarcando esta vez dos tramos. Casi.
—¡Vamos, no seas floja!
Espoleada por su tono burlón, se esforzó todavía más, volvió a saltar, pero aterrizó un poco antes del segundo tramo.
Lo miró mientras él se desternillaba de risa.
—Nunca serás más fuerte que yo. Date por vencida. Yo soy un chico, ya sabes.
—Ya lo verás algún día —masculló Elin sacándole la lengua. Luego atravesó la carretera y echó a correr hacia la tienda.
Delante de la puerta había un tractor con un remolque lleno de cajones de madera: patatas, zanahorias y colinabos recién sacados de la tierra. Micke salió