6,49 €
La vida es un viaje de ida que arranca cuando nacemos. Como en todo viaje, siempre habrá un camino por recorrer. Los desvíos serán infinitos y nos llevarán a mejores o peores destinos. En este trayecto, nunca estaremos solos, familiares, amigos, compañeros de estudio o de trabajo, acompañantes permanentes o accidentales, avanzarán con nosotros o nos saldrán al cruce. Está en cada uno el aprender a caminar por la vida, sorteando obstáculos, con actitud positiva y conservando siempre lo mejor de cada vivencia. De eso tratan estas sencillas páginas, de rescatar los mejores recuerdos y de compartir simpáticas experiencias, narradas en forma de historias cortas y de fácil lectura. Cada uno es artífice de su propio viaje. ¡Este es el mío! ¿Quién me acompaña?
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Seitenzahl: 371
Veröffentlichungsjahr: 2023
DANIEL VADILLO
Vadillo, Daniel Alejandro Un viaje en mil historias / Daniel Alejandro Vadillo. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-3472-9
1. Relatos. I. Título. CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Introducción
La vida del barrio
La casa de Quirno
Los primeros juegos
Los autos locos
Fiestas y cumpleaños
El colegio parroquial
La vuelta de la escuela
La magia del tronco
Las vacaciones de antes
Actividades en las sierras
Los inicios en la pesca
¡Noche de terror!
Banquete malogrado
Mi primer pejerrey
Universos paralelos
Naturaleza hostil
Los viajes a 9 de Julio
La casa vieja
Los abuelos del campo
Actividades y juegos
Mi amigo El Rayo
A toda máquina
La carneada
Carrera Submarina
¡Los porteños cazamos así!
Corazón partido
El colegio secundario
Campamentos y salidas
Los nuevos amigos
Rescatando al enemigo
El naufragio anunciado
La segunda botella
La trucha del anfiteatro
Camuflaje imprevisto
La facultad de arquitectura
Los avances en la carrera
El examen
Trabajar en equipo
Una de cal y otra de arena
Un asado por favor!!!
La historia del reloj
Empujada interminable
El amigo obediente
¡El último bote!
Capitán de agua dulce
Vacas indiscretas
La quinta de Álvarez
Los inicios no fueron fáciles
Construyendo mi familia
La confianza mata al hombre
¡Navegación temeraria!
Una aventura de treinta y dos años
Viaje al confín del mundo
Trabajo y turismo
Se vino el temporal
Operativo secreto
Conociendo la frontera
El fantasma del río
Bailando bajo la lluvia
La vida de los puertos
Nuevamente por Ushuaia
La feria de Santiago
Viajes y personajes
El viaje interminable
¡Caballería al rescate!
Llantos y alegrías
El que ríe último…
La tormenta
El dilema del arquitecto
La casa propia
¿Vamos a pescar?
Un pedacito de historia
La casa de la abuela
El hidalgo caballero
Perdidos en Roma
Recorriendo mi maqueta
Regreso precipitado
El nuevo mundo
El adiós a mi trabajo
¡La pesco y vuelvo!
¡Chau monstruo mío!
¡Quiero comerrr chivitooo!
El pequeño cantor
La penúltima
Colorín Colorado…
No me considero ni soy escritor, aunque paradójicamente escribo desde siempre. Desde aquella “Composición tema…” del colegio primario, pasando por interminables monografías del secundario, los apuntes de cátedra de la facultad, las cartas escritas en vacaciones y por allá a lo lejos, hasta algún guión para la misa del domingo. Siguieron los informes, las especificaciones técnicas de las construcciones y los contratos de obra, todo un mundo de escritos que hacen a una arquitectura y que van más allá de los planos y las imágenes que todos conocen. También hubo en mi trabajo incontables expedientes, oficios, actas, notas y convenios, al punto que pasé media vida escribiendo.
Viví rodeado de escritos, de los más diversos temas, pero todos con un mismo denominador: establecer puentes para comunicar ideas.
Ya con algunos años encima, mirando hacia atrás y con una actitud más reflexiva, tomé conciencia de que tenía experiencias propias para compartir. Me animé con historias cortas sobre actividades al aire libre, pesca y viajes, para la página de cierre de la revista Weekend. Con una visión simpática de los hechos y procurando siempre rescatar una enseñanza de todo lo vivido. Se publicaron ya casi treinta y podrán ser familiares para quienes lean este libro.
Retirado ahora de mi labor profesional, es tiempo de rememorar y compartir, esos momentos y anécdotas que se grabaron para siempre y marcaron mi camino.
Mi máximo agradecimiento, para todos los que compartieron y comparten conmigo este viaje por la vida, que pretendo relatar en estas humildes historias.
Mención especial para toda mi familia, los que tengo cerca y los que viven lejos, los que ya partieron y los que hoy están. También para mis amigos, los de siempre y los que trajeron los años. Un recuerdo especial para mis compañeros de trabajo, con quienes compartimos infinidad de proyectos y también unas cuantas realizaciones.
Gracias a mi esposa Claudia, por haber oficiado de correctora del texto, a mi hijo Fabián por colaborar con el diseño gráfico de la portada y a mi hijo Martín por su entusiasta compañía en tantos viajes y salidas de pesca.
Nací a finales de los cincuenta en la “Capital Federal”, un lugar cuya denominación ya no existe. Borrada de la memoria de los argentinos, como tantas otras facetas de nuestra historia y vaya uno a saber por qué.
Me crié en el barrio de Flores, con sus calles empedradas y antiguas casas con jardines y galerías. Donde no había ningún edificio a la vista y las perspectivas de las calles, sólo estaban definidas por sus construcciones bajas y la frondosa arboleda.
En una época en que la tranquilidad y la armonía de nuestra calle, sólo era interrumpida de tanto en tanto, por algún vendedor ambulante ofreciendo su mercadería.
No faltaba allí el clásico heladero, con su pesado triciclo a pedal, vestido con ambo y birrete de blanco inmaculado, ofreciendo una marca de helados que quedó ya en el olvido.
También nos visitaba el “papero”, bastante más sucio y desalineado, con su camisa por fuera y algunos dientes menos. Pasaba siempre con su camión destartalado, ofreciendo cebollas, zanahorias y enormes zapallos, que solía pesar con su antigua balanza romana.
Más pintoresco aún era el vendedor de pollos, todos ellos viajando en sus jaulas y muy fresquitos. ¡Una verdadera ganga! Salvo por el hecho que había que matarlos y desplumarlos, algo inconcebible en nuestros días. Por suerte la teníamos a la abuela, quien hacía alarde de gran destreza en esas lides.
Otro personaje habitual era el diariero, quien pasaba dos veces al día con las ediciones matutinas y vespertinas, que eran esperadas con ansiedad para estar bien informado, en una época donde no existía la web ni las redes sociales.
También existía el cartero, el único y siempre el mismo, viejo y conocido por su nombre, luciendo su impecable uniforme de color gris con su infaltable gorra reglamentaria. Personaje apreciado y respetado en todo el barrio, símbolo de una institución que supo ser orgullo para los argentinos por su eficiencia y organización, con todos los medios disponibles en su época.
Con las primeras sombras de la noche y las primeras luces del alba, aunque mucho más sigiloso e inadvertido que el diariero, también pasaba siempre otro personaje, el responsable de encender y apagar, una por una, las luminarias del alumbrado público. Ante la inexistencia de células fotoeléctricas o automatismos, al pie de cada columna existía un interruptor en su respectiva cajita con llave.
La Avenida San Pedrito ya era cosa diferente, más ancha y con doble mano, permitía el paso de los tranvías. Sus vías convivían prolijamente con el adoquinado y las paradas eran pequeñas plazoletas elevadas un escalón en el medio de la avenida. Los pesados vagones, coexistían pacíficamente con los pocos autos y primitivos colectivos de entonces, que circulaban a menores velocidades.
La intersección de San Pedrito y la Avenida Directorio era un hito del barrio y allí se erigía la clásica garita. Estas simpáticas construcciones, elevadas un par de metros del suelo, eran accesibles mediante escaleritas. Las recuerdo pintadas de azul y con pintorescos techitos, siendo el refugio de los vigilantes. Cabe aquí hacer un alto para describir este personaje.
El vigilante era el policía del barrio, dirigía el tránsito desde lo alto de su garita o bien hacía sus rondas por el lugar. Era conocido y muy apreciado entonces, su sola presencia imponía respeto y su autoridad nunca era cuestionada.
¡Qué lejos estamos de todo eso! Todo lo que representa hoy alguna forma de autoridad es resistido, cuestionado y puesto en crisis, y si no… ¡que lo digan los padres y los maestros!
La actividad comercial también era parte de la vida del barrio, pero se desarrollaba a pequeña escala. Los almacenes y comercios para el abastecimiento diario se emplazaban exclusivamente en las esquinas, con sus accesos sobre las ochavas.
Parece inconcebible hoy la idea de que no existieran los supermercados, por otra parte casi nadie disponía de un automóvil para salir a hacer sus compras.
Los comerciantes eran los referentes del barrio y sus locales los puntos de encuentro donde se daban cita las señoras de la cuadra, para hacer “los mandados” y ponerse al corriente de las novedades del lugar. Eran la base operativa de las “chusmas del barrio”, quienes desde allí se encargaban de desparramar toda la información de la zona. La más avanzada “red social” de aquellos tiempos.
Recuerdo la clásica lechería de la esquina desde donde “Macho” que así lo apodaban, se encargaba de repartir su producto puerta a puerta, siempre en sus clásicas botellas de vidrio, que iban y venían sin ulteriores daños al medio ambiente, de lo cual ni se hablaba entonces.
Frente a la lechería, estaba el almacén de “Don Oscar” donde acudíamos con mamá para aprovisionarnos de galletitas, fideos o legumbres. Todo vendido al peso y suelto, despachado en bolsitas de papel madera. Las galletitas venían en latas cuadradas con un círculo vidriado al frente para visualizar el producto.
Cabe aclarar a las nuevas generaciones que no siempre existió o estuvo difundido el uso del plástico y nuestras infaltables bolsitas, que tanto dañan hoy el ecosistema.
Recuerdo también la carnicería de “Benito”, otro personaje clásico del barrio, con su delantal blanco, con no pocas manchas de sangre y su afilada cuchilla en mano, siempre amenazante. De voz fuerte y mal carácter, confieso que me infundía bastante temor.
La actividad comercial se completaba con la librería de “Don Eduardo”, personaje mucho más afable y simpático, quien se esmeraba por proveernos de todo lo necesario para nuestras tareas escolares.
Mencionamos aquí a las mujeres del barrio, quienes se ocupaban de las tareas domésticas y la crianza de los chicos casi con exclusividad en aquel entonces. Mamá era de esas personas, ella dedicó su vida al cuidado de sus hijos y a sus tareas hogareñas, todo con el máximo cariño y esmero, asegurando el bienestar y la felicidad de su familia.
Eran pocas y avanzadas aquellas mujeres que salían a trabajar para contribuir al mantenimiento de los hogares. Podían ser maestras u oficinistas. Se vestían con sus impecables delantales o elegantes trajecitos y se maquillaban esmeradamente para ir a sus trabajos, máxime si tenían que viajar al centro, lo cual era para algunas elegidas.
El rol del hombre era salir a trabajar para mantener el hogar, con trabajos y oficios que no son los mismos de ahora, o bien que se les parecen, pero ejecutados con menores recursos tecnológicos.
En el caso de mi padre, toda su vida trabajó en un banco, siempre en el mismo banco, desde empleado raso hasta ser gerente. Con todo el orgullo de la pertenencia a su institución y siempre fiel a sus principios, le dedicó 40 años de su vida. Siempre impecable con sus trajes, camisas bien planchadas, corbatas y zapatos brillantes como espejos. No se concebía en su medio otra forma de vestimenta.
Muy propio de la época era considerar que los buenos trabajos eran para siempre y había que cuidarlos, nada más alejado de la realidad que vivimos hoy.
Recuerdo siempre la casa de la Calle Quirno, donde vivía con mis padres, mi hermanita Silvia, mi abuela Inocenta y mi tía Esther. Esta antigua construcción, hecha por mis bisabuelos, ocupaba un terreno con media cuadra de fondo.
Adelante la reja que resguardaba un prolijo jardín, con un pequeño limonero en el centro. A continuación una hilera de habitaciones casi idénticas con vistas a una hermosa galería, con columnas de fundición muy trabajadas y abriéndose a un patio interior, poblado de plantas en vistosos macetones con coloridos mosaiquitos, muy a la usanza de la época. Más atrás, el comedor con la cocina y el baño.
La mesa del comedor, marcó un antes y un después en mi vida. El antes me encontraba dando vueltas alrededor, parándome en puntas de pie y tratando de adivinar lo que había encima de ella. Después, cuando crecí unos centímetros, se abrió para mí un nuevo universo cuando en mi línea de visión, aparecieron los objetos que estaban sobre la mesa. Debo haber estado muy traumado con ese tema para que aún hoy lo recuerde.
¿Y en el fondo del terreno? Detrás de una gran mampara con vidrios repartidos de colores, estaba lo más preciado de mi infancia: ¡El fondo! Con un viejo galpón lleno de cachivaches donde tenía “prohibida” la entrada, el gallinero, los árboles frutales y espacio libre, mucho terreno para jugar, hacer desmanes y volver loca a la abuela.
El galpón servía para jugar a las escondidas, pero también podía ser la casa embrujada, un magnífico castillo o bien el fuerte que debíamos defender de los temidos ataques de los indios.
En el gallinero solíamos entrar a juntar los huevos y de tanto en tanto, “no se sabe por qué”, la puerta quedaba entreabierta y el fondo era un desparramo de gallinas. ¡Cómo me divertía viendo correr a la abuela! Para colmo de males, cuando se venían los retos, deslizaba sigilosamente el pasador de la puerta del fondo y la abuela quedaba afuera… ¡Pasaron décadas y todavía la estoy escuchando!
El fondo tenía también sus propios habitantes, los más significativos: el gato “Bochín” y la gallina “Pigmea”. Eran mis mascotas y jugaba todo el día con ellos, me seguían a todas partes y se sometían a todos mis caprichos, asumiendo los más diversos roles en mi mundo de fantasía. ¡Pobres animales!
Lo cierto es que esta gallina, no vivió encerrada con sus congéneres y se salvó de ser puchero, nunca supe si por su diminuto tamaño y escaso interés gastronómico, o por ser mi mascota. Por las dudas nunca se lo pregunté a la abuela.
Con el paso de los años la abuela siguió viviendo en el fondo, pero el jardín cedió su espacio a una nueva casa de dos plantas, que mi padre hizo edificar con esmero y no poco sacrificio. Allí nos ubicamos más cómodos con mi familia. Hasta contábamos con un garaje, que los primeros tiempos utilizamos como espacio para juegos.
Ya tenía mi propia habitación en la planta alta, espaciosa y con ventana a un patio, con un hermoso placard de peteribí, la madera de moda en aquellos tiempos. Recuerdo que papá la pintó de celeste, la de mi hermana por supuesto era rosa.
Con los años este espacio se fue llenando con todos mis tesoros, primero fueron los juguetes, después dieron paso a una colección de monstruosos bicharracos, que yo mismo cazaba y conservaba con técnicas de embalsamamiento propias o que preservaba en frascos con alcohol. No faltaron los pescados, alguna rana, ratones y hasta una intimidante víbora que era exhibida en la repisa en un enorme frasco. Con el tiempo, mamá me obligó a esconderla en el placar, con la amenaza de no entrar nunca más a mi cuarto.
Más adelante, construí mi propia biblioteca, la cual se fue poblando de enciclopedias y libros, que eran devorados con avidez mientras aprendía a leer en la escuela.
Con la nueva casa, aparecieron también nuevos espacios, disponíamos ahora de toda una terraza y fue así que ese mismo año, los Reyes Magos hicieron su gran aporte. ¡La piletita de lona! Nuevo motivo de felicidad en nuestras vidas.
Papá armaba la pileta en el medio de la terraza y allí pasábamos las tardes de verano jugando con mi hermana. En esa época tenía una lanchita con motor a pila, que hacía navegar por toda la pileta y cuidaba como un tesoro. La pobre lanchita fue todo un orgullo hasta el día de su naufragio. Se fue a pique en medio de una disputa con mi hermana. ¡Nunca más funcionó!
De movida arrancábamos con juegos tranquilos, pero con el tiempo la cosa se descontrolaba. En una ocasión jugábamos a colgarnos de los alambres del tendedero y arrojarnos desde allí a la pileta. La diversión se terminó cuando se cortaron los alambres y fuimos a dar al suelo con ropa y todo. Conclusión… ¡Otra vez castigados!
Como estas actividades no podían realizarse en solitario, aparece aquí otro compañero inseparable en este viaje: Gustavo.
Lo que puedo decir de mi amigo Gustavo es que siempre existió en mi vida. Mi abuela y la suya, ambas españolas de pura cepa, eran vecinas linderas. Nuestras madres con edades similares se criaron juntas y ambas quedaron embarazadas en el mismo año. Gustavo nació en Enero y yo en Junio, de allí en más no hacen falta otras explicaciones. Jugábamos todos los días, a la mañana y a la tarde, sus padres eran como si fueran los míos y viceversa.
El fondo era el escenario de las más locas fantasías, muchas veces un campo de batalla donde construíamos murallas y cavábamos trincheras. Las armas de juguete estaban prohibidas por mamá, pero igual nos las ingeniábamos con palos, improvisábamos arcos con flechas, fabricábamos alguna catapulta y hasta teníamos nuestros escudos con viejas tapas de cacerolas.
Mi hermana en principio era excluida en estas actividades, sin embargo se las ingeniaba para participar, muchas veces en su rol de enemigo a vencer. Debo reconocer que siendo mujer y un par de años menor, daba duras peleas y se defendía como la mejor. Hasta había perfeccionado sus armas, siendo la más temible, un duro golpe en la espalda que te dejaba doblado y que soportábamos con Gustavo, como justa represalia por nuestras malvadas acciones.
La hora de la merienda representaba un paréntesis en las actividades, una especie de tregua en la que nos sentábamos frente al televisor. Este antiguo aparato, con borrosas imágenes en blanco y negro, era nuestra única y acotada ventana al mundo, como alternativa, la vieja radio, todavía peor. Con un primitivo sintonizador que hacíamos sonar como ametralladora, haciendo lo que hoy sería un zapping, para poder ver la increíble cantidad de cuatro canales.
Sin embargo estaba allí todo lo que nos interesaba “tomar la leche con el Capitán Piluso”. Gustavo y yo de un lado del televisor con nuestros tazones de leche y Piluso con su inseparable amigo Coquito, detrás de la pantalla con idéntico ritual.
Aclaro que esto no era lo único que veíamos entonces, también palpitábamos las aventuras de Lassie, vivíamos las acciones de Rin tin tín y el Cabo Rusty en Fuerte Apache y nos divertíamos con los dibujos animados del Gato Félix.
Recién un tiempo después llegó Batman y aparecieron las marionetas del Supercar y el Capitán Marte con su XL5.
Con el tiempo llegó el mecano, completo kit de planchuelas y chapas perforadas, que con la ayuda de pequeños tornillos, permitía armar extrañas construcciones y aparatos con movimiento que fueron para mí motivo de varios desvelos y noches de insomnio. Incluso recuerdo que me lo prohibió mi pediatra, porque ya me estaba enloqueciendo. ¡Señora avísele a los reyes magos que no es un juguete para un nene de cinco años!
Llegaron también los ladrillitos de goma, que tras unos años de evolución pasaron a ser de plástico, permitiendo unas creaciones más evolucionadas que fueron forjando mi vocación de arquitecto.
Tengo grabadas aún las imágenes de las fantásticas ciudades que construíamos con Gustavo en la mesa de su cocina. Ambos coleccionábamos autitos a escala, él ponía los suyos y yo los míos, los dos aportábamos nuestras respectivas construcciones con ladrillitos y veíamos así crecer nuestra propia ciudad. No podían faltar los bomberos en su cuartel, la ambulancia en el hospital, el patrullero, los colectivos, las casas y qué se yo cuántas cosas más. La hora del almuerzo ponía fin a toda nuestra creatividad cuando la mamá de Gustavo ordenaba despejar la mesa…
Recuerdo vívidamente mi colección de autitos, eran de procedencia inglesa, réplicas metálicas perfectas que se guardaban como preciadas joyas en sus diminutas cajitas de cartón. Mi abuela me regalaba uno por mes, cuando la acompañaba hasta el centro de Flores a cobrar su jubilación. ¡Con qué ansiedad esperaba ese día!
Con Gustavo realizábamos también algunos experimentos, estas actividades se desarrollaban en la terraza de su casa y lejos del control de su familia. Pasábamos horas juntando hojas de plantas, preferentemente carnosas, las cuales machacábamos con esmero. Con esta pasta verdosa rellenábamos botellas de vidrio, que completábamos con agua, tapábamos herméticamente y luego dejábamos macerar al sol cubiertas por arena. Este preparado, era denominado: “Podrido” debido a su olor insoportable. El experimento era considerado exitoso y se festejaba, cuando el preparado fermentaba y las botellas sometidas a presión, explotaban desparramando los vidrios y su horrible contenido.
Años después, mis hijos escucharon una conversación que tuvimos con Gustavo, recordando los tiempos pasados y esos experimentos clandestinos. Sin que yo me enterase, prepararon una botella emulando la receta original del auténtico “Podrido” la cual tenía como destino… ¡El salón de clases de la escuela! Por suerte mi esposa advirtió la maniobra, e interceptó a tiempo la mochila con el putrefacto contenido.
Después de la merienda y como condición indispensable, si habíamos finalizado con las tareas escolares, llegaba el tan ansiado momento de salir a jugar a la calle. El primero que salía corría por la cuadra tocando todos los timbres de los demás chicos.
¡Hola! ¿Está Jorgito? ¿Pueden salir Fabián y Silvina a jugar? ¡Déjelos, sea buena!
Así en pocos minutos se comenzaban a abrir las puertas de las casas y cada chico salía con su singular móvil, formando toda una banda motorizada que paso a describir:
Mi auto era una imitación a escala de los monopostos con que corría Fangio en la década del 50. Era totalmente carrozado en chapa y se veía como un acorazado. Con una parrilla frontal de metal fundido que imponía respeto, caños de escape cromados, un pequeño parabrisas emulando los fórmula 1 de entonces y movido a pedal, con transmisión a cadena. Las cuatro ruedas tenían cámaras inflables, con lo que su andar era confortable y silencioso, aunque me obligaba a llevar siempre conmigo ese molesto inflador. Originalmente fue azul, pero papá lo pintó de rojo y blanco, algo más acorde con nuestras convicciones futboleras. Era un tanto pesado, pero cuando tomaba carrera se movía sin dificultad.
Mi hermana tripulaba un “sulkyciclo”, engendro mecánico que era una especie de carrito a pedal, con un caballito al frente que se gobernaba con un par de riendas y alcanzaba velocidades interesantes, aunque con menor estabilidad debido a sus tres ruedas. El caballito era como un hijo para ella, le había puesto un nombre y hasta solía hablar con él. Su obsesión era que no se lo fueran a chocar, ya que estaba totalmente convencida que el pobre animal sufría de verdad.
Gustavo era un poco más avanzado, tenía una bicicletita rodado 14 con rueditas, que le permitía desplazarse con mayor facilidad entre nuestros voluminosos vehículos.
Fabián y Jorgito tenían sus respectivos kartings a pedal, eran idénticos, construidos en caños pintados de rojo y con ruedas de goma macizas bastante ruidosas a la hora de rodar.
El pelotón se completaba con algún que otro triciclo de un hermanito más chico, quien corría rezagado arriesgando su vida frente a la barbarie de los mayores.
Así era la cosa. ¡Meta bocina y pedal! Íbamos y veníamos toda la tarde de una esquina a la otra, poniendo en peligro a más de una vecina desprevenida que salía intempestivamente de su casa. Siempre bajo la atenta mirada de las mamás, quienes nos tenían prohibido doblar en las esquinas, ni hablar de cruzar la calle.
En más de una ocasión las cosas se salían de control y la relativa armonía se interrumpía abruptamente con alguna colisión o vuelco, para sufrimiento de los involucrados y diversión del resto. Recuerdo más de una traumática abolladura en mi auto y hasta un karting doblado como banana, ante una embestida lateral.
En la vereda de enfrente y ajeno a nuestro mundo, solía desarrollarse algún partidito de fútbol entre chicos más grandes, estos eran “callejeros” o “los vagos” como los denominaba mi papá. Teníamos totalmente prohibido juntarnos con ellos.
Con el correr de unos pocos años ya éramos grandes, nuestros móviles se volvieron bicicletas y el circuito se amplió a la vuelta manzana completa.
En mi caso heredé la antigua bicicleta de mi viejo que fue minuciosamente restaurada a nuevo. Rodado 24, pintada de rojo metalizado y con frenos a varilla, propios de otros tiempos. Recuerdo que para que se viera más moderna, le adapté un manubrio elevado, pudiendo así conducirla en una posición más erguida y cómoda para mí.
Con estas bicicletas se amplió peligrosamente nuestro universo y comenzamos a experimentar nuevas sensaciones. Recuerdo que nos lanzábamos en caída libre por la bajada de la Calle Remedios rumbo a la Avenida San Pedrito, para aplicar los frenos con toda su fuerza en el último instante. Así cuando algo fallaba, era imposible doblar y no quedaba otra que tirarse de la bici o ser atropellado en la avenida. De cascos y seguridad no se hablaba entonces, hubiera sido ridículo. Un par de curitas, enderezar algún fierro, volver a colocar la cadena y a seguir andando.
El primer evento de mi vida de los que existe algún registro fotográfico, aunque obviamente no pueda recordar nada, fue precisamente el día de mi Bautismo. Aparezco allí en brazos de mi tía Esther, quien fue mi madrina, luciendo una ropita blanca inmaculada, con una cara de espanto y ojos desorbitados, mientras que un cura arrojaba agua fría sobre mi cabeza. Imposible no pensar que ese desconocido de atuendo extraño, no estuviera tratando de ahogarme.
Aparece también aquí, luciendo un impecable traje gris, mi tío Pocho, hermano de mi viejo quien se encontraba en Buenos Aires haciendo la colimba y fue designado como padrino. Se lo ve también bastante incómodo en esa foto, de hecho que nunca más lo vi de traje en toda mi vida.
El resto de los presentes, como no podía ser de otra manera, lucían la vestimenta típica de las películas argentinas de los años cincuenta. Las fotos de mi vieja en particular, con sus peinados y vestidos, me remiten a las películas de Mirtha Legrand. ¡Por Dios qué viejo debo estar!
Entre los chicos de la cuadra era costumbre festejar los cumpleaños y estas fechas eran muy esperadas por todos nosotros, al punto que ya nos sabíamos el cronograma completo de las celebraciones del año. A diferencia de los tiempos que siguieron, todas las fiestas se hacían en las casas y no había opción.
El primero del que tengo testimonio por una antigua foto, fue el cumpleaños de Adrianita, la hija menor del almacenero. Calculo que yo tendría apenas dos años y no debo haberla pasado muy bien en la ocasión, ya que aparezco con cara de susto y rodeado de una banda de nenas, todas mayores y con la pinta de estarme torturando como si fuera un muñequito.
Algunos cumpleaños, por su originalidad generaban una expectativa mayor, tal era el caso de los cumpleaños de Fabián y de su hermanita Silvina. No solo pasaba por las cosas ricas que íbamos a comer, donde no faltaban los panchos y las papas fritas, sino porque los padres se esmeraban con una cuidadosa planificación del festejo. Organizaban juegos y hasta algunos bailes, donde las nenas se enganchaban con entusiasmo mientras que los varones nos resistíamos, a causa de nuestra vergüenza.
En esos cumpleaños nunca faltaban concursos de canto con juguetes como premios, que para los invitados resultaban siempre inalcanzables. Era sabida la afición de Fabián por entonar canciones, con lo cual el agasajado ganaba siempre y se quedaba con todos los juguetes. Aún lo recuerdo tarareando letras del entonces famoso Leonardo Favio.
Otros cumpleaños muy esperados eran los de Jorgito, su papá un italiano muy ocurrente, nos tenía maravillados con algunos de sus inventos y demostraciones. Hasta recuerdo una sesión muy ordenada de tiro al blanco, con ballestas de su propia manufactura, en medio de unas medidas de seguridad envidiables por el mejor polígono de tiro. Toda una garantía de diversión.
En uno de esos cumpleaños, inspirados por una serie televisiva, inventamos un juego muy original que consistía en amarrar a una silla con sogas, a cada uno de nosotros. Se ataba cada pierna a una pata, los brazos sujetos bien firmes detrás del respaldo y una mordaza en la boca. Los demás salían de la habitación cerrando la puerta y tomaban el tiempo que tardaba la ocasional víctima en liberarse.
Primero fue mi turno y tras un rato logré salir indemne, después fue el turno de Gustavo quien corrió con la misma suerte, a continuación le tocó al cumpleañero. Con muy poca fortuna intentó abalanzar la silla para liberarse, perdió el equilibrio y con sus brazos atados en la espalda, fue a dar de nariz contra el piso. El ruido, los llantos, la nariz rota y la sangre, anunciaron el prematuro fin de fiesta. Todavía recuerdo los retos del padre, más que justificados ante tal inconciencia. ¡Qué cagada nos mandamos!
Los eventos festivos de la época, se completaban con las comuniones. Después de un par de largos años asistiendo a las “clases de catecismo”, o como decimos hoy encuentros de catequesis, llegaba el gran día. No tengo muy claro el por qué, pero mientras que mis compañeritos aparecen en las fotos con sus trajecitos grises, camisas blancas y corbatitas, yo participo del mismo evento luciendo una larga túnica blanca, como si fuera un santo bajado de algún pedestal de la iglesia.
Terminada la ceremonia religiosa, se continuaba el festejo con una reunión familiar. Dada la importancia asignada al evento, papá contrató un fotógrafo y gracias a esto, tengo hoy testimonios de ese día. Puedo ver allí, unas cuantas caras que desaparecieron prematuramente de mi vida.
Aprovecho aquí para hacer un repaso de mi familia materna. Mi abuela tenía tres hermanas, todas viudas desde jóvenes. Las quería mucho y tenía muy buena relación con ellas, era como tener cuatro abuelas, cada una de ellas con sus particularidades. Yo siempre las visitaba y ellas a su vez me malcriaban. Nunca olvidaré los ravioles de la tía Felisa, ni los panqueques de la tía Inés, ni las meriendas en casa de la tía Cecilia.
Con la tía Inés tenía una relación muy especial, vivía en un departamento impecable en el centro y siempre me invitaba a pasar unos días en su casa. Mamá me preparaba el bolsito con la ropa y mi papá me dejaba allí de camino a su trabajo. Tomábamos el colectivo 126, que pasaba por la puerta de la casa. Yo tendría entonces cuatro o cinco años y esperaba ansioso estas mini “vacaciones”. La tía me llevaba a todas partes cuando hacía sus compras, siempre de la mano. Mi lugar preferido, era un mercado municipal donde existía un puesto que vendía juguetes, cada vez que pasábamos por allí me compraba un soldadito, los más preciados eran los granaderos a caballo. Es increíble todo lo que podemos recordar tan vívidamente, después de casi 60 años. ¡Punto para la tía Inés!
Mi mamá tenía también sus primos y estos a su vez sus hijos. Tuve así cuatro primos segundos acá en Buenos Aires, eran casi de mi edad y yo los quería, pero por desgracia solo pude disfrutarlos de muy chicos. Con motivo de inexplicables desavenencias surgidas en la generación que me precedió, nuestro árbol genealógico fue drásticamente podado. En más de una ocasión intenté recuperarlos, pero me fue imposible revertir algunos oscuros capítulos de la historia familiar. ¡Sin comentarios!
Estas cosas son muy tristes pero dejan enseñanza: “Tomar todo lo bueno de tu familia, pero aprender también de sus errores para nunca repetirlos.”
No está demás cultivar un poco la paciencia y la tolerancia, construir las buenas relaciones familiares en base a los puntos de coincidencia y minimizar las discrepancias. Nuestros hijos nos lo agradecerán.
El jardín de infantes era optativo en aquellos tiempos y mis padres decidieron que no era necesario que yo asistiera. Fue así que al cumplir tan solo los cinco años y medio, me inscribieron en primer grado turno mañana del Colegio Parroquial Luján Porteño. Situado frente al ancho bulevar de la Avenida Francisco Bilbao, el edificio se veía imponente, ni que hablar de la iglesia contigua, un sólido templo blanco inmaculado y con reminiscencias coloniales, cuyo interior lucía enorme frente a mi reducido tamaño.
Llegó el primer día de clase y me presenté con mi guardapolvo blanco y sus apliques color celeste. En el patio nos recibió mi maestra y organizó la formación. “¡Señores, todos en fila! ¡Quiero ver una sola cabeza! ¡Tomar distancia!” Una vez así formados, sonaron por los altavoces los acordes de la marcha de San Lorenzo y marchamos a las aulas. Esa fue toda mi “adaptación” a la vida escolar. Hasta mi vieja lloró ese día. Para completar el oscuro panorama, casi todos mis compañeritos de grado, se conocían desde el jardín en ese mismo colegio, mientras que yo era el “chico nuevo”.
Me viene a la mente el patio, que desde mi perspectiva se veía también inmenso, con un escenario de madera justo en el fondo, elevado más de un metro. Cuando sonaba el timbre del recreo, atravesábamos el patio gritando a toda carrera, hasta chocar violentamente contra el escenario, en una inocente manifestación de libertad. Nos vivían retando por eso, pero nunca dejábamos de hacerlo.
Las tareas escolares nunca fueron para mí un escollo, sin embargo las relaciones interpersonales se me dificultaron bastante. Por fortuna y gracias a Dios, en el banco de atrás se sentaba Rodolfo, con quien comenzamos una hermosa amistad, que aún perdura y se fortalece con el paso de los años.
¡Ya no estaba solo! ¡Tenía un amigo!
Los juegos con Rodolfo pertenecen a una de las etapas más felices de mi infancia. Mi madre trabó una sólida amistad con la suya, que perduró hasta el fin de sus vidas. No había semana en que no se juntaran alguna tarde, con amenas y prolongadas charlas de mate, mientras con Rodolfo realizábamos todo tipo de desmanes.
También eran de la partida, su hermano menor y mi hermanita, quienes viéndose excluidos de las actividades de los mayores, se confabulaban en nuestra contra y saboteaban nuestras acciones. Lo cual no era otra cosa sino jugar con nosotros...
Recuerdo que vivían en un departamento al que se llegaba subiendo por una larga escalera que desembocaba en un patio. Tenían allí una hamaca doble de madera sobre la que nos trepábamos los cuatro y dando saltos y gritos, podíamos pasar largas horas. Unas veces la hamaca se convertía en diligencia que era atacada por los indios, otras veces era un barco pirata. ¡No había ningún límite para nuestra imaginación de niños!
En época estival, el padre de mi amigo armaba una pileta de lona, como la de mi terraza, en el centro de su patio. Allí se disparaba la imaginación y se potenciaban los juegos. La pileta era el océano y cada uno llevaba sus barquitos. El juego comenzaba con navegaciones tranquilas, pero al rato se venían las tormentas, cuando con las manos agitábamos el agua formando olas que terminaban con el hundimiento de la flota y con nosotros empapados de pies a cabeza. ¿Qué más se podía pedir?
Con el tiempo empezamos a coleccionar soldaditos importados de los más diversos tipos, donde no faltaban los romanos, los cruzados, ni los vikingos. Mi ejército combinaba sus fuerzas con el de Rodolfo y se desarrollaban batallas de antología. También construíamos murallas con los ladrillitos de plástico, cada uno aportaba sus construcciones y en conjunto armábamos un fuerte inexpugnable.
Entre los estudios, las buenas amistades y no pocas rivalidades, los años de escuela se fueron pasando. Muchas horas de clase con muy dedicadas maestras, se fueron matizando con la catequesis y las misas “obligatorias” de los domingos. Recuerdo con mucho cariño a nuestro cura párroco, el Padre Francisco, quien se esmeraba por captar nuestra exigua atención en misa intercalando algún comentario gracioso en sus sermones, lo cual no siempre surtía efecto. Vivíamos tentados de risa y más de una vez se escapaba una carcajada durante algún momento de solemnidad, siendo reprendidos por las maestras allí presentes.
En segundo grado se sumó al grupo mi amigo José, que venía del turno tarde y un año después apareció también Gustavo, en la misma situación.
La relación con José fue de indiferencia durante un par de años. Curiosamente la amistad comenzó a forjarse durante un partido de fútbol en el patio del colegio. Con mi habitual torpeza para las actividades deportivas, erré una atajada y José me convirtió un gol, gritándomelo en la cara. Mi reacción inmediata fue lanzarle un golpe de puño que por supuesto fue devuelto, iniciándose una pelea muy acalorada que ni la maestra pudo evitar. El resultado… ¡fuimos los dos a parar a la dirección!
La directora, persona experimentada, tenía claro que lo mejor que podía hacer, era precisamente no hacer nada. Nos dejó parados en su puerta como un par de horas, hasta que sonó el timbre y nos mandó de vuelta a casa, con solo un reto y ninguna sanción. En todo ese tiempo se nos pasó la mufa, terminamos riendo de nosotros mismos, nos pedimos disculpas y así nació otra amistad que todavía hoy perdura. ¡Sorpresas que nos depara la vida!
A partir de tercer grado ya me consideraba “grande”, tenía mi propio despertador, un ruidoso aparato al que debía dar cuerda todas las noches y ajustar el horario cada semana. Esta tarea la realizaba discando el número 113 en el viejo teléfono de mi abuela, servicio de hora oficial ya olvidado, que aunque parezca mentira… ¡Aún existe! Lo acabo de comprobar mientras escribo estas líneas.
Me levantaba todos los días a las seis y media de la mañana, me vestía con la ropa que tenía preparada en una silla desde el día anterior y preparaba mi propio desayuno. Era mi problema levantarme y lo tenía perfectamente asumido, al punto que jamás llegué tarde.
Con mi guardapolvo impecable y mi pesada valija de cuero, con los cuadernos, manuales y útiles, caminaba las cuatro cuadras que me separaban del colegio. Con frío o con calor, con sol o diluviando, no se debía faltar a la escuela. Esto era parte de la disciplina que nos inculcaron nuestros padres y nos marcó toda una vida.
Tiempo después se agregó mi hermana y pasó a ser mi responsabilidad cada día, acompañarla hasta su escuela vecina de la mía, verificando desde la esquina que entrara al edificio.
La vuelta a casa era más distendida y ya en grupo. Se agregaban Gustavo, Jorgito y varios más que vivían cerca de casa. Esta procesión no era tan ordenada, había cargadas, empujones y en más de una ocasión las cosas se salían de control.
Recuerdo una vez, que harto de soportar el constante acoso de un compañero bastante “pesado” que vivía frente a casa, tiré la valija al suelo y comencé a pegarle con una furia contenida de años. Con el primer golpe caímos los dos de espaldas, el segundo golpe me encontró mejor parado y mi contrincante fue a dar a la calle. Esperé que se levante, porque en esos tiempos no se le pegaba a nadie en el piso, y le seguí dando con alma y vida. El diariero de la esquina, escuchó el alboroto y vino a separarnos antes de que el tema pase a mayores.
Mi hermana, sumamente emocionada, seguía de cerca estas acciones y fue la encargada de desparramar a viva voz el reporte de la pelea con sus más mínimos detalles. “¡Mamá, mamá! ¡No sabés lo que pasó!”
Terminé el día un poco golpeado pero con la sensación de haber hecho justicia. No quisiera justificar la violencia, pero lo cierto es que este personaje no me molestó nunca más y nuestra convivencia fue pacífica desde entonces.
Esa no fue mi única pelea, sino que ese mismo año hubo varias y creo que fueron necesarias. Siempre fui aplicado con mis tareas e inflexible con mis principios, lo que me trajo aparejadas ciertas rispideces con un grupo de compañeros del grado. Con un temperamento más firme de mi parte, sumado el hecho de que ese año hubo quienes repitieron y fueron expulsados, mi vida en el colegio se volvió menos hostil.
El mundo de los chicos, más allá de los juegos y la diversión que saltan a la vista, suele esconder situaciones de acoso y de extrema crueldad, que frustran la personalidad de algunos y afectan el desarrollo de sus capacidades. Tema de reflexión para estar atentos en la crianza y educación de nuestros hijos. ¡Aprender a defenderse!
Para completar la lista de esos memorables regresos de la escuela, cabe citar que sobre la Avenido Bilbao, se estaban realizando entonces obras de tendido de cañerías. Una sucesión de tapas de madera ocultaban una importante zanja de dos metros de profundidad, que a causa de recientes lluvias estaba llena con barro y agua hasta la mitad.
Si bien media vereda estaba perfectamente sana, como no podía ser de otra manera, volvíamos caminando en fila, saltando por encima de las tapas. Primero pasó Gustavo sin inconvenientes, después pasó mi hermana y a continuación seguí yo, Jorgito seguía nuestros pasos desde atrás aunque con menor fortuna. ¿Y Jorgito? ¿Dónde está Jorgito?
Nuestro amigo había desaparecido, siendo tragado literalmente por la zanja. Con Gustavo corrimos un par de tapas de madera y allí lo encontramos llorando con sus brazos en alto. “¡Llamen a mi papá! ¡Llamen a mi papá!” Nuestros intentos por rescatarlo de tan incómoda situación eran en vano. Por fortuna, semejante griterío llamó la atención de un muchacho que pasaba, quien se tiró al piso y con sus brazos, más largos que los nuestros, pescó a Jorgito del fondo de la zanja.
No hace falta demasiada imaginación para intuir en qué condiciones volvió nuestro amigo a su casa. El guardapolvo era marrón, tenía barro hasta en las orejas, los zapatos destilaban agua y los útiles escolares se convirtieron en “inútiles escolares”.
Llegamos a casa con Silvia, nos apuramos a entrar y metimos llave a la puerta. “¿Pasó algo chicos?” Preguntaba mamá, mientras nosotros reventábamos de la risa. ¡Nada! ¡Nada!
La mentira duró pocos segundos, siendo interrumpida por el timbre que sonaba incesantemente. ¡El papá de Jorgito! ¡Rajemos!
El hombre, con justificada preocupación, intentaba saber qué había ocurrido con su hijo. Cómo podía ser que Danielito, más grande y responsable, haya sido cómplice de tamaña imprudencia. Como era obvio suponer, mi vieja se solidarizó con el padre de nuestro amigo y terminamos todos castigados. ¡Una semana sin salir a jugar a la calle!
Recuerdo mis primeras vacaciones en Santa Teresita allá por 1965, cuando alquilamos un chalecito junto al médano, en la última calle de arena de aquel pueblito de entonces. Ni hablar de la aventura del viaje por el antiguo camino de ripio.
Inolvidables las típicas actividades de playa. Mi hermanita Silvia y yo juntando caracoles o cavando pozos en la arena, con la ayuda del infaltable baldecito y la palita, siempre bajo el cuidado atento de mamá.
Hasta aquí todo muy clásico, sin embargo viene a continuación lo sustancioso del relato, las actividades de pesca de mi viejo.
Día tras día, a las seis de la mañana y con las primeras luces del alba, partía rumbo norte en dirección a lo que es hoy Las Toninas. Tras recorrer una respetable distancia, que siendo yo tan pequeño me parecía enorme, se instalaba junto a un tronco de árbol, que inexplicablemente yacía muy solitario en medio de la playa.
Desde allí desplegaba sus rudimentarias artes de pesca, consistentes en dos palos de madera que paso a describir. Sus extremos inferiores con puntas afiladas se clavaban en la arena, mientras que en la parte superior se enrollaban unos gruesos metros de tanza, sobre los que papá ataba un par de brazoladas con sus respectivos anzuelos, rematando cada conjunto con una pesada plomada. Los lanzamientos eran a puro revoleo y logrando muy escasas distancias.