Una apuesta es una apuesta - Úna Fingal - E-Book

Una apuesta es una apuesta E-Book

Úna Fingal

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Beschreibung

HQÑ 369 ¿Por qué siempre son tan egoístas los que rodean a una pareja enamorada? Hester Bouchet, conocida como Boston, empieza una nueva vida en Nueva York como empleada del Coffee Dreams, mientras se empeña en ser escritora de novelas románticas. Todo parece ir bien hasta que entra en su vida Darren Sheridan, un atractivo multimillonario que finge ser un empleado cualquiera, harto de que solo le quieran por su dinero. Atraído por ella, le pide una cita y surge el flechazo. Sin embargo, a ojos del círculo habitual de Darren, la chica es una simple y vulgar camarera. Las oscuras ambiciones de Philip, el socio de Darren, harán peligrar este amor mediante las malas artes. Y, para empeorar las circunstancias, están la tóxica familia de Boston y la secretamente enamorada y despechada secretaria de Darren. La rebeldía de Boston y la tozudez de Darren hacen el resto para llegar al desastre. ¿Lograrán superar todos los abismos que los separan? Una apuesta es una apuesta es una comedia romántica, pero también es una historia sobre el egoísmo y la toxicidad de las relaciones. - Amor verdadero condicionado por la diferencia de clases entre los protagonistas y el abismo entre los entornos sociales irreconciliables. - Ambiciones personales sin escrúpulos que actúan contra la pareja protagonista. - Personajes capaces de avanzar gracias a la superación de sus propios miedos e inseguridades. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, romance… ¡Elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 María Isabel Laso Manuel

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Una apuesta es una apuesta, n.º 369 - septiembre 2023

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S. A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-1180-115-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX

Capítulo XX

Capítulo XXI

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

Para Cèdric, Lília y Arlet, mis artistas favoritos.

Capítulo I

 

 

 

 

 

A Hester Bouchet todo el mundo la conocía como Boston. Dejó el hogar familiar en Nueva Orleans rumbo a esa misma ciudad, Boston, para empezar una nueva vida junto a su amiga Emma, que le había ofrecido casa, ayuda, y amistad eterna. Tal compromiso duró hasta el último centavo gastado en una cabina para nada porque, llamada tras llamada, se los tragaba un antipático y aborrecible contestador. Pero eso no fue todo, el autobús arrancó sin ella en la última área de servicio porque se demoró en el baño a causa de un sándwich en mal estado, o un café nauseabundo, o la mala idea de combinar Doritos con café. El caso es que en aquel autobús se iba su equipaje y con él su teléfono móvil. Así fue como vio perderse en la carretera junto a sus pertenencias de la manera más impotente su pasado y su futuro. Se había quedado con lo puesto, y algunos billetes que solo le alcanzaban para Nueva York. Hasta allí se dirigió, llegó y se quedó.

Se instaló en un pequeño apartamento de Brooklyn y encontró empleo en un café del Soho en Manhattan, el Coffee Dreams. El dueño accedió a contratarla debido a su revuelta melena negra y su arrugado billete a Boston, según confesó. Hester lo había sacado de su monedero torpemente para enseñarle el permiso de conducir y él leyó las enormes letras impresas en negro potente.

—Muy bien, Boston, el empleo es tuyo.

—¿Boston? —preguntó con la boca abierta por el asombro—. Pero si mi nombre es…

Él frunció el ceño, era un italiano con la voz y el aspecto de Robert de Niro en El cabo del miedo, según Hester apreció.

—¿Aún no has empezado y ya vas a mostrar tu insolencia? Te llamas Boston porque lo digo yo, no le des más vueltas, nena.

Y a la joven no le disgustó, aquel era un nuevo comienzo con todas las de la ley. Esta es, y no otra, la explicación del sobrenombre de Hester Bouchet. Aunque lo mejor de toda aquella escena fue la respuesta que le dio a su nuevo jefe:

—Está bien, señor Camino, yo le llamaré Robert.

—¿Robert? ¿Por qué Robert? Con señor Camino es suficiente.

—Robert porque me recuerda a…

—Señor Camino, Boston, señor Camino y ninguna confianza, ¿de dónde vienes tan mal educada?

—De acuerdo, señor Camino. —Bajó la cabeza apesadumbrada.

Entonces escuchó una risa increíble que surgía de lo más profundo de las vísceras del hombre.

—No se lo digas a nadie, nena, pero es que mi nombre de pila es Robert, ja, ja, ja. ¡Tú eres bruja…! ¡Ja, ja, ja!

Y se adentró en la cocina riendo con unas ganas que la contagiaron en el acto, y no solo a ella, sino a varios de los clientes de la barra… Pensó que Robert Camino era un tipo maravilloso y sorprendente, muy sorprendente.

Respecto de dónde venía ella, no supo muy bien qué contarle, aunque le contó prácticamente todo cuanto sabía. De orígenes iroqueses y franceses por parte de padre y americano hispano europeos por parte de madre. La cuarta de cuatro hermanas, las tres mayores perfectas. Dori y Laura, casadas con unos hombres aún más perfectos que ellas, y orgullosas madres de familia con hijos camino de la perfección. Y Willma, a punto de un gran enlace de los que hacen temblar los cuentos de hadas, con el quarterback del instituto, hoy aclamado entrenador. Aparentemente, eran como unas Mujercitas reversionadas y adaptadas a la nueva era, o algo así. Pero eso solo en sus fantasías adolescentes, cuando reclamaba el calor de una familia que se avergonzaba de ella. «Soy el desastre y la decepción de la familia, la oveja negra. Veintiocho años y una montaña de fracasos sentimentales a mis espaldas, jamás seré madre y esposa», solía pensar resignada ante su azarosa vida, que le agradaba tal y como era. Tanto como el hecho de que en su tradicional familia nunca se lo perdonarían. Rebelde, obstinada, decidida, inconformista, contestataria, poco femenina, nada estudiosa… Ni siquiera acabó la universidad. Aun así, estaba determinada a convertirse en escritora de bestsellers románticos. Nacían demasiadas historias en su cabeza como para no escribirlas, de hecho, escribía desde donde alcanzaban sus primeros recuerdos… Y siempre aquellos pobres personajes acabaron amordazados y maniatados en la hoguera por su escandalizada madre. «¡Búscate un novio de carne y hueso, en vez de fantasear con estos fantoches de papel!», le reprochaba. Pero a Hester, en vez de hundirla, le servía para arrancar su siguiente intento. «Fantoches de papel, ¡qué gran título!». Se decía ingenuamente, convencida de escribir el enésimo superventas mundial, capaz de trascender todos los tiempos y generaciones. Su refugio era ese, huir del mundo hostil que ella no podía cambiar a través de los libros, las películas y sus cuadernos. Todo ello eran las ventanas abiertas por donde escapar. Leía mucho, iba mucho al cine y escribía mucho a la luz de una vela cuando nadie podía verla.

Ahora todo era muy diferente, volcaba emociones y personajes a través del portátil que le había prestado su compañera de piso, Janice Clayton, hasta que pudiera comprarse uno. ¡Imponente mujer! Una periodista afroamericana, reportera de una cadena local. ¡Ella sola se merecía un reportaje completo! Aquella libertad creativa era nueva para ella y se sentía muy bien, renacida, y comprendió que si la vida tenía algún significado era aquel. Al menos la suya. Veía cómo rencores y preocupaciones se desvanecían, simplemente quedaban atrás al pasar página. «¡Es que es exactamente eso! ¡Pasar página! ¡Te lo quitas de dentro y lo dejas atrás y se pierde, porque tú sigues adelante, y lo olvidas y entonces, ¡puf! ¡Magia! Ya no te molestan más». Celebraba entusiasmada al concluir un capítulo.

Su entrada en escena en la ciudad que nunca duerme fue cuando menos accidentada. Llegó desubicada y sin rumbo. Allí no conocía a nadie y nadie la reclamaba. Las casas cerradas no abrían sus puertas para ella, y su corazón se sentía desolado, que no pertenecía a ningún lugar y que no le importaba a nadie. Solo una lluvia persistente la había recibido con toda su fuerza. Se había refugiado bajo el amplio techo de un local sin fijarse en qué clase de establecimiento era, hasta que unos nudillos la llamaron desde el otro lado del cristal. Cuando se giró, vio a una chica oriental invitándola a entrar con apremio. Vestida de hábito y griñón, un grueso crucifijo de plata pendía de su cuello. Una mirada en derredor le bastó para observar que se hallaba en un refugio parroquial para sintecho y desfavorecidos. Pero no pudo entretenerse mucho porque la joven religiosa tiró de su mano y la llevó en volandas por todo el salón hasta las cocinas, envuelta en todo tipo de expresiones y muestras de gratitud. Una vez entre fogones le colocó un delantal y una cofia y volvió a darle las gracias sin dejarle pronunciar una sola palabra. Una cocinera de gruesas espaldas, sin inmutarse ante su cara de pasmo, le dijo:

—Llegas tarde. Y le señaló con el cuchillo una montaña interminable de patatas, cebollas, zanahorias y otros vegetales para pelar y cortar.

—Pero yo… —balbuceó Hester.

Ella la miró mal, le dio el cuchillo y con la espátula de su otra mano señaló un cubo de pescado:

—Date prisa, porque luego tienes que sacar la piel y las espinas a todo eso.

Y se fue. Y la dejó allí absolutamente alucinada.

—Arranca, que es para hoy —gritó sin mirarla.

La cocina bullía de movimiento y la recién llegada trató en vano de escuchar a alguien que la escuchase a ella entre la decena de mujeres que allí se movían y las idas y venidas de otras tantas. Por vergüenza se prestó a la labor encomendada, por vergüenza y porque no sabía adónde ir. Tras el trabajo y la limpieza tuvo derecho a un menú consistente en una sabrosa sopa de pollo, pescado a la romana con verduras, y de postre, pudin de café. Le supo a gloria porque hacía muchas horas que no probaba bocado. Entonces, cuando le prestaba atención a la última cucharada rebañada del ya deglutido pudin, apareció ante ella la hermana Mery Mei, según se presentó con cara compungida:

—Acabo de hablar con Dorothy, la joven voluntaria que se incorporaba hoy en nuestro refugio cristiano —fue bajando la voz—. Dice que está en cama con gripe… —susurró—. Yo creí que usted era ella… —volvió a alzar la voz un poco temblorosa—. Qué confusión más tonta, ¿verdad? Pero como usted no dijo nada, ¿por qué no me dijo nada? —Encima parecía algo indignada.

Hester no sabía qué contestar, su situación era tan horrible y desesperante que la vergüenza de nuevo la aturdió, las mejillas se le incendiaron y trató de ocultarlo con la cabeza agachada. Así fue como conoció a la hermana Mery Ann Prudence. Una mujer de mediana edad con unos enormes ojos castaños tan brillantes que bailaban en su fino rostro.

—Gracias, hermana Mery Mei —dijo siguiendo su alegre trotecillo con la mirada—. Dispénsela, a veces puede resultar abrumadora, es porque le consume la llama de la vitalidad. ¿Puedo sentarme?

Hester asintió con la cabeza y la miró a los ojos.

—Ha trabajado usted competentemente, a pesar del horrible malentendido. Me temo que debemos compensarla de alguna manera.

La joven le sonrió. Siempre le sonreía a todo el mundo y no dejaba de repetirse una y otra vez que no debía hacerlo, pero era risueña de nacimiento y el gesto de simpatía le salía solo, sin darse cuenta.

—No es necesario, hermana. Comprendo la confusión y por lo menos me he librado de la lluvia y he comido algo caliente.

La religiosa torció el gesto:

—Uy, eso no suena demasiado bien. ¿Está en problemas?

—No, no se preocupe. Solo es que acabo de llegar, perdí mi equipaje con toda mi vida dentro, no es que fuese una maleta demasiado grande, no tengo dinero ni conozco a nadie aquí… Bueno, es una historia muy larga… —le contó con tono desenfadado y abriendo mucho los ojos al final.

La hermana Mery Ann Providence entornó los suyos.

—Mmm, ¿qué más sabe hacer aparte de ser una buena pinche de cocina?

—Escribir. He venido para convertirme en novelista.

—Oh, ya veo, pero eso no nos ayuda mucho ahora mismo.

—No, supongo que no.

—Iba a ofrecerle que se quedara aquí como voluntaria, su ayuda sería sin duda inestimable, pero veo en usted a un pajarillo que aún debe volar, y mucho, no sería justo encerrarlo en una jaula tan pronto… Aguarde.

Se ausentó un instante, dejándola a solas con su gran intriga, hasta que regresó junto a la jefa de cocina.

—Nella puede proporcionarle información que pudiera resultar interesante para usted.

Las cejas de la muchacha se arquearon notoriamente debido a la curiosidad.

—Dice la hermana que estás paupérrima.

—¿Pau qué?

—Con los forros de los bolsillos vueltos, vamos…

Mery Ann Providence trataba de disimular su expresión divertida.

—Sin blanca, cielo.

Hester iba a responder algo, pero la mujer continuó:

—Bueno, mi cuñado Giuseppe Graviano es amigo de un tipo que tiene un café en Manhattan, en el Soho concretamente. Es el Coffee Dreams. Camino se llama el tío. Necesita una camarera. Pero de esto hace ya varios días, igual ya la tiene. Aun así, yo probaría. Si te presentas, dile que vas de parte de Nella del Graviano.

Hester no podía creerlo, ¿podía ser posible recibir tamaña alegría cuando ya lo creía todo perdido? En cambio, preguntó estúpidamente:

—¿Paga bien? Nella la miró con la burla más explícita dibujada en su rostro:

—No me fastidies, tendrás suerte si te da el empleo. Y te envío porque aquí te he visto espabilada, que si no…

Nella giró sobre sus talones y se fue. La hermana Mery Ann Providence inspiró profundamente y rebuscó entre los bolsillos del hábito, al final sacó la mano con dos billetes de veinte dólares.

—Tome querida, para un taxi y vuele alto, lo más alto que pueda.

Hester quedó impresionada por su inmensa y envolvente sonrisa, y pensó que en el caso de que hubiese santas, aquella mujer, sin duda, sería una.

Capítulo II

 

 

 

 

 

Darren Sheridan cerró el periódico de la tarde y luego lo dobló por la mitad, apuró su taza de café ya frío y la dejó sobre la mesa con un gesto inconsciente de desagrado. Echó un ojo a la pantalla del ordenador también con desagrado, este, plenamente consciente. Director ejecutivo de la Hopkins and Delaware, poderosa compañía financiera, gigante líder e influyente en el mundo de las finanzas y fuera de él. Se sentía extenuado. Había trabajado duro y sin descanso desde hacía ya… Ni recordaba los años. Obtener el éxito profesional, finalmente conseguido, le había pasado factura en lo personal. Empezaba a ser consciente de ello. Se levantó y se estiró ante la ventana, con el gesto se le salió la camisa, había sido un día muy duro y el agotamiento hacía mella. Se fijó en los destellos del Coffee Dreams, todavía abierto a esas horas, y decidió que sería un acierto tomar un bocado allí y una vez llegado a casa, dormir, dormir como si no hubiera un mañana.

—Jenny —le dijo a su secretaria al pasar con la americana Armani cogida por dos dedos sobre el hombro—, mañana no vendré hasta mediodía. Aplaza todas las reuniones y reorganiza las citas. ¿Lo harás?

—Por supuesto, señor Sheridan. No se preocupe —respondió ella solícita.

—Eres un ángel.

—¿Todo bien, señor?

—Claro, es que mañana he de hacer algo…

«Como dormir hasta que me despierte el hambre más acuciante, o el sol de la tarde, o el de la mañana del día siguiente». Pensó. Pero a ella solo le sonrió y siguió su camino.

—Póngase la chaqueta, no vaya a resfriarse, hiela ahí fuera…

La escuchó hablar desde el ascensor como si de un rumor más de la noche se tratase. Sonrió de nuevo, se puso la americana y del bolsillo sacó una bufanda que anudó al cuello. El espejo le devolvió la imagen de un hombre cansado, pero apuesto, se enorgulleció de no sorprender demasiadas canas en sus mechones de color castaño claro. No se preocupaba en cortarlo a menudo, así que el largo pasaba de las orejas. «¿Cuándo ha ocurrido esto?», pensó incrédulo mientras repasaba una arruga invisible en su ceño fruncido. Hacía pocas semanas había celebrado su treinta octavo cumpleaños en la agradable compañía de un buen vino tinto, en la cocina de su soberbio dúplex de la torre de su propiedad en Chelsea y nada ni nadie más. ¡Ah! También se permitió el exceso de abrir una lata de conserva. Jamás comía en casa y para cenar solía llevar platos preparados recogidos de camino a ella. Su empleada del hogar, Marisa, acostumbraba a dejarle algo en el horno los fines de semana, pero aquella fecha cayó en laborable, así que la fiesta resultó formidable. No era la primera vez que estaba solo para su aniversario y jamás le había importado, pero en esta ocasión le sorprendió sentir algo parecido a la soledad y la sensación le desazonó. «Eso es porque te haces mayor», se burló de sí mismo ante el espejo. No estaba mal lo que veía, nada mal: sus ojos azul verdoso como el mar relampaguearon más allá de las líneas de expresión circundantes y una barba recortada y elegante le favorecía porque le otorgaba un aire distinguido. Alto y atlético, seguía percibiendo esas miradas anhelantes de la mayoría de las mujeres con quienes se cruzaba. De hecho, ocurría también con aquellas con las que debía relacionarse a diario o en las ocasiones en las que resultaba imposible declinar la invitación a actos y celebraciones. Era un soltero de oro, codiciado a partes iguales por su buena presencia, popularidad y riqueza. La revista Forbes lo había clasificado a todo color en la segunda posición de su último ranking de solteros con mayor fortuna. El primero era un príncipe europeo. Eso había elevado su ya alto caché y las caídas de párpados a su paso se habían multiplicado, resultaba irritante y agotador, pero debía mantener esa imagen de persona cortés y cordial, por eso su casa vacía era su amadísimo refugio.

Sin embargo, sabía disfrutar sin remordimientos de aquel influjo desde su más temprana juventud, miradas chispeantes, susurros al oído, unas risas, y era cosa hecha. No se trataba de un conquistador profesional, no era eso, Darren se enamoraba y luego las cosas salían mal. Había tenido infinitas relaciones y ninguna le había llevado al altar porque su trabajo era lo primero. En dos ocasiones se comprometió y vivió en pareja hasta que, de nuevo, la carrera aniquiló el amor. Nunca se había resentido por ello, más allá del lógico mal trago de la ruptura, pero ahora empezaba a sentirse solo, y esto era nuevo para él. «Estás casado con tu trabajo», le habían repetido a menudo. Algo que era totalmente cierto.

No había nadie en el Coffee Dreams a esas horas cuando Darren entró. Le pareció un lugar cálido y agradable, con una decoración vintage propia de los años 70, sillones de escay, mesas de fórmica para cuatro, amplias cristaleras y fotografías de astros del rock y del cine repartidas por las paredes y las columnas, había una afición por las Harley Davidson que también constaba por doquier. Robert Camino le miró fijamente, le saludó con un gesto de la cabeza y se dirigió a la cocina voceando:

—Boston, sal y atiende.

Entonces salió la chica con su melena revuelta, sin ningún maquillaje, poniéndose el delantal. Recogió su cabello en un rápido gesto con un coletero. Darren pensó que era una criatura hermosa.

—¿Cerraban ya? Lo siento, puedo volver otro día… —se excusó.

—Sí, pero no se preocupe, todavía puedo ofrecerle algo, nada caliente me temo. Cocina cerrada —señaló hacia el lugar Hester Boston Bouchet con un gesto simpático.

Él miró en aquella dirección, y luego al nombre de la chica en la tarjeta prendida en su pecho. Parecía no decidirse:

—Tomaré un descafeinado, caliente, por favor, y pastel de arándano.

—Eso sí puedo dárselo. —Sonrió la joven.

Darren se fijó en el chispeante brillo de sus grandes ojos… ¿De qué color eran? ¡Verde pardo camaleón! Su pequeña nariz, sus labios carnosos, su electrizante cabello negro, su gracioso rostro ovalado, sus sinuosas formas a pesar de su extrema delgadez. Estaba buenísima.

—¿Boston? —silabeó cuando ella se dirigía a la barra.

La aludida volvió la cabeza y le respondió con una sonrisa radiante:

—Esa soy yo.

—Vaya, su familia debe ser peculiar.

—Ni se lo imagina.

«Ni esparajismos, ni ganas de agradar, ni artificios», pensó agradecido. Y además de Boston, le gustó todo de aquel local modesto y singular como ella. Era auténtico, como la chica, y eso le reconfortó, hacía demasiado tiempo que no trataba con nada ni nadie tan verdadero.

La joven regresó y le sirvió con una sonrisa, pero la voz de Robert desde la cocina llenó todo el local antes de que Darren pudiese agradecérselo:

—Boston, puedes marcharte… Yo recogeré.

—Weee —celebró ella con un gesto espontáneo.

Y le dirigió una sonrisa cautivadora, sin proponérselo, simplemente porque estaba feliz de poder irse. Darren la vio lanzar el delantal detrás de la barra, arrancarse el coletero para dejar danzar sus largos mechones con un gracioso gesto de la cabeza, marcharse por la otra puerta dando saltitos, sin volver la vista atrás y sin ver el gesto de saludo que él le dedicaba. Aquel hombre triunfador y acostumbrado al peloteo de cuantos lo rodeaban sintió caer el abrumador peso de la soledad sobre sus hombros cuando giró la cabeza hacia la ventana y la vio perderse entre la infinitud de luces de la noche. Un repentino carraspeo interrumpió sus pensamientos y le hizo mirar a la barra, allí vio al dueño, contemplándole con los brazos cruzados:

—¿No tiene hambre, amigo?

—Me lo llevaré a casa, no me di cuenta de lo tarde que es… —se excusó levantándose.

—Claro —respondió Robert.

Envolvió el pastel y llenó un vaso grande de cartón para llevar con café, se lo dio sin apartar su mirada de la de Darren, cuando este salía por la puerta alzó la voz:

—Pruebe a venir más pronto otro día, se viciará con mis fusilli a la puttanesca, saldrá contento y volverá.

Darren le dedicó un gesto de la mano a modo de asentimiento, al tiempo que pensaba en lo improbable de volver allí por muy pintoresco, agradable y verdadero que fuese.

 

 

Al llegar al lujoso edificio de su casa en Chelsea, encontró a Ben, el portero, adormilado en su puesto, fue entonces cuando se le ocurrió consultar el reloj, «¡Las doce y media! ¡Pero si ya hemos entrado en el día siguiente!», silbó. Y recordó a Jenny, que jamás terminaba su jornada laboral hasta haberlo hecho él, mañana se disculparía con ella. Comprendió también la reacción de los del Coffee Dreams, y ya no le parecieron tan insolentes, realmente el mundo no empezaba y acababa en él.

En la impoluta cocina abrió uno de los muebles, cogió un vaso y sus píldoras para dormir, se tomó dos y luego se fue al dormitorio y se echó sobre la enorme cama. Ni siquiera retiró el cobertor gris y negro a juego con muebles y paredes. Se durmió tal cual, boca arriba, sin apagar la luz siquiera. Solo los cuadros, de artistas bohemios, parecían tener vida en aquella enorme y fría vivienda.

 

 

Tal vez al mismo tiempo, en el pequeño apartamento de Brooklyn, Boston les daba a las teclas sin piedad. Estaba sentada sobre su cama, envuelta en una manta, de la que solo sobresalían la punta de su nariz para poder respirar y la punta de sus dedos para poder escribir, el frío la mantenía desvelada y la acción de su novela irritada, había algo que no le gustaba y no lograba identificarlo…

«Él la miró fijamente a los ojos, sintió el magnetismo de su mirada, era como si su alma entrase en la suya propia…».

Se detuvo un momento con el ceño fruncido, presionó delete, y se cargó dos párrafos en un segundo. Se detuvo al escuchar las llaves en la puerta, llegaba Janice.

—¿Boston? ¿Estás despierta? ¿Te apetece un cacao calentito?

La oyó canturrear. En realidad, era que no quería tomárselo sola. Bajó la tapa del ordenador, lo dejó a un lado y salió envuelta en su manta. Janice se echó a reír al verla.

—Ooooh, por Dios, pobrecita mía. Pero tranqui, he hablado con el casero y mañana vienen a reparar la calefacción. Ya no tendremos que pasar más por esto. ¡Dios! ¡Hiela!

—La nieve saldrá de aquí cuando caiga ahí fuera…

—Toma. —Janice le tendió un cacao ardiendo y cogió el suyo.

Se sentaron frente a frente en la cocina.

—Los dioses te guarden muchos años, gran hacedora de milagros —le dijo mientras recordaba cómo se habían conocido. Fue a través del señor Camino. La sorprendió leyendo la sección de alquileres del Times—¿Necesitas casita, chica? Deja eso, yo tengo los mejores contactos, los clientes. Ayer mismo una periodista de Brooklyn me comentó que busca compañera de apartamento para aligerar gastos. ¿Qué te parece? Cuando venga se lo comentamos y podrás dejar el albergue —le aseguró con el aplomo que le caracterizaba.

Y así fue, cuando Janice Clayton apareció junto a un compañero, con su peinado de trenzas afro, su formal traje gris perla que resaltaba su piel oscura y sus labios rojos. Sería de su misma edad. Robert, satisfecho y feliz de hacerlo, las presentó, y las jóvenes se entendieron de inmediato. Janice mostró su gran generosidad al confiar en ella y ofrecerle que ya arreglarían cuentas cuando cobrase el primer sueldo. Ahora, transcurridos unos meses, se habían convertido en grandes amigas y lo sabían casi todo la una de la otra, casi.

—¿Cómo ha ido tu día? —se interesó Janice.

—Como siempre, fantástico o deplorable… No, mejor fantástico. Sí, dejémoslo en fantástico y ya está.

—Vale, vale. Te creo, fantástico. Sí.

—¿Y tú? ¿Cómo ha sido tu día?

Janice soltó una carcajada sarcástica.

—Una puta mierda, entera.

Boston lanzó un interrogante desde su cara de ojos sorprendidos con la intensidad de su fuerte carácter. Janice guardó silencio durante un rato, luego bebió un trago de su cacao, lo paladeó y finalmente espetó:

—Me han dado calabazas, ¿vale?

Boston se tomó un momento.

—¿Te refieres a algo sentimental?

Janice la miró como si viera a un fantasma.

—¿No he hablado claro? Calabazas, tía. Me han roto el corazón.

—Joder, lo siento.

—La chica del tiempo, ¿sabes? Con lo que me ha costado dar el paso… Boston no abrió la boca y Janice perdió la paciencia:

—Soy lesbiana y no eres mi tipo, ¿vale?

—Genial, yo soy hetero y me sigues gustando.

Janice se echó a reír.

—Perdona, nena, es que estoy nerviosa. Va y me salta que no quiere complicarse la vida con una relación pasajera ahora mismo. «Que yo busco algo serio, cretina», le he dicho.

Desalentada, apoyó la cabeza sobre la mano.

—Cariño, lo siento mucho.

La reconfortó su amiga. Se hizo un breve silencio y luego la cogió de las manos, la miró fijamente a los ojos y sentenció:

—Ahora mismo, en algún lugar, tal vez no muy lejos de aquí… Late ese corazón desesperado por ti, ¿sabes? Cuyo anhelo es encontrarte, aunque aún no lo sepáis… Dale tiempo, pero no dejes de buscarlo.

Janice levantó la cabeza con el rostro iluminado por una sonrisa:

—Tía, eres muy sabia para ser escritora —le respondió.

Boston se tapó la cara con la mano y se tronchó de la risa:

—Acabas de matar a diez musas, por lo menos… Mira cómo se caen del cielo por tu culpa —señaló a la ventana.

—¡Joder! ¡Si está nevando! —gritó entusiasmada.

—Te dije que la nieve saldría de este cuarto.

Janice se puso seria, la miró a los ojos y la cogió por las manos.

—¿Sabes? A la mierda lo que no suma. Tú sumas. Gracias por estar en mi vida. Grábalo porque no lo repetiré y negaré haberlo dicho.

—Grabado. Tranquila, nunca te preguntaré por ello.

—¿Otro? —ofreció Janice ladeando la taza.

—¿Vamos a superar el límite de lo permitido? —respondió Boston, tendiendo la taza.

Janice le dedicó una mueca de sobrada.

—Tranquila, hoy conduce Bautista.

Rieron y bebieron la nueva taza de cacao.

—Y ¿cómo va tu novela?

Boston la miró con cara de susto.

—Pueees, ¡bien! Casi acabada, estoy en el capítulo final, casi poniendo el fin.

—¡Eso es magnífico!

—Es una pasada, nena. Los personajes me hablan, ¿sabes? Me dicen lo que quieren y yo solo transcribo sus emociones y situaciones. A veces creo que en vez de escritora soy una médium.

—Un poco brujilla sí que me pareces…

Boston le lanzó una servilleta y se rieron.

—Cuando pongas el fin, déjamela leer, me muero de ganas.

—Me encantaría, pero es que me da un poco de vergüenza.

—Nada de eso, la vergüenza va reñida con tu oficio. Básicamente, porque un escritor vergonzoso se muere de hambre.

Los ecos de sus risas desenfadadas pudieron escucharse más allá de los copos de nieve, que caían en silencio sobre los tejados de Brooklyn, en la penumbra de aquella noche de finales de otoño.

Capítulo III

 

 

 

 

 

Una mañana, al entrar en el Coffee Dreams, Boston se encontró a Robert recorriendo la barra en un continuo y furibundo trayecto de ida y vuelta. Murmuraba y su semblante no dejaba lugar a dudas, algo había ocurrido. Ella se olvidó del frío que atenazaba sus enrojecidas manos y los copos de escarcha que se derretían sobre su gorrito de lana roja. Se puso los atuendos de trabajo y le preguntó a su compañera Diane en un susurro:

—¿Qué le pasa?

La rubia Diane se encogió de hombros y siguió a lo suyo mientras respondía:

—Ni idea, no me atrevo a preguntar. Solo sé que casi rompe el teléfono al colgar.

Boston se acercó al jefe como quien no quería la cosa.

—Buenos días, jefe. ¿Por qué no va a la cocina? Quiero limpiar por aquí…

—Nena, no me mandes a la cocina porque podría quemarla…

—¿Qué ocurre, señor Camino?

—Qué ocurre, qué ocurre, ¡pregunta qué ocurre! —La última parte de la frase pudo escucharse desde la calle.

Boston y Diane se miraron y se afanaron en sus tareas. Por su parte, Robert seguía murmurando en alto dentro de la cocina y de pronto asomó la cabeza, esgrimiendo una cuchara de palo.

—Ella me ha metido en este lío, pues que lo solucione ella. —Y se ocultó de nuevo.

Las chicas oyeron el sonido de cacharros golpeados y la iracunda voz de su jefe despotricando en italiano. Desconcertadas, se engancharon a la entrada de la cocina mientras le veían dar vueltas sobre sí mismo:

—¿Tú entiendes algo? —le preguntó Boston a Diane.

—No mucho, algo de su mujer, pero no le sigo —respondió Diane.

—¿Está casado? ¿Y por qué no viene nunca por aquí ella?

—Están divorciados. Es una cosa muy rara. Técnicamente él es el dueño, pero Bianca sigue siendo socia capitalista y me da a mí que se la ha liado.

—Pues sí, está hecho una furia. ¿Y cómo lo calmamos?

—No lo sé, pero más vale que pensemos algo, porque van a empezar a llegar clientes.

Boston se armó de valor y se plantó frente a él, le cogió por el brazo y trató de zarandearlo un poco, aunque no sirvió de mucho:

—Jefe, tiene que tranquilizarse, los clientes…

—¿Clientes? ¡Me importan un bledo los clientes!

—¿Ah sí? Muy bien, usted lo ha querido.

Acto seguido lo empujó hasta la cámara frigorífica y lo dejó dentro.

—¿Qué haces, loca? —gritó Diane.

Los golpes desde dentro no se hicieron esperar.

—Un poco de frío no le vendrá mal. ¿Verdad, jefe? ¿Se ha calmado, ya?

—¡Sí! ¡Me he calmado! —gritó él—. ¡Sácame de aquí! ¡Vamos!

—Por supuesto, señor.

Boston accionó el pasador y Robert salió de la cámara relajado como un niño que hubiese acabado de tomar un baño, se puso a sus tareas como si no hubiese ocurrido nada. Cuando Diane lo vio abrió la boca, pasmada, y le dedicó una reverencia de admiración a su compañera.

—Ni en mil años lo hubiese creído posible…

Y volvió a lo suyo, por completo alucinada. La jornada transcurrió ajetreada, el volumen de trabajo no les dejó ni un minuto para respirar y mucho menos para hablar entre ellos salvo lo imprescindible, cuando ya habían echado la persiana, Robert, con un gesto explícito, les pidió que se reuniesen con él en la barra.

—Chicas, no sé cómo deciros esto… Nos han hecho un encargo para el catering de una fiesta de Navidad.

—¡Guau! —exclamó Boston.

—Guau no, nena. Solo somos tres para atender a una jauría de cien. Y encima lo quieren a base de delicatessen. Es mi fin. Yo puedo hacer cualquier cosa excepto esas porquerías para platos de pitiminí.

—¿Y por qué ha aceptado el encargo? —Se alarmó Diane.

Robert Camino la miró y aún se crispó más:

—¿Crees que he sido yo?

—¡Basta! —Se enfadó Boston—. No vamos a volver a lo de esta mañana, ¿verdad?

Robert sonrió como un auténtico psicópata:

—Mírala —dijo con los ojos clavados en Diane—. Tiene carácter. —Y volvió el rostro hacia Boston con una mirada espantosa—. La señorita cree que tiene carácter.

La chica apartó el índice acusador que apuntaba a su nariz y, sin perder la calma, respondió a su exasperado jefe:

—¿Y qué va a hacer si no le gusta que tenga carácter? ¿Echarme? Me parece que no… —Y se midió con él aupando la punta de su nariz y sin apartar el contacto visual.

Diane mantenía los ojos muy abiertos debido al estupor, pero aún los abrió más cuando escuchó a su jefe hablar:

—Maldita la gracia que me hace darte la razón, desde que te vi entrar por esa puerta supe que siempre debería dártela. Si no estuviese tan cabreado me echaría a reír.

—Pues debería reírse, verá cómo se le evapora el enfado… Pruebe. —Y Boston soltó una carcajada contagiosa—. ¡Vaya cara!

—¿Qué cara? —Se preocupó Robert.

—Esa. —Y sin dejar de reír, Boston guio la cara de su jefe a un espejo.