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Jo Quillan podía oler una historia a un kilómetro de distancia y sabía que allí había algo a lo que hincar el diente. Además, si conseguía una exclusiva en el caso que estaba investigando el guapísimo Case Houston, podría hacerse un nombre como periodista. Pero Jo era una calamidad y Case supo enseguida que lo estaba siguiendo. Pero también era muy atractiva, y tenía razón: algo raro estaba pasando en Calamity Falls...
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Seitenzahl: 142
Veröffentlichungsjahr: 2019
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2000 Patricia Knoll
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una auténtica calamidad, n.º 1038 - marzo 2019
Título original: Calamity Jo
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1307-486-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Si te ha gustado este libro…
Arizona, 1879
–Estamos en un aprieto, ¿verdad, Battlehaven? –gimió Rudolph Shipper, golpeándose la cabeza contra el techo de la diligencia. Estaba seguro de haber oído un crujido, pero le daba igual. Desde que la diligencia había emprendido una loca carrera para huir del ataque de los apaches, estaba seguro de haberse roto un par de huesos.
–Un aprieto terrible, Shipper –confirmó Lord Albert Battlehaven, sujetándose el sombrero–. Estos aborígenes no parecen muy contentos de que hayamos invadido su hábitat.
–¿Qué? –dijo Shipper, golpeándose de nuevo contra el techo.
–Que quieren matarnos por invadir su territorio.
Cuando Shipper pudo mirar por la ventanilla de la diligencia, vio las decididas caras de los apaches. Sus ojos negros prometían la muerte y el hombre tragó saliva, deseando no haber salido de Minnesota. Los indios allí habían perdido el interés por separar a los blancos de sus cabelleras.
–¿Qué vamos a hacer?
–Creo que deberíamos animar al conductor para que exigiera a los equinos un esfuerzo máximo.
–¿Qué?
–Que le digas al conductor que corra como el demonio.
Shipper sacó la cabeza por la ventanilla, cuidando de que no se la ensartaran con una flecha. Cuando le gritó las instrucciones de Battlehaven, el conductor se volvió y lanzó sobre él una mirada asesina. El hombre que iba sentado a su lado en el pescante, armado con un rifle que no dejaba de disparar, le gritó que metiera la cabeza y dejara de fastidiar.
–Me parece que están haciendo lo que pueden –murmuró Shipper.
–¿Crees que hemos cometido un error intentando cruzar territorio apache en este carruaje? –preguntó Battlehaven. Sabía que era inconcebible que él hubiera cometido un error, pero necesitaba reafirmar su buen criterio.
–No, creo que el error fue que parásemos en la reserva para preguntar cuál era el camino más rápido. Allí fue donde se fijó en ti la joven india.
–Era una chica tan guapa –suspiró Battlehaven, asomando la cabeza por la ventanilla. Por el momento, la diligencia llevaba una cierta ventaja sobre los perseguidores indios. Pero si se acercaban, estaba dispuesto a desmayarse. Era una lástima que no llevara rifle. Y una lástima que fuera tan mal tirador.
–Era la prometida del guerrero que encabeza la persecución –dijo Shipper, señalando al hombre que dirigía el ataque, armado con lanzas, flechas y un rifle de repetición.
–Un matrimonio concertado –dijo Battlehaven, haciendo un gesto de desdén, como si aquello no lo preocupara lo más mínimo.
Shipper lo miró, horrorizado, sujetándose como podía al asiento. Había pensado que conocer al lord inglés en Chicago era un golpe de suerte. Battlehaven era un paquete a quien su familia había dado dinero para quitárselo de encima. Con ese dinero pensaban intentar una aventura minera en Arizona y Shipper, un minero experto, sería la mano de obra. Pero hasta el momento no habían tenido más que problemas.
–Además, ¿cómo iba a saber yo que estaba prometida? –preguntó el inglés, encasquetándose el sombrero sobre los ojos. Si se disfrazaba, pensó, quizá el guerrero apache pensaría que era Shipper quien había intentado seducir a la doncella–. Ella no hablaba inglés y yo no hablo apache.
Shipper no dijo nada. Estaba demasiado ocupado rezando.
Para su eterna gratitud, el conductor consiguió alejarse cada vez más de los indios, que abandonaron la persecución. El jefe apache lanzó un grito de furia, blandiendo amenazadoramente su rifle.
Battlehaven suspiró, aliviado, prometiéndose a sí mismo que mantendría los pantalones abrochados. O, al menos, cuando hubiera cerca doncellas indias.
Shipper le juró al Altísimo que, a partir de entonces, sería el mejor de los hombres. Y después de mirar a Battlehaven, se juró asociarse solo con personas sensatas.
La diligencia siguió su camino hasta el polvoriento pueblo de Tucson, donde los dos tomaron un baño y un par de copas para calmar los nervios.
Aquella noche cenaron en la terraza del saloon, contando la historia una y otra vez a todo el que quería escuchar.
Shipper se daba cuenta de que cada vez exageraban más y la aventura se convertía en una hazaña en la que ellos eran los héroes y el conductor y el hombre del rifle los que acababan buscando refugio en el interior de la diligencia. La mentira debía turbar a Shipper, sobre todo después de su promesa al Altísimo, pero se sentía tan valiente que decidió no darle más vueltas.
Al día siguiente, decidieron que aquel podía ser un buen sitio para buscar oro y, después de comprar un mapa y un par de mulas, se dirigieron hacia el norte.
Tres días más tarde, paraban las mulas en la base de una montaña rocosa.
–¿Tú crees que este es el sitio? –preguntó Shipper, bajándose del animal con el trasero dolorido.
Lord Albert Battlehaven bajó de su mula con el gesto elegante de alguien que ha salido a dar un paseo dominical y consultó el mapa.
–«Puerta de las mulas». Yo creo que sí –murmuró, observando el arroyuelo que pasaba a sus pies. En ese momento le pareció ver algo brillando en el fondo y se acercó para mirarlo de cerca. Cuando metió la mano en el agua, la sacó llena de arena con puntitos dorados. Oro. Era oro–. Este es el sitio, amigo mío –exclamó, mostrándole la arena a su compañero–. Por fin hemos encontrado lo que veníamos buscando.
Shipper se acercó. Había buscado oro en California sin mucho éxito y estaba seguro de poder reconocer el precioso metal.
Battlehaven apartó las diminutas piedras doradas con una uña y las puso en la palma de su mano.
–¡Somos ricos! –exclamó Shipper.
Battlehaven asintió tranquilamente.
–Después de los horrores que hemos tenido que soportar, vamos a ser ricos.
Shipper miró a su amigo con admiración.
–Ahora, tu familia en la vieja Inglaterra empezará a tomarte en consideración.
–Sin duda –murmuró Battlehaven. Aunque habían empezado a tomarlo en consideración mucho antes, sobre todo cuando perdió una apuesta y la pagó cabalgando desnudo por el parque. Eso y sus devaneos con actrices habían obligado a su familia a enviarlo a Estados Unidos.
–Sí, conocerte en Chicago fue un golpe de suerte para mí –sonrió Shipper, olvidando sus anteriores lamentos al respecto. En aquel momento se lo perdonaba todo. Iban a ser ricos–. Lo que tenemos que hacer es buscar el nacimiento del arroyo. Vamos.
Para angustia de Shipper aquel día no lo encontraron. Ni al día siguiente. De hecho, tardaron dos agotadoras semanas en encontrar lo que estaban buscando. Por fin, en la desembocadura del río San Pedro, encontraron un puñado de pepitas de oro y, después de trabajar horas y horas bajo el sol, estaban convencidos de haber encontrado una mina. Decidieron volver a Tucson al día siguiente para registrar la propiedad y se dieron un firme apretón de manos para sellar el acuerdo de compartirlo todo al cincuenta por ciento. Aquella noche, ninguno de los dos pegó ojo, vigilándose para evitar una posible traición.
A la mañana siguiente, se levantaron muy temprano y colocaron sus cosas sobre las mulas.
–No tendremos problemas para encontrar el sitio otra vez, ¿verdad, Shipper? –preguntó Battlehaven mientras su socio borraba cuidadosamente las huellas con una rama de eucalipto.
Shipper lo miró, condescendiente.
–Mira alrededor, Battlehaven. Esa pila de rocas nos llevará al oro. No te preocupes –dijo, doblando el mapa–. Pero hay que borrar bien las huellas. No queremos darle pistas a nadie. Si se nos escapa algo, vendrán a montones y querrán quedarse con nuestro oro, como le pasó al viejo John Sutter en California.
Battlehaven asintió.
–Me fiaré de tus superiores conocimientos, ya que no de tu intelecto.
Shipper sonrió, encantado de que el inglés supiera quién era el más listo de los dos.
Cuando volvieron a Tucson, decidieron no hablar con nadie. No querían poner en peligro su recién encontrada fortuna.
A la mañana siguiente, después de registrar la propiedad, tomaron de nuevo el camino hacia el arroyo.
Pero cuando estaban a cien metros, las mulas empezaron a comportarse de forma extraña, reculando y levantando la cabeza, como asustadas.
–¿Qué…? –ni siquiera un experto jinete como Battlehaven podía sujetar a su animal.
Shipper procuró mantenerse sobre la silla, pero la mula lo lanzó sobre un cactus. Gritando de dolor, intentaba salir de aquel espinoso confinamiento cuando sintió que el suelo temblaba bajo sus pies.
–¡Terremoto! –gritó.
Shipper se dirigió tambaleante hacia su mula mientras Battlehaven intentaba sujetar a la suya tirando de las riendas.
El temblor duró unos segundos, pero fue suficiente como para cubrir el nacimiento del arroyo con toneladas de piedra. Donde había estado su fortuna se formaron unas cataratas que saltaban alegremente destruyendo sus sueños de riqueza.
Cuando la tierra dejó de temblar, Shipper miró la catarata y se puso a llorar como un niño.
–Esto es una calamidad –dijo Battlehaven innecesariamente.
–Sí –gimió Shipper–. Pensábamos haber encontrado nuestro destino, pero lo que hemos conseguido es una calamidad. Las cataratas de la calamidad.
Jo Ella Quillan abrió la puerta del café y entró con las manos en la cabeza. Tras ella, explotó el tubo de escape de un coche y Jo hizo una mueca de dolor.
El aroma a café recién hecho y bollos de crema la hizo sentir una náusea. Normalmente, aquel olor la haría salivar, pero aquel día tenía el estómago hecho polvo.
Beber por la noche no le sentaba bien. De hecho, beber raramente le sentaba bien, por eso no solía hacerlo. Desgraciadamente, la noche anterior había vuelto a su casa muy deprimida.
El sitio estaba casi vacío y Jo se sentó, dejando caer la cara sobre la mesa de cristal. No quería ver a nadie y estaba segura de que, si alguien la veía en aquel estado, no querría volver a mirarla. Quizá Lainey la dejaría quedarse allí todo el día, pensó, abriendo un ojo para buscar a su amiga.
Lainey Pangburn, la propietaria del café, se dirigía hacia ella con una bandeja en la mano.
–Eres una amiga –murmuró Jo, intentando tomar una taza de café.
–El café es para mí. Tú vas a beber agua hasta que expulses el alcohol que bebiste anoche –dijo Lainey–. ¿Cuánto bebiste?
–No lo sé –contestó Jo, tomando un sorbo de agua.
–Comprendo que estés deprimida. Que Steve te haya dejado es una canallada.
–No estoy…
–Sí lo estás –la interrumpió Lainey–. Es un cerdo. Te ha dejado porque su trabajo aquí ha terminado y tenía que volver a Tucson. Eres demasiado buena para Steve, Jo. No sé por qué estabas enamorada de él.
–No lo estaba.
–Sí lo estabas. Y te ha roto el corazón.
–No me lo ha roto.
–Sí te…
–Lainey –la interrumpió Jo, casi saltando sobre la mesa para silenciar a su amiga. Pero tuvo que pararse un momento porque la cabeza le daba vueltas–. No me ha roto el corazón. Ni siquiera me ha hecho una herida. No estaba enamorada de Steve y no estoy triste porque me ha dejado.
–No me lo creo.
Jo decidió ignorarla.
–Pero debería haber encontrado un momento mejor para decírmelo y no esperar a cortar conmigo cuando elCopper Potestaba lleno de gente.
Lainey la miró, escéptica.
–Si no tienes el corazón roto, ¿por qué te tomaste una botella de vino?
–Creoque solo tomé dos copas –corrigió Jo–. No puedo beber vino, me pongo fatal. Estaba enfadada porque he perdido cuatro meses con Steve Grover. ¿Qué clase de mujer sale cuatro meses con un hombre que, en realidad, no le gusta?
–Te gustaba –insistió Lainey–. De hecho, estabas enamorada de él.
Jo decidió volver a ignorar a su irritante amiga.
–Yo te diré qué clase mujer –dijo, moviendo el dedo frente a la cara de Lainey–. Una que necesita un cambio en su vida. Necesito un trabajo serio. Una vida nueva. Una casa nueva –añadió, tomando otro sorbo de agua–. Pero, ahora que lo pienso, quizá cambiar de vida no sea tan buena idea. Mira lo que pasó anoche cuando intenté convertirme en una alcohólica.
–Una botella de vino no te convierte en una alcohólica –dijo Lainey–. Eres una chica inteligente y una buena periodista. Es lógico que no te sientas satisfecha en Calamity Falls.
Jo se estiró la camisa.
–¿Y qué puedo hacer?
Lainey tomó un sorbo de café.
–Tú sabrás.
Jo se quedó pensativa.
–Me gusta Calamity Falls. Quiero mucho a mis tíos y me hizo ilusión echar una mano en el periódico cuando mi tío Don se puso enfermo. Pero ya está curado y puede volver a dirigir el periódico él solito.
–¿Adónde quieres ir a parar?
–Lo que digo es que me alegro de haber podido trabajar aquí, pero quiero hacer algo más importante, más serio. Este sitio no es suficientemente grande para mí –empezó a decir Jo–. Tengo el título de periodista, pero en Calamity Falls no pasa nada. He intentado escribir artículos y enviarlos a periódicos de Phoenix y Tucson, pero me los devuelven dándome las gracias amablemente.
–¿Qué clase de artículos?
–Uno sobre el peligro de las minas que permanecen abiertas a las afueras del pueblo. Otro sobre la crecida de las aguas del arroyo y el peligro que eso supone para Calamity Falls.
–Pues a mí me parecen temas interesantes.
–Eso pensaba yo –suspiró Jo–. Pero los editores solo quieren artículos sobre las excentricidades de la gente del pueblo.
Lainey sonrió.
–Ya se ha escrito sobre eso un montón de veces. Todos los periódicos y las televisiones del estado han pasado por aquí alguna vez.
–Lo sé. Suelen terminar en el periódico preguntando si tenemos algún loco nuevo.
–Dímelo a mí –suspiró Lainey.
Las dos mujeres se miraron. El flujo de excéntricos a Calamity Falls había empezado con el abuelo de Lainey, el doctor Julius Pangburn. Un profesor universitario retirado, Julius había llegado al pequeño pueblo diez años atrás y decidió que era un sitio perfecto para gente cuya forma de ver la vida no era la más corriente. Había hablado con todos sus amigos y colegas y, poco después, el pueblo se había llenado de gente con todo tipo de extrañas aficiones. Todos eran inofensivos, pero el alcalde había empezado a preocuparse por la reputación de Calamity Falls. Otro artículo sobre el asunto no le haría gracia a nadie.
–Tengo que encontrar algo nuevo, una buena historia para que algún editor se fije en mí –murmuró Jo, mirando alrededor. El café solía estar lleno de gente, pero aquella mañana estaba medio vacío–. ¿Qué pasa hoy aquí?
–Nada. Es que has venido más tarde de lo normal. Estaba lleno hasta hace media hora. Y entonces llegó Charlotte y anunció que iba a dar una de sus charlas sobre halcones. Los turistas salieron pitando.
–Al menos, ha dejado de hacerlo en medio de la calle.
Lainey suspiró.
–Podría dar sus charlas en el ayuntamiento.
Las dos mujeres se quedaron en silencio, pensando en cómo podía Jo cambiar su vida. Jo Quillan conocía bien a su amiga e imaginaba que estaría pensando algo en la línea de un nuevo peinado o un nuevo vestuario. O un nuevo novio. Pero Jo había decidido la noche anterior, bajo los vapores del alcohol, que no necesitaba nada de eso. Steve no le había roto el corazón. No se lo había roto. Si se lo decía suficientes veces, acabaría por creerlo. Lo que le había dicho a Lainey era verdad. Necesitaba un artículo que llamara la atención. Las historias interesantes no abundaban en Calamity Falls y tenía que ocurrírsele algo original.
Por el rabillo del ojo, vio entrar a un hombre fornido de pelo blanco, vestido con una especie de pijama de flores y zapatillas de deporte.
–Hoy tu abuelo sale a correr tarde.
–Anoche tenía una cita –dijo Lainey.
–¿No me digas que fue con Martha a…? –empezó a decir Jo.