Un golpe de suerte - Patricia Knoll - E-Book

Un golpe de suerte E-Book

Patricia Knoll

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Beschreibung

Julia 1046 Caitlin Beck y Jed Bishop no coincidían en nada... excepto en la mutua atracción que sentían. Él pensaba que ella era muy rígida. Mientras que Caitlin creía que Jed era demasiado frívolo. Todo lo que tenían que hacer los dos era terminar de restaurar la casa victoriana que habían comprado a medias y venderla; después, ya nunca más se volverían a ver, y cada uno viviría de la renta de su parte. Entonces, ¿por qué seguían encontrándose a cada momento en el pasillo?

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Seitenzahl: 205

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 1999 Patricia Knoll

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un golpe de suerte, JULIA 1046 - octubre 2023

Título original: Meant for you

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411805674

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

OTRA vez no!

Caitlin Beck introdujo la llave en la puerta de su apartamento y giró el pomo a la izquierda y luego a la derecha. No funcionó, y lo intentó de nuevo. La puerta seguía obstinadamente cerrada.

—Le pedí al señor Mellin que arreglara esto —musitó mientras se esforzaba otra vez. Frustrada, descargó un puñetazo contra la puerta. Tenía que haberse estropeado precisamente ese día, cuando estaba lloviendo a cántaros.

Caitlin dejó en el suelo su maletín, junto a las empapadas bolsas de comida y la correspondencia que había recogido en el piso inferior, y se agachó para examinar la cerradura. No había nada que hacer excepto llamar al encargado del mantenimiento del edificio, que se suponía tenía que ayudarla. El problema era localizarlo.

Por supuesto, siempre podía dirigirse al vecino del otro lado del pasillo, pero antes habría preferido recorrer todas las tabernas de Crystal Cove hasta encontrar a Barney Mellin, el empleado de mantenimiento que había contratado hasta el momento en que se convirtiera en plena propietaria de aquella casa. Se trataba de un hermoso edificio de estilo georgiano que había sido dividido en cuatro apartamentos, y Caitlin pretendía volver a transformarlo en la vivienda familiar que había sido. Había muchos jóvenes profesionales buscando alojamiento en Crystal Cove, y aquella sería una excelente casa para una familia una vez que quedara convenientemente restaurada y acondicionada. Por supuesto, los trabajos no podrían reanudarse mientras no se hubiera desembarazado del inquilino del otro lado del pasillo.

Los dos apartamentos del primer piso, ocupados con material de obra, estaban hechos un desastre. A Caitlin le desesperaba pasar cada día por allí y verlos en aquel penoso estado, lamentando todo el tiempo que estaba perdiendo hasta que no quedaran resueltos los problemas legales de la propiedad. ¿Y quién sabía cuándo sucedería eso?

Lanzó una sombría y rencorosa mirada a la puerta cerrada del otro lado del pasillo y siguió esforzándose en abrir la puerta. Sabía que el cariño que le profesaba a aquel edificio era absolutamente desproporcionado en relación con su belleza y con los costes que le estaba causando, pero se había enamorado de él desde el primer momento que lo vio. En aquel entonces le había parecido sencillamente magnífico, en lo alto del acantilado sobre Chrystal Cove, con su pórtico de columnas bañado por el sol del atardecer. ¿Cómo habría podido saber entonces que las escaleras crujían como si fueran a derrumbarse en cualquier momento y que el tejado tenía goteras? Pero probablemente no le habría importado ni aunque lo hubiese sabido, admitió con un suspiro. Había quedado deslumbrada, y no sólo con el edificio…

—¿Algún problema, Caitlin?

Permaneció encogida en aquella posición por unos segundos mientras se esforzaba por tranquilizar el acelerado latido de su corazón. Habría sido capaz de hacer cualquier cosa con tal de que su cuerpo no experimentara aquellas salvajes reacciones físicas cuando oía la voz de Jed Bishop. No había absolutamente ninguna razón para ello, pero no podía evitarlo. Además, ¿por qué siempre Jed tenía que aparecer en el peor momento? Parecía tener una especie de sexto sentido con respecto a ella.

—¿Caitlin? ¿Tienes algún problema? —le preguntó de nuevo.

—No, Jed —sonrió despreocupada—. Para nada.

—Pues parece que sí.

—Puedo arreglármelas sola.

—Estás empapada —le comentó él después de mirarla atentamente.

Caitlin abrió mucho los ojos, sorprendida, y se miró el traje.

—Eso me temo.

—La cerradura se ha vuelto a estropear, ¿verdad?

—¿Qué te hace pensar eso? —le preguntó ella a su vez, apartándose el pelo mojado de la frente. Odiaba que la hubiera sorprendido en una situación tan incómoda, con un aspecto tan deplorable. Nada más salir de la oficina, la lluvia la había empapado. Se había detenido a hacer algunas compras y había vuelto a mojarse al salir del supermercado. Luego, como el coche no le había arrancado, había tenido que esperar bajo la lluvia hasta que uno de los cajeros se ofreció amablemente a llevarla a casa.

El nuevo peinado por el que había pagado una fortuna hacía tan sólo unos días se había arruinado, y su traje de lino color crema no tenía mucho mejor aspecto. Jed, por el contrario, siempre lucía una apariencia magnífica, incluso vestido con unos vaqueros viejos y una camiseta gris de manga larga. Y siempre llevaba el pelo negro muy bien peinado. En aquel momento estaba apoyado contra el marco de su puerta, con un brillo de diversión en sus maravillosos ojos grises…

—No sé, Caitlin —sonrió—. Quizá porque has dejado todas tus cosas tiradas por el pasillo, y porque he creído escuchar unas expresiones muy ricas y gráficas procedentes de esos labios rojos tuyos…

—No hasta que apareciste. Y si te metieras en casa ahora mismo, no volverías a oír esas expresiones.

—Uy, uy, uy. Veo que todavía tenemos que mejorar nuestras relaciones de buena vecindad. Yo estoy dispuesto a ello, pero tú…

—Mira, si piensas que no soy una buena vecina, siempre puedes irte de la casa —le sugirió—. Con ello no herirás en absoluto mi sensibilidad, te lo aseguro.

—Pero te sentirías muy sola —replicó Jed—. Y yo tendría remordimientos.

—La soledad no es necesariamente mala, Jed, especialmente cuando la alternativa es tenerte a ti viviendo al otro lado del pasillo.

—Hay otra opción —repuso esbozando una sonrisa maliciosa—. Puedes venirte a vivir conmigo. Tengo un apartamento amplio, un gran dormitorio, una gran cama…

—Gracias, pero no —lo interrumpió Caitlin—. Puedes seguir durmiendo en esa cama tú solito.

Jed la miró significativamente, arqueando una ceja.

—Al menos sin mí —se corrigió ella.

Acababa de recordar el batallón de mujeres que había visto desfilar por el apartamento de Jed, día y noche, durante las tres últimas semanas. Nunca había visto nada parecido. Maria Rossi le había llevado rosquillas caseras. Sandra Hudson se había presentado con unas cortinas para el dormitorio, así como con una botella de champán y dos copas. Raeann Forbes estaba escribiendo una novela en la que aparecía Jed como protagonista. Dos señoras mayores, las gemelas Carlton, habían hecho el esfuerzo de subir hasta el segundo piso para llevarle dos jarras de mermelada y varios pares de zapatillas de ganchillo. Y había habido tantas otras que Caitlin había terminado por perder la cuenta.

Jed las había saludado a todas con deleite, invitándolas a entrar. Caitlin había intentado no contar el tiempo que Maria, Sandra y Raeann estuvieron con él en su apartamento; de todas formas, y sinceramente, no pesaba que hubiera sido suficiente para…. profundizar sus relaciones. Después de todo, ella sabía de primera mano que a Jed le gustaba tomarse su tiempo cuando hacía el amor. Le había dicho que no había que apresurarse y que… Maldijo en silencio. No era asunto suyo que él estuviera manteniendo relaciones con tres mujeres a la vez, ilícitas o no.

No iba a recordar lo que había significado estar en aquel dormitorio y en aquella gran cama… al menos no por undécima vez en ese día. Se había prometido a sí misma que sólo pensaría en ello diez veces por día sin rebasar ese límite. A la siguiente semana lo intentaría con cinco veces al día, hasta que el recuerdo se desvaneciera completamente.

Caitlin era una mujer muy decidida y organizada, y precisamente por eso había destacado tanto en su trabajo como asesora de inversiones, durante los cinco años transcurridos desde que salió de la universidad. Su inteligencia y determinación la habían llevado muy lejos. Pero desgraciadamente su inteligencia parecía haberse tomado unas vacaciones desde hacía unas semanas, justo cuando conoció a Jed Bishop.

Se apartó el cabello mojado de los ojos y se cruzó de brazos, mirándolo con expresión hostil, pero Jed cambió de tema:

—Llevo cerca de una hora en casa. ¿Dónde has estado tú?

—Trabajando, Jed. Es una actividad a la que se dedica la mayoría de la gente durante el día.

—¿Y mejora su situación? Eso es algo que me gustaría saber.

—La mayor parte de la gente piensa que sí. Les evita tener que pasar hambre y dormir al raso.

Había intentado conservar un tono ligero, pero debió de haberse traicionado en algún momento porque Jed le lanzó una rápida mirada.

—Yo también trabajo, Caitlin, sólo que no hago lo mismo cada día. Me gusta la variedad.

Eso no podía negarse. Algunos días trabajaba en sus negocios de construcción o supervisaba las propiedades que tenía en la ciudad; otros conducía un camión de la empresa de su hermano o entrenaba a jóvenes en un club de béisbol. Y durante la mayor parte del tiempo disfrutaba de la vida.

Esa era otra razón por la que las mujeres de la ciudad estaba tan locas por él. Tenía una sonrisa devastadora y una manera de moverse y de hablar que sugería que, en cualquier momento… podía hacer feliz a la primera mujer con la que se encontrase. Era un tipo absolutamente tentador para la inmensa mayoría de las mujeres… Caitlin incluida.

Jed dio un paso adelante, le quitó la llave de la mano y la introdujo en la cerradura. Por supuesto, funcionó. Empujó la puerta con un dedo, recogió del suelo su correspondencia y las bolsas de provisiones, y la invitó a pasar primero con una caballerosa reverencia.

Levantando los ojos al cielo, Caitlin agarró su maletín y entró en el amplio y acogedor salón. Con las paredes pintadas de blanco, tenía un cómodo sofá, muchas plantas y un enorme y vistoso tapiz con la estrella de Texas tejida, que había comprado el año anterior en una feria de artesanía. Aliviada de encontrarse al fin en su apartamento, se volvió hacia Jed.

—Gracias por tu ayuda —dijo con energía—. Hasta luego.

—¿Sabes? —esbozó de nuevo aquella diabólica sonrisa suya—. He creído detectar una insinuación para que me vaya, así que fingiré no haber oído nada —miró a su alrededor—. ¿No me vas a recompensar de alguna forma por haberte abierto la puerta?

—Obviamente ya estaba a punto de abrirla antes de que tú lo intentaras —repuso Caitlin dejando su maletín y el bolso en un antiguo escritorio que había restaurado ella misma.

—Oh, obviamente —convino Jed, sin molestarse en disimular su sonrisa. Luego llevó las bolsas de provisiones a la cocina y empezó a vaciarlas.

—Como si estuvieras en tu casa, Bishop —le dijo ella con tono irónico mientras examinaba la abultada correspondencia. Sólo llevaba algunos meses en Crystal Cove; ¿cómo podían haberla localizado tan pronto las empresas de apuestas y quinielas?

—Gracias. ¿Hay algo interesante en el correo?

—Evidentemente eso es algo que no te importa —lo fulminó con la mirada—. Pero no, no hay nada interesante.

—¿Ninguna carta de amor de algún chico de San Francisco con el corazón destrozado?

Caitlin lo ignoró.

—Teniendo en cuenta a lo que te dedicas, tengo que suponer que los chicos a los que presumiblemente abandonaras no deben de ser de ese tipo. Seguro que están demasiado ocupados calculando sus inversiones para enfermar de amor —especuló Jed.

—Jed, no voy a hablar de nadie de San Francisco contigo.

—Bien —rió entre dientes—. Dejaremos de hablar de los demás para hablar de ti.

—No.

—Caitlin, te conozco desde hace cerca de dos meses…

—Demasiado tiempo, en mi opinión.

—… y he llegado a la conclusión de que no eres una mujer a la que le guste correr riesgos.

Caitlin no podía negar eso, así que no dijo nada. Jed guardó unos botes de salsa en el armario y se volvió para mirarla con las manos apoyadas en las caderas. Luego señaló los sobres con apuestas que había recibido.

—Deberías rellenar estas quinielas y enviarlas. A ver qué pasa.

—Sé lo que pasará. Que me enviarán más, me perseguirán a donde quiera que vaya. Estoy convencida de que no hay organizaciones verdaderas detrás de esto. Simplemente las echan en los buzones y se reproducen solas, como conejos.

—Vaya, Caitlin —le dijo Jed, echándose a reír—. Es el primer comentario gracioso que te oigo en mucho tiempo.

—¿Qué puedo responder a eso? Te las arreglas para hacer aflorar lo peor de mí.

—Qué maravillosamente atractiva te pones cuando dices esas cosas.

Caitlin gruñó entre dientes. Resultaba imposible insultarlo. Utilizaba aquellos comentarios como escudo. Y, maldita sea, ¿por qué a pesar de todo sentía el impulso de sonreír ante algunos de ellos?

—En serio, Cait —continuó—. ¿Por qué no te arriesgas un poco y rellenas una de estas quinielas? Nunca sabes lo que la suerte puede depararte.

—No creo en la suerte, sino en el trabajo duro.

—Entonces te estás perdiendo un montón de cosas en la vida.

—Y tú eres justamente la persona que me dice que tengo que poner algo de picante en mi vida, ¿verdad?

—Picante y chispa.

Caitlin pensó que el picante se lo proporcionaría él, sin duda. Ojalá esa perspectiva no le resultara tan tentadora.

—¿Alguien te ha dicho alguna vez que tienes la fea costumbre de ocuparte de las vidas de los demás?

—Sí —respondió Jed, apretando los labios—. Bob Bailey me lo dijo hace cerca de un año, cuando le sugerí que renunciara a su trabajo en la tienda de su papá y se trasladara a las Islas Caimán.

—¿Qué sucedió? —preguntó interesada, muy a su pesar.

—Después de decirme que me dedicara a mis propios asuntos, lo hizo. Se compró un bar allí, se casó con una de las camareras… —Jed se detuvo para mirarla de soslayo.

—¿Y?

—Y un huracán borró su bar de la faz de la tierra.

—Me remito a ese ejemplo —repuso Caitlin.

—Pero aun así era lo mejor que podía hacer —insistió Jed—. Odiaba trabajar para su padre —tomó una botella de cerveza que había dejado en la nevera durante su última visita y la abrió. Luego miró las latas de refresco light que había—. ¿Quieres tú algo?

—Sí: que te vayas.

—¿Sabes? Si no fuera un chico confiado en sí mismo —sonrió, cerrando la puerta de la nevera—, podría empezar a pensar que no me quieres a tu lado.

—No te quiero a mi lado.

Caitlin ignoró la voz interior que la llamaba mentirosa y se dijo que no había podido herir sus sentimientos. Eso era imposible, pero aun así creyó vislumbrar cierta emoción en su mirada. Jed no replicó. En lugar de ello, bebió un buen trago de cerveza y se la quedó mirando durante unos segundos mientras el color de sus ojos evolucionaba a un gris profundo.

Caitlin intentó imaginar lo que estaría pensando. Le resultaba más cómodo pensar en Jed como en un error que había cometido; así no tendría que soportar su propia consternación porque se hubiera acostado con él sin conocerlo realmente. Algo que jamás antes había hecho. Y lo que era peor de todo: ella era la última de una larga serie de mujeres que habían caído bajo su hechizo.

Pero le gustara o no, estaba en deuda con él. Jed había conseguido que su tía Geneva la contratara como asesora de inversiones. Aunque en aquel momento se hallaba en Los Ángeles disfrutando de unas prolongadas vacaciones, su tía la llamaba con frecuencia para pedirle asesoramiento, un servicio que le proporcionaba buenos ingresos. Y aquellos ingresos estaban ayudando a mantener a flote el negocio de Caitlin, aparte de que sus conversaciones con Geneva Bishop siempre le levantaban el ánimo. Y lo mejor de todo, Geneva la había recomendado a varios de sus amigos.

Mirando en aquel momento a Jed, Caitlin sólo parecía ser capaz de recordar que su inicial intervención la había ayudado a empezar su negocio. Sabía que algún día aquel tierno corazón suyo le daría problemas… si no había empezado a dárselos ya. Se aclaró la garganta.

—Bueno, no estaba hablando del todo en serio.

—Sí que estabas hablando en serio. Quieres que me vaya, pero no has mencionado la otra opción. Podrías venderme tu mitad del edificio y mudarte de aquí.

—No. Ni aunque me ofrecieras diez veces su valor —respondió, irritada—. Jamás.

—Entonces estamos clavados aquí, ¿no? Sin poder movernos —se sentó en la mecedora, extendiendo las piernas—. Me encanta la manera en que utilizas las palabras, Caitlin. Debe de darte mucho resultado en el trabajo. Sabes poner a un hombre en su lugar.

—Mis palabras nunca te han puesto en tu lugar. Que, por cierto, está al otro lado del pasillo.

—Supongo que soy inmune —bebió otro largo trago de cerveza—. Con relación a esta casa, nos hallamos en un impasse, Caitlin.

—A causa de tu testarudez.

—Yo no soy el testarudo. Escucha, ambos deseamos lo mismo para esta casa: tenemos el mismo proyecto. No hay razón para que disolvamos nuestra asociación.

—Hay todas las razones del mundo.

—Cuando adoptas ese acento norteño, sé que ha llegado la hora de cambiar de tema de conversación… pero aún no hemos terminado —repuso Jed—. Bueno, ¿cómo te ha ido hoy?

—Bien, gracias.

—Mentirosa. Estás empapada y pareces un gato al que hubieran intentado bañar a la fuerza.

Mientras que él, pensó Caitlin, cómodamente sentado en la mecedora con las piernas extendidas y la botella de cerveza reposando en su estómago, parecía el anuncio de alguna novedosa técnica psicológica de relajación.

—Si mi aspecto te disgusta, ¿por qué no te marchas para que me pueda cambiar de ropa?

—Cariño, si te cambias de ropa mientras estoy aquí… a mí no me importaría nada en absoluto.

—¡Pues a mí sí!

—Pareces especialmente preocupada —Jed se levantó, mirándola detenidamente—. ¿Qué es lo que te ha pasado, además de haberte empapado por la lluvia? Si algo marcha mal con nuestra asociación, tengo derecho a saberlo. ¿Qué ha sucedido?

—Nuestra asociación que está a punto de disolverse, querrás decir —declaró con firmeza, pero Jed se limitó a sonreír. Con un suspiro, añadió—: Nada malo ha sucedido en el trabajo.

De hecho había tenido un día muy bueno, y finalmente había convencido al señor Harbel de que realizara una serie de inversiones. Ansiaba compartir aquella pequeña victoria con alguien. Con Jed. Pero sabía que contándoselo podría sentirse tentada a compartir con él otras intimidades. Había aprendido que necesitaba reservarse información para sí misma; desgraciadamente, eso era algo que tenía que recordarse a cada momento cuando se hallaba cerca de su vecino.

—Todo va bien —respondió con gesto indiferente.

—Entonces, ¿qué es lo que pasa?

—Si quieres saberlo —gruñó exasperada—, no me arrancó el coche después de pasar por el mercado de MacAllen. Sigue allí. Uno de los cajeros me acercó hasta casa.

—¿Por qué no me lo dijiste antes? —le preguntó, preocupado—. Cámbiate de ropa e iremos a buscarlo.

—No es necesario, Jed. Debe de haberse agotado la batería, que ya tiene cinco años. Llamaré al taller de Charlie y la cambiaré. Pasaré mañana por allí de camino al trabajo y…

—Alguien podría robártelo esta noche.

—¿El coche? —rió incrédula—. Un ladrón tendría que estar muy desesperado para hacerse con él.

—¿Para qué correr riesgos? Nunca sabes lo que puede hacer un ladrón y…

—¿Y qué? —le preguntó ella —. ¿Va a llevarse un Nissan de doce años con el guardabarros abollado y una puerta que no abre?

—Quizá. Charlotte Ferris solía tener un Nissan como ése cuando estábamos en la universidad, y la mayor parte de los chicos…

—No importa. Déjalo —lo interrumpió.

Caitlin lamentó haber sido tan brusca, pero pensar en Jed en compañía de la espectacular Charlotte Ferris… le suscitaba una emoción que se negaba a identificar como celos.

—Te propuse prestarte dinero para que te compraras un coche nuevo. Piensa en que un BMW o un Mercedes te vendría muy bien para tu trabajo.

—¿Para que mis clientes pensaran que derrocho el dinero en vez de administrarlo bien? Me daría una mala publicidad. No, gracias. No quiero tu ayuda, Jed. Cuando pueda permitírmelo, me compraré otro coche.

—¿Ahora quién es la testaruda? —exclamó, muy serio—. Anda, ve a cambiarte de ropa. Iremos a buscar el Nissan.

Después de lanzarle una iracunda mirada, Caitlin se volvió y entró en su dormitorio, cerrando cuidadosamente la puerta. Si ella era testaruda, se debía a que había recibido lecciones de un gran maestro…

Se apoyó en la puerta, abatida. Ni siquiera la animaba, como habitualmente le sucedía, el hecho de encontrarse en aquella habitación tan encantadora. La adoraba, sobre todo por la vista del mar que le ofrecían las ventanas, pero aquel día el cielo, el agua, todo tenía un color gris que concordaba perfectamente con su humor.

Todo le había parecido tan sencillo, pensó malhumorada mientras mientras se quitaba la ropa empapada y la colgaba de la barra de la cortina de la ducha. Desde mucho antes de licenciarse en la universidad había estado trabajando y ahorrando hasta el último céntimo como empleada de banco, hasta que llegara el día en que pudiera abrir su propio despacho, ser su propia jefa. Había hecho un estudio minucioso de las ciudades y pueblos de la costa de la Alta California. Su intención había sido encontrar un lugar agradable y acogedor donde establecerse durante el resto de su vida, en cuya comunidad pudiera integrarse.

Para nunca más tener que acompañar a nadie que huyera de una ciudad a otra para escapar de la ley; para que nunca más se despertara con un sobresalto preguntándose dónde se encontraba, en qué habitación de qué motel…

Crystal Cove le había parecido perfecta. Estaba a sólo una hora al norte de San Francisco, y a la vez era lo suficientemente pequeña como para poseer el tipo de ambiente que le gustaba. Pero… ¿quién habría podido adivinar que Jed Bishop irrumpiría en su oficina poco después de abrirla, esbozando aquella sonrisa de pirata, derritiéndola con la mirada en el mismo momento en que le tendió la mano? ¿Quién habría podido adivinar que a su simple petición de información seguirían invitaciones a cenar, ver películas, paseos… y que terminaría montando una sociedad con él para rehabilitar aquella casa? ¿Y que se mudaría al apartamento del otro lado del pasillo con el propósito de supervisar las obras….? ¿Y que lo celebrarían compartiendo una botella de champaña y… acostándose juntos?

¿Quién habría podido adivinar, por último, que ella, que medía cuidadosamente cada una de sus decisiones, acabaría completamente desquiciada en tan poco tiempo? Su angustia no se debía sólo a que se hubiera acostado con alguien a quien realmente no conocía ni amaba. Además temía que él la considerara simplemente como uno de sus proyectos, como el de volver a convertir aquellos apartamentos en una sola casa familiar, como el resto de sus actividades: entrenar al béisbol, ayudar a la gente.

Todos esos proyectos eran interesantes, maravillosos, pero Caitlin no quería formar parte de ellos. Sabía que Jed la veía como un enigma que necesitaba resolver, pero ella no quería que la resolvieran. Quería… no sabía a ciencia cierta lo que quería.

Todas las mujeres que lo visitaban parecían estar locas por él, lo trataban con gran intimidad, saludándolo con abrazos y besos… ¿Por qué no había notado ella que Jed la trataba de la misma forma? ¿Que para él ella solamente era una más en aquella multitud, quizá con una relación algo más cercana?

Esbozando una mueca, Caitlin se puso unos pantalones y un suéter azul de lana. Después de peinarse, como llevaba el pelo hecho un desastre, se lo escondió debajo de una gorra. Con su impermeable en la mano, salió del apartamento y se reunió con Jed en el pasillo.

Jed le lanzó una rápida mirada, como aprobando su nuevo atuendo y el renovado color de sus mejillas. Luego miró la gorra, frunciendo el ceño.

—Si no te hubieras cortado el pelo, no tendrías que escondértelo debajo de esa gorra.

—Gracias, Jed —repuso irónico—. Siempre sabes hacer que una chica se sienta especial. ¿Nos vamos ya?

—Venga.