Una canción de mar - Juan Luis Gomar Hoyos - E-Book

Una canción de mar E-Book

Juan Luis Gomar Hoyos

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Beschreibung

«Recuerda, España, que tú registe el imperio de los mares». Año 1780. España y Gran Bretaña, los dos imperios que se disputan el mundo y sus océanos, vuelven a estar en guerra. Gibraltar es asediada por tierra y por mar, en un intento por recuperar el Peñón perdido con el Tratado de Utrecht, mientras que, en América, España se pone del lado de las rebeldes Trece Colonias contra el rey inglés. Es, entonces, cuando Jorge Damián de Aizkorri, oficial médico cirujano, parte a un nuevo destino  en el navío Santísima Trinidad, huyendo de un escándalo que puede hundir su carrera y destruir su reputación. A bordo de ese buque, el más grande y artillado de su tiempo, hará buenas migas con un rudo marinero, Juan el Viruta, justo cuando a la Real Armada se le presenta la ocasión de asestar un golpe fatal a la Marina británica. Ambos compartirán secretos y anhelos, levantes y ponientes, abordajes y atraques, versos en esta canción de mar. Una canción de mar es una novela de aventuras que gira alrededor de una amistad que rompe convencionalismos sociales, con personajes que desbordan carisma y humanidad, y que, además, rinde homenaje al periodo de esplendor de la Armada española. Cuando navegar era un arte y una ciencia, y hombres como Jorge Damián de Aizkorri y Juan el Viruta vivían y morían sobre las cubiertas de un navío, impregnados del mismo olor a sal que dejan estas inolvidables páginas. «Prefiero vivir con la gente de mar. Prefiero vivir con la mar. Y si he de morir, prefiero morir con la mar». Juan de Olvera, el Viruta

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Seitenzahl: 528

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Una canción de mar

Juan Luis Gomar Hoyos

© de esta edición:

Una canción de mar

Desperta Ferro Ediciones SLNE

Paseo del Prado, 12, 1.º derecha

28014 Madrid

www.despertaferro-ediciones.com

ISBN: 978-84-128984-6-0

Diseño y maquetación: Raúl Clavijo Hernández

Coordinación editorial: Óscar González Camaño

Ilustración Santísima Trinidad págs. 374-375: © Juan Delgado Díaz-Madroñero

Primera edición: marzo de 2025

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados © 2025 Desperta Ferro Ediciones. Queda expresamente prohibida la reproducción, adaptación o modificación total y/o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento ya sea físico o digital, sin autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo sanciones establecidas en las leyes.

Producción del ePub: booqlab

Guardas delanteras:

Carta de la Bahía de Gibraltar / Por Don Tomás López, Geógrafo de los Dominios de S.M. Escala [ca. 1:28.000]. (W 5°26'58"-W 5°19'14"/N 36°12'02"-N 36°02'58") Tomás López, Madrid, 1779.

Nº 0475 del catálogo de Fondos Cartográficos del IGN, publicado en el año 2000. Obra derivada de Biblioteca del Instituto Geográfico Nacional CC-BY 4.0 ign.es

Guardas traseras:

Carta esferica de una parte del océano Atlantico: comprendida entre 14°.00'. y 44°.10'. de Latitud N. y desde 11°.00'. de Longitud al E. de Cadiz hasta 48°.10'. al O : Presentada al Rey nuestro señor por el excmo. señor Baylio frey Don Antonio Valdes Consejero de Estado, Secretario de Estado y del Despacho Universal de Marina y encargado interinamente de la Secretaría de Estado de Guerra, Hacienda, Comercio y Navegación de Indias. [Material cartográfico] construida por el brigadier de la Real Armada Don Vicente Tofiño de San Miguel Director de las Academias de Guardias Marinas; Bauzá lo delineó ; Josef Assensio lo escribió. Escala [ca. 1:6.945.000]. (W 45°15'11"-E 2°33'33"/N 12°22'01"-N 48°33'50") Depósito Hidrográfico], [Madrid., 1788]. Nº 0058 del catálogo de Fondos Cartográficos del IGN, publicado en el año 2000.

Obra derivada de Biblioteca del Instituto Geográfico Nacional CC-BY 4.0 ign.es

A mi hermana Sonia, la morenita pecosa que corre que se las pela. Que siempre seamos, en algún lugar del universo, dos hermanos que observan todo con asombro desde la mesa camilla.

índice

Título

Créditos

Índice

Dramatis personae

1.

En el que comienza esta historia cuando creí que la mía propia iba a terminar

2.

En el que se narra mi viaje hasta Cádiz y se cuentan asuntos muy particulares que retenían a la flota de don Luis de Córdova cerca de las Columnas de Hércules

3.

En el que se expone cómo la astucia y la prudencia pueden ayudar ante los avatares de la suerte

4.

En el que se muestra cómo la mar hizo poco por guardar la alegría con la que concluyó el capítulo anterior

5.

En el que por fin hace su aparición el tan nombrado y tan notable Luis de Córdova, y al que me reporto, para después verme, a pesar de su gran fama, incluso más sorprendido por sus virtudes

6.

En el que por fin embarco en el Santísima Trinidad y tomo posesión de mi puesto y del pequeño grupo de hombres a mi cargo, y en el que doy un desafortunado traspiés

7.

En el que por fin conozco a Juan el Viruta y da comienzo así una de las más extrañas amistades de la que se haya tenido noticia en los libros

8.

En el que mi relato viaja a tierras de herejes y se narran hechos de los que solo tuve noticia años más tarde, pero que presento aquí como si lo hubiera sabido todo en su momento

9.

En el que en aras de la agilidad del relato resumo algunas semanas de vivencias, acelero la narración de ciertos hechos y nos hacemos a la mar con frecuencia

10.

En el que se revela cómo otro eslabón de esta historia tiene lugar entre las Trece Colonias y la muy hermosa tierra de la Luisiana

11.

En el que por fin ponemos rumbo al Gran Asedio y conozco a notables personajes que allí sirvieron

12.

En el que protagonizamos unos hechos muy singulares y dignos de ser recordados, a pesar de su naturaleza inapropiada

13.

En el que toda la verdad sobre Juan el Viruta es revelada, y todo ello mientras bombardeamos la plaza de Gibraltar

14.

En el que se narra la convalecencia de Viruta y algunos otros hechos notables

15.

En el que se narran a mi criterio curiosos hechos de palacio que dirigirían los próximos acontecimientos de nuestras vidas

16.

En el que se narran ciertos acontecimientos asociados a nuestra misión de vigilancia y se refieren algunos hechos astronómicos

17.

En el que se narra el caso del extraño jabeque berberisco y su audacia extraordinaria

18.

En el que cuento los hechos de Inglaterra ordenándolos en el tiempo, a pesar de que todo lo supe pasados muchos años

19.

En el que se narran más acontecimientos del asedio, incluido un nuevo plan de Barceló

20.

Que versa sobre una productiva tarde de trabajo en el despacho de Floridablanca, y presenta una reflexión sobre el trabajo que supone gobernar

21.

En el que se narra la persecución en pos de una flota británica

22.

En el que se muestra cuán caprichoso es el destino, que viene a encontrarnos cuando ya habíamos dejado de buscarlo

23.

En el que se narran las graves decisiones que tomó la flota ante tan extraordinarias noticias

24.

En el que comienza nuestra travesía oceánica en busca del oro del inglés

25.

En el que descubrimos que las personas hacemos cosas que no responden a la razón

26.

En el que se ilustra cómo hasta la criatura más humilde y diminuta puede resultar crucial en el devenir de los acontecimientos

27.

En el que se narran los días previos a la llegada a nuestro destino y cierta inquietud sobre mí

28.

En el que se narra el día séptimo del mes de agosto, con nuestra llegada a las aguas de Madeira y el comienzo del duelo de inteligencia con la flota enemiga

29.

En el que se narra la larga jornada del día octavo de agosto, que pasamos en las aguas al norte de Madeira

30.

En el que prosigue la narración de aquella larga noche y el avistamiento del enemigo

31.

En el que se narran los hechos de la madrugada del 9 de agosto hasta el amanecer

32.

Donde se narran los extraordinarios acontecimientos que llegaron con el amanecer

33.

Que versa sobre los primeros sucesos de la mañana y en el que doy también alguna noticia para arrojar luz sobre estos hechos

34.

Que transcurre durante toda la jornada del 9 de agosto

35.

En el que comienzan los hechos que viví junto a algunos de nuestra tripulación el día 10 de agosto, y que bien pudieron llevarnos a la muerte

36.

En el que se detallan las acciones a bordo de la Nereide y de la dispar fortuna que vivimos

37.

Que narra los restantes asaltos a la Nereide y cómo la audacia de nuestros enemigos fue causa de tanto daño para nosotros

38.

En el que nos reunimos con nuestros compañeros y, tras nuestra llegada a Cádiz, cerramos algunas de nuestras historias

39.

Que, postrero, pone fin a esta relación de acontecimientos y da breve cuenta de lo que estaba aún por llegar

Eílogo

Santísima Trinidad

Glosario

Agradecimientos

Posfacio

Guide

Cover

Índice

Start

dramatis personae

Jorge Damián de Aizkorri, servidor de ustedes y narrador de esta historia. El resto de las cosas que quieran saber sobre mí las encontrarán en mis memorias.

Félix Henrique de los Cobos, el amigo y destinatario de las cartas de este narrador.

Escuadra de don Eduardo de Lhardy

Fragata Santa Teresa

Don Hernando de Casals, comandante.

Don Alejandro Massiá, teniente de fragata.

Don Eugenio de Mendoza, cirujano primero.

Don Patricio, contramaestre.

Navío Guipuzcoana

Don Eduardo de Lhardy, jefe de escuadra y comandante del navío Guipuzcoana.

Escuadra de don Luis de Córdova

Don Juan de Lángara, jefe de escuadra, desde el navío Real Fénix.

Santísima Trinidad. Oficiales de guerra.

Don Luis de Córdova, teniente general de la Armada del Océano.

Don José de Mazarredo, mayor general de la Armada del Océano, segundo de Córdova y miembro de su estado mayor.

Don Aniceto de Garay, capitán de bandera del Santísima Trinidad.

Don Andrés Jiménez, teniente de navío, segundo comandante del Santísima Trinidad y jefe de la tercera batería.

Don Joaquín Ortega, teniente de navío y jefe de la segunda batería.

Don Valentín Terrón y Pardo, teniente de navío y jefe de la primera batería.

Don David González, piloto de primera.

Don Manolo Carmona, contramaestre primero.

Don Juan Antonio Pérez, contramaestre segundo.

Don Buenaventura Fillol, sargento primero de los infantes de marina.

Don Sebastián Garmendia, capellán del navío.

Don Tomás Sotillo, finado cirujano primero, cuyo lugar tomé al principio de esta historia.

Guardiamarinas

Don Fernando Ledesma, Fernandillo.

Rancho del Viruta

Juan de Olvera, el Viruta.

Pedro Carvajal, Carvajá.

Manuel Osorio, Manué.

Alejandro Perea, Chico.

Bartolo García.

Jacobo García.

Cosme Hierro.

Luis, el Mellao.

El Antonio.

En la enfermería

Don Fermín Tobalina, cirujano segundo.

Don Luis García, barbero sangrador.

Don Manuel Liébana, barbero sangrador.

Don Francisco Mejías, alias Curro el Verde, barbero sangrador.

Otros marineros

Miguele y Tomasito, antiguos esclavos en Cuba.

Sebastián Fanlo. Sansón, infante de marina.

Rafael Jarauta, pañol de cocina.

Martinillo, pajecillo y ayudante de Jarauta.

Jefes de división

Don Jacinto Durán, capitán del Purísima Concepción.

Don François de Tribondeau, capitán del Protecteur.

Don Marcial Benjumea, capitán de la Santa Isabel.

Don Antoine de Beausset (escuadra ligera), Glorieux.

Don Philippe de Montbard, comandante de la Bourgogne.

La Nereide

Jacques de Sougni, comandante de la Nereide.

Vincent D’Albert, alférez de la Nereide y segundo del comandante.

El rey, sus secretarios y otras personalidades a su servicio

Carlos III.

Don José Moñino y Redondo, secretario de Estado y primer conde de Floridablanca.

Marqués de Castejón, secretario de Marina.

Martín Álvarez de Sotomayor, comandante de las fuerzas terrestres españolas del Gran Asedio de Gibraltar.

El Gabinete Negro del conde de Floridablanca

Pedro Pablo Abarca de Bolea y Ximénez de Urrea, conde de Aranda, embajador de Carlos III en Versalles.

Francisco Gil y Lemos, oficial de la Real Armada y espía al servicio de Carlos III destinado en Londres.

Francisco de Escarano, encargado de negocios de la embajada española en Londres.

Thomas Hussey, capellán de la capilla de la embajada del Reino de Nápoles en Londres.

Conde Pignatelli, embajador del reino de Nápoles en Londres.

Sir Steinert Portain, secretario del conde de Rochford, subsecretario para los países de Europa del Sur.

Enemigos de los intereses de nuestro rey Carlos

Jorge III, rey de la Gran Bretaña.

Sir William Howe, comandante en jefe de las británicas en América durante la Guerra de la Independencia.

1

En el que comienza esta historia cuando creí que la mía propia iba a terminar

En el mes de diciembre del año de Nuestro Señor de 1779 me encontraba en el más negro de mis días. Contábanse estos, agrupados en años, en poco más de veinticinco. Y es cierto que después de esta historia sufrí desgracias aún más graves y que la tristeza me devoró el alma hasta dejarme seco. Pero me detengo en estos hechos, y no en lo que ocurrió después, porque esta aventura me proporcionó unas vivencias y un aprendizaje que me acompañaron para siempre; y porque si durante mis años postreros no sucumbí a la desesperación, fue gracias a esto. Si alguna vez fui digno, si alguna vez brillé en la oscuridad del mundo, si alguna vez hubiera sido capaz de enfrentarme a mi padre sin bajar la mirada, fue junto a estos personajes de los que me dispongo a hablarles.

Ah, mi padre...

En este punto vuelvo al comienzo de mi relato. Hallábame yo sentado y solo en el coche de mi familia, los Aizkorri, naturales de Guipúzcoa. Un buen carruaje. La fortuna de mi padre era a medias heredada y a medias engordada por él mismo, pues era hábil en los negocios. Antonio era su nombre y Jorge Damián el que me dio al nacer; y en el momento inicial de este relato, yo le esperaba delante del edificio principal del Real Astillero de Guarnizo. La Real Armada había sido mi casa en los últimos siete años. Yo era uno de sus cirujanos. Me atrevo a decir que uno bueno: no carecía de ingenio e intuición, y no pocas vidas había salvado con mi arte. Pero recientes acontecimientos hacían de mi carrera en la Armada una vergüenza para mis compañeros y para mi propio padre, que tuvo que intervenir; era lo que estaba haciendo, de hecho, mientras yo esperaba.

Puede que, llegados a este punto, los lectores concluyan que mis letras son amenas y sinceras y no pueden pertenecer a una mala persona. A esos lectores, gracias. La verdad es que a pesar del entuerto del que me iba a sacar mi padre, no me consideraba un hombre malo. No me jactaba de bravuconadas, ni andaba presuntuoso como los fardabroqueles de las novelas que tanto me entretenían, ni me gustaba humillar a nadie ni engañar a ninguna mujer. Mi pecado, que a punto estuvo de costarme la vida, era la misma causa que por la que había rechazado ya dos arreglos matrimoniales y de que doña Teresita de Zúñiga había mojado su almohada con lágrimas púberes de desamor. Algo no puro ni casto, pero sí sincero, lo que es extraño en este mundo. Pues yo había puesto todo mi afecto en el teniente Félix Henrique de los Cobos –aún tiembla mi alma entera al decir su nombre– y fui correspondido.

Servimos juntos en el navío San Pedro y los días que pasamos en tierra fueron escasos y también los más felices de mi vida. Pero las malas lenguas y algún envidioso pusieron esto en conocimiento del teniente general. Cosa seria, pues a los que eran como nosotros, además de la expulsión de la Armada, les acortaban dramáticamente la expectativa de vida si caían en manos de un tribunal. Cuando lo supo mi padre, dudó si pegarme con su bastón o mandar preparar el bonito y caro coche de viaje de la familia. En efecto, habrán podido deducir que optó por esto último. Yo no le importaba gran cosa, ya estaban mis hermanos para llenarle de orgullo; pero no podía dejar que su apellido sufriera tal deshonor en el seno de la Real Armada. Se sabría pronto y la gente ya no respetaría igual, pues harían chanzas y él, que tanto respeto y envidia provocaba, que tantas boca callaba con una sola mirada, sería objeto de oprobio.

Andaba yo en estos pensamientos cuando la puerta del carruaje se abrió y la cara de mi padre apareció, buscándome con la mirada con agrio rictus. Su cuerpo se introdujo después y se dejó caer pesado sobre el asiento, provocando una suave oscilación en la suspensión del vehículo. Me torturó con su silencio unos instantes más, hasta que nos pusimos en marcha de vuelta a casa.

—Nada de esto se sabrá, está hecho. Un buen dinero me ha costado, maldito invertido. Has estado a punto de destruir a tu familia. —No fui capaz de decir nada—. Te cambiarán a otro departamento. Tienes un nuevo destino, uno bien lejos, al otro lado de España, para que nunca vuelvas por aquí. Un destino demasiado bueno para ti, después de lo que has hecho, pero los designios del Señor son así. Dios se lleva a los buenos consigo y nos deja las manzanas podridas en este mundo de mierda. Ha muerto el cirujano primero del Santísima Trinidad y Córdova ha solicitado uno con urgencia. Dentro de dos días zarpas hacia el puerto de Cádiz.

A veces me he imaginado la siguiente escena a bordo de aquel navío: la cubierta en silencio mientras cuatro marineros portan el cadáver del cirujano, bien envuelto en su sudario y con un peso en los pies para que las aguas no lo devuelvan. Su ayudante intenta en vano atender a los demás, pero es demasiado pronto para ponerse al frente, todavía le quedaban algunos años de aprendizaje. Y, sobre todo, me imagino junto al difunto camarada a un hombre menudo y delgado, aun visto de costado, de rostro lampiño, rubios cabellos apenas rizados y quemados por el sol y la mar y mirada torva, y que, sin embargo, le dedica en silencio una oración sumido en la profunda pena que le causa la pérdida de un amigo de verdad. Este hombrecillo que imagino es el Viruta, uno de los protagonistas de esta historia. Claro que sentado frente a mi padre, no podía imaginarlo todavía; quiero decir que lo he imaginado después, cuando reunía mis recuerdos para escribir esta historia y trataba de llenar todos los huecos. Pues pretendo ser narrador omnisciente de este relato y, con todo, soy mortal y sufro las limitaciones humanas. Tengo que completar lo que no vi con mi imaginación. El lector sabrá perdonármelo si el relato es bueno.

No le faltaba razón a mi padre. La muerte de aquel hombre era una desgracia, pero se convirtió en mi fortuna, pues permitió que hubiera una vía de escape aceptable para todos. También mi amigo tenía un buen apellido y todos estaban interesados en que nada trascendiera. A él lo enviaron a otro destino, bien lejos, en Nueva España, y yo me fui a sustituir a aquel cirujano, que de alguna manera se había ganado el respeto y la amistad, y en los meses siguientes bien llegaría yo a saber que no era fácil, de aquel tipo al que todos llamaban el Viruta por su menguado grosor.

Del amargo camino que me llevó a mi casa por última vez, solo recuerdo el acre cuchicheo de mi señor padre, del que pronto perdí el hilo, pues comenzó a sonar en mi mente como un molesto zumbido. Cualquier vergüenza que quisiera hacerme sentir, cualquier desprecio con el que intentaba corregirme, dejaron de afectarme pronto. Solo sentía la honda tristeza del que se despide de su más querido amigo sin esperanza de volverlo a ver. Que algo dentro de mí se rompía para siempre. Algo bueno y hermoso, pequeño y precioso como una perla. Una perla perfecta, sin mácula de vergüenza, por más que Dios, sus curas y sus monjas, el almirante y mi padre quisieran amenazarme con los fuegos del infierno. Pues yo sabía que aquel amor era bueno, como si Dios misericordioso lo hubiera puesto él mismo en mi pecho.

Sí, esos son mis recuerdos. Y puesto que poco más tienen de relevante para el objeto de mi relato, permítanme los lectores concluir este primer capítulo terminando una de las historias que presenta. No quisiera que los lectores se perdieran con la intriga de si de verdad volví a ver a Félix o no, y no pretendo resultar artero en mi relato, guardando giros y sorpresas, como hacen los autores de comedia. Esto no lo es, y la respuesta a esa pregunta es sencilla y amarga: durante años nos intercambiamos cartas y supe así que viajó a las Indias y que sirvió con honor. Que hizo un buen casamiento con una dama de buena familia y fortuna en La Habana, que le dio hijos. Y yo le contaba los sucesos de mi vida, si me permiten, más por aliviar el pesar de la distancia que para componer mi historia. Todas las cartas comenzaban con un «mi queridísimo…» y terminaban con un «siempre suyo…».

Volví a verlo, sí, veinticinco años después de los hechos que me dispongo a relatar, cuando la vida había incumplido todas sus promesas y mis sienes se teñían de blanco, tras haber vivido lo bastante para saber que en este mundo todo es una gran mentira, salvo unas pocas cosas, y después de que su espíritu hubiera abandonado su cuerpo. Lo encontré entre los cadáveres que las olas dejaron en la playa que desde entonces se llamó «la de las Ánimas», junto al cabo de Trafalgar, entre el 21 y el 30 de octubre de 1805, derrotada nuestra flota frente a Nelson. Sus ojos grises y su carne habían sido devorados por los peces, y sus hermosos rizos se mezclaban con las algas. Su corazón ya no estaba. Un proyectil había abierto un agujero en su pecho sobre la cubierta del San Juan Nepomuceno y por el que podría haber introducido mi puño, mas no mi dolor. En los meses siguientes se dijo que aquella derrota frente a Trafalgar fue el fin de la grandeza de nuestro imperio, que ya nunca nos recuperaríamos. Mas nada de eso me importó, ni me importa ahora. Solo sabía que mi amigo estaba muerto y con él el último destello de esperanza que iluminaba mis días. Qué es un imperio comparado con eso: ni el hombre más poderoso del mundo podría devolver la vida a Félix. Entonces, ¿de qué sirve nada?

Allí, empapado por las gélidas olas, abracé cuanto el destino me devolvió de él y lloré como un niño, y mis lágrimas se mezclaron con el agua salada que empapaba sus cabellos.

2

En el que se narra mi viaje hasta Cádiz y se cuentan asuntos muy particulares que retenían a la flota de don Luis de Córdova cerca de las Columnas de Hércules

No fue casualidad que, no un barco como entendiera mi señor padre, sino toda una flota de abastecimiento fuera a zarpar al día siguiente hacia Cádiz. Bien sabido es que en este año su majestad había declarado la guerra al inglés y, resabiado por los desaires de sus parientes francos, esta vez el rey Carlos tenía bien apretados los testículos de aliados borbones y enemigos herejes. Tal vez en la Real Armada más que en cualquier otra parte, era bien sabido que los franceses eran aliados poco fiables y que miraban mucho más su interés que la palabra empeñada.

Embarqué pues en la fragata Santa Teresa, de veinticuatro cañones y hermoso porte, capitaneada por don Hernando de Casals, natural de Barcelona y un hombre seco y correcto, sin más equipaje que mi bolsón, mis instrumentos y el icor de la melancolía en el alma. Deshaciéndose en disculpas, y ante mi negativa a tomar el lugar de ninguno de los oficiales, me acomodó junto a los infantes de marina, pues no había espacio para más. Formábamos parte de la escolta de un convoy de quince buques que llevaba municiones y tropas hacia Cádiz.

Pude comprobar, y no sin cierto alivio, que en verdad el escándalo se había tapado, pues no detecté ni una sola mirada de suspicacia en aquellos hombres. La mayoría estaban recién entrados en el cuerpo: sus mandos los miraban con más rigor, y los hacían formar y entrenar todos los días, lo que en tan reducido espacio causaba muchas incomodidades.

En mis años de servicio anteriores había conocido a muchos como ellos. Les había terminado extrayendo proyectiles y astillas, y también les había limpiado las heridas de los abordajes; después de aquello solían volverse más letales, pero también más callados. Tumbado en mi coy, con la mirada perdida más allá de las maderas de la cubierta superior, les oía apostar el dinero que aún no tenía a cuántos ingleses iban a destripar en los combates. Más de una fortuna se perdió jugando a los dados y las cartas y, si me permiten el chascarrillo, solo el destino los salvó de una ruina segura acortando el trayecto.

Yo solía departir con el cirujano de la Santa Teresa, don Eugenio de Mendoza, un hombre sereno y bien entrado en años, amante de latines y libros antiguos, admirador de la prosa de Julio César, y que, ya fuera a propósito o por simple despiste, como le gustaba simular, solía aplicar la gramática de aquel a nuestra lengua castellana, construyendo así oraciones tan peregrinas como «entre los marinos de la Real Armada, por mucho, sapientísimo, y prudentísimo, es don Luis de Córdova». Acompañaba estas aseveraciones con mirada soñadora y expresión solemne, y aunque fingía que las acababa de componer sobre la marcha, se me hacía evidente que meditaba sus peroratas en silencio en su gabinete, con la mirada perdida y frente a alguno de sus librotes abierto frente a él. Sin embargo, era un hombre bueno. Y además, aquella afirmación que he citado más arriba, la soltó mientras me daba noticias del hombre a cuyas órdenes iba a ponerme. Claro, que él era el único en referirse a Córdova como «don Luis». Para el resto de la Real Armada, todos lo conocíamos como…

—... el Viejo.

Esto último lo dijo el contramaestre y don Eugenio lo reprendió.

—Usted también, don Patricio, amigo mío…

Pero razón no les faltaba: don Luis de Córdova había visto pasar setenta y tres inviernos. Puesto que comandaba una flota combinada, su aparente senectud había sido aprovechada por los franceses para poner en duda su mando. Pero en eso el rey Carlos había sido inflexible.

—No es falta de respeto, Dios me guarde de faltárselo, don Eugenio —dijo el contramaestre—. Todavía es capaz de destriparlo a uno. Es como un lobo viejo y resabiado. Y buena faca lleva en el refajo, por si todo lo demás falla. Ya es viejo, ya —prosiguió—. Ha conocido a todos los reyes borbones. Se dice que lleva sirviendo desde los once años.

—¿Y qué hace con su flota en el Estrecho? —pregunté, curioso.

—Patrullar hasta el cabo de San Vicente para proteger a los mercantes de Indias y asistir al asedio de Gibraltar. La mayoría de los bastimentos y tropas que llevamos son para el asedio —dijo don Eugenio.

La mención a las Indias hizo viajar mi mente hasta mi amigo.

—Oí que viene con los franceses desde Brest —apuntó don Patricio—. El asedio los está apretando bien y ya no tardarán en caer.

—¿Y qué saben de su cirujano, el que ha muerto? —me atreví a preguntar—. ¿Fue en combate?

Don Eugenio pareció afectado.

—Se lo llevaron las fiebres. Una gran pérdida, muy desafortunada. Pocos barcos ingleses osarían plantear batalla al Santísima Trinidad: los muy cobardes solo atacan cuando todo les resulta favorable. ¿Ha combatido contra ellos?

—No —repuse, sin dar más detalle de mis destinos anteriores.

—Ese barco es la gloria de nuestra flota —dijo don Eugenio con orgullo—. Tres cubiertas y ciento veinte cañones bendecidos por el obispo de Toledo. Es un arma de Dios creada para castigar herejes, un nuevo círculo del infierno en la tierra.

Don Patricio sonrió con un poco de malicia.

—¿Saben? Se dice que don Luis es más viejo que los árboles talados en Cuba para construir su barco.

A pesar del poco espacio para las comodidades y las atenciones entre tanto ajetreo, el segundo día de la travesía, don Eduardo de Lhardy, capitán de navío y jefe de la escuadra, me hizo llegar una invitación para cenar con los demás oficiales de la escolta en la Guipuzcoana. A la hora del ocaso, justo después de unirme a la alegre compaña en la toldilla, una lancha nos transportó desde el Santa Teresa. Subí a bordo de su barco frente a los majestuosos acantilados constituidos como contrafuertes que hay más allá de la boca del río Eo. Éramos los últimos en llegar. Para ese momento, Lhardy y el capitán de la Guipuzcoana estaban sentados frente a un tablero de ajedrez sobre la mesa del pequeño salón.

—Sean bienvenidos, señores, y les ruego aguarden unos instantes. El señor Bohomonde y yo llevamos jugando esta partida varias semanas por correspondencia. Esta misión quizás nos permita terminarla.

A continuación movió su dama hasta amenazar al rey enemigo, lo que obligó a su rival a capturarla con su torre mientras contenía una sonrisa de satisfacción mordiéndose el labio.

—Un sacrificio, señor Bohomonde, no se confíe. Una pérdida aceptable en pos en un fin más elevado.

—Desde luego, excelencia —dijo el capitán.

—Anotemos los movimientos y continuemos más adelante. Si los vientos no son demasiado propicios, espero derrotarle antes de llegar a Cádiz.

En la Real Escuela, el ajedrez era un pasatiempo habitual. Algunos de los jóvenes más talentosos del reino se educaban allí, y no pocos se enfrascaban en terribles duelos intelectuales sobre las sesenta y cuatro casillas, como complemento a la ciencia y la esgrima. En aquellos años fui un gran aficionado e incluso estudié algún tratado antiguo que encontramos en la biblioteca. Ya había perdido práctica, pero sabía analizar el tablero. Pude darme cuenta que Lhardy tenía un plan para recuperar su reina coronando uno de sus peones en su columna de alfil de rey. Salvo que Bohomonde se diera cuenta, aquella coronación sería también el jaque mate. Entonces mi mirada se cruzó con la del jefe de escuadra. Yo no estaba bajo su mando, por lo que podía relajarse conmigo; tras asegurarse que nadie más lo miraba, me sonrió: me había leído el pensamiento.

A continuación, su ayudante dispuso las copas, los platos y los cubiertos, y una pequeña fuente con estofado y verduras hervidas fue dispuesta en el centro. Se sirvió un amontillado procedente de la propia bodega de Lhardy. Nos sentamos a comer y, no bien se terminó de servir, el jefe de la escuadra informó de los detalles de la misión.

—Nuestro primer objetivo es llevar la flota a Cádiz. Desde allí podrán transportarlas al asedio los barcos de Córdova cuando les sea propicio, pero eso ya no es cosa nuestra. No esperamos fuerte oposición, pero sí debemos darnos prisa: nuestros informes indican que una importante flota de abastecimiento a manos del almirante Rodney se dispone a zarpar, o lo ha hecho ya, desde Gran Bretaña y se dirige a la Roca. Más de doscientas embarcaciones y una escolta de más de quince navíos de línea y muchos barcos menores.

Se hizo el silencio.

—Don Hernando —preguntó Casals—, ¿qué relación tiene eso con el regreso de Córdova y los franceses desde Brest?

Lhardy asintió como si esperara la pregunta.

—La organización del convoy fue detectada tiempo atrás por nuestros espías en Londres. El plan del marqués de Castejón y el mando francés consiste en interceptar en Brest. Pero si algo sale mal, les toca a Córdova y a Lángara, uniendo sus flotas, bloquear la entrada del Estrecho e impedir el reabastecimiento de Gibraltar.

—¿Y qué sentido tiene dividir la flota de Brest, entonces? —inquirió don Eugenio—. La flota de Rodney es enorme.

—Porque demasiado tiempo han estado nuestros barcos en el Canal, y los de América deben ser protegidos en su llegada a Cádiz. —Se acomodó, dispuesto a disipar todas las dudas—. Verán, puesto que la Real Armada considera que la flota en Brest hace segura nuestra travesía, solo puede verse amenazada por pequeñas embarcaciones corsarias que se refugien en Portugal. Para eso nos bastamos y eso es todo en lo que quiero que piensen. Navegaremos lo más rápido posible frente a las costas de Portugal y, después de doblar San Vicente y Santa María, entregaremos nuestra carga. Nuestros recursos son limitados y considero que, si Rodney ha pasado y va por delante, no es peligroso para nosotros. Aun así, Casals se adelantará en descubierta. Pero el peligro reside en que se halle al norte de Finisterre y nos alcance por la retaguardia frente a Portugal. Por eso, el San Carlos se mantendrá destacado tras la flota. Es la única que puede adelantarse y avisar. En este pliego detallo todas sus órdenes hasta Cádiz. —Señaló unos papeles que tenía a su diestra—. Confío en ustedes.

La verdad es que apenas pude pasar tiempo con don Eduardo de Lhardy, pero sí puedo decir que mucho de lo que después me aconteció fue posible gracias a aquel sencillo pliego doblado con primor y lacrado con su sello. Todo lo cual, ahora que ha pasado el tiempo, alberga una enseñanza sobre el orgullo: pues para hombres como aquellos, jóvenes, con el alma llena de conocimiento y el corazón valeroso, surcando el mar en hermosas naves empujados por el viento, casi como ángeles del Señor que rozaran la superficie del agua en su vuelo, sería fácil sentirse indestructible. Pero basta una pequeña idea, una infeliz decisión, un paso mal dado, un nombre diferente en ciertas órdenes, para mandarnos a engrosar la corte de esqueletos de marinos muertos, allá abajo, en los dominios de Neptuno.

3

En el que se expone cómo la astucia y la prudencia pueden ayudar ante los avatares de la suerte

Al principio no fueron más que unas velas en el horizonte, al norte de nuestra flota. Pero tal es la naturaleza de la guerra en el mar, que le da a uno la oportunidad de ver llegar su negro destino durante largas horas, cuando todo está a favor del oponente, y tiene tiempo de morir muchas veces mientras el enemigo se acerca a distancia de fuego. Lo he visto muchas veces en mi vida: desear que empiece ya el combate y que la vida o la muerte se decidan en un lance fugaz; y que, si se ha de morir, llevarse consigo a cuántos enemigos pueda. Morir con honor, antes de pasar un solo minuto más con el miedo atenazando el corazón.

Situados en descubierta casi cuatro millas al sur del convoy, después de doblar el cabo de Finisterre, navegábamos ya frente a la costa de las rías cuando la San Carlos, que vigilaba la retaguardia, divisó al enemigo. Los cañonazos de aviso se transmitieron en poco tiempo. Yo estaba en el alcázar con Casals cuando los fogonazos de la Guipuzcoana alertaron al resto de las fragatas, desplegadas en abanico. Lhardy había empleado bien sus recursos y, al menos, el enemigo no lo había sorprendido; debió de desconfiar de los franceses y su vigilancia de Brest desde el principio.

Desde ese momento nos aguardaban tensas horas, pues en primer lugar debía confirmarse si aquellas naves eran la vanguardia de Rodney. Todos sabíamos que las naves inglesas eran más rápidas y, con el viento del norte que soplaba, lo tenían todo a favor para alcanzarnos. Un nudo de diferencia en la velocidad podía hacer que una persecución se prolongara hasta la noche; con dos era posible que alcanzaran a Lhardy y los cargueros antes de la puesta de sol. Sin embargo, Casals, tras esperar la segunda salva de señales para asegurarse bien de la información, cedió el mando al teniente de fragata y descendió a su camarote; de allí salió unos segundos después con las órdenes recibidas en la mano.

El teniente Massiá preguntó si tocaban zafarrancho, pero Casals negó en silencio. Pareció calcular mentalmente y comprobar la colocación de las velas.

—Mantenemos el rumbo —dijo al final—. Teniente, encárguese de que no escape ni un soplo de viento de nuestras velas. Y prepárese para desplegar las rastreras: es posible que tengamos que hacerlo y, si es así, más nos vale que se haga rápido.

Pude ver en el rostro de Massiá la misma sorpresa que nos causó a todos el capitán.

Durante la guardia siguiente se hizo un silencio total en el barco. Todos se esforzaban por cumplir sus tareas, pero los hombres que descansaban se agrupaban en la borda y miraban hacia popa, hacia el norte, donde las velas de nuestra flota comenzaban a quedarse atrás. Casals se mordía el labio.

De repente, el viento trajo el rumor de más cañonazos. Los marineros comenzaron a murmurar. El sargento de los infantes de marina se mordía las uñas y todos miraban con ansiedad al capitán, que a pesar de todo se negaba a tocar zafarrancho.

—¡Mirad! ¡Están virando! —se oyó exclamar a uno de los vigías.

Así era. Despacio, las velas de nuestra flota comenzaron a moverse, separándose entre ellas. La distancia hasta nosotros creció con rapidez. Fue entonces cuando el capitán susurró algo a Massiá, y este, pálido, tras confirmar la orden, la entregó al contramaestre.

—¡Don Patricio, larguen alas y rastreras!

Don Patricio repitió a la marinería, confirmando la orden.

—¡Alas y rastreras! ¡Sí, mi señor teniente de fragata! ¡Vamos, señores!

Fue como si el barco entero despertara. Las brigadas de marineros treparon por los obenques y se repartieron por las vergas. Extendieron los botalones para prolongar la longitud de estas y poder cazar así las nuevas velas; de haberlas montado antes, la veloz fragata se habría adelantado en exceso al convoy, pero en aquel momento, era claro que Casals no pensaba virar y asistir, sino huir de allí lo más rápido posible en dirección a Cádiz.

Massiá solo se acercó al comandante cuando la maniobra estuvo casi terminada. Yo estaba cerca y pude oírlos.

—Mi comandante… —dijo, pero el capitán le interrumpió.

—Teniente de fragata Massiá, reúna a los oficiales.

En pocos segundos todos estaban alrededor del capitán.

—Excelencias, nuestros peores temores se han hecho realidad. La última salva de la Guipuzcoana informaba de una flota enemiga de veintidós navíos de dieciocho embarcaciones ligeras. No hay duda, es la flota del almirante Rodney. Ha salido antes de lo que esperábamos, o bien ha navegado más rápido de lo habitual, y desde luego no ha encontrado oposición mencionable en la flota francesa. Están intactos y han caído sobre el comandante Lhardy.

Todos se mantuvieron en silencio, atentos a las palabras de Casals.

—No obstante, nuestro jefe de escuadra previó esta eventualidad —prosiguió—. Rodney cuenta con el barlovento y con navíos más rápidos que nos triplican en número. El convoy está perdido, pero nosotros intentaremos escapar, pues llevamos algo más preciado que el oro: información. Nuestras órdenes son navegar a todo trapo a Cádiz e informar a Córdova de la composición de la flota y su posición estimada.

—Un sacrificio —susurré—, una pérdida aceptable en pos de un bien mayor…

Casals me miró sin decir nada.

—Nuestra ventaja no es tan grande y no hay puertos amigos hasta doblar el cabo de Santa María —intervino Massiá—. Es una carrera a lo largo de toda la costa de Portugal. La flota inglesa puede alcanzarnos.

Casals le reprendió con la mirada.

—Si todo fuese mal, Lhardy iba a ordenar a la flota que se dispersara. Cada uno de los mercantes navega en un rumbo distinto. Los capturarán, oh, sin duda…, pero luego tendrán que ordenar la presa y reorganizarse. Eso es todo lo que nuestro jefe de escuadra puede hacer por nosotros. Nuestra parte es conseguir que no haya sido en vano.

Todos sentimos un estremecimiento en la nave bajo nuestros pies cuando sus alas se tensaron. Estando ya todo dicho, poco a poco todas los sonidos y voces se fueron apagando, y solo se oyó el crujido de palos y estayes y la salpicadura de las olas bajo nuestro casco.

A mi criterio, entre todas las invenciones del ingenio humano, no existe ninguna más hermosa que un velero: la hermosa curva de las líneas de su casco cortando el agua, las blancas velas desplegadas como las alas de un ángel que lo impulsan más allá de las olas, la precisa posición de equilibrio de los cabos ante la tensión en las velas... La belleza de la forma precisa.

En estos pensamientos me perdía, ajeno a todo, mientras observaba el complejo aparejo de la Santa Teresa. Don Patricio era un contramaestre eficaz y tenía a toda su tripulación bien preparada. La nave crujía bajo la transmisión del impulso del viento al trapo, de este a los cabos y vergas, hacia los palos, y de estos, al casco. Aprovechábamos tan bien el viento que cuando la proa se alzaba con una ola, la nave parecía querer despegar del agua.

Si alguna nave de la flota podía adelantarse a los ingleses, era la Santa Teresa. Aun así, nos aguardaban más de seiscientas millas: no tardaríamos menos de tres días.

—Si los ingleses no se han dado cuenta de nuestra huida, viviremos; en caso contrario nos darán caza y probablemente moriremos —me confió Casals cuando paseaba por la cubierta, con la mirada perdida en el horizonte—. Solo podrían alcanzarnos con otras fragatas como la nuestra; pero si está todo perdido, no pienso entregar mi navío sin lucha.

Eso era todo. La vida y la muerte dependían de si alguien veía desaparecer una pequeña vela en el horizonte.

Cayó la primera noche sin que tuviéramos perseguidores a la vista. El refrigerio en la cabina del capitán fue frugal y estábamos todos agotados, pero hubo algo de optimismo. La noche era nuestra mejor amiga, aunque nuestro rumbo era previsible si venían en nuestra caza. La hora de la cena se adelantó para poder apagar todas las luces. La luna saldría tarde aquella noche; entre los huecos de las nubes, nos iluminaba el fulgor de plata de las estrellas. El nuevo turno de marineros tomó posiciones. Don Patricio se negó a retirarse a descansar hasta cerciorarse de que todo estuviera preparado.

—Mañana veremos, don Jorge —me dijo—. Mañana veremos si no los tenemos a nuestra zaga.

El alba tiñó de rojo la tierra que veíamos a babor. Me desperté temprano y corrí al alcázar. Casals ya estaba allí, en la aleta de estribor, observando el horizonte. El teniente de fragata Massiá estaba a su lado.

—Mala suerte: sí que nos vieron —comentó a Massiá, pasándole el catalejo e indicándole la dirección en la que debía mirar—. Tres velas. Y son bastante diestros, se aproximan desde el noroeste. Intentarán cortarnos la retirada mar adentro. —Se encogió de hombros—. Tanto da. Si piensan que podríamos huir en esa dirección es que no saben que la flota de Córdova los aguarda en el Estrecho… Podemos conseguirlo.

Le apretó el hombro y el teniente asintió con la cabeza.

—Muy bien. El viento comienza a rachear. Acérquenos a la costa, señor Massiá. Hasta que podamos contar los mejillones de sus rocas. Y que todos los que estén ociosos suban a cubierta. Cualquier cosa que haga resistencia al viento de popa aumentará la velocidad.

La rutina del día se hizo con eficiencia, pero todos los hombres miraban de cuando en cuando por encima del hombro para ver la posición de los ingleses. A mediodía se hizo evidente que, a pesar de todos nuestros esfuerzos, nos estaban alcanzando. Midieron la latitud, la velocidad y la sonda.

—Menos de cuatro millas nos separan, no más —calculó Massiá—. Y estamos navegando a trece nudos. Es como si los impulsara el diablo.

Casals pareció meditar algo.

—Hace algún tiempo comenzamos a recibir informes sobre el uso por parte de los ingleses de láminas de cobre para forrar el casco. Algunos piensan que les permite aumentar la velocidad. No es algo diabólico, Massiá: es ciencia. Pero nosotros también la poseemos, aguarde un poco.

No se equivocaba el capitán. A mitad de la tarde, una vez dejamos Cascais y Lisboa atrás, volvimos a aumentar la distancia. Cuando subió de nuevo a cubierta, nos pidió que le confirmásemos la posición del enemigo.

—Los hemos dejado atrás —dijo Massia.

Casals sonrió.

—Se habían internado demasiado mar adentro. Aun piensan que intentaremos huir hacia el oeste. Y este viento cae antes allá. —Señaló con una mano—. Cerca de esta costa, todavía soplará fuerte un rato más, hasta que caiga la noche por lo menos. Sin embargo, hemos ganado unas horas, pero nada más. Si son listos, y lo son, estarán acercándose a la costa.

Era aún de madrugada cuando me despertó el sonido de objetos cayendo al agua. Entonces oí los golpes y el sonido de las sierras y hachas cortando madera. Me levanté presto y subí a la cubierta superior. Tuve que dejar paso a dos marineros que cargaban uno de los bancos desmontados del salón de oficiales. Otros venían detrás con más objetos.

Don Eugenio se acercó a mí cuando me vio aparecer.

—Aligeramos la carga. El viento está cayendo y hemos bajado a nueve nudos. Casals está muy nervioso. Dejamos atrás todo lo que no sea munición, agua y comida para dos días. A fin de cuentas, si no lo conseguimos en ese plazo, ya no lo lograremos.

Miré al mar, donde se perdía todo lo que estábamos tirando. Primero arrojamos la parte de bastimentos que llevábamos para el asedio, y que Lhardy había distribuido entre todos los navíos; cuando esto no fue suficiente, el capitán exigió que lo primero que se desmontase fuera su camarote y el de los oficiales. Cualquier mínima comodidad fue cortada o desmontada y arrojada por la borda, hasta que la cubierta inferior quedó despejada. Todo lo que no fuera estructura había sido eliminado. Luego vinieron los toneles de agua, vino, vinagre y alimentos de más.

Casals seguía en el alcázar, supervisando todo. Comprobaba la última medición de la corredera: habían ganado algo más de medio nudo.

—No queda nada más que podamos tirar, mi comandante —oí decir a Massiá.

En el horizonte, por encima de la oscura costa, se perfilaba la línea azul del alba. El vigía dio entonces el aviso. De nuevo las velas enemigas estaban detrás del Santa Teresa, y esta vez ya divisábamos el casco completo. Eran tres fragatas, estaban a menos de tres millas y el día comenzaba.

—¡Aquello es el cabo de San Vicente! —exclamó entonces el teniente Massiá.

Si estaba lejos o cerca, no podría juzgarlo con certeza, pues el juicio se nubla cuando se somete a gran tensión. Tampoco sabíamos si hallaríamos la salvación al doblar el cabo, pero en tales ocasiones, deseábamos aferrarnos a cualquier cosa que nos diera esperanza. Y, por los dioses antiguos, habíamos realizado una regata prodigiosa: era probable que jamás se hubiera realizado más rápido la travesía de la costa portuguesa en toda la historia de la Real Armada.

Casals ordenó zafarrancho y de nuevo la Santa Teresa cobró vida como un hormiguero pisoteado por un niño. Se izó el pabellón y la tripulación lanzó hurras y vivas al rey, a la Virgen y a Dios, Nuestro Señor. Las lanchas se arrojaron al agua y se echó arena sobre las maderas. Se abrieron los pañoles de armas. Los trozos de marinería recibieron hachas, sables y chuzos. Los infantes de marina formaron en cubierta y tomaron posiciones. La pólvora de la santabárbara comenzó a distribuirse a los artilleros, que prepararon la primera carga de los cañones y aguardaron. Yo mismo reclamé a Massiá al menos un sable, que recibí gustoso además de un par de pequeñas pistolas.

—Pero si don Eugenio le reclama, deme su palabra de que le asistirá —insistió cuando me dio las armas.

—Por supuesto —contesté confiado.

El corazón me latía con fuerza: en esos momentos, solo deseas que el enemigo se ponga a tiro y comience el combate.

Don Patricio mantuvo la calma a pesar de los preparativos y con la brigada que hacía el turno de maniobra siguió trabajando en las velas para que no se desaprovechara el viento. Y gracias a él fue que, aunque los ingleses eran más veloces, se acercaban más despacio de lo que habíamos calculado por la mañana.

Era ya casi mediodía cuando llegamos al cabo de San Vicente. De las tres naves enemigas, la más adelantada, que también lucía el pabellón, estaba casi a tiro; las otras dos le seguían a buena velocidad. Si no ocurría nada, antes de dos horas estaríamos jugándonos la vida y la honra a cañonazos. Oímos el estruendo de una detonación y una columna de agua se elevó a nuestra popa. Fue un tiro de cálculo hecho desde los cañones de persecución.

La tripulación rezaba y un gran hurra surgió de sus gargantas cuando el mar, al otro lado del cabo, se abrió a nosotros. De pronto se oyó el flamear de algunas velas. ¡El viento estaba rolando a toda velocidad a suroeste! Nuestra velocidad cayó durante unos minutos, el tiempo que tardaron las brigadas de don Patricio para arriar todas las alas y rastreras y cazar todo el aparejo ajustado el al nuevo viento que nos entraba por el costado de estribor.

—¡Velas! ¡Velas españolas al suroeste! —gritó el vigía.

Corrimos todos a verlas, y un gran grito se elevó sobre la cubierta, porque allí, a unas cinco millas de distancia, divisamos por fin la flota de Córdova, que parecía terminar de realizar la bordada previa a formar la línea de batalla. Nos habían divisado, a nosotros y a los ingleses, y se preparaban para la batalla.

Lo habíamos conseguido.

4

En el que se muestra cómo la mar hizo poco por guardar la alegría con la que concluyó el capítulo anterior

No bien hubieron divisado los ingleses a nuestra flota, dejaron de perseguirnos y maniobraron para mantener la posición, aguardar e informar al resto de la flota de Rodney, que ya no estaba lejos. Pronto nos dimos cuenta de que habíamos escapado de un combate desigual para poder unirnos a una batalla mayor si cabe. Pero el duro trabajo de los días pasados había incendiado nuestros corazones y la ocasión para devolverles la angustia que habíamos vivido nos dio nuevas fuerzas. Pusimos pues rumbo adecuado para encontrarnos con los nuestros.

Sin embargo, al aproximarnos, observé cómo los oficiales miraban con ansiedad a la línea que el teniente general estaba formando. O al menos, eso creía yo. Porque cuando comenzamos a contar los navíos, descubrimos algo que no cuadraba.

—Nueve navíos y dos fragatas. ¿Eso es todo? —incidió Massiá.

—Y ninguno es el Santísima Trinidad —dijo el comandante—. No, Córdova no está. Teniente, envíe mensaje con la composición de la flota enemiga.

Tomó entonces el catalejo para localizar el buque insignia e identificar al jefe de la flota. Pronto encontró la insignia en el palo de mesana del navío de línea de más porte: el barco del jefe de escuadra. Reconoció entonces la embarcación.

—El Real Fénix. Es Lángara, y no Córdova, quien les comanda. El Viejo no está —comentó entonces—. Vaya, qué mala suerte.

En ese momento Casals me vio la cara de sorpresa. Y quizás también algo de miedo.

—Vamos, vamos, alégrese, don Jorge. Antes nos triplicaban. Ahora solo nos doblan el número. Será un combate más justo.

—Hay mala mar —remarcó don Patricio—. Es posible que los nuestros se hayan dispersado.

La salva de cañonazos sin proyectiles se lanzó desde la batería de estribor y se repitió tras unos minutos.

—Se van a llevar un buen susto —dijo Massiá.

La nave de Lángara izó señales para indicar a la Santa Teresa que ocupara su lugar detrás de la línea de batalla, junto a las demás fragatas; de modo que nuestro piloto, una vez sobrepasó la línea, orzó a babor y se dispuso a barlovento, recogiendo todo el trapo salvo las gavias, a la espera, como el resto de la flota: así vimos aproximarse a nuestros enemigos. Lo que también trajo el viento del suroeste fue mucha humedad, que pronto levantó una bruma a nuestro alrededor que ocultó de la vista el cabo de San Vicente y la ruta de aproximación de la flota de Rodney. Durante una hora, tal vez algo más, mantuvimos la formación mientras Lángara debía de estar discutiendo con sus capitanes qué hacer. Les habíamos dado algo en que pensar y todos esperábamos tener que enfrentarnos a Rodney en mejores condiciones.

Ah, Córdova... ¿Dónde estaría el Viejo ahora?

Fue nuestro vigía el que, a través de un jirón de bruma, divisó una formación de naves que, habiendo doblado San Vicente, se mantenía pegada a la costa con rumbo este. Casals divisó al menos cinco navíos de línea.

—Por todos los… Están intentando cortar nuestra retirada a Cádiz. ¡Hay que avisar a Lángara! ¡Si nos quedamos aquí nos van a rodear!

No debimos de ser los únicos, pues en ese momento, el navío San Agustín, que cerraba la línea por el este, izó las señales para anunciar la presencia y posición del enemigo. En pocos minutos, el Real Fénix impartió las órdenes.

—¡Rumbo a Cádiz! ¡Este sureste! —ordenó Casals tras leerlas con su catalejo. Para entonces una fina llovizna había comenzado a empaparnos.

Nos retirábamos: todos lo supimos. Hasta nuestra aparición tras el cabo, Lángara no podía tener una idea clara de a qué se enfrentaba. Había mala mar, lo que podría haber causado el retraso por parte de Córdova; aun así tenía nueve navíos de línea ya formados. Pero las nuevas que le trajimos debieron de convencerlo de que no podía presentar batalla, solo salvar la flota.

El plan había fracasado. Rodney pasaría y llegaría a Gibraltar.

En mis años de academia, y luego en mis viajes, conocí a muchos capitanes que oyeron esta historia del pobre Lángara y lo juzgaron con dureza. Y aunque este hizo aquello que dictaban las ordenanzas y el sentido común, para muchos aquel día Lángara se llenó de oprobio por no quedarse a luchar, aunque fuera para morir. Pero este era el dilema de todos los capitanes de la Real Armada. Al contrario que la flota británica, adoctrinada para retirarse si las condiciones del combate no eran óptimas, y a pesar de que preservar navío y tripulación era prioritario para nuestros capitanes, muchos desearon tener alguna ocasión de mostrar hombría y honor ofendiendo al enemigo con saña antes de morir. Y por Dios que algunos de ellos la tuvieron...

Yo no juzgué al jefe de escuadra, porque sí vi, al igual que él, aquella vanguardia británica que pretendía cortarnos la retirada. Pero sí sé que su orden llegó tarde. Tal vez pensaba que estaba más cerca y tenía tiempo; tal vez no esperaba que los barcos de Rodney se desplegaran tan rápido. Pues aunque la flota hizo lo posible para mantener la formación tras largar todo el trapo, Rodney se encontró en mejor posición y con los barcos necesarios para atacar nuestra línea por su extremo occidental, donde el resto de la nuestras naves no podía protegerla. Durante dos horas los vimos aproximarse a nosotros, pero a media tarde rompieron su formación, lo que significaba que Rodney había ordenado caza general. Estaban seguros de su victoria.

La primera nave en ser rodeada y atacada fue el navío Santo Domingo. Tenía problemas para seguirnos, y luego supimos que había sufrido averías en un temporal dos días atrás. Cuando quedó separado, tres fragatas y un navío cayeron sobre él. Recuerdo el ataque con claridad: eran las mismas fragatas que nos habían perseguido en los días anteriores. El Santo Domingo espantó a la primera con la descarga de la batería de babor y se retiró bien dañada, pero pronto llegaron las demás y le atacaron por ambas bandas. La humedad impedía la dispersión del humo y pronto solo pudimos ver un gran borrón sobre el mar, donde los fogonazos centelleaban aquí y allá, y el estruendo de los cañones nos llegaba como el de una tormenta lejana con muchos truenos.

Pero, de repente, hubo una gran serie de destellos rojizos y todos los que observábamos el combate soltamos un grito de sorpresa cuando una gran bola de fuego se elevó sobre el mar y el estruendo de una detonación inmensa nos alcanzó unos segundos después, agitando la bruma y sacudiendo toda la lluvia acumulada sobre mástiles y vergas.

—Que Dios se apiade de sus almas… —oí decir a Casals—. ¡Han debido de alcanzar la santabárbara del Santo Domingo!

De esa manera, en lo que dura un parpadeo, más de seiscientos de nuestros hombres perdieron la vida. Y todavía quedaban dos horas antes de que anocheciera.

Mientras tanto, otras tres embarcaciones se habían acercado al Princesa, el siguiente navío en la línea de batalla, y al propio Real Fénix. Sin embargo, la orden de retirada a Cádiz no cambió. Con todo el trapo dispuesto, la Santa Teresa y las fragatas de Lángara ganábamos mar y navegábamos hacia nuestra salvación.

Oímos los nuevos combates alrededor de los navíos. Para asombro nuestro, el Real Fénix no esperó a ser rodeado. Consciente de que más naves se le adelantaban para alcanzar al resto de la flota, desde la distancia vimos cómo viraba de forma inesperada para sus perseguidores. Y tan diligentes fueron en la maniobra, que para cuando las velas del trinquete volvían a llenarse y de nuevo largaban la mayor, la fragata inglesa que lo hostigaba se vio frente a la batería de estribor del Real Fénix, a no más de tres cabos de distancia. Una terrible descarga barrió su cubierta, desarbolándola y obligándola a quedar atrás. Luego, tomando rumbo oeste noroeste, se situó entre dos navíos y atacó por ambos costados a la vez, forzándolos a batirse con él en primer lugar. Hasta cuatro naves enemigas atrajo a su alrededor, antes de que la oscuridad los tragara.

A lo largo de mi vida he pasado noches terribles en el mar. Noches en que las nubes cubrían la luz de la luna y las estrellas, el viento rugía y el mar era una masa negra y rabiosa que no hacía sino intentar tragarnos. He visto a hombres que se han mantenido impertérritos en batalla mientras las balas y los cañonazos volaban a su alrededor, y a otros orinarse de miedo enfrentados a la soledad y la negrura infinita de esa bestia a la que llamamos océano. Aquella noche, mientras intentábamos llegar a la bahía de Cádiz, fue de las peores que recuerdo. El viento roló a noroeste y se hizo mar gruesa. La lluvia no dejaba ver las luces de la costa, que todos sabíamos traicionera y llena de barras de arena que desde el estuario del Guadalquivir se movían con las corrientes. Y a nuestra espalda, los ingleses, que iban atacando en la oscuridad, y que solo veíamos cuando ya era tarde y el cañoneo a nuestros barcos había comenzado.

La oscuridad hizo que perdiéramos el contacto entre nosotros, pero estábamos bastante seguros de que las fragatas se hallaban a salvo. Sin embargo, el viento nos hacía derivar hacia la costa arenosa y traicionera, y apenas teníamos referencias para orientarnos. Oímos también cómo al menos otros tres navíos fueron alcanzados por el cañoneo enemigo, que nos llegaba amortiguado por una fina y gélida lluvia que nos caló hasta los huesos. Nuestras almas se llenaron de aprensión. El último fogonazo fue visto poco después de las tres de la mañana; de seguido, nada supimos de nuestros compañeros hasta días después.

El amanecer oscuro y lleno de malos presagios fue testigo de la llegada al puerto de Cádiz del Diligente y el Gallardo, además de las cinco fragatas. El resto de los navíos se habían perdido. Y para colmo, nadie de Cádiz había tenido noticias de la flota de Córdova, que había desaparecido. Fue un día negro y muy largo, pues los capitanes debatían si debían salir a buscar supervivientes o a dar batalla, pero con las fuerzas que nos quedaban, y a pesar de la amargura del trago, sabíamos que si las naves inglesas seguían ahí fuera seríamos presa fácil. Discutían y no se ponían de acuerdo sobre si el haber llegado a Cádiz los liberaba de las órdenes de Lángara, y si estaban a su criterio o bien debían permanecer en el puerto hasta nueva orden, puesto que Luis de Córdova seguía siendo el jefe de la escuadra, aunque su paradero fuera desconocido.

Los contramaestres, mientras tanto, dirigían las reparaciones de los daños que la mala mar y el fuego enemigo, en el caso de los navíos, habían causado a los barcos. La realidad amargó los pechos más arrojados: hubiera sido inútil salir a luchar en su estado.

No obstante, si mi relato ha causado desasosiego en el lector, quisiera aliviarlo ahora: lo que me dispongo a narrar alberga también una valiosa lección sobre la impredecibilidad de la cambiante fortuna, pues incluso en lo peor de la tormenta puede haber un rayo de esperanza. Hacia media tarde, los vigías del puerto corrieron la voz de que habían divisado un navío más de nuestra flota. Algunos nos acercamos a la muralla y lo vimos. Navegaba con dificultad y don Patricio, que tenía buen ojo, nos dijo que lo hacía así porque habían reparado de mala manera sus mástiles. A cierta distancia volvió a izar el pabellón español, lo que arrancó vítores de nuestros hombres.