Una casa llena de gente - Mariana Sández - E-Book

Una casa llena de gente E-Book

Mariana Sández

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Antes de morir, Leila, apasionada de los libros y escritora frustrada, le deja a la hija sus diarios personales y una colección descomunal de fotos y videos familiares, junto con unas curiosas y detalladísimas instrucciones de qué hacer con todo eso. Al leerlos, Charo irá develando un costado de su madre que no conocía, buscando entender sobre todo ese periodo en que Leila pareció al mismo tiempo arrasada por un vendaval y el vendaval mismo, más ausente y más vital que nunca, ese tiempo en que sobrevino una serie de hechos perturbadores en el edificio donde vivían, cuando Charo aún era una niña, y que desató la culpa infinita de su madre. Pero ¿cómo sucedieron las cosas realmente? ¿Como las escribe Leila? ¿Como las recuerda Charo? ¿Como asegura la abuela Granny en su mal castellano, con esos ojos vencidos por el cansancio de intervenir y controlar todo? ¿O como dice Gloria, la vecina estrepitosa e impulsiva que en algún momento se convirtió en amiga? Leila insta a Charo a construir su propia versión, de los hechos y de su madre. Y en esa pesquisa, todos tendrán algo para decir. Una casa llena de gente se sumerge en los espacios privados y comunes de un pequeño edificio y sus habitantes para reconstruir una memoria. Con un humor sutil, un suspense inteligente y una escritura deliciosa, la novela va dejando al descubierto las debilidades humanas; los fracasos detrás de lo intenso; las heridas que provocan los choques generacionales; las derrotas de los padres frente a las elecciones de los hijos. Pero sobre todo, cómo nos construimos, cuánto somos lo que queremos o debemos ser, cuánto hacemos para compensar los modelos de los demás. Literatura en estado puro.

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SobreUna casa llena de gente

Antes de morir, Leila, apasionada de los libros y escritora frustrada, le deja a la hija sus diarios personales y una colección descomunal de fotos y videos familiares, junto con unas curiosas y detalladísimas instrucciones de qué hacer con todo eso. Al leerlos, Charo irá develando un costado de su madre que no conocía, buscando entender sobre todo ese periodo en que Leila pareció al mismo tiempo arrasada por un vendaval y el vendaval mismo, más ausente y más vital que nunca, ese tiempo en que sobrevino una serie de hechos perturbadores en el edificio donde vivían, cuando Charo aún era una niña, y que desató la culpa infinita de su madre.

Pero ¿cómo sucedieron las cosas realmente? ¿Como las escribe Leila? ¿Como las recuerda Charo? ¿Como asegura la abuela Granny en su mal castellano, con esos ojos vencidos por el cansancio de intervenir y controlar todo? ¿O como dice Gloria, la vecina estrepitosa e impulsiva que en algún momento se convirtió en amiga? Leila insta a Charo a construir su propia versión, de los hechos y de su madre. Y en esa pesquisa, todos tendrán algo para decir.

Una casa llena de gente se sumerge en los espacios privados y comunes de un pequeño edificio y sus habitantes para reconstruir una memoria. Con un humor sutil, un suspense inteligente y una escritura deliciosa, la novela va dejando al descubierto las debilidades humanas; los fracasos detrás de lo intenso; las heridas que provocan los choques generacionales; las derrotas de los padres frente a las elecciones de los hijos. Pero sobre todo, cómo nos construimos, cuánto somos lo que queremos o debemos ser, cuánto hacemos para compensar los modelos de los demás. Literatura en estado puro.

Mariana Sández

Nació en Buenos Aires, en 1973. Es escritora y gestora cultural. Estudió Letras en Buenos Aires, Literatura Inglesa en Manchester y realizó una maestría en Teoría Literaria y Literaturas Comparadas en Barcelona. Dirige el departamento de Literatura de la Asociación Amigos del Museo Nacional de Bellas Artes, como antes lo hizo para Malba y otras instituciones culturales. Colabora con el suplemento Ideas del diario La Nación y revista Ñ del diario Clarín. Publicó el libro de entrevistas y ensayos El cine de Manuel. Un recorrido sobre la obra de Manuel Antín (2010) y el libro de cuentos Algunas familias normales (2016). Algunos de sus relatos obtuvieron premios en Argentina y en España. En 2016 recibió la beca del Fondo Nacional de las Artes a las Letras, en la categoría Creación, para concluir esta novela.

Fotografía © Alejandro Guyot

COMPAÑÍA NAVIERA ILIMITADA es una editorial que apuesta por la buena literatura, por las buenas historias bien contadas. Con la convicción de que los libros nos vuelven mejores y nos ayudan a soñar, a ver el mundo, y todos los mundos dentro de él, de otra manera. A pensar que un mundo diferente es posible.

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Una casa llena de gente

Mariana Sández

Sández, Mariana

Una casa llena de gente / Mariana Sández.

1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires Compañía Naviera Ilimitada, 2019.

Archivo Digital: descarga y online.

ISBN 978-987-47555-3-7

1. Literatura Argentina. 2. Narrativa Argentina. 3. Narrativa Argentina Contemporánea. I. Título

CDD A863

© 2019, 2022 Compañía Naviera Ilimitada editores

© 2019, 2022 Mariana Sández

Diseño de tapa: Santiago Palazzesi / gostostudio.com

Primera edición impresa: octubre de 2019

Primera edición digital: marzo de 2022

ISBN de edición digital: 978-987-47555-3-7

ISBN de edición impresa: 978-987-46827-7-2

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito del editor.

Compañía Naviera Ilimitada editores

Pje. Enrique Santos Discépolo 1862, 2º A

(C1051AAB), Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

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Índice

Cimientos

Andamiajes

Exteriores

Interiores

Escombros y reconstrucción

Para Augusto, Malena, Luciano y Lorenzo.

Cimientos

Sí, podría empezar así, aquí,

de un modo un poco pesado y lento,

en ese lugar neutro que es de todos y de nadie,

donde se cruza la gente casi sin verse,

donde resuena lejana y regular

la vida de la casa.

Georges Perec, La vida instrucciones de uso

Habrá oscurecido cuando llegues a su casa, un poco tarde porque el ensayo se atrasó en el teatro, algo bastante común en tu vida diaria. Una vez que por fin toques el timbre, tu papá te va a pedir que lo acompañes al subsuelo del edificio. Ante tu esperable pregunta de por qué el misterio y para qué están yendo al sótano a esa hora, te dirá que es para revisar cosas archivadas durante años. Vas a querer saber si estarán también tus hermanos.

—No, solamente vos —diráél—. Te quiero dar algo.

Hará un frío húmedo entre las bauleras alambradas, escabrosamente simétricas formando una jaula, abarrotadas de objetos inútiles. Te resultará incomprensible la necesidad de ocuparse de eso cuando los dos están todavía tan sensibles; tener que bajar a ese lugar con aire de cementerio o de cárcel justo en ese momento. “¿Te parece?, ¿no convendría hacerlo más adelante?”, le vas a sugerir cuando veas una cucaracha deslizarse debajo de unas cajas recubiertas de pelusas. Es posible que preguntes si ya nadie limpia ahí. Tratarás de no apoyarte en ninguna pared; te envolverás más fuerte el pulóver alrededor del cuerpo como buscando protección, reforzarás las vueltas de esas bufandas larguísimas que solés usar, de tan kilométricas barren el piso. Tu papá omitirá la observación y explicará que precisa ayuda para identificar lo que quedó, necesita ordenar con la idea de mudarse. Te parecerá razonable, no puede seguir en ese departamento que compartió con ustedes y sobre todo con tu mamá tanto tiempo, donde los últimos años la acompañó en su enfermedad. De hecho, estarás dispuesta a colaborar para que acelere el proceso y pueda irse enseguida. Pero ¿por qué no les pedirá una mano a tus hermanos? No llegás a consultarle, se adelanta:

—Mamá me pidió que te diera una caja con cuadernos que escribió para vos.

Mamá…

—¿Mamá?

—Mamá.

Quedarás aturdida. Hasta ese momento no consideraste para nada que hubiera dejado algo así. Ni siquiera un mensaje o una carta, aunque tuvo suficiente tiempo de despedirse como más le gustaba: por escrito. Pero ¿una caja entera con cuadernos?

—Ah, ya sé —dirás, mientras tu papá siga moviendo bultos, agachado, de espaldas—. Deben ser mis cuadernos de la escuela o mis carpetas con dibujos de chica. Típico de ella y su incansable construcción de mi biografía —la última palabra hará eco contra los muros de esa bóveda deshabitada o habitada solo por bártulos.

—No, eso también está, en otros paquetes allá atrás —señalará hacia el fondo, hacia una caja mucho más ancha que las otras, llena a punto de explotar: “Dibujos y carpetas escuela Charo”—. Dejalos acá si no tenés espacio ahora en tu casa. Hasta que te acomodes con Juan o yo me mude y haya que sacarlo todo —agregará con la cara encendida por el movimiento, las venas inflamadas en las sienes. Se secará la frente. En ese lugar gélido, él tendrá calor—. Igual sugiero que vengas a revisarlo con tiempo, para ver qué guardamos y qué se descarta.

—¿Cuadernos escritos por ella para mí? ¿Estás seguro?

Tu papá irá extraviado por el mundo con la actitud de no reconocerlo, con un retraso de autómata, solo oye un zumbido interior. Parecerá no oír tu pregunta.

—¡Fernando! —olvidaste por qué o en qué etapa se te pegó la costumbre de llamar a tus padres por su nombre, fue desde muy chica; sin duda influyó que tus hermanos llamaran Leila o Lei a tu mamá.

—¿Qué? —te clavará los ojos saltones, desde hace meses vacíos y enrojecidos. Te duele reconfirmar cuánto envejeció; enseguida vas a pensar que tal vez así te vean a vos los demás: demacrada, mortificada. Te costará aceptar en él una nueva especie de inestabilidad, un leve temblor casi imperceptible, que viene con la edad pero empeoró con esta última sacudida—. Llevalos y te fijás tranquila. Son de ella, sí. Me pidió que te los diera después de los momentos difíciles. Y si precisás esperar, todavía no los leas, yo no podría. Los venís a buscar más adelante. Solo siento la responsabilidad de avisarte que están acá, me insistió muchísimo.

Pese a vos misma, dirás que sí, te los querés llevar.

—¿Estás convencida?

—Claro —repetirás indecisa.

Fernando arrastrará la caja de cartón alta y angosta, la depositará en el suelo del pasillo junto a tus pies. Tendrás la sensación rarísima de haber pagado una fianza para poner en libertad a alguien. Despejarás la suciedad de la tapa; en un costado, con letra de tu mamá en marcador azul, dice “Para Charo”. No podrás evitar lagrimear; papá te abrazará, se abrazarán. Él llevará la caja al auto, se despedirán en la vereda.

—Que te la saque de ahí tu marido, vos no la levantes, por favor.

—No, papá, quedate tranquilo. Juan se ocupa —te apurarás a rodear el auto para subir antes de que te vea llorar, cosa que harás apenas él cierre tu puerta, dejarás salir la descarga contenida todo ese rato, bajarás la cabeza simulando que ponés la llave y prendés la radio, mientras tratás de calmarte reparada por la oscuridad de la noche y la suciedad de los vidrios (una costumbre tuya tener el auto sin lavar). Encenderás el motor, sintonizarás la radio en otro dial que no pase música deprimente, lo saludarás con la mano que te tapa adrede el perfil de ese lado. Arrancarás y verás cómo se vuelve cada vez más chiquito en el espejo retrovisor. No te angusties, va a recuperarse pronto. Igual que vos.

Si busco en los mapas de internet, ampliando al máximo la imagen, identifico el promontorio amarillo que combina el ancho de un monumento grueso con la fragilidad de una fortaleza de arena. Quienes no conozcan la historia, cuando sobrevuelen la vista por las calles del mapa buscando alguna dirección notarán ahí un edificio común, encajonado entre otras construcciones. Verán un montículo endeble, desteñido, una obra improvisada que los arquitectos parecen haberse querido sacar de encima. El mundo se fue plagando de edificaciones así, como si la vida valiera menos, aunque paradójicamente dura más. Lo milagroso es que en ese terreno donde antes existía una única casona antigua lograron hacer entrar cuatro departamentos modernos en dos cuerpos enfrentados, más tres cocheras adelante, bauleras subterráneas y un jardín atrás. Generoso provecho consiguieron darle.

En uno de los dúplex vivimos muchos años nosotros, los Almeida. Cuando alguna madre del colegio al que entré en esa época, cerca de la casa nueva, me preguntaba: “¿Vos dónde vivís?”, “En el castillito de arena que se ve allá”, apuntaba yo hacia el tapón hundido entre dos edificios más altos. “Qué ocurrencia”, dudaban, aunque debían admitir que lucía enano, desarmado y pobretón.

En adelante, entonces, el castillito, châtelet, château, sandcastle, castello.

Los Almeida fuimos los primeros en instalarnos en el châteletcuando todavía no se había estrenado y faltaban algunos ajustes como la habilitación del gas y la pintura íntegra de los portones, entre otros aspectos imprescindibles para llevar adelante la vida cotidiana con una comodidad razonable. Mamá se vio obligada a pelearse con una horda de señores en mameluco que pululaban tiznados de polvo en los sectores de uso común y no terminaban de irse nunca. “La semana que viene” o “A más tardar el viernes, si estos días no llueve”, repetían ante la pregunta desaforada de Leila: “¿Para cuándo?”. Los albañiles trabajaban con esa urgencia del último que apague la luz, característica de las obras que se atrasan y no van cerrando bien, con zonas inconclusas, desatendidas, donde conviene no examinar en detalle.

—¡Como se debe!, ¡quiero que me entreguen la casa como corresponde! —les pedía enardecida pero sin alterar jamás su elegancia British.

Los obreros la miraban fijo y se miraban entre sí indiferentes, con un gesto de falsa preocupación, a todo le respondían corto pero afirmativamente, fuera lo que fuese, entendieran lo que ella pretendía o no; se escudaban en la voz del montón y en el total la culpa la tiene la empresa constructora, los dueños, los patrones. Solo esperaban cobrar su jornal, partir con los petates a otros andamios, donde una loca no los persiguiera reclamándoles sus compromisos igual que una esposa envenenada. Para esas batallas que implicaban reclamos, regateos, devoluciones de productos en mal estado o forcejeo por los precios, papá consideraba que lo indicado era tener en el frente al mejor soldado: Leila Ross de Almeida. Él solo aparecía ante un fracaso en el acuerdo, que era poco probable. En esos enfrentamientos mamá se defendía bien, ya que había recibido durante décadas la instrucción de una especialista en edictos domésticos: dear Granny.

El resto de los propietarios llegó en cuotas, no mucho después que nosotros. Mis hermanos y yo moríamos de curiosidad por saber quiénes serían. Mientras tanto nos apropiábamos de nuestros cuartos: nos independizábamos por primera vez en años de dormir juntos los tres en una habitación raquítica. El castello nos esperaba con aposentos reales para cada uno —si bien con dimensiones acotadas, comparado con lo anterior, nos resultó paradisíaco—, además de un jardín, un jardín real para nosotros. De ahí nos desvelaban cosas distintas. A mi hermano, la parrilla y tener un lugar para hacer reuniones con amigos; a mi hermana, poder asomarse al verde en vez de tener que soportar el contrafrente descascarado de alguna medianera contigua, y salir a tomar sol, sobre todo eso: pasar decenas de horas anexada a sus auriculares como implantes cocleares sin enterarse de nada más que del progresivo achicharramiento de la piel. A mí, el parque para correr, jugar al aire libre, interactuar con pájaros e insectos, hacer picnics y campamentos de peluches.

Los dos meses de la inauguración, aquel otoño, fueron pura novedad. Más o menos se encaminaron las irregularidades de la construcción, se pusieron en orden los papeles, se aplacó la incertidumbre del principio. Como un pueblo que se funda. Hubo que empezar de cero, plantar las bases y poner los límites, establecer los códigos de convivencia, según Leila obvios en todas partes, en el aire que se respira, pero que si no están escritos sobre un papel, no parecen tener forma legítima ni corpórea, se ablandan y caen como fruta madura apenas alguien sacude las ramas del árbol. Otro va y los aplasta, y entonces… “¡Entonces en vez de códigos civiles tenés una mermelada!”, exageraba. No sé cómo se resolvió, intuyo que el reglamento de copropiedad se redactó a varias manos sobre la marcha, de cara a los sucesos, con agregados, tachaduras y enmiendas, como suele ser en estos casos. Supe que la situación iba mejor a medida que las palabras “reglamento y copropiedad” aparecían menos en las conversaciones de mis padres y mamá se iba desinflando.

Pero. Bastó que se ocupara el dúplex arriba del nuestro para que fuera el turno de despotricar de papá: que el parquet debía ser más fino que una hostia y que los ladrillos parecían colocados de canto, sin demasiado revoque, sin mucho desperdicio material, porque la acústica era paupérrima, dejaba pasar lo inimaginable, o quizá en el apuro habían colocado ladrillos de telgopor, de goma eva, de aire; los de la empresa constructora nos habían engañado a todos, hijos de una gran puta, la puta que los re mil parió. Y mamá afligida: Bueno, Fernando, tenés toda la razón, pero basta de malas palabras con los chicos, después lo charlamos. Los ruidos que empezaron a sentirse nos hicieron entender a qué se referían: aparte de los pasos y movimientos de arriba, sentíamos bastante claras las voces de los vecinos cuando hablaban en un tono un poco alto, en especial si gritaban o conversaban por teléfono cerca de alguna ventana, y estimamos que una buena porción de lo que hiciéramos nosotros iba a ser oído a su vez por ellos. Fernando maldijo haberse dejado cegar y convencer por las testarudas mujeres que lo habían empujado a esa casa, pero enseguida se aplacó, pareció olvidarse o quitarle importancia. Dio vuelta la página, clásico de él. Mamá en cambio quedó atrapada como quien camina sobre una cinta de gimnasio, paso tras paso sobre lo mismo; siempre todo terminaba demostrando que él tenía razón, decía, por qué ella no aprendía a hacerle caso de una vez, tonta, tonta, idiota, se flageló, se flagelaba muchísimo más de lo necesario por el error, hasta que papá le habrá dicho algo como: Listo, ya está bien, por favor, tampoco es para tanto, no vale la pena, son cosas materiales, todo menos la muerte tiene solución. Las cosas que decía siempre. Lo bueno de ellos es que se balanceaban y se pasaban el peso, aunque el péndulo solía estar más cargado del lado de mamá, más abajo, más insondable, más al límite.

En el otro extremo, la abuela —quien los había alentado a la elección— se ahorró cualquier asomo de remordimiento cuando después pasó en el château lo que pasó, lo que terminamos llamando, no sin sorna, la hecatombe. Al menos no demostró nada parecido al remordimiento. Pero por cómo la conozco, pienso que en cierta forma tuvo que haber sufrido, en algún rincón muy resguardado de sus afectos debió recibir el impacto de las consecuencias, si bien en absoluto pueda decirse que fue su responsabilidad. Aun así, mamá anduvo culpando —sin comentárselo, entre nosotros— a la abuela. Los demás le contestábamos: ella cómo iba a saber, cómo alguien puede prever, anticiparse de semejante manera, es una vieja autoritaria pero eso no la convierte en Dios. En definitiva, que cada uno se haga cargo de lo que le corresponda.

—Vivimos apiñados, ¿no te parece? —le sugería a cada rato Leila a Fernando espoleada por los acosos de la abuela.

En ese tiempo, imagino perfectamente, Granny debía estar considerando apelar a emergencia sanitaria por nuestro hacinamiento en el tres ambientes donde nací y estuvimos hasta mis siete años, antes de mudarnos al castello. Como la mayor parte de los hijos con padres separados, mis hermanos venían días salteados, a veces —para mi felicidad— se quedaban una semana de corrido si su mamá viajaba por trabajo. Julián me lleva siete y Rocío, cinco años. Desde que me trajeron de la maternidad, según cuentan, compartimos aquella escuálida habitación con dos camas marineras, la cuna y un placard, donde además de nuestras cosas, papá guardaba sus trajes por falta de espacio en el cuarto matrimonial. La cocina diminuta incluía un ilusorio lavadero, la ropa se colgaba en el balcón de atrás, ya que el del frente había sido cerrado como un escritorio donde mamá podía trabajar aislada de nosotros o, en algunos casos de urgencia, papá atendía llamadas de pacientes o familiares de pacientes en crisis. Solo uno de los dos baños tenía bañera. El otro había quedado inutilizado desde que Leila y Fernando lo habían implementado como biblioteca cuando ya no encontraban más espacio donde ubicar la cantidad de libros que acopiaban. El living se volvía minúsculo cuando coincidíamos los cinco frente a un único televisor, algo que en esa primera época de mi infancia ocurría seguido. Mis padres se hicieron expertos en encontrar películas que nos gustaran a todos a pesar de las diferencias de edad y yo, por ser la menor, me beneficié con un plan de cuotas de precocidad que a todo chico le atrae tener.

Con tiernas palabras, Granny describía ese primer departamento como un shoe-box. Lo pronunciaba tan aristocráticamente que casi no se sentía la agresión, pero igual significaba que se refería a nuestro hogar como a una caja de zapatos. Cuando venía a visitarnos, se la pasaba haciendo acotaciones —con cariño, eso sí, un cariño supervisor hacia sus seres queridos (acá el posesivo no es nada inocente)— sobre el desorden, las resquebrajaduras en los pisos de cemento según ella de mala calidad, una planta que llevaba tiempo seca, ropa que yo heredaba de mi hermana y a veces me quedaba grande o chica, así como el modo en que conseguíamos manejarnos con destreza en ese espacio que en su opinión no debía superar las proporciones y el clima oprimido de un microondas. Decía que en esa pajarera todo el mundo podía ver lo que hacíamos y se ponía a cerrar las cortinas. Sería que ella vivía con las persianas bajas para que la luz natural no destiñera alfombras y sillones que las visitas, a su vez, evitaban usar por miedo, interpreto, a gastarlos. Recuerdo cuánto me preocupaba ensuciarle un tapizado o esos cerámicos tan relucientes que podías reflejarte como en un espejo. Su departamento de piso entero y decoración ampulosa era la réplica de un museo. Solo para completar el perfil del personaje, vale agregar que mi abuela nunca accedió a manejar el auto del abuelo por temor a chocarlo, a que se lo rayaran o a cometer una infracción, si bien sabía manejar y mantenía el registro renovado para estar en regla.

—Si hubieras pensado mejor antes de casarte con un hombre divorciado, padre de dos hijos que no son tuyos... —empezaba reprochándole a mamá en un tono casual, como quien no se propuso decir lo que dijo.

Se mojaba el dedo con saliva para dar vuelta la página de la revista, levantaba la taza del té, tomaba un sorbo, me miraba por encima del borde intentando sonreír pero, por más esfuerzo que aplicara, la línea de sus labios no lograba sobrepasar el diámetro de un pocillo chiquito. La boca de la abuela no estaba acostumbrada al ejercicio de estirarse, sino más bien de contraerse: para sorber té, para criticar, para corregir. Debía ser por eso que tenía tantos surcos en la piel confluyendo como ríos sobre el delta del labio superior. Adicta al té Earl Grey (aversión a los sabores raros), el agua caliente a punto, a punto, a punto, ningún hervor intermedio: The secret of British tea is nothing but neat boiling, dear. Un hervor prolijo, pulcro. Nunca supe si las sílabas salían tan apretadas de su boca por el registro cerrado del inglés o porque en ella nada podía salir abierto ni expandido.

El abuelo Oscar y la misma Granny justificaban ese carácter por su procedencia. Infinidad de veces me encontré pensando a cuento de qué venía esa asociación: ¿qué tendrá que ver el carácter podrido de una persona con el azar territorial? Sus padres habían migrado de Winchester, en el sur de Inglaterra, hasta abajo del gran Buenos Aires, a Temperley o Banfield, cuando mi abuela tenía entre quince y diecisiete años, por motivos que no tengo presentes.Grandpa Pepper (lo llamaban así por sus chistes picantes), mi bisabuelo, trabajaba en los ferrocarriles y mi abuela se quedó en la casa para ayudar a la madre en la crianza de los cuatro hermanos menores. Excepto Granny, que ya había pasado la edad escolar, los demás fueron a colegios británicos de esa zona, uno para varones y otro para mujeres. Si no me confundo, hasta que se casó, mi abuela trabajó algunos años como maestra de primaria en uno de esos dos colegios.

He llegado a plantearme si ese viaje, ese descenso geográfico de sur a sur fue el causante del mal genio de Granny, ya que ella nunca sintió afinidad por el nuevo país. Tal vez, si se hubieran quedado allá, mi abuela —que posiblemente ya no hubiera sido mi abuela— se hubiera delineado como una delicada y afable anciana de esas que adornan los frascos de las mermeladas caseras o las cajas de bombones regionales, cuidan su jardín de rosas y saca a pasar a su Fox Terrier adentro del carrito de las compras. Probablemente aquel desarraigo desató la vendetta del “hubiera” que burbujeaba en casi cada uno de sus comentarios.

No solo en su casa, también con buena parte del vecindario y de la gente que integraba la comunidad en la escuela, seguían hablando inglés entre sí; mágicamente el mundo ocurría en inglés en tierra latina, como si jamás hubieran abandonado la isla. Pasaban los fines de semana en un club jugando cricket, tenis, hockey y rugby. O ese en el que la raqueta persigue una pelota voladora que parece la cabeza de una paloma… eso, bádminton. Al pie de las fotos con los equipos y los trofeos que prácticamente cubrían las paredes en el comedor de uno de mis tíos abuelos —Henry, el menor, el más competitivo de todos ellos—, las listas de los apellidos eran Stirling, Mackenzie, Hamilton, Gilmore, Eaton, Campbell, Dodds.

A Dorothea Dodds, una amiga de mi abuela, llegué a tratarla un poquito. Para mamá fue una especie de segunda madre, dispuesta a dar toda la generosidad y la calidez que mi abuela se reservaba. Será porque Dorothea no tenía hijos, ni trabajo, ni vida propia (solo cuidaba a los padres), ni mascotas, que se encariñó mucho con Leila, le hizo de madrina. O sí, sí, tuvo un gato, me acuerdo de haber pasado ratos jugando con él algunas veces que fuimos a visitarla. Hasta que un día, ya de grande, decidió volverse a Inglaterra. Mamá le escribía cartas y dijo que era un ejemplo de mujer, alguien a quien admiraba porque a sus casi sesenta se había animado a empezar de cero una vida nueva.

Emily Douglas, mi abuela, inglesa hasta en la forma de abrazar la almohada (como si retuviera un fragmento del Reino Unido), no permitía que nadie españolizara su nombre por el de Emilia; cuando alguien la llamaba así, le dirigía la expresión de una trituradora, de un incinerador en llamas o de un pez espada amenazado, según el ánimo del día. Mi abuelo Oscar, en cambio, era descendiente de escoceses radicados en Argentina desde muchas generaciones previas, con la escocesidad completamente lavada. Sacaba a relucir un humor bastante afilado siempre que no estuviera absorbido por sus preocupaciones de trabajo, lo que ocurría un ochenta y cinco por ciento de su tiempo. En esos casos se mantenía retirado física y mentalmente, lo que yo apodé su “estado submarino” y todos en mi casa copiaron. Para compensar esos viajes al fondo de sí mismo, cuando asomaba a la superficie, nos ofrecía a mí y a mis hermanos o a mis primos ir a “kioscar”, el verbo favorito de nuestra infancia. Consistía en llevarnos al kiosco-con-Oscar y dejarnos elegir una disparatada cantidad de golosinas, las que quisiéramos, sin importar lo mal que podían hacer a los dientes ni lo caras que costaban. Otras veces, al entrar en casa, anunciaba: “¡Búsqueda del tesoro!”, la señal para que los chicos nos abalanzáramos sobre él —un hombre fornido— a buscarle caramelos, chupetines y chocolates en todos los bolsillos que hubiera sobre su ser. Era como hacer estallar una piñata humana.

A él teníamos la libertad de decirle Oscár con acento en la a, en su versión española, y no Óscar, por más que su apellido fuera Ross y figurara en la heráldica de no sé qué casa de lords vinculados a María Estuardo. Solo ella lo llamaba así, la abuela: Óscar, más precisamente Óskea, con la r sublingual. Entre ellos, hay que decirlo, se adoraban.

El tudorismo de la abuela Emily se notaba, de hecho se imponía, como todo en ella. Era evidente no solo en la severidad ágil e irónica con que conversaba de cualquier tema —como si participara de una esgrima verbal en la que se puntuaban el ingenio y la acidez—, sino también en esa flacura saludable bien sajona: de contextura muy delgada pero fuerte; el pelo corto totalmente blanco plata en la vejez, que había sido rojizo y muy rojo en épocas anteriores; la pasión por trasladarse en bicicleta hasta sus setenta y pico largos, y la manía de intercalar palabras o sintagmas en inglés a pesar de que su interlocutor no la entendiera. Se le aflautaba un poco la voz y las frases se lentificaban cuando migraba del inglés al castellano, como si una oficina de su fábrica cerebral detuviera el procesamiento de los sonidos para inspeccionar las construcciones verbales antes de soltarlas; pero si estaba predispuesta, el español le salía algunas veces bastante entero y prolijo.

Cierta inglesidad debía haber en el azul ultramarino de sus ojos diagonales, que en ella se habían ido inclinando derrotados por el cansancio de intervenir y controlar todo, definitivamente todo. Mamá heredó la facilidad por los idiomas y el pelo colorado, pero no los ojos traslúcidos y caídos que en cambio sacó idénticos su hermana menor, la tía Vera. Los de Leila tenían un tono verde claro tirando a marrón suave con una pátina amarilla que se iluminaba según el clima, y eran más redondos que los de la abuela (eso no significa que fuese más relajada, hay legados de los que uno jamás se desprende).

—Si me hubieras hecho caso, ahora no estarías viviendo en esta cueva —retaba la abuela a mamá como si hablara del dolor de los huesos causado por la presión atmosférica—.It must be quite unbearable. It is indecent this way. —Por lo general los accesos de malhumor le salían en inglés. Los de euforia también. Inaceptable, conveniente, indecente, lástima, eran conceptos esenciales en su vocabulario.

—¿Me hablás en serio? —saltaba Leila enfurecida. Enseguida se preocupaba por cubrirme del ataque aéreo que se avecinaba, me mandaba al refugio—: Charo, por favor, andá a jugar al cuarto. —Yo me oponía, prefería quedarme con ella, acompañarla en tan difícil trance, servirle de escudo, amortiguarle el bombardeo que le soltaría, sobre su ya atribulada cabeza, la abuela. Algo indescriptible me hacía sentir que si estaba yo no se atrevería a ser tan dura con mamá, pero ella, a la inversa, me protegía a mí de las barbaridades que podían llegar a dispararse de la lengua de Granny—. ¡Ahora mismo, go! —Usaba esas u otras advertencias, pero dijera lo que dijese, para mí se traducía en algo como “¡Reclutas, a trincheras! ¡Cuerpo a tierra!”.

El silencio se prolongaba hasta que yo desaparecía de su campo visual, aunque ellas no del mío, sabía cómo rebuscármelas para poder verlas o escucharlas sin ser vista. Por más que intentara tomar distancia, el espacio en aquel primer departamento era tan apretado que seguíamos encimadas. Me sentaba en el último estante de un armario que separaba el living de los cuartos y escarbaba los pocitos que se iban haciendo por el desgaste en el piso frío de cemento alisado. Mientras las escuchaba, me divertía ver cómo se derrumbaba el polvillo hacia adentro, similar a un hormiguero desmoronado. También podía oírlas desde mi pieza, si me quedaba al lado de la puerta, o desde el baño si la dejaba entreabierta.

—No es espantoso vivir así como vos sugerís… —decía mamá compungida—: Son chicos buenos, los tres, se portan bien. Y lo más importante es que se quieren. ¿Sabés lo valioso que es para mí que Charo tenga hermanos y se quieran? ¡No, no sabés!

—Te va escuchar tu hija —contestó una de tantas veces la abuela. Daba la impresión de que la furia ajena alimentaba su tranquilidad. Yo detestaba cuando me nombraba así, tu hija, parecía que no me reconocía como nieta.

Desde mi escondite, esa vez pensé que si yo hubiera sido mi mamá, habría sentido mucha pena, pero mucha. Y si bien no la veía, porque estaba parada de espaldas a mí, supuse que en su cara debía haberse desparramado una de esas sonrisas temblorosas que dan ganas de llorar, de esas que a ella le nublaban seguido la expresión. Su fisonomía podría describirse como ese paisaje extraño que se produce cuando hay sol y llueve. La tez rojiza salpicada de pecas se oscurecía exactamente igual que el sol en el momento en que lo tapan las nubes. No sé si yo me lo imaginaba pero en esos instantes de eclipse las pecas se le borraban, había un lapso de segundos en que podías perderlas de vista si te concentrabas fijo en ese recorte de la piel. Yo quería saber si a mí también me pasaba, si las pecas se apagaban en mi cara —ya que tenía todo lo de mamá duplicado: su rojez lavada, los ojos verde-climáticos, las pecas flotando como un estanque con flores de loto y nenúfares, su languidez de modelo prerrafaelita, entre anémica, romántica y visionaria— pero nadie jamás entendió a qué me refería ni por qué importaba mi pregunta.

—Me asfixiás, mamá —reiteró ya vencida Leila y volvió a dejarse caer sobre la silla, con la frente desplomada sobre la mano.

—Todo te asfixia —aseguró Granny primero con un tono descendente que hizo pensar que estaba arrepentida, o había sido golpeada por la conciencia de haber herido la sensibilidad de Leila, pero no—. Te equivocás si piensas que podés culparme de esto también —contratacó—. Encima sostener su familia anterior de él, con el salario inestable de un psiquiátrico…, psicoanalista es igual. O peor, ni siquiera es graduado de Medicina. Mantener pacientes a largo tiempo es delicado. Este tipo de enfermos son now you see me, now you don´t. Tu marido, psicólogo, y vos, traductora, ¿qué familia con cinco inhabitantes, seis más la ex de él, dos casas, puede vivir de esto manera? It is not normal. O sí, pero no por gente como nosotros —los gestos peyorativos en frases como esas valían una secuencia de fotos seriadas: arrugaba la nariz del mismo modo que si estuviera inspeccionando las medias de mi hermano después de jugar al fútbol—. Yo solamente digo si me hubieras escuchado…

Lo que seguía encubría unos viscosos yo te dije, viste que tenía razón, si me oyeras, acompañado del rictus pertinente: boca ceñida, aprobación con la cabeza, un parpadeo reverencial, además de dichos irracionales en cualquier idioma. La aprobación y la reverencia estaban íntimamente dedicadas a sí misma, a su asertividad para predecir. La abuela vivía con la sesuda convicción de que es posible anticipar el futuro para evitar el error y señalar las equivocaciones del pasado para no volver a fallar. Desde ese punto de vista, el infierno es el presente.

Esta es la imagen: te vas a encontrar rodeada por cuadernos cuya existencia ignorabas. Nueve cuadernos en total y esta carta.

Nunca se te ocurrió sospechar que tu mamá se dedicaba a algo así, ni siquiera cuando percibiste que lo que escribía a solas, de noche, medio a escondidas, combada sobre la mesa, bajo una luz puntual, debía ser algo diferente del trabajo del día. En esos ratos te prohibía la entrada al escritorio y, cuando terminaba, guardaba los papeles con el mismo celo con que vos le ponías candado de plástico a tus agendas rosas. Los encerraba en un cajón con una llavecita que metía en un pliegue invisible de mi billetera; más de una vez intentaste sacármela pero siempre te descubrí y me enojé.

Ahora entenderás. Lo que anotaba con tanto ensimismamiento no tenía nada que ver con los cuentos que le daba a leer a papá en la cama para que opinara y los corrigiera; esos que alguna vez publiqué en revistas o en suplementos de cultura, junto con otra importante cantidad de archivos de ficción que seguirán esperando la trascendencia detrás de la pantalla impávida de la computadora. Nada que ver tampoco con mis traducciones, con las que luchaba a diario, si bien me encantaba hacerlas, mandarlas a los editores, discutirlas, ser valorada por ellas.

A vos te parecía todo igual: eran las horas de tu mamá entregada a un ejercicio que la transformaba, el territorio de donde volvía con la expresión de alguien distinto.

—No lo veo como algo tan desesperante, pero si a vos te afecta, trataremos de solucionarlo —le contestaba papá a mamá en las pulseadas por desentenderse del tema y dilatar todo lo posible esa mudanza.

La persistencia de ella fue definitoria. Cada fin de semana arremetía con la laboriosidad de una hormiga y el vigor de un buey: una combinación de habilidades que pinta su carácter. En la mesa del desayuno marcaba los anuncios inmobiliarios del diario, hacía llamados, muchos, consultas profusas. Él le rogaba que no perdiera tiempo porque no teníamos la plata ni la forma de concretar esa operación. Ella alzaba los hombros y contestaba, con la bombilla del mate entre los labios como si algún artesano la hubiera tallado ahí, suave pero firmemente abovedada en la piel:

—La plata puede aparecer, vendemos esto y pedimos prestado.

—No alcanza para irnos a un lugar mucho más grande, mujer. ¿Quién de tu familia o la mía puede prestarnos tanto? A tu cuñado no le pido un peso ni con un ejército apuntándome a la frente.

La hermana menor de mamá, la tía Vera, había formado una familia “cero kilómetro” (así la describía mi papá), sin lastres de procreaciones anteriores ni divorcios, y vivía en una casa donde sobraba todo (de lo socialmente admirable, claro). El marido tenía una situación económica tan holgada que la tía se vio dispensada de trabajar, solo se ocupaba de ocupar a sus cuatro rubios y escalonados hijos varones: se llevaban un año o año y medio entre cada uno (ideal, pensaba yo, para jugar a La novicia rebelde). Todos sus nombres empezaban con E igual que el padre, de modo que la sigla se mantuviera soldada a la tradición familiar. E.S. o E. Suñé no solo servía para encargar a granel las etiquetas adhesivas importadas de Estados Unidos con que identificar las prendas escolares, los tuppers para la lunchera y la ropa de rugby, sino que aseguraba la continuidad en el futuro de la firma financiera que, según el tío, y antes su padre y su abuelo y su extratatara abuelo, era imprescindible perpetuar. Todo estaba previsto. Cuando hablaba de todo eso se notaba que mi tío se sentía muy poderoso porque había engendrado no solo una, sino cuatro potenciales posteridades, de las que al final solo dos lo siguieron (o uno y medio, pero eso ya es otra historia). Mi tía siempre contaba —con un orgullo inexplicable— que el tío había querido concebir no menos de cuatro hijos porque de chico había perdido uno de dos hermanos y eso le había dejado la sensación de que dos era un número escaso. En otras palabras: había decidido tener hijos de más por si la desgracia le quitaba alguno. Precavido hasta en la letra chica del contrato existencial.

Mamá apretaba los dientes cada vez que Granny ensayaba una especie de paralelo entre ellos y nosotros, bruxaba despierta. No había dos hermanas más opuestas en el orden terrestre de la historia de la humanidad aunque extendieras el rastreo hasta los números antes de Cristo, hasta los presocráticos o incluso hasta Adán y Eva, en todas las latitudes de norte a sur, occidente a oriente, ida y vuelta. No podía haber un modelo de vida que a Leila —y a Fernando, peor— le provocara más contracciones en el estómago.

—¿Y el banco? ¿No pensaste que un banco puede prestarnos y lo devolvemos en unos años? Dice mamá… —insistía Leila.

Reconstruir los gestos y las actitudes de ambos en esas escenas no resulta difícil porque, con distintas temáticas, se repitió durante décadas. Como pasa con cada pareja, crearon una rutina y una mímica exclusiva de ellos dos, en la que de algún modo secundario, o como espectador en primera fila, yo formaba parte. Papá se reía, bajaba los anteojos hasta la punta de la nariz, apoyaba la página del diario sobre la mesa, para mirarla enamorado:

—Dice mamá, dice mamá, ¿no ves la presión que nos genera? ¿Calculaste la tasa de interés que te cobraría un banco? ¡Es una fortuna! No conviene, Lei.

Con paciencia le explicaba qué era una tasa de interés, cómo funcionaba y a cuánto elevaría el valor de una propiedad tener que pagarla en cuotas. Leila escuchaba, asentía, coincidía con él en lo complicado del asunto, le daba besos en la barba, decía que iba a comentárselo textualmente a Granny para que dejara de fastidiar, y el sábado siguiente, como si esa conversación jamás hubiera ocurrido, separaba la sección de propiedades del fajo del diario, la desplegaba sobre la mesa cuadrada del comedor, preparada con el tubo del teléfono inalámbrico, una birome y un resaltador. Papá movía la cabeza, entre dientes preguntaba ¿otra vez?, pero se calzaba los lentes y se internaba en la lectura de las noticias de política y espectáculos, al mismo tiempo que ella rastrillaba enteras aquellas dos o tres páginas de anuncios inmobiliarios hasta dejarlas tatuadas de anotaciones en los márgenes y flechas lanzadas hacia todos los ángulos.

Un domingo me comunicaron que íbamos a ver departamentos. Durante meses, todos los fines de semana se transformaron en una aplanadora de tedio. En el auto, después de comer, pasábamos a ver uno y otro y otro: mamá incansable, con una lista de direcciones; papá resignado, con la guía de calles sobre las piernas, debajo del volante. Entramos y salimos de infinitos hogares desconocidos, algunos me gustaban, otros me parecían tremendos. A veces ellos miraban la fachada desde el auto y decidían no bajar. Yo suspiraba aliviada, tachaba mentalmente uno y espiaba por encima del asiento de mamá el progreso de su listado.

Mi hermana me recuerda que eso duró hasta que un día llamó Granny chillando, enfebrecida, fatal: tenía el lugar, había conseguido la opción, la libertad, el sitio apropiado, Leila, para ustedes, ustedes, sí, oh, los indigentes Almeida: nuestras ruinosas vidas ya no serían tan desoladas gracias a ella.

Cuando Leila cortó, no entraba en sí. Quería transmitir las novedades pero mezclaba las partes de la frase que salían rotas, se corregía, trataba de recuperar el hilo. Se molestó por la cara alarmada de papá, mucho más cuando él —comprendida la cuestión— se guardó en un estado reflexivo del que salió con un rosario de observaciones escépticas. Que no convenía por esto, que mejor no por lo otro, que le daba dudas…

Mamá volvió a la carga.

Un amigo de la familia le ofrecía al abuelo participar en el pozo inmobiliario de un edificio que se estaba terminando de construir no muy lejos, y el abuelo, que a su vez había vendido una de sus propiedades, podía ayudar a financiarlo hasta que mis padres estuvieran en condiciones de devolvérselo. My sweet child, sería perfecto para ustedes, había exhalado la abuela, mientras lustraba la ametralladora que iba a descargar con sus opiniones y sugerencias irrebatibles:

—Tienes un jardín enorme, compartido con otro gente, pero igual quitelovely. Para que tus chicos juegan, vos tomes sol y no estés con estas ojeras púrpuras, se relaxen un poco. Parecés débil. ¿Estás viendo un doctor? —no esperaba la respuesta porque de todas formas no importaba, ese tipo de consultas en ella, lo sabíamos, era retórico—.Convencelo a tu marido, Leila, come on. Podemos darte ayuda financiera. D´Onofrio, el amigo del abuelo, dijo que en dos minutos consigues un comprador para tu shoe-box.

Primordial para Granny que se tratara de un lugar nuevo, limpio de pegajosas humanidades anteriores o de ácaros ajenos, que además ofreciera ese espacio abierto —aún si hubiera sido un mero rectángulo de grama bahiana reseca y en decadencia— le mejoraba sensiblemente la categoría, la vista saludable del contrafrente, las posibilidades de venta a futuro, el sentido de la inversión.