Una cocina que te cambia la vida - Alex von Foerster - E-Book

Una cocina que te cambia la vida E-Book

Alex von Foerster

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Beschreibung

"Tengo que cambiar mi alimentación". Si te estás repitiendo esta frase, el momento es ahora.   Alex von Foerster, cocinero y técnico en dietética y nutrición natural, nos orienta en medio de la gran cantidad de propuestas alimentarias y nos vincula de forma consciente con la producción de la comida y con la cocina.   No importa cuál sea el motivo para hacer esta transformación saludable. Ya tienes en tus manos una cocina que te cambia la vida.

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@editorialelateneo

A quienes perciben y valoran del alimento algo más que la suma de sus nutrientes.

A quienes cocinan y más aún a quienes no lo hacen y saben que tienen algo pendiente.

A quienes amasan la vida en busca del pan que refleje en su corteza el desarrollo anímico-espiritual del ser humano.

A Lautaro, Violeta, Julián y Elías.

Prólogo

ALIMENTARNOS CON SENTIDO

La obra que el lector tiene en sus manos es una extraordinaria invitación a realizar un viaje maravilloso.

En el camino, reconoceremos nuestras mesas, cocinas y hogares como territorios clave para nuestra alimentación y nuestras vidas. También es un desafío a asumirse en el camino de la recuperación de la salud individual y colectiva.

Alex, con la claridad que lo caracteriza, nos ofrece recorrer juntos senderos que ayuden a re-cordar (en el sentido que Eduardo Galeano propone, “volver a pasar por el corazón”) como nos alimentábamos en nuestras familias, incluso antes de haber nacido quienes leemos estas líneas.

Nos propone animarnos a descubrir saberes, sabores, colores y olores que marcaron su propio aprendizaje, no como “receta” o “dogma”, sino con la generosidad de quien pretende ofrecer a quienes ama lo más íntimo de su ser: sus recorridos, sus contradicciones, sus idas y vueltas, sus aprendizajes, en fin, su propia historia, con la intención de animarnos a recuperar y construir la nuestra. Lo hace hilvanando permanentemente la noción de que somos parte del territorio que habitamos, convocándonos a no perder de vista que nuestra salud y vida están íntimamente ligados a las de nuestra Madre Tierra.

Consciente de lo complejo y difícil que puede resultar esto, y como buen guía que es, Alex ha dispuesto en cada capítulo un mojón de referencia, para que no nos “empantanemos” y nos animemos a seguir, sin apuro, con confianza en nosotros mismos.

Degustar este libro es también una posibilidad de recuperar salud en el proceso. Lo he vivido. Deseo que muchos otros puedan hacerlo.

Quisiera invitar a quien lee a saborear cada página de este libro, dedicándole el tiempo necesario para que los ingredientes se mixturen, dándonos el tiempo para que los saberes compartidos se metabolicen en nuestros cuerpos, estimulándonos a nuevas prácticas que den origen a aprendizajes que nos acerquen a una vida más saludable.

Sugerencia de la casa: como toda buena comida, este libro puede disfrutarse y nutrirnos mejor si se comparte con quienes uno ama.

Damián Verzeñassi

Médicoespecialista en medicina integral

Director del Instituto de Salud Socioambiental, Facultad de Ciencias Médicas, UNR

Profesor adjunto en la Cátedra Nutrición en Salud Pública, Carrera Nutrición, UNCAus.

Introducción

Creo que uno de los motivos por los que escribí este libro es que me hubiese gustado encontrar algo similar hace veinticinco años, cuando empecé mi camino, mi investigación detrás de la comida y de lo que supuestamente sería el alimento o la dieta saludable. Pero no lo encontré y eso me llevó a iniciar una travesía que nunca hubiese imaginado que se transformaría en el eje de mi vida.

Aquello que nos hace decir “tengo que cambiar mi alimentación” puede ser una alergia; una incomodidad con el cuerpo; una enfermedad metabólica, autoinmune o degenerativa; los impactos en la salud de los múltiples tóxicos que se utilizan en la producción agropecuaria y en la industria alimentaria; la vinculación con los animales y la muerte; la devastación del planeta. El punto de partida puede ser distinto de una persona a otra. Variados motivos vinculados con el alimento y con la salud pueden haber hecho que estén leyendo estas palabras en busca de respuestas o de un empujón que los ayude a encaminarse, pero más allá de las diferencias en el origen del camino, es probable que nos unamos en el hecho de que al iniciar un cambio, las propuestas son tantas y tan diversas que realmente no sabemos qué pasos dar. Cuando nos convencemos de que un sendero es el correcto, aparece otra teoría que propone lo contrario.

Ahí es donde la experiencia de muchos años toma relevancia y es esa experiencia la que comparto a lo largo del libro: desde las primeras preguntas que me hacía allá por el año 1997, con mis tormentosos veintiún años, hasta las transformaciones que fui haciendo a lo largo de veinticinco años de profundas investigaciones y la práctica de diferentes sistemas y filosofías, servidas en un plato de comida.

Hoy, con cuarenta y seis años y el desafío de organizar la alimentación de una familia, me doy cuenta de que lo que yo entiendo por “saludable” en todos estos años sufrió muchos cambios, una profunda metamorfosis, una redefinición y a lo largo de estas páginas vuelco esas vivencias.

También nos reúne el hecho de animarnos a dar nuevos pasos, a revisar y cuestionar los conceptos y las ideas con las que construimos nuestros hábitos y que tal vez necesiten una transformación. “Cada vez sospecho más que estar de acuerdo es la peor de las ilusiones”, decía Julio Cortázar. ¡Y cuánta energía disponible aparece cuando nos animamos a derribar un concepto que con mucho esfuerzo (y contradicción) habíamos sostenido durante años!

Lo más rico que puedo decirles es que, si aún no iniciaron el cambio de la alimentación, siempre es un buen momento y, en la realidad que nos toca vivir, se van a dar cuenta de que un cambio es urgente. La salud individual, social y ambiental está en una crisis sin precedentes y su preservación depende mucho del alimento y lo que se estructura detrás de su producción.

Ahí es donde podemos ser protagonistas del cambio que necesitamos.

El momento es ahora. Siempre un paso vamos a poder dar. No importan los conocimientos previos. Sea cual sea el punto de partida, se va a abrir una puerta y esa va a llevar a otra y a otra.

Aprender a comer no es “hacer dieta”. Implica volver a vincularnos de forma consciente con la producción de la comida y con la cocina. Es aprender qué es lo que cada organismo necesita para desarrollar una vida plena y esto nos abre un nuevo sendero en materia de nutrición. ¿Qué es lo que necesita un ser que no es únicamente físico? ¿Cómo puede el alimento ayudar a desarrollar todo nuestro potencial anímico-espiritual?

Aprender a alimentarnos, en el sentido más profundo de la palabra, no solo enriquece nuestro plato y nutrición, sino también nuestra vida.

Tal vez se sientan identificados con los motivos que me llevaron a ser vegetariano o vegano, pero creo que mucho más interesantes son los fundamentos que, luego de profundos cuestionamientos, me mostraron la posibilidad de volver a comer carne, pero desde otra perspectiva. En este libro comparto muchas de las dudas que me invadían mientras transitaba la alimentación vegetariana y vegana. Esto los va a ayudar a encontrar respuestas a sus preguntas. Las propuestas surgen de vivencias, no de teorías. O de haber estrujado conceptos hasta atravesarlos con la experiencia y así poder entregar en estas páginas algunas reflexiones.

Cada capítulo presenta uno de los temas esenciales al momento de construir una alimentación saludable, propia de cada persona, y muestra las herramientas necesarias para dar esos pasos desde la propia individualidad, sin necesidad de seguir ningún protocolo específico. La teoría se hace práctica, se pone en marcha con una serie de preguntas, ejercicios y desafíos que propongo al final de cada capítulo, en un resumen que organiza “la acción”.

El contenido de cada apartado va acompañado de un recetario realmente simple, realizable, que surge de mis experiencias como docente e incluye recetas y técnicas para aprender a cocinar los diferentes grupos de alimentos e incorporarlos equilibradamente.

Después de leer este libro, la relación con la comida definitivamente será otra y es posible que las experiencias que vayan atravesando al leerlo hayan generado bases para un profundo cambio de vida.

Más interesante que contarles cuál es la “dieta perfecta” resulta acompañarlos mientras encuentran una alimentación personal, esa de características únicas para que el alimento los ayude a expandir todo el potencial que tiene cada individuo como ser humano.

“¿Tiene corazón este camino? Si tiene, el camino es bueno. Si no, de nada sirve.

Ningún camino lleva a ninguna parte, pero uno tiene corazón y el otro no. Uno hace gozoso el viaje; mientras lo sigas, eres uno con él. El otro te hará maldecir tu vida.

Uno te hace fuerte. El otro te debilita”.

CARLOS CASTANEDA, Las enseñanzas de don Juan

Corría el año 1997. Yo tenía veintiún años y mi vida experimentaba una profunda transformación. Algo así como un vuelco en el camino que estaba trazado para mí.

Dejé la carrera de ingeniería electrónica, abandoné la práctica de deportes de competencia e inicié un recorrido en la música y en las disciplinas orientales, en especial el yoga.

La filosofía oriental llegó para mostrarme la debilidad de la que había sido mi concepción de la vida hasta ese momento: una concepción competitiva, en la que “triunfaban” los más preparados académicamente y la “inteligencia” se consideraba tan solo una habilidad mental que nos permitía estar bien en lo económico. En este contexto, llegaron mis primeros cuestionamientos en torno a la comida.

¿Y cómo es que se produjo ese vuelco tan radical en mí? ¿Cuál había sido mi recorrido, de dónde venía y hacia dónde iba? Mi infancia había estado amorosamente acompañada de comida variada. A pesar de una situación económica fluctuante, el alimento nunca faltó en mi casa. Comíamos una mezcla de preparaciones caseras de todo tipo con los ingredientes que la industria alimenticia quería que comiéramos. La industria ha buscado a cada momento invadir todo rincón libre en la heladera o en una alacena.

No pertenezco a la “generación del supermercado”; más bien soy el resultado de la lucha entre la comida casera y el avance industrial.

La comida casera es uno de mis primeros recuerdos de la infancia. Las visitas a las cocinas de mis abuelas traían olores de mis ancestros alemanes y también algo de la raíz española. Mi abuelo hacía spätzle mientras mi abuela hacía el goulash. Recuerdo los dulces caseros, con pedazos de frutas, guardados en altos placares para ir usando poco a poco a lo largo del año; el pan apretado de centeno, amargo, perfumado, exquisito; el chucrut, que aunque ya no se elaboraba de forma casera, se compraba en charcuterías alemanas donde asistía una comunidad que buscaba sabores intensos de su tierra natal. Todavía recuerdo historias atrapantes, vivas, tensas, como la gallina “del fondo” de la casa que era sacrificada para la comida del almuerzo. Perfumes e imágenes quedarán grabados para siempre en mi memoria.

En un momento, la tradición empezó a padecer los embates de la industria. La margarina desplazó a la manteca en la repostería de la abuela. Los vegetales de la huerta ya solo se cosechaban en los relatos nocturnos de mi abuelo. El pollo ya no se buscaba en el fondo de la casa, sino que venía envasado y se agarraba de una góndola. Sin embargo, aun en esa época, cuando la industria ya comenzaba a meterse en la cocina, ir a comer a lo de las abuelas era toda una experiencia de regocijo y era mutuo. En ellas, en sus ojos, se reflejaba la alegría de ver a sus nietas y nietos comiendo aquello que habían preparado durante horas de entrega amorosa. Eso formó mi paladar, acostumbrado a “comer de todo”.

El fuego es una de esas imágenes que me quedaron grabadas de aquellos tiempos. Prender un fuego solo, esperando la llegada de mi papá para cocinar alguna carne era algo que me despertaba pasión. Buscar papeles, ramitas secas, en algunas ocasiones piñas, apilar los materiales intentando que el fuego no se ahogara y dar inicio a ese ritual. Era una experiencia que me cautivaba. Disfrutaba de la comida, pero cocinaba poco. No porque no me gustara. Tal vez porque no había mucha invitación a que eso sucediera. Llegué a la adolescencia y disfrutaba de todo tipo de alimentos. No asomaba ni un mínimo indicio de las rigurosas selecciones que haría años más tarde.

Recién a los veintiúnaños experimenté aquella transformación profunda de la que hablaba al comienzo, la que me llevó a preguntarme por primera vez qué comía y cómo podría influir ese alimento en mi salud. Empecé a intuir que, detrás de cada plato de comida, se esconde una larga cadena de eventos ocultos a los ojos de la mayoría. Ese sacudón en mi conciencia, el darme cuenta de dónde estábamos metidos en materia de alimentación, fue en mi caso inspirado un poco por lecturas y mucho por la práctica de disciplinas orientales.

Cansancio recurrente, malestares físicos, el diagnóstico de una enfermedad, la convivencia con patologías familiares “heredadas”… algo nos empieza a incomodar y se hace fuerte la necesidad de hacer cambios en la alimentación. Lo que hasta ese momento era un hábito rutinario, empezó a ser cuestionado. Sin embargo, hoy debo reconocer que, en aquel entonces, no sabía realmente qué era lo que me incomodaba, cuál era el verdadero motivo por el que estaba iniciando con tanta convicción un cambio de alimentación. Lo cierto es que era extraño embarcarme en semejante cambio de hábitos sin algún “shock” en la salud, sin un diagnóstico que hubiera disparado ese vuelco.

Eran épocas en las que “lo saludable” estaba demasiado empapado de una visión individualista de la salud. ¿Cómo vas a hacer una transformación así en tu vida, a esa edad, sin un problema de salud que lo motive? ¿Por qué lo harías?

Estudio, investigación y el poner en práctica lo que aprendía irían corriendo la bruma lentamente y se dejaría por fin ver el motivo de semejante transformación en mi alimentación. Ya embarcado en el cambio, y en paralelo con mi búsqueda autodidacta, tomé mi primer curso de naturismo y fitoterapia. El naturismo rápidamente me llevó a abrazar “lo integral” y a rechazar lo blanco, lo refinado.

El supermercado ya se mostraba como un lugar de conflictos. Había que empezar a buscar el alimento por otros lugares.

DE VÍVERES A SUSTANCIAS COMESTIBLES

Cuando empezamos un cambio de alimentación, algo en lo que rápidamente nos pondremos de acuerdo –aun si elegimos diferentes formas de hacer ese cambio– es en que los supermercados no son “templos de salud”. Encontramos colores e imágenes que buscan seducirnos, supuestas ofertas tentadoras, góndolas que se planifican y organizan para que “caigamos en las trampas”, carteles que abruman, códigos por descifrar… pero muy pocos alimentos son verdaderamente nutritivos.

Podemos entrar a detallar y especificar los efectos nocivos de lo que la industria de la comida vende y a muchos de esos aspectos los iremos desarrollando a lo largo del libro, pero hay una imagen que explica mucho de todo lo que es este gran caos alimenticio: pasamos de producir víveres a producir sustancias comestibles.

Desde la revolución industrial hasta nuestros días, atravesamos una feroz transformación en la forma de vincularnos con el alimento. De ser algo que se producía localmente, que buscaba valor nutritivo y que involucraba el trabajo de la comunidad, pasó a ser un objeto de comercialización cuyo mayor valor es el bajo costo productivo.

El objetivo real ya no es nutrir y producir alimentos con vida o “víveres”. Ahora tenemos “cosas comestibles”. En plena exuberancia de una sociedad capitalista que se devora a sí misma, el ojo se fue poniendo en cómo hacer que esas “cosas” tuvieran el precio más barato posible y duraran la mayor cantidad de tiempo en una góndola. Nada menos que “hacer un buen negocio”.

Así se empezaron a sustituir ingredientes verdaderos por aditivos químicos de menor costo (hay mermeladas que ya no tienen fruta), a sacar elementos que pudieran acortar la vida útil del producto en un estante (el germen y el salvado de los cereales integrales) y a usar todo tipo de procesos que alargan las posibilidades de que un alimento se almacene por años y viaje de un país a otro (temperaturas elevadísimas, radiaciones, insecticidas, conservantes, etc.).

Una de las grandes mentiras con que se intenta justificar el negocio industrial es la supuesta necesidad de producir así porque no alcanza el alimento para la siempre creciente población mundial. Hace tres décadas que leo artículos con esas afirmaciones y desde entonces la humanidad produce más comida de la que necesita para abastecer a todas las personas que habitan este planeta.

El problema no es una deficiencia productiva. El problema es político y de sensibilidad humana. Hay hambre porque al poder político pareciera serle funcional sostenerla y porque todavía no tenemos la capacidad de organizarnos y distribuir la comida para que todas las personas accedan a ella.

¿EN LA ESCUELA TE ENSEÑARON ESTE NUEVO IDIOMA?

Se encontraron en una esquina. Era un día aburrido como el de hoy. El INS 110 le dijo al INS 123 que su color de piel no se veía bien rojo como lo indicaba su código.

–¿Te sientes bien? Se te ve un tanto pálido.

El INS 123 solo podía mirar cabizbajo. Llegó INS 621 al encuentro y dijo:

–Lo que realmente te falta es sabor. Unas cucharadas de mi código y todo empieza a cambiar. No hay humano que se me resista.

–Bien –dijo INS 123–, pero me han dicho que lo mío no es ni un problema de color ni de sabor. Pareciera ser que lo que necesito es estar más tiempo a la vista y tarde o temprano me van a comprar.

–¡Ah, es una cuestión de duración! –exclamó INS 110–. ¡Eso es simple! Un poco más de INS 210 y estarás varios años sin cambiar de aspecto.

–¡Gracias! ¡Allá vamos!

INS 123 se alejó con la sonrisa plástica que lo caracterizaba.

Y así podemos seguir, poniéndole algo de humor a un laberinto oscuro por el que circulamos cuando cargamos un changuito con paquetes llenos de palabras enigmáticas que casi todos comemos y pocos entendemos.

Ya podrán imaginar que esas letras y números que vemos en las etiquetas representan algo, pero aun así, cuesta saber qué.

INS 110: colorante sintético que oscila entre el amarillo intenso y el naranja brillante. Se utiliza en sopas deshidratadas, jugos, fideos instantáneos, pastelería, snacks, productos ahumados, yogures, bebidas en polvo y otros. Se lo vincula con hiperactividad en la infancia y, en dosis altas, con asma, eczemas e insomnio.

INS 123: colorante amaranto que va del rojo morado al púrpura. Se lo utiliza en fruta confitada, glaseados, chicles y caramelos. Está vinculado con hiperactividad en la infancia y, en dosis altas, con asma, urticarias e insomnio.

INS 621: glutamato monosódico, un potenciador del sabor. El consumo de este aditivo activa los receptores neuronales que incitan a seguir comiendo. Lo encontramos en snacks, papas fritas, nachos, embutidos, sopas deshidratadas, conservas de mar, fideos instantáneos, salsas y quesos untables.

Los estudios vinculan al glutamato monosódico con asma, obesidad, hiperactividad infantil, adicciones y, en dosis altas, con daños en el cerebro.

INS 210: ácido benzoico, utilizado en la conservación de los mariscos, pescados en lata, jugos, gaseosas, bebidas energéticas, vinos, cervezas sin alcohol, aceitunas, pastelería y mermeladas. Vinculado con urticarias y alergias.

Dimos cuatro ejemplos, pero esto es solo una pequeña muestra. Este lenguaje extraño y confuso hace alusión a miles de sustancias químicas que de una u otra forma se encuentran vinculadas con problemas de salud.

Y entiendo que se pregunten: “¿Esto no está regulado?”.

Sí, claro, cada país tiene un “Código Alimentario” que establece las cantidades de cada aditivo que se pueden agregar a un producto, pero cuando se indaga en cómo se le pone el rótulo de “seguro” a un aditivo, vamos a ver que 2 + 2 puede dar 5.

Se evalúa un aditivo y se estima a partir de qué cantidad puede ser nocivo para la salud. Esos estudios se realizan en animales. Así que ya se da por hecho que los resultados obtenidos son también esperables en humanos, aspecto que no deja de sorprenderme.

Hechos esos estudios, se determina “segura” una dosis mucho más alta de la que una persona ingiere en realidad al comer ese alimento. Hasta acá podemos suponer cierta lógica. Pero ¿cómo se mide la cantidad total de un aditivo que una persona consume a lo largo de un día, sumando todos los alimentos donde se encuentra ese aditivo?

Y ¿cómo se estudian los efectos secundarios o reacciones adversas producidas por la interacción de los miles de aditivos que hay en los alimentos?

Acá es donde se hace un silencio fúnebre. No hay forma de medir los efectos de estos aditivos a corto o largo plazo y por ende de dar respuesta segura a las preguntas que se suscitan.

Hasta ahora, no han puesto una cámara en un estómago para medir las cantidades que ingiere una persona de cada alimento por día, ¿o sí?

Y por último, y a mi modo de ver, ¿cuál es el sentido de todo esto? ¿Mejoramos los alimentos con estos aditivos o maquillamos productos industriales? ¿Quiénes se benefician con estos “sustitutos” de comida verdadera? ¿Realmente los necesitamos?

DE LA DIVERSIDAD A LA CASI MONODIETA

Caminar por los pasillos de un supermercado podría darnos una idea de diversidad, de mucha variedad. La triste realidad es que casi todo alimento procesado contiene o está elaborado sobre la base de derivados de la soja y maíz transgénicos. El término “transgénico” lo entenderemos como una sustancia producida a partir de un organismo modificado mediante ingeniería genética y al que se le han incorporado genes de otro organismo para producir las características deseadas.

El maíz alimenta al pollo, al cerdo y al salmón de piscifactoría (criadero industrial de peces). A los huevos los da una gallina enjaulada que come ese maíz transgénico. Las vacas lecheras, que en los paquetes se muestran en hermosos prados verdes, en realidad pasan sus vidas encerradas comiendo balanceados a base de maíz y soja. Es decir, la leche y sus derivados industriales de una u otra forma tienen vinculación con esos granos. En los derivados lácteos encontramos almidón y aditivos a base de maíz.

Las vacas criadas para el consumo de su carne cada vez pastan menos y son infladas en corrales a base de balanceados que tienen al maíz y la soja como ingredientes principales.

Las botellas de gaseosas, bebidas saborizadas y jugos se exhiben en envases con diferentes imágenes y colores, pero las une el maíz. Difícilmente encontremos alguna de estas bebidas que no tenga JMAF (jarabe de maíz de alta fructosa), dextrosa, maltodextrina u otro derivado.

Se usa hasta la última parte del grano. La piel del maíz se transforma en vitaminas o suplementos nutricionales. Palabras como “almidón modificado”, “fécula”, “goma xántica”, “polvo de hornear”, “maicena”, “sorbitol”, “manitol” o “colorante caramelo” son algunas otras expresiones que se refieren a derivados del maíz.

Situación similar encontramos con la soja. Además de formatos reconocibles, como los porotos, la leche, la salsa de soja, la harina y el aceite, la soja se procesa y transforma en aceite vegetal hidrogenado, margarinas, texturizados y decenas de subproductos, como lecitina, proteína vegetal o aislada, emulsionantes, etc.

Fiambres y embutidos tienen soja para bajar sus costos y hasta las ceras con las que se pintan las frutas pueden tener derivados de estos granos.

Si la frase “somos lo que comemos” fuera acertada, no pecamos de error al afirmar que somos la sumatoria de piezas resultantes del procesamiento del maíz y la soja transgénicos.

La diversidad quedó en los cuentos e historias que nos relataban en la escuela.

De la tragedia socioambiental que representa este cambio tan drástico en nuestra diversidad productiva nos ocuparemos más adelante. Ahora es importante analizar los cambios que esto generó en los macronutrientes (proteínas, hidratos de carbono y grasas) que consumimos y los posibles impactos que esto tiene en la salud.

DE UN DÍA PARA OTRO, SE LLEVARON A UNOS Y NOS TRAJERON A OTROS

Según un informe de la OMS, en el 2019 siete de las diez causas principales de muerte fueron enfermedades no transmisibles. La lista la encabeza la cardiopatía isquémica, situación en la que las arterias coronarias se estrechan debido a la acumulación de material graso dentro de sus paredes.

La misma OMS señala que, desde 1975, la obesidad prácticamente se ha triplicado en todo el mundo y el número de personas con diabetes pasó de 108 millones en 1980 a 422 millones en 2014.

Las enfermedades son, a mi modo de ver, manifestaciones complejas, multicausales.

Y dentro de esa multicausalidad, sin dudas, un aspecto a revisar es la alimentación.

En lo que hace a enfermedades cardiovasculares y metabólicas, como la obesidad y la diabetes, hay dos grandes problemas que son consecuencia directa de esta industria prolífica.

Uno, la inundación de grasas y aceites que se derraman de todo producto industrial y que hasta hace menos de un siglo la humanidad no consumía.

Dos, la montaña de azúcares ya sea por la industrialización de los cereales y la dispersión de harinas en panificados y productos de repostería, o por la aparición de azúcares derivados del maíz que saturan de sabor dulce bebidas, snacks, y todo tipo de ultraprocesados.

Las generaciones que están creciendo convencidas de que la comida viene del supermercado también creerán que siempre existió el aceite de girasol, de maíz, de soja o de canola. En breve probablemente ya ni el recuerdo de la manteca les quede.

Hace tan solo cincuenta años, era inimaginable la idea de que cientos de productos de consumo iban a estar elaborados con un aceite que se iba a extraer de una semilla que se producía a unos 20 000 km de distancia. Lo más sensato y lo que acompañó nuestra evolución en materia de grasas y aceites era arreglárselas con lo que se podía producir localmente, lo que llevaba a quienes vivimos, por ejemplo, en la provincia de Buenos Aires, a usar manteca y grasas de cerdo, de vaca o de pollo. Podía llegar algo de aceite de oliva de provincias productoras cercanas, pero consumir a diario aceite de soja a través de cientos de productos de supermercado es algo tan nuevo como preocupante.

Historias similares podemos encontrar para los aceites de girasol, maíz, canola y otros “aceites vegetales”. El avance de la agroindustria fue transformando radicalmente, en menos de cien años, el tipo de grasas que consumimos.

Un informe del USDA (Departamento de Agricultura de los Estados Unidos), de 2017, muestra que el consumo de grasas animales, como la manteca, manteca de cerdo y grasa vacuna, disminuyó un 27% entre 1970 y 2014, mientras que el consumo de aceites vegetales aumentó en un 87%.

El modelo alimentario que se viene implementando en Argentina sigue en este sentido al modelo de producción estadounidense, con lo cual no debe sorprendernos encontrar cifras similares en estadísticas locales.

¿Qué implica que las grasas animales de producción local se hayan reemplazado por aceites vegetales de producción industrial? Bien, esto tiene implicancias socioambientales que iremos viendo en los próximos capítulos. En lo que hace a la salud individual, este cambio evidencia una modificación radical en el tipo de ácidos grasos que estamos consumiendo. Lo primero a observar es que las grasas obtenidas a partir de animales que pastan aportan un tipo de ácidos grasos, las grasas saturadas. Los aceites vegetales aportan otros, principalmente los sensibles ácidos grasos poliinsaturados, en especial el ácido linoleico (omega 6).

Podríamos entonces hacernos una primera pregunta: ¿qué implicancias tiene para nuestra salud cambiar de forma tan vertiginosa el tipo de grasas y aceites que veníamos consumiendo?

Una experiencia tan significativa como cambiar repentinamente el tipo de grasas que se venían consumiendo a lo largo de muchos miles de años, ¿cuenta con estudios y variados análisis que lo examinen?

Este reemplazo de un tipo de grasas por otras se basa en teorías no demostradas, como muchas de las decisiones que se toman en la industria alimenticia.

En 1953, el Dr. Ancel Keys, fisiólogo estadounidense (fundador del Laboratorio de Higiene Fisiológica en la Universidad de Minnesota), publicó un artículo comparando el consumo de grasas saturadas con la mortalidad por enfermedades del corazón, y propuso que las grasas saturadas eran la causa principal en este tipo de enfermedades. Su teoría resultó, en el mejor de los casos, débil. Sin embargo, los hambrientos deseos empresariales sostuvieron durante décadas esos conceptos y edificaron, a partir de ellos, una industria aceitera.

Keys basó su teoría en un estudio realizado en seis países en los que el consumo de grasas saturadas era igual a las altas tasas de enfermedades del corazón. Sin embargo, el Dr. Keys ignoró, convenientemente, la información de los otros dieciséis países que no encajaban en su teoría. Si hubiera escogido otro conjunto de países, la información habría mostrado que incrementar el porcentaje de calorías de grasas saturadas disminuye el número de muertes por enfermedad cardíaca coronaria.

No es el objetivo de este texto debatir acerca de los problemas vinculados con el consumo de grasas saturadas. Lo que sí quiero exponer y que me parece increíble es que una sociedad entera haya cambiado radicalmente el consumo de uno de los macronutrientes (aquellos que suministran la mayor parte de la energía metabólica del cuerpo) en pocas décadas, sin estudios ni análisis independientes hechos durante muchos años que respaldaran semejante decisión.

Y a esta situación, ya de por sí preocupante, hay que sumar otro dato. Esos aceites vegetales, cuando se los calienta a altas temperaturas (y esto es lo que sucede cuando se cocina), cambian su configuración y desarrollan grasas y sustancias nocivas para la salud. Las conocidas grasas trans (aceites hidrogenados) son, entre otras cosas, el resultado de calentar a altas temperaturas aceites de soja o girasol y aparecen como eje constitucional de la industria de los ultraprocesados.

Como ha sucedido en diferentes oportunidades a lo largo de la historia, el tiempo mostró no solo que Keys estaba equivocado, sino que este tipo de aceites vegetales están vinculados con el desarrollo de enfermedades cardiovasculares y degenerativas. En este caso sí hay muchos trabajos científicos que comprueban la afirmación.

El otro gran cambio en nuestros hábitos alimenticios se ve reflejado en el tipo y la cantidad de hidratos de carbono (azúcares) que llegan a nuestra mesa.

La industria cerealera, que tiene como eje de sus prácticas la reducción del costo y el aumento productivo, dejó de lado nada menos que la calidad de lo que produce.

Harinas refinadas, producidas en campos fumigados donde los suelos carecen de vida, son la base de panes, snacks, pizzas, tartas, empanadas, galletitas, budines y cientos de productos que estructuran la alimentación de gran parte de la población.

A esto se suma la prolífica extracción de azúcares del maíz, JMAF (jarabe de maíz de alta fructosa), glucosa, dextrosa, maltodextrina, etc., que endulzan y “realzan” el sabor de casi todo producto industrial.

El resultado es un aumento cada vez mayor de azúcares refinados, simples, vinculados con diferentes problemas metabólicos, como la obesidad y la diabetes, entre otros.

Y AHORA, ¿QUÉ COMO?

Salir de la industrialización es el primer paso hacia una alimentación saludable.

¡Es tan fácil decirlo y tan difícil llevarlo a la práctica!

Las propuestas para embarcarnos en este cambio de alimentación son tantas que abruman. El gran problema no es la falta de información, libros o nutricionistas. El obstáculo es el exceso de datos. Como si fueran otros productos de consumo, se nos ofrecen nuevas teorías que nos quieren mostrar “la” dieta perfecta. Así nos vamos a encontrar con la dieta de los grupos sanguíneos, la dieta metabólica, la de X cantidad de calorías, la que suprime algún grupo de alimentos, la que dice no comer animales y la que basa su plato en animales, la que necesita de productos que vienen de lugares que nunca en nuestra vida vamos a conocer, la dieta de la Zona, la cruda y la que come todo cocido, la que sigue sugerencias para un pueblo de Oriente, pero se practica en Occidente, la keto, la paleo, la proteica y la alta en hidratos.

Llegamos a un punto en el que la confusión y la ansiedad han reemplazado cualquier sabiduría acerca de la comida y necesitamos ayuda calificada para dar los siguientes pasos.

Y entonces, ¿qué como?

¡Allá vamos! En el siguiente capítulo empezamos a dejar atrás el caos.

Resumen PARA NO CAER EN EL PANTANO

Para iniciar un cambio en nuestros hábitos de alimentación, necesitamos tomar conciencia del punto de partida, del caos alimentario en el que estamos inmersos. En este sentido, una experiencia muy enriquecedora, dependiendo de la edad que tengamos, es ir al encuentro de alguien en la familia o alguna persona cercana de más de setenta años y generar una charla en torno a la comida, preguntarle cómo era su alimentación en la infancia. Un encuentro así puede ser realmente valioso.

¿Qué mejor que aprender a comer? No me refiero a hacer una dieta, sino a tratar de entender cómo podemos incorporar hábitos que nos ayuden a estar saludables, cambios verdaderos que nos sirvan como aprendizaje para toda la vida.

Vamos a experimentar a lo largo del libro una aventura realmente movilizadora, repleta de experiencias y conceptos que se entrelazan. No quiero que me crean. Es necesario que vivencien, que hagan su experiencia. En esta primer etapa, sugiero que lean las etiquetas; que se encuentren con los códigos INS, esos números que parecen escritos en otro idioma; que detecten los derivados del maíz en bebidas saborizadas; que recuerden que lo que termina en “osa” (dextrosa, glucosa) o en “ina” (maltodextrina) y el JMAF (jarabe de maíz de alta fructosa) son el resultado de la extracción de azúcares de ese grano amarillo a través de múltiples procesos industriales.

¿Recuerdan cuando la industria alimentaria descubrió la margarina?

¿Cómo se relacionan ustedes con las grasas?

¿Sabían que hoy en día algunos médicos sugieren “comer grasa para perder grasa”? Interesante,¿no?¿Por qué será esto?

En lo que sigue vamos a revisar las ideas que tenemos en torno a los alimentos y qué es lo que realmente muestra nuestra evolución en la Tierra.

Recetas

Manejo básico de semillas

INGREDIENTES

• 100 g de almendras en un bol • 200 g de semillas de girasol en otro bol • Agua lo más pura posible y sin cloro, cantidad necesaria

EXTRA

• Recipientes de vidrio, cerámica o acero inoxidable

ACTIVACIÓN

Vamos a tomar dos variedades de semillas para ejemplificar algunas técnicas y aplicaciones que podemos desarrollar con este grupo de alimentos.

PROCEDIMIENTO

Cubrimos las semillas con 2 o 3 partes de agua y las dejamos en remojo un mínimo de 8 horas. Al concluir el proceso, descartamos el agua del remojo (podemos darle un uso valioso utilizándola para regar alguna maceta) y enjuagamos las semillas varias veces con agua limpia.

Ya están activadas y podemos comerlas así, o bien conservarlas unos 4 días en un recipiente hermético, en la heladera.

¿CÓMO PODRÍAMOS COMERLAS?

Agregamos unas cucharadas a una ensalada, a una sopa ya servida, a un yogur o adonde nuestra imaginación nos lleve. Les sugiero esta aplicación muy versátil:

Leche de almendras

INGREDIENTES

• 100 g de almendras remojadas • Agua lo más pura posible y sin cloro, cantidad necesaria

EXTRA

• Bolsa de lienzo o trapo de algodón para hacer el filtrado de la leche • Frasco o botella de vidrio con tapa

PROCEDIMIENTO

Vamos a licuar con agua nueva las almendras ya remojadas. Para esto, medimos el volumen de almendras que tenemos, ya que después del remojo se hincharon, crecieron.

Por cada taza de semillas remojadas, utilizamos entre 3 y 4 tazas de agua, dependiendo del sabor final que queramos lograr. Es conveniente licuar primero las semillas solo con una taza de agua, así se muelen bien. Luego agregamos el resto del agua y volvemos a licuar.

Pasamos u “ordeñamos” la leche a través de una bolsa de tela o lienzo de algodón. Es fundamental realizar esta parte del procedimiento a conciencia, sin apuro. Debemos exprimirla hasta extraer la última gota.

Ya tenemos nuestra leche de almendras. Ahora podemos saborizarla y endulzarla a gusto y usarla como base para un licuado de fruta, para alguna sopa o para una salsa.

En la heladera, se conserva en frasco o botella de vidrio aproximadamente por 3 días.

Otras semillas con las que podemos hacer leches son las de girasol, sésamo, zapallo, nueces, castañas de cajú, avellanas y castañas de Pará. Busquemos opciones agroecológicas que se produzcan cerca de casa.

¿QUÉ HACEMOS CON LA PULPA QUE NOS QUEDA AL ORDEÑAR LA LECHE?

La conservamos en la heladera por varios días y la podemos usar como ingrediente de galletitas, panes, budines, etc. Hay que tener en cuenta que la pulpa pierde casi todo el sabor de la semilla y se usa más que nada para dar volumen a una receta.

DESHIDRATADO O SECADO

Una vez que activamos las semillas, podríamos volver a secarlas para prolongar la conservación (duraría en ese caso varias semanas o meses) o para lograr otros sabores.

El secado ideal sería en realidad un deshidratado. Así se conservan intactas la vitalidad y los nutrientes. En algunos climas secos, esto podría realizarse al aire libre; por ejemplo, en alguna galería o ambiente abierto en el que haya buena ventilación. En invierno, podríamos acercar una fuente con semillas activadas a una estufa o colocarla encima. También podría optimizarse este secado usando deshidratadores solares, estructuras vidriadas que facilitan y aceleran el secado.

En climas más húmedos, puede ser necesario realizar el proceso con un deshidratador eléctrico. Estos electrodomésticos son costosos y para muchas personas, inaccesibles. De todos modos, si tuviéramos la posibilidad de acceder a un deshidratador eléctrico, estos son los pasos básicos para el secado:

Después de activar las semillas, las enjuagamos y las escurrimos en un colador.Las colocamos en la bandeja del deshidratador, bien juntas (pegadas unas a otras), pero no amontonadas.Deshidratamos a 45 °C entre 18 y 30 horas, o hasta que las semillas estén bien secas y crocantes.Las sacamos del deshidratador, las dejamos enfriar entre 20 y 30 minutos y las conservamos en un frasco de vidrio con tapa hermética.

Otra opción para quienes no dispongan de deshidratador eléctrico es secarlas en horno (eléctrico o a gas), a la mínima temperatura posible (idealmente que no supere los 100 °C), como para minimizar posibles pérdidas de nutrientes. En hornos a gas, es posible que sea necesario hacer el secado con la puerta ligeramente abierta.

Sea cual sea la opción que elijamos:

Colocamos las semillas activadas, enjuagadas y escurridas en la bandeja del horno, bien juntas (pegadas unas a otras), pero no amontonadas.Cada 10 o 15 minutos, abrimos el horno, mezclamos bien y revolvemos las semillas.Al cabo de 1 o 2 horas, estarán secas.Las retiramos del horno, las dejamos enfriar unos 20 a 30 minutos y las conservamos en frasco de vidrio con tapa hermética.

Este método es algo así como un “secado-tostado”. El sabor es diferente al de las semillas deshidratadas y hay que cuidar atentamente que no se quemen.

Vamos a deshidratar o secar una porción de las semillas de girasol que ya activamos con alguno de los métodos descriptos y luego prepararemos este condimento:

Condimento de girasol y curry

INGREDIENTES

• 4 cdas. de semillas de girasol (activadas y secas) • 1 cda. de semillas de chía • ½ cda. de ralladura de naranja seca en polvo (opcional) • ½ cdita. de curry • 1/3 cdta. de sal integral molida

EXTRA

• Frasco de vidrio

PROCEDIMIENTO

Licuar o moler en seco todos los ingredientes. El condimento se conserva durante un mes en un frasco de vidrio, en la heladera.

Queda exquisito sobre una tostada, en una sopa o guiso, o para condimentar ensaladas o algún cereal.

Kéfir de agua

Es una bebida rica en bacterias benéficas para nuestro sistema digestivo, con buen aporte de lactobacilos, ácido láctico y enzimas. Además de ingerirlo solo o en licuados, lo utilizaremos para generar la fermentación y predigestión de otros alimentos.

Para hacerlo, necesitamos los “tibicos” o nódulos de kéfir de agua, una colonia simbiótica de bacterias y levaduras que podemos encontrar en almacenes naturales o a través de algún portal de Internet (hay “grupos donantes” y sitios donde se los comercializa).