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Durante años, al dormirme, soñaba con un hombre de implacables ojos verdes y sonrisa cruel. El día que nos conocimos, me abandonó dándome por muerta. Cuando los humanos acabamos de nacer, los dioses nos quitan el poco poder que tenemos, del que tan solo nos devuelven una pequeña parte al cumplir los veinticinco inviernos. A cambio, protegen nuestras fronteras de los crueles y despiadados fae. A los humanos que conservan su poder se les conoce como corruptos. Y son quemados vivos. Cuando descubren que yo tengo ese poder prohibido, tengo que huir de mi aldea y de la vida que adoro. Para sobrevivir, hago un pacto con el mercenario que me abandonó en mi peor momento. Nuestro trato es simple: lo ayudaré a él y a sus misteriosos amigos a colarse en la ciudad, a cambio, él me enseñará a dominar el extraño y oscuro poder que siempre he mantenido oculto. El poder que podría ser la clave para mi supervivencia. Pero el despiadado mercenario esconde sus propios secretos. Secretos que amenazan la seguridad de todos a los que quiero. Secretos que podrían despedazar este reino y quizás incluso este mundo.
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Seitenzahl: 619
Veröffentlichungsjahr: 2025
Para mi madre
Gracias por creer en mí.
Índice
Mapa
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CONTENIDO EXTRA
AGRADECIMIENTOS
1
Prisca
Había pocas cosas más inquietantes que ver a Abus lívido sobre la tarima alta de la plaza del pueblo con varios guardias reales detrás de él.
—Apuesto diez monedas de cobre a que vomita.
Le propiné un codazo en el estómago a mi hermano.
—Calla.
Tibris me sonrió, cosa rara en él, y la opresión en mi pecho disminuyó un poco al ver su intento por distraerme de los guardias.
—Acepto —musitó su amigo Natan a mi derecha.
Una brisa fría hizo crujir las ramas sobre nosotros y Natan encorvó los hombros antes de meter las manos en los bolsillos de su capa.
—No tenéis arreglo —dijo Asinia, aunque se esforzó por no reír.
El suelo escarchado relucía bajo la tenue luz del sol invernal y cada vez que respirábamos se formaba vaho en el aire helado. Estábamos reunidos en mitad de nuestro minúsculo pueblo porque Abus había cumplido veinticinco inviernos y hoy le devolverían una parte de su poder.
Desde mi posición, casi al fondo de la multitud, veía a todo el mundo. A los guardias, con sus uniformes granate y dorado, dispersos entre los vecinos. A la sacerdotisa, con sus vestiduras azules, disfrutaba de nuestra atención. Al verificador real, de negro y luciendo el gran broche de plata que indicaba su poder.
Nos consideraban un montón de rostros borrosos, campesinos pobres y analfabetos vestidos con harapos cosidos en casa.
Abus, tan delgaducho como era, estaba callado y se retorcía las manos visiblemente nervioso. Aunque ofrecíamos la mayor parte de nuestra magia a los dioses pocos días después de nacer, el escaso poder que le devolverían hoy lo ayudaría a contribuir en el bienestar de nuestra aldea.
El guardia real apostado justo detrás de él parecía aburrido y lucía un uniforme polvoriento a causa del viaje, pero los tres que rodeaban a la familia de Abus tenían las manos apoyadas en la empuñadura de su espada. Si se demostraba que Abus había desafiado a los dioses de alguna forma, ejecutarían a sus padres y a su hermana al instante y luego se llevarían a Abus a la ciudad y lo quemarían el Día de los Dioses. Me estremecí y deseé haberme traído una capa más gruesa.
Uno de los guardias miró hacia nuestro grupo y volví a temblar, esta vez de pies a cabeza. Se me paró el corazón durante un segundo y empecé a respirar de forma agitada y superficial.
—No hace tanto frío, Prisca. —Natan me miró con el ceño fruncido a pesar de que él también estaba pálido.
Cualquiera con un mínimo de inteligencia haría bien en temer a la guardia real.
A mi izquierda, Tibris permanecía callado y con los ojos rebosantes de tristeza. No solíamos hablar de qué ocurriría cuando desapareciera dentro de un par de inviernos. Iba a tener que buscarme la vida… y pronto.
Porque, para mí, este reino solo era sinónimo de muerte.
El verificador real dio un paso al frente con los ojos entrecerrados. Los pómulos prominentes, el gesto adusto y los hombros anchos le conferían una imagen poderosa e intimidante; era famoso por disfrutar inmensamente su trabajo.
Él sería el encargado de decidir si Abus había ocultado su magia durante todos estos inviernos. Ese poder hacía que él, y otros como él, fueran infinitamente valiosos para el rey.
El verificador contempló a Abus. Sonrió ligeramente al acercar las manos a su rostro.
Habría que estar ciego para no ver la decepción en sus ojos cuando negó con la cabeza. Abus no ocultaba ningún poder, los dioses habían aceptado su sacrificio cuando era un recién nacido. El nudo que tenía en el estómago se deshizo y pude respirar mejor. Jamás habían encontrado a alguien corrupto durante la Ceremonia de Dones en nuestro pueblo. Normalmente los descubrían de pequeños, cuando usaban sus poderes sin querer por primera vez, o los atrapaban mientras trataban de huir antes de cumplir los veinticinco.
Había tres campesinos que aguardaban su turno tras Abus. Los tres habían celebrado recientemente sus veinticinco inviernos y mostraban distintos niveles de emoción y miedo en el rostro. Jaelle parecía a punto de desmayarse, su hermano mellizo Wilkin estaba como si nada y Lina no dejaba de moverse inquieta, claramente emocionada porque le devolvieran parte de su poder. Saludó con la cabeza a sus abuelos, que se encontraban al frente de la multitud, sonriéndole con orgullo.
El verificador real retrocedió. La sacerdotisa levantó una mano y todos agachamos la cabeza.
—De pequeños regalamos nuestra magia a los dioses para que estos, satisfechos con nuestra ofrenda, la cultiven con sumo cuidado. Hoy Abus cosechará su recompensa. Los dioses han reconocido su sacrificio para poder cuidarnos y protegernos de aquellos que amenazan nuestra forma de vida.
Prácticamente escupió las últimas palabras; su odio por los fae era palpable. Los fae eran las criaturas culpables del sacrificio, unos monstruos que nos darían caza si el rey no hubiese hallado una forma de proteger al reino de su crueldad.
La sacerdotisa levantó la otra mano y dejó a la vista una gema oceartus azul que brillaba y rebosaba de poder. Se giró hacia Abus.
—Tu sacrificio nos ha brindado fortuna a todos. Ahora los dioses te devuelven lo que es tuyo, lo que han bendecido, y volverán a bendecirte por tu sacrificio cuando abandones este mundo.
La piedra cada vez brillaba con más intensidad. Abus se tensó y se ruborizó. A continuación, la gema se apagó. Se había quedado vacía.
No pude evitar sonreír. Abus había recuperado su magia.
La sacerdotisa acercó una mano a la sien de Abus y, un momento después, un circulito azul lo marcaba como alguien de veinticinco inviernos que había superado la Ceremonia de Dones. Aquella marca azul significaba la libertad. Varios campesinos que rodeaban a Abus lo vitorearon.
Ahora les tocaba a los mellizos, que aguardaban juntos sobre la plataforma. Levanté la vista hacia las estructuras de madera que habían erigido especialmente para los guardias. Había varios apostados sobre ellas, repartidos entre los tejados de paja que rodeaban la plaza, con los arcos en la mano.
La ira ascendió por mi cuerpo con furiosa rapidez. Se arremolinó en mi pecho, me hormigueó en los dedos y chispeó por mi piel.
Normalmente trataba de ocultarla bajo la aceptación solemne de nuestro modo de vida, pero hoy la abracé como a un amante.
Los dioses necesitaban nuestra magia para salvaguardarnos de los fae, pero ¿por qué? ¿Por qué el sacrificio de nuestro reino también generaba miedo y muerte?
Tibris me asestó otro codazo y yo respiré hondo antes de volver a centrarme en la ceremonia y asegurarme de mantener el rostro inexpresivo. Cualquier comportamiento extraño podía resultar en una visita sorpresa del verificador, y entonces nos matarían a los dos.
Wilkin y Jaelle bajaron de la plataforma con sus poderes restaurados. Lina prácticamente pasó junto a ellos dando saltitos, más que preparada para recuperar su magia. Los guardias liberaron a los padres de los mellizos y rodearon a los abuelos de Lina.
La sacerdotisa agarró la gema oceartus. El verificador real colocó la mano por encima de la cabeza de Lina.
Y sonrió.
Sentí cómo la sangre abandonaba mi rostro. Tibris se tensó a mi lado y cambió el peso de un pie al otro lentamente a la vez que miraba alrededor. Estaba buscando una forma de salir de la plaza, pero los guardias sobre nosotros enseguida atraparían a cualquiera que intentase huir.
—La magia de la suerte —anunció el verificador—. Justo aquí, donde no debería estar.
Lina frunció el ceño.
—Yo no… No…
—¡Silencio!
Cerré los ojos. La suerte era un poder pasivo; una clase de poder que ni la misma Lina sabría que había estado usando.
Sus abuelos, desesperados, empezaron a suplicar a gritos.
Abrí los ojos justo cuando ambas cabezas cayeron rodando por el suelo.
Los guardias los habían ejecutado en un instante. Detrás de mí, alguien tuvo una arcada. Una mujer chilló a mi izquierda. Yo me quedé mirando la escena fijamente, incapaz de asimilar lo que acababa de ver.
Lina se tambaleó y empezó a gritar.
El ruido atravesó el silencio y la muchedumbre respondió de inmediato.
Alguien me empujó desde la derecha y otra persona también lo hizo desde la izquierda. El terror se mascaba. Un niño cayó de rodillas y empezó a llamar a su madre llorando, pero Tibris lo agarró de la camisa y lo levantó.
Los guardias reales se dirigieron hacia Lina. Ella había dejado de gritar y estaba retrocediendo, alejándose de ellos tanto como la plataforma de madera se lo permitía.
En un lateral de la plaza varias gallinas salieron de sus jaulas y aletearon a los pies de los guardias que tropezaron y cayeron de rodillas.
El don de la suerte.
El carnicero del pueblo se giró para huir. La primera flecha lo alcanzó entre los hombros. La segunda y la tercera, en plena espalda. Después de eso, se desplomó en el suelo.
—¡Que nadie se mueva! —rugió un guardia sobre nosotros.
El pueblo entero pareció detenerse. Lo único que vi fueron ojos muy abiertos y expresiones estupefactas. Desvié la mirada hacia la plataforma y la bilis me empezó a subir por la garganta.
El verificador se giró y le asestó una bofetada a Lina. Ella cayó de rodillas mientras él le pateaba la espalda antes de llamar a otro guardia con un gesto. Este subió los escalones a toda prisa y la puso de pie de un tirón antes de colocarle unas esposas de hierro en las muñecas.
Lina, claramente aturdida, dejó caer la cabeza hacia delante. La familia que le quedaba había muerto; no tenía un marido que luchara por ella. Había una razón por la que la edad legal para casarse eran los veinticinco inviernos.
El verificador se giró hacia nosotros.
—Los corruptos, aquellos que fueron rechazados por los dioses o los que no ofrendaron su poder, los que eligen la blasfemia por encima de la verdad, arderán por sus pecados. Nuestro rey está tan comprometido con proteger al reino de los fae que recientemente ha anunciado una recompensa.
La sacerdotisa asintió.
—Cien monedas de oro a quien informe de algún traidor.
A unos cuantos pasos a nuestra derecha, una mujer ahogó un grito de sorpresa. No la culpaba. Con cien monedas de oro podría dejar de trabajar.
El verificador escudriñó el gentío con intensidad, como si con una sola mirada pudiese localizar la magia donde no debería estar.
Seguro que era capaz de oír los fuertes latidos de mi corazón u oler el miedo y el sudor en mi piel. El mundo se desvaneció hasta el punto de que solo pude verlo a él.
Bajó de la plataforma hasta mezclarse con la multitud, que se apartó para dejarlo pasar. Parecía estar viniendo directamente hacia mí, como si lo supiera.
Tibris se interpuso entre el verificador y yo. Lo hizo de manera casual, como si estuviese emocionado por felicitar a Abus. Pero yo me tambaleé hacia atrás, tropecé con el bajo de mi capa y choqué contra el duro pecho de un hombre.
Unos brazos fuertes me agarraron. El hombre me sujetó durante un buen rato y ambos nos quedamos petrificados observando al verificador.
Sin embargo, él ya se había abierto paso entre la muchedumbre, probablemente con el fin de preparar su viaje al siguiente pueblo.
Levanté la vista hacia el hombre y se me cortó la respiración.
El sol se reflejaba en sus ojos, que relucían con fastidio. El resto de su cara estaba oculta por una bufanda negra de lana y como llevaba la capucha de la capa puesta, tampoco se le veía el pelo. Era imposible adivinar nada: ni su edad, ni si estaba afeitado… absolutamente nada.
Pero lo conocía.
Al menos una vez al mes soñaba con un hombre de ojos verdes. No, no solo verdes. Esa palabra ni siquiera empezaba a describirlos. Eran cautivadores, de un verde oscuro y colorido a la vez, con motas plateadas que parecían atraer la luz. En mis sueños, ese hombre me devolvía la mirada como si estuviese esperando pacientemente. Algunos días los sueños me dejaban ansiosa. Otros, me sentía feliz y casi… segura.
—Mira por dónde vas —gruñó, poniéndome de pie.
—Qué amable —musité—. Bueno, gracias por…
Ya se había marchado.
Me lo quedé mirando durante un momento y luego me obligué a salir del estupor. Pues claro que no lo conocía. Los acontecimientos de esta mañana me estaban afectando. Me giré y vi que Tibris estaba observando cómo los guardias bajaban de los tejados que rodeaban la plaza del pueblo.
—¿Pris, estás bien? —Asinia me dio un apretón en el hombro. Tenía la mirada seria y el rostro y los labios pálidos.
Seguramente yo tuviera el mismo aspecto. Aunque siempre cabía la posibilidad de que encontraran a algún corrupto, nadie esperaba ser testigo de algo como lo de hoy.
—Lo estaré —repuse—. ¿Y tú?
Se limitó a asentir. Nos miramos durante un buen rato. Alguien rio, un sonido completamente fuera de lugar en el ambiente lúgubre de la plaza, y Asinia se encogió. Ambas nos giramos.
Abus se ruborizó mientras se abrazaba a su familia. Su madre sonrió y su padre le dio unas palmaditas en la espalda. La familia recibiría cinco monedas de plata a modo de obsequio por parte del rey. La tradición dictaba que todo el pueblo estaba invitado a la celebración en la plaza y cada vecino debía traer la comida que pudiera.
El padre de Abus hasta se las había arreglado para conseguir un cerdo, que llevaba asándose al fuego desde el alba. El olor de la carne se extendía por todo el pueblo y se colaba por las ventanas abiertas y bajo las puertas cerradas.
Se me cerró el estómago ante la idea de celebrar nada.
Tibris me miró y abrió la boca, pero Natan ya venía hacia nosotros.
—Eso ha sido… horroroso. ¿Quién se queda a la celebración? Yo necesito una copa.
El sol apenas acababa de salir, pero apostaría lo que fuera a que, tras lo sucedido, la mitad del pueblo estaría borracha antes del mediodía.
Tibris observó a Natan dirigirse hacia el vino y volvió a centrar su atención en mí.
—Deberías ir a ver a mamá —dijo con tiento—. Yo me quedo aquí.
Sabía a lo que se refería. Él no quería quedarse al banquete. Seguramente preferiría estar solo. No obstante, uno de nosotros tenía que quedarse y fingir celebrar o nuestra familia llamaría la atención. Me costaba comprender cómo alguien podía sentarse y comer a pocos metros de donde los abuelos de Lina acababan de morir. Ambos eran conocidos en el pueblo, pero ya habían retirado sus cuerpos y limpiado la sangre como si nunca hubiesen existido. Pronto la mayoría de los vecinos estarían agradeciendo a los dioses que hubieran encontrado y se hubieran llevado a una corrupta de nuestro pueblo.
Tibris quería evitarme ese mal trago. La gratitud me embargó.
—Tienes razón. Iré a ver cómo está.
Era difícil estar exento de asistir a las Ceremonias de Dones y las de Despojamiento. Mi madre lo había logrado porque sus visiones podían aparecer en cualquier momento y enturbiar la paz.
—Te acompaño a casa —dijo Asinia—. Deja que avise a mi madre.
Se alejó y mi mirada se cruzó con la de Thol. Se encontraba cerca de la familia de Abus, y estaba tan desgarbado y guapo como siempre. Me sonrió y, a pesar de tener el estómago revuelto, me ruboricé. Nunca me había sentido tan cohibida con un hombre, pero cada vez que miraba a Thol sentía mariposas en el estómago. Su hermana, Chista, se inclinó y le susurró algo al oído y yo me obligué a darme la vuelta para dejar de mirarlo.
Por allí cerca Kreilor estaba hablando con un grupo de amigos prácticamente gritando para que todos pudieran oír su conversación.
Tibris negó con la cabeza y se alejó, probablemente también para hacerse con una copa. A él nunca le había caído bien Kreilor, y no lo culpaba.
Era obligatorio que todos los hombres del pueblo aprendiesen a luchar por si nuestras fronteras fallaban y los llamaban a filas para luchar contra los fae. Los chicos entrenaban desde pequeños; el único modo de que los eximieran era si elegían seguir el camino de los dioses. Kreilor había hecho justo eso y estaba estudiando para convertirse en un acólito de la sacerdotisa de nuestro pueblo.
—Y entonces la sacerdotisa me enseñó el santuario —anunció Kreilor con una sonrisa engreída.
Me quedé completamente paralizada.
Si Kreilor podía entrar en el santuario, tendría acceso a las gemas oceartus vacías. Tal vez pudiera seguirlo y… tomar prestada una.
Había memorizado los cánticos de la sacerdotisa. ¿Y si conseguía que las gemas funcionaran conmigo? Se me aceleró el pulso y mi mente contempló cientos de posibilidades distintas.
Uno de sus amigos resopló.
—¿Te han dejado entrar a ti a un lugar tan sagrado?
Kreilor sacó pecho.
—Pues claro. Al fin y al cabo, empezaré a llevar a cabo las ceremonias en menos de tres inviernos.
Me estremecí solo de pensarlo. Kreilor había sido un abusón desde que éramos niños. Se burlaba de los mendigos, había elegido la única posición que le permitía evitar entrenar con aquellos a los que consideraba inferiores y usaba la riqueza y la reputación de su familia para conseguir lo que le daba la gana.
Thol pasó junto a él e irremediablemente llamó su atención.
Se despreciaban el uno al otro. Sus padres eran buenos amigos y ambos habían contado con todo tipo de privilegios mientras crecían. Aun así, mientras que Thol era amable y altruista, Kreilor necesitaba demostrar su superioridad constantemente.
Asinia volvió y entrelazó nuestros brazos.
—Qué incómodo —murmuró al ver que Thol ignoraba a Kreilor por completo—. Anda, vamos a ver a tu madre. —Tiró de mí y ambas nos encaminamos hacia mi casa.
Mis botas resonaban sobre el suelo de piedra, pero lo único que era capaz de ver era la sangre de los abuelos de Lina encharcando la plaza.
¿Cómo reaccionaría Asinia si le dijera que, a menos que consiguiera salir de este pueblo, yo sería la que estuviera en la plataforma un día, viendo cómo asesinaban a mi madre y a Tibris y cómo se llevaban sus cadáveres como si no significaran nada?
Si me guardara el secreto y el verificador se enterase, Asinia también moriría.
Caminamos en silencio durante la mayor parte del trayecto. Entonces, Asinia por fin respiró hondo.
—Menudo momento entre Thol y tú.
Estaba intentando animarme y yo podía hacer lo mismo.
—Solo ha sido una sonrisa. Cuando estoy con él soy incapaz de hablar.
—Se te olvida que, aunque a ti se te dé fatal flirtear, es uno de mis mejores talentos. Y sé perfectamente cuándo un hombre está interesado.
—No intentes regalarme los oídos, es incluso más deprimente.
Me dio un apretón en el brazo.
—No lo hago. Ya verás.
Tomamos el mismo camino de siempre de vuelta a casa desde este lado del pueblo y pasamos junto a los hogares grandes, espaciosos y cálidos tras el grueso portón de metal que los separaban del resto del pueblo. ¿Cómo sería vivir en una de esas casas y no tener que contar cada moneda, ni acurrucarse junto al fuego en invierno porque las ventanas de los dormitorios estaban rotas?
—¿Prisca?
—Perdona, estaba en mi mundo. ¿Qué vas a hacer después del banquete?
—Ayudaré a mi madre con algunas prendas.
La madre de Asinia era costurera y su hija compartía el mismo talento.
La miré. Teníamos sueños diferentes. Lo único que yo deseaba era permanecer aquí, mientras que ella anhelaba vivir en la ciudad. Daba igual cuánta magia recuperara Asinia al cumplir la mayoría de edad dentro de dos inviernos, esperaba que la reputación de su trabajo se extendiese hasta llegar a oídos de alguien de la ciudad que viniera y la contratara.
Ocurriría. Nadie cosía ni diseñaba como Asinia.
Acabara donde acabase, encontraría la manera de hacerle saber a mi mejor amiga que estaba a salvo. Tal vez, si me perdonaba, podríamos intercambiar una carta o dos. Me dolía el pecho solo de pensar en no verla todos los días. ¿Sería capaz de perdonarme por tanta falta de honestidad?
—Deberías venir a cenar mañana por la noche —sugirió Asinia.
Traté de ocultar una mueca de dolor. Su madre y ella no eran tan pobres como nosotros, pero tampoco es que les sobrara comida precisamente. Aun así, siempre intentaban alimentarme.
—Asinia.
—Mi madre te adora, Prisca. Sabe cómo os ha ido desde que tu padre murió.
—Lo pensaré.
Asinia enarcó una ceja. Lo hacía cuando sabía exactamente lo que estaba pasando por mi mente.
—Tu madre haría lo mismo por mí.
Se despidió con la mano y se giró hacia la plaza. Continué por el camino de tierra y abrí la puerta de casa.
—¿Mamá?
Nuestro hogar estaba en silencio. Más de lo normal. Tanto que daba miedo.
Salí corriendo hacia su habitación y me arrodillé a su lado. Tenía los ojos en blanco y jadeaba en busca de aire.
Estaba en mitad de una visión.
2
Lorian
—Tengo el presentimiento de que es una trampa —murmuró Rythos.
Se movía intranquilo sobre su caballo mientras el sol iluminaba su tez oscura. Agachó la cabeza y apenas esquivó una rama particularmente baja. Las montañas se elevaban al este, con sus cimas nevadas y escarpadas clavándose en el cielo.
—Claro que es una trampa —refunfuñó Marth mienras se recolocaba la capa y lanzaba una mirada cauta hacia las ruinas de la ciudad que había ante nosotros.
Antaño, la Ciudad Maldita había sido la capital de Eprotha. Hacía siglos, los humanos invadieron lo que ahora se conocía como el Continente Baldío, aunque no estuvieron preparados para las represalias a las que tuvieron que enfrentarse.
La capital actual era Lesdryn, ubicada al otro lado del reino.
Tras tantos días de camino, a la mayoría nos vendría bien una buena pelea, pero íbamos escasos de tiempo. Ya habíamos tenido que galopar desde uno de los pueblos al este por esta reunión.
Estaba tenso. En efecto, lo más seguro era que estuviéramos yendo directos a una trampa.
Como siempre, Cavis permaneció en silencio. A pesar de que su mujer acababa de dar a luz a su primogénito y ansiaba estar en casa, no se había quejado. Al igual que el resto, sabía lo cruciales que eran las próximas semanas.
—¿Y tú, Cavis? —pregunté—. ¿Crees que esas arpías de piedra se portarán de forma honorable por una vez?
Cavis me lanzó una sonrisa irónica.
—Incluso hombres como nosotros deberían desconfiar de la Ciudad Maldita y de las criaturas que merodean por allí.
Poca gente sabía que la Ciudad Maldita estaba habitada, y menos aún se acercaban a este lado del reino. Y, sin embargo, aquí estábamos, en lo que otrora habían sido las puertas de la ciudad, que ahora estaba en ruinas.
—Salid, arpías —ordené.
—Entraaad —respondió una voz.
Sacudí la cabeza. ¿Entrar en una ciudad en ruinas, cuando las arpías podrían usar esos escombros para enterrarnos vivos?
—Tenemos un trato. Si lo incumplís, aceptad las consecuencias.
Liberé lo que me quedaba poder. Apreté los dientes, levanté la mano y mi magia resplandeció bajo el sol. Dentro de poco la recuperaría toda.
—¿Osssasss amenazarnosss?
El caballo de Rythos se movió y este desmontó desenvainando la espada.
—No nos obliguéis a entrar.
—De eso se trata. Quieren que lo hagamos —murmuró Marth.
No teníamos tiempo para esto. Lancé mi poder hacia la pila de escombros más cercana, una que seguramente hubiese sido una torre de vigilancia en el pasado. Dado el chillido que atravesó mis oídos, una de las arpías de piedra la había estado usando para espiarnos. Sonreí. Esperaba que eso redujera el tiempo que tuviésemos que pasar en este sitio.
Varias arpías aparecieron entre los escombros. Se movían despacio y tenían la piel gris arrugada y tan seca como el polvo. La del centro llevaba una corona de turmalina.
Desmonté y esperé a que llegasen hasta donde estábamos. Siempre había pensado que el silencio ostentaba poder. Rythos balanceó la espada con pereza. Le dirigí una mirada de advertencia, y sus labios se curvaron en una sonrisa feroz. Después de todos estos años, aún no sabía por qué las detestaba.
—El acuerdo ha cambiado —gruñó la reina—. Precisamos más oro.
A mi lado, Galon saltó del caballo con expresión ofendida. Los tratos no se rompían una vez ambas partes se ponían de acuerdo. Detrás de nosotros, Marth y Cavis nos cubrían las espaldas, aunque conocía a ambos lo suficiente como para saber que se morían de ganas por una buena pelea.
—¿Y esperáis que aceptemos vuestras exigencias?
La reina sonrió y mostró unos dientes de piedra bastante mal cuidados.
—Creo saber por qué necesitas este pequeño ingrediente. —Levantó un vial que contenía justo el musgo que necesitábamos—. Y, si estoy en lo cierto, necesitaréis discreción, porque si el rey se entera de vuestros planes, todos arderéisss.
Observé a la reina hasta que esta agachó la mirada. La alzó de inmediato, pero fue demasiado tarde. Ambos sabíamos quién era más dominante.
Sonreí.
—¿Te crees a salvo en esta tierra maldita que antaño fue una ciudad? ¿Crees que Sabium no mandará a sus guardias y usará toda la magia a su disposición para reducir esta piedra a polvo?
Ella me midió con la mirada. Una de sus hermanas le murmuró algo al oído. Mantuve el gesto serio a pesar de la inquietud. Esta parte del plan era la más voluble. Sin la ayuda de las arpías y el musgo en la mano de la reina, jamás lograría vengarme.
—Accedemos al acuerdo original —dijo la reina al final.
—Entonces, ¿para qué nos habéis hecho perder el tiempo? —rezongó Rythos.
La arpía lo ignoró y él se montó en su caballo aún con la espada desenvainada y se acercó.
Marth lo acompañó. Rythos extendió la mano para recoger el musgo y Marth les ofreció las monedas. Tensos, aguardamos en silencio. Un paso en falso podría resultar en la muerte de alguien. No me importaría tener que arrancarle el vial de sus frías e inertes manos. Lo cierto era que, en parte, ansiaba luchar. La reina me miró y señaló a su subordinada. Rythos agarró el vial, le arrebataron las monedas a Marth y todo concluyó.
Las arpías nos dedicaron una mirada de desdén y regresaron a su ciudad de piedra. Habíamos completado la primera parte de nuestro plan. Resuelto, pensé que, si pudiera, libraría una guerra en este mismo instante. Sin embargo, la siguiente parte del plan requería más tiempo.
Un halcón pasó volando por encima de nuestras cabezas. Mi hermano había insistido en entrenar al ave para mandar sus mensajes. Con suerte, el pequeño pergamino traía buenas noticias y podríamos pasar a la siguiente parte del plan.
El pájaro aterrizó en el hombro de Marth. Enredó las garras en su pelo rubio clavando sus garras en su cabello rubio, lo que hizo que se encogiera y desatara el mensaje.
—Nuestro contacto dice que necesitamos reunirnos con él en la frontera con Gromalia.
Aquello era la antítesis de buenas noticias. Me tensé.
—Eso es en dirección contraria. Eso significa ir más allá de la ciudad.
Marth suspiró.
—Lo sé. Tu hermano explica que el contacto dice que no puede arriesgarse a ir a Eprotha ahora, que está demasiado vigilada.
—Tardaremos dos días por lo menos.
Si pasábamos tanto tiempo viajando, tendríamos menos margen en la ciudad para buscar lo que nos habían arrebatado. La búsqueda requería cuidado y precisión. Y, sin embargo, sin el otro vial, no conseguiríamos acercarnos al castillo.
Debíamos arriesgarnos.
Me obligué a respirar hondo. Quedaba muy poco para vengarme y mis planes iban viento en popa. Si esto era lo peor a lo que nos tocaba enfrentarnos estas semanas, lo aceptaría de buena gana.
Marth me entregó el otro papel que tenía en la mano.
Lo desdoblé y lo leí.
Querido L:
Mis fuentes me informan de que debes volver a la frontera para encontrar el paquete. Casi puedo oírte rechinar los dientes, pero no te queda otra. Si viajas deprisa, lograrás llegar a la reunión.
Riniana ha estado preguntando por ti. ¿Le digo que te acuerdas de ella?
De tu increíblemente paciente hermano mayor,
C.
Sacudí la cabeza, agarré la pluma que Marth me tendía y redacté la respuesta.
Querido C:
Supongo que la situación con Riniana te divierte. No todos estamos felizmente casados y enamorados. Ni lo queremos.
Iremos en busca del paquete, aunque te sugiero que la próxima vez que organices una reunión así, tengas en cuenta con quién estás tratando.
Tu muchísimo más atractivo hermano menor,
L.
—Nos vamos ya —avisé—. No podemos retrasarnos más.
Tendríamos que cabalgar toda la noche sin pausa para recuperar el tiempo que perderíamos, porque debíamos regresar por donde habíamos venido. Apreté los dientes por las horas desperdiciadas.
Marth asintió y Rythos entrecerró la mirada hacia la piedra a nuestras espaldas.
—Mejor atravesar el bosque que seguir cerca de este sitio.
Prisca
Agarré un cojín con las manos temblorosas y lo coloqué bajo la cabeza de mamá. Cuando las visiones la asaltaban, lo único que podíamos hacer era mantenerla a salvo.
—Lo siento —murmuré con el estómago revuelto—. No deberíamos haberte dejado sola.
Después de un bastante rato, mi madre se quedó inmóvil. Le aparté el cabello gris de la cara, igual que ella hacía conmigo cuando enfermaba o me encontraba mal.
—¿Prisca? —me llamó con voz vacilante.
Se movió despacio, como si estuviese medio dormida. Cerré los ojos un momento. Temía que un día se perdiese en una visión y no volviera a ver la chispa de reconocimiento en sus ojos.
—Estoy aquí, mamá. ¿Quieres que te lleve a la cama?
—Unas pocas horas de sueño, solo unas pocas.
—De acuerdo —respondí en voz baja y reconfortante.
Quién sabe por qué los dioses habían obsequiado a mi madre con visiones repentinas sobre desconocidos. Una vez me dijo que de joven su poder le había resultado útil porque la gente más adinerada del reino acudía a ella en busca de consejo acerca de contratos matrimoniales y negocios, pero poco a poco, las visiones útiles habían ido desapareciendo. Ahora se quedaba así a menudo, temblando en el suelo tras una visión que no lograba entender.
Cerró los ojos en cuanto se tumbó y yo pasé el resto de la tarde sentada junto a la ventana imaginando a Lina, sola y asustada en la parte trasera de un carruaje enrejado. Jamás olvidaría su sonrisa emocionada y optimista. Se me anegaron los ojos en lágrimas.
Como no sabía que albergaba poder, ni siquiera había podido escapar. Me limpié la cara.
—¿Prisca?
Mamá seguía en la cama y, gracias a los dioses, había recuperado algo de color.
—Ayúdame a incorporarme, cariño.
Obedecí y la ayudé a sentarse. Estaba perdiendo peso. Tenía que asegurarme de que esta noche cenase más.
—Esta ha sido mala —musité.
Agudizó su mirada vidriosa y asintió acunándome la mejilla.
—Te quiero mucho. Todo lo que he hecho ha sido para mantenerte a salvo.
El corazón me dio un vuelco al ver cómo me miraba, como si ya estuviese de luto.
—Lo sé, mamá, créeme, lo sé. Ahora vamos a acomodarte antes de que Tibris vuelva y monte un numerito.
Ella sonrió.
—Sí que le gusta montar numeritos.
La ayudé a secarse el sudor de la cara, la dejé sentada en la mesa con una taza de té y calenté algo de sopa del día anterior.
—Te quiero mucho —murmuró mamá—. Recuérdalo.
Fuera lo que fuese que hubiese visto, la había alterado. No solía ser así de emotiva.
—Yo también te quiero. Oye, ¿y esto? Todo irá bien.
Una lágrima solitaria resbaló por su mejilla y yo estiré la mano para limpiarla. Ella la tomó entre las suyas.
—Sabes que no puedes quedarte aquí, Prisca.
Sentí un agujero en el pecho. Que hablase tan abiertamente del tema…
Estaba claro que yo había aparecido en su visión.
—¿Qué has visto, mamá?
Se quedó en silencio.
Inspiré hondo.
—Sé que siempre hemos tenido el plan de que me fuera, pero se me ha ocurrido una idea.
Mamá sacudió la cabeza.
—Sea lo que sea que estés pensando, no funcionará.
Su tono despectivo me enfadó. No podía rendirme y huir sin más. De hacerlo, tendría que desaparecer durante el resto de mi vida. ¿Cómo podía resignarme a un destino así?
No podía.
No lo haría.
Me aferraría a cualquier atisbo de esperanza sin importar lo pequeño que fuera.
Kreilor tenía acceso a las gemas oceartus y, si lo siguiese, podría ver dónde se encontraba la entrada. Me fijaría en cómo entraba y robaría una.
Inspiré hondo de nuevo y respondí de forma atropellada.
—¿Y si guardo mi magia en una piedra temporalmente, hasta la Ceremonia de Dones? El verificador comprobaría que no tengo magia y podría…
—Tu magia no funciona de esa manera.
Me tensé. Mi magia no funcionaba salvo en los peores momentos, pero esta vez sería distinto. Seguro.
Mamá me observó con diversión y cansancio.
—Eres tan terca como tu padre. Esa cualidad te ayudará en la vida… o tal vez no.
La pena me cerró la garganta. A veces me despertaba jurando haber oído la voz de mi padre.
—Todo irá bien, ya verás.
Ella se limitó a asentir, aunque seguía con expresión triste.
Cuando Tibris regresó, mi madre se estaba comiendo la sopa que le había calentado.
—¿Qué tal el banquete? —pregunté.
Él respondió con una leve sonrisa.
—Bien. Natan ha insistido en jugar a la Telaraña del Rey.
Puse los ojos en blanco. Pues claro.
El juego estaba basado en un mito. Según las leyendas, el tatarabuelo del rey era tan astuto y sutil que introdujo a su gente en cortes extranjeras cuando eran niños. Esos niños estaban hechizados sin saberlo y los llamaban «arañas durmientes». Cuando los despertaban, los convocaban para informar o asesinar a los enemigos del antiguo rey. Todavía me costaba mantener el rostro inexpresivo, pero la última vez que habíamos jugado a la Telaraña del Rey, casi gané
Contemplé cómo Tibris besaba a mamá en la frente y se sentaba a la mesa. Su ceño fruncido revelaba que estaba enfadado y el papel que llevaba en la mano explicaba el motivo.
Desde que su amigo Vicer había pasado la prueba con la magia suficiente como para irse a la ciudad a trabajar, mi hermano había estado más callado de lo normal.
Las cartas que Vicer y él intercambiaban estaban escritas con el mismo código que habíamos creado de pequeños. Por aquel entonces, Vicer y Tibris me habían incluido en sus planes y yo siempre había estado al tanto de todo, normalmente acompañada de Asinia. Tibris nos aguantaba con suspiros exagerados típicos de hermano mayor.
Pero estas cartas eran distintas. No me había explicado la razón, pero no me permitía leerlas. Claro que, cuanto más las ocultaba, más curiosidad sentía. Si Vicer estaba en apuros, quería ayudarlo.
Vi cómo Tibris fruncía el ceño mientras ojeaba la carta en su mano. Seguramente pasaría días taciturno.
—Voy a bañarme —dijo antes de levantarse.
Traté de obtener respuestas por parte de mi madre por última vez.
—Mamá… ¿hay algo que deba saber?
Escuché el agua correr en la otra estancia. Tibris estaba llenando la bañera con agua fría.
Mamá me avisaría si el verificador iba a venir a buscarme. ¿Qué había visto entonces? ¿Por qué estaba tan alterada?
Se le llenaron los ojos de lágrimas y sacudió la cabeza sin mediar palabra.
Los videntes se regían por ciertas reglas porque, a veces, hablarle a alguien de su futuro conllevaba un sino muchísimo peor. El miedo se arremolinó en mi interior.
—Estoy cansada —dijo sin más.
—Te acompaño a la cama.
—Puedo sola. Buenas noches, cariño.
Volví a la habitación principal, que también era la de Tibris. A juzgar por el ruido del agua, seguía bañándose, pero había dejado la carta de Vicer en la mesilla desvencijada junto a su cama.
No debería. Ya no éramos niños. Tibris merecía tener intimidad. Sin embargo… Algo malo pasaba. Mi deber como hermana era ayudarlo, por mucho que él no quisiera.
Además, a mi hermano le daba igual inmiscuirse en mi vida cuando creía que era necesario; siempre intentaba protegerme. Esta vez sería yo quién lo ayudase.
Eché un vistazo a la carta con las manos a la espalda. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había leído algo escrito en nuestro código y tardaría un poco en traducirlo.
Aun así, reconocí una palabra.
—Prisca. —Tibris cogió la carta de la mesilla y me fulminó con la mirada.
Me sobresalté. A veces mi hermano se movía tan silencioso como un gato.
—¿Por qué te escribe Vicer sobre Crawyth?
Tibris palideció, iracundo.
— Aléjate de mis cosas, joder.
Dolida, retrocedí. Tibris jamás me había hablado así.
—¿Chicos? —nos llamó mamá desde su habitación.
Me quedé mirando a mi hermano.
—Ya voy, mamá.
Tibris se pasó una mano por el pelo.
—Lo siento.
—Da igual.
—Pris…
—Déjalo.
Al fin y al cabo, me había metido en sus asuntos. Tenía derecho a guardar sus secretos.
Me agarró del brazo.
—¿Mañana después de la panadería estás libre para ir a entrenar?
Traté de sonreír. Tibris había insistido en enseñarme lo que aprendía en cuanto comenzó a entrenar. Había pasado innumerables horas peleándome con sus amigos y aprendiendo a usar el elemento sorpresa.
—Claro.
El resto de la tarde transcurrió con rapidez. Tanto Tibris como mamá se fueron a dormir antes de lo habitual. Yo me quedé despierta, imaginando que el verificador real llamaba a la puerta.
Cuando por fin me dormí, soñé lo de siempre.
El hombre tenía unos ojos verdes abrasadores y unos labios gruesos curvados en una sonrisa feroz. Me devolvía la mirada con una ceja enarcada, como si me estuviera retando. Sin embargo, cuanto más trataba de agarrarlo, más se alejaba. Y cuando dejé de verlo sentí como si mi corazón estuviese a punto de romperse.
Me desperté al alba, inquieta y… triste.
Me arrastré fuera de la cama, me vestí, desayuné y me quedé mirando por la ventana, sentía los ojos secos y como si tuvieran arena dentro.
Tibris ya estaba en la cocina. Dentro de unas horas saldría a sanar a quien lo necesitase, a menos que alguien viniese antes por una emergencia.
Mi hermano había pasado la Prueba hacía dos inviernos y, gracias a su don de sanar heridas leves y enfermedades —y a mi trabajo en la panadería—, estábamos a punto de saldar la deuda con los acreedores. En cuanto lo hiciésemos, empezaríamos a ahorrar para nuestro futuro y podríamos marcharnos del pueblo. Me dolía el pecho solo de pensarlo.
Tibris estiró el brazo y me alborotó el pelo. Lo miré mal y él sonrió.
Me incliné y me puse las zapatillas de estar en casa, un calzado ligero y cómodo que prefería llevar mientras limpiaba.
—¿No vas a ponerte las botas de invierno? —preguntó mi hermano.
—Solo es ir y volver de la panadería. Cuida de mamá, ¿vale? La visión la ha alterado mucho.
Él asintió.
—Estará bien, Prisca, nos aseguraremos de ello.
Llamaron a la puerta y me sobresalté. Tibris y yo nos miramos. Mi hermano abrió y el pulso se me aceleró.
Thol me sonrió. La brisa revolvió sus rizos castaños. Estaba tan guapo que me entraron ganas de suspirar.
—Hola, Prisca.
Logré devolverle la sonrisa. A pesar de parecer una inútil, al menos no había perdido toda capacidad mental. Paso a paso.
Thol ensanchó la sonrisa antes de mirar a mi hermano.
—Hola, Tibris.
—Hola.
Aunque a Tibris le caía bien, le dedicó una mirada de advertencia. Le propiné un codazo y él se frotó el abdomen con una sonrisa socarrona antes de marcharse al dormitorio de mamá.
Salí de casa y cerré la puerta tras de mí.
Mis mejillas ya habían vuelto a ruborizarse.
Thol me sonrió como si eso le pareciese adorable, pero para mí fue vergonzoso. No era una muchacha inocente e ingenua que nunca hubiese hablado con un hombre. Había tenido más de un amante, pero Thol siempre lograba que pareciera una idiota tartamuda.
Se acercó y me agarró la mano. La suya era grande y cálida, como la había imaginado.
—Prisca, ¿me acompañarías a dar un paseo mañana por la mañana?
Sonreí. Después de todo el tiempo que había pasado pensando en él, al menos esta parte era fácil.
—Claro.
—Te esperaré en la plaza.
Tras una última sonrisa, me soltó, se metió las manos en los bolsillos y se alejó andando.
Lo observé marcharse y me sentí más ligera que el aire.
No obstante, la realidad intervino y me devolvió al presente con dureza.
El padre de Thol era el canciller del pueblo.
Había viajado a la ciudad muchas veces y, según los rumores, incluso había conocido al rey.
El rey que con gusto me quemaría viva el Día de los Dioses.
Thol era de esos que jamás pasarían por delante de un mendigo sin darle una moneda; de esos que cazarían, no para su familia, sino para los más desfavorecidos del pueblo; de esos que jamás usarían la reputación de su padre para conseguir una vida mejor.
Podría perderme en las fantasías de cómo sería quedarme en el pueblo y casarme con él. Ambos sabíamos lo que era el trabajo duro y juntos nos esforzaríamos hasta poder permitirnos una de esas casas enormes en las que vivir. Tendríamos hijos y envejeceríamos juntos. Sería una buena vida, una tranquila.
Excepto porque esa vida jamás sucederá, ya que quedarte en el pueblo supone morir. Dolorosamente. Y tu familia también.
Hundí los hombros. Mamá tenía razón.
No tenía sentido pasar tiempo con Thol, solo haría más difícil mi marcha.
De camino a la panadería de Herica, el pueblo empezó a despertar. Los aldeanos comenzaron a barrer las escaleras de la entrada de sus hogares, a cuchichear con los vecinos y a llamar a sus hijos para el desayuno.
Traté de apartar a Thol de mi mente y, en su lugar, pensé en Tibris. Meter las narices en sus asuntos era la mejor distracción. ¿Qué estaba ocultando en esas cartas de Vicer? ¿Por qué le había mencionado Crawyth?
En la frontera sur, cerca de las tierras de los fae, solo había ruinas. Hacía décadas había sido famosa por ser un lugar de aprendizaje, gente de todos los reinos acudía allí para estudiar, vivir y prosperar.
Pero entonces aparecieron los fae. Nadie sabía por qué destruyeron la ciudad. Había oído muchas teorías, pero la más famosa era que el desquiciado monarca fae quería quedarse con la ciudad y cuando nuestro rey se negó a doblegarse, el cruel hermano del rey fae quemó la ciudad hasta sus cimientos con sus terribles poderes.
A mitad de camino de la panadería empecé a tiritar. Me había dejado la capa en casa. Aceleré en cuanto vi la panadería a lo lejos. Habían ido arreglando el pequeño edificio de madera con el paso de los años y para mí era como un segundo hogar.
Herica ya se habría marchado después de empezar a hornear pan desde antes del amanecer. Yo me encargaba de limpiar el suelo y las superficies mientras la hermana menor de Thol, Chista, vendía el pan que quedaba.
La puerta de la panadería estaba entreabierta, así que la abrí del todo. Kreilor se encontraba en el interior, de espaldas. Reconocería aquel cuello grueso en cualquier parte.
El miedo me embargó.
—¿Qué haces aquí?
Me miró por encima del hombro con una sonrisa socarrona. Alguien se movió tras él, así que di un paso hacia delante y estiré el cuello. Era Chista. Kreilor le había agarrado la muñeca y ella tenía el rostro húmedo por las lágrimas.
Me enfadé y agarré la escoba de donde la había dejado, apoyada contra la pared.
—Vete, Chista —dije.
Kreilor se limitó a soltar una carcajada. Se trataba de otra forma de atacar a Thol; era demasiado cobarde como para desafiarlo abiertamente. En lugar de eso, acosaba a su hermana.
Para él solo era un juego.
Me lanzó una mirada depredadora y yo inspiré hondo.
—Piénsatelo bien, Kreilor. No te tengo miedo.
Él fijó los ojos en mi cuello, donde el pulso acelerado me delataba.
—Ay, Prisca, ambos sabemos que eso es mentira.
Kreilor se acercó y arrastró a Chista consigo. Yo preparé mi escoba para usarla como vara.
—Piénsatelo bien —repetí—. Date cuenta de lo que estás haciendo.
—¿Crees que me estoy comportando de forma rara? Thol lo tiene todo —dijo entre dientes.
Chista y yo nos miramos. Ella era unos años menor que yo. No habíamos hablado mucho, pero en aquella mirada atisbé un brillo de esperanza. Contaba conmigo.
Tal vez pudiese conseguir que Kreilor se centrase en mí. Cambié el tono a otro más arrogante e hice una mueca.
—¿De eso se trata? ¿Estás celoso de Thol?
Kreilor apretó la muñeca de Chista y esta se encogió.
—Cuida el tono, Prisca. Me he enterado de lo de los acreedores. Sé lo mucho que os costó que vuestro padre siguiera vivo y que tsubsistís después de tener que pagarles mensualmente. ¿Qué crees que pasará si le digo a todo el mundo que te pillé intentando robar en la panadería? Nadie te ofrecerá trabajo y tu familia no tendrá más remedio que ponerse a mendigar en la plaza del pueblo.
Algo oscuro ardió en mi interior. Le enseñé los dientes.
—Suéltala.
Él volvió a reírse antes de dirigir uno de sus puños rollizos hacia la cara de Chista.
El mundo se redujo hasta que solo pude ver su mano. Su mano y el pánico en los ojos de Chista al intentar esquivarlo.
El tiempo se detuvo.
Y ya estaba yendo hacia ellos.
Me interpuse entre Kreilor y Chista, la eché a un lado de un empujón y usé el antebrazo para apartarle la mano.
El mundo se reanudó.
Me preparé para los gritos de Kreilor y para que llamase a los guardias. La desesperanza me embargó al saber que mi muerte era inevitable.
La cara de Kreilor se tornó morada y tropezó. Su aturdimiento permitió que Chista se soltase.
Me lo quedé mirando a la espera de que cayese en la cuenta de lo que acababa de hacer, pero no hizo nada. Había estado tan centrado en Chista que no me había visto moverme. Sentí que se me aflojaban las piernas. ¿Estaba… a salvo?
Por el rabillo del ojo vi movimiento. Chista y yo nos miramos. Ella había retrocedido y estaba junto a la puerta, observándome, pálida. Se giró y salió corriendo de la panadería.
Me temblaron las piernas y se me entumeció el cuerpo. Chista había visto cómo había congelado a Kreilor, cómo había manipulado los hilos del tiempo con mi poder.
Kreilor se acercó enseñando los dientes y con el rostro casi púrpura. Era fornido, por lo que prácticamente bloqueaba mi única vía de escape.
Dio otro paso.
Si me agarraba, estaría perdida.
Me aparté hacia un lado y le golpeé en la cara con el mango de la escoba.
Él maldijo y retrocedió.
Dejé caer la mano, metí el mango entre sus piernas y lo levanté. Kreilor se encogió y se quedó pálido a la vez que se agarraba la zona entre los muslos.
Nos miramos. Era como si estuviese flotando sobre mi cabeza, observándome a mí misma.
—-Como te vuelvas a acercar a Chista, te mato.
Kreilor abrió los ojos como platos.
—Maldita loca.
Logró enderezarse, aunque su cara aún tenía un tono enfermizo que no le sentaba nada bien.
—Me las pagarás.
Recordé a Chista y el miedo en sus ojos al mirarme.
—Pues sí, pero no tanto como tú si no me dejas en paz. No me provoques, Kreilor, no tengo nada que perder.
Se marchó maldiciendo, todavía ligeramente encorvado.
Me dejé caer al suelo. Me temblaban las manos, sentía náuseas y, de repente, me empezó a costar respirar.
Lo último que había dicho era totalmente mentira.
Tenía mucho que perder.
Me limpié la cara húmeda con las palmas. No tenía tiempo para mecerme en el suelo y llorar; necesitaba arreglar este asunto.
¿Adónde había ido Chista? La única oportunidad que me quedaba era encontrarla y suplicarle que no dijera nada por lo menos hasta que lograse robarle una gema a la sacerdotisa.
Sollocé. Ya era demasiado tarde. Era cuestión de tiempo que restringiesen la circulación del pueblo, llamasen a la guardia real y asesinasen a mi familia.
Después me llevarían a la ciudad para quemarme viva.
Logré ponerme de rodillas y, a continuación, de pie. Tenía el cuerpo entumecido, pero logré salir de la panadería.
Apenas me funcionaban las piernas, sentía como si mis extremidades se hubieran vuelto de agua. Todo a mi alrededor daba vueltas. Entrecerré los ojos y conseguí dar con el camino de vuelta a casa.
Valoré las pocas opciones que tenía. Buscar a Chista, conseguir una gema o avisar a mi familia.
Primero mi familia. Necesitaba verlos.
Apreté el paso e hice caso omiso de las miradas y los susurros de los aldeanos.
Alguien me agarró del brazo y yo me giré dispuesta a pegarle un puñetazo a quien hiciera falta.
No era un guardia o un verificador real.
Se me aflojaron tanto las rodillas que estuve a punto de caerme de golpe al suelo.
—¿Mamá?
Estaba a salvo. Aún nos quedaba tiempo.
—Silencio, Prisca —dijo, pálida—. Ven conmigo y deja de llamar la atención.
Nadie que hubiese visto a mi madre tras una visión la reconocería ahora mismo. Caminaba con decisión, arrastrándome hacia el bosque que limitaba con nuestro pueblo.
—Debes encontrar a Tibris, mamá.
Habíamos trazado varios planes a lo largo de los años. En caso de que sucediera lo peor y nos tuviésemos que separar, nos volveríamos a encontrar.
Mamá tenía un plato especial que debía dejar encima de la mesa. Nunca lo usábamos. Si Tibris volvía a casa y encontraba el plato allí, era una señal para que huyese. No obstante, llevábamos sin hablar de esos planes desde que éramos niños.
—Ya te están buscando. Tibris sabrá qué hacer.
Ya te están buscando.
Había tenido pesadillas sobre este día toda mi vida. E incluso en ellas nada pasaba tan deprisa.
—¿Adónde vamos?
Mamá me ignoró y tiró de mí para que apretase el paso. Me encogí cuando una zarza se me metió entre el zapato y la planta del pie. Me había dejado las botas de invierno y la capa en casa. Jamás habría imaginado que no volvería de la panadería.
Había vivido aterrorizada toda la vida. Y, sin embargo, me había confiado.
—Ya vienen —dijo mamá—. Deprisa, Prisca.
Mi mente funcionaba a toda velocidad mientras nos internábamos en el bosque. Los pasos de mi madre eran apremiantes y su expresión de puro terror.
Oímos gritos a lo lejos. Tiré de su mano.
—Mamá…
—La guardia real —dijo.
Aguanté la respiración y el miedo me embargó.
—¿Ya?
Asintió y movió las manos. Tras su expresión decidida había pánico. Incluso tenía los labios blancos.
—Chista ha estado coqueteando con uno de los guardias estos últimos meses. Ya está hablando con él. Los he visto y he ido corriendo a por ti.
—¿Estás segura de que Chista se lo ha contado?
—La vi contándoselo ayer.
Se refería a su visión. Había anticipado que esto pasaría y no me había avisado.
Tenía una bolsa preparada para estos casos con prendas de abrigo, comida, armas e incluso algunas monedas que había ido ahorrando durante estos inviernos. Si mamá me lo hubiese contado, la habría cogido. Sin ella, ¿cuánto aguantaría?
El mundo a mi alrededor empezó a dar vueltas. Contuve la respiración. Tras varios intentos, logré hablar.
—Vamos por el camino equivocado —dije.
El acantilado que daba el río quedaba cerca, y a partir de allí no tendríamos adónde ir.
Para cuando llegamos al acantilado, yo estaba temblando de miedo.
—Tienes que avisar a Tibris. Yo escaparé.
Mi madre sacudió la cabeza.
—Tibris estará bien. Le he dejado una nota explicándole…
—¿Una nota? Mamá, irán a por él.
—Es inteligente y sabrá qué hacer. —Inspiró de forma profunda y temblorosa—. Creía que cuando llegara el momento sería fácil hacer lo que había que hacer.
Hubo algo en la manera de decir aquello, en la expresión decidida de su cara, que no me dio buena espina.
—No hay tiempo que perder, mamá. Tengo que ir al próximo pueblo a por provisiones. —La mente me iba a toda velocidad; creaba planes y los descartaba en cuestión de segundos—. Después iré a la ciudad y me meteré de polizón en un barco…
En un barco en dirección sur, a Gromalia, el otro reino humano. Antes de irme de Eprotha, crearía un rastro falso para asegurarme de que la guardia real creyese que me dirigía a otro sitio. Los distraería para que no diesen caza a mi familia.
Mi madre negó con la cabeza.
—Escúchame atentamente. Esperaba que hubiésemos tenido más tiempo, pero el destino lo ha querido así.
Mi corazón palpitaba a toda velocidad. La observé empezar a pasearse demasiado cerca del borde del acantilado.
No podía pensar. No podía respirar.
—Tenemos que huir.
—Espera. Debes saber varias cosas. —Su voz se había tornado demasiado tranquila. Había perdido toda expresión y sus mejillas volvían a tener color. Parecía como si solamente estuviésemos hablando del tiempo.
Oímos más gritos a lo lejos. Era demasiado tarde. Habíamos ido por el camino equivocado. Solo era cuestión de tiempo que nos arrinconasen aquí. Se me secó la boca y la piel me hormigueó mientras cambiaba el peso de un pie al otro, ansiosa por moverme.
—Por favor, mamá. Tenemos que huir.
Huir no serviría de nada. Habían entrenado a la guardia real precisamente para eso. Sentí una presión en el pecho. Era como si mis pulmones se hubiesen convertido en piedra.
Mi madre acunó mi rostro y me obligó a mirarla.
—Siempre has sido como una hija para mí, pero no fui yo quien te dio a luz.
—¿De qué hablas?
Me dedicó una sonrisa temblorosa.
—No esperaba quererte tanto. Yo… He hecho todo lo que he podido para protegerte. Siento haberte separado de tu familia, pero jamás me arrepentiré de haberte salvado la vida.
Me quedé sin aire.
—Tú… ¿Me secuestraste? ¿Cuándo?
—Sabía que tenías que sobrevivir para salvarnos a todos, pero primero debes encontrar al príncipe —me dijo—. Encuéntralo y enfréntate a tu destino.
Sacudí la cabeza. El príncipe apenas tenía diecinueve inviernos. El rey Sabium, su padre, quería que tanto yo como cualquiera como yo muriésemos. ¿Qué podría el joven príncipe hacer por mí? ¿Cómo podría ayudarme?
—El príncipe —insistió ella.
—Estamos perdiendo el tiempo.
—Prométeme que lo buscarás.
La mente de mi madre se estaba quebrando. Era normal en los videntes.
—Te lo prometo.
Le agarré la mano. De hacer falta, me la llevaría a rastras. Encontraría una forma de que ambas nos salváramos.
Mi madre se revolvió con fuerza. A pesar de que era muy delgada, apenas fui capaz de sujetarla. ¿Qué haría Tibris cuando llegase a casa y se enterase de que ambas habíamos muerto? ¿Qué haría cuando viese que era el único superviviente de la familia? ¿Qué haría cuando descubriese que su vida había acabado?
—Por favor —logré suplicar mientras los guardias se acercaban y los gritos aumentaban de volumen.
Miré alrededor bruscamente. Podíamos dirigirnos al este si no habían bloqueado esa ruta aún. Era nuestra única salida.
De repente oí gritos procedentes de esa dirección. Ahora sí que nos quedaba solo una opción. La culpa me asfixiaba. Debería haber sabido que la mente de mamá se había quebrado. Y por culpa de eso, nos había sentenciado a ambas.
—Tenemos que escondernos —espeté.
Pero ya era demasiado tarde. Tres guardias reales nos habían encontrado. Uno tropezó con la raíz de un árbol cuando salía de la arboleda. Si la situación hubiese sido distinta, hasta me habría reído.
Los guardias jadeaban, pero la satisfacción en sus ojos era inconfundible.
—Entregaos —ordenó uno.
Todo había acabado.
Mi madre estiró los brazos. Yo me acerqué a ella. Nos dimos un último abrazo antes de que nos asesinasen como ejemplo para aquellos que intentasen ocultarse de los dioses.
—Nada, cariño. Nada.
Mamá retrocedió y me empujó con ambas manos. Un grito desgarrador se escapó de mi garganta.
Solo sentí aire bajo los pies y después un frío tan arrollador que me arrebató el poco aire que me quedaba.
Pateé contra la corriente con desesperación. Hice fuerza con los brazos, pero el río me arrastró. Levanté la cabeza. Me estaba ahogando, así que inspiré y traté de acercarme a la ribera.
Algo me golpeó la espalda y me quedé sin aire. Una piedra. Me hundí. Pateé para subir a la superficie, pero algo tiraba de mí hacia abajo. Choqué con otra roca y sentí un dolor agudo en la espinilla. La necesidad de respirar era casi inevitable.
El vestido se me había enredado en el fondo del río. Menuda forma más estúpida de morir.
Ay, dioses.
Tiré de él, pero nada. Iba a ahogarme aquí.
Mis pulmones suplicaban por un poco de aire. ¿Era mejor morir ahogada que quemada viva?
Se me nubló la vista.
Me enfadé. No iba a morir así. Me negaba.
Me agaché y pateé con la pierna libre a la vez que intentaba agarrar el vestido con las manos.
Tiré.
Nada.
El miedo fue desapareciendo y mi cuerpo se debilitó. Estaba perdiendo la pelea contra el agua fría. Tenía los dedos tensos, entumecidos, casi inservibles.
Se me contrajeron los pulmones.
Agarré mi vestido, dando un último tirón desesperado. Tirando hacia arriba con todas mis fuerzas, me golpeé el codo contra otra roca. Y entonces empecé a girar, forcejeando mientras el río me arrastraba cada vez más lejos del acantilado.. De mi casa. De mi familia.
Tomé una bocanada de aire antes de golpearme contra la rama de un árbol que se había caído. Mi cuerpo volvió a hundirse.
Cada vez que lograba levantar la cabeza, veía árboles a la orilla del río. O un trozo del cielo azul. O un vistazo borroso de la vegetación. Me movía muy deprisa. Demasiado como para saber dónde estaba.
Frío. Hacía mucho frío.
Mis movimientos empezaron a ralentizarse, a aletargarse. Traté de coger aire una vez más, pero casi todo fue espuma. Respiré más agua y me hundí otra vez.
Tal vez fuese rápido. Tal vez simplemente me durmiese.
Algo me agarró del brazo. Traté de soltarme como pude, pero fuera lo que fuese me sujetó con más fuerza.
Y, entonces, todo se sumió en la oscuridad.
3
Prisca
Me entró aire frío en los pulmones de golpe. Sentí un cuerpo cálido encima de mí y una boca sobre la mía.
Los pulmones me ardían. Me estaba ahogando. Alguien de manos grandes y fuertes me colocó de costado y escupí lo que pareció medio río.
Abrí los ojos y vi el cielo azul. No sabía cómo, pero estaba viva. No obstante, mi salvador podría ser un guardia empecinado en que el rey me viera morir quemada.
El hombre que me había salvado tenía los rasgos marcados, la piel bronceada y los ojos oscuros y ligeramente respingones. Le habían roto la nariz más de una vez y su ceño fruncido mostraba claramente que no le apetecía lo más mínimo tener que dárselas de salvador y que le molestaba que lo hubiera obligado a ponerse en esa tesitura. ¿Cómo lograba fruncir el ceño así?
No era un guardia, pero eso no significaba que estuviera a salvo. Aun así… me había rescatado.
—Eh… Gracias. ¿Quién eres?
—Me llamo Galon. —Me tocó la mejilla y mi cuerpo se secó de repente. La ropa seguía arrugada a causa del agua del río, pero dejé de estar empapada.
Me separé y me lo quedé mirando. Albergar tantísimo poder…
