Una esposa perfecta - Julia James - E-Book

Una esposa perfecta E-Book

Julia James

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Beschreibung

Cuando el multimillonario Nikos Tramontes conoció a Diana St. Clair, miembro de la alta sociedad inglesa, de inmediato se sintió atraído por su fachada de doncella de hielo. Y la determinación de Diana de conservar la casa de su familia le ofrecía la oportunidad perfecta para proponer un matrimonio temporal. Pero, durante la luna de miel, Nikos despertó en Diana un ardiente deseo y la atracción que había entre ellos se convirtió en una pasión arrebatadora. A partir de ese momento, Nikos no pudo negar que deseaba mucho más de su esposa…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2018 Julia James

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una esposa perfecta, n.º 2696 - abril 2019

Título original: Tycoon’s Ring of Convenience

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-824-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

 

LA MUJER que veía en el espejo era preciosa. Pelo rubio sujeto en un elegante moño que destacaba el rostro ovalado, luminosos ojos grises acentuados por caros cosméticos, un sutil brillo en los labios. En los lóbulos de la orejas y el cuello, el brillo de las perlas.

Siguió mirándose durante varios minutos, sin pestañear. Luego, abruptamente, se levantó y dio media vuelta, la larga falda del vestido de noche rozando el suelo mientras se dirigía a la puerta del dormitorio. No podía retrasarlo más. A Nikos no le gustaba que le hiciesen esperar.

En su cabeza, en medio de la tristeza de su vida, daba vueltas un antiguo dicho:

«Toma lo que quieras. Tómalo y paga por ello».

Tragó saliva mientras bajaba por la escalera. Bueno, ella había tomado lo que quería y estaba pagando por ello.

Cómo estaba pagando por ello…

 

 

Seis meses antes

 

–¿Te das cuenta de que, con tu insostenible situación económica, no tienes más remedio que vender, Diana?

Ella apretó las manos en el regazo, pero no respondió.

El abogado de la familia St. Clair siguió:

–Lamentablemente, no pagarán lo que vale porque está en malas condiciones, pero deberías conseguir lo suficiente como para poder vivir decentemente el resto de tu vida. Me pondré en contacto con la inmobiliaria y lo pondré en marcha –Gerald Langley sonrió, como intentando animarla–. Sugiero que te tomes unas vacaciones, Diana. Sé que este es un mal momento para ti. La muerte de tu padre ha sido un golpe muy duro… –Gerald frunció el ceño–. Pero tienes que enfrentarte con la realidad. El dinero que recibes anualmente de acciones e inversiones podría pagar el mantenimiento de Greymont. Podrías tener suficiente para las reformas más necesarias, pero el último peritaje que encargaste demuestra que las reparaciones urgentes son más caras de lo que pensábamos. Después de pagar los derechos de sucesión no te quedará dinero para hacerlo y ya no hay obras de arte que vender porque tu abuelo vendió la mayoría de ellas para pagar sus derechos de sucesión y tu padre vendió todo lo demás para pagar los suyos –el hombre hizo una pausa para tomar aire–. De modo que, a menos que te toque la lotería, tu única opción sería encontrar a un multimillonario y casarte con él.

El hombre se quedó mirándola en silencio durante unos segundos y luego siguió con su perorata:

–Como he dicho, me pondré en contacto con la agencia inmobiliaria y…

–No te molestes, Gerald –lo interrumpió Diana, levantándose para dirigirse a la puerta del despacho.

–¿Dónde vas? Tenemos muchas cosas que discutir.

Ella se volvió para mirarlo sin pestañear, intentando esconder sus emociones. Nunca vendería su querida Greymont, que lo era todo para ella. Nunca. Venderla sería una deslealtad hacia sus antepasados y una traición a su padre, al sacrificio que había hecho por ella.

Greymont, pensó, sintiendo una punzada de emoción, le había aportado la seguridad y la estabilidad que necesitaba de niña mientras afrontaba el trauma de la deserción de su madre. Daba igual lo que tuviese que hacer para conservar Greymont, haría lo que fuera necesario.

–No hay nada más que discutir, Gerald. Y en cuanto a qué voy a hacer, ¿no es evidente? –le preguntó, haciendo una pausa–. Voy a buscar un millonario.

 

 

Nikos Tramontes estaba en el balcón de su lujosa villa de la Costa Azul, flexionando sus anchos hombros mientras miraba a Nadya, que nadaba lánguidamente en la piscina.

Una vez le había gustado mirarla porque Nadya Serensky era una de las modelos más bellas del mundo y él disfrutaba siendo el único hombre que tenía acceso exclusivo a sus encantos. Su relación con ella había enviado una clara señal al mundo: había llegado a la cima. Había adquirido la enorme riqueza que una mujer como Nadya exigía de los hombres.

Pero ahora, dos años después, sus encantos empezaban a aburrirlo y por mucho que comentase lo buena pareja que hacían, ella con su llameante melena pelirroja y él con su impresionante empaque, la verdad era que había perdido interés.

Además, ahora Nadya estaba dejando caer, continua y descaradamente, que deberían casarse. Pero no tendría sentido casarse con Nadya porque con eso no obtendría nada que no hubiese conseguido ya.

Ahora quería algo más que el estatus de celebridad. Quería dar un paso adelante en la vida, conseguir su próximo objetivo.

Nadya había sido una amante trofeo, la celebración de su llegada al mundo de los más ricos, pero lo que quería ahora era una esposa que completase la imagen que había buscado durante toda su vida.

Su expresión se oscureció, como ocurría siempre que lo invadían los recuerdos. La adquisición de una vasta fortuna y todo lo que iba con ella, desde la villa en el exclusivo Cap Pierre hasta su relación con una de las mujeres más bellas del mundo y todos los lujos que podía permitirse, solo había sido el primer paso en la transformación del hijo ilegítimo, un «inconveniente embarazoso» de sus odiados padres.

Unos padres que lo habían concebido con la egoísta despreocupación de una aventura adúltera para rechazarlo en el momento que nació y endilgárselo a una familia de acogida como si no tuviese nada que ver con ellos.

Bueno, pues él les demostraría que no le habían hecho ninguna falta, que podía conseguir con su propio esfuerzo lo que ellos le habían negado.

Hacerse rico, muy rico, había demostrado que era digno hijo del magnate naviero griego que lo concibió, pero había decidido que su matrimonio debía demostrar que estaba a la altura de su aristócrata madre francesa, capacitándolo para moverse en los mismos círculos sociales que ella, aunque no era más que un hijo indeseado, ilegítimo.

Se dio la vuelta abruptamente para entrar en la habitación. Tales pensamientos, tales recuerdos siempre eran tóxicos, amargos.

Abajo, en la piscina, Nadya salió del agua y miró el desierto balcón haciendo un puchero.

 

 

Diana intentaba disimular su aburrimiento mientras los oradores hablaban sobre mercados y normas fiscales, asuntos de los que ella no sabía nada y le importaban menos. Había acudido a aquella cena en uno de los edificios más emblemáticos de Londres porque su acompañante era un antiguo conocido, Toby Masterson.

El hombre con el que estaba pensando casarse.

Porque Toby era rico, muy rico. Había heredado un banco, de modo que podría financiar las reformas de Greymont. Y también era un hombre del que jamás podría enamorarse.

Los ojos grises de Diana se ensombrecieron. Eso era bueno porque el amor era peligroso. Destruía la felicidad de la gente, arruinaba vidas.

Había destruido la vida de su padre cuando su madre los abandonó por un magnate australiano. A los diez años, Diana había descubierto el peligro de amar a alguien a quien no le importaría romperte el corazón, como su madre había roto el corazón de su padre.

Desde ese momento, su padre se había vuelto muy protector con ella. Había perdido a su madre y no iba a permitir que perdiese la casa que tanto amaba, su querida Greymont, el único sitio en el que se había sentido segura tras el abandono de su madre. Su vida había cambiado dramáticamente, pero Greymont era una constante. Su hogar para siempre.

Su padre había sacrificado la oportunidad de encontrar la felicidad en un segundo matrimonio para que ningún otro hijo tuviese prioridad sobre ella, para asegurarse de que ella heredase la casa familiar.

Pero si quería dejar Greymont a sus propios hijos tendría que casarse y, aunque no arriesgaría su corazón, estaba segura de que podría encontrar a un hombre lo bastante compatible con ella como para que el matrimonio fuese soportable.

Siempre había pensado que tendría tiempo para buscar a ese hombre, pero ahora, con su desesperada situación económica, necesitaba un marido rico a toda prisa y no podía ser exigente.

Miró a Toby mientras escuchaba al orador y sintió que se le encogía el corazón.

Toby Masterson era afable y de buen carácter, pero también desesperadamente aburrido y poco atractivo. Aunque no se arriesgaría a casarse con un hombre del que pudiera enamorarse, le gustaría que fuese un hombre con el que el acto de concebir un hijo no le resultase… repulsivo.

Sintió un escalofrío al pensar en el sobrepeso de Toby, en sus rollizas facciones. No era su intención ser cruel, pero sabía que sería desagradable soportar sus torpes abrazos…

«¿Podría soportar eso durante años y años, décadas?».

Intentando pensar en otra cosa miró a los invitados a la cena, los hombres de esmoquin, las mujeres con vestidos de noche.

Y, de repente, en medio del mar de gente su mirada se centró en uno en concreto. Un hombre cuyos ojos oscuros estaban clavados en ella.

Nikos se arrellanó en la silla, con una copa de coñac en la mano, indiferente al orador que hablaba sobre mercados y normas fiscales que él ya conocía. No estaba pensando en eso sino en la mujer que sería su esposa trofeo. La mujer que, ahora que había conseguido una fortuna que podría rivalizar con la de su odiado padre, sería el medio para entrar en la élite social de su aristocrática, pero desalmada madre para demostrarse a sí mismo, al mundo y, sobre todo, a sus padres, que su indeseado hijo había triunfado sin ellos.

Nikos frunció el ceño. El matrimonio debía ser un compromiso de por vida, ¿pero quería él eso? Después de dos años, había empezado a aburrirse de Nadya. ¿Quería un matrimonio de por vida o cuando consiguiera una esposa trofeo, y su lugar en el mundo, podría librarse de ella?

No habría amor en la relación porque esa era una emoción desconocida para él. Nunca había amado a Nadya, ni Nadya a él, sencillamente se utilizaban el uno al otro. La pareja que lo había criado tampoco lo había querido. No eran malas personas, simplemente desinteresados, y no mantenía contacto con ellos.

En cuanto a sus padres biológicos… Nikos torció el gesto. ¿Habrían creído que su sórdida aventura adúltera era amor?

Pero le amargaba pensar en ellos y volvió a pensar en su esposa trofeo. Primero, pensó, tendría que cortar su relación con Nadya, que estaba en un desfile de moda en Nueva York. Se lo diría con tacto, agradeciéndole el tiempo que habían pasado juntos. Le haría un regalo de despedida, sus esmeraldas favoritas, y le desearía lo mejor en la vida. Sin duda, ella estaba preparada para ese momento y ya tendría preparado un sucesor.

Como él estaba planeando elegir a la siguiente mujer de su vida.

Nikos relajó los hombros y tomó un sorbo de coñac. Había ido a Londres en viaje de negocios y había acudido a aquella cena para hacer contactos. Miraba perezosamente de unos a otros, identificando a aquellos con los que le interesaba hablar cuando el tedioso orador terminase su perorata.

Estaba dejando la copa sobre la mesa cuando su mirada se clavó en un rostro. Una mujer sentada a unos metros de él.

Era extraordinariamente bella, con un estilo diferente a las fogosas y dramáticas facciones de Nadya. Aquella mujer era rubia, con el pelo sujeto en un elegante moño francés, pálida, con una complexión de alabastro, ojos claros, una boca perfecta destacada por un carmín de color discreto. Parecía remota, ausente, su belleza helada.

Una doncella de hielo que parecía decir: «mirar, pero no tocar».

Inmediatamente, eso era lo que Nikos quería hacer. Acercarse a ella, acariciar ese rostro de alabastro y sentir el frío satén de la pálida piel bajo sus dedos, deslizar los pulgares sensualmente por sus labios, ver la reacción en esos ojos claros, hacer que la helada mirada se derritiese.

La intensidad de ese impulso lo sorprendió y, sin darse cuenta, apretó la copa de coñac. Una esposa trofeo era lo siguiente en su lista de objetivos, pero no tenía por qué buscarla inmediatamente. No había ninguna razón para no disfrutar de una aventura temporal antes de buscar esposa.

Y acababa de encontrar a la mujer ideal para ese papel.

Haciendo un esfuerzo, Diana apartó la mirada del extraño y, por fin, el orador terminó su discurso.

–Menos mal –dijo Toby–. Siento haberte hecho soportar esta monserga.

Ella esbozó una amable sonrisa, pensando en el hombre que la miraba desde el otro lado del salón. La imagen parecía grabada en su cabeza.

Moreno, de piel bronceada, espeso pelo negro rozando su frente, pómulos altos, nariz recta y una boca de esculpido contorno que la perturbaba, pero no tanto como los ojos oscuros que se habían clavado en ella.

Seguía mirándola, aunque ella se negaba a hacerlo. No se atrevía.

Su corazón se aceleró, como si hubiera recibido una inyección de adrenalina. Ella estaba acostumbrada a que los hombres la mirasen, pero no a reaccionar de esa manera.

Miró a Toby con urgencia. El familiar, afable Toby, con su rostro mofletudo y su gruesa figura. En comparación con el hombre que la miraba, el pobre Toby Masterson parecía más incongruente que nunca.

Diana apartó la mirada, con el corazón encogido. ¿De verdad podía casarse con él solo porque era rico?

Pero si no era Toby, ¿quién podía ser? ¿Quién salvaría Greymont?

«¿Dónde puedo encontrarlo y cuánto tardaré en hacerlo?».

Estaba siendo más difícil de lo que había pensado y el tiempo se terminaba…

Cuando por fin acabaron los discursos el ambiente en el salón se animó y los invitados empezaron a mezclarse. Nikos estaba hablando con el anfitrión y señaló a la mujer que había despertado su interés. La doncella de hielo.

–¿Quién es la rubia?

–No la conozco, pero está con Toby Masterson, del banco Masterson Dubrett. ¿Quieres que te la presente?

–¿Por qué no?

Nada en su breve inspección indicaba que su acompañante fuese algo más que eso, una impresión que fue confirmada cuando los presentaron.

–Toby Masterson, Nikos Tramontes, de Financiera Tramontes. Nikos tiene intereses en muchos negocios. Tal vez alguno podría interesarte y viceversa –dijo su anfitrión antes de dejarlos solos.

Nikos charló con Masterson durante unos minutos sobre temas anodinos que solo interesarían a un banquero londinense y luego miró a su acompañante.

La doncella de hielo no estaba mirándolo. Hacía un esfuerzo para no mirarlo y se alegró. Las mujeres que mostraban interés por él lo aburrían. Nadya se había hecho la dura porque conocía su propio valor como una de las mujeres más bellas del mundo, cortejada por muchos hombres. Pero no creía que la doncella de hielo estuviese jugando a ese juego. No, su reserva era genuina.

Y eso incrementó su interés por ella.

–Diana, te presento a Nikos Tramontes.

Ella se vio obligada a mirarlo, sin expresión en sus ojos grises. Estudiadamente sin expresión.

–Encantada, señor Tramontes –lo saludó con el frío tono de las familias inglesas de clase alta y la más breve sonrisa de cortesía.

Nikos esbozó una sonrisa igualmente amable.

–¿Cómo está, señorita…?

–St. Clair –se apresuró a decir Masterson.

–Señorita St. Clair.

Su expresión era helada, pero en lo profundo de sus claros ojos grises le pareció ver un repentino velo, como si estuviera ocultándose de su inspección. Eso era bueno, pensó. Demostraba que, a pesar de su expresión glacial, era receptiva.

Satisfecho, siguió charlando con Toby Masterson sobre las últimas maniobras de Bruselas y el estado de la economía griega.

–¿Eso le afecta? –le preguntó Masterson.

–No, a pesar de mi apellido, la sede de mi empresa está en Mónaco. Tengo una villa en Cap Pierre –respondió Nikos, mirando a Diana St. Clair–. ¿Le gusta el sur de Francia, señorita St. Clair?

Era una pregunta directa a la que tenía que responder. Tenía que mirarlo.

–No suelo salir de Inglaterra –se limitó a decir.

La vio tomar la copa y llevársela a los labios, como para no tener que seguir hablando, pero su mano temblaba ligeramente mientras volvía a dejarla sobre la mesa y Nikos disimuló una sonrisa. El hielo no era tan grueso como ella quería dar a entender.

–Los St. Clair tienen una finca espectacular en el campo, en Hampshire. Greymont –le informó Masterson–. Una mansión del siglo xviii.

«¿Ah, sí?».

Nikos la miró con renovado interés.

–¿Conoce Hampshire? –le preguntó Toby Masterson.

–No, no lo conozco –respondió él, sin dejar de mirar a Diana St. Clair–. ¿Greymont ha dicho que se llama?

Por primera vez, vio un brillo de emoción en sus ojos; un brillo que pareció atravesarlo y que le dijo, con toda seguridad, que tras la fachada de hielo había una mujer muy diferente, una mujer capaz de sentir pasión.

El brillo desapareció un segundo después, pero dejó un residuo que, por un momento, le pareció una chispa de desconsuelo.

–Así es –murmuró ella.

Nikos tomó nota. Podría tener más información sobre ella al día siguiente. Diana St. Clair, de Greymont, Hampshire. ¿Qué clase de sitio sería? ¿Qué clase de familia eran los St. Clair? ¿Y qué otro interés podría tener Diana, aparte del delicioso reto de fundir a la doncella de hielo?

Era bellísima y le gustaría que se derritiese entre sus brazos, en su cama… ¿pero podría ser algo más que una breve aventura?

Su investigación revelaría si era así.

Por el momento, había despertado su interés y sabía con total certeza que también ella estaba interesada, aunque intentase disimular.

Se despidió poco después, sugiriendo un futuro encuentro para hablar de negocios en una fecha indeterminada.

Mientras se alejaba, estaba de buen humor. Con o sin un más profundo interés por ella, la doncella de hielo estaba a punto de ser suya. Pero en qué términos, aún no lo había decidido.

Empezó a pensar cuál sería el siguiente paso…

Capítulo 2

 

 

 

 

 

 

 

DIANA subió al taxi y dejó escapar un suspiro de alivio. A salvo por fin.

A salvo de Nikos Tramontes, del poderoso e inquietante impacto de su mirada. Un impacto al que no estaba acostumbrada y que la había turbado profundamente. Había hecho lo posible por ignorarlo, pero un hombre tan apuesto no estaría acostumbrado a desaires, más bien a conseguir siempre lo que quería de las mujeres.

«Pero de mí no porque no tengo el menor interés por él».

Diana sacudió la cabeza, como para apartar la turbadora imagen del extraño. Tenía cosas más importantes de las que preocuparse porque ahora sabía, resignada, que no podía casarse con Toby.

¿Pero qué otra solución había para salvar su querido hogar?

Durante los días siguientes, en Londres, la situación empeoró. El banco le negó un préstamo y las casas de subastas confirmaron que no quedaba nada que mereciese la pena vender. De modo que, cuando Toby la llamó para invitarla a la ópera, recibió la invitación con poco entusiasmo.

La nota suplicante en el tono de Toby ablandó su corazón y, a regañadientes, aceptó la invitación para acudir a una representación del Don Carlos de Verdi.

Pero cuando llegó a Covent Garden deseó haberla rechazado.

–Te acuerdas de Nikos Tramontes, ¿verdad? –le preguntó Toby–. Es nuestro anfitrión esta noche.

Diana intentó disimular su consternación. Tenía tantos problemas que había conseguido olvidarse de él y de la extraña reacción que había provocado en ella, pero allí estaba de nuevo, tan turbadoramente atractivo como unos días antes.

Iba con una pareja y enseguida reconoció al hombre que los había presentado durante la cena. Con él iba su mujer, Louise Melmott, que la llevó aparte cuando los hombres empezaron a hablar de negocios.

–Vaya, vaya –dijo en tono de complicidad, mirando con admiración a Nikos Tramontes–. Desde luego, es guapísimo. No me extraña que Nadya Serensky haya estado con él tanto tiempo. Eso y su dinero, claro.

Diana la miraba sin entender y Louise se apresuró a explicárselo:

–Nadya Serensky, la supermodelo. Son pareja desde hace tiempo.