Una estrella solo para mí - Laura Maqueda - E-Book

Una estrella solo para mí E-Book

Laura Maqueda

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Beschreibung

La máxima aspiración de Leslie, mientras trabaja en Los Ángeles como asistente de la insoportable actriz Barbara Williams, es ser guionista de cine, así que cuando, de la noche a la mañana, le ofrecen el papel principal para interpretar a una diva de Hollywood en un biopic, su vida da un giro radical: ¡va a convertirse en actriz! Pero lo más sorprendente es la identidad de su coprotagonista: Rhys Hudson, el oscarizado actor… y amor de adolescencia de Leslie. El Rhys adulto se muestra como un hombre muy reservado y celoso de su vida privada; sin embargo, al reencontrarse con Leslie no tardará en descubrir que todo aquello en lo que ha basado su vida está a punto de desmoronarse, y se verá empujado a replantearse su propia existencia. Leslie comprueba que lo que un día sintió por Rhys no se ha disipado del todo, y Rhys dará muestras de que Leslie sí le importó entonces más de lo que aparentaba…, porque la pasión que empieza a despertar entre los dos es innegable, y con un rodaje en Grecia, que incluirá escenas subidas de tono, no podrán ni querrán poner freno al deseo que los embarga. Con las islas griegas y las luces de Hollywood como telón de fondo, Rhys y Leslie volverán a compartir momentos del pasado al tiempo que saldrán a la luz secretos que podrían poner en peligro su incipiente relación. Aunque… ¿y si sale bien?

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Primera edición: febrero de 2024

Copyright © 2024 Laura Maqueda Galán

© de esta edición: 2024, ediciones Pàmies, S. L. C/ Mesena, 18 28033 Madrid [email protected]

ISBN: 978-84-10070-05-9

BIC: FRD

Diseño e ilustración de cubierta: CalderónSTUDIO®

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

Índice

Nota de la autora

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Epílogo

Agradecimientos

Playlist

Contenido especial

Para todos aquellos que tienen un sueño.

Para mi madre. Siempre.

Nota de la autora

Esta historia se ambienta en Berlin (no confundir con Berlín, capital alemana), un pueblecito norteamericano del condado de Maryland, escenario que el director de cine Garry Marshall eligió para rodar en 1999 su película Novia a la fuga, protagonizada por Julia Roberts y Richard Gere.

1

1 – Ext. Terraza apartamento de Leslie (Los Ángeles, California)– Noche.

Leslie, con desánimo, sopla las velas de su último año como veinteañera. Se dice a sí misma que es afortunada después de todo, pues no está sola.

—Y… ¡ahí va mi último año de juventud!

Con un resoplido —que sonó más como un profundo suspiro lleno de resignación— Leslie apagó la solitaria vela de cumpleaños que coronaba el muffin de chocolate que sujetaba entre los dedos.

—¡Por el amor de Dios, Leslie! —le reprochó Jenny, su vecina y mejor amiga, mientras le quitaba el muffin de la mano—. ¡No seas melodramática! Cumples veintinueve años, no ochenta.

Leslie acabó por poner los ojos en blanco al escucharla. Le daba exactamente igual lo que opinara su amiga: para ella entrar en el último año de la veintena era como firmar su sentencia de muerte. Todo el mundo sabe que, a los veintinueve, la juventud termina y a partir de ese momento la vida empieza a ir cuesta abajo. ¿Tan difícil era de entender? De no haber sido por sus amigos, que incluso la obligaron a pedir un deseo cuando apagó la vela, habría pasado aquel día como otro cualquiera. Y tan feliz de no celebrar una fecha tan fatídica para ella.

—Pues me siento como si estuviera a un paso de pertenecer al selecto club de la tercera edad —le hizo ver, notando cómo el cansancio del día se iba apoderando cada vez más de su cuerpo—. ¿Qué estás haciendo?

—¿Tú qué crees? —Jenny se recogió su larguísima melena oscura en un moño improvisado y continuó con lo que tenía entre manos—. Estoy sirviendo tus margaritas de cumpleaños.

Leslie se la quedó mirando con una ceja levantada y después echó un vistazo al reloj de pulsera que siempre llevaba. Las manecillas le indicaron que faltaban pocos minutos para la una de la madrugada.

—¿Te parece que son horas de tomar alcohol?

Jenny ni siquiera se molestó en mirarla, concentrada como estaba en verter el contenido de la jarra en tres tazas desiguales de las que usaban para desayunar.

—Oh, cariño. Siempre es buen momento para tomar alcohol, y más si estamos celebrando tu cumpleaños. ¡Bruno! —gritó hacia la cocina—. ¿Se puede saber por qué tardas tanto en traer el azúcar?

Una cabeza repleta de frondosos rizos negros apareció tras las puertas de la terraza, y, a juzgar por su expresión, había encontrado de todo menos el dichoso azúcar.

Ambas mujeres lo interrogaron con la mirada.

—¿Y bien?

—Tienes una alarmante cantidad de café instantáneo almacenado en la cocina, ¿lo sabías?

Leslie se encogió de hombros y consideró que, a esas alturas, sus amigos ya debían conocer la respuesta. Sin café, su cuerpo se negaba a funcionar, sobre todo por las mañanas, cuando solo le había robado unas pocas horas de sueño a la vigilia. Tenía que mantenerse activa de alguna manera durante el día, y la cafeína era la única droga legal a la que recurría y que, además, estaba al alcance de su bolsillo.

Bruno se dejó caer a su lado, sobre los montones de cojines que habían acumulado en el suelo de la terraza, aunque, en honor a la verdad, habría sido más correcto llamarla «balcón», puesto que sus dimensiones eran demasiado pequeñas como para considerarla de una categoría superior. El apartamento de Leslie tenía un tamaño minúsculo. Diminuto. Enano. Ni siquiera se le podía considerar un apartamento. Era más bien un… estudio. Un loft, como estaba de moda llamarlo, pero sin el lujo ni las comodidades de los que salen en las revistas de decoración. Tal y como estaban los precios de alquiler en Los Ángeles y dado lo justo que era su salario, le resultaba imposible aspirar a nada más. Así que su pequeño pero cuco refugio en la avenida Garland, en el culo de la ciudad, resultaba más que suficiente para ella.

Debido a la falta de metros cuadrados de la vivienda, ella, Bruno y Jenny siempre terminaban ocupando el espacio disponible en el balcón de Leslie, o en el de cualquiera de ellos, en realidad: era la suerte de compartir edificio con sus mejores amigos, puesto que también eran sus vecinos, y, además, la economía de ellos dos resultaba tan irrisoria como la de la propia Leslie.

Haciéndose sitio entre la mullida pila de cojines, Jenny se sentó al lado de Leslie que quedaba libre, y dejaba así a la cumpleañera en mitad de aquel peculiar trío.

—Bueno, ¿qué? ¿Y el azúcar?

Bruno se puso una mano en la cabeza de un modo tan teatral que a Leslie le recordó a las telenovelas de la Colombia natal de él que Bruno siempre las obligaba a ver. Y ellas accedían, claro, pues sabían que de aquella manera su amigo se sentía más anclado a sus raíces.

—¿Para qué demonios quieres el azúcar si ya has servido los margaritas? —Bruno resopló, mascullando entre dientes, y a Leslie le pareció oírle decir algo que sonó muy similar a «culicagada», pero que ella no tenía ni la menor idea de qué significaba.

Después de un día tan complicado como el que había tenido, Leslie daba gracias a los hados del destino por poner a sus amigos en su camino. Había algo familiar en regresar a casa y presenciar el continuo tira y afloja que se traían Jenny y Bruno. Era divertido ver cómo la chica de raíces coreanas y el muchacho latino se picaban el uno al otro. Aparentemente, no tenían nada que ver: mientras que la familia de Jenny llevaba décadas en Estados Unidos, la de Bruno todavía tenía que lidiar con los prejuicios del color de la piel, el idioma y las dificultades para hallar un empleo decente. Sin embargo, a los dos los unía el sentimiento de saberse unos incomprendidos, como si fueran unos bichos raros solo por el hecho de ser latinoamericano uno o tener los ojos ligeramente más rasgados otra. ¡Qué injusto era el ser humano! Lo bonito de la vida es que cada uno resulta diferente al resto. Como las distintas piezas de un puzle que, al final, siempre acabanencajando.

—La respuesta es no, pesada —contestó Bruno al cabo de un segundo—. Pero he encontrado esto. —Bruno hizo agitar un botecito de plástico cuyo interior resonó como el de unas maracas caribeñas. Leslie abrió mucho los ojos al ver de qué se trataba y se lo arrebató de las manos.

—¡Uf, no! Ni se os ocurra comeros esto.

—¿Qué narices es?

Leslie arrugó la nariz e hizo cuanto pudo por esconder el frasco de la mirada curiosa de Jenny, pero su amiga hizo gala de las artes para el taekwondo heredadas de su padre y, en un abrir y cerrar de ojos, la chica alzaba triunfante un botecito de…

—¿Virutas de chocolate de colores?

Leslie resopló e intentó esconder el rostro tras la espalda de Bruno. Cuando habló, su voz apenas fue un suave murmullo.

—¿Recuerdas la tarta que prometí que te haría para tu cumpleaños?

—La tarta que… —Los ojos rasgados de Jenny se abrieron todo lo posible cuando comprendió a qué se refería—. ¿Me estás diciendo que eso está en tu cocina desde hace más de dos años?

Leslie se encogió de hombros como respuesta. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Inventarse una excusa? No era buena mintiendo, y Jenny tenía el don de descubrir siempre la verdad.

—¿Culpable?

A su lado, Bruno estalló en carcajadas.

—Es asqueroso incluso para ti, Leslie. ¡Ay!

—Cállate, Bruno. —Jenny se disponía a lanzar un nuevo cojín a la cabeza de su amigo, pero se lo pensó mejor y decidió compadecerse de él—. Te perdono, ¿vale? Pero solo porque no nos hemos comido esa porquería rancia y porque de verdad tenías la intención de cocinar para mí.

—Iba a hacerlo. ¡Te lo juro! —sollozó Leslie—. Pero es que…

Bruno la rodeó con un brazo e hizo que su amiga descansara la cabeza sobre su hombro.

—Lo sabemos, pequeña.

Tras compartir una mirada cómplice con Jenny, los dos dijeron al unísono:

—¡Barbara!

Exacto. Barbara.

Barbara Williams, también conocida como «la Hija del Mal», como ella y sus amigos solían llamarla. Leslie llevaba trabajando para Barbara los últimos dos años, cuatro meses, tres días y dieciocho horas de su vida, pero tenía la sensación de que había estado atada a su lado desde que el big bang estalló y se formó el universo. Al principio no era tan malo, pero la ilusión de trabajar bajo las órdenes de la nueva estrella de Hollywood fue solo eso, una ilusión. Al cabo de pocas semanas, Barbara comenzó a mostrar el auténtico ser que era: un basilisco. Y no uno cualquiera, ¡qué va! Uno del tamaño del que aparecía en la película de Harry Potter. La dulce chica dorada del cine no era más que una tirana sin sentimientos que exigía más de lo que daba, y en varias ocasiones Leslie estuvo a punto de tirar la toalla y abandonar, pero necesitaba aquel trabajo para pagar las facturas y lograr hacer realidad su sueño de convertirse en una prestigiosa guionista.

Su paciencia infinita era lo que la mantenía aún en su puesto de trabajo. Se suponía que la habían contratado como asistente de la actriz, pero esta relacionaba el significado de la palabra «asistente» con el de «secretaria», «personal de limpieza», «recadera» y, su último favorito, «esclava». Si por Barbara hubiera sido, Leslie no comería ni dormiría: el día tenía veinticuatro horas para que Leslie la atendiera en exclusiva. Por fortuna para Leslie, Barbara a menudo se cansaba de escuchar sus propias órdenes, por lo que acababa por mandar a Leslie a casa. Eso sí, nunca antes de que diera la medianoche.

En la lista de Spotify que habían creado sonaba Ain’t your mama, de JLo, y Leslie se sintió identificada con la letra de la canción. Lo único que le faltaba era cocinarle y hacerle la colada a Barbara.

—Pobrecita —se compadeció de ella Bruno—. ¿Qué te ha hecho esta vez para que llegues tan tarde a casa el día de tu cumpleaños?

Los labios de Leslie se fruncieron en un puchero antes de erguir la cabeza y mirar hacia el horizonte, hacia la iluminada ciudad de Los Ángeles.

—Me ha tenido dos horas tratando de hacerle la manicura francesa. ¡Dos horas! Se ha empeñado en que vuelve a estar de moda y quería probar cómo le quedaban las franjas blancas en las uñas.

—¿Y por qué no ha ido al salón de belleza?

Leslie miró a su amigo con una ceja levantada.

—¿A las once de la noche?

—¡Tía! —protestó Jenny, dándole un golpe en el brazo—. ¿Tengo que recordarte que mi familia es dueña de un salón de belleza en Koreatown y que yo trabajo allí? La próxima vez llámame. Estoy segura de que podría sacarle unos cuantos de los grandes a esa put…

Bruno se apresuró a interrumpirla antes de que pudiera continuar. Una vez que Jenny destapaba la caja de las palabrotas no había quien la detuviera.

—¿Y qué le ha parecido el resultado? ¿Te ha dado las gracias y una palmadita en la espalda, al menos?

Leslie se desplomó de nuevo contra los cojines, exhausta. La melodía de la reina del Bronx dio paso a All too well, de Taylor Swift, y el mustio estado de ánimo de Leslie bajó un par de puntos más.

—No he ido más allá del dedo índice —farfulló—. ¿Qué culpa tengo yo por no tener pulso? Cuando se ha dado cuenta de mi ineptitud, se ha enfadado y me ha enviado a casa.

—No eres inepta, cariño —le aseguró Jenny, y se apresuró a abrazarla—. Pero no vuelvas a meterte con mi oficio, ¿de acuerdo?

—Pero sí que soy patética —continuó ella, y esta vez sonrió un poquito cuando Bruno se unió al abrazo—. Es mi cumpleaños y aquí me tenéis, tirada sin fuerzas entre un montón de cojines y quejándome de mi jefa. —Resopló—. ¿Por qué mi vida no puede ser como una canción de Taylor Swift? O mejor aún, ¡de Adele!

Oyó que Bruno rompía a reír a su lado.

—¿No crees que para eso deberías tener vida amorosa? ¡Ay! Vosotras dos, ¿queréis dejar de lanzarme cosas hoy?

—Bruno tiene razón —apostilló Jenny, mientras contenía la risa al contemplar cómo el chico se pasaba los dedos por la zona rojiza de la frente, justo donde Leslie lo había golpeado con el tarro de virutas—. A ver, si tu vida fuera una canción entonces sería…

—¡Matilda, de Harry Styles!

—¡Eso es, hermano!

Últimamente, Jenny había tomado la costumbre de llamar «hermano» a Bruno y, por alguna razón, a los dos les encantaba.

Satisfecha, Jenny levantó la mano por encima de su cabeza, y Leslie fue testigo de cómo sus amigos chocaban los cinco debido a su inexistente relación con el género masculino. Matilda era una canción preciosa, pero tan triste que, cada vez que la escuchaba, le entraban unas repentinas ganas de llorar.

—Yo no tengo problemas familiares —se defendió ella a media voz.

—Es verdad —convino Jenny—. Tu familia es maravillosa, comprensiva y paciente. Y tú, una mala hija por no ir a verlos más a menudo.

—Habló la que se ha independizado a solo diez minutos de la casa de sus padres.

Las dos chicas se lanzaron una mirada retadora que hubiera dejado en pañales a los láseres de Superman.

—Haya paz, señoritas. A ver, Leslie, estoy seguro de que lo que Jenny intenta decirte es que…

—Que dejes ya de lamerte las heridas y esconderte del mundo y que tengas una puñetera cita. Eso es lo que quiero decir.

De entre todos los días del año, sus amigos habían tenido que escoger precisamente ese para sacar a relucir su mala suerte en el amor. Ella simplemente no estaba preparada para volver al mercado de las flores y los corazones, y, además, tampoco disponía de tiempo para sí misma. ¿Cómo iba a dedicárselo a una hipotética pareja si apenas le quedaban horas en el día para ella?

—No hace tanto tiempo desde lo que… Y yo…

—Seis años, Leslie —la interrumpió Bruno—. Han pasado seis años desde lo de John. ¿No crees que es momento de volver a empezar?

—¡Además! —exclamó Jenny sin darle tiempo a responder—. Trabajas en la meca del cine. ¡Lo tienes facilísimo! ¿Y si un actor macizo se enamora de ti un día de estos?

—¿O qué te parece si de repente uno de los estudios a los que has enviado tus guiones te contrata, compartes interminables horas de trabajo con el reparto de actores y, en pleno rodaje, el chico de la claqueta…?

—¡No digas idioteces, Bruno! Estamos fantaseando con actores buenorros que se enamoren de nuestra chica. No te cargues la fantasía.

El humor de Leslie había mejorado de forma considerable desde que sus amigos se habían puesto a hacer el idiota solo para ella. Sin embargo, en cuanto Jenny terminó de hablar se dio cuenta de que acababa de firmar su sentencia de muerte y supo que no la iban a dejar en paz aquella noche.

Bruno alzó las cejas varias veces seguidas en un gesto travieso.

—Así que el destino de nuestra chica está ligado irremediablemente al de un actor macizo, ¿eh?

—Ya te he dicho que… ¡Oh! Ya veo por dónde vas.

En un abrir y cerrar de ojos Leslie se vio rodeada por sus amigos, que la miraban como si fueran miembros de la Inquisición española.

—¿Cómo se llamaba aquel amiguito tuyo del instituto, Leslie?

Ella desvió la mirada, incapaz de hablar. No tenía secretos para Bruno y Jenny; los dos sabían de dónde venía, lo que había ocurrido, qué la atormentaba y también cuáles eran sus ilusiones. Estaba claro que solo querían chincharla, pero Leslie no pudo evitar que apareciera en su estómago el cosquilleo habitual que se apoderaba de ella cada vez que evocaba su pasado adolescente.

—¿No se llamaba Rhys?

—¡Qué casualidad! —exclamó Jenny, jugueteando con las puntas de su pelo—. Igualito que el actor que ganó un óscar en la última edición.

—¿Y no compartían apellido? ¿Cómo era? ¿Hurley? ¿Humphrey?

Al ver que sus amigos no tenían intención de detenerse, Leslie dio un profundo suspiro y claudicó.

—Hudson —musitó, incapaz de mirarlos a la cara—. Se llama Rhys Hudson.

Ya estaba hecho. Había pronunciado en voz alta su nombre una vez más y ocurrió lo que siempre le sucedía cada vez que pensaba en él. Un calor repentino se apoderó de su cuerpo y sintió que las mejillas se le caldeaban y se le teñían de rojo, y los nervios hicieron que incluso le temblaran las rodillas y se le agarrotaran los dedos. Habían transcurrido casi quince años desde la última vez que se habían visto, si bien el recuerdo de Rhys permanecía muy vivo en su memoria. Pero no era culpa suya, por supuesto que no. ¿Quién era capaz de olvidar a su primer amor?

Aún más: ¿quién era capaz de olvidar al chico por el que un día juró delante de todo el instituto que se casaría con él?

Los recuerdos comenzaron a agolparse en la cabeza de Leslie, flotando como si fueran peces en un mar, y entonces supo que era hora de dejarlos volver a salir a la superficie.

2

2 – Int. Gradas del pabellón de natación del instituto público Stephen Decatur (Berlin, Maryland) – Día.

Lesliese esfuerza por intentar ver al chico que le gusta entre un mar de cabezas congregadas para ver la competición de natación.

Quince años antes

En el pabellón de natación Susan Wheeler no cabía ni un alfiler aquel sábado por la mañana. Llamado así en honor a la esposa del heroico oficial naval estadounidense Stephen Decatur, que a su vez daba nombre a la escuela, pocos sabían que, tras enviudar, Susan se convirtió al catolicismo y realizó una generosa donación a la Universidad de Georgetown a cambio de poder residir en el campus durante lo que le quedara de vida. La señora Wheeler fue una mujer devota que dedicó su tiempo a ayudar a los demás, y, por ello, Leslie siempre la había admirado. Le gustaba contemplar su retrato e imaginar cómo fue el transcurrir de sus días en el Washington del siglo xix y, tal vez, escribir sobre ello en un futuro. Esa mañana, en cambio, Leslie era incapaz de mantener su atención en nada que no fuera la entrada al pabellón desde los vestuarios, esperando a que los chicos del equipo de natación aparecieran. Aunque la verdad era que solo le interesaba uno de ellos en particular.

Rhys Hudson.

La mera mención de su nombre la hacía suspirar de anhelo y puro amor adolescente.

Como capitán del equipo de natación del último curso, Rhys era la estrella del instituto, y todo el mundo lo admiraba. Su popularidad despertaba envidias entre sus compañeros y su físico, acompañado de esa intensa mirada azul celeste y esa cabellera dorada que siempre estaba ondulada a consecuencia del agua de la piscina, aceleraba los corazones de chicas y chicos por igual. Leslie estaba segura de que no había nadie en el planeta Tierra que no se muriera por besar a Rhys. Tenía unos labios carnosos y bien definidos, y el hoyuelo que se le formaba en la mejilla derecha cuando sonreía resultaba tan hipnótico que Leslie no podía pensar en otra cosa que no fuera acariciárselo con la punta de los dedos. Aunque la verdad era que Rhys no sonreía muy a menudo.

Desde que Rhys aterrizó en el pueblecito de Berlin, en Maryland, cinco años atrás, Leslie lo había visto sonreír un total de cuatro veces. La primera fue cuando Leslie tenía nueve años y su madre la llevó a la ferretería del señor Carpenter para comprar una pantalla para la lámpara que ella acababa de romper mientras bailaba en el salón la última canción de Britney Spears. La nueva esposa del señor Carpenter las atendió con amabilidad y simpatía; además, tenía un acento tan marcado que Leslie tuvo que contenerse para no soltar una risita. Según les dijo, ella y su hijo, Rhys, habían volado directos desde Gales —donde fuera que estuviese ese lugar— hacía pocas semanas para instalarse en el pueblo, pero el muchacho parecía no encajar bien en su nuevo hogar. Así fue como, animada por ambas mujeres, Leslie acudió a la trastienda para encontrarse con los ojos más grandes y azules que había visto en su vida. No podía creer que un muchacho de apenas doce años fuera más guapo que el mismísimo Justin Timberlake. Sin embargo, Rhys no pronunció palabra alguna, simplemente se limitó a observarla, como si ella fuese alguna criatura extraña de la que desconfiaba. Para romper el hielo, Leslie le ofreció la chocolatina que tenía en el bolsillo y, para su sorpresa, el muchacho la aceptó y le sonrió tímidamente.

La segunda sonrisa ocurrió un par de años más tarde, durante la celebración del Día de la Independencia. Leslie y su familia habían acudido al parque Heron para disfrutar de un agradable día festivo y organizar un pícnic al aire libre, al igual que el resto de los vecinos del pueblo. La madre y el padrastro de Rhys también estaban allí, pero no había ni rastro del esquivo chico galés. Hasta que la noche cayó, Leslie no tuvo ocasión de ver a Rhys. Estaba tumbado sobre la hierba cerca del lago, con los brazos colocados bajo la cabeza, mientras contemplaba el cielo nocturno. Una sonrisa curvó hacia arriba los labios de Rhys justo cuando comenzaron los fuegos artificiales del 4 de julio, y fue en ese momento, a la tierna edad de once años, cuando Leslie se dio cuenta de que Rhys era el amor de su vida.

Las sonrisas tres y cuatro habían tenido lugar bajo el agua; la tercera fue durante la celebración de una carrera de relevos en la que Rhys compitió en su primera temporada como miembro del equipo de natación y la cuarta, tras ganar el campeonato de natación del condado. De eso hacía ya casi dos años.

A pesar de su carácter serio y retraído, a lo largo de los años Rhys había conseguido convertirse en el chico más guapo, popular y admirado de todo el instituto. No era como el resto de los que conformaban la élite del Stephen Decatur: apenas se mezclaba con el resto de compañeros, medía sus palabras antes de hablar y se limitaba a ir simplemente a su aire. Precisamente era eso lo que lo hacía tan especial, porque Rhys no era como los demás, y Leslie no podía evitar que un enjambre de mariposas se instalara en su estómago cada vez que se lo cruzaba en los pasillos. Era tan alto que, a su lado, Leslie era como una marioneta. Y tan fuerte… Leslie estaba segura de que, si Rhys la abrazaba alguna vez, sus cortos brazos serían incapaces de rodear la ancha espalda de él. Y ella se moría por que Rhys la abrazase tal y como hacía en sus sueños.

A ella no le cabía ninguna duda de que Rhys estaba destinado a ser su «chico para siempre». Él todavía no lo sabía, pero encontraría el modo de llegar hasta ella, como en la película Crepúsculo. ¿Quién le iba a decir a Bella, una chica sin sustancia, que el guaperas de color mortecino del instituto terminaría por enamorarse de ella? La historia se repetía una y otra vez, y Leslie tenía la certeza de que algún día Rhys se fijaría en ella.

—No me estás escuchando nada, Les —oyó que la acusaba Nora. Y probablemente no fuera la primera vez que lo hacía desde que estaban ahí.

Leslie se obligó a parpadear y a girar la cabeza hacia su amiga. Había arrastrado a Nora hacia el pabellón de natación un sábado por la mañana; lo mínimo que podía hacer era prestarle un poco de atención.

—Perdona —se disculpó Leslie—. La música está muy alta. ¿Qué decías?

Nora resopló tan fuerte que su flequillo oscuro —que acababa de cortarse ella misma en el baño con las tijeras de la cocina de su casa— danzó sobre sus ojos. Estaban sentadas en la última fila de asientos de la grada, justo al lado del chico de megafonía. Por los altavoces se escuchaba Don’t Stop the Music, el nuevo tema de Rihanna, a toda pastilla.

—Estaba contándote que anoche casi me cargo al estúpido de mi hermano cuando lo pillé en mi habitación leyendo mi diario.

Al ver que su amiga volvía a centrar la atención en la salida de los vestuarios, Nora decidió cambiar de táctica. Iba a resultar imposible hablar con ella mientras durara la dichosa carrerita de los hombres pez.

—Y entonces, de repente, Katy Perry apareció en mi puerta y me pidió una cita. ¿No te parece increíble?

—Totalmente increíble, sí —reconoció Leslie.

—Incluso me ha dedicado una canción. ¿Has escuchado I Kissed a Girl? Pues esa va por mí.

—Es un gesto muy bonito por parte de Kat… —De repente, Leslie se volvió hacia Nora, mirándola con los ojos marrones muy abiertos—. ¡Te lo estás inventando todo, mentirosa!

Nora la golpeó en el hombro con el puño, lo suficientemente fuerte como para hacer que Leslie se balanceara ligeramente, pero no como para hacerle daño.

—¡Es tu culpa! Desde que hemos puesto un pie en el pabellón no has hecho otra cosa más que otear el horizonte en busca de Rhys Musculitos Hudson.

Leslie frunció el ceño bajo el gorro de lana que llevaba.

—Rhys es mucho más que solo músculos. —Cada vez que Nora se metía con Rhys, Leslie sentía la imperiosa necesidad de defenderlo, como si el chico fuese algo suyo—. Además, ¿quién usa hoy en día la expresión «otear el horizonte»?

—Resulta que yo… y la autora de la novela que terminé de leer anoche… ¡Pero eso no tiene nada que ver! Les, estás obsesionada con ese tío.

Leslie admitía que tal vez se le hubiera ido un poquito de las manos el tema de su enamoramiento de Rhys. No era una acosadora ni mucho menos, pero sí que estaba al día de todas las novedades que giraban en torno a Rhys. Sabía que necesitaba mejorar sus notas para acceder a una buena universidad en el caso de que no obtuviera una beca deportiva y también que acababa de romper con Sally, la capitana de las animadoras del instituto. Era consciente de que Rhys no tenía una buena relación con su padrastro y que los fines de semana trabajaba en la gasolinera de las afueras porque quería demostrar que era un chico independiente. Leslie odiaba no tener carné de conducir para llevar el coche de su madre a repostar todos los días durante el horario de Rhys.

—Tú no lo entiendes. Él es especial.

A su lado, Nora puso los ojos en blanco.

—Admito que está bueno y todo eso. Pero ni siquiera te mira, Les. Y, además, debe de tener algún problema o algo, porque casi nunca le he escuchado hablar y, cuando lo hace, se limita a gruñir.

—Es que es tímido —suspiró Leslie.

—¡Qué va a ser tímido! Lo que yo creo es que es un capullo que se cree por encima de los demás solo por el hecho de ser alto, guapo y europeo. Ahí está la clave, amiga mía. A las tías os pone Rhys Hudson porque es extranjero. Escocés o algo así.

—Galés —la corrigió Leslie—. Rhys es galés.

Nora hizo un gesto con la mano como si ambas nacionalidades fueran la misma.

—Ni siquiera sé dónde está Galicia.

Leslie decidió no seguirle la corriente. No estaba segura de si ese lugar existía en realidad o no, pero no era ahí donde Rhys había nacido.

—No a todas las tías nos pone Rhys. Tú eresuna chica y él no te gusta.

Su amiga chascó la lengua como respuesta. Era mujer, sí, pero no heterosexual. Norano tenía reparos en admitir que encontraba atractivos a ciertos hombres, a pesar de que a ella no le atraía en absoluto el género masculino. Hacía poco tiempo que Nora había salido oficialmente del armario, y, a pesar de que su padre parecía estar haciéndose todavía a la idea de tener una hija lesbiana, le iba bastante bien mezclándose con los demás en el instituto. Seguía siendo tan invisible como lo había sido toda su vida.

—Mira, lo que trato de decir es que, si tanto te gusta ese tío, ¿por qué simplemente no vas y se lo dices? No sé, chica, ¿qué puedes perder?

Leslie la miró como si se hubiera vuelto loca de remate. ¿Hablar con Rhys? ¿Ella? Definitivamente, a Nora le faltaba un tornillo y se había olvidado por completo de la norma no escrita que dice que las chicas normales y corrientes no se mezclan ni hablan con la élite del instituto. Lo único que les está permitido es admirar a los populares, pillarse por ellos y votarlos como reyes y reinas en el baile de fin de curso.

Jugueteando con las puntas de una de sus trenzas, Leslie negó enérgicamente con la cabeza mientras pensaba una respuesta. No tenía valor suficiente como para acercarse a Rhys y hablarle de… ¿De qué? ¿Del tiempo? ¿O de aquella única vez en la que casi hablaron en la trastienda de la ferretería de su padrastro tantos años atrás? Ni de coña se iba a humillar de aquella manera. Tenía catorce años, pero no era idiota. Había cosas que simplemente no pasaban en la vida real.

—No puedo aproximarme a él y decírselo sin más, Nora. Además, probablemente Rhys ni siquiera sabe cómo me llamo. No hay ninguna razón por la que deba contarle nada. Se supone que tienes que estar de mi parte, no animarme a cometer una estupidez.

El chico de tercer curso encargado de la megafonía amenizó la espera con más música y provocó expectación anunciando uno a uno a los miembros del equipo. La grada se vino abajo cuando mencionó el nombre del capitán.

A su alrededor, la gente gritaba más y más. La llegada de los nadadores debía de ser inminente, a juzgar por la cantidad de chicas que se habían congregado junto a la piscina. Todas gritaban y daban saltitos, ansiosas por colgarse del cuello del grupo de tipos musculosos y casi desnudos que estaban a punto de aparecer ante sus ojos. La idea de volver a ver el cuerpo mojado de Rhys, cubierto únicamente por el trocito de tela azul con el logo del instituto serigrafiado a un lado a la altura de la cadera, provocaba que la piel se le pusiera de gallina. Tan alto, tan fuerte, tan…

—Sé valiente, Les —exclamó Nora por encima de los gritos y de la música—. ¡Lánzate a la piscina!

—¡No puedo! —vociferó Leslie. Se moría por ver de nuevo a Rhys, y la impaciencia le hacía mover las piernas de manera incontrolada—. Y tampoco quiero ser el hazmerreír del instituto. Creo que Rhys todavía no está preparado para conocer su destino.

—¡¿Qué?!

El clamor del público era ensordecedor, y Leslie decidió ponerse en pie para hacerse oír mejor.

—¡Digo que no quiero que todo el mundo sepa que Rhys Hudson va a ser mi futuro marido!

El silencio que se hizo a continuación cayó como una pesada manta sobre todo el pabellón de deportes, y el frío se apoderó de la estancia hasta congelar todos los huesos del cuerpo de Leslie, como si los dementores de Harry Potterhubieran entrado en la sala.

No se oía nada, absolutamente nada después de su confesión hecha a gritos. Justo cuando comenzó a hablar, el equipo de natación hizo por fin su ansiada aparición; la música cesó, el speaker calló y Leslie, que estaba justo al lado del micrófono, lanzó su alegato final, haciendo público entre gritos su amor por Rhys Hudson.

Todo el mundo la miraba fijamente, mientras que ella era incapaz de moverse. No podía creer que hubiera hecho el ridículo de aquella manera; quería que la tierra se abriera bajo sus pies y se la tragase, sentir el calor abrasador de su interior y no volver nunca, jamás, a la superficie. ¿Cómo había podido ser tan idiota? Las risas empezaron a surgir a su alrededor, sus compañeros y los padres de los alumnos la señalaban con el dedo y cuchicheaban sin disimulo.

—Vaya, parece que alguien acaba de declararse —se mofó el chico de megafonía—. ¿Algo que decir al respecto, Hudson?

Más risas, más gritos, más murmullos preguntando quién era la pardilla de las trenzas. Leslie quería llorar, pero ni siquiera era capaz de moverse. Estaba petrificada de vergüenza.

—Por favor… —logró susurrar.

Nora no tardó en cogerla de la mano, infundiéndole ánimo. Tiró de ella suavemente y consiguió que volviera a sentarse a su lado.

—Tranquila —musitó—. Respira por la nariz y expulsa el aire por la boca. No vayas a vomitar.

A pesar de todo, de la vergüenza, la deshonra y la humillación, Leslie logró lanzarle una mirada acusadora.

—No voy a vomitar, es solo que… ¡Ay, Nora!

Abochornada, Leslie se tapó la cara con las manos mientras permitía que Nora la abrazara y le diera palmaditas en la espalda. Estaba mortificada, y no creía que pudiera volver al instituto. Su vida estaba acabada; tendría que tomar clases en casa, y las oportunidades de entrar en una buena universidad habían quedado reducidas a la nada. No tendría amigos, la gente en el pueblo le retiraría el saludo y cuchichearían a su espalda. Viviría sola en una casa abandonada porque nadie querría darle trabajo, y la única compañía que tendría sería la de los gatos callejeros de los que cuidaría.

—Deja de hacer eso —oyó que decía Nora por encima de su hombro.

—No estoy haciendo nada —sollozó.

—Te estás boicoteando a ti misma, lo sé.

Leslie soltó un quejido lastimero y se aferró aún más a su amiga.

—¿Está mirando?

—¿Quién? Quiero decir, aparte de todo el mundo. ¡Au!

Nora se llevó una mano a la cabeza, allí donde sentía un dolor punzante por el tirón de pelo que le había dado su amiga. Pero al ver que la boca de Leslie amenazaba con sonreír, se dijo que había merecido la pena.

—¿Nos está mirando Rhys?

No era un secreto que a Nora no le gustaba el capitán del equipo de natación. Rhys representaba el típico tópico de guaperas de instituto; era el quarterback, solo que bajo el agua. Se ligaba a la capitana de las animadoras y siempre conseguía ser el rey de todas las fiestas. Ese aire taciturno que se gastaba no engañaba a Nora, que estaba segura de que bajo esa aura mística que tenía, el tío escondía algo chungo. Pero, a pesar de todo, Nora era una buena amiga, y por ese motivo claudicó y se puso a buscar a Rhys con la mirada.

Lo encontró junto a la piscina, quitándose el albornoz, listo para entrar en el agua. Algunos de sus compañeros se le acercaban para darle palmaditas en la espalda y lanzarle bromitas jocosas acerca de la declaración pública de Leslie. Sin embargo, y para sorpresa de Nora, Rhys parecía no tener interés en alimentar sus burlas, e incluso se le veía visiblemente incómodo. Se dio cuenta de que trataba de no mirar hacia Leslie, pero de vez en cuando sus ojos apuntaban directamente hacia la zona en la que estaban ellas.

—Sí y no.

Limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano, Leslie lanzó un nuevo sollozo.

—¿Qué significa eso?

—Pues que al chico se le ve tan incómodo como a ti. Eh, Les. No dejes que esto te afecte más de lo debido.

—¡Acabo de hacer el ridículo delante de todo el instituto y parte del pueblo! Un poco tarde para decirme eso, ¿no crees?

Poniendo los ojos en blanco, Nora decidió que ya habían tenido suficiente sesión de natación por ese día y comenzó a recoger sus cosas. Era sábado por la mañana, tenían catorce años y no le apetecía malgastar el fin de semana viendo cómo una panda de tíos del último curso remojaban sus cuerpos por diversión.

—Espera, ¿qué estás haciendo?

—¿Qué piensas que estoy haciendo? Nos estamos yendo. ¿Vamos al Burley a tomar un chocolate caliente y unas tortitas?

Nora iba tan rápido que Leslie tuvo que pedir disculpas a varios padres cabreados cuando bajó las gradas para tratar de alcanzarla. Para su alivio, la gente estaba tan concentrada en la competición que apenas se giraron para mirarla. Cuando llegó a su altura, Nora le rodeó los hombros con el brazo.

—Ya lo dice Fergie en su canción: Big Girls Don’t Cry. Anímate, anda.

Leslie lanzó un profundo suspiro y apoyó la cabeza en su amiga.

—No entiendo cómo puedo animarme después de lo que ha pasado ahí arriba.

—Tienes que ver el lado positivo de todo esto.

—Que es…

—Al menos ahora Rhys sabe que estás por él.

3

3 – Int. Salónde actos del instituto público Stephen Decatur (Berlin – Maryland) – Día.

El grupode teatro está en crisis y Leslie no encuentra una salida al problema que se les presenta. Necesitan encontrar a un nuevo Romeo para la obra final del trimestre.

Era una catástrofe. Un cataclismo de dimensiones que solo igualaba el big bang. Si Leslie hubiera tenido que ponerle una canción al desastre que tenía entre manos, no tenía ninguna duda de que habría sido Tragedy, de los Bee Gees. Quizá aquella manía suya de relacionar cualquier situación con una canción en concreto resultase un tanto molesta para su familia y amigos, pero ella no podía evitarlo. Para Leslie, la vida se resumía en música y en letras, y por ese motivo siempre la acompañaban una libreta, un bolígrafo y su reproductor de música.

Sin embargo, en aquel preciso momento Leslie no estaba para escuchar música ni para ponerse a escribir el guion de su vida. Acababa de suceder una hecatombe de proporciones descomunales y ella estaba bloqueada. Lo único que quería era tirarse al suelo del escenario, taparse con la cortina del telón y llorar sin descanso hasta la próxima glaciación.

—¡Es un total y absoluto desastre! —se quejó alzando los brazos hacia arriba. Al hacerlo, los papeles que llevaba en las manos salieron volando hasta caer sobre el suelo entarimado.

A su alrededor, el resto de sus compañeros y miembros del grupo de teatro la veían pasearse de un lado a otro por la sala, como si fuese un león enjaulado. Su larga melena castaña lucía suelta sobre su espalda, y estaba tan despeinada que se encontraba a dos tirones de pelo de ser un doble de Beetlejuice.

—¿Y ahora qué vamos a hacer? —preguntó Malcolm, el encargado de apuntar las líneas que se les olvidaban a los actores.

—Tendremos que buscar a un nuevo Romeo, ¿no? —terció Hannah, que encarnaba a la señora Capuleto. Sus cabellos rojos estaban tan ensortijados que parecían sacados directamente del Renacimiento italiano.

Algunos de sus compañeros, como era el caso de Hannah, estaban tan metidos en el papel, tan involucrados con la obra de Shakespeare, que se mimetizaban al cien por cien con el personaje al que interpretaban. El problema residía en que, como encargada del guion que era, Leslie había decidido adaptarla al tiempo actual. Así, Romeo y Julieta eran unos adolescentes como ellos, cuyo amor resultaba imposible debido a la incompatibilidad del escalafón social al que pertenecían. Algo así como una mezcla entre las películas West Side Story y Clueless. Y tal vez fuera un poco osado por su parte profanar así el texto del maestro inglés, pero la intención de Leslie siempre había sido atraer el interés de sus compañeros por los clásicos de la literatura universal, y, por ello, había peleado hasta conseguir el visto bueno del señor Campbell, el responsable del grupo de teatro del instituto.

Llevaban más de dos meses planeando la representación de la obra, realizando ensayos, trabajando en los decorados y en el vestuario e incluso eligiendo las canciones más acordes que acompañarían de fondo a cada escena. Leslie quería que todo saliera perfecto, necesitaba que todo saliera perfecto. Estaba decidida a ingresar en una buena universidad en unos años y hacer realidad su sueño de dedicarse a escribir guiones de cine. Quería ser quien ideara las historias que luego encandilarían al público, de las que hablaría el mundo entero. Y para ello pensaba darse en cuerpo y alma al grupo de teatro; se entregó tanto que el propio señor Campbell decidió que no había nadie mejor que ella para meterse en la piel de Julieta. Al principio Leslie protestó, porque nunca tuvo interés en ser actriz, pero después comprendió que su pasión, dedicación y compromiso con la obra ayudarían a que el éxito del grupo estuviera asegurado, y con ello se apuntaría un tanto en su currículum académico.

Sin embargo, ahora todo su esfuerzo y sus expectativas de futuro estaban a punto de esfumarse ante sus ojos por culpa del maldito Jeremy Sanders. ¿A quién demonios se le ocurría patinar sobre hielo justo a cuatro días del estreno? Leslie esperaba que él y su pierna rota pasaran unas aburridas vacaciones de navidad sin salir de casa. Estaba convencida de que no debía de dolerle tanto como decía. ¡Peor estaban ellos! Faltaban noventa y seis horas para el estreno y se habían quedado sin Romeo. ¡Un problemón de los gordos!

—Yo puedo aprenderme su papel, si queréis —propuso John, dando un paso al frente mientras se llevaba una mano a la nuca.

John Miller era un encanto, y no solo por ofrecerse. Iba dos cursos por delante de Leslie y jugaba como defensa en el equipo de lacrosse del instituto, pero el pobre era tan inocente y servicial que, más que defender a sus compañeros, le dejaba la puerta abierta al rival. Era alto y espigado como una palmera y tenía la mirada más tierna de todos sus compañeros. John era una buena persona y Leslie sentía por él verdadero afecto. A veces se hacían compañía al volver a casa, pues John vivía dos calles más allá de ella. Era un buen chico, pero no se caracterizaba por tener buena memoria.

Intentando no herir sus sentimientos, Leslie midió con cuidado sus palabras. Le agradecía el ofrecimiento, pero si ya tenía problemas para aprenderse su papel, no quería ni imaginar lo que sufriría para retener las frases de Romeo.

—Eres muy amable, John, pero tú interpretas a Mercucio y no puedes desdoblarte en las escenas en las que hablas con Romeo.

Las mejillas de John se tiñeron súbitamente de un intenso rojo al escucharla. No destacaba por ser el chico más inteligente de clase, pero en aquel momento se sentía estúpido por no haberse dado cuenta de aquel detalle. Sin embargo, cuando Leslie le dio unas palmaditas cariñosas en el hombro, su bochorno se apaciguó un poco y le sonrió como agradecimiento.

—Entonces ¿qué? —volvió a preguntar Hannah, mordiéndose las uñas.

—Pues que estamos bien jodidos —dijo Malcolm.

—¡No digas eso, Mal! —protestó la chica pelirroja—. Seguro que a Leslie se le ocurre alguna idea. ¿Verdad, Leslie?

La interpelada se sentó sobre el suelo del escenario y enterró la cabeza entre las rodillas. Quería gritar de frustración, pero sabía que hacerlo no era buena idea si lo que quería era mostrar seguridad y confianza al resto de sus compañeros. Malcolm tenía razón. Estaban bien jodidos, y la única solución que se le vino a la mente fue la de posponer el estreno hasta las vacaciones de primavera. Solo con pensar en ello le entraron unas tremendas ganas de llorar.

De repente, las puertas dobles del salón de actos se abrieron con un eco ensordecedor en mitad del silencio que se había instalado en la sala. Sobresaltada, Leslie levantó la cabeza y se quedó sin palabras cuando vio caminar hacia ella a la última persona que esperaba en aquel momento.

—Tiene que ser una broma… —masculló.

Pero no lo era. Con un andar despreocupado, casi desganado, Rhys Hudson se acercaba hasta ella mientras se recolocaba la mochila en el hombro izquierdo. Llevaba el pelo todavía húmedo después de haberse pasado la tarde entrenando con el equipo de natación, y Leslie tuvo que obligarse a cerrar la boca para no parecer un pez a punto de ahogarse cuando el chico se detuvo frente a ella.

—¿Qué hay? —saludó con un carraspeo, aunque más bien sonó como si se hubiera atragantado.

Ningún miembro del grupo de teatro dijo nada, pues, por lo visto, todos estaban tan flipados como Leslie de ver al tío más popular del instituto delante del grupito de frikis del teatro. Y en su caso era peor, pues hacía pocas semanas que todo el mundo había escuchado cómo decía por megafonía que pensaba casarse con Rhys Hudson. «¡Tierra, trágame!» fue el único pensamiento que cruzó la mente de Leslie. Quería coger su melena y echársela hacia delante para taparse el rostro y evitar que Rhys la viera. Sin embargo, cuando tuvo el valor suficiente para mirarlo de soslayo, descubrió cierto rubor cubriendo las mejillas de Rhys. El pobre debía de estar abochornado por tener que hablarle después del numerito que ella había organizado públicamente.

—¿Te has perdido, Hudson? —preguntó John, aproximándose hasta ellos. A su lado, Leslie lo miró, agradeciéndole en silencio que acudiera a socorrerla—. ¿Necesitas que te ayudemos a dar con la salida?

Leslie se sintió diminuta, liliputiense, entre aquellos dos armarios empotrados. Rhys era alto, de espaldas anchas por la natación y de músculos bien marcados, mientras que John era un tirillas de casi un metro noventa. Los dos se retaban con la mirada, aunque no daba la impresión de que fuese John quien saliera vencedor de la batalla visual, todo lo contrario. Como respuesta, Rhys sonrió de medio lado, y a tan corta distancia Leslie casi se desmayó a sus pies al ver aparecer el hoyuelo en su mejilla derecha. El tío era perfecto; inalcanzable, pero fastidiosamente perfecto.

—Relájate un poco, Miller —masculló Rhys, y su voz profunda envió un enjambre de mariposas directo al estómago de Leslie—. Me envía el señor Campbell.

Leslie reaccionó a su respuesta como si acabasen de despertarla bruscamente de un sueño profundo en el que Rhys y ella se prometían amor eterno en una playa del Mediterráneo. Lo miró con una ceja arqueada, como si él hubiera hablado en un idioma que no entendía. Sin embargo, seguía tan embelesada por su presencia y también tan avergonzada por los últimos acontecimientos que le resultaba imposible encontrar su propia voz.

A su lado, la carcajada de John le recordó que Rhys y ella no estaban a solas.

—Sí, claro —masculló entre risas—. Como si supieras quién es él. ¿Qué quieres, Hudson?

Leslie se preguntó qué manía tenían los tíos con llamarse por el apellido cuando se ponían en modo gallitos, pero se guardó sus palabras para otra ocasión. Le intrigaba más saber qué hacía Rhys con el grupo de teatro.

Le vio dejar la mochila en el suelo, a los pies del escenario, y para cuando alzó la vista, Leslie se fijó en la expresión irritada que reflejaba su rostro. Sus ojos azules se volvieron fríos como el hielo, y se dio cuenta de que aquel era el último sitio en el que a él le habría gustado estar.

—Al parecer, os falta alguien más para la obra de teatro que vais a representar —se limitó a decir, con esa voz grave y sexy que tenía. Leslie se cuestionó si una voz podía ser catalogada como sexy, pero también notó los esfuerzos que hacía Rhys por disimular su acento—. Y según el director, si quiero impresionar a alguna universidad, necesito añadir un extra a mi currículum académico además de ganar competiciones.

Lo dijo como si para él fuese un incordio verse obligado a mezclarse con el grupo de teatro, como si tuviera montones de cosas más interesantes que hacer que pasar el tiempo con ellos, como si lo estuvieran obligando. Cuando Leslie se atrevió a volver a mirar aquellos ojos de hielo, comprendió que eso era justo lo que sucedía. Rhys tenía que formar parte del grupo de interpretación lo quisiera o no.

—Ya, pues aquí no tienes nada que hacer —prosiguió John—. Puedes irte por donde has venido. No te necesitamos.

—A decir verdad…

Leslie no fue consciente de que al fin había hablado en voz alta hasta que se dio cuenta de que aquellos tipos tan altos la miraban con atención. Si era posible morirse de vergüenza, ese habría sido el momento perfecto para hacerlo.

Carraspeó un par de veces para aclararse la garganta y ordenar sus ideas. Sí que necesitaban un suplente para Jeremy, pero ni en sus sueños más locos se imaginó que sería Rhys quien ocupara su lugar. Y nada más y nada menos que en el papel de Romeo.

Al adivinar lo que Leslie estaba a punto de decir, John se llevó las manos a la cabeza, incrédulo.

—Estarás de coña, ¿verdad, Les?

La aludida se mordió el labio inferior tímidamente. Una parte de ella se moría de ganas por admitir a Rhys en el grupo de teatro y ser su Julieta, aunque solo fuera sobre el escenario. Pero la otra mitad le decía a gritos que era una idea horrorosa y que no saldría bien.

Armándose de valor, se obligó a mirar a Rhys directamente a la cara.

—¿Serías capaz de aprenderte el guion en cuatro días?

A su lado, John soltó una carcajada.

—¿En serio se lo estás preguntando? Salta a la vista que Hudson solo se esfuerza cuando está debajo del agua, ¿verdad, capitán?

Leslie vio que los ojos de Rhys lanzaban chispas de furia y que hacía verdaderos esfuerzos por controlarse y no partirle la nariz al chico de lacrosse. No entendía qué mosca le había picado a John, que siempre era amable y servicial con todo el mundo, pero parecía que la idea de aceptar a Rhys en el grupo no le hacía para nada feliz. Y eso que podría suponer la salvación de la obra.

—A diferencia de otros, Miller, creo que tengo más potencial de lo que muchos pueden llegar siquiera a soñar.

—Serás capullo… Espera y verás…

Antes de que John tuviera tiempo siquiera de dar un paso hacia delante, Leslie se apresuró a ponerle una mano en el pecho mientras miraba directamente a Rhys a los ojos. Y entonces se acordó de su melena revuelta y de la imagen alocada que debía de tener, por lo que, una vez más, deseó que la tierra se abriera bajo sus pies y se la tragara.

—¿Puedes? —insistió ella.

Rhys no dijo nada, tan solo asintió de manera leve, y eso fue suficiente.

—Bienvenido al grupo de teatro. —Leslie lo recibió con la sonrisa más nerviosa que sus labios habían formado en su vida—. Estábamos a punto de empezar el ensayo. Si quieres, puedes unirte a nosotros. —Y se apresuró a añadir—: Leyendo el libreto, por supuesto.

Con manos temblorosas, Leslie le tendió a Rhys una copia del guion mientras le explicaba el significado de cada acotación y el argumento de la trama. Aquella estaba siendo la conversación más larga que había mantenido con Rhys desde… En honor a la verdad, debía admitir que nunca había llegado a cruzar con él más de dos palabras seguidas. Además, para su sorpresa, Rhys se mostró muy interesado en todo momento, e incluso habría dicho que sus labios amagaron con curvarse en una sonrisa cuando supo que interpretaría a Romeo.

—¿Y quién será mi Julieta? ¿Tú? —preguntó Rhys, dirigiéndose a Hannah.

Las mejillas de la pelirroja se tiñeron de un profundo tono rosado, y la chica fue incapaz de mantenerle la mirada al capitán de natación. Algo parecido le sucedió a Leslie, que sentía cómo le temblaban las rodillas cuando se atrevió a hablar:

—En realidad… Yo interpreto a Julieta.

Durante los segundos que siguieron, Rhys la contempló como si nunca la hubiera visto. Para él Leslie no era más que una cría que vivía obsesionada con él y que incluso se había puesto en ridículo delante de todo el instituto a consecuencia de ese amor irracional que, por supuesto, no era correspondido. Sabía que formando parte de esa estúpida representación sería la comidilla de todos sus compañeros y que alimentaría las fantasías de esa chiquilla, pero que lo condenaran si perdía la oportunidad de mejorar sus perspectivas de futuro. Haría de tripas corazón y se esforzaría al máximo por dar lo mejor de sí. Solo esperaba no tener que besar a Leslie. Lo último que haría en su vida sería ponerlos a los dos en ese compromiso.

—Bien —se limitó a decir Rhys, evitando mirarla—. No perdamos el tiempo entonces. ¿Qué tengo que hacer?

Durante los días que siguieron, Rhys hizo que trabajar con él resultase muy fácil. Obedecía las órdenes del señor Campbell sin rechistar, demostró ser un hombre de palabra al aprenderse el guion en un tiempo récord y al tomarse muy en serio su papel dentro de la obra. Sin embargo, evitaba el contacto con Leslie, y se limitaba a interactuar con ella únicamente sobre las tablas en cada uno de los ensayos. Tampoco se relacionaba con el resto de los compañeros, mucho menos con John, a pesar de que el papel que interpretaba este último era el de amigo y confidente de Romeo. Pero con Leslie era peor, porque ni siquiera la miraba. A ella su indiferencia le dolía, claro; sin embargo, comprendía las razones de él para no querer relacionarse con la chica que se había puesto en ridículo. De todas maneras, compartir tiempo con Rhys, aunque fuera solo sobre el escenario, era más de lo que ella hubiera esperado jamás.

Ese fin de semana, en la noche del estreno, Leslie tenía los nervios de punta. Al fin había llegado el día, y ella tenía serias dudas de que fuera a salir bien. No había pegado ojo en toda la noche pensando en todas las cosas que podían ir mal: que a Rhys se le olvidara el texto, que John tropezara con sus propios pies y echara a perder la escena o que su propio afán de perfeccionismo se cargara la representación. La música estaba preparada, el vestuario listo y el público comenzaba a ocupar sus asientos en el salón de actos. No solo acudían los padres de todos los miembros del grupo de teatro, sino también profesores, amigos e incluso los miembros del equipo de natación de Rhys. Todo el mundo estaba allí, y Leslie sintió unas repentinas ganas de vomitar al ver la sala repleta de gente.

Puedes hacerlo, se repetía una y otra vez. Lo único que tenía que hacer era olvidarse de que el mundo exterior existía, decir sus frases y, por el amor de Dios, evitar mirar a Rhys directamente a los ojos e ignorar ese pequeño e insignificante detalle de que estaba colada por él desde que tenía nueve años.

Le enorgullecía poder decir que se estaba comportando como una actriz profesional. Ponía sentimiento en cada una de sus líneas, se movía por el escenario con elegancia y, a medida que iba pasando el tiempo, ganaba confianza. Pero nada de eso era comparable a la extraordinaria actuación que estaba brindando Rhys. Era como si llevara la interpretación en las venas, mucho más que la natación. Era fascinante verlo, oírlo, vivirlo. Conseguía que el espectador se metiera de lleno en la historia y que los jóvenes del público sintieran como actual un relato que tenía más de cuatrocientos años. Era maravilloso poder ver en vivo y en directo cómo Rhys Hudson florecía encima del escenario.

Para cuando llegó la esperada escena del beso, Leslie no se encontraba bien. Estaba acalorada, las luces de los focos la cegaban y el cuerpo parecía no responderle. Sentía las piernas como si fueran mantequilla y la bilis amenazaba con subirle por la garganta. Lo último que quería era vomitarle a Rhys en los pies y manchar sus flamantes Conversenuevas. Leslie daba gracias a que había tenido la brillante idea de transformar la tragicomedia de Shakespeare en una historia contemporánea. Al menos en su versión ninguno de los protagonistas moría de forma dramática, sino que se veían obligados a separar sus caminos debido a la presión social de pertenecer a mundos diferentes.

El guion decía que Romeo, mortificado y apenado por no poder tener a la chica de sus sueños, la besaba como despedida, ocultos de las miradas de los curiosos. Y estaba pasando de verdad, iba a suceder. Rhys se había colocado muy cerca de ella, casi pegado a su cuerpo. Le rodeó la cadera con un brazo mientras que con la mano libre le acariciaba el contorno de la mandíbula.

—Llámame sólo «amor mío» y seré nuevamente bautizado —le estaba diciendo Rhys, con voz profunda, todo emoción y sentimiento—. ¡Desde ahora mismo dejaré de ser Romeo!

Y antes de que pudiera pensar, de que pudiera siquiera respirar, Rhys inclinó la cabeza y tomó sus labios entre los suyos, en el beso más perfecto que Leslie hubiera podido imaginar jamás. Y era su primer beso, su primer beso de verdad, aunque en el fondo fuese todo una mentira. Rhys Hudson, su amor platónico desde que tenía uso de razón, por fin la estaba besando. Y delante de todo el instituto nada menos. Las rodillas amenazaban con no sostenerla, la cabeza le daba vueltas y el corazón estaba a punto de estallarle dentro del pecho. Simplemente era más de lo que podía soportar.

Se olvidó de todo, de la réplica que Julieta tenía que darle a Romeo, del público y de los compañeros de teatro. Allí, delante de todo el instituto, Leslie lanzó un profundo gemido satisfecho y se desmayó en los brazos de Rhys Hudson justo cuando la música procedente de los altavoces reproducía cada vez más alto la canción Bleeding Love,