Una extraña en mi vida - Natalie Fox - E-Book

Una extraña en mi vida E-Book

Natalie Fox

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Beschreibung

Julia 947 Nina había ido a Sicilia a conocer a su verdadero padre, justo en el momento en que éste iba a casarse. Él no sabía que tenía una hija, y Nina estaba demasiado asustada para decírselo. Especialmente porque Lorenzo Biacci iba a ser el padrino, un abogado poderoso, serio y muy sexy que estaba dispuesto a llegar a donde hiciera falta para que aquella boda se celebrara sin problemas. Él estaba convencido de que Nina era la antigua amante del novio que había llegado a Sicilia en busca de venganza. ¿No podría estar más equivocado! Pero su solución fue drástica: raptar a Nina hasta que la boda hubiese terminado.

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Seitenzahl: 221

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 1997 Natalie Fox

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una extraña en mi vida, n.º 947- nov-22

Título original: The Groom’s Daughter

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1141-328-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

SE equivoca usted, signora! —protestó Nina—. Yo jamás haría…

—¡Fuera! ¡Fuera de aquí! —gritó Silvestra Locasto, y la empujó con tanta fuerza que Nina se raspó el brazo con el tronco del olivo que los Locasto tenían en el jardín a modo decorativo.

Las dos doncellas sicilianas la seguían, llevando con ellas las pertenencias de Nina e intentando aguantar la risa por temor a que la señora volviese su furia contra ellas. Sin embargo, los dos hijos de la familia, que hasta media hora antes habían estado al cuidado de Nina, no se esforzaron por ocultar su alegría, riéndose abiertamente y señalándola con sus dedos gordezuelos.

Si no tenía en cuenta aquella última humillación, hasta se podía alegrar de que aquello hubiese llegado a suceder. Había odiado aquella casa desde el primer día… ¿dos semanas hacía ya de su llegada? En cualquier caso, le había parecido una condena de por vida, aunque no había tenido más remedio que aferrarse a ella, dado el maltrecho estado de sus finanzas.

Pero ahora por fin se había librado. Incluso merecía la pena soportar aquella indignidad para librarse de aquellos mocosos malcriados, de su odiosa madre, que no era más que una verdulera con aires de grandeza, y de Emilio Locasto… Antes de conocerlo a él, no sabía que existiera esa clase de hombres. Siempre sudoroso, flaco y convencido de que la única razón por la que un ser como él había sido puesto sobre la faz de la tierra era para el goce y disfrute de las mujeres.

Nina se rozó el brazo arañado y se estremeció al recordarlo intentando tocarla, intentando tentarla con groserías. Qué alivio haberse librado de aquel hombre tan horroroso, de aquellos críos tan insoportables y de una mujer que debía tener problemas con la vista si de verdad creía que otra mujer podía encontrar atractivo a su marido.

Silvestra la empujó hasta la puerta de hierro del jardín.

—¡Tú intentas robar marido mí, pero él no gusta flaca! —le gritó—. ¡Tú fuera! ¡Fuera a calle y no vuelve!

Las doncellas le abrieron la puerta y Silvestra disfrutó empujándola fuera.

—Tú pides dinero, pero yo no pago una puta —gritó para que lo oyeran todos. Y había bastante gente por la calle, se dijo Nina, abochornada. Todas las amas de casa del vecindario parecían estar contemplando su expulsión de la supuestamente respetable casa de la familia Locasto—. Tú portas como puta, tú trabajas en calle.

Aquel último insulto la hizo rebelarse. Desde su llegada a Sicilia para cuidar de su padre, un padre al que no conocía pero que ardía en deseos de encontrar, no había hecho mas que sufrir presiones y miseria. El viaje estaba resultando un verdadero desastre, y de no haber sido tan testaruda, habría dado media vuelta para volver a Londres y habría admitido que aquella idea no había sido más que un ingenuo intento de encontrar sus raíces. Pero es que ella no se daba por vencida fácilmente.

Furiosa, se enfrentó a ella, dispuesta a no soportar más insultos y humillaciones, pero ¿qué podía hacer? ¿Retorcerle el cuello a aquella mujer delante de sus paisanos?

Silvestra Locasto sí que sabía lo que podía hacer, así que se infló como un pájaro de presa dispuesto a lanzarse sobre su víctima y le dio una tremenda bofetada.

Nina no se esperaba algo así, de modo que retrocedió, atónita y horrorizada casi más por los gritos de ánimo de las otras mujeres.

El miedo le corrió por la espalda. Ella no era más que una extraña, una extranjera que, según la señora Locasto, había pretendido robarle el marido. No tendría ni una sola oportunidad de escapar con bien a la ira de todas aquellas sicilianas. Pero tenía su orgullo… ¡vaya si lo tenía! Un orgullo heredado del padre que había venido a buscar.

—Págueme lo que me debe, signora —le advirtió—, o le diré a toda esta gente la clase de persona que es usted.

Con los brazos en jarras, la mujer echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada, y tras darle media vuelta empujándola por los hombros, utilizó las caderas como catapulta y Nina fue a parar al asfalto.

Aunque intentó guardar el equilibrio sobre sus viejas alpargatas, Nina cayó al suelo, pero ahí no acabó todo. Tomates maduros empezaron a llover sobre ella; agua, lanzada de una ventana cercana cayó justo a su lado, salpicándole la cara y el pelo. Después oyó caer su mochila junto a ella y el rumor del collar de cuentas de cristal que había colgado del espejo de su desangelada habitación. Hubo un murmullo general de aprobación de las espectadoras que presenciaban la humillación de la supuesta roba maridos, y después el golpe de la verja de hierro al cerrarse.

Fue un verdadero alivio. La tortura y la humillación habían terminado al fin. Jamás se había sentido tan sola, tan desdichada y con tanta nostalgia de su hogar como durante las semanas que había trabajado en aquella casa. Y por fin, todo había terminado.

Nina inspiró profundamente y en un absurdo arranque de humor negro se imaginó a un director de cine gritando ¡Corten! Porque aquello no podía ser mas que la escena de alguna película surrealista italiana, ¿verdad?

La cabeza empezó a aclarársele y abrió los ojos, consciente de pronto de que los sonidos que la rodeaban habían cambiado mientras ella seguía allí tirada, intentando recuperar el aliento. Había un sonido nuevo… como si fuese el ronroneo de un motor caro, y el clic de una puerta al abrirse.

Las risas de las mujeres que habían presenciado el espectáculo cesaron, y se oyó un murmullo en voz baja. Las puertas de las casas se cerraron con cerrojo. Incluso los canarios que cantaban desde sus jaulas colgadas de los balcones se olvidaron momentáneamente de las notas de su canción.

Despacio Nina levantó la cabeza, y lo primero que vio en la niebla que el calor hacía subir del asfalto fue un par de zapatos de piel de cocodrilo impolutos y de un curioso color marrón claro, que no era el color que ella se imaginaba que debían tener los cocodrilos.

«Debo estar alucinando», pensó. Alzó la mirada, esperando quedar cegada por el sol abrasador, pero afortunadamente descubrió que estaba a la sombra de un gigante. Unas piernas envueltas en un pantalón de lino blanco daban paso a más lino del mismo color. Una inmaculada chaqueta de traje sin abrochar, Armani sin duda, dejaba entrever una camisa blanca de seda. Unos brazos poderosos se cruzaban sobre el pecho, y una cabeza de rizos oscuros y bien peinados estaba inclinada hacia ella, observándola.

El silencio trajo más silencio y el tiempo pareció detenerse. El gigante no dijo nada; se limitó a quedarse allí, de pie con las piernas separadas, mirándola. Nina no estaba en posición de poder analizar sus facciones, pero se sintió aliviada de que aquel hombre, fuera quien fuese, hubiese llegado en aquel momento. También le alivió comprobar que no llevaba uniforme de carabinieri. No le hacía la más mínima gracia acabar en la cárcel después de todo aquello por haber estado trabajando en casa de los Locasto sin permiso.

Nina intentó levantarse, pero entre el calor y la brutalidad con que había sido echada de la casa se sentía tan fuerte como un pajarillo que acabase de despeñarse desde el nido en su primer intento de volar. Se las arregló por lo menos para quedar incorporada, así que se limpió las rodillas, alegrándose de llevar pantalones cortos y no una falda que a aquellas alturas habría estado Dios sabe dónde, dejándola sin un ápice de dignidad.

—¿Se encuentra bien? —preguntó el traje de Armani. Tenía una voz profunda y fuerte, de escaso acento italiano.

Nina levantó la cabeza y miró al extraño. De haber estado en otro sitio y no allí, intentando recuperar el equilibrio, se habría dado cuenta de que aquel tipo era extraordinariamente atractivo.

—He estado mejor —contestó—. Y mi aspecto también ha sido mejor en otras ocasiones —añadió, quitándose unas cuantas pepitas de tomate que se le habían quedado pegadas al brazo.

El extraño le ofreció una mano fuerte y bronceada para ayudarla a ponerse en pie, y Nina la aceptó.

—Gracias —le dijo, intentando sonreír—. Es usted el primer caballero que conozco desde que he llegado a esta parte de Palermo.

Y levantó la cabeza para mirarlo con atención. Fue entonces cuando pudo apreciar sus ojos negros y su rostro de ángulos marcados. Pero tenía los labios apretados, y se preguntó cuánto habría visto y oído de lo ocurrido. Su piel color oliva era típica de los sicilianos, pero tenía un toque de sofisticación añadido. Su pelo era negro y suavemente rizado, algo que la mayoría de las mujeres envidiarían, incluida ella misma.

Inconscientemente se pasó una mano por el pelo y encontró más pepitas de tomate. Dios, debía estar asquerosa, mientras que la apariencia de él era inmaculada. Entonces miró su coche, y su boca de labios generosos se entreabrió por la sorpresa. Era más una limusina que un coche, blanco puro con cristales tintados, y el motor seguía ronroneando con suavidad.

—Bueno, ¿y quién es usted? ¿El cobrador del gas? —bromeó, una vez recuperada de la impresión que le habían causado él y su coche, ya que ambos parecían completamente fuera de lugar en una callejuela del centro de Palermo.

Silencio. No dijo ni una sola palabra. Sólo entornó ligeramente los ojos, pero eso fue todo, y el corazón de Nina se encogió. ¡Menuda estupidez acababa de decirle a un extraño con un coche como ése! Aunque no llevaba en Sicilia mas que unas semanas, le había bastado para empaparse de la atmósfera, y la palabra mafioso se le vino a la cabeza.

—Eh… bueno, gracias por haberme ayudado —dijo—. Ahora, he de marcharme. Molte grazie. Ciao!

Se agachó para recoger su mochila; quería salir de allí cuanto antes. Después de todo lo que había pasado… le habían robado el dinero del hostal durante la primera semana de su estancia en Palermo, había buscado trabajo para ir a encontrarlo precisamente en casa de los Locasto, y para colmo habían terminado echándola sin pagarle un duro. ¡Era imposible que las cosas empeorasen!

Pero la mochila fue levantada del suelo un segundo antes de que ella la tocase. Sin una palabra, el extraño dio media vuelta y depositó su mochila en el asiento del acompañante de la limusina. Después lo vio recoger el collar, un libro forrado con papel de periódico, un par de pinceles y un tubo de crema hidratante, y dejarlo todo en el coche.

—¡No, eso no! —le gritó al verle agacharse a recoger una diadema amarilla que alguna niña debía haber perdido tiempo ha—. Eso no es mío.

Cualquiera diría que tenía intención de subirse al coche y marcharse con él… aunque ésa pareciese la intención deldesconocido, porque le vio mover la cabeza en dirección al interior del coche.

—No, de verdad —protestó, alzando las manos para darle más fuerza a su negativa—. Estoy perfectamente bien. Mi… mi novio está esperándome ahí al lado, en la piazzo…piazza —se corrigió, enrojeciendo por la mentira.

Él no la creyó. Sus cejas negras se arquearon mínimamente, pero no dijo una palabra. Se limitó a señalar de nuevo el coche con un gesto de la cabeza.

El sentido común le decía que no debía subir, y no había razón alguna para descartar su reserva. Además, ¿dónde podía llevarla? Si se trataba de un caballero ofreciendo ayuda a una dama en apuros, se ofrecería a llevarla a algún sitio, pero ¿a dónde? El hostal en el que se había hospedado antes del fiasco con los Locasto quería parte del importe de la estancia por adelantado, y ella apenas tenía dinero para pagar la espuma de un cappuccino.

Su desesperación debió ser patente en su expresión, porque aquel extraño se acercó a ella y con suma suavidad, y ésa fue precisamente la sorpresa, la condujo al coche por un brazo. Fue entonces, junto a la puerta, cuando habló.

—No tenga miedo. No pretendo hacerle daño, pero ha sufrido usted un shock nervioso y necesita un baño. Esta zona no es la más adecuada para una joven inglesa como usted, así que permítame que le ofrezca mi ayuda.

Debía estar esperpéntica para que él hubiera llegado a mencionar lo del baño. Menuda imbécil había sido para ponerse en una situación tan ridícula. ¿Habría visto él su indigna salida de casa de los Locasto? ¿Habría oído los gritos de la signora?

—¿Cómo… cómo ha sabido que soy inglesa? —le preguntó.

Él volvió a hacer un gesto con la cabeza señalando a la mochila, y una pequeña sonrisa suavizó sus rasgos. Había cosido un Union Jack en la parte trasera, pensando que quizás la ayudase a conseguir que los coches parasen con más facilidad, ya que había recorrido Francia e Italia a dedo para llegar a Sicilia. Y de hecho había funcionado. Todo había funcionado, hasta llegar allí.

A pesar de la sonrisa del extraño, Nina no abandonó sus precauciones. De hecho, todos sus sentidos estaban en alerta máxima. Después de todo lo que había pasado últimamente, no estaba dispuesta a terminar en otra situación comprometida. Al fin y al cabo, alguien que condujese una limusina con cristales oscuros debía tener algo que ocultar.

—¿Va a subir al coche o prefiere que la deje aquí a merced de esas mujeres? —preguntó—. Según me ha parecido entender, no iba a salir muy bien parada de esta calle.

El corazón se le cayó a los pies. Había visto y oído todo, y quizás le pareciese una chica fácil, después de lo que le había dicho la señora Locasto.

Nina levantó la barbilla a la defensiva. Ella sabía la verdad, y eso era lo único que importaba, pero al levantar la cara para desafiarlo, vio su propio reflejo en el espejo retrovisor de la limusina. Tenía el pelo lleno de tomate y la cara enrojecida donde esa mujer le había dado la bofetada. Nadie en el mundo la podría tomar por una mujer de la calle. ¡Muy desesperado tendría que estar un hombre para pensar en ella de esa forma!

Y el hombre que tenía frente a ella, no tenía razón para estar desesperado. Con su atractivo debía tener legiones de mujeres a sus pies, o por lo menos una preciosa esposa.

—Gracias pero no, gracias —contestó, y de alguna parte consiguió sacar la fuerza suficiente para sacar sus cosas del coche.

Pero apenas había rozado la mochila cuando sintió que alguien la levantaba en vilo por la cintura y la sentaba en el asiento del acompañante con tan poco esfuerzo como si fuese una bolsa de ropa sucia que alguien mete en la lavadora. La puerta del coche se cerró y tuvo la sensación de estar en una cámara de vacío. A pesar de lo aturdida que estaba, rápidamente pasó a la acción y apretando la mochila contra el pecho, se lanzó hacia el asiento del conductor con la intención de salir por la otra puerta, pero lo único que consiguió fue darse de bruces con una barrera de músculos.

—¿Pero qué demonios está haciendo? —exclamó, retrocediendo. ¿Y cómo demonios había llegado al asiento del conductor a la velocidad de la luz?

—Comportarme con mucha más lucidez que usted —replicó él.

Nina se dejó caer contra el respaldo de cuero blanco y contuvo la respiración. Lo primero que pensó, por absurdo que pudiera parecer, fue que uno podía ver a través de aquellos cristales desde el interior. Era una pena que no ocurriera lo mismo desde el exterior. Podía aplastar la cara contra el cristal, aporrearlo con los puños pidiendo ayuda que nadie la vería.

Pero no todo se había perdido. Se habían puesto en movimiento y avanzaban por la calle tan despacio que podría fácilmente abrir la puerta y tirarse del coche sin hacerse demasiado daño. Tiró de la manilla de la puerta, pero no cedió. Estaba cerrada. El corazón se le encogió.

Por el rabillo del ojo vio temblar un músculo en la mandíbula del extraño pero, a parte de eso, no hubo ninguna otra pista en su rostro implacable.

¿Y qué? ¿Creería que ella era una de esas rubias tontas como… todas las rubias tontas de las películas? Las fuerzas le abandonaron. La verdad era que, teniendo en cuenta lo que podía saber de ella, no debía parecerle mujer de muchas luces. La había encontrado en una parte no muy recomendable de la ciudad después de que una mujer la echara de su casa gritando que había intentado quitarle el marido. Para él, todo eso podía ser cierto.

—Eh… ¿a dónde me lleva? —preguntó.

—A la piazza —contestó como si ella debiera saberlo—. La dejaré con su novio y después seguiré mi camino.

Y eso era todo. Nina se movió inquieta en su asiento, intentando razonar por qué se sentía desilusionada. Así que se había creído su mentira y estaba decidido a actuar en consecuencia… ¿y por qué tenía ella que estar desilusionada?

Más que desilusionada, debería sentir desconfianza después de dos semanas luchando a brazo partido por quitarse de encima a Emilio Locasto. Pero aquel hombre era distinto. No le inspiraba recelo, sino que se sentía extrañamente consciente de su presencia. Había intentado rechazar su ofrecimiento de ayuda, y ahora se sentía desilusionada porque no fuesen a ir más allá de la piazza. Quizás estuviera algo confundida.

—Gracias —musitó, y se quedó inmóvil y mirando al frente, sin atreverse a mirarlo a él, ni siquiera a hurtadillas.

Por fin se atrevió a mirarlo. Él seguía con la vista clavada al frente, sin revelar nada. Era como de piedra, de una piedra preciosa y esculpida, y curiosamente sintió que se le encogía el corazón.

El extraño se dio de pronto la vuelta, tan rápido que ella no tuvo tiempo de mirar hacia otro lado, lo que la hizo enrojecer de vergüenza. Entonces él sacó un pañuelo de seda del bolsillo y se lo ofreció antes de volver a mirar hacia la calle.

—Límpiese —ordenó sin emoción alguna.

Nina obedeció, pasándose el pañuelo por la cara. Olía a limón, y era demasiado bueno como para limpiarse con él las rozaduras de las rodillas y el poco de sangre que se había hecho en el brazo al rozarse con el olivo, así que se lo quedó en el regazo, enrollando los extremos en los dedos, ya que no esperaba que le pidiera que se lo devolviera.

Sabía que el próximo giro los llevaría a la piazza. Y después ¿qué? Bajaría de la limusina, le daría las gracias y volvería a perderse en algún callejón una vez hubiera desaparecido. ¿Y adónde iba a ir? No tenía ningún lugar al que dirigirse.

Unas semanas antes, se habría enfrentado a aquel desafío con ímpetu, pero en aquel momento se sentía debilitada. Uno no podía enfrentarse tan alegremente a tanta mala suerte. Quizás debería haber escuchado los ruegos de Jonathan y no aventurarse en aquella búsqueda.

—Es que tú no entiendes cómo me siento, Jonathan —le había dicho—. Me has pedido que me case contigo, pero ¿cómo puedo considerarlo si ni siquiera sé quién soy?

—Estás utilizándolo como excusa para no comprometerte conmigo, Nina —había rabiado él—. ¿De qué tienes miedo?

—Por favor, Jonathan, no me lo pongas más difícil —le había rogado. ¿Por qué habría permitido que su relación llegase tan lejos? Le tenía mucho cariño, pero no estaba preparada para casarse, y mucho menos en aquel momento. Después de encontrar esos documentos entre los papeles de su padre adoptivo, su vida había quedado sumida en el caos. ¿Cómo podía seguir adelante cuando sentía la necesidad de conocer primero el pasado para después enfrentarse al futuro?

—Eres Nina Parker y tienes una madre y un padre que se han ocupado de ti durante toda la vida —discutió él—. ¿Cómo se te ha ocurrido hacerles algo así mientras están fuera?

Un sentido de culpabilidad se había apoderado de ella entonces. Sí, sus padres se habían ocupado de ella pero sólo en un sentido material. No podía recordar ni una sola ocasión durante su niñez en la que alguno de ellos la hubiese abrazado o la hubiese besado; ni siquiera unas palabras de alabanza. Para ellos había sido una posesión, otro accesorio más para sus vidas.

Cuando la juzgaron lo suficientemente mayor para comprenderlo, le dijeron que era adoptada, e incluso en una edad tan temprana empezó a comprender los sentimientos… o quizás, la falta de ellos. De aquel modo hicieron que sintiera que tenía que agradecérselo, y no afortunada o especial. La hicieron pensar que, de no haberse criado con ellos, lo habría hecho en orfanatos y casas de acogida. A partir de aquel momento, un vacío solitario había ido creciendo en su interior, y sus padres no habían tenido el amor suficiente para llenarlo. Para ellos no había sido más que una niña cualquiera, alguien con quien llenar el vacío de sus vidas, la hija que ellos no habían podido tener… y una desilusión al final, porque no habían podido moldearla a su modo de pensar.

Nunca había conseguido llegar a donde ellos esperaban que llegase, aunque no había dejado de intentarlo. Ambos eran buenos profesionales, su madre profesora y su padre lector de física, se habían sentido muy decepcionados cuando ella había optado por la escuela de arte en lugar de la universidad. Tenía talento artístico, pero ellos no querían reconocerlo. Querían una hija médico o abogado, no una artista que se dedicase a diseñar y pintar tarjetas para vivir.

Y mientras ellos estaban en Australia siguiendo un programa de intercambio, ella había encontrado aquellos papeles.

—Mi padre es siciliano —le había dijo a Jonathan—, y mi madre murió en un accidente de coche cuando yo tenía un año. Eso sí que me lo dijeron, pero nunca quisieron hablarme de mi padre. Ahora he encontrado esos papeles y tengo un nombre y una nacionalidad por la que empezar. Quiero saber cuáles son mis raíces, Jonathan. ¿Es que no puedes entenderlo?

—Estás viviendo en un mundo de sueños, Nina… incluso diría que estás obsesionada. Podrías estar metiéndote en un montón de problemas si llegas a encontrarlo.

—¡Pero soy yo la que debe decidir si quiero hacerlo o no! De todas formas, no pienso cometer ninguna estupidez. Sólo quiero encontrarlo, verlo… quizás ni siquiera hable con él, si las condiciones no son las adecuadas, pero quiero verlo.

—Eres demasiado romántica, Nina. Si a mí me hubieran dado en adopción, yo no querría saber cuáles son mis raíces. Tu padres verdaderos no te quisieron, eso es evidente, y…

—No, Jonathan —lo interrumpió, y en aquel momento vio claro que Jonathan tampoco podía quererla de verdad. Para él, también era una posesión. Si de verdad la quisiera, la apoyaría, o al menos comprendería sus sentimientos—. Sólo necesito saber —añadió.— En algún rincón de Sicilia vive mi verdadero padre. No puedo explicar ese sentimiento, pero hay una especie de vacío en mi interior que necesito llenar. Tengo un talento artístico en mis genes, puede que quizás heredado de él, y tengo que saberlo. ¿No lo entiendes? ¡Tengo que intentarlo!

Pero Jonathan no lo había entendido, y precisamente por esa falta de comprensión y de sentimientos había puesto fin a su relación con una acalorada discusión que le había dejado más enfadado que herido.

En el fondo sabía que había hecho lo correcto, pero en aquel momento, hundida, estaba empezando a preguntarse si no habría tenido razón… quizás estuviera obsesionada por encontrar a su padre.

Todos sus intentos habían sido en vano hasta el momento, sobre todo porque no había hecho una investigación en regla. ¡Ni siquiera sabía que hubiera consulado británico en la isla antes de llegar! Se había limitado a buscar el nombre de Gio Giulianni en la guía de teléfonos, y sólo había conseguido que le colgasen el teléfono y una proposición indecente en un inglés precario. Incluso se había acercado a varios edificios oficiales, y en algunos de ellos hasta se habían reído de ella. Estaba empezando a darse cuenta de que se había dejado llevar por los sentimientos en lugar de por el sentido común.

¡Y para colmo, iba encerrada en el coche de un extraño!

De pronto tomaron una curva, y el morro de la limusina enfiló hacia la piazza. El extraño detuvo el coche y se volvió para mirarla, una mano apoyada en el volante y la otra sobre el respaldo de Nina. Su expresión había cambiado. Era casi cínica.

—Bueno… ya hemos llegado a su destino —dijo.

Nina se volvió a mirar la piazza que tenían ante ellos, y entonces comprendió su incredulidad. Aquella no era una zona en la que los turistas se aventurasen a entrar, sino el típico lugar al que las agencias de viajes te aconsejaban no aventurarte; sin duda el lugar menos adecuado para una inglesa de fascinante cabello largo y rubio, grandes ojos grises, piernas largas y delgadas al descubierto y corazón débil.

Nina contempló con nerviosismo el grupo de hombres de tez morena y brazos musculosos y gesticulantes que tomaban algo sentados en las terrazas de los bares. Ni una sola mujer a la vista. Y ni uno solo de aquellos hombres podía hacerse pasar por su novio; ni uno.

El corazón se le cayó hasta las alpargatas. Podría haber salido del atolladero de haber un solo hombre al que hubiera podido acercarse, preferiblemente un turista, confesarle que estaba en un apuro y que él hubiera podido hacerse pasar por su novio. Sólo hasta que aquel enigmático extraño se alejase.

—¿Y cuál de todos estos caballeros es tu novio? —preguntó él, con la voz cargada de cinismo.

—No… me parece que no ha llegado todavía —la idea de tener que salir de la protección del coche la horrorizaba, pero tenía que hacerlo—. Esperaré —dijo, al tiempo que recogía su mochila y la apretaba contra el pecho. Tiró de la manilla, y la puerta sí que se abrió esa vez. Tenía ya una pierna fuera del coche cuando recordó la buena educación—. Gracias… gracias por ayudarme.