Una historia de amor épica - Kacen Callender - E-Book

Una historia de amor épica E-Book

Kacen Callender

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Beschreibung

Nate no cree en los finales felices. Aunque le encanta el cine y disfruta con las comedias románticas, ha vivido la pérdida demasiadas veces para creer que los finales felices existan en la vida real. Pero tiene dieciséis años, una exnovia que antes fue amiga y ahora es amiga otra vez, y muchos sentimientos confusos a punto de explotar. En ese momento regresa a su vida Oliver James, un amigo de la infancia muy especial. Años atrás, cuando se despidieron, Nate no lo hizo muy bien con él, pero ahora tal vez tenga otra oportunidad. Finalista del premio Lambda (2018), una historia sobre las fronteras entre el amor y la amistad y lo difícil que a veces nos resulta mostrarnos vulnerables. «Un testimonio encantador sobre el poder duradero del amor». (Kirkus, reseña destacada) «Una historia de amor épica es una emotiva comedia romántica que debiera ser llevada a la gran pantalla». (Adam Silvera)

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Índice
Gracias
Una historia de amor épica
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Agradecimientos
Notas de la traducción
Créditos

Gracias

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Una historia de amor épica

(This is Kind of an Epic Love Story)

Para las personas queer de color de todas partes.

1

Montar en bici cuando llueve y tienes un brazo roto nunca es buena idea, pero soy la clase de tío al que le gusta complicarse la vida, así que es justo lo que hago. Con la lluvia, los manillares marrones están resbaladizos y cuesta sujetarse con una sola mano, así que acabo zigzagueando calle abajo, con las ruedas dando bandazos y parándome cada vez que pasa un coche salpicando.

La cafetería de la esquina es uno de los muchos locales pequeños anti-Starbucks que han brotado como setas por todo Seattle. El interior es de típica cafetería hípster: objetos victorianos al azar en paredes revestidas de madera, galletas veganas o sin gluten, y fotos colgadas alrededor de un menú escrito en una pizarra. Probablemente las hicieron con la Polaroid retro que está junto a la máquina registradora. Justo ahora hay un tío inspeccionando la cámara: le da vueltas una y otra vez entre las manos y mira fijamente la lente como si quisiera que todo el mundo supiera lo mucho que le va la fotografía. Eso me da ganas de juzgarlo, pero me doy cuenta de que hacerlo es cruel e innecesario, así que me espero a su lado frente a la registradora y finjo que no me da vergüenza tener dieciséis años y pedir un chocolate caliente.

La camarera es una chica mona de piel muy blanca y cabello corto y negro. No deja de echarme miraditas y apartar la vista con las mejillas coloradas. Tendría que hacer algo. Pedirle una cita o decirle que es guapa. Un momento, ¿sería eso como piropear a una que pasa por la calle? ¿Aunque estemos en una cafetería hípster y no en la calle? Hostia puta, soy un gilipollas acosador. Seguro que ni quiere hablar conmigo. Solo está haciendo un chocolate caliente, joder, y yo aquí pavoneándome y pensando que soy la leche solo porque me sonríe una chica…

—¿Nate? —dice, y deja el chocolate caliente sobre el mostrador.

Trastabillo hasta allá y le doy las gracias en voz baja mientras cojo el vaso, pero aún no me he acostumbrado a tener el brazo enyesado, así que se me resbala el chocolate. El vaso rueda por el mostrador y se cae al suelo, donde se produce un estallido de delicioso chocolate y malvaviscos medio deshechos. Todo el mundo se gira a mirarme. La gente se calla de golpe. La camarera mona levanta una ceja. Que alguien me mate ya.

La camarera (en su chapa identificativa pone que se llama Kim) me sonríe con lástima.

—Te pongo otro, ¿no? —Se encoge de hombros.

Me obligo a reírme, pero suena más como si tosiera.

—Eh… pues si puedes… Gracias.

Las conversaciones se reanudan mientras la gente mira de reojo. Intento hacer como que paso de todo, me agacho con un puñado de servilletas de papel cuadradas y finas para limpiar, pero se empapan y empiezan a deshacerse al instante. Un chico se agacha con más servilletas hechas una bola en la mano. Es el tío que estaba jugueteando con la cámara, de modo que me siento supercapullo por haberlo juzgado, porque es obvio que es buena gente. Tiene el pelo castaño, que le tapa un poco la cara al agacharse, ojos marrones que brillan con la bondad de mil monjas y unos hoyuelos que invitan hasta a la persona más desalmada a pellizcarle los mofletes. Doy fe, porque básicamente es lo que quiero hacer. Me sonríe mientras limpia el estropicio.

—Gracias —le digo.

Él niega con la cabeza, aún sonriendo, como diciendo que no es nada. No dejo de mirarlo; no sé de qué, pero me suena muchísimo. Es como si lo hubiera visto en algún anuncio, en una peli o en un póster de tíos absurdamente monos o…

Se incorpora y tira sus servilletas a la papelera. Le vuelvo a dar las gracias, pero me ignora mientras sale de la cafetería. La campanilla de la puerta suena al cerrarse. Recojo mi segundo chocolate caliente con la mirada clavada en él.

Hasta que no estoy fuera, quitándole el candado a mi bici azul oxidada e introduciendo la combinación con torpeza, no caigo.

Sé perfectamente quién es.

Oliver James Hernández.

Hostia puta.

La lluvia es más bien un chirimiri. Humedece las hojas y el musgo que cubre la corteza de los árboles, y hace que el asfalto brille de manera que parece cristal negro. Cuando al fin llego a casa de Florence, estoy empapado. Flo abre la puerta, me mira y estalla en carcajadas.

—¿Qué te ha pasado? ¿Por qué estás chorreando?

La miro perplejo.

—Está lloviendo.

Flo echa un vistazo con poco interés.

—Bueno, es más bien chirimiri.

Dejo la bici en el umbral, entro mientras me quito las zapatillas y le alargo el chocolate caliente. Ruego para mis adentros que no esté su padre, porque nunca le he caído especialmente bien. Tobey Maguire, su perro salchicha negro, avanza contoneándose hasta mí y me lame el pie antes de empezar a tirárselo.

—¿En serio? ¿Eso es lo que tú entiendes por preliminares?

—¡Tobey! —Florence lo toma en brazos—. Tobey, te juro que te voy a cortar las pelotas.

Hago una mueca de dolor.

—No se las cortes, por favor.

Florence me dedica una enorme sonrisa.

—¿Te duele por empatía?

—No tiene gracia.

—Un poquito sí.

—No, en serio, no tiene ninguna gracia.

Se lleva a Tobey escaleras arriba, sosteniéndolo contra el pecho como si fuera un bebé, mientras le da tragos largos al chocolate caliente como si fuera té con hielo. La tele está apagada y no oigo voces en el salón, así que ya puedo deducir que Florence y yo estamos solos en su casa. Esa idea me hace pensar cosas que seguramente no debería pensar… Al menos ya no.

Entramos en su cuarto, que huele a talco. Ella cierra la puerta detrás de mí y se arroja de un brinco sobre su cama floreada. Ethel, su gata maléfica infernal, está hecha un rosquito en uno de los cojines de encaje y me mira parpadeando lentamente. Hay montones de ropa sucia por el suelo, y en el escritorio de Flo están los libros de texto nuevos de este año y una copia ajada de un cómic de Neil Gaiman, abierto como si fuera una tienda de campaña. En su portátil, que tiene la pantalla polvorienta y llena de manchurrones, está puesta la radio en línea Pandora y suena Bon Iver.

Casi le cuento lo de la cafetería (lo de ver por primera vez en cinco años a Oliver James o a su doble, igual de atractivo), pero no sé ni por dónde empezar. ¿Cómo se puede explicar quién es Oliver James Hernández?

Flo ni se entera de mi lucha interna, pero no la culpo, porque se me da bastante bien ocultar mi agitación cuando quiero. Le da golpecitos a la cama con una mirada que dice «vente acá», con una pluma estilográfica entre los dedos. Me siento y extiendo el brazo, y ella se pone a dibujar. Mi yeso está lleno de dibujos de personajes de mis películas preferidas. Buttercup y Westley, de La princesa prometida, se miran con amor a los ojos; está Olive Hoover, de Pequeña Miss Sunshine, con los brazos extendidos; Joel Barish tumbado al lado de Clementine Kruczynski; y los protagonistas de ¡Olvídate de mí!, Juno y Paulie, cantándose en los escalones de delante de su casa.

Florence saca la lengua mientras dibuja con total concentración. Tengo que desviar la mirada o acabaré pensando en cosas que sé que no debería, como en los días en los que su padre no estaba en casa y yo iba a verla, y esa lengua se deslizaba suave y húmeda contra la mía. Hacíamos que Tobey Maguire se sintiera orgulloso de nuestra técnica de restriegue en seco con piernas, manos y bocas hechas un amasijo de excitación. Pero justo antes de que llegásemos al punto de no retorno, yo siempre paraba. Decía que debíamos esperar. Florence hacía la coña más seria del mundo cuando decía que yo era el único tío que conocía que no practicaba sexo por voluntad propia.

Florence es negra y taiwanesa, y tiene la piel marrón, casi tan oscura como la mía, y el pelo en trencitas de color morado oscuro. Lo lleva recogido en un moño alto, y le caen algunas trencitas alrededor de las orejas y el rostro; se las aparta con impaciencia. No lleva sujetador, solo una blusa blanca y fina, así que básicamente veo el contorno de lo que hay debajo si miro, pero intento no hacerlo. Lo intento muy fuerte.

—Lydia está en plan imbécil —dice Florence. Me mira por encima de las gafas y yo levanto la vista con inocencia, como si no le hubiera estado mirando los pechos como el baboso que soy—. Es como si me picara queriendo para que discutamos.

—Ah. —No tengo nada claro que este sea un tema idóneo para que Flo y yo lo hablemos.

Flo levanta la mirada del yeso como si me hubiera leído la mente.

—A ver, no pasa nada si no quieres hablar de ella. O sea, que lo entiendo.

No quiero hablar de Lydia, pero Flo es mi amiga y los amigos hablan de su vida sentimental, ¿verdad?

—No… Eh… No pasa nada. —Carraspeo—. ¿Quieres cortar con ella?

—No. ¿Soy megapenosa por no querer romper?

—¿Por qué ibas a ser megapenosa por eso?

—Porque voy detrás de alguien que me trata como una mierda.

—Eso no te hace penosa, te hace igual que todo el mundo. Humana.

Suspira y se me inclina más sobre el brazo, de modo que la blusa se le abre y veo todo lo que hay debajo. Dios. Cierro los ojos.

—No sé —dice—. Igual no está tan imbécil y yo exagero. A ver, está estresada por sus padres y eso… La presionan mucho para que entre en la Escuela de Diseño de Rhode Island. Yo tendría que apoyarla y ya. Ella siempre me apoya cuando lo paso mal.

Siento una punzada de celos que trato de ignorar. No es justo para Florence. Que piense esas cosas, que me sienta así. Hace unos meses, acordamos que no nos iba bien como pareja. Me estaba volviendo demasiado dependiente, inseguro y acomplejado. Flo me apartaba de ella, empezó a pasar más tiempo con Lydia… hasta que una noche vino y me dijo que se habían enrollado. Lloraba porque se sentía como una mierda y me decía que no quería que siguiéramos saliendo. «Tienes razón», le dije. «Yo también quiero que seamos solo amigos». Sabía que era mentira entonces y sé que es mentira ahora.

Florence sigue dibujando en el yeso en silencio, de modo que sé que está concentradísima. Intento quedarme muy quieto. El cantante José González suena en su portátil. La cama se mueve y miro a Flo justo cuando baja la mano y sonríe.

—Ya está.

Intento girar el brazo, pero siento un fuerte dolor que me da un cosquilleo en los dedos. Florence toma su móvil y pone la cámara en modo espejo. Veo en el yeso a Tina Carlyle atada como en La máscara. No puedo evitar sonreír de oreja a oreja, me encanta.

—Gracias, Flo.

Levanta en brazos a Tobey y juega con sus orejas caídas. Tendría que irme; no es que sea tarde, pero mañana es el primer día de clase, y no será fácil levantarme por la mañana después de pasarme los dos últimos meses durmiendo hasta mediodía y viendo y reviendo pelis en Netflix. Todo para reunir valor y e intentar escribir otro de mis muchos guiones.

Florence me sonríe mientras rasca a Tobey detrás de la oreja. Conozco esa sonrisa; nada bueno puede salir de ella.

—Y tú, ¿qué? —pregunta con voz demasiado inocente.

La miro con expresión de no entender.

—¿Cuándo vas a buscar a alguien nuevo?

Noto el cuello algo caliente y me cuesta hablar.

—Eh… No sé.

Flo suelta un quejido:

—Venga ya, Bird.

Noto que empiezo a ponerme a la defensiva.

—¿Qué pasa? No todo el mundo ha de tener pareja. Tengo suficiente confianza en mí como para no necesitar una relación.

—Ya, pero estás en el tercer año de instituto y sigues siendo virgen —suelta con una mueca.

Me quedo callado un instante.

—No me importa ser virgen.

—No fastidies. A todo el mundo le importa ser virgen.

—A ver, hay gente a la que le da igual.

—Vale, pero ¿seguro que tú eres una de esas personas?

Titubeo.

—Eso pensaba. —Le rasca las orejas a Tobey—. Siempre podríamos volver a salir —añade, sin mirarme—. No me importaría corromperte.

Me río.

—Haces que suene supersucio.

Ella se limita a seguir sonriendo ligeramente. Me pregunto si habrá estado pensando cosas sobre mí; las mismas cosas que yo he pensado de ella. Enseguida empiezo a notar cosquilleo y calor, y tengo que recordármelo: Florence rompió conmigo por algo. Sé que ya no siente lo mismo por mí. Porque ella me lo dijo. Con esas palabras exactas: «Lo siento, Nate, ya no siento lo mismo por ti». Tengo suerte de que hayamos podido seguir siendo amigos; no quero cagarla obsesionándome con ella. Tengo que aceptar nuestro final infeliz y punto.

De pequeño me encantaban las pelis con final feliz. A ver, ¿a quién no? Los diálogos pastelosos y optimistas en los que todo el mundo sabe qué decir justo cuando toca, la calidez de saber que, por un momento, la felicidad ha encontrado la forma de verse inmortalizada, las puestas de sol... A todo el mundo le encanta un final feliz con una buena puesta de sol.

Pero acabé entendiendo que los finales felices no son reales.

American Beauty.

Infiltrados.

Melancolía.

Memento.

Esas dieron en el clavo.

Las Notting Hill, Tienes un e-mail y 16 velas del mundo hacen que la gente piense que la vida es una ristra en tres actos de chistes que siempre hacen gracia donde hasta los humanos más mierdosos del mundo se redimen y encuentran el amor. Simplemente no es cierto.

A ver, que me sigue encantando ver pelis con un buen final feliz. Son un destello de luz en un mundo deprimente que te cagas.

Pero ¿son realistas? Pues no, la verdad.

Me empieza a doler el brazo. Cinco semanas más y me quitan el yeso. Me pongo de pie y empiezo a andar hasta la puerta, pero me paro al ver que Florence no me sigue. Me observa detenidamente, entornando los ojos tras sus gafas de ojo de gato.

—Tienes superado lo nuestro —dice—, ¿verdad?

Mierda. Dudo y pestañeo muy rápido.

—Sí, está superado.

Se hace un silencio incómodo. En serio, soy el rey de los momentos incómodos. Intento llevarlo como mejor puedo.

—Ya te encontraremos a alguien —dice Flo muy segura—. Para finales de año, ya no serás virgen. Vamos a por todas.

—Venga, Flo…

Me dedica una mirada terrorífica. A veces me recuerda demasiado a Ethel. Le alargo mi mano buena y ella pone la suya encima.

—Ojos abiertos. Corazones llenos. No perderemos.[1]

Me da un beso en la mejilla y me conduce a la salida.

Ha dejado de llover y decido ir andando con la bici, pero caminar con la bici y un solo brazo es igual de imposible que montarla, así que tardo casi una hora en llegar a casa. Para entonces, ya casi ha anochecido y el cielo es del color verde azulado que anuncia que cae la noche. El aire huele a petricor y pino. Paso por delante de la casa de lo alto de la colina, la que siempre hace que el corazón me lata más rápido y las manos me suden hasta dar asco mientras me bombardean recuerdos que preferiría olvidar. Hoy veo que hay una furgoneta de mudanzas delante con cajas mojadas en la acera.

No puede ser casualidad, ¿no? Oliver James ha vuelto de verdad.

Casi me planteo esconderme detrás de un árbol para ver si sale o no, pero caigo en que eso me convertiría oficialmente en un acosador, así que bajo a toda prisa la colina hasta mi casa y apoyo la bici en la pared del garaje. Abro la puerta principal y entro, todas las luces están apagadas. La casa deprime un poco desde que Rebecca se fue a Chicago hace unas semanas, así que normalmente me voy directo a mi cuarto y ahí me quedo. Pero, antes de poder sacar un pie del vestíbulo, mi madre me llama.

Contengo un suspiro y voy a la sala de estar. Mi madre está apoltronada en el sofá bajo una manta. En la tele dan otra reposición de Friends. Sonríe y se incorpora.

—¿Has ido a ver a Florence?

—Sí.

—¿Cómo le va?

Me encojo de hombros.

—No sé. Supongo que bien.

No me gusta hablar de Flo con mi madre. No deja de preguntarme por qué rompimos, con lo monos que éramos juntos, como si fuéramos cachorritos en el escaparate de una tienda de animales…. Pero supongo que no le parecería todo tan mono si supiera que Flo me puso los cuernos, así que intento evitar el tema por todos los medios.

A ella empieza a costarle mantener la sonrisa y asiente.

—Bueno, hoy has llegado justito —dice, mientras me enseña la pantalla del móvil: son las 18:54.

—Hablando de eso —digo, carraspeando y poniéndome derecho—. Tengo dieciséis años y, a partir de mañana, me quedarán oficialmente dos años para graduarme.

Se cruza de brazos.

—Sigue.

—Creo que… ya va tocando alargar mi hora de llegada.

Se le borra la sonrisa por completo.

—Ya hemos hablado de esto, Nate.

—Jolín —digo mientras me apoyo en el respaldo del sofá—. Nadie más de mi año tiene que estar a las siete en casa. Como mucho a las diez.

—Nadie más de tu año me tiene de madre —dice, poniendo otra sonrisa angelical.

—Sí, eso es muy cierto.

—Me siento mejor sabiendo que estás en casa, viendo Netflix y haciendo lo que sea que hagáis los chicos de tu edad en su cuarto…

—Dios, mamá. —Me llevo las manos a la cara.

Ella me ignora:

—Además, como dices, te quedan dos años para graduarte. Tienes que centrarte en los deberes y los exámenes, en sacar las mejores notas. No deberías estar callejeando a las tantas.

—«¿Callejeando»? Pasar el rato con Flo no es callejear. Lo que hacemos es, literalmente, sentarnos a hablar y ver Netflix.

—Si quieres entrar en una buena universidad —continúa ella—, tendrás que esforzarte este año. La Universidad de Seattle no es que sea poco exigente.

Siempre hace como que no tengo más opción que estudiar en una universidad de la zona; y lo espantoso es que estoy bastante seguro de que lo dice totalmente en serio.

—Me voy a la cama —digo.

—Sabia decisión.

Se señala la mejilla. Pongo los ojos en blanco y le doy un beso relámpago antes de girarme para irme, pero tengo que contener otro suspiro cuando añade:

—Igual yo también debería hacer las pruebas de acceso de la Universidad de Seattle; siempre he querido sacarme otro título.

—Buenas noches, mamá —digo sin volverme.

—Buenas noches, Nate. —Lo dice medio riéndose.

Subo corriendo las escaleras y me meto en mi cuarto, me apoyo contra la puerta y cierro los ojos. Sé que debería bajar, intentar dejar de ser un mal hijo y pasar tiempo con mi madre… sobre todo esta noche. El primer día de clase coincide más o menos con el aniversario de la muerte de mi padre y, este año, es mañana. Yo solo tenía nueve años cuando murió, pero a veces paso por donde antes estaba el cine Ridgemont o veo a alguien de espaldas y durante una milésima de segundo me parece él, y me siento como si acabara de ocurrir.

Recuerdo a mi madre intentando no llorar cuando se sentó con Becca y conmigo en el cuarto de estar. Empezó a decirnos que había ocurrido un accidente, pero fue incapaz de acabar. Rompió a llorar. Becca ni siquiera comprendía lo que había pasado, pero se puso de pie, abrazó a nuestra madre y le dijo que todo iba a salir bien, cosa que la hizo llorar más fuerte.

Yo no sabía qué hacer. Me quedé sentado mirando, totalmente indefenso. Supongo que sigo igual, aunque hayan pasado siete años.

Crecer sin mi padre me ha resultado duro, sobre todo porque me pregunto en qué sería distinto si mi padre hubiera estado conmigo. ¿Habría llegado a ser mejor persona? A lo mejor no habría sido tan dependiente de Florence. A lo mejor ella y yo seguiríamos juntos y mi padre me habría dado alguna charla incómoda sobre cómo evitar embarazos. No saber qué me he perdido duele casi tanto como haberlo perdido.

Pero tiene que ser peor para mi madre. No logro imaginarme lo que tiene que ser perder al amor de tu vida. No quiero imaginarme su dolor. No sé qué decir para reconfortarla, me da miedo decir nada.

2

El último día de las vacaciones de verano es emocionante y estresante, pero también un poco deprimente, y no solo porque vuelvan a empezar las clases (aunque supongo que eso lo explica como al 85%), sino porque empiezo a preguntarme la clase de persona que quiero ser ese año. Vaya, que me hago preguntas, y si tengo que hacerme todas esas preguntas, igual ni sé quién soy en realidad.

El móvil me vibra en el bolsillo y veo un mensaje de mi hermana.

Te quiero, Nate. Mima más de lo normal hoy a mamá. BSS

Es la primera vez que no pasamos juntos el aniversario. Normalmente, nuestra madre nos habría llevado al cementerio por la mañana y habríamos puesto flores recién cortadas en la tumba de mi padre antes de ir a clase. Pero hoy, la puerta del cuarto de mi madre estaba cerrada y estoy bastante seguro de haberla oído llorar. Me quedé plantado fuera un minuto sin saber qué hacer antes de acabar yéndome.

Se me da fatal mandar mensajes, así que me meto el móvil en el bolsillo mientras cruzo el aparcamiento, que huele a una mezcla de gasolina quemada y agujas de pino. Levanto la vista y veo un coche rojo oxidado delante de mí… y a Florence y Lydia apoyadas en él. Lydia ni siquiera va a Ballard; va a una escuela privada de arte en Bellevue. Habrá traído en coche a Florence para compensarla después de su pelea más reciente.

Lydia me ve. Acordamos en silencio no saludarnos. Intento ir rápido hacia la izquierda, pero por el rabillo del ojo veo a Florence girar la cabeza.

—¡Bird! —me llama.

Ojalá llevara los auriculares puestos; así podría hacer como que no la oigo. Respiro hondo, me giro y me acerco a ellas con una enorme sonrisa falsa.

—Buenas. —Saludo con la mano buena. La otra la llevo metida en el bolsillo de la sudadera.

Florence ya no sonríe tanto. Parece que no había pensado nada más allá de llamarme. Se muere por que Lydia y yo seamos amigos, pero eso es poco probable, dado que, siempre que nos juntamos los tres, solo se produce un silencio incómodo.

Lydia siempre parece demasiado desenvuelta (o quizá demasiado engreída) como para sentirse incómoda, así que ni se molesta en buscar algo de lo que hablar. Lleva el pelo teñido de rojo intenso, su piel marrón resplandece, lleva un séptum y un piercing en el labio, y viste una camiseta de Nirvana, shorts cortados negros y botas militares negras. Traducción: mola mucho más que yo jamás.

Decido hacer un esfuerzo. Por Florence.

—¿Qué tal el verano? —le pregunto.

Me mira como si no se creyera eso sea lo mejor que se me ocurre.

—Bien —dice, a secas, y se gira para darle un beso a Florence en la mejilla—. Cielo, tengo que irme o llegaré tarde.

—Vale. —Florence se muerde el labio.

Yo contengo un suspiro y empiezo a alejarme para darles intimidad, aunque el sonido de los besos me persigue. Creo que voy a vomitar. Sigo caminando cuando Florence me alcanza al trote y Lydia pasa a toda velocidad con el coche tocando el claxon.

—Qué maja, que te ha traído —digo.

Ella sonríe un poco.

—Sí. Oye, estaba pensando que igual podíamos probar otra vez a quedar los tres. Normalizarlo y eso. Estoy segura de que os llevaríais genial.

Yo estoy seguro de que no, pero no quiero decírselo. Cruzamos el aparcamiento y el camino bordeado de árboles que conduce al patio. Aquí está todo lleno de bancos de madera donde la gente viene a comer y a pasar el rato, y donde los profes guays nos dan clase cuando no llueve.

Florence se sienta en su banco preferido, que aún está húmedo porque ha llovido de madrugada. Lleva pantalones anchos, un top y pulseras que se le deslizan por los brazos. Me siento soso y aburrido a su lado con los vaqueros de hípster, las sudaderas con capucha y las Converse que componen todo mi vestuario. Entrelaza su brazo con mi brazo bueno cuando me siento a su lado.

—¿Cómo lo llevas? —pregunta. Sabe lo del aniversario.

Me encojo de hombros, porque no sé cómo hablar del tema.

—Bien. Pero me preocupa mi madre, supongo.

—Ya. —Asiente, comprensiva.

Nos quedamos sentados, observando el trasiego de estudiantes en el patio. Se abrazan, se ríen, se hacen selfis. Ballard tiene sus grupos de amigos y, sí, hay capullos como en todas partes, pero no es como en Chicas malas, donde todo el mundo se sienta en su sitio asignado en la cafetería.

—El primer día de clase tiene un punto muy deprimente —dice Florence.

Por eso la quiero: lo entiende todo sin que yo tenga que decir palabra.

—Podríamos hacer pellas.

Me mira escandalizada.

—¿No ir a clase el primer día? ¿Desde cuándo eres un rebelde?

Intento no reírme.

—Siempre lo he sido, pero no te habías dado cuenta.

Su sonrisa amenaza con desaparecer. Hemos entrado en el peligroso terreno del coqueteo. Se recupera y vuelve a sonreír.

—Bueno, Bird —comienza a decir—, ¿quién va a ser la persona afortunada que te ayude a perder la virginidad?

Echo un vistazo alrededor.

—¿Por qué no lo dices más alto?

—No es nada de lo que avergonzarse —contesta, y parece que lo dice en serio—. Pero, desde luego, no va a pasar si te quedas de brazos cruzados mientras sueñas con ello.

—¿Por qué te obsesiona tanto mi vida sentimental? —le pregunto, solo medio en broma.

Parece dolida durante un instante, pero se encoge de hombros y me suelta para cruzarse de brazos.

—Solo intento ayudar. —Una culpa que conozco bien le ensombrece el rostro. Me rompió el corazón en pedacitos cuando me puso los cuernos y lo sabe—. Es lo menos que puedo hacer, supongo.

Estos son los momentos en los que el corazón aún me late un poco demasiado rápido por ella.

—No puedes seguir culpándote.

—¿Por meterle la lengua hasta la garganta a otra persona? —dice con una pequeña sonrisa—. Claro que puedo.

—Todo el mundo se equivoca, ¿no? —Me froto la nuca.

—Sí, pero esa fue una cagada épica. —Me echa un vistazo rápido—. Tengo suerte de que sigamos siendo amigos.

Pone la mano sobre la mía y me aprieta los dedos. Probablemente porque no se da cuenta de que sigo enamorado de ella.

—Sí, yo también tengo suerte. —Noto que fuerzo la sonrisa.

Suena el timbre y llega ese momento incómodo en el que no sabemos cuánto tiempo más debemos seguir así, hasta que Flo se ríe y me da un beso en la mejilla, y ya sé que es lo mejor que me va a pasar en todo el día.

Mientras nos ponemos de pie para entrar, al otro extremo de los bancos veo a Ashley Perkins hablando con alguien. Alguien con pelo rizado, ojos marrones y unos hoyuelos que veo desde donde estoy, y que probablemente vería al otro extremo de un campo de fútbol. Florence sigue mi mirada y malinterpreta mi expresión de sorpresa.

—El chico nuevo es mono —dice, y me da un codazo en el costado—. ¿Es un posible candidato para el proyecto «Nate pierde la virginidad»?

Yo no puedo ni respirar.

—No, no es un candidato. Dios.

Flo me tira de la sudadera.

—Venga, vamos a presentarnos.

—No, espera. Florence. ¡Florence!

Pero ya se está alejando (esos pantalones le hacen un culo estupendo, pero no es que me esté fijando ni nada). Se gira para dedicarme una gran sonrisa antes de ir al encuentro de Ashley y Oliver James. Sería mil veces peor que me quedase aquí parado, así que me obligo a cruzar el patio yo también.

Saludo incómodo con la mano cuando los alcanzo. Oliver James lleva un jersey extragrande, vaqueros rotos en las rodillas y zapatillas deportivas. Tiene las mejillas un poco rojas por el fresco otoñal y algunos rizos le caen sobre los ojos. Ollie siempre fue un chaval bastante serio y ahora parece un chico bastante serio, como que haría falta mucho para que sonriera. Hablo de sonreír de verdad, no por educación. Siempre me ha dado la sensación de que, cuando me mira, intenta asimilarlo todo de una vez. Como si intentara saber quién soy y todo lo que quiero de un vistazo.

Me mira con esa intensidad tan suya. No creo que me reconozca y no es que lo culpe. Han pasado cinco años y mis fotos de niño parecen las de un primo segundo raro.

—Hola. —No tengo claro qué decir. ¿Cómo hago que esta situación no sea incómoda? «Buenas, Ollie, ¿te acuerdas de mí? Soy Nate, tu ex mejor amigo antes de que la cagara a lo bestia»—. Esto… Oliver, ¿verdad?

Ashley nos mira a los dos, sorprendida.

—Ah, ¿ya conoces a Nate?

Saca el móvil, escribe y se lo pasa a él. Oliver James lee el mensaje y le devuelve el móvil.

—Lo conozco —dice, y su tono es distinto, con un poco de acento—. Han pasado unos años.

Florence arquea una ceja. Ollie me observa, esperando que hable, y no podría ser más evidente que preferiría estar en cualquier otro lugar del universo que a mi lado.

Carraspeo.

—Sí. Cinco años. Bueno, más bien cuatro y varios meses. Mucho tiempo, supongo. No esperaba que volvieras. O sea, no esperaba volver a verte…

Suena el timbre. Gracias al cielo. Ashley le toca el hombro a Oliver.

—¿Quieres que te ayude a encontrar tu clase?

Oliver asiente.

—Sería estupendo, gracias.

Los dos se van del brazo, dejándonos atrás a Florence y a mí. No la estoy mirando, pero noto que me observa fijamente.

—¿Conoces al chico nuevo guapo y no dices nada?

—Estaba intentando decírtelo.

—Bueno —dice muy despacio—. ¿Y qué pasó entre vosotros dos?

Eso es algo que espero no tener que explicar nunca.

—Venga, que llegamos tarde.

3

Me paso la mayor parte del día corriendo de un aula a otra, mirando por encima del hombro y comportándome como un tío ultrarraro cada vez que veo a alguien con rizos castaños. Por suerte, durante la mañana no he tenido ninguna clase con Oliver; no me imagino lo que tiene que ser estar sentado en un pupitre intentando no mirar a Oliver James, pero siendo totalmente consciente de él, como un sol en miniatura que te arde en el rabillo del ojo.

Pero, en Biología, está sentado en primera fila. Ashley está de pie a su lado, hablándole en voz muy alta acerca de los profesores y las clases; le gusta ayudar a los nuevos alumnos. Veo a Ollie, hago como que no lo he visto y me voy directo al fondo del aula. Florence se sienta en el pupitre de al lado con una expresión de «¿qué cojones te pasa?».

Gideon se sienta en el pupitre que está a mi otro lado. Antes lo llamaban Weasley para burlarse de él. Es blanco, alto y superflaco, y obviamente también pelirrojo, pálido y con pecas. Sin embargo, el año pasado, su delgadez se convirtió en esbeltez, lo eligieron delegado de la clase, se convirtió en el capitán del equipo de fútbol y hasta protagonizó la obra de teatro. Medio instituto empezó a buscarlo. Sigue quedando con Flo, Ashley y conmigo, habla de pelis conmigo y de cómics con Florence, y juega a videojuegos con Ashley, pero ahora también tiene un poco un rollo a lo Kanye West.

Gideon señala a Ashley y Ollie con la cabeza.

—¿Con quién habla Ashley?

Saco mi cuaderno y lo planto con fuerza en el pupitre.

—Oliver James Hernández. Antes vivía aquí. Ha vuelto.

—No me gusta. Solo lleva cinco minutos, pero ya tiene a todo el mundo con risitas y cuchicheos.

Y, a ver, sí, supongo que le están echando algún vistazo, pero más en plan chico nuevo que otra cosa.

—Ashley es la única persona que lo está mirando.

Gideon observa como si no le importase lo más mínimo que lo pillasen mirando fijamente.

—Míralo, está ahí, disfrutándolo.

Pongo los ojos en blanco.

—Yo no diría «disfrutándolo».

Justo cuando lo digo, noto que Ollie está mirando. Abre mucho los ojos y ambos apartamos la mirada. Qué incómodo, por Dios.

Gideon se da cuenta de todo.

—¿Es que lo conoces?

—Antes éramos amigos —digo, pero enseguida me arrepiento: noto que Florence está con la oreja puesta, aunque tenga la mirada en los bocetos de su cuaderno.

Gideon me mira con los ojos entrecerrados, como si intentase averiguar qué significa «antes», pero antes de que pueda preguntarme nada, entra el profesor en el aula con un intérprete, que saluda a Ollie y se acerca a su pupitre para empezar a signar.

Ashley se nos acerca corriendo, se tropieza con una mochila y pide perdón mil veces antes de llegar a su asiento sin resuello, al lado de Gideon.

—Pero qué remonísimo es Ollie. Solo quiero metérmelo en el bolsillo y llevármelo a casa.

Gideon pone los ojos en blanco.

—¿El primer día y ya te has colado por alguien?

Flo suelta un suspiro bien fuerte.

—Ni caso. Está en plan dramas porque le da miedo que la gente piense que Ollie está más bueno que él.

—Pero es que Ollie es adorable —dice Ash—. No significa que me haya colado por él. Es un hecho, es mono.

Gideon suelta un quejido.

—Ni de coña.

Florence mira a Gideon con escepticismo por encima de las gafas. Gideon me mira a mí como esperando que yo le dé la razón. No respondo, solo le devuelvo la mirada en silencio. Es que a ver, es absurdo discutir sobre si Oliver es mono o no.

La cosa es que nunca es buena idea entrar en un concurso de miradas silenciosas con Gideon. Seguirá mirándome expectante hasta que acaben las clases. Hasta desde el otro extremo del pasillo y en mitad de la clase, se esforzará por girar la cabeza para seguir mirándome.

Me encojo de hombros.

—No sé, sí, supongo que es bastante guapo. —Lo digo en parte para cabrear a Gideon… y en parte porque es cierto.

Ashley se muerde el labio.

—Creo que quiero pedirle salir.

Florence intercambia conmigo una mirada de extrañeza.

—¿En serio? —dice.

Nunca se ha llegado a decir, pero siempre hemos dado por hecho que a Ashley le gustaba Gideon. Que sí, que a medio instituto le gusta, pero a ella le gustaba antes de que fuera moda. Siempre han sido amigos. Mientras Flo y yo quedamos y vemos cosas en Netflix, ellos dos están en casa de Ashley, jugando juntos al Overwatch o al Halo. Pero, últimamente, Ash también ha empezado a reírse un poquito más alto cada vez que Gideon suelta una gracieta, y lo mira fijamente cuando cree que nadie se da cuenta, y, bueno, yo daba por hecho que era cuestión de tiempo que empezaran a salir.

Claro está, si Gideon daba muestras en algún momento de estar interesado.

Gideon deja su móvil en el pupitre.

—¿No decías que no te habías colado por él?

Ash está sentada al borde de la silla, toqueteándose las puntas de sus bucles castaños. De algún modo, se parece a Selena Gomez, Vanessa Hudgens y Jenna Coleman juntas.

—No es que me haya colado, hace como cinco minutos que lo conozco. Pero me gustaría conocerlo mejor porque, no sé, igual…

El profe empieza a escribir en la pizarra y Flo habla en voz más baja:

—No te hacía del tipo de gente que va por ahí mariposeando, nada más.

Ashley mira a Florence con los ojos entrecerrados.

—¿Qué quieres decir?

Eso nos granjea unas cuantas miraditas por encima del hombro y Ash se hunde en la silla. Flo se encoge de hombros.

—No sé, es que…

—Estás siempre en clase o con nosotros o jugando a videojuegos —dice Gideon.

Ashley se sonroja.

—¿Y qué?

—Que dábamos por hecho que no te interesaba ese rollo, simplemente —dice Flo, en un tono algo más suave. Me mira y prácticamente le leo la mente: «Que no te interesaba nadie que no fuera Gideon».

—No deberías ir dando por hecho cosas de la gente, Florence —dice Ashley en voz baja. Todos nos callamos otro momento y Ash añade—: Tengo dieciséis años y nunca he tenido pareja. Toca probar cosas nuevas.

Gideon da toquecitos en el borde de su pupitre con el lápiz.

—Huy, seguro que puedes probar un montón de cosas nuevas con Oliver James Hernández.

Ashley se tapa la cara con las manos. Florence le dice a Gideon que no sea capullo.

—¿Capullo por qué?

—Lo sabes perfectamente.

—Pues no, no sé por qué dices que…

Ashley los interrumpe:

—No soy virgen.

Todos volvemos la cabeza de golpe para mirarla. Gideon alza mucho las cejas; Ash finge no darse cuenta mientras saca diligentemente su cuaderno y su boli. Cuando ve que no dejamos de mirarla, susurra:

—¿Qué pasa? No es para tanto.

Todos volvemos a mirar a la pizarra.

Ahora no puedo evitar preguntarme si todo el mundo lo ha hecho ya menos yo. Florence desde luego que sí (he oído demasiados detalles sobre sus escarceos con Lydia). Y Gideon se ha liado con prácticamente todas las chicas que se le han lanzado a los brazos. Y ahora resulta que hasta Ashley, quien yo estaba bastante seguro de que nunca había ni besado a nadie, también lo ha hecho.