Una historia personal - Katharine Graham - E-Book

Una historia personal E-Book

Katharine Graham

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Beschreibung

Tienes entre manos una emocionante confesión personal: la historia de una mujer que, prácticamente de la noche a la mañana, en circunstancias nada fáciles y en el marco de la más poderosa y machista sociedad norteamericana, se ve obligada a asumir el liderazgo de un apasionante proyecto empresarial: The Washington Post.

Katharine Graham nos narra su vida, las relaciones a veces atormentadas con su marido, su experiencia con los distintos presidentes norteamericanos a los que ha tratado durante más de cincuenta años de actividad profesional, sus ilusiones personales, sus amores, sus decepciones... Sin olvidar el escándalo Watergate que destaparon Bernstein y Woodward, dos redactores de su periódico, que acabó con el presidente Nixon.

Una mujer en el ojo del huracán que escribe el relato de su vida con extraordinaria agudeza, estilo, y humor.

SOBRE LA AUTORA

Katharine Meyer Graham pasó de ser una ama de casa ejemplar y “esposa felpudo” a convertirse en una de las mujeres más poderosas del mundo. Tras el suicidio se su marido en 1963, Katharine tomó las riendas de la empresa familiar, un conglomerado editorial cuya joya de la corona era el Washington Post. Graham tuvo que vencer la desconfianza de un entorno machista y su propia falta de autoestima. Lo hizo con una mezcla de modales sofisticados de niña rica y su tendencia a “insultar como un marinero”. En 1971 publicó, en contra de las presiones del Gobierno y del consejo de sus abogados, los Papeles del Pentágono sobre la Guerra de Vietnam. Protegió a Carl Bernstein y Bob Woodward en su investigación de caso Watergate. “A Katie Graham se le va a quedar la teta atrapada en un escurridor grande y gordo si eso es publicado”, amenazó el jefe de campaña de Nixon, John Mitchell, antes de que saliera publicado el primer reportaje. Nixon cayó y Graham siguió al frente del periódico hasta 1991.

RESEÑAS DE PRENSA

“La mujer más poderosa del mundo” - The Washington Post

“El relato de una vida auténticamente novelesca” - El País

EXTRACTO

Desde el primer momento tuve claro que deseaba escribir este libro personalmente, aunque era consciente de no ser una verdadera profesional. Recuerdo muy bien que el columnista Walter Lippmann me dijo en una ocasión que incluso para él, que escribía constantemente, era muy difícil volver a hacerlo después de una interrupción de sólo unas semanas. Ésta es una idea que me venía sin cesar a la mente mientras reflexionaba sobre escribir o no sin ayuda en lugar de hacerlo con un coautor. Sin embargo, si quería que fuera un relato personal, sabía que tenía que contarlo yo misma. Si lo he logrado, es gracias a dos personas: Evelyn Small, que se encargó de investigar, y mi editor, Robert Gottlieb.

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UNA HISTORIA PERSONAL

Sobre cómo alcancé la cima del periodismo en un mundo de hombres

KATHARINE GRAHAM

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia y José Manuel Calvo Roy

primera edición: mayo de 2016

título original:Personal History(1997)

Copyright © Herederos de Katharine Graham

Publicado con licencia de Alfred A. Knopf, una editorial de The Knopf Doubleday Group, una división de Penguin Random House, LLC.

© de la traducción María Luisa Rodríguez Tapia y José Manuel Calvo Roy, 1998, 2016

© Libros del K.O., S.L.L., 2016

C/ Infanta Mercedes, 92 — Dpcho. 511

28020 Madrid

[email protected]

librosdelko.com

isbn: 978-84-16001-58-3

código bic: bga, kntj

ilustración de portada y contraportada:Ana Peñas

artes finales:Artur Galocha

maquetación: María O’Shea

corrección: Pablo A. Uroz Velasco

AGRADECIMIENTOS

CAPÍTULO UNO

CAPÍTULO DOS

CAPÍTULO TRES

CAPÍTULO CUATRO

CAPÍTULO CINCO

CAPÍTULO SEIS

CAPÍTULO SIETE

CAPÍTULO OCHO

CAPÍTULO NUEVE

CAPÍTULO DIEZ

CAPÍTULO ONCE

CAPÍTULO DOCE

CAPÍTULO TRECE

CAPÍTULO CATORCE

CAPÍTULO QUINCE

CAPÍTULO DIECISÉIS

CAPÍTULO DIECISIETE

CAPÍTULO DIECIOCHO

CAPÍTULO DIECINUEVE

CAPÍTULO VEINTE

CAPÍTULO VEINTIUNO

CAPÍTULO VEINTIDÓS

CAPÍTULO VEINTITRÉS

CAPÍTULO VEINTICUATRO

CAPÍTULO VEINTICINCO

CAPÍTULO VEINTISÉIS

CAPÍTULO VEINTISIETE

CAPÍTULO VEINTIOCHO

NOTAS

LA AUTORA DE ESTE LIBRO

AGRADECIMIENTOS

Desde el primer momento tuve claro que deseaba escribir este libro personalmente, aunque era consciente de no ser una verdadera profesional. Recuerdo muy bien que el columnista Walter Lippmann me dijo en una ocasión que incluso para él, que escribía constantemente, era muy difícil volver a hacerlo después de una interrupción de sólo unas semanas. Ésta es una idea que me venía sin cesar a la mente mientras reflexionaba sobre escribir o no sin ayuda en lugar de hacerlo con un coautor. Sin embargo, si quería que fuera un relato personal, sabía que tenía que contarlo yo misma. Si lo he logrado, es gracias a dos personas: Evelyn Small, que se encargó de investigar, y mi editor, Robert Gottlieb.

Ev procedía de The Washington Post Company, donde trabajaba en el departamento de comunicaciones de empresa, elaboraba un boletín interno y preparaba materiales para discursos, entre ellos los míos. Dedicó varios años a organizar mis papeles para que pudiéramos examinarlos juntas. A medida que pasaba el tiempo su función iba adquiriendo más importancia. Llegó a saber de mi vida tanto como yo. Tomó las palabras que yo escribía y les dio forma mientras me recordaba detalles importantes, eliminaba otros con discreción y añadía elementos de la documentación que yo había pasado por alto. Este libro no podría existir sin Ev. Todd Mendeloff fue su eficaz ayudante durante cuatro años.

De las historias que Ev desenterró y sacó de nuevo a la luz, sólo un pequeño porcentaje ha podido llegar a incluirse en el libro, y lo mismo ocurrió con las más de doscientas cincuenta entrevistas que realizamos con personas que iban desde compañeras de colegio de mi infancia y amigos de toda la vida hasta muchos de quienes tuvieron participación en los asuntos de los papeles del Pentágono y el Watergate o en The Washington Post Company. Todos ellos hicieron aportaciones a mi perspectiva.

Bob Gottlieb, con quien hablé de un libro por primera vez en 1978, se convirtió en mi editor cuando regresó a Knopf después de haber trabajado en The New Yorker. Ha editado mi original con maestría, un cuidado minucioso y un ojo implacable para la repetición, la pesadez y la continuidad. Me he encontrado con muchos «esto sobra» escritos en los márgenes. Incluso cuando se cargaba una historia que podía gustarme especialmente —siempre por cuestiones de espacio, según él—, hubo pocas muestras de protesta por mi parte. Quizá lloré por las páginas caídas, pero él, Ev y yo teníamos siempre el mismo objetivo. Y en las ocasiones en las que pensé que había quitado algo esencial, Bob cedió generosamente ante mis argumentos.

También leyó y comentó el manuscrito mi amiga Meg Greenfield, redactora jefe de opinión del Post y columnista de Newsweek, a cuyo talento de editora y consejos he acudido y en quien he confiado durante gran parte de mi vida profesional. Nuestras formas de pensar son muy parecidas, igual que nuestras opiniones sobre la gente y las situaciones, sobre lo que nos parece divertido o intolerable. Nuestra amistad se ha mantenido e incrementado casi desde el momento de su llegada al periódico.

Otras cinco personas fundamentales también leyeron y comentaron el manuscrito, y su ayuda fue sumamente útil: mi hija Lally, mis hijos Don, Bill y Steve y mi amigo Warren Buffett.

Este proyecto me ha hecho apreciar aún más el valor del material de archivo. He pasado innumerables horas releyendo viejas cartas y memorandos escritos por e intercambiados entre mis padres, mi marido y yo, además de notas relacionadas con directivos y redactores del Post y Newsweek. Es una suerte que todos escribiéramos cartas en aquellos tiempos. Tengo que agradecer la conservación y organización original de gran parte de esos documentos al difunto e incomparable Charlie Paradise, secretario y ayudante de mi padre, Phil y mío durante varios años. Charlie solía contestar al teléfono canturreando «Paradise». También doy gracias a todos aquellos cuyas cartas cito.

Tengo una gran deuda con Chalmers Roberts, cuya historia viva delPost—The Washington Post: The First 100 Years(Houghton Mifflin Co., 1977)—ha sido una fuente de información constante, y con Merlo Pusey, por la biografía que escribió de mi padre,Eugene Meyer(Alfred A. Knopf, 1974). Ambos libros contribuyeron a mi investigación y mis opiniones.

En mi oficina estoy agradecida a Liz Hylton por su trabajo devoto y paciente durante treinta y tres años, incluida la ayuda que proporcionó para el libro. No sólo ha llevado mi despacho y se ha ocupado de mis papeles y mi agenda, tanto profesional como social, sino que también se ha encargado de mis casas. En muchos aspectos ha sido mialter ego. Durante los dos últimos años también me ha ayudado enormemente mi ayudante, Barry Tonoff.

Durante quince años he trabajado en estrecha colaboración con Guyon (Chip) Knight, vicepresidente de comunicaciones de empresa en The Washington Post Company, cuyo extraordinario talento ha dado forma a todas mis declaraciones públicas.

Además quiero dar las gracias a los encargados del centro de investigación de noticias del Post, a quienes acudimos una y otra vez y que siempre tenían la información solicitada a punto y exacta.

También quiero dar las gracias a toda la gente de Knopf que me ha ayudado con este libro: Sonny Mehta, Jane Friedman, Bill Loverd y Paul Bogaards, por su interés y su apoyo; Carol Carson, Virginia Tan, Cassandra Pappas y Tracy Cabanis, por su talento en el diseño y la producción; y Kathy Hourigan, Leyla Aker, Karen Mugler, Amy Scheibe y Ken Schneider por su asistencia editorial.

Desde luego, yo soy responsable del contenido final del libro. He intentado ser sincera y honesta sin dejar de respetar la intimidad, especialmente la de mis hijos, que para mí son, por supuesto, más importantes de lo que aquí puedo expresar y que tanto han logrado hacer con sus vidas. También a ellos les afectó, profundamente y de forma permanente, todo lo que ocurrió.

Mis dos hermanas que aún están vivas, Elizabeth Lorenz y Ruth Epstein, también me han ofrecido su participación, su ayuda y su interés y han compartido conmigo sus recuerdos y opiniones. Mi difunto hermano, Bill (Eugene Meyer III) siempre me apoyó mientras vivió y le estoy eternamente agradecida por ello, aunque murió antes de que empezase a escribir el libro.

Con todos mis temores sobre el hecho de escribir, y con todas las complicaciones que supone el repaso de una vida larga y llena de cosas, redactar este libro ha sido un ejercicio riguroso y absorbente, y lo he disfrutado enormemente. A lo largo de él confío en haber expresado mi reconocimiento cuando se debía y no haber olvidado a personas a quienes tanto debo. Forzosamente han quedado fuera muchos nombres, pero están en mi recuerdo y en mi corazón.

CAPÍTULO UNO

Los pasos de mis padres se cruzaron por primera vez en un museo de la calle 23 en Nueva York. Fue el día del aniversario de Lincoln, en 1908. Eugene Meyer, que tenía treinta y dos años, llevaba poco tiempo en los negocios, pero ya había ganado varios millones de dólares. Agnes Ernst, de veintiún años y recién graduada en el Barnard College, era de una belleza impresionante. Se ganaba la vida y ayudaba a mantener a su familia trabajando comofree-lancepara un periódico, el viejoNew York Sun. Tenía además interés por el mundo del arte, y eso era lo que la había llevado a la exposición de estampas japonesas. Tanto sus aficiones como su trabajo eran poco habituales para una mujer de la época.

De camino hacia Wall Street, mi padre, al volante de un Stanley Steamer, uno de los primeros automóviles, divisó a un conocido a quien no apreciaba especialmente. Pero Edgar Kohler tenía un aspecto frágil y desamparado y mi padre se apiadó de él, de modo que se ofreció a llevarlo y mencionó que pensaba detenerse en una exposición de estampas japonesas. Kohler decidió acompañarle.

Al entrar en la galería se encontraron con dos amigos que salían y que les dieron esta valoración de la muestra: «Hay en la sala una joven mucho más bella que cualquier cosa de las que están colgadas». Una vez en el interior, Kohler y mi padre la vieron de inmediato: una joven alta de cabello claro y ojos azules, obviamente enérgica, dinámica y segura de sí misma. Mi madre siempre recordó lo que llevaba ese día, porque pensaba que su «disfraz», como ella lo llamaba, había influido en su destino. Debía de ser toda una visión, con su traje detweedgris y su pequeño sombrero de ardilla adornado con una pluma de águila. Mi padre, al verla, le dijo a Kohler: «Esa es la chica con la que me voy a casar».

«¿Hablas en serio?», preguntó Kohler, a lo que mi padre respondió: «No he hablado más en serio en toda mi vida». Kohler, creyendo que nunca más volverían a verla, sugirió a mi padre que le hablase. «No. La ofendería y lo estropearía todo», replicó. Decidieron que el primero que la conociera se la presentaría al otro.

Una semana más tarde, Kohler llamó a mi padre y le dijo: «¿Sabes lo que ha pasado?». «Has conocido a la chica», fue la respuesta inmediata. «Maldito seas, eso es». Había asistido a una fiesta en casa de una de las compañeras de clase de Agnes en Barnard, con una representación de aficionados deLa viuda alegreen la que mi madre hacía de Conde Danilo. Al terminar la obra, cuando ella apareció vestida normal, Kohler se dio cuenta de que era la joven de la exposición. Se presentó, le habló del trato con mi padre y acordó una cita para que comieran los tres.

El amigo de mi padre cumplió lo prometido y presentó a Eugene y Agnes. El día del cumpleaños de Lincoln de 1910, exactamente dos años después de que Eugene la viera por primera vez en la galería, se casaron. Cuando reviso mi larga vida, si hay algo que salta inmediatamente a la vista es el papel que la suerte y el azar han desempeñado en ella. A partir de esta cadena de coincidencias siguió el resto.

Mi padre procedía de una distinguida familia judía, cuyas raíces se remontaban a muchas generaciones atrás en la región de Alsacia-Lorena, en Francia. Era una familia con numerosos rabinos y líderes cívicos. Jacob Meyer, mi tatarabuelo, recibió la Legión de Honor y fue miembro del Sanedrín, el consejo de notables judíos formado por Napoleón I para reconocer los derechos cívicos de los judíos.

Mi abuelo paterno, cuyo nombre era Marc Eugene Meyer pero a quien siempre llamaron Eugene, nació en 1842 en Estrasburgo, el más joven de los cuatro hijos que su padre tuvo con su segunda esposa. Cuando su padre murió, y su madre se vio sin dinero, Eugene tuvo que hacer como sus hermanos mayores y, a los catorce años, abandonó la escuela para ayudar a mantener a su familia. Empezó a trabajar para unos hermanos llamados Blum, que poseían una tienda en Alsacia y otra, extrañamente, en Mississippi, y, cuando uno de sus jefes anunció que se iba a América, mi abuelo decidió ir con él. Al pasar por París, Blum le presentó a Alexandre Lazard, de la empresa Lazard Frères, que le dio una carta de presentación para su socio de San Francisco. En septiembre de 1859 salió de Europa hacia Nueva York en el buque más rápido que hacía la travesía, un barco de rueda lateral, con un billete de tercera clase por el que pagó 110 dólares. Desde Nueva York tomó un vapor hasta Panamá, cruzó el Istmo por ferrocarril y embarcó en otro vapor hasta San Francisco, en esa época una ciudad de alrededor de 50.000 habitantes. Pasó allí dos años, aprendiendo inglés y ahorrando gracias a su trabajo en una casa de subastas, hasta que en 1861 fue a Los Ángeles, donde un primo de los Lazard decía que necesitaba un dependiente para su tienda. Según Eugene, la ciudad tenía sólo una población de tres o cuatro mil personas, la mayoría extranjeros. Había cuatro casas de ladrillo; el resto era de adobe, con tejados que crujían. No había calles pavimentadas ni alcantarillas. El agua para beber y regar procedía de acequias. Mi abuelo permaneció en Los Ángeles durante veintidós años.

Comenzó como dependiente y contable; vivía en la trastienda y, a veces, dormía sobre el mostrador con un arma, para defender la mercancía. A medida que se extendió su fama de honradez y sobriedad, varios de sus nuevos amigos comenzaron a confiarle su dinero, puesto que no había bancos. Al cabo de tres años le hicieron socio de la tienda, que pasó a llamarse «La ciudad de París». Después de 10 años, su hermano Constant y él eran dueños de la tienda. Llegó a ser además director de un banco y organizador del Club Social de Los Ángeles. En 1867 se casó con Harriet Newmark, de 16 años, hija de un rabino, en una boda presidida por éste y en cuya lujosa cena se sirvió helado, algo nuevo para la ciudad.

Mi padre, llamado Eugene Isaac Meyer como su padre y su abuelo, nació en 1875, el primer varón después de tres niñas, Rosalie, Elise y Florence. Tras él hubo cuatro hijos más: Ruth, Aline, Walter y Edgar. Harriet fue una inválida casi permanente, no sé si por haber dado a luz a ocho hijos antes de cumplir treinta y dos años, en condiciones médicas precarias, o porque sufría de depresión, o ambas cosas. Por tanto, la figura materna en la juventud de mi padre fue su hermana Rosalie, seis años mayor que él, que dejó la escuela para ayudar a criar a sus hermanos.

Estas circunstancias ayudan a entender la personalidad de mi padre. Su padre era muy estricto, no especialmente afectuoso, y la única figura materna verdadera era casi de su edad, muy cariñosa y sensible, pero abrumada por verse en una posición de autoridad antes de estar preparada para ello. Esos niños no debieron de tener mucho amor paterno; su padre se guiaba por la ambición y la madre, en realidad, no existía. Mi propio padre no estuvo nunca muy dotado para la intimidad en las relaciones personales; los sentimientos estaban ahí, pero sin expresar.

En 1884, mi padre se trasladó con su familia a San Francisco, una ciudad de 225.000 habitantes en aquel momento, con mejores instalaciones educativas y médicas que Los Ángeles para la gran familia Meyer. También era más segura. Recuerdo que mi padre decía, sobre sus primeros años en Los Ángeles, que todo el mundo tenía una pistola Derringer y que casi todas las noches había alguien que recibía un disparo.

A mi abuelo debió de agradarle el traslado, pero mi padre se sintió cercado inmediatamente. Era un chico solitario, un luchador, a quien la familia obligaba a ir vestido de manera «diferente». Tuvo que aprender a defenderse mientras recibía, sin cesar, severas reprimendas de su padre por su mal comportamiento. Esos choques lo endurecieron hasta el punto de que, cuando la familia se trasladó a la ciudad de Alameda, para alejarse de la niebla de San Francisco debido a la salud de su madre, el joven Eugene derrotó al matón local que, hasta entonces, había dominado el terreno. Dicha victoria lo convirtió en el elemento más temible, tanto en casa como en el colegio.

Alameda no le sirvió de nada a mi abuela y resultó demasiado lejana para mi abuelo, de modo que, al cabo de un tiempo, la familia regresó a San Francisco. Era el tercer cambio de colegio para mi padre.

La familia pertenecía a una congregación judía reformada y Eugene se educó en historia judía, hebreo y el significado de la religión, pero, al llegar el momento de su bar mitzvah, se negó a celebrarla. Al pedirle que hiciera profesión de una «fe perfecta», afirmó: «Creo en algunas de las cosas, pero no creo en todas ellas con una fe perfecta». Nunca fue abiertamente religioso, pero más tarde participó en organizaciones de caridad, causas y cuestiones internacionales relacionadas con los judíos. No obstante, nunca fue sionista y siempre creyó firmemente que, ante todo, era un ciudadano de Estados Unidos.

La escuela no le interesaba, pero leía mucho. Su padre le reprochaba no ser el primero, pero Eugene acabó por desarrollar una verdadera pasión por aprender, que aumentó a medida que su padre le fue incluyendo, cada vez más, en las reuniones de negocios y los debates sobre política y altas finanzas.

Igual que mi padre, Rosalie se convirtió en una persona enérgica y dominadora. Se casó con Sigmund Stern, y su hermana Elise se casó con el hermano de Sigmund, Abraham. Los Stern eran sobrinos de Levi Strauss, que había llegado a San Francisco en plena fiebre del oro dispuesto a vender a los mineros tejido grueso de dril para tiendas de campaña. O no se vendió bien como tela de tiendas o se vendió mejor para hacer unos pantalones ribeteados; el caso es que Levi Strauss hizo su fortuna con esos pantalones y los «Levi’s» se hicieron famosos en todo el mundo. Como Strauss era soltero, los Stern, que dirigían el negocio, heredaron la empresa.

Los dueños de Lazard Frères ofrecieron un puesto de socio a mi abuelo y, aunque la familia no quería dejar San Francisco, consideró que la oferta era una gran oportunidad. En 1893 se trasladaron a Nueva York. Mi padre tenía diecisiete años y había terminado el primer curso en la Universidad de California en Berkeley. Por primera vez vio toda la amplitud de este país y la increíble dimensión de Nueva York, entonces una ciudad de tres millones y medio de habitantes, con sus grandes lujos y sus barrios bajos.

Entró a trabajar de mensajero en Lazard, con la expectativa de que algún día sucedería a su padre. Solicitó la entrada en Yale y fue aceptado. Conocía a muy poca gente —era un judío solitario procedente del Oeste—, de modo que no hacía más que estudiar y se matriculó en más asignaturas de las necesarias. Con los créditos extra así obtenidos consiguió graduarse en dos años, antes de cumplir los veinte.

Después de trabajar en Lazard algún tiempo, se marchó al extranjero durante año y medio, para practicar en bancos de Alemania, Inglaterra y Francia. En primer lugar fue a París, donde trabajó sin cobrar, pero le regalaron un bello alfiler de corbata de perla que llevó siempre, al menos en mis recuerdos de infancia. Asimismo empezó a invertir en bolsa con 600 dólares que su padre le había dado por no fumar hasta cumplir veintiún años. (Años más tarde, mi padre nos ofreció el mismo trato, pero creo que nadie se lo aceptó o, quizá, nadie consiguió llegar hasta los veintiuno sin haber probado el tabaco. Sin duda, los 1000 dólares que nos ofreció representaban mucho menos para nosotros de lo que los 600 le habían supuesto a él).

La primera ocasión que mi padre tuvo de ejercer su independencia de adulto se produjo a su vuelta de Europa. Su padre lo había preparado para que entrara a trabajar en Lazard. Al regresar de su viaje vio que su año y medio de experiencia bancaria no contaba y, además, tenía que trabajar para su cuñado, George Blumenthal, un hombre difícil, egocéntrico y de mal genio, que nunca fue realmente de su agrado, y que se había casado con su querida hermana Florence.

Cuando yo conocí a los Blumenthal pasaban los inviernos en Nueva York y los veranos en Francia o en yates por el Mediterráneo. Su casa de Nueva York, enorme y lujosa, ocupaba media manzana y poseía una piscina cubierta revestida de azulejos.

En cualquier caso, ya fuera por los sentimientos de mi padre respecto a George Blumenthal, ya fuera porque el instinto le indicaba que debía marchar solo, empezó a alejarse del camino que su padre había trazado para él. Después de diversas aventuras y salidas falsas en varios campos —intentó estudiar derecho por las noches, pero se aburrió—, se encontró con un libro, The Map of Life, de William Edward Hartpole Lecky, que sugería que «la vida de un hombre debe planearse como un conjunto en el que cada etapa sería un prólogo a la etapa sucesiva», y decidió planear la suya. Los veinte primeros años —lo que se denominaba, en general, la «escuela»— ya habían pasado. De los veinte a los cuarenta había que dedicarse a crecer y experimentar y, durante ese tiempo, adquiriría una «capacidad», se casaría e iniciaría una familia. De los cuarenta a los sesenta serían los años de poner en práctica todo lo que hubiera aprendido anteriormente y, «si es factible —escribió mi padre—, deberían dedicarse al servicio público». A los sesenta se retiraría para envejecer con elegancia y ayudar a los jóvenes.

El dinero de los cigarrillos había producido buenas inversiones y disponía de unos ahorros de 5000 dólares. Los convirtió en 50.000 invirtiendo en acciones del ferrocarril y entonces se enfrentó a su padre con su decisión de dejar Lazard y empezar por su cuenta. Fue un momento de gran emoción: su padre consideró la decisión como el rechazo de toda una vida de trabajo por parte de su hijo. Cuando éste le dijo, además, que pensaba hacerse miembro de la bolsa, y su padre dijo que no iba a ayudarle, él anunció que tenía los 50.000 dólares necesarios y no necesitaba su ayuda, a lo que mi abuelo repuso: «Eugene, has estado apostando», pues eso era para él el mercado de valores.

Tras un fracaso inicial, mi padre se retiró a Palm Beach y diseñó un «plan de desarrollo de una empresa» que lo llevó a abrir su propia firma, Eugene Meyer and Company, en 1904. De forma gradual se fue abriendo paso en Wall Street y, para 1906, ya había ganado varios millones de dólares. Al principio debió de resultarle muy difícil competir con las empresas de más dimensión y más fama, pero, con el tiempo, llegó a conocer muy bien a sus directivos. Siempre le oí expresar la máxima admiración por E.H. Harriman, padre de Averell y una figura de gran poder.

Su filosofía inversora implicaba un estudio minucioso de las compañías, el primer análisis económico profundo de ese tipo. Eugene Meyer and Company contó con el primer departamento de estudios de Wall Street. A medida que pasaba el tiempo, mi padre se fue aficionando a analizar las tendencias económicas. Predijo pánicos y cambios bruscos del mercado, y supo salirse cuando le parecía que las cosas iban a desmoronarse. Aunque hizo una gran fortuna, siempre estuvo dispuesto a asumir riesgos y, en dos ocasiones, llegó a verse arruinado, al menos según los criterios de Wall Street.

Siempre permaneció muy unido a su familia y su situación acomodada le permitió ayudar a sus padres. Mantuvo una relación especialmente estrecha con su hermana Ro. En 1906, cuando San Francisco se vio sacudida por el terremoto y el incendio y las comunicaciones telefónicas con el mundo exterior se cortaron, decidió acudir de inmediato a ver en qué podía ayudar. Embarcó en un tren en Nueva York llevando un cinturón portamonedas con 30.000 dólares, un maletín y una pistola. Sus hermanas estaban a salvo. Junto con sus familias, se habían ido refugiando en diversos lugares a medida que avanzaba el fuego. Cuando mi padre se acercó, Ro levantó la vista y dijo: «Eugene, sabía que vendrías».

Desde muy temprano, mi padre se hizo coleccionista, con un interés especial por los grabados de Durero y Whistler, las primeras ediciones de manuscritos americanos y las cartas de Lincoln. Conoció al escultor Gutzon Borglum, que estaba realizando un busto de Lincoln, y se ofreció a comprarlo para donárselo a la nación. El presidente Theodore Roosevelt accedió a la petición de Borglum de exhibirlo en la Casa Blanca antes de situarlo en su lugar, en el Capitolio. Así fue como mi padre llegó a Washington por primera vez en su vida.

Este era el hombre que entró en la galería de arte ese día de febrero de 1908: próspero hombre de negocios, persona interesada por el mundo del arte, coleccionista de manuscritos y alguien que ya estaba preocupado por la economía en general. Aunque tenía mucho dinero, era muy consciente de los problemas de la pobreza. Poseía grandes valores y aspiraciones, pero era solitario, ambicioso y estaba obsesionado por el trabajo. Estaba muy unido a su familia, pese a lo complicado de sus relaciones con su padre y su cuñado. También era esencialmente tímido, pero, al mismo tiempo, tenía un carácter fuerte. Sin duda debió de afectarle la discriminación en la universidad, Wall Street y la vida social, pero, aun así, era fuerte, brillante, capaz, ingenioso y seguro de sí mismo.

La joven a la que Eugene Meyer había visto en la galería se sentía muy atraída por la vanguardia del mundo artístico y se consideraba algo bohemia. También ella estaba llena de determinación y confianza, pero, además, era completamente egocéntrica. Nacida en 1887 en Nueva York, las raíces de mi madre eran, en ciertos aspectos, muy semejantes a las de mi padre y, en otros, completamente opuestas. Sus diferencias produjeron una relación complicada.

Por el lado paterno, mi madre procedía de una larga línea de ministros luteranos en Hannover, al norte de Alemania, entre quienes no había, al menos en épocas recientes, ni una sola oveja negra. La familia Ernst tenía belleza, talento, ambición y, por desgracia, el inconveniente de una tendencia al alcoholismo. Mi bisabuelo, Karl Ernst, fue pastor con el último rey de Hannover, pero, cuando los prusianos conquistaron el reino en 1866, envió a sus siete hijos fuera de Alemania para mantenerlos alejados del ejército. Todos, menos uno, fueron a Estados Unidos, y así es como mi abuelo materno llegó a Nueva York, donde se hizo abogado y donde, más adelante, convenció a Lucy Schmidt, mi abuela, para que se casara con él. Ella procedía también del norte de Alemania; su familia, compuesta sobre todo de marinos y comerciantes, vivía en un pequeño pueblo cercano a Bremen desde hacía más de tres siglos.

Mi madre creció en lo que entonces era una pequeña comunidad rural, Pelham Heights, a las afueras de la ciudad de Nueva York, adonde la joven familia se trasladó cuando ella tenía tres años. Describía la atmósfera en la que se educó como puritana, austera y familiar:

Una curiosa obsesión de nuestros padres luteranos era que, cuanto más nos desagradara hacer algo, mejor era para la salvación de nuestra alma… Comíamos lo que nos ponían delante sin protestar, aunque nos diera náuseas. Como yo odiaba las clases de costura, me encerraban una hora todos los sábados para coser un dobladillo… Pero el verdadero tormento de nuestras vidas, que se juzgaba vital para la formación de un carácter enérgico, era el baño frío en el que nos sumergíamos todas las mañanas, fuera invierno o verano.

Estaba tan condicionada respecto a las virtudes de este baño ritual que siguió tomándolo incluso después de casada.

Sólo cuando mi madre tenía seis o siete años pasó su padre, Frederick, a ser una figura importante en su vida. En esa época «era un abogado muy trabajador que mantenía a su familia en una situación modesta pero confortable». En su casa nunca se mencionaba el dinero, una tradición que continuó en la nuestra. Su padre fue una presencia cada vez más dominante en su vida, y desarrolló respecto a él lo que ella misma llamaba un «extraordinario complejo de Edipo». Su infancia se vio alumbrada por su «personalidad luminosa». Mi abuelo la llevaba a pasear para ver el amanecer y le hablaba de música, poesía y arte. Por desgracia, con el tiempo se dedicó a las mujeres y a la bebida y dejó de pagar las facturas de la familia, y ella se sintió traicionada. El hombre al que había adorado de niña fue sustituido por lo que llamó una «oscura figura que persiguió mi adolescencia como una pesadilla».

Además de su trabajo escolar, mi madre y sus tres hermanos mayores recibían clases particulares de alemán y matemáticas. Cuando Bill y ella —que estaban en la misma clase— llegaron a la edad de estudiar bachillerato y Fred a la de entrar en la universidad, la familia se trasladó a Nueva York para beneficiarse de sus magníficas instituciones de enseñanza pública.

Durante los años de enseñanza secundaria siguió deteriorándose su relación con su padre, a medida que él se fue dedicando cada vez más a las mujeres y a la bebida y abandonó más y más su trabajo y su familia. Dejó de ganarse la vida y empezó a escribir libros y obras de teatro que su hija llamaba, con franqueza, «absolutamente de aficionado». Las facturas no se pagaban y la madre de Agnes estaba cada vez más angustiada. Sin duda éste fue el principal choque emocional de la vida de mi madre. La adoración que sentía por su padre se convirtió en vergüenza e incluso en odio. Lo peor era que, después de haberle enseñado a amar el estudio, dejó de importarle que ella fuera o no a la escuela; prefería que trabajase para poder pagar las facturas. Tales sentimientos acerca de su padre fueron tan permanentes y dolorosos que, aunque nos hablaba frecuentemente de él, casi nunca mencionó este lado oscuro. Yo acabé por comprender que su actitud ambivalente respecto a los hombres se debía a esta experiencia. La idea de las relaciones sexuales la atraía y repelía al mismo tiempo. No obstante, siempre conservó su fotografía encima de la mesa.

El alejamiento de su padre tuvo el saludable efecto de hacerle comprender que necesitaba esforzarse más aún con el fin de obtener becas para la universidad y ganar dinero para sus gastos. Obtuvo la beca para entrar en el Barnard College en 1903 con el fin de estudiar matemáticas y físicas, pero, al cabo de un tiempo, cambió a filosofía y literatura. Ayudó a su madre a pagar las facturas, ante las que su padre se mostraba indiferente. No tuvo dificultades en la universidad, en la que era muy popular y provocaba la adoración de varios admiradores. Por desgracia, como ella misma decía, este don «me volvió soberbia y egocéntrica hasta un punto increíble… Durante varios años estuve enamorada, sobre todo, de mí misma, un éxtasis que me costó, a mí y a otros, grandes dolores hasta que la vida me curó de esta intoxicación». Francamente, la vida no le curó demasiado su egocentrismo.

Durante el último año sólo le quedaban dos horas de estudio formal por completar, pero ello resultó ser una bendición disfrazada, porque fue entonces cuando empezó a sufrir el primero de varios enamoramientos intelectuales, pero muy emocionales, de hombres distinguidos, la mayoría en las artes o las letras. Era frecuente que estas apasionadas amistades la consumieran. Mi padre dijo en una ocasión: «Siempre hay algún extraño en casa».

Mi madre contaba que, cuando notificó a su familia que pretendía ser periodista, mi madre lloró y mi padre afirmó solemnemente: «Prefiero verte muerta». Por entonces, las mujeres con educación trabajaban en la enseñanza o en una oficina, y no había más que media docena de mujeres dedicadas al periodismo, casi todas a las noticias sentimentales, de modo que fue algo notable que mi madre empezase a trabajar como free-lancer para el New York Sun. Trabajaba «a la pieza», lo que suponía una enorme presión para obtener o crear suficientes historias que le permitieran mantener a su familia. Sus ingresos variaban de 40 dólares a 5 o 10 por semana, pero no se dio por vencida y pronto la conocieron como «la chica del Sun».

La búsqueda de material la condujo un día a una nueva galería de arte moderno, en el 291 de la Quinta Avenida. En ella, por primera vez, se presentaban fotografías como arte, y pensó que el grupo vanguardista de los Foto-Secesionistas, encabezado por Alfred Stieglitz y Edward Steichen1, y que incluía a los pintores Georgia O’Keeffe, John Marin y Marius de Zayas, era carne de reportaje. Se identificó totalmente con la rebelión artística promovida por el grupo «291», e hizo grandes amistades.

A partir de ese momento mantuvo una vida artística y social muy floreciente. A pesar del interés de mi padre por ella, parece que no fue sino uno entre varios novios, y que ella no le tomaba muy en serio excepto, quizá, por su dinero y lo que éste podía aportarle: entre otras cosas, una compañera de viaje para su ansiado y planeado viaje por Europa. Había pedido prestados 500 dólares que, en su opinión, podían durarle seis meses, pero dos días antes de salir confió a su nuevo pretendiente que su amiga Evangeline Cole —más conocida por Nancy— no podía permitirse ir con ella. Mi padre, que deseaba que tuviera compañía y una carabina, le prestó a Evangeline el dinero necesario. Las dos jóvenes partieron hacia Francia el 4 de agosto de 1908.

La decisión de Agnes de ir a Europa, pese a las atenciones de Eugene Meyer y, por lo menos, otros dos jóvenes, la apartó de sus problemas familiares —dejando a su padre la responsabilidad de mantener a la familia— y la introdujo en un mundo completamente nuevo. En Europa se sumergió en una rica vida de museos, teatro, ballet, música y ópera, a menudo con horas de cola para comprar entradas. Encontraron un apartamento de cuatro habitaciones en París por 36 dólares al mes, incluyendo comida, lavandería y gastos menores. Se convirtió rápidamente en punto de reunión para estudiantes de todas las nacionalidades.

Su única relación verdadera con el mundo artístico y literario era Steichen, que se encontraba en Francia con su familia, pero le bastó con él. A través de él entabló relación y amistad con muchos de los artistas e intelectuales que entonces vivían en Francia. Allí conoció a Leo Stein y su hermana, Gertrude; a Leo lo admiraba y adoraba, a ella la consideraba una «charlatana». Conoció a músicos franceses como Darius Milhaud y Erik Satie. Picasso le pareció listo pero superficial. La única mujer que le impresionó fue Madame Curie, con quien coincidía dos veces por la semana en la escuela donde ambas aprendían esgrima.

Dos de los amigos más importantes que mi madre hizo durante su estancia en París fueron Brancusi y Rodin. Fue mi padre, que pasaba por París, quien le presentó a este último. Rodin era famoso por su acoso a las jóvenes y, un día, mi madre se sintió amenazada cuando él cerró la puerta del estudio, desconectó el teléfono y empezó a abrazarla. Asombrosamente, se conformó cuando ella le rechazó y la acogió bajo su protección.

Mi madre se enamoró de París. Disfrutaba de la vida en el Barrio Latino, iba a misa en Notre Dame de Chartres, estudiaba voz y canto, acudía a clases de francés, asistía a innumerables conferencias y, en general, disfrutaba de su juventud, sus encuentros y su vida alegre. Su diario describe unos valores muy elevados, mucho estudio y una enorme pasión por todo lo que sucedía en el mundo del arte y las ideas.

Cuando mi padre aparece en este diario, lo define, con cierta condescendencia y aparentemente escaso interés, como su rico novio judío. Además se le consideraba el proveedor de préstamos a Nancy y otros amigos y el suministrador de lujosas comidas que todo el grupo de estudiantes de la orilla izquierda disfrutaba enormemente. En las escasas visitas que mi padre hacía a París, se le acogía con gran alegría porque invitaba a todo el mundo a cenar en la Tour d’Argent.

Durante todo el tiempo de su estancia en Europa, mi madre no tomó en serio a mi padre como pretendiente, sino que se estuvo carteando con Otto Merkel, un norteamericano de origen alemán que vivía en Nueva York y con quien parecía considerarse comprometida.

Nancy volvió a casa en febrero de 1909 y mi madre se mudó a un sexto piso sin cuarto de baño ni calefacción. Ganó suficiente dinero para permanecer en Europa escribiendo relatos para el Sun y algunas revistas, incluyendo St. Nicholas, para la que también hizo fotografías. Esa primavera fue a Londres y, por casualidad, fue a parar a una pequeña sala llena de pinturas chinas. De repente y de forma inexplicable, «me enamoré a primera vista, completamente, sin esperanza y para siempre, del arte chino».

Después de viajar por Alemania, Austria e Italia, regresó a casa, para encontrarse con problemas desalentadores. Se vio dividida entre la dedicación a sus amigos artistas y bohemios y las atenciones renovadas de mi padre. Debió de descubrir la horrible verdad de que su adorado Merkel no estaba ya interesado en ella. En cualquier caso, su interés por mi padre aumentó. En un almuerzo le dijo que necesitaba volver a Europa «para pensar las cosas». El respondió: «He decidido irme yo también una temporada», y le dijo que pensaba dar la vuelta al mundo. Cuando ella se dio cuenta de que, a lo mejor, no la iba a esperar siempre, reaccionó enseguida: «Me voy contigo». «Ya lo sé —replicó él—. Tengo tus billetes».

Tres semanas más tarde, celebraron la boda en casa de ella, en una ceremonia luterana muy sencilla a la que sólo asistieron las dos familias. Todos sus amigos se sorprendieron. Él tenía treinta y cuatro años, ella sólo veintitrés. ¿Cuáles eran los motivos, tanto de ella como de él? ¿Se casó ella con él para huir de los problemas de su familia, por seguridad, por dinero? Desde luego, ella admitía que el dinero había tenido cierta importancia en su decisión.

Sin embargo, a su manera, mi madre quiso indudablemente a mi padre toda su vida. Le respetaba, admiraba su intelecto, su fuerza y sus cualidades de líder. Él, por su parte, estaba listo para casarse y tener una familia. Los retratos de mi madre la muestran extraordinariamente atractiva y, desde luego, era una joven inteligente y con muchos pretendientes. Desde la primera vez que él la vio en el museo debió de quedar deslumbrado y se mostró determinado y paciente.

¿Le preocupaba a mi madre que fuera judío? Creo que sí. Hace referencia a ello en sus primeras cartas desde París. Pese a su educación luterana, mi madre no era especialmente religiosa, pero compartía, sin duda, el antisemitismo latente de la época, al menos en cierta medida. Imagino que, desde su punto de vista, sus otros atractivos y ventajas compensaban el hecho de que fuera judío. Además era joven y poco realista, y sólo se me ocurre que su seguridad en sí misma le hizo pensar que llegaría a considerársele a él como no judío, y no a ella como judía. Sin embargo, después de la boda le hirió profundamente la discriminación social en Nueva York.

Su decisión de casarse con Eugene Meyer se debió indudablemente a varias razones distintas. En cualquier caso, sorprendió a todo el mundo y algunos pensaron que no iba a durar. Pero estoy segura de una cosa: pese a los momentos de grandes tensiones y dificultades en el matrimonio de mis padres, nunca se arrepintieron.

Después de pasar dos semanas en la granja que mi padre había comprado en Mount Kisco, Nueva York, los recién casados salieron en tren, con un vagón privado, para dar la vuelta al mundo, junto con un mayordomo y una doncella. Cuando llegaron a San Francisco, para visitar a los miembros de la familia Meyer que vivían en California, vieron que la doncella de mi madre no daba buen resultado. Rosalie encontró a una enfermera titulada que deseaba viajar y estaba dispuesta a hacer lo que fuera necesario, pese a no saber lo que se esperaba de ella. Así que la doncella fue sustituida por una señora llamada Margaret Ellen Powell, enfermera, devota de la ciencia cristiana y verdadera sal de la tierra. Fue lo más afortunado que pudo ocurrir jamás para nosotros, puesto que Powelly, como acabamos llamándola, fue quien nos crió.

Cuando mis padres regresaron de su luna de miel a Nueva York, mi madre estaba embarazada. Mi padre volvió a Wall Street y ella tuvo que adaptarse a la vida de mujer casada. Ella misma reconocía que le había sido difícil, sobre todo en los primeros años, mucho antes de que naciera yo, la cuarta de sus hijos. No había pensado demasiado en lo que el matrimonio entrañaba en cuanto a las relaciones con el cónyuge y los hijos y, en mi opinión, nunca lo pensó realmente.

Parecía juzgar el matrimonio como un contrato que siempre iba a respetar, por el que su deber consistía en tener hijos y educarlos, dirigir las casas y cumplir sus obligaciones de anfitriona. Aparte de esto, como tantas mujeres hoy día, pero adelantándose a su tiempo, estaba decidida a mantener su propia identidad y su vida intelectual. Más tarde, en sus memorias, explicó lo que sentía entonces:

[…] me rebelé interior y exteriormente contra las responsabilidades repentinamente impuestas por el matrimonio. Durante los primeros años […] me comporté como si el mundo entero estuviera conspirando para aplastar mi personalidad y encajarme en un molde universal llamado «mujer». Tantas amigas mías, al casarse, habían renunciado a sus intereses intelectuales y se habían perdido en una rutina de pañales, cenas y conformidad con su vida, que estaba decidida a que no me ocurriera también a mí. Deseaba una gran familia, pero también quería continuar con mi vida como persona.

Me da la impresión de que, muchas veces, fue desesperadamente desgraciada en su matrimonio, sobre todo al principio. Acudió a un psiquiatra, del que llegó a depender enormemente. Intentó huir de los problemas del matrimonio y la maternidad dedicándose a estudiar la lengua y el arte de China, manteniendo su relación con el grupo «291» y desarrollando su interés por el arte moderno. Conoció a quien sería una de las grandes influencias de su vida, el empresario y coleccionista de arte Charles Lang Freer, que también se hizo amigo de mi padre.

Desde enero de 1913 hasta que murió Freer mi madre estudió y se hizo coleccionista con él. Ya había estudiado chino en Columbia entre 1911 y 1913 y, durante los cinco años siguientes, con ayuda de un especialista al que acogía frecuentemente en Mount Kisco, reunió material para un análisis de las aportaciones del confucianismo, el taoísmo y el budismo al desarrollo de las dinastías T’ang y Sung. En 1923 publicó su libro Chinese Painting as Reflected in the Thought and Art of Li Lung-Mien. Por desgracia, Freer, a quien estaba dedicado, había muerto en 1919. Al morir había designado a cinco fiduciarios para su galería de arte en Washington; dos de ellos eran mis padres.

Otra salida intelectual para ella fueron los estudios de postgraduado sobre biología, economía e historia en la Universidad de Columbia. Al mismo tiempo, se dedicó cada vez más a promover el arte moderno y al grupo «291». Tuvo una participación fundamental en la fundación de la revista del mismo título, la primera de vanguardia en Estados Unidos, y acabó siendo su directora. Todas estas actividades la absorbían ya cuando nació su primera hija, mi hermana Florence. Más tarde relataba cómo había querido amamantar a la niña, pero, con frecuencia, se le olvidaba abandonar sus «actividades extramuros» para correr a casa y, cuando llegaba, se encontraba a un bebé desconsolado en brazos de Powelly.

Durante estos primeros años de lucha de mi madre con el matrimonio, mi padre había sufrido algunos contratiempos en sus negocios. Había hecho una gran inversión en el incipiente sector del automóvil, en una empresa denominada United States Motor Company, que fabricaba el Maxwell y tenía enormes problemas. Mi padre ayudó a reorganizarla, pero, dado que sus inversiones en el sector del cobre todavía no habían producido rendimientos, por primera vez se encontró en apuros financieros. Al final acabó obteniendo beneficios sustanciosos de esta experiencia y siguió creyendo en la industria del motor.

Las inversiones de mi padre en el cobre, los coches y, posteriormente, los productos químicos eran indicativas de su deseo no sólo de hacer dinero sino de participar en nuevos terrenos. Admiraba a E. H. Harriman por crear una línea de ferrocarril cuando éstas eran una novedad. Aspiraba a una hazaña de ese tipo, estar en el nacimiento de algo nuevo. En una ocasión preguntó a James Russell Wiggins, que entonces era director del Post, qué haría si pudiera hacer exactamente lo que quisiera. Russ respondió que, probablemente, escribir sobre historia, a lo que mi padre replicó: «Yo, no. Preferiría hacerla».

Además de los problemas en sus negocios, los primeros años de su matrimonio acarrearon una serie de conflictos y tragedias personales. La peor fue la muerte del menor de los Meyer, Edgar, su socio y hermano bien amado, que se ahogó en el Titanic después de haber colocado a su esposa y su hija en el último bote salvavidas. No tenía más que veintiocho años. Mi padre era mucho mayor que él —casi una figura paterna y, desde luego, su mentor— y quedó dolorosamente solo. No tenía muchos amigos; Edgar había sido uno de ellos.

Tenía a mi madre, por supuesto, que siempre le apoyó incondicionalmente cuando era necesario, pero que parecía resentirse cada vez más de tener que dirigir las enormes casas, a quien desagradaban las obligaciones sociales y que se sorprendió y desanimó ante los dolores del parto. Durante el nacimiento de Florence preguntó a su obstetra por qué la gente tenía un segundo hijo. Como escribió ella misma: «Pasé a ser una madre concienzuda, pero no muy afectuosa».

En 1914, tras el nacimiento de mi segunda hermana, Elizabeth —siempre la llamamos Bis—, mi madre se quejaba tanto de lo que consideraba el «aplastamiento» de su personalidad que mi padre la animó a irse al extranjero. Al principio pensaron viajar juntos, pero la amenaza de guerra le preocupaba y decidió quedarse para cuidar de sus negocios, que tenían ya gran dimensión. Además, teniendo en cuenta lo frustrante que estaba resultándole a ella la adaptación al matrimonio y la familia, ambos vieron la necesidad de poner cierta distancia entre ellos, de modo que acordaron que viajara sola a Europa y dijeron que se escribirían con frecuencia. En realidad, a mi madre le resultó más fácil durante toda su vida comunicarse desde lejos y a nosotros, sus hijos, nos escribió al menos tanto como nos habló. Yo siempre consideré que era la forma de comunicación natural.

Por alguna razón, cuando era ya anciana y yo de mediana edad, me dio repentinamente las cartas que mi padre y ella se habían intercambiado mientras estaba en el extranjero en 1914. No sé por qué. Las tensiones entre ellos quedan bien patentes en esas cartas, que expresan abiertamente sus diferencias, la ira irracional y los celos por parte de él, y, por parte de ella, las contradicciones emocionales. En cierto momento pregunta:

¿Piensas en mí con cariño a pesar de que te haya abandonado temporalmente? Esta es una época revolucionaria incluso para la relación conyugal y espero que no dejes de confiar en mí mientras atravieso un periodo de reflexión. Sólo significa que mis sentimientos hacia ti serán más claros y, por tanto, mejores.

Gran parte del viaje por Europa fue una reconstrucción de la vida artística que había creado cuando vivió allí como estudiante. Contempló y compró libros y obras de arte en Berlín, Viena y París. Fue con De Zayas a ver a los que llamaba los «ultramodernos».

Muy pronto cometió un error casi fatal desde el punto de vista de su relación con mi padre. Fue a tomar el té al apartamento de un viejo amigo. Su carta contando esta visita no acompañada provocó un ataque a la vieja usanza, con dos cartas de mi padre —cuidadosamente conservadas— de rabia repetitiva e incontrolada porque ella hubiera «ido sola al apartamento de un hombre».

A pesar de los malentendidos a propósito de esta visita, mi madre siguió con su viaje y sus cartas. Le escribió a mi padre que reconocía que toda su existencia había estado dedicada a vivir, mientras que la de él lo había estado a trabajar. Decía que no había sido generosa con él, aunque no fuera enteramente culpa suya. Reconoció que en el año anterior se había sentido terriblemente agitada e insatisfecha, y que podía percibir su desasosiego: «No te culpo. Sólo un ciego habría dejado de sentirse intranquilo respecto a la mujer que te dejó, pero no creo que te sientas así con la mujer que regresa».

Partió de vuelta a casa en un vapor holandés el 31 de julio, como había prometido, tras más de dos meses en Europa. Por suerte, porque fue uno de los últimos barcos que salieron de Europa antes de que estallara la Guerra Mundial, dos semanas después.

En el camino a casa, mi madre tuvo una pesadilla en la que se veía a sí misma como a su padre, irresponsable y egocéntrica hasta el punto de arruinar su vida y la de su familia. Tomó la decisión de no ser así. Y, en realidad, parece que el tiempo pasado lejos, pese a las cartas tormentosas, ayudó. En una carta había hablado de descansar antes de soportar a más recién nacidos. Supongo que preveía tener uno cada dos años. Mi hermano Bill nació un año más tarde. Y dos años después, el 16 de junio de 1917, nací yo.

CAPÍTULO DOS

De acuerdo con el «mapa de la vida» de mi padre, había llegado el momento de dirigir su atención al servicio público. En los años inmediatamente anteriores a mi nacimiento había empezado a tener un papel semipúblico en Nueva York. En 1913 había resultado elegido para la junta de gobierno de la Bolsa neoyorquina y había trabajado duramente para lograr los cambios y reformas que había defendido en varios círculos financieros. También contribuyó a controlar las diversas oleadas de pánico provocadas en la bolsa a medida que crecía la amenaza de guerra en Europa y, más tarde, de la participación norteamericana en ella.

En otoño de 1914, por ejemplo, cuando se cernía sobre el sector textil la amenaza de la guerra europea, en gran parte porque los proveedores alemanes de tintes suministraban, por aquel entonces, al menos el 90 por ciento de los utilizados en Estados Unidos, mi padre prestó al doctor William Gerard Beckers, un químico formado en Alemania, dinero que necesitaba para sus instalaciones de laboratorios y fábricas. En 1916, la empresa Beckers se fusionó con otras dos compañías para crear la Compañía Nacional de anilinas y productos químicos y, pocos años después de la guerra, mi padre negoció la fusión con otras compañías más antiguas. La empresa surgida de dicha fusión no dejó de producir beneficios durante toda la Gran Depresión. En 1931 sus acciones tenían un valor de 43 millones de dólares y los dividendos servirían posteriormente para enjugar las pérdidas sufridas por el Washington Post.

Ya antes del enorme éxito de Allied Chemical, y a pesar de varios reveses económicos, la fortuna de mi padre era considerable. En 1915 se calculaba entre 40 y 60 millones de dólares. Pero hacer dinero, por mucha satisfacción que le diera, nunca fue su objetivo fundamental. Durante toda su vida buscó formas de poner su dinero al servicio del bien público. Participaba en varias organizaciones de asistencia social. Era presidente del hospital Monte Sinaí y su interés por la salud mental se demostraba en el apoyo a la construcción de clínicas. Había creado un fondo en su alma mater, Yale, destinado a formar a jóvenes para el servicio público. Al mismo tiempo empezaba a anhelar alguna ocasión de contribuir al gobierno. Como era republicano y había apoyado las causas y campañas republicanas, no tenía perspectivas inmediatas, puesto que el poder lo ocupaba Wilson, un demócrata. En 1916 mi padre participó en la campaña del candidato republicano, que resultó derrotado por un estrecho margen.

Poco después de las elecciones, mi padre, más decidido aún a trabajar para el gobierno porque estaba convencido de que Estados Unidos acabaría entrando en guerra, ofreció sus servicios a amigos en puestos importantes e incluso al propio Wilson. Fue a Washington sin un trabajo concreto y, tras unos comienzos difíciles, acabó por obtener diversos nombramientos y ocupar altos puestos en el gobierno durante el mandato de siete presidentes.

Mi padre fue a Washington a principios de 1917. Mi madre permaneció en Mount Kisco durante el verano, después de que yo naciera en el mes de junio. En octubre se reunió con él en Washington, en una gran casa alquilada en la calle K. Por varias razones —en Washington había demasiada gente, había una epidemia de neumonía, pensaban que su estancia era temporal—, a los hijos nos dejaron en Nueva York durante los cuatro años siguientes, tres de los cuales pasaron, sobre todo, en Washington, con visitas ocasionales. Resulta extraño que aseguraran no saber cuánto tiempo iban a quedarse, porque, nada más llegar a la ciudad, mi padre dimitió como gobernador de la bolsa y como director de varias compañías, y vendió todas las acciones que pudieran suponer un conflicto de intereses. En agosto de 1917 decidió disolver por completo su banco de inversiones, porque ya entonces sabía que iba a tener una firme participación en el Departamento del Tesoro. No dejó más que una pequeña oficina para sus negocios personales y unas cuantas personas que se encargaban de comprar y vender acciones para él y pagar sus impuestos.

En 1917 ocupábamos todo el piso de arriba y la mitad del inferior del 820 de la Quinta Avenida, que es donde nací. «Los bebés», como nos llamaba frecuentemente mi madre en su diario, vivíamos con Powelly y una gobernanta. Dado que yo era muy pequeña, no recuerdo nada de aquellos años, y el hecho de estar separados de nuestros padres y al cuidado de otras personas tuvo menos efecto en mí que en los demás. Mucho más tarde, cuando mi hermano estaba analizándose para hacerse él mismo psicoanalista, se enfureció con mi madre a propósito de esta separación. Mis hermanos tenían seis, cuatro y dos años, y yo unos cuantos meses.

Cuando mi madre fue a Washington su vida cambió drásticamente, para mejorar. Por primera vez formaba parte de un equipo con mi padre, en una ciudad desconocida en la que ambos eran nuevos. Al parecer, había menos prejuicios antisemitas en Washington que en Nueva York. Y, a diferencia de muchas mujeres que, incluso hoy, se encuentran a disgusto en esta ciudad porque se ven como apéndices de sus maridos, mi madre halló un gran lienzo en el que desarrollarse.

Mantuvo sus viejas aficiones, especialmente el arte chino, hasta el punto de reconocer, en su autobiografía, que estaba tan dedicada a él que nunca se le ocurrió contribuir activamente al esfuerzo bélico y permaneció completamente al margen de la Primera Guerra Mundial. Al mismo tiempo se sumergió de forma decidida en la vida social de Washington, en parte porque le gustaba, pero, en parte también, porque consideraba que la participación en la vida social era su forma de contribuir a los intereses de mi padre.

Aunque nunca lo dijo y, con frecuencia, afirmaba lo contrario, es evidente que disfrutaba con la variedad de gente nueva que estaba conociendo. Mis padres, juntos o por separado, asistían a cenas, almuerzos y tés casi sin descanso. Los nombres que menciona en su diario aumentan en importancia e interés a medida que pasan los meses.

Como había ocurrido en París, mi madre entró rápidamente en contacto con gente extraordinaria: Baruch, Brandeis, Frankfurter —quien le presentó a Oliver Wendell Holmes, Elihu Root y Charles Evans Hughes*—. Conoció y, según ella, intentó impresionar a H.G. Wells. Inició un flirteo con Shrinivasi Sastri, delegado de India en la conferencia de paz de las nueve potencias que se celebró en Washington en 1922.

A pesar de su inmersión aparentemente feliz en el torbellino social, su diario está salpicado de comentarios críticos sobre la ciudad y sus habitantes: «Washington no es nada intelectual. No existe ninguna duda sobre ello»; «Roosevelt [Franklin, entonces secretario adjunto de la Marina] es muy agradable, pero su mujer [Eleanor], como todas las esposas de oficiales, es terriblemente consciente de su posición»; «Volví a casa deprimida, porque la cena como forma de relación humana me parece verdaderamente pobre».

Es posible que despreciara las cenas, pero estaba encantada con la «amplitud y profundidad» de su vida. En determinado momento exclamó: «Por fin je m’en fiche de Mount Kisco. Creo que el complejo ha desaparecido totalmente»: la única referencia al hecho de que el esnobismo social la había herido.

Lo que también indica el diario de mi madre es que la maternidad no era su máxima prioridad. Pocas veces nos menciona de forma individual. Yo aparezco en el diario con mi nombre (o, más bien, con mi inicial) por primera vez en febrero de 1920, dos años y medio después de mi nacimiento.

Hay menciones esporádicas de visitas a Washington por parte de los niños o de visitas de los padres a Nueva York. Estas referencias se centran en cuánto estábamos aprendiendo y cómo nos desarrollábamos bajo el cuidado de Powell y la Sra. Satis N. Coleman, una profesora que, más adelante, se hizo famosa por su programa para la educación musical precoz de los niños; creía que la educación musical contribuía a la formación del carácter, la vida familiar y la sociedad. Cuando mi madre visitaba Nueva York, a menudo, tenía invitados, y nosotras —especialmente Flo y Bis— tocábamos para ellos. Mi madre parecía pensar que este tipo de actividad era la esencia de una infancia feliz y hacía comentarios casuales sobre lo que a todo el mundo le agradaba «la alegría inconsciente» de los niños, o que todos estaban «encantados con su talento, sus aptitudes y todo el ambiente de felicidad infantil». Estos comentarios son típicos de su habilidad para ver las cosas como quería.

A falta del afecto cotidiano de una madre, aumentó nuestra devoción por Powelly. Ella suministraba los abrazos, el consuelo, la sensación de contacto humano e incluso el amor que nuestra madre no ofrecía. Era amable, sabia y, sobre todo, cariñosa. Powelly estaba siempre presente y siempre resolvía nuestros problemas y curaba nuestras heridas, aunque sus métodos fueran poco habituales.