Una isla como tú - Judith Ortiz Cofer - E-Book

Una isla como tú E-Book

Judith Ortiz Cofer

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Beschreibung

Escalas los siete pisos hasta el oasis de la azotea, donde puedes pensar al ritmo de tu propia banda. Notas discordantes suben con el tráfico de las cinco, se suavizan con un bolero al ocaso. En compañía de las palomas observas a la gente allá abajo, que fluye, en corriente, cada uno está solo en medio de la multitud, cada uno es Una isla como tú.

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JUDITH ORTIZ COFER

ilustrado por FELIPE UGALDE

traducción JUAN ELÍAS TOVAR CROSS

Primera edición en inglés, 1985 Primera edición en español, 1997    Décima reimpresión, 2014 Primera edición electrónica, 2016

© 1985, Judith Ortiz Cofer Publicado por acuerdo con Orchard Books Inc., Scholastic Inc., Nueva York Título original: An Island Like You. Stories of the Barrio

D. R. © 1997, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Editor: Daniel Goldin Diseño: Joaquín Sierra Escalante, sobre una maqueta original de Juan Arroyo Dirección artística: Mauricio Gómez Morin

Comentarios y sugerencias:[email protected] Tel. (55)5449-1871

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-3600-3 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

Para mi familia aquí y en la isla

La Verdad debe desconcertar paulatinamente O todo hombre será ciego…   Del poema número 1129 de Emily Dickinson

Índice

La mala influencia

La huida de Arturo

Lecciones de belleza

Atrapar la luna

Una hora con el abuelo

Aquella que mira

El espejo de Matoa

Don José de la Mancha

La abuela inventa el cero

Un trabajo para Valentín

Un hogar en El Building

Globos blancos

La autora desea agradecer a las siguientes personas por leer manuscritos, escuchar las historias y por su interés en este libro: su paciente y sabia editora, Melanie Kroupa; su agente, Liz Darhansoff; sus colegas y amigos, Betty Jean Craige y Rafael Ocasio; su familia, Fanny Morot Ortiz, Basi Morot y Nilda Morot, y, como siempre, John, Tanya y Kenneth por su apoyo.

En 1994 “Una hora con el abuelo” fue seleccionada por el Proyecto de Ficción Asociado para transmitirse en el programa de radio “El sonido de la escritura”. “Aquella que mira” fue incluida en el Alaska Quarterly Review, en la antología de otoño de 1994, Long Stories, Short Stories & True Stories.

Día en el Barrio

Viajas en una onda sonora

que se derrama de la rocola de ladrillo ceniciento

del Building

con la salsa resonando de los estéreos por las ventanas abiertas,

donde los hombres llevan camisetas blancas fosforescentes

y se cuelgan, doblados sobre los marcos, para echarles piropos

a las muchachas que pasan de prisa

y abanican el calor de la acera con el vaivén de sus faldas,

cruzando en fila el traicionero puente

de las piernas del borrachín, en su lugar de siempre.

Y Cheo, el bodeguero, barre los escalones

de su tienda y le dice a la mujer desconfiada

que puso las manos en las caderas, que los plátanos verdes

son difíciles de conseguir. Todos saben que es tramposo.

Pero en su bodega uno siempre encuentra

el mejor bacalao fresco,

los mejores plátanos y los mejores chismes.

Al final del día,

escalas los siete pisos hasta el oasis de la azotea,

muy por encima del ruido de la ciudad, donde puedes pensar

al ritmo de tu propia banda. Notas discordantes suben

con el tráfico de las cinco, se suavizan con un bolero al ocaso.

En compañía de las palomas, observas a la gente allá abajo,

que fluye en corrientes en la calle donde vives,

cada uno está solo en medio de la multitud,

cada uno es una isla como tú.

JUDITH ORTIZ COFER

La mala influencia

♦ Cuando me mandaron a pasar el verano en casa de mis abuelos en Puerto Rico sabía que iba a ser extraño, aunque no sabía qué tan extraño. Mis padres me dieron a escoger entre un retiro para niñas católicas y la isla, con los papás de mi madre. Vaya opción. Podía elegir entre desayunar, comer y cenar con las Hermanas de la Caridad en un convento perdido en medio del bosque —alejado del “hermoso” centro de Paterson, Nueva Jersey, que era donde yo quería pasar el verano—, o arroz y frijoles con los viejos en el campo, en la isla de mis padres.

En toda mi vida había visto a mis abuelos sólo una vez al año, cuando íbamos a pasar dos semanas de vacaciones con ellos y, a decir verdad, siempre estaba en la playa con mis primos y dejábamos que los adultos se quedaran sentados tomando su café con leche, sudando y contando chismes de gente que yo no conocía. Esta vez no iban a estar mis primos para juntarme con ellos; faltaban casi tres meses para que el resto de la familia tuviera vacaciones. Iba a ser un verano largo y caluroso.

¡Qué digo caluroso! Cuando me bajé del avión en San Juan era como si hubiera abierto la puerta de un horno. De inmediato quedé empapada en sudor y sentí como si estuviera respirando agua. Para empeorar las cosas, me encontré con papá Juan, mamá Ana y una docena de personas ansiosas por abrazarme y hacerme un millón de preguntas en español… que no es mi mejor idioma. Los otros eran vecinos, sin nada mejor que hacer que venir a recogerme al aeropuerto en una caravana de autos. Mis amigos de Central High School se hubieran muerto de risa de ver a las mujeres abanicándose los rostros brillosos mientras se peleaban por cargar mis maletas y por quién se iba a sentar junto a quién en los autos, para recorrer el trayecto de quince minutos hasta la casa. Alguien me puso una bebita morena y regordeta en el regazo y, aunque traté de ignorarla, se me acurrucó como un koala y se durmió. Sentí cómo se inflaba y desinflaba su pequeño pecho y acompasé mi respiración a la suya. Me senté en el asiento trasero del auto subcompacto sin aire acondicionado de papá Juan, entre doña Fulana y doña Zutana, y empecé a practicar el zen. En el avión había leído en una revista sobre una técnica para bajar la presión sanguínea concentrándote en la respiración, así que decidí intentarlo. Mi abuela se volvió con una expresión preocupada y dijo:

—Rita, ¿tienes asma? Tu mamá no me lo dijo.

Antes de que pudiera responder, todos empezaron a hablar al mismo tiempo y a contar historias de asmáticos. Seguí respirando profundamente, pero no me sirvió. Para cuando llegamos a casa de mamá Ana, tenía un dolor de cabeza terrible. Me excusé con mi comité de recepción, le entregué la bebita húmeda a su abuela (era una bebita muy linda) y me fui a acostar al cuarto donde papá Juan había dejado mis cosas.

Por supuesto que no había aire acondicionado. La ventana estaba abierta de par en par, y justo afuera, encaramado en la barda que separaba nuestra casa de la de los vecinos como por veinte centímetros, había un gallo colorado. Cuando lo miré, empezó a quiquiriquiar a todo pulmón. Cerré la ventana, pero aun así lo oía; luego alguien prendió una radio, bien fuerte. Metí la cabeza debajo de la almohada y decidí suicidarme, sudando a morir. Debo haberme quedado dormida, porque cuando abrí los ojos vi a mi abuelo sentado en la silla afuera de mi ventana, que otra vez estaba abierta. Le acariciaba las plumas al gallo, y parecía susurrarle algo al oído. Al fin se dio cuenta de que me había despertado y estaba sentada en la orilla de mi cama de cuatro postes, que se hallaba como a tres metros del piso.

—Estabas soñando con tu novio —me dijo—. No era un sueño agradable. No, creo que no era muy bueno.

Magnífico. Mi madre no me había dicho que mi abuelo estaba senil. Pero sí había soñado con Johnny Ruiz, quien era una de las razones por las que me habían enviado a pasar el verano lejos de casa. Decidí que se trataba de una simple coincidencia. Pero ¿qué no tenía derecho a mi intimidad? ¿Acaso no había cerrado la ventana de mi cuarto?

—Papá —dije decidida—, creo que tenemos que hablar.

—No hace falta hablar cuando puedes ver el corazón de la gente —dijo, poniendo al gallo en el marco de mi ventana—. Éste es Ramón. Es un buen gallo y tiene a las gallinas felices y poniendo, pero tiene un problemita del cual ya te darás cuenta. No sabe distinguir la hora muy bien. Para él, el día es noche y la noche es día. Le da igual, y se pone a cantar cuando le da la gana. Ahora que esto en sí no es malo, ¿entiendes? Pero a veces molesta a la gente. Entonces tengo que venir a calmarlo.

No podía creer lo que escuchaba. Era como si estuviera en un episodio repetido de Viaje a las estrellas en el que la realidad es controlada por un extraterrestre y no sabes, sino hasta el final del programa, por qué te están pasando cosas tan raras.

Ramón saltó al cuarto y después a mi cama; extendió las alas y se puso a quiquiriquiar como loco.

—Te está dando la bienvenida a Puerto Rico —dijo mi abuelo. Decidí irme a sentar a la sala.

—Te preparé un té especial para el asma. —Mamá Ana entró con una taza de un brebaje verde que olía a rayos.

—No tengo asma —traté de explicarle. Pero ya me había puesto la taza en las manos e iba camino al televisor.

—Ya va a empezar mi telenovela —anunció.

Cuando empezó el tema musical, con unos violines que sonaban como gatos apareándose, mamá Ana subió el volumen al tope. Siempre he sospechado que todos mis parientes puertorriqueños están un poco sordos. Se sentó en la mecedora junto al sofá en donde yo estaba acostada. Todavía me sentía como un fideo mojado, por el calor.

—Tómate tu guarapo antes de que se te enfríe —insistió, con la mirada clavada en la pantalla del televisor, donde una muchacha lloraba por algo.

—Pobrecita —dijo con tristeza mi abuela—. Ese miserable de su marido la dejó sin un centavo, y tiene tres criaturas y otra en camino.

—Dios mío —refunfuñé. En serio que iba a ser como La dimensión desconocida. Ninguno de los viejos podía distinguir entre la realidad y la fantasía: papá con su lectura de sueños y mamá con sus telenovelas. Tenía que hablarle a mi madre para decirle que había cambiado de idea sobre el convento.

Pero, para eso, primero tenía que encontrar un teléfono: la telefónica todavía no les vendía a mis abuelos el concepto de las telecomunicaciones. A ellos les bastaba con escribir cartas y mandar un telegrama cuando alguien se moría. El teléfono más cercano estaba en casa de una vecina, una simpática señora gorda que te miraba mientras hablabas. El verano pasado había tratado de hablarle a una amiga desde allí. En la misma habitación de donde hablé se desarrolló otra conversación: un comentario paralelo de lo que la nieta entendía que yo decía en inglés. A ambas les había parecido que escucharme era una buena oportunidad para que ella practicara el inglés. Mi madre me explicó que no lo hacían por maldad. Era sólo que la gente en la isla no sentía la misma necesidad de privacía que las personas en el continente. “Los puertorriqueños son más amigables. Para ellos, tener secretos entre amigos es una ofensa”, me dijo.

Mi abuela me explicó los problemas de la mujer de la telenovela. Se había tenido que casar porque se enamoró de un villano que la obligó a probarle su amor. “Tú sabes cómo.” Después la había encerrado, separándola de su familia. “¡Ay, bendito!”, exclamó mi abuela cuando el malvado marido volvió a casa y empezó a exigir su comida y una muda de ropa. Dijo que iba a salir con los muchachos. Pero no. A mi abuela no la engañaba. Tenía otra mujer. Estaba segura. Le habló a la mujer que lloraba en la pantalla:

—Mira —le aconsejó—, abre los ojos y date cuenta de lo que está pasando. Hazlo por tus hijos. Deja a ese hombre. Vuelve a casa con tu mamá. Es una buena mujer, aunque la has herido y está enferma. Quizá sea cáncer. Pero verás que los acepta, a ti y a los niños.

—¡Aaaay! —gemí.

—Siéntate y tómate tu té, Rita. Si no te mejoras para mañana, tendré que llevarte con mi comadre. Prepara los mejores laxantes de yerbas en toda la isla. De todas partes vienen a comprarlos, porque la mayoría de la gente padece por tener el sistema tapado. Lo limpias como una cañería, ¿entiendes? Lo echas todo fuera y luego te vuelves a sentir bien.

—Me voy a acostar —anuncié, aunque apenas eran las nueve: mucho antes de mi hora acostumbrada de ir a la cama. Desde mi cuarto oía a Ramón.

—Buena idea, hija. Mañana Juan tiene que hacer un trabajo en la playa, una mujer cuya hija no quiere comer ni levantarse de la cama. Creen que es cosa espiritual. Tú y yo iremos con él. Tengo antojo de cangrejo, y podemos agarrar algunos.

—¿Agarrarlos?

—Sí, cuando salgan de sus hoyos y caigan en nuestras trampas. Nos llevamos unas cazuelas y los cocemos allí mismo, en la playa. Vas a ver qué sabrosos.

—Ya me voy a acostar —repetí como zombi. Agarré vuelo desde la puerta y me eché a la cama, vestida. Afuera de mi ventana, Ramón quiquiriquiaba; la vecina gritó: “Ana, Ana, ¿crees que lo vaya a dejar?”, y mi abuela le respondió: “No. Pienso que no. Si está perdida por él”.

Cerré los ojos y traté de transportarme a mi cuarto, en casa. Cuando tenía mi propio teléfono, a veces le hablaba a Johnny en la noche, a escondidas. Él tenía práctica de basquetbol por las tardes, así que no podíamos hablar más temprano. Estaba desesperada por estar con él. Jugaba en el equipo de la Eastside High School y era un muchacho muy popular. Así fue como nos conocimos: en un juego. Había ido con mi amiga Meli, de la Central, porque su novio también estaba en el equipo de la Eastside. Aunque él era anglo; en realidad era italiano, pero parecía puertorriqueño. Ninguno de los dos se moría por conocer a nuestros padres, y ellos no nos dejaban salir con ningún muchacho a cuyos padres no conocieran, así que Meli y yo teníamos que ir a verlos a escondidas después de los juegos.

El que un muchacho te invite a salir no es un concepto que los adultos del barrio “capten”. Se supone que debes conocer a un muchacho del barrio, y sus padres y los tuyos debieron haber ido juntos a la escuela, y todos saben todo sobre todos. Pero Meli y yo íbamos bien, hasta que Joey y Johnny nos invitaron a pasar la noche en casa de Joey. Los Molieri andaban de viaje, así que estaríamos solos. Meli y yo pasamos días hablando sobre esto, hasta que se nos ocurrió un plan. Era arriesgado, pero creímos que podríamos salirnos con la nuestra. Cada una dijo que iba a pasar la noche en casa de la otra. Lo habíamos hecho muchas veces y nuestras madres nunca hablaban para confirmar que estuviéramos ahí. Sólo nos decían que llamáramos si teníamos algún problema. Bueno, pues resultó que a la mamá de Meli le dieron unas agruras tremendas y pensó que era un infarto, así que su marido llamó a mi casa. Por poco le da un infarto de verdad cuando se enteró de que Meli no estaba allí. Llamaron a la policía y despertaron a todos nuestros conocidos. Cuando la hermanita de Meli soltó el nombre de Joey Molieri, bajo presión, los cuatro salieron de inmediato hacia el lado oeste de Paterson, a las dos de la mañana, y al llegar empezaron a golpear la puerta como desquiciados. Los muchachos pensaron que era una redada contra drogas. Pero yo sabía, y cuando vi el rostro aterrorizado de Meli, supe que ella también sabía lo que nos esperaba.

Después de eso nos pusieron bajo arresto domiciliario y ni siquiera nos dejaron usar el teléfono, lo cual me parece que es ilegal. En fin, fue un verdadero lío. Así fue como me dieron mis dos opciones para pasar el verano. Y como era de esperarse elegí la mejor: tres meses con dos viejos locos y un gallo demente.

Lo peor de todo es que ni siquiera me lo merecía. Mi madre me interrogó sobre lo que había pasado entre ese muchacho, como ella lo llamaba, y yo. Nada. Acepto que lo estaba pensando. Johnny me había dicho que yo le gustaba y que quería invitarme a salir, pero que por lo general salía con chicas mayores y se acostaba con ellas. Al parecer se había puesto de acuerdo con Joey sobre lo que nos iban a decir, porque Meli y yo intercambiamos apuntes en el baño de la escuela, y a ella le había dicho lo mismo.

Pero nuestros padres nos habían caído cuando aún lo discutíamos. ¿Lo haría? ¿Tener un novio como Johnny Ruiz? Puede salir con cualquier chica, blanca, negra o puertorriqueña. Pero me dijo que era muy madura para tener casi quince años. Después del embrollo, pude hablarle a escondidas una noche en que mi madre olvidó desconectar el teléfono y guardarlo bajo llave, que era lo que había estado haciendo cuando me dejaba sola en el departamento. Johnny me dijo que mis papás estaban locos, pero que me daría otra oportunidad cuando volviéramos al colegio en el otoño.

—Mañana nos levantamos temprano. —Mi abuela estaba parada en la puerta de mi cuarto. Había entrado sin llamar, por supuesto—. Nos vamos a levantar como los pollos, para que podamos agarrar los cangrejos cuando el sol los haga salir. ¿Está bien?

Luego se vino a sentar en la cama, lo cual no fue muy fácil porque era casi de su tamaño.

—Me da mucho gusto que estés aquí, mi niña. —Me agarró la cabeza y me plantó un beso en la mejilla. Olía al café con leche hervida y azúcar que los nativos beben por litros, a pesar del calor. Estaba pensando que a mi abuela se le había olvidado que ya casi cumplía quince años y que tendría que recordárselo.

Pero luego se puso seria y me dijo:

—Cuando tenía tu edad conocí a Juan. Nos casamos al año siguiente y empecé a tener hijos. Ahora están todos regados por los Estados Unidos. ¿Alguna vez te conté que quería ser bailadora profesional? A tu edad ya ganaba concursos y viajaba con una orquesta de mambo. ¿Tú bailas, Rita? Deberías, ¿sabes? Es difícil estar triste cuando tus pies se mueven con la música.

Me sorprendió bastante lo que me contó mamá Ana sobre sus aspiraciones de ser bailadora y su boda a los quince años, y hubiera querido que me contara más cosas, pero en ese momento papá Juan también entró a mi cuarto. Supuse que habría fiesta, así que me levanté y prendí la luz.

—¿Dónde está mi botella de agua bendita, Ana?

—En el altar de nuestro cuarto, señor —respondió—, como siempre.

“Claro está”, pensé, “el agua bendita está en el altar, que es donde todos ponemos nuestras botellas de agua bendita”. Debo haber hecho un ruido extraño, porque ambos voltearon a verme, preocupados.

—¿Es el asma otra vez, Rita? —Mi abuela me tocó la frente—. Vi que no te acabaste el té. Te voy a preparar otra taza en cuanto ayude a tu abuelo a preparar sus cosas para mañana.

—No estoy enferma. Por favor. Sólo un poco cansada —dije con firmeza, esperando que captaran mi mensaje. Pero tenía que saber—. ¿Qué va a hacer mañana? ¿Exorcizarle los demonios a alguien o qué?

Se miraron como si la loca fuera yo.

—Tú explícale, Ana —dijo mi abuelo—. Yo tengo que prepararme para este trabajo.

Mi abuela volvió a la cama, se encaramó y empezó a contarme que papá era un médium, un espiritista. Tenía dones especiales —facultades— que había descubierto en su juventud, y le permitían asomarse a las mentes y corazones de los demás, a través de plegarias y sueños.

—¿Sacrifica pollos y cabras? —Había oído hablar de los sacerdotes vudú que entraban en trance y cubrían a todos de sangre y de plumas en ceremonias secretas. En nuestro vecindario vivía un haitiano negro, y la gente decía que hasta podía revivir a los muertos y hacerlos sus esclavos zombis. Siempre había el reto de llamar a su puerta para ver qué encerraba el sótano donde vivía, pero nunca conocí a nadie que se hubiera atrevido a hacerlo. ¿A dónde me había enviado mi madre? Iba a volver a Paterson como una muerta viviente.

—¡No, Dios mío, no! —gritó mamá Ana, se persignó y besó la cruz que llevaba colgada—. ¡Tu abuelo trabaja con Dios y sus santos, no con Satanás!

—Perdón —dije, pensando que habían hecho mal en mandarme aquí sin un manual de instrucciones.

—Mañana verás cómo ayuda Juan a la gente. Esta muchacha a la que le va a hacer el trabajo dejó de comer. No quiere hablar con su madre, que fue quien nos llamó. Tu abuelo verá qué es lo que aflige su espíritu.

—¿Y por qué no la llevan con un… —No sabía cómo decir “loquero” en español, así que dije—: con un doctor para personas locas?

—Porque no todas las personas que están tristes o tienen problemas están locas. Si el cerebro está enfermo, es una cosa, pero si lo que sufre es el alma… a veces Juan los puede ayudar. Puede contactar a los guías, es decir, a los espíritus que se ocupan de la persona enferma, y a veces le enseñan lo que debe hacer. ¿Entiendes?

—Ajá —dije.

Me plantó otro beso y se fue para ayudarle a su marido a empacar su equipo de cazafantasmas. Finalmente me quedé dormida pensando en Johnny y en cómo sería ser su novia.

“Levantarse como los pollos” significó que a las cuatro de la mañana mis abuelos se habían levantado y conversaban a voz en cuello. Metí la cabeza bajo la almohada, esperando que se olvidaran de mi presencia en la casa. Pero no tuve suerte. Mamá Ana entró en mi cuarto, encendió la luz del techo y quitó la sábana. Hacía años que mis propios padres no se atrevían a entrar así a mi cuarto. Normalmente me hubiera puesto furiosa, pero estaba tan cansada que ni eso podía hacer, así que me acurruqué y decidí aprovecharme de ciertas cosas.

—Ahhh… —gemí, como si me faltara el aire.

—Hija, ¿qué tienes? —Mamá parecía tan preocupada que por poco abandono mi pequeño plan.

—Es el asma, mamá —dije en una voz débil—. Yo creo que con tanta emoción me puse peor. Creo que voy a tomarme mi medicina y a quedarme en cama hoy.

—¡Por supuesto que no! —dijo, y puso su mano, que olía como la menta fresca de su jardín, sobre mi frente—. Me voy a quedar contigo y le voy a pedir a mi comadre que venga. Te va a preparar un té que te va a limpiar el sistema, como si fuera…

—Una cañería tapada —la ayudé a terminar su enunciado—. No, voy con ustedes. Ya me siento mejor.

—¿Estás segura, Rita? Tu salud me importa más que cualquier pobre muchacha que esté enferma del alma. Y tampoco necesito comer cangrejo. De vez en cuando me dan estos antojos, ya sabes, caprichos, como de mujer embarazada, ja, ja. Pero se me pasan luego.

De algún modo nos las arreglamos para dejar la casa antes de que saliera el sol y apretujarnos en el subcompacto, cuyo mofle debió haber despertado a media isla. “¿Por qué nadie se queja de la contaminación sonora?”, pensé antes de quedarme dormida en el diminuto asiento trasero.

Cuando abrí los ojos me cegó el resplandor del sol que entraba por las ventanas del auto; y cuando mis ojos volvieron a la normalidad, pude ver que nos habíamos estacionado junto a una casa que estaba en la mera playa. No era una casa como todas. Parecía un enorme pastel de cumpleaños rosa y blanco. En serio, estaba pintada de rosa pastel, con una franja blanca y tejas blancas. Tenía una terraza todo alrededor, de modo que realmente parecía un pastel de varios pisos. Si yo me pudiera comprar una casa así, la pintaría de un color más serio. Quizá de morado. Pero por acá todos se vuelven locos por los colores pastel: el verde limón, el azul celeste y el rosa claro: colores de guardería.

Sin embargo, el mar era increíble. Estaba a unos cuantos metros y parecía irreal. El agua era azul turquesa en algunos lugares y azul oscuro, casi negra, en otros; supuse que allí sería más profunda. Me habían dejado sola en el auto, así que miré alrededor para ver si los viejos andaban por ahí. Primero vi a mi abuela, allá a lo lejos del lado izquierdo de la playa, donde empezaba a formarse una curva, metida hasta las rodillas en el mar, arrastrando algo con una cuerda. “Agarrando cangrejos”, pensé. Necesitaba estirarme, así que caminé hasta ella. Aunque el sol ya era una pelotita blanca en el cielo, el calor todavía no era insoportable. De hecho, con la brisa que soplaba, era casi perfecto. Me pregunté si habría manera de que me dejaran aquí. Después recordé el “trabajo” que mi abuelo había venido a hacer. Miré la parte superior del pastel, donde supuse que estaría la recámara, para ver si no salía nada volando por las ventanas. La mañana me parecía una hora extraña para que pasaran cosas raras, pero por más que me esforcé no pude sentir nada especial en ese momento. Había mucho sol y la playa estaba desierta, salvo por una anciana que violaba los derechos civiles de las criaturas marinas y los míos.

—¡Mira, mira! —gritó mamá Ana, al sacar una especie de jaula del mar. De entre los barrotes salían tenazas que se cerraban como tijeras. Parecía muy orgullosa, así que aunque no estaba de acuerdo con el destino de sus prisioneros le dije “qué impresionante”, o alguna tontería parecida.

—Habrá que hervirlos bastante antes de que podamos hincarles el diente —dijo, con la mirada calculadora de un asesino despiadado—, pero verás qué banquete nos daremos, aquí en la playa.

—No hay prisa —le dije, y me dirigí a la palmera más cercana. Aquí las palmeras crecen junto al agua. Era un paisaje indómito, como debió haber sido cuando llegó Colón. Si no veías la casa rosada, te podías imaginar que estabas en una isla tropical desierta. Me acosté en una de las toallas grandes que mi abuela había traído, y al poco tiempo ella vino y se sentó muy cerca de mí. Sacó un termo de una bolsa y dos tazas de plástico. Sirvió café con leche, que por lo general aborrezco porque sabe como leche superdulce con un poquito de café para darle color o algo. Aquí nadie te pregunta si tomas el café con crema o azúcar: el café es crema y azúcar, en noventa y nueve por ciento. Si quieres. Pero a esa hora, en la playa, me supo muy bien.

—¿Donde está papá? —Sentía curiosidad por saber qué estaba haciendo en la casa rosada, y quién vivía en ella.

—Tiene una sesión con la señora y su hija. La pobre niña no está muy bien. Pobrecita. Pobre criaturita. La vi cuando lo ayudé a meter sus cosas en la mañana. Parece un esqueleto. Apenas tiene dieciséis años y ya hizo sus maletas para irse al otro mundo.

—¿Tan enferma está? Quizá deberían llevarla al hospital.

—¿Cómo andas del asma, mi amor? —preguntó, como si de pronto hubiera recordado mi propia enfermedad.

—Muy bien. Me siento muy bien del asma. —Me serví otra taza de café—. ¿Y por qué no llaman a un doctor para que la vea? —Me estaba volviendo experta en mantener conversaciones sobre un mismo tema, por lo menos con una persona—. Exactamente, ¿cuáles son sus síntomas?

—Hay un hombre en la casa —dijo, ignorando mi pregunta por completo—; no es su papá. Es un hombre al que se le ve la mala influencia en la mirada.

Movió la cabeza e hizo tsk, tsk con la boca. Esta telenovela de la vida real empezaba a ponerse interesante.

—¿O sea que es una mala influencia para la chica?

—Es difícil de explicar, hija. Una mala influencia es algo que perciben las personas con sensibilidad espiritual cuando llegan a una casa. Juan y yo nos quedamos helados cuando entramos —dijo, indicando la casa rosada con la cabeza.

—A lo mejor es el aire acondicionado —dije.

—Y el sentimiento de maldad se hizo más fuerte cuando ese hombre extraño entró al cuarto —añadió.

—¿Quién es?

—El novio de la madre.

—¿Y ahora qué va a pasar?

—Todo depende de lo que decida Juan, de lo que le encuentre a la casa. La madre no está muy estable. Tiene dinero que le dejó su marido anterior, así que estas mujeres no sufren ninguna privación material. Afortunadamente para la criatura, la señora es creyente.

—¿Por qué?

—Porque es posible que tenga que hacer varias cosas, si no por ella misma, entonces por su hija; cuando una mala influencia se apodera de una casa, pues afecta a todos los que la habitan.

—Cuéntame qué puede pasar, mamá.

Era tan extraño que esta mujer acaudalada le hubiera pedido a mi abuelo que viniera a solucionarle sus problemas. Porque si las cosas andaban así de mal, lo normal hubiera sido que le hablaran a un loquero, ¿no? Pero aquí le hablaban al médico brujo de la colonia, para que les diera una consulta a domicilio.

—Pues Juan se va a entrevistar con todas las personas que están bajo la mala influencia. Por separado. ¿Sabes?, para que no confundan sus historias. Luego decidirá a qué espíritu contactar para pedirle su ayuda.

—Ah —dije, como si todo esto me pareciera de lo más lógico. En realidad, lo que mamá había dicho no me parecía demasiado emocionante para tratarse de un acontecimiento sobrenatural. Es decir, hasta que mencionó lo de ponerse en contacto con los espíritus.

—En la mayoría de los casos en que un espíritu inquieto o malvado se posesiona de una casa, es cuestión de averiguar qué quiere o qué necesita. Luego hay que ayudarlo a encontrar su camino hacia Dios, hay que darle una salida, hay que darle luz. La casa queda purificada de la mala influencia y vuelve la paz.

Nos quedamos en silencio unos minutos, pues al parecer mi abuela creyó haberme explicado todo a la perfección, y yo trataba de comprender algo del abracadabra que acababa de escuchar. Pero me distraje viendo cómo centelleaba el reflejo del sol en el agua. Me sentía bastante bien. “Ha de ser la cafeína”, pensé.

—Ven. —Mi abuela me jaló de la mano; para ser una ancianita, estaba bastante fuerte—. Tenemos que sacar la comida.

Así que pasamos algún tiempo recogiendo las trampas de cangrejo. No me dejó tocar los cangrejos, porque no sabía cómo agarrarlos. “Te pueden arrancar un dedo”, me explicó de lo más tranquila. Así que me fui a caminar por la playa. Resultó ser parte de una caleta; por eso el agua era tan tranquila y casi no había olas. Hasta me encontré unas conchas de mar. Esto era nuevo para mí, porque la playa pública a la que acostumbraba ir con mis primos se barría cada mañana, y recogían la basura con todo lo que había en la playa. Sólo quedaba la arena, hasta que se cubría de latas vacías, bolsas de plástico, pañales desechables y tantas otras cosas que la gente deja como un regalito para la Madre Naturaleza tras pasar el día en la playa. Pero esto era otra cosa. ¿Cómo podía ser tan infeliz la muchacha de la casa rosada, si todos los días se despertaba aquí?

Me senté en una roca junto al mar, cuya superficie era tan lisa y cómoda que me hubiera podido pasar todo el día sentada en ella. Miré mar adentro, y de