Una mujer especial - Jill Shalvis - E-Book

Una mujer especial E-Book

Jill Shalvis

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Beschreibung

Por primera vez, su melena rubia no le bastaba para seducir a un hombre... Kenna Mallory había decidido abandonar una serie de trabajos en los que no había podido desarrollar todo su potencial y unirse al negocio familiar. Quería demostrar que tenía lo necesario para convertirse en vicepresidenta del nuevo hotel Mallory. Bueno, quizá tuviera más melena y más escote de lo necesario, pero seguro que todo eso iba a resultarle muy útil con el otro vicepresidente, Weston Roth. Pero se equivocaba. Wes era muy sexy, pero con él no funcionaban sus encantos de rubia, así que había llegado el momento de cambiar de táctica...

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2003 Jill Shalvis. Todos los derechos reservados.

UNA MUJER ESPECIAL, Nº 1530 - noviembre 2012

Título original: Natural Blond Instincts

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1182-9

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

Kenna Mallory pensaba que las cosas le iban bien, aunque quizá no todo el mundo estaría de acuerdo. Sin embargo, conduciendo por la autopista del Pacífico, en la costa de Santa Bárbara, con el sol a su espalda, la radio a todo volumen... no podría haber pedido nada más.

Pero sus padres... sin duda, ellos podrían dar una conferencia sobre qué les habría gustado cambiar de su hija única. Cambiar, modelar y crear.

Desgraciada o afortunadamente, habían bendecido a Kenna con una mente despierta, de ahí sus problemas con la familia. Kenna no seguía las reglas, no se ajustaba a los patrones establecidos... los patrones establecidos por los Mallory, claro.

Lo cual explicaba la exasperada voz de su padre en su oído, cortesía de un teléfono móvil que había ganado en una rifa.

—Kenna, en serio, me sorprendes —lo decía en un tono paternal lleno de impaciencia, superioridad y esa emoción tan rara que se llama cariño. Una poderosa combinación en los mejores días y que, naturalmente, hacía que Kenna se sintiera megaculpable—. Tengo el trabajo perfecto para ti y no dices nada.

No le interesaba.

Como su padre llevaba toda la vida intentando dirigir su vida y ella llevaba toda la vida intentando que no lo hiciera, durante los últimos veintisiete años habían tenido una interesante colección de broncas.

—Papá... te lo agradezco de verdad, pero ya tengo trabajo, ¿recuerdas?

—Lavar perros no es un trabajo, Kenna.

Ella miró las olas que llegaban a la playa porque era relajante y en aquel momento necesitaba relajarse.

—Ya no me dedico a eso y lo sabes.

¿Tenía que recordarle que no formaba parte de su mundo porque él la había echado de ese mundo?

Desde entonces tuvo que aceptar trabajos creativos para pagarse la universidad. Pero últimamente había conseguido un puesto en el departamento de contabilidad de los grandes almacenes Nordstrom’s. Una cosa que había heredado de Kenneth Mallory III era su amor por los negocios y los números. Se le daban bien. Tan bien, de hecho, que algunos días se consideraba un genio de las finanzas.

—El trabajo que tengo para ti es importante —insistió su padre—. Nada que ver con, por ejemplo, servir copas en ese bar donde las mujeres llevan camisetas ajustadas.

—Ya sabes que sólo lo hice durante una semana.

Y había ganado dinero suficiente para pagarse todo un semestre en la universidad. ¿Cómo iba a quejarse?

—Kenna, escúchame sólo por una vez en tu vida.

—Muy bien —suspiró ella—. Dime, papá.

¿Tan horrible era querer ganarse la vida a su manera, querer tener éxito en la vida y complacer a sus padres al mismo tiempo, sin comprometerse, haciendo lo que a ella le gustaba?

—Eres una Mallory...

Ah, ya empezaba con eso. Podía recitar esa letanía de memoria: «Eres una Mallory y se lo debes a la familia. Eres una Mallory, tienes que portarte de una forma determinada. Eres una Mallory...».

Daba igual que Kenna no se considerase una Mallory. No era el apellido lo que le importaba sino lo que iba unido a él. Ella quería ser su propia persona.

Una persona que vivía muy contenta en un estudio de cincuenta metros cuadrados en Santa Bárbara. No había ni bañera ni espejo en el baño y en los armarios no cabía ni un par de zapatos, pero tenía su orgullo y su libertad y Kenna valoraba eso por encima de todo.

—Quiero arreglármelas sola.

—Lo que tú quieras no tiene nada que ver con tus obligaciones familiares. Recuerda a tu tatarabuelo Philippe, que...

—... llegó a este país con lo puesto —siguió Kenna, recitando de memoria—. Iba a trabajar todos los días caminando seis kilómetros por la nieve...

—Bueno, está bien, ya sé que te lo he contado.

—Sólo un millón de veces —sonrió Kenna—. Lo entiendo, papá, de verdad. Los Mallory son muy trabajadores. Pero es que yo también trabajo, papá, aunque no lo haga para ti.

—No tiene sentido. Explícamelo, hija, porque no lo entiendo.

Cuando llegó a Santa Bárbara, un pueblo costero grande y alegre, el mar brillaba como si fuera una joya. Kenna se colocó las gafas de sol en la cabeza para disfrutar del atardecer.

—Para empezar, mamá y tú vivís en San Diego.

—Ésa no es excusa.

—San Diego está a cuatro horas de aquí, papá.

—Como que no te has cambiado de casa otras veces. Tampoco es excusa.

—Ya, bueno. Pues... ya sabes que cuando estamos juntos más de cinco minutos acabamos discutiendo.

—Hemos tenido algunos problemillas, de acuerdo. Pero ésa no es razón para dejar de intentarlo.

Problemillas. Se refería, por supuesto, a sus años locos. Los años en los que Kenna, insegura y acomplejada por unos padres tan brillantes, intentaba averiguar quién era. Había pagado un precio muy alto por esos años locos cuando, a los dieciocho años, su padre le retiró la asignación.

Dejándola sin un céntimo.

Quería que se enfrentase a la realidad. Y lo hizo. Pero ella, al fin y al cabo, era una Mallory. Obstinada y tenaz, se fue a la universidad, decidida a demostrarles a sus padres que podía vivir sin su dinero. Pero, además de estudiar, había sido una rebelde, una idealista que organizaba manifestaciones ante el despacho del decano cada vez que se cometía una injusticia.

Sus padres estaban horrorizados, pero como le habían quitado la asignación ya no podían hacer nada. Teniendo esa libertad, Kenna jamás miró atrás... hasta que terminó la carrera.

Sí, la había terminado con dificultades, en una universidad menos prestigiosa que la que eligieron sus padres, pero la terminó. Lo había hecho ella sola, trabajando en una peluquería canina, poniendo copas en un bar, cuidando ancianos en una residencia... de todo. Lo había hecho para pagarse lujos como los estudios o la comida. Lo había hecho porque quiso y porque sus padres no lo esperaban de ella. Seguramente, pensaron que aguantaría una semana, dos como máximo, sin ayuda económica. Entonces, cuando volviera a casa suplicando dinero, habrían sacado el libro de reglas de los Mallory, la habrían obligado a seguir dichas reglas y a firmar el contrato... con sangre. Pero, de nuevo, su rebelde hija no hizo lo que ellos esperaban.

Su padre había intentado convencerla para que trabajase en la cadena de hoteles Mallory cuando terminó la carrera. «Elige el hotel que quieras», le había dicho. «Pero tendrás que empezar desde abajo».

Era una idea decente. Después de todo, Kenna había estudiado dirección de empresas en la universidad. Pero la cuestión era que sus padres y ella veían la vida de forma muy diferente. Los Mallory eran conservadores en todos los sentidos, mientras Kenna era una persona profundamente liberal.

Ellos pensaban en dólares.

Kenna pensaba de forma solidaria. En su opinión, el sueldo mínimo debería ser suficiente para que una persona pudiera vivir con dignidad. A ellos les gustaría que se eliminase.

Nada que ver.

—Ahora estás preparada para esto —estaba diciendo su padre—. Admítelo, te gustan los negocios tanto como a tu madre le gusta practicar la cirugía. Lo llevas en la sangre.

—Pero somos muy distintos.

—Eres una Mallory, ¿no?

—Me refiero a que somos físicamente distintos.

A los cincuenta y ocho años, su padre era la viva imagen de la elegancia y la sofisticación; un hombre que había convertido una saneada herencia en una auténtica fortuna. Su madre podría pasar por Audrey Hepburn... y, además, era una reconocida cirujana.

Y luego estaba Kenna. Una rubia salvaje. Veinte centímetros más alta que sus padres y con un cuerpo lleno de curvas. Su aspecto anglosajón era herencia de una abuela a la que nunca conoció.

—Yo creo que aprenderías mucho —seguía su padre, refiriéndose sin duda a reformar ese carácter suyo y su impredecible naturaleza—. Piénsalo, Kenna. Trabajando para mí podrías comprarte ese Ferrari con el que siempre has soñado. Incluso podría comprártelo yo.

Oh, no, eso no era justo, usar una fantasía infantil... No había soñado con un Ferrari desde que tenía dieciséis años. Kenna golpeó el volante de su viejísimo Honda Civic, intentando recordar cuántos países del tercer mundo podrían subsistir con el dinero que costaba un coche de lujo.

—¿Qué tal un puesto como gerente? Podrás hacer lo que quieras.

Traidoramente, su corazón dio un vuelco. Gerente...

—Te espero dentro de una semana en nuestra última adquisición, el San Diego Mallory. Acabamos de inaugurarlo, después de reformarlo por completo. Trabajarás con Weston Roth, dirigirás el hotel con él.

Ser gerente de un hotel era mucho mejor que ser auxiliar administrativo en Nordstrom’s. De eso no había duda.

—Roth y tú estáis hechos el uno para el otro, créeme. Ha ocupado el cargo de gerente desde que Milton Stanton se retiró el año pasado y ahora, con tu título universitario bajo el brazo y después de esa tontería tuya de ver mundo, creo que estás preparada para trabajar de verdad.

«Esa tontería de ver mundo» consistió en trabajar para una agencia de viajes de Los Ángeles durante seis semanas. Aunque los números y los negocios eran lo suyo, organizar viajes, no. Lo había hecho fatal.

—No, papá. Lo siento.

—Pero eres nuestra única hija. Si algo nos pasara a tu madre o a mí...

Kenna apagó la radio del coche, con un nudo en la garganta.

—¿Qué ocurre, papá? ¿Por qué dices eso?

—No... por nada.

—¿Estás enfermo?

—Si fingiera estarlo, ¿aceptarías?

Ella dejó escapar un suspiro de alivio.

—No.

—¿Vas a dejar que tu prima Serena herede una cadena de hoteles sólo porque no es lo tuyo?

Serena trabajaba en el departamento de administración de la cadena Mallory y era muy feliz, así que podía quedarse con el puesto y con su compañero de trabajo, Weston Roth. No lo conocía, pero con ese nombre debía de ser un viejo feo y amargado.

—Por favor, Kenna. No me hagas esto.

«Por favor». La palabra mágica que su padre no había usado jamás.

—Inténtalo. Dame... seis meses.

Dejar su vida en Santa Bárbara durante seis meses para trabajar en San Diego, a cientos de kilómetros de allí... Como si fuera tan fácil. San Diego no era el problema porque le gustaba casi tanto como Santa Bárbara. El problema era estar otra vez bajo la vara de mando de su padre, obedeciendo sus reglas...

Y, sin embargo, había algo nuevo. Se lo estaba pidiendo, no ordenando.

Como durante toda su vida había intentado, secretamente, complacerlo, eso la hizo dudar.

—¿Y qué pasará después de los seis meses?

—Si no estás hecha para el puesto, tendré el valor de admitirlo.

—¿Lo dices de verdad?

—Acabo de decirlo, ¿no?

Sí, sorprendentemente, lo había hecho. Y Kenna sabía que su padre nunca faltaba a su palabra.

—Te volveré loco.

«Niégalo», deseó en silencio. «Niégalo».

—Sólo si no eres adecuada para el puesto.

Kenna contuvo el deseo de ponerse a dar brincos. Siempre había querido mostrarle lo creativa que era, que había otras formas de hacer las cosas, otras formas que complacerían a sus padres y a ella también.

Estaba loca, pero...

—De acuerdo.

—¿De acuerdo?

—Lo haré.

¡Qué demonios!, pensó. Seis meses no era una cadena perpetua. Y sería estupendo poder comprar buenos productos para el cabello otra vez.

—Sólo si puedo hacerlo a mi manera.

Su padre vaciló un momento.

—Estamos hablando de cosas legales, ¿no?

—Sí, papá. Todo será legal —suspiró Kenna.

—Muy bien. Entonces, perfecto.

—Y después de seis meses podré marcharme si quiero.

—A menos que te guste tu trabajo.

Era una locura, pero no podía dejar pasar la oportunidad de demostrarle a su padre que podía hacer las cosas a su manera y tener éxito.

Pero no podía creer que hubiese decidido hacerlo.

Capítulo 2

Kenna pasó toda la semana haciendo los preparativos para mudarse de Santa Bárbara a San Diego. Y le resultó sorprendentemente fácil porque había mucha gente esperando conseguir su puesto en Nordstrom’s, con sus famosos descuentos para empleados.

Era menos necesaria de lo que había creído. Un golpe para su ego, pero eso la decidió a triunfar en otro sitio. Y ese otro sitio podía ser la cadena de hoteles Mallory.

El lunes por la mañana, un poquito nerviosa, caminaba por los elegantes pasillos de la nueva adquisición de la cadena, el San Diego Mallory. Nunca se había encontrado a gusto con su familia de modo que, seguramente, no se encontraría a gusto allí.

A la porra. No necesitaba encontrarse a gusto. Sólo tenía que hacer su trabajo y hacerlo bien. Para animarse, llevaba sus sandalias de tacón favoritas, a juego con el traje, de color fucsia. No era precisamente un color que pegase con los Mallory, pero ella no tenía un traje gris y no pensaba comprarlo.

Kenna observó las maravillosas antigüedades que adornaban los pasillos del hotel, pero cuando miró el reloj hizo una mueca: las ocho y siete minutos.

Odiaba llegar tarde, lo odiaba.

Sus tacones repiqueteaban en el suelo de mármol, el bolso golpeaba contra su cadera. Como no quería entrar patinando a su primera reunión, Kenna suavizó la marcha y respiró profundamente mientras tiraba hacia abajo de la falda.

La noche anterior había dormido en su antigua habitación, por primera vez en muchos años. Y, por supuesto, aquella misma mañana, mientras estaba en la ducha, su madre dejó sobre la cama un traje oscuro y un par de medias. Medias. Una tortura que no podía haber sido inventada por una mujer.

Kenna le había devuelto el traje y las medias y, al ver la expresión de fastidio de su madre, le dieron ganas de ponerse unas bragas con agujeros.

O un traje de color fucsia.

De modo que allí estaba, en la sala de juntas de la segunda planta del San Diego Mallory, con un traje fucsia. Lo único que tenía que hacer era entrar para discutir adquisiciones, presupuestos de reforma y planes estratégicos... llevaba una semana leyendo los informes anuales de la empresa y los informes de la oficina de turismo, de modo que estaba preparada.

No tenía ninguna duda: podía hacer aquello.

Además, una vez había limpiado jaulas de iguana en el zoo de Los Ángeles... con las iguanas dentro. Si había hecho eso, podía hacer cualquier cosa.

Además, reunirse con Weston Roth no podía ser tan horrible. Y, si era necesario, sería encantadora con el anciano.

Cuando puso la mano en el pomo de la puerta de la sala de juntas, Kenna estaba acalorada. «Malditos nervios», pensó. Como se había jurado a sí misma que nunca la verían sudar, se quitó la chaqueta. Ya preparada, abrió la puerta...

—¡Cariño, estoy en casa!

Los doce hombres con traje de chaqueta oscuro que estaban sentados alrededor de la mesa de juntas dejaron de hablar. Uno de ellos era su padre, pero Kenna no quiso ni mirarlo.

Doce pares de ojos estaban clavados en ella y empezaba a preguntarse cómo iba a salir de allí cuando uno de los hombres se levantó.

—Muy bien, creo que esto es cosa mía.

«¿Esto es cosa mía?» ¿Esto era ella?, se preguntó Kenna, irritada.

El hombre señaló la puerta.

—¿Nos vamos?

—Sí, claro.

Él cerró la puerta mientras Kenna fingía un enorme interés por las obras de arte que colgaban de las paredes. ¿Las conseguirían en subastas, en ventas privadas? En cualquier caso, seguro que les habían desplumado.

Podía sentir los ojos del hombre clavados en su espalda, de modo que se volvió. Vio unos hombros anchísimos apoyados en la pared, unas piernas larguísimas... parecía un modelo de GQ. Estilo, elegancia, dinero. Él sonrió... y no era una sonrisa particularmente agradable.

Al ver los trajes oscuros debería haber sabido que aquello no iba a salir bien. Kenna tenía una teoría sobre los colores que usaba la gente porque indicaban si estaban abiertos o no a nuevas ideas, a los cambios. ¿Y qué había visto en la sala de juntas? Colores poco imaginativos. Colores tristes. Ella era la única nota alegre.

—Bueno... ¿por dónde empezamos?

—No sé si debemos empezar nada —replicó Kenna.

¿Por qué estaba allí? Ah, sí, había decidido que podía hacer cualquier cosa. O sea, que era culpa suya.

Aunque había algo bueno en tener que buscarse la vida y era que una maduraba pronto, que aprendía a manejarse en cualquier situación, incluida aquéla.

El hombre miró su reloj de oro.

—¿Sabe una cosa? No ha llegado demasiado tarde. Debo admitir que eso me sorprende.

El tipo llevaba unos pantalones grises perfectamente planchados, una camisa de seda y una chaqueta a juego. Sus zapatos, de ante, con cordones, seguramente habrían costado más que todo su guardarropa... que había comprado gracias a la tarjeta de descuento de Nordstrom’s en sus tiendas favoritas, las de segunda mano. No podía evitarlo, le gustaban las cosas antiguas, sobre todo el estilo de mediados del siglo XX.

Aunque aquel hombre no sabría nada de eso. Él llevaba unas gafas modernas, tan de moda que se preguntó si estarían graduadas. Tras las lentes brillaban unos ojos de color azul oscuro, unos ojos inteligentes que le advertían que debía tomarlo en serio.