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Especial Top Novel 16 Cuatro héroes, cuatro viajes, cuatro amores… en El cuarteto de la Cobra Negra. Son audaces, valientes, decididos... exoficiales de la Corona unidos contra un traidor mortífero conocido únicamente como la Cobra Negra. Náufrago y herido, lo arriesgó todo para llevar a cabo su misión, solo para descubrir a una compañera tan audaz y descarada como él. Ardiente, tempestuosa, una reina en su propio reino, rescató a un guerrero, solo para encontrar su corazón bajo asedio. Atados por la pasión, unidos por la necesidad, juntos deberán enfrentarse al desafío del enemigo para alcanzar todo lo que sus corazones desean. "Otra cautivadora historia romántica. Prepárate para toneladas de acción y pensamientos rápidos". Fresh Fiction "Stephanie Laurens lo ha vuelto a hacer en este cautivador y chisporroteante romance fusionado con una acción trepidante". Bookseller + Publisher ANZ "Fabulosamente entretenida... Laurens añade una pizca de especias exóticas a su siempre fiable mezcla de romance sexy e intriga arriesgada". Booklist
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Seitenzahl: 705
Veröffentlichungsjahr: 2023
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2010, Savdek Management Proprietary Ltd.
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una novia descarada, n.º 16 - enero 2023
Título original: The Brazen Bride
Publicado originalmente por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
Traductora: Amparo Sánchez
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con persona, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, TOP NOVEL y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta: Shutterstock
I.S.B.N.: 9788411414821
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Si te ha gustado este libro…
10 de diciembre de 1822
Una de la madrugada
Cubierta del Heloise Leger, en el Canal de la Mancha
No había mayor furia en los cielos que cuando se desataba el cataclismo de las tormentas que asolaban el Canal de la Mancha en invierno.
Con la primitiva tempestad rugiendo a su alrededor, el mayor Logan Monteith esquivó de un salto la cuchillada del asesino de la secta de la Cobra Negra. Mientras alzaba el sable para enfrentarse al ataque del segundo hombre y utilizaba el puñal que llevaba en la mano izquierda para deshacerse del cuchillo del primer atacante, Logan sospechó que en breve descubriría lo que había después de la vida.
El viento aullaba, las olas rompían. El agua inundaba la cubierta en una serie de oleadas.
La noche era más negra que el infierno; la lluvia, un velo que entorpecía la visión. Dando un paso atrás, Logan se secó el agua de los ojos.
Todos a una, los asesinos avanzaban, arrinconándolo hacia la proa. Las cuchillas se encontraron, acero chocando contra acero; las chispas saltaban, pequeños destellos de luz en la profunda oscuridad. La cubierta se inclinó bruscamente y los tres combatientes lucharon con desesperación por mantener el equilibrio.
El barco, un mercante portugués que se dirigía a Portsmouth, estaba en apuros. Cinco días antes, Logan se había visto obligado a unirse a su tripulación cuando, al llegar a Lisboa, descubrió que la ciudad estaba infestada de sectarios. Golpeado por el embate de las olas, zarandeado y sacudido sobre el mar asolado por la tormenta, mientras la cubierta se nivelaba, el barco se bamboleó y osciló. Ya no estaba a merced del viento. Logan no habría sabido decir si el timón se había roto o el capitán lo había abandonado. Y no tenía tiempo para esforzarse en mirar a través de la oscuridad empapada por la lluvia hacia el puente de mando.
El instinto y la experiencia le hacían mantener los ojos fijos en los hombres que tenía frente a él. Hubo un tercero, pero Logan se ocupó de él en el primer asalto. El cuerpo había desaparecido, reclamado por las voraces olas.
Logan hizo girar el sable y atacó, pero fue inmediatamente obligado a defenderse y contraatacar antes de retroceder un paso más hacia la cada vez más estrecha proa. Que confinaba aún más sus movimientos y reducía sus opciones. Daba igual, dos contra uno bajo el diluvio helado, la sujeción del puñal y el sable le provocaba calambres en las agarrotadas manos, las botas de cuero resbalaban y se deslizaban… mientras que los asesinos iban descalzos y conseguían aún una ventaja mayor. En esas circunstancias, Logan no podía pasar a la ofensiva con la esperanza de tener éxito.
No iba a sobrevivir.
Mientras hacía frente y rechazaba otro golpe salvaje, sintió resurgir su innata cabezonería. Había sido oficial de caballería durante más de una década, luchado en guerras por medio mundo y atravesado el infierno en más de una ocasión, y había sobrevivido.
Ya se había enfrentado en otras ocasiones a asesinos, y había salido ileso para contarlo.
Los milagros sucedían.
Se lo repetía a sí mismo mientras, los dientes apretados, inclinaba el sable para bloquear un ataque hacia su cabeza y sus pies resbalaban, hasta que su espalda se golpeó contra la barandilla.
El portarrollos de madera pegado su espalda se le clavó en la su columna.
Por el rabillo del ojo, vio brillar unos dientes blancos en un rostro oscuro, una sonrisa salvaje, mientras el segundo asesino se lanzaba contra él y atacaba. Logan siseó cuando la cuchilla se hundió en su costado izquierdo, atravesando el abrigo y la camisa hasta llegar al músculo y rozar el hueso, y luego se volvía hacia su estómago con intención de destriparlo. El instinto le hizo aplastarse contra la barandilla y la cuchilla le cortó, aunque el corte no fue suficientemente profundo.
Pero eso no iba salvarlo.
Un relámpago crujió, una línea dentada de brillante blancura que atravesó el cielo negro. En el breve instante de luz, Logan pudo ver a los dos asesinos reunirse —sus oscuros ojos brillando fanáticos, el triunfo dibujado en sus rostros—,para saltar sobre él y derribarlo.
Tenía una fuerte hemorragia.
Vio a la Muerte, la sintió, saboreó las cenizas mientras unos gélidos dedos atravesaban su cuerpo e intentaban arrancarle el alma.
Respiró hondo por última vez y se preparó. Dada su misión, dada su ocupación durante los últimos años, san Pedro debería por lo menos considerar dejarlo entrar en el cielo.
Una oración largo tiempo olvidada se formó en sus labios.
Los asesinos saltaron.
¡Crac!
El impacto, repentino, brusco, catastrófico, lo arrojó a él y a los asesinos por la borda. La zambullida en las turbulentas profundidades, en el furioso remolino del mar, los separó.
Mientras se hundía en la helada oscuridad, el instinto se hizo con el mando. Enderezándose, Logan se impulsó hacia arriba. Todavía sujetaba el puñal con la mano izquierda, el sable lo había soltado, pero lo llevaba sujeto al cinturón por el cordón de seguridad y sintió el tranquilizador golpeteo de la empuñadura contra su pierna.
Era un nadador experto. Los asesinos, casi con total seguridad, no. Sería sorprendente que supieran siquiera nadar. Se olvidó de ellos, pues tenía preocupaciones más urgentes, salió a la superficie y tomó aire con fuerza. Sacudió la cabeza e intentó ver algo a través del agua depositada sobre sus pestañas.
La tormenta estaba en el punto álgido y las olas parecían montañas. Era incapaz de ver más allá de la siguiente gigantesca ola mientras, con una furia primitiva, el viento golpeaba, ametrallaba, aullaba más que mil almas en pena.
El barco se había encontrado con la tormenta en mar abierto, en mitad del Canal, pero Logan no tenía ni idea de hasta dónde los había empujado la tempestad ni en qué dirección. No tenía ni idea de si la tierra estaba cerca o…
Cuando cayó al agua, perdía mucha sangre. ¿Cuánto tiempo iba a durar en esa caldera de gélidas olas? ¿Cuánto faltaba para que sus ya disminuidas fuerzas fallaran…?
Su mano tocó algo… madera, un tablón. No, algo mejor, un fragmento de la tablazón. Desesperado, Logan lo agarró y se sujetó como pudo cuando la siguiente ola intentó alejarlo de un golpe. Apretó con fuerza los dientes y se subió sobre la improvisada balsa.
El frío lo había entumecido, pero el corte en el costado le provocaba sacudidas punzantes de dolor en todo el cuerpo.
Durante unos instantes, permaneció tumbado bocabajo sobre las tablas, jadeando, antes de hacer acopio de la poca fuerza que le quedaba, intentar relajarse y arrastrarse hacia el centro de la estructura hasta que pudo cerrar la mano derecha sobre el borde delantero. Sus pies todavía colgaban en el agua, pero el cuerpo estaba apoyado sobre las rodillas. No podía hacer más.
Las olas se elevaban y la balsa se inclinó, pero pudo cabalgarlas.
Bajo el rugido de la tormenta rompía el oleaje. Con la mejilla apoyada sobre la madera mojada, escuchó concentrado y confirmó que las olas se estrellaban contra algo cercano.
El barco, pensó, se escoraba hacia su derecha inmerso en la oscuridad. Rompiéndose en pedazos. Hundiéndose. De la forma en que él y los asesinos habían sido arrojados por la borda, el impacto debía haberse producido en el centro del barco. Hizo acopio de toda la fuerza que le quedaba, y consiguió levantar la cabeza. Miró a su alrededor, vio restos del naufragio, pero ningún cuerpo… ningún otro superviviente. Únicamente él y los asesinos estaban en la parte delantera, en la proa.
El relámpago volvió a crujir y le mostró la silueta desnuda de los mástiles del barco contra en el cielo negro.
Mientras se desvanecía el estallido del trueno, Logan oyó un sonido de succión. Consciente de lo que eso significaba, miró hacia el barco.
Este se inclinaba y zozobraba.
De repente el mástil principal cayó de golpe…
Logan ni siquiera tuvo tiempo de soltar un juramento antes de que la parte superior se estrellara sobre él y todo se volviera oscuro.
—¡Linnet! ¡Linnet! ¡Deprisa, ven! ¡Ven a ver esto!
Linnet Trevission levantó la vista desde el camino de piedra que discurría entre el establo y la puerta de la cocina. Acababa de salir del establo y se acercaba al huerto de plantas aromáticas, y justo enfrente estaba la sólida edificación de su hogar, Mon Coeur, acogedor y sereno, anclado entre el protector abrazo de los olmos y los abetos, que se inclinaban y retorcían, adquiriendo extrañas formas por culpa de los incesantes vientos del mar.
De momento, sin embargo, tras la tormenta que había rugido la mitad de la noche, los vientos se habían suavizado casi hasta un dulce susurro, y el sol del invierno iluminaba la pálida piedra de la fachada de la casa con un brillo color miel.
—¡Linnet! ¡Linnet!
Ella sonrió mientras Chester, uno de sus tutelados, un pilluelo rubio de tan solo siete años, se acercaba corriendo como un rayo por un lado de la casa, dirigiéndose hacia la puerta trasera.
—¡Chester! Estoy aquí.
El muchacho alzó los ojos y giró hacia el sendero del establo.
—¡Tienes que venir! —Parándose en seco, el muchacho le agarró una mano y tiró—. ¡Ha habido un naufragio! —Su rostro se iluminó excitado y la tensión marcaba su voz mientras la miraba a los ojos—. ¡Hay cuerpos! ¡Y Will dice que uno de los hombres está vivo! ¡Tienes que venir!
La sonrisa abandonó el rostro de Linnet.
—Sí, por supuesto. —Se recogió las faldas y, deseando haberse puesto pantalones, caminó deprisa hacia la puerta trasera mientras repasaba mentalmente lo que había que hacer, cosas de las que se había ocupado a menudo con anterioridad.
En la punta suroeste de Guernsey, ocuparse de los naufragios formaba parte de la vida.
Chester trotaba a su lado sin soltarle la mano, que apretaba con demasiada fuerza. Su padre se había perdido en el mar tres años atrás. Mientras se acercaban a la puerta de la cocina, esta se abrió y apareció la tía de Linnet, Muriel.
—¿He oído bien? ¿Un naufragio?
—Will ha enviado a Chester. —Linnet asintió—. Hay por lo menos un superviviente. Yo me dirijo hacia allí, ¿podrías avisar a Edgar y a los demás? Diles que traigan la vieja puerta y el paquete de vendajes y tablillas.
—Sí, de acuerdo. Pero ¿adónde?
—¿En qué cala? —Linnet se volvió hacia Chester.
—La del oeste.
Linnet hizo una mueca y miró a Muriel a los ojos. Tenía que ser esa, la más rocosa y peligrosa. Sobre todo para quien hubiese sido arrastrado a la orilla.
—Casi con total seguridad habrá huesos rotos.
—Márchate. —Muriel asintió y agitó una mano en el aire—. Lo tendré todo preparado aquí cuando volváis.
—Démonos prisa. —Linnet miró a Chester a los ojos.
El niño sonrió, le soltó la mano, se volvió y echó a correr.
Con las dos manos libres, Linnet recogió sus faldas y echó a correr detrás de él. Al tener las piernas más largas, pronto le estaba pisando los talones. El sendero atravesaba la arboleda y salía hacia la extensión rocosa que bordeaba el filo de los bajos acantilados.
—¡Espera! —gritó ella mientras rodeaba la punta más al sur del prolongado extremo noroeste de la isla y la cala del oeste se abría a sus pies.
Chester se detuvo en lo alto del sendero, poco más que un camino de cabras, que conducía hasta una franja de arena gruesa. Más allá estaban las rocas, que con la marea baja habían quedado expuestas, un revoltijo de granito que abarcaba desde piedras del tamaño de un puño hasta otras más pequeñas que formaban el suelo de la cala. Esta en sí no era demasiado ancha, y estaba flanqueada por dos promontorios de roca más grandes e irregulares que se adentraban en las grises aguas.
Mirando hacia abajo, Linnet vio tres cuerpos, dos de ellos como si hubiesen sido abandonados descuidadamente sobre las rocas. Esos dos estaban muertos, por fuerza tenían que estarlo, dada la postura retorcida de las piernas, las cabezas y las espaldas. Del tercero, solo alcanzaba a ver una parte. Willis y Brandon, otros dos tutelados suyos, estaban agachados sobre ese hombre.
—De acuerdo —asintió Linnet al percibir la mirada suplicante de Chester—, vamos.
El muchacho saltó como una liebre. Ella volvió a recogerse la falda y lo siguió, descendiendo a saltos por el familiar sendero con una temeridad casi igual a la de Chester. Mientras bajaba, volvió a contemplar la cala y se fijó en los restos arrojados en la orilla por la tormenta. Para sus expertos ojos, la evidencia sugería que un mercante de buen tamaño se había estrellado contra las afiladas rocas que se escondían bajo las olas hacia el noroeste.
Al alcanzar la arena, Chester corrió hacia Will y Brandon. Linnet reprimió la urgencia de seguirlo y se abrió paso cuidadosamente hacia las rocas para confirmar que los otros dos hombres estaban, en efecto, muertos, sin posibilidad de ser socorridos. Eran, por su aspecto, marineros, ambos de piel atezada. ¿Españoles?
Dejándolos donde estaban, avanzó entre las rocas de regreso a la arena y se dirigió hacia donde estaba el tercer cuerpo, cerca del acantilado.
De espaldas a ella, Will levantó la vista y se volvió cuando ella se acercó, su rostro quinceañero extrañamente sombrío.
—Estaba tumbado sobre la tablazón, de modo que la levantamos y lo trasladamos aquí.
Linnet se detuvo y posó una mano sobre el hombro de Will, para contestar la pregunta que el muchacho no había formulado.
—Si ya estaba tumbado sobre ella, fue acertado moverlo.
Desvió la mirada del rostro de Will y contempló por primera vez al superviviente. Estaba tumbado bocabajo en una sección de la tablazón, con una empapada maraña de cabello negro cubriéndole la cara.
Era alto. Corpulento. No un gigante, aunque resultaría impresionante en cualquier lugar. Tenía los hombros anchos y unas largas y fuertes piernas. Deslizó la mirada por la espalda y frunció el ceño ante el bulto bajo el empapado abrigo. Se inclinó, alargó una mano y lo tocó. Sintió algo duro y de extraña forma.
—Es un cilindro de madera envuelto en una tela encerada —le explicó Will—. Lo lleva enganchado con una tira de cuero que forma un bucle alrededor del cinturón. Creemos que los brazos deben pasar por otros bucles para sujetarlo en su sitio.
—Qué curioso —afirmó Linnet. ¿Estaría transportando ese cilindro en secreto? Acomodado entre los músculos que flanquean la columna, en posición erguida, el abrigo lo habría ocultado.
Se irguió y recorrió las largas piernas con la mirada, pero no vio ninguna evidencia de rotura o heridas. El hombre llevaba pantalones y un abrigo sueltos, de la clase que vestían muchos marineros. Tenía el brazo derecho extendido, los dedos de una mano grande cerrados sobre el borde delantero de la tablazón. La otra mano, sin embargo, permanecía a la altura del rostro, los dedos cerrados en un mortal agarre alrededor de la empuñadura de una daga.
Lo cual resultaba algo extraño en un naufragio.
Consciente de que el pulso se le había acelerado, y que la carrera hasta el acantilado no explicaba que su corazón latiera tan deprisa, Linnet se inclinó para echar un vistazo a la daga. No era simplemente una daga, comprendió, un puñal. Los delicados arabescos de la hoja eran exquisitos, la empuñadura, más grande que en la mayoría de los cuchillos, con una piedra redondeada en la cruz. Linnet se agachó y apartó los largos, duros, helados dedos de la empuñadura y le entregó el puñal a Will.
—Sujétame esto.
El hombre no se había movido, ni un solo músculo se había siquiera tensado. Linnet se apartó, consciente del aviso de su instinto, que la advertía sin lugar a dudas, pero era incapaz de descifrar el sentido a su mensaje.
El extraño estaba prácticamente muerto, de hecho no estaba segura del todo de que no lo estuviera ya, ¿cómo iba a suponer un peligro?
—También lleva una espada —anunció Brandon desde su posición, arrodillado al otro lado de la tabla—. A este lado.
Linnet rodeó al hombre y miró hacia donde señalaba Brandon antes de agacharse y desenganchar el cordón que sujetaba el arma al cinturón. Sacó cuidadosamente la cuchilla de debajo de la pierna del náufrago, se irguió y la estudió.
—Es un sable, una espada de caballería. —Había visto muchos durante la guerra, pero esta había terminado hacía tiempo y la caballería prácticamente se había disuelto. Quizás ese hombre había sido soldado, convertido en marinero tras la guerra.
—Creemos que está vivo —afirmó Brandon—, pero no encontramos el pulso, y no respira, bueno, al menos no de manera evidente.
Linnet dejó el sable junto a Brandon y regresó al lado de Will. La cabeza del hombre estaba girada en esa dirección.
—Tiene que estar vivo porque está sangrando —señaló Will—. ¿Lo ves?
El chico levantó la ropa que cubría el costado del hombre y abrió un resquicio que dejó expuesta la pálida carne y un largo y feo corte. Un corte reciente.
Linnet se agachó junto a Will, observó y reconoció la herida de espada. Eso explicaba la daga y el sable. Mientras Will sujetaba las ropas, ella se acercó un poco más y examinó la herida, siguiéndola hasta el lateral del pecho de nombre. El grueso músculo había sido atravesado. Continuó hacia abajo y contuvo la respiración al ver el hueso: una costilla. Esa parte de la herida estaba en la parte inferior del torso, donde no había tanto músculo entre la tensa piel y la caja torácica.
—Está sangrando —insistió Will—. ¿Lo ves?
Linnet ya se había fijado en el líquido rosáceo que salía de la herida. Asintió, sin querer sugerir que podría ser simplemente el agua del mar que salía de la herida, teñida con la sangre que ya vertida. Antes de que el hombre muriera.
Aun así, era posible que siguiera vivo. El mar prácticamente había congelado su cuerpo y cualquier sangrado se produciría de manera extremadamente lenta, incluso aunque estuviera vivo.
Continuó trazando la herida y descubrió que se curvaba hacia dentro, en un ángulo descendiente que cruzaba el estómago. No era capaz de ver más desde ese costado, pero una herida en el estómago… Si la tenía, casi seguro estaría muerto o lo iba a estar.
Tumbado como estaba, la presión de su cuerpo junto a los efectos del gélido mar podrían haber mantenido la herida cerrada y contenido la habitual hemorragia.
Miró a Brandon a la cara, y luego a Will a su lado. Chester se asomaba por encima de su hombro.
—Necesito echarle un vistazo a la herida del estómago. Necesito que me ayudéis a girarlo levantando este costado… lo suficiente para que pueda mirar.
Los chicos se apresuraron a agarrar el hombro izquierdo del hombre y su costado. Arrodillándose, Linnet colocó las manos de Brandon sobre el hombro del hombre y las de Will bajo la cadera izquierda; por último, situó a Chester para que ayudara a sujetar el hombro que Brandon iba a levantar.
—Todos a una. —Se humedeció los labios y pronunció una breve oración. Tenía demasiada experiencia en los asuntos de la vida, la muerte y el mar como para implicarse en la supervivencia de un extraño. Se dijo a sí misma que lo hacía por los chicos, que esperaba que ese extraño sobreviviera por ellos—. Ahora.
Los chicos levantaron, empujaron, sujetaron. En cuanto tuvieron al hombre girado y sujeto con firmeza, Linnet se agachó junto al pesado cuerpo y miró por debajo para seguir el rastro de la herida… y soltó el aire que no se había dado cuenta que estaba reteniendo. Retrocedió, asintió.
—Bajadlo.
—¿Se va a poner bien? —preguntó Chester.
—La herida es menos profunda en el estómago, no supone un gran peligro. —Todavía no podía prometer nada—. Ha tenido suerte.
Una imagen empezaba formarse en su mente, una imagen de cómo había podido recibir el hombre una herida como esa. Debería haber sido un corte mortal, o por lo menos incapacitante. Había escapado a la muerte por menos de un centímetro, justo antes de que el barco se hundiera.
—Pero sigue sin respirar realmente —observó Brandon.
Y ella seguía sin estar segura de que estuviera vivo. Linnet buscó el pulso en la muñeca del hombre y luego en su musculoso cuello. No fue capaz de detectarlo, ni ninguna elevación o descenso discernible del pecho, pero todo eso podría deberse a que había estado a punto de congelarse. No había nada que hacer al respecto. Se acercó y retiró con una mano los negros cabellos que ocultaban su rostro, se inclinó un poco más hacia él, se fijó… y dejó de respirar.
Ese hombre era sorprendente, desgarradora, impresionantemente hermoso. Su rostro, de facciones limpias y angulosas, de rasgos esculpidos, representaba la esencia misma de la belleza masculina. No tenía el menor gesto de dulzura. Junto con la musculosa dureza de su cuerpo, ese rostro prometía virilidad, pasión, y un pecado directo, claro, en estado puro.
Un rostro así no podía pertenecer a un hombre dado a la ternura sino a la acción, al mando y a la exigencia.
Los labios esculpidos, firmes y delgados, le provocaron un seductor escalofrío en la columna. La línea de la mandíbula hizo temblar las yemas de sus dedos. Tenía las cejas negras de forma alada, la frente amplia y unas pestañas tan espesas, negras y largas, que ella se sintió instantáneamente celosa.
Linnet se había quedado helada.
Los chicos se movieron inquietos, observando, esperando su veredicto.
Como de costumbre, su instinto había sido acertado. Ese hombre era, sería, peligroso. Como mínimo, para su paz de espíritu.
Los hombres como ese, los que tenían un aspecto como el suyo, un cuerpo como el suyo, conducían a las mujeres al pecado.
Y a la estupidez.
Tomó aire y obligó a sus ojos a dejar de ahogarse en él, obligó a su mente a dejar de desmayarse. Titubeó, sintiendo la necesidad acercarse, demasiado inquieta como para arriesgarse a hacerlo a la ligera.
A una distancia que ya era demasiado pequeña, sostuvo los dedos bajo su nariz y no notó nada.
Giró la mano y colocó la sensible piel del interior de la muñeca cerca, pero no detectó el menor soplo de aire.
Apretó los labios y murmuró mentalmente una imprecación contra los ángeles caídos mientras se agachaba, se acercaba y giraba la cara hasta que la mejilla estuvo prácticamente pegada a sus labios…
Y sintió un ligero roce de aire, un aliento, una exhalación.
Se echó hacia atrás, se irguió sobre las rodillas y fijó la mirada en el rostro del hombre. A continuación, regresó a la herida del costado y volvió a comprobarla. Y sí, eso era sangre, no una mera filtración.
—Está vivo.
Chester grito de júbilo. Los otros dos sonrieron.
Pero ella no sonrió. Se puso en pie y contempló su problema.
—Tenemos que subirlo a casa.
—¡Uf! ¡Es condenadamente pesado! —Linnet soltó con cuidado los hombros del extraño, resistiéndose al impulso de dejarlo caer, y lo acomodó contra los almohadones. Por supuesto, tenía que disponer de su cama. Era la única de toda la casa lo suficientemente grande y, probablemente, fuerte para soportar su peso.
Reculó un paso, apoyó sus manos sobre las caderas y prácticamente lo fulminó con la mirada a pesar de que estaba inconsciente.
—Ahora hay que descongelarlo. —Muriel lo arropó desde el otro lado de la cama—. Haré que los niños suban los ladrillos calientes.
Linnet asintió sin apartar la mirada de la figura comatosa de su cama. Oyó a Muriel salir de la habitación y la puerta cerrarse tras ella. Se cruzó de brazos y sustituyó la mirada asesina por un ceño fruncido mientras luchaba por vaciar su mente y sus sentidos de preocupación respecto al cuerpo tumbado en su cama, de la idea de todos esos músculos, desnudos, lavados, secados y con la herida cosida, curada y bien vendada, hundiéndose en su colchón.
Había visto a más hombres desnudos, de todo tipo, de los que era capaz de contar, algo inevitable tras pasar la mayor parte de su niñez en el barco de su padre. Por tanto, no era la novedad, ni un ataque de sensibilidad remilgada lo que la había dejado temblorosa, inquieta, con la respiración agitada y tensa, con una curiosa sensación de vacío en el estómago. Habría asegurado con toda certeza que ver a otro hombre desnudo apenas le dejaría huella, apenas produciría un efecto en ella, una impresión.
Sin embargo… allí, en su cama, había un ángel caído desnudo, y ella aún sentía el pulso acelerado.
Por supuesto, después de que Edgar, John y los otros hombres llegaran a la playa y llevaran al forastero a la casa, a su dormitorio, tumbándolo sobre su cama, había tenido que ayudar a Muriel a atenderlo. Había tenido que ayudar a su tía a desvestirlo, dejando al descubierto todos esos fuertes músculos. Había tenido que ayudar a bañarlo y secarlo, a coser y vendar su herida. No era de extrañar que todavía se sintiera acalorada después de tanto esfuerzo.
Esperaba que su tía culpara a ese hecho del inusual rubor en sus mejillas.
Entre las dos habían cosido y vendado concienzudamente al forastero. A medida que se descongelaba y su sangre empezaba fluir con normalidad, había sangrado como era de esperar. Su inmersión en agua helada lo había ayudado en ese aspecto. No habían podido ponerle una camisa de dormir, ni siquiera las de su padre le valían, y ante la dificultad de manejar los pesados brazos y piernas del hombre… Muriel al fin había optado por cubrirlo con más mantas.
—Aquí están los ladrillos. —Will empujó la puerta con el hombro y entró en la habitación con dos ladrillos envueltos en franela que habían sido calentados sobre el fuego de la cocina.
Los demás: Brandon, que a los trece años era casi tan alto como Will; Jennifer, de doce; Gillyflower, de ocho, y Chester siguieron a Will al interior de la habitación, cada uno llevando al menos un ladrillo.
Tras levantar la manta, Linnet tomó cada uno de los ladrillos y los colocó sobre la sábana que cubría el cuerpo el forastero, hasta dejarlo dentro de una armadura ardiente que discurría desde su pecho hacia abajo y alrededor de sus muy grandes pies. Cuando el último ladrillo estuvo en su sitio, volvió a arroparlo con el edredón de plumas.
—No podemos hacer más. —Se apartó y contempló a su paciente—. Ahora solo queda esperar.
Los niños permanecieron un rato, pero al ver que el hombre no hacía ni el menor movimiento, terminaron por marcharse. Linnet se quedó.
Inquieta, recelosa, extrañamente en guardia, no sabía qué tenía ese hombre para obligarla a pasear por la habitación arriba y abajo con la mirada fija, casi todo el rato, en ese rostro de ángel caído mientras silenciosamente, y para sus adentros, le imploraba que sobreviviera.
De vez en cuando se detenía junto a la cama y colocaba una mano sobre su frente.
Que seguía estando helada.
Mortalmente helada.
A pesar de todo lo que habían hecho, era totalmente posible que jamás despertara, mucho menos que se recuperara.
Era incapaz de imaginarse por qué, en aquella ocasión, le importaba tanto la vida de un extraño, pero quería que viviera. Activa y continuamente lo animaba a vivir.
Que un ángel caído entrara en su vida solo para morir antes de siquiera averiguar el color de sus ojos era sencillamente inaceptable. Los ángeles no caían del cielo ni eran arrastrados a su cala por el mar todos los días. Jamás en sus veintiséis años había visto un hombre como él, despierto o comatoso, y quería, anhelaba, saber más.
Quizás fuese un deseo peligroso, pero ¿desde cuándo rehuía ella el peligro?
La tarde murió sin que se produjera ningún cambio en su paciente. Cuando se hizo de noche, Linnet suspiró. Los niños subieron con otro montón de ladrillos calientes y ella los ayudó a cambiar los fríos por los calientes. Mientras los niños corrían escaleras abajo, ansiosos por cenar, ella echaba las cortinas de las ventanas, comprobaba el estado del hombre una vez más, y se volvía hacia la puerta.
Su mirada se posó sobre los objetos que había dejado sobre la cómoda alta junto a la puerta. Linnet se detuvo, contempló de nuevo el cuerpo inmóvil en su cama y tomó los tres objetos, lo único que ese hombre llevaba encima aparte de su ropa.
La daga, una pieza magnífica, mucho más de lo que uno esperaría que poseyera un marinero.
El sable, definitivamente la espada de un hombre de caballería, desgastada y primorosamente afilada.
Haría que los chicos pulieran las dos hojas. La funda del sable quizás pudiera aún salvarse.
El tercer objeto, un cilindro de madera, era lo más curioso. Tal y como había supuesto Will, el hombre lo llevaba envuelto en telas encerradas sujeto por un cabestrillo de cuero. Dado que él había sido incapaz de quitárselo, tuvieron que cortar las tiras que le rodeaban los hombros para arrancárselo. La madera era extranjera, a ella le pareció palisandro. Las bisagras de latón que sujetaban las tiras de madera y cerraban un extremo del portarrollos olían a costas lejanas.
Linnet recogió los tres objetos y echó otro vistazo a su cama, a la oscura cabellera sobre sus almohadas, silenciosa e inmóvil, y se volvió, salió de la habitación y cerró despacio la puerta.
Logan despertó en una habitación a oscuras.
En una cama blanda, que olía a mujer. Eso lo reconoció de inmediato. Lo demás, sin embargo…
¿Dónde demonios estaba?
Con mucho cuidado, abrió los ojos y miró a su alrededor. Le dolía la cabeza, le palpitaba, martilleaba. Tanto que apenas era capaz de ver algo a través del dolor. Al intentarlo, localizó un fuego al otro lado de la habitación, un fuego sobre un montón de carbones ardientes.
¡Por todos los demonios! ¿Dónde estaba?
Intentó pensar pero fue incapaz. El dolor se intensificaba cuando lo intentaba, simplemente con fruncir el ceño. Al moverse un poco, comprendió que no tenía la cabeza vendada, aunque sí tenía… un vendaje grande y extenso rodeándole el torso.
Donde lo habían herido.
¿Cómo? ¿Dónde? ¿Por qué?
Las preguntas se agolpaban en su mente, aunque no así las respuestas.
De repente oyó voces a lo lejos, a través de paredes y puertas. Su oído parecía tan agudo como de costumbre…
Niños. Las voces pertenecían a niños. Juveniles, demasiado agudas para ser otra cosa.
No tenía ningún recuerdo de niños.
Inquieto, indeciso, movió los brazos y luego las piernas. Sus extremidades funcionaban todas bajo su control. Solo la cabeza le dolía horriblemente. Apartó con cuidado unos obstáculos que identificó como ladrillos envueltos y se acercó a un extremo de la cama.
Un recuerdo primigenio no paraba de insistirle en que había enemigos a su alrededor, aunque no recordaba nada en concreto. ¿Lo habían capturado? ¿Estaba en algún campamento enemigo?
Con mucho cuidado, se incorporó en la cama antes de sacar las piernas por un lado y sentarse. La habitación empezó a dar vueltas hasta casi marearlo, pero al fin se detuvo.
Animado, se puso en pie.
La sangre abandonó su cabeza.
Y Logan se desmayó.
Aterrizó en el suelo con un horrible golpe y casi gritó… quizás lo hiciera, cuando su cabeza golpeó el suelo de madera. Logan gimió y, al oír pisadas subir corriendo las escaleras, lentamente intentó levantarse.
La puerta se abrió de golpe.
Apoyado sobre un codo, giró lentamente la cabeza y miró, consciente de estar demasiado débil e indefenso para defenderse. Sin embargo, lo que irrumpió en la habitación no era ningún enemigo.
Sino un ángel de cabellos rojos, brillantes y salvajes como una llama, que recorrió la habitación con la mirada, lo vio y corrió a su lado.
Quizás hubiera muerto y estaba en el cielo.
—¡Serás idiota! ¿Qué demonios crees que haces intentando levantarte? ¡Estás herido, pedazo de imbécil!
No, definitivamente no era un ángel. Y tampoco estaba en el cielo. La mujer continuó insultándolo, cada vez más furiosa, mientras comprobaba el vendaje. Unas pequeñas manos, sorprendentemente fuertes, lo agarraron del brazo mientras ella se esforzaba por levantarlo, algo que él sabía que era imposible. Pero entonces dos muchachos, que la habían seguido al interior de la habitación, se colocaron al otro lado. El no ángel dio unas cuantas órdenes y uno de los muchachos se agachó bajo el otro brazo del Logan, el segundo se colocó al lado de ella para, a la de tres, levantarlo…
Le dolió.
Todo.
Gimió mientras lo giraban y, con sorprendente delicadeza, lo colocaban de nuevo en la cama, tumbado sobre el costado izquierdo para luego rodarlo con mucho cuidado de espaldas.
El no ángel se afanó en retirar las mantas revueltas, quitar los ladrillos, y levantar y sacudir las sábanas. Logan observó sus labios formar palabras… una retahíla de improperios cada vez más contundentes mientras lo peor del horrible dolor empezaba a remitir y él se descubría sonriendo.
Ella lo vio, lo fulminó con la mirada y lo tapó con las mantas. Logan seguía sonriendo, seguramente con aspecto bobalicón. Le dolía tanto que no era capaz de saberlo con certeza, pero de una cosa si se había dado cuenta: estaba desnudo. Completamente. Salvo por el vendaje, completamente desnudo… Y su no ángel ni siquiera se había inmutado.
Mientras que casi todo su cuerpo había perdido las fuerzas, había una parte que no y ella tenía que haberlo notado. Sin duda no le habría pasado desapercibido al mirar hacia abajo cuando lo había conducido a la cama y luego tumbado, estirándolo.
Lo cual seguramente quería decir que él y ella eran amantes. ¿Qué otra cosa podría significar? Logan no conseguía recordarla, ni siquiera su nombre. No recordaba haber hundido las manos en esos cabellos ardientes y espesos, no recordaba haber posado su boca sobre esos pecaminosos labios… labios que se imaginaba haciendo cosas muy malas… ninguna de las cuales era capaz de recordar. Por otra parte, tampoco recordaba nada de nada a través del horrible dolor.
Una dama de mayor edad entró en la habitación, habló y frunció el ceño al mirarlo. Se acercó a la cama mientras su amante intentaba empujarlo más hacia el centro del ancho colchón. A Logan se le ocurrió que debería ayudar y rodó hacia su costado derecho…
El dolor estalló. El mundo desapareció.
Linnet dio un respingo ante el estallido que surgió de la boca del forastero y vio su cuerpo perder toda fuerza, y supo que volvía a estar inconsciente.
—¡Maldita sea! No tuve la oportunidad de preguntarle quién era. —Se inclinó sobre un lado del colchón y contempló su rostro—. ¿Qué le ha provocado esto?
—¿Comprobaste si tenía alguna herida en la cabeza? —Muriel frunció el ceño.
—No tenía ninguna… bueno, ninguna que se viera. —Linnet se arrodilló a su lado y alargó una mano hacia la cabeza—. Pero su cabellera es tan espesa que quizás… —Con extraordinaria delicadeza, tomó la cabeza entre las manos. Separó los dedos, buscó, palpó…—. ¡Dios mío! Tiene una enorme contusión. —Retiró las manos y se miró la punta de los dedos—. Sangre, por tanto, la piel se ha abierto.
La observación les condujo a otra ronda de cuidadosas atenciones, de agua caliente en palanganas, toallas, bálsamos y al final una buena cantidad de vendaje mientras entre Muriel y ella lavaban, secaban, acolchaban y vendaban la herida.
—Parece que fue golpeado en la cabeza con un palo.
Con el fin de amortiguar la zona adecuadamente para que, una vez vendado, el paciente fuera capaz de girarse sobre las almohadas sin sufrir un atroz dolor, necesitaron que Edgar y John lo sujetaran en posición erguida, con mucho cuidado de no desplazar el vendaje de su pecho y abdomen.
—Debe tener la cabeza bien dura para haber sobrevivido a eso —opinó Edgar mientras examinaba la herida.
—Un tipo con suerte — afirmó John—, además de ese corte, el naufragio y la tormenta. Una vida afortunada, podría decirse.
Linnet les dio las gracias y les dejó volver a su cena, al igual que Muriel. Después de cerrar la puerta tras su tía, Linnet regresó al interior de la habitación. Se cruzó de brazos, sujetándose los codos, y se detuvo junto a la cama para contemplar al paciente.
Había sido un hombre de guerra y cumplido servicio en distintas ocasiones, supuso ella. Tenía numerosas cicatrices, pequeñas y viejas en su mayor parte, esparcidas por todo el cuerpo. ¿Una vida afortunada? No en sentido literal. Y ella se moría de ganas por saber quién era.
Y dada su posición en ese rincón del mundo, Linnet necesitaba saber quién era.
Se retiró al sillón junto a la ventana, se sentó y lo observó durante un rato. Al ver que no mostraba ninguna señal de que fuera a moverse, mucho menos despertarse y cometer alguna estupidez como intentar saltar de la cama, se levantó y bajó las escaleras. Para terminar de cenar y organizar otra tanda de ladrillos calientes.
Tres horas más tarde, Linnet estaba de nuevo junto a la cama, cruzada de brazos y con el ceño fruncido hacia el ángel caído comatoso. Con ayuda de la tenue luz de la lámpara que había dejado sobre la mesita junto a la cama, estudió su rostro y se esforzó por apaciguar su preocupación.
No tenía mal color, pero dado que su cara estaba bronceada, podría dar una impresión equivocada. La respiración, sin embargo, era profunda y uniforme y el pulso, cuando lo había comprobado hacía unos minutos, fuerte y estable.
Aunque no mostraba ninguna señal de ir a despertarse.
Tras la mala idea de su pequeña excursión, se había vuelto a quedar inconsciente, incluso más profundamente que antes. Eso ya era bastante malo, pero lo que en verdad le preocupaba era la piel, que seguía helada. Incluso aquellas partes que ya deberían haberse calentado permanecían gélidas.
Por lo menos había averiguado que sus ojos eran de color azul oscuro. Tan oscuros que al principio le habían parecido negros, pero cuando él la había mirado directamente a los suyos, había visto las llamaradas azules en la oscuridad.
De modo que se trataba de un ángel caído de cabellos negros y ojos azul medianoche y, a pesar de las cuatro tandas de ladrillos calientes que le habían aplicado, continuaba demasiado frío para lo que a ella le habría gustado. Demasiado inconsciente, demasiado cerca de la muerte. Linnet no podía quitarse de encima la absoluta convicción de que, por algún motivo, era de vital importancia que ese hombre viviera. Que, de algún modo, ella debía asegurarse de que lo lograra.
Era ridículo, pero tenía la sensación de que se trataba de alguna prueba enviada por Dios. Linnet rescataba personas constantemente, a eso se dedicaba, era una parte de su función. ¿Podría rescatar a un ángel caído?
Caminó de un lado a otro de la habitación, con el ceño fruncido, y siguió caminando mientras a su alrededor la casa, su casa, su hogar, se deslizaba hacia un confortable sopor. Edgar y John la ayudaban en las tareas de la casa solariega y, después de la cena, tras la habitual charla en el salón, que esa noche había tratado básicamente del naufragio y el superviviente, la pareja se había retirado a la cabaña que compartían con Vincent, el jefe de los mozos de cuadra, y Bright, el jardinero. La señora Pennyweather, la cocinera, y Molly y Prue, las dos criadas para todo, ya debían estar acostadas en sus camas de las habitaciones del servicio, en la segunda planta.
Muriel y Buttons, la señorita Lillian Buttons, la gobernanta de los niños, tenían habitaciones en el ala enfrente del amplio dormitorio de Linnet. Los niños tenían sus habitaciones en el extenso ático, a ambos lados del salón de juegos y de estudio.
Al incluir los terrenos de la casa solariega la franja suroeste de Guernsey, Mon Coeur era una pequeña comunidad por derecho propio, con Linnet, la señorita Trevission, como su incuestionable líder. En efecto, ella era más un señor feudal, un gobernante por herencia. Y, desde luego, así la veía su gente.
Quizás nobleza obligaba, y ese sentido de la responsabilidad para aquellos bajo su cuidado era lo que la empujaba a asegurarse de que el forastero viviera.
Linnet se detuvo junto a la cama y contempló su rostro. Conminó a sus pestañas a que se agitaran, lo conminó a abrir los ojos y mirarla de nuevo. Quería volver a ver curvarse sus labios como habían hecho antes, de una manera absolutamente seductora, pero sospechaba que lo había hecho movido por el delirio.
Por supuesto, él se limitó a quedarse allí tumbado. Ella posó una mano sobre su frente y la deslizó hacia la curva de su garganta, confirmando que seguía frío en exceso. Estaba, literalmente, en coma, y nada de lo que habían hecho hasta entonces había conseguido calentarlo lo suficiente.
Retiró la mano y soltó el aire ruidosamente. Su intención había sido dormir en la cama de día junto a las ventanas, pero… Su cama, la cama del señor de la mansión, era muy grande, diseñada para una pareja en la que el hombre fuera de gran envergadura. Por supuesto, si iba a calentarlo, necesitaba dormir cerca de él y no apartada.
Se dio media vuelta, se acercó al arcón y buscó el camisón de franela más grueso que tenía. Tras echar una ojeada hacia la cama, se quitó el cálido vestido, la ropa interior de lana y la camisa, y se puso el camisón.
Su paciente ni se había movido, no había abierto los ojos.
Linnet se soltó deprisa el pelo y deslizó los dedos por la melena, agitando los largos cabellos. Descolgó la bata de lana del gancho al lado del armario y se la puso, apretándose el cinturón, otra capa de armadura contra cualquier ataque, por débil que fuera, a su modestia.
Se acercó a la cama y soltó un bufido para sus adentros. Fuera quien fuera ese hombre, ella se había pasado la vida manejando hombres, y no le cabía la menor duda de que era perfectamente capaz de manejarlo a él. Al igual que los demás, el forastero aprendería. Ella daba órdenes y ellos obedecían. Así funcionaba, y siempre funcionaría, su mundo.
Levantó las mantas, comprobó el estado de los ladrillos y, tal y como había sospechado, descubrió que estaban fríos. Los retiró, los apiló junto a la puerta y regresó a la cama.
Levantó tranquilamente las mantas y se deslizó en la familiar calidez, a la izquierda de su ángel caído. Posó las manos junto al costado vendado y empujó con delicadeza, insistiendo hasta que él rodó sobre el ileso costado derecho. Se acercó rápidamente para pegarse a él utilizando su cuerpo para acomodarlo en esa posición.
Deslizando un brazo por encima y otro por debajo, Linnet lo envolvió con sus brazos todo lo que pudo. Finalmente, y dado que la espalda de ese hombre estaba allí, apoyó la mejilla contra la piel fría y suave. Dudaba de que fuera capaz de dormir, pero de todos modos cerró los ojos.
Despertó con la sensación de estar flotando. Su cerebro funcionaba despacio, reticente a emerger del plácido mar en el que se había sumergido. Un curioso calor la inundaba, tentándola a relajarse y permitir que la marea de sensación táctil la arrastrara hacia…
Pasaron varios minutos antes de que su mente mostrara la suficiente coherencia como para hacer saltar la alarma, e incluso entonces una parte de ella la cuestionó, incapaz de creer, incapaz de percibir ningún peligro… en eso no.
No en las largas y ondulantes oleadas de placer que algo, algún ser, hacía que se deslizaran delicadamente a través de ella.
Pero de repente una mano dura y unos largos y firmes dedos se cerraron en torno a su pecho desnudo y ella despertó con un espantado respingo de sensual deleite.
Mientras su cordura se tambaleaba, bailando a un son que nunca había escuchado, Linnet abrió los ojos para orientarse. Para confirmar que sí, de algún modo, sus posiciones habían cambiado, que tanto ella como su ángel caído se habían girado y que era él quien en ese momento la rodeaba, su pecho contra la espalda de Linnet.
Sus manos sobre su cuerpo.
Su erección empujando entre sus muslos.
Linnet era perfectamente consciente de que debía saltar de la cama en ese momento, sin más dilación, antes de que la mano del forastero y el placer que le producía su contacto volviera a sitiar su juicio.
Pero… la mano, los dedos, acariciaban y frotaban, jugaban y seducían, y ella soltó un suspiro y cerró los ojos.
Maldito fuera, ese hombre sabía lo que hacía. Lo sabía mejor que cualquiera que ella hubiera conocido. Linnet se mordió el labio y gimió mientras la inquieta mano se movía y volvía a cerrarse, antes de acomodarse para honrar debidamente el otro pecho.
Era evidente que tenía experiencia, y ella no era ninguna virgen temblorosa, nada que ver con la modestia de una damisela, pero…
No podía permitirlo.
Si lo permitía, no podría perdonarse a sí misma por la mañana. Básicamente porque, como bien sabía, dejar que su ángel caído la tomara con tanta facilidad, sin siquiera haber intercambiado una palabra, le daría demasiado poder sobre ella.
O por lo menos le haría pensar que tenía ese poder sobre ella, y eso provocaría innecesarias batallas. Ella era la reina de ese reino, y cosas como esa solo sucedían por su voluntad, únicamente ante una orden suya.
Tras aceptar que debía ponerle fin sin más demora, Linnet volvió a suspirar, abrió los ojos, evaluó la situación… y empezó a sentir un inusual estremecimiento en la columna.
Tenía la bata desatada, completamente abierta. El camisón estaba enrollado hasta más arriba de los pechos por delante y hasta la mitad de la espalda por detrás, de ahí que fuera capaz de sentir…
Aquello tenía que terminar de inmediato, pero Linnet era demasiado lista para intentar escabullirse o saltar de la cama. Cualquiera de esos movimientos le otorgaría el poder de dejarla marchar o no. Y quizás no la dejara. No de buen grado. Podría intentar que suplicara.
Acostumbrada a los juegos de poder, una especie de ajedrez, con los hombres, se preparó mentalmente para el enfrentamiento, recuperó el juicio y levantó los brazos por encima de la cabeza, estirando su largo cuerpo y dándose la vuelta dentro del abrazo para quedar frente a él.
Pero no salió como había esperado.
En lugar de encontrarlo sonriendo con una expresión de perezoso triunfo masculino, dispuesto a aceptar su rendición, Linnet apenas tuvo tiempo de registrar que tenía los ojos cerrados, la expresión todavía en blanco, como si, a diferencia de ella, no hubiese despertado, antes de que hundiera una mano entre sus cabellos, sujetándole la cabeza mientras la suya, totalmente vendada, se alzaba y sus labios se posaban sobre los de ella.
Vorazmente.
Ansiosamente.
Como si él fuera un hombre muerto de hambre y ella el remedio.
Una oleada de calor se estrelló contra ella, el beso cargado de ardiente pasión, hambre, necesidad y deseo. Entre ellos estalló de inmediato el incendio. Linnet tenía la sensación de que se estaba derritiendo, los músculos tensos, aunque cada vez más pasivos, fluidos y dadivosos. Un vacío, un profundo dolor, surgía de su seno y ansiaba ser llenado.
Primitivo. Urgente. Exigente.
Ese hombre era todo eso, y le hacía sentir lo mismo a ella.
Linnet deslizó las manos por los hombros del forastero. Aunque se esforzaba por recuperar el control mental, no le pasó desapercibido el calor que se extendía bajo la todavía fría piel.
Por lo menos, el intercambio lo estaba caldeando.
De haber estado despierto, el hecho de que ella se girara le habría hecho detenerse el tiempo suficiente para poder apagar su llama. Sin embargo, su estado de inconsciencia, de ensoñación, había percibido el sensual giro que había hecho para quedar frente a él como un consentimiento cargado de estímulo. Como una rendición.
Para cuando Linnet fue consciente de ello, el forastero ya había tomado posesión de su boca y todos sus sentidos con una pasión primitiva que hizo que se le encogieran los dedos de los pies.
El hombre se lanzó, su lengua encontrándose con la de ella, y el cuerpo de Linnet revivió como nunca antes. Sin embargo él… ¿estaba soñando?
Y mientras ella se enfrentaba a esa conclusión, mientras intentaba averiguar qué podría significar, qué debería hacer, él despegó los labios de los suyos, inclinó la cabeza y posó la boca en sus pechos.
Tomó un tieso pezón y chupó.
Con fuerza.
Linnet arqueó el cuerpo y se esforzó por reprimir un grito, el primero de puro placer que habría emitido jamás. Él la empujó sobre la espalda y se irguió sobre ella en la oscuridad. Linnet se agarró a sus hombros mientras los jadeos se enredaban en su garganta y él, con la cabeza agachada, continuaba deleitándose, lamiendo y chupando sus pechos.
Aunque estuviera dormido, sabía con precisión cómo hacer que su cuerpo despertara rápida, salvajemente. Sabía cómo hacer cantar a su cuerpo, cómo hacerlo arder.
Linnet había tenido tres amantes, había hecho el amor exactamente en tres ocasiones, una con cada uno de ellos. Las experiencias la habían convencido de que esa actividad no era para ella, no era algo para lo que fuese apta.
Y dado que no iba a casarse nunca, no había visto ninguna razón para aprender más
Pero en esos momentos se enfrentaba a una elección que no había esperado. Mientras el placer volvía a atravesarla y su cuerpo se quedaba bajo el del hombre, pegándose seductoramente a él, Linnet sabía que podría detenerlo, su ángel caído, pero para ello iba a tener que despertarlo. Incluso herido y debilitado, era demasiado fuerte para que pudiera simplemente apartarlo de un empujón y calmarlo para que volviera a dormirse. Sin embargo, sus motivos para no ceder no podrían aplicarse si él seguía durmiendo. Si no era consciente, no recordaría nada cuando despertara…
El forastero deslizó los labios hacia abajo y colocó las manos con firmeza en los costados de Linnet, y el cuerpo de ella vibró, apasionadamente vivo, hambriento y necesitado. Las manos de él, duras y rugosas, esculpieron y dieron forma a sus curvas, se deslizaron hacia abajo y la rodearon hasta acunar los globos de su trasero, los largos dedos amasando, acariciando.
Por primera vez en su vida, Linnet se sintió… abrumada. Ligeramente indefensa. Aunque realmente no fuera así, al menos no hasta el punto de asustarla, la fuerza de ese hombre la envolvía, la manejaba, la controlaba… hasta donde ella se lo permitía.
Él se colocó sobre ella, completamente encima de ella, los duros y atléticos muslos separando los suyos para poder acomodar sus caderas entre ellos.
Linnet contuvo la respiración. Tenía que decidirse, y ya. La erección le rozaba la cara interna del muslo, sensación y promesa, despertando una llameante curiosidad, fracturando y deshaciendo su resolución.
¿Sería diferente con un ángel caído?
Cada nervio, cada centímetro de su cuerpo deseaban averiguarlo.
¿Se despertaría? ¿Sería posible que él alcanzara el inevitable final sin liberarse del abrazo de Morfeo?
Descubrirlo era todo un riesgo, pero desde siempre Linnet se había crecido ante los desafíos, al correr riesgos calculados y ganar.
Él levantó la cabeza y su cuerpo se alzó sobre el de ella, y volvió a posar sus labios sobre los suyos.
Invadió su boca, reclamó, conquistó. Y ella levantó las manos y las posó sobre la cabeza vendada para devolverle el beso.
Se hundió deliberadamente en el calor, en la refriega, aprovechando el momento, asumiendo el riesgo.
Linnet lo besó tan vorazmente como él la había besado a ella, como si jamás hubiese besado a ningún hombre. Pues ningún hombre se había atrevido jamás a devorarla, ni la había invitado a devorarlo a él.
Durante unos acalorados y desquiciantes momentos combatieron, antes de que él cambiara de postura, flexionando la espalda, un ejemplo de control de fuerza, y ella sintiera la cabeza dura como el mármol de la erección separar sus pliegues. Inexorablemente, él se empujó hacia el interior a través de la suavidad de una instintiva bienvenida.
El forastero ni siquiera la había tocado allí, y sin embargo ella estaba preparada… preparada, dispuesta y lascivamente ansiosa por sentir su miembro, por experimentar su fuerza, el puro poder y peso mientras él se abría paso con firmeza en su interior y, en el último momento, hasta el fondo de su seno.
La estiró, llenándola como jamás la habían llenado antes. Linnet nunca se había sentido tan invadida, tan absolutamente poseída.
Tan completa.
Él se lanzó a unas profundas y firmes embestidas que la sacudieron bajo su cuerpo… en cuestión de segundos. Ella jamás se había sentido tan poseída, nunca la habían poseído, pero él tomaba sin dudar todo lo que ella era capaz de dar, todo lo que podía reunir para darle, y se lo dio… pues él no le daba elección.
Pero de repente la balanza se inclinó hacia el otro lado y fue ella la que hundió sus dedos en el trasero de él, agarrándolo, aferrándose, impaciente y exigente. Y fue él quien le dio, prodigándoselo sin descanso, todo su poder, su pasión, y la impregnó de sensaciones atravesándola con ellas, aumentó la gloria más y más, cabalgando con fuerza en su interior hasta que ella estalló.
Hasta que la gloria explotó y la sensación se rompió en deslumbrantes esquirlas mientras ella se deshacía con un grito amortiguado.
Logan lo oyó, el seductor sonido de la conclusión femenina, y soltó las riendas. Permitió que el sueño lo arrastrara hacia el familiar calor y el fuego, y se rindió a la primitiva urgencia, prescindiendo de toda esperanza de prolongar el acalorado abrazo del húmedo seno de su amante, cuyas oleadas de liberación apenas se desdibujaban mientras él embestía cada vez con más fuerza, esa amante en sueños que claramente lo conocía tan bien.
Que le había permitido montarla, y luego lo había montado a él. Que había estado a la altura de sus exigencias, igualándolas, correspondiéndolas.
Que lo había conducido a esa cima de sueños eróticos.
Logan sintió acercarse la liberación, cómo lo atrapaba, arrastraba y envolvía. Con una última embestida, se hundió profundamente dentro de ella y se rindió. Permitió que lo tomara.
Que lo barriera.
Hasta que al fin se estremeció y el sueño espeso se cerró de nuevo a su alrededor y lo transportó a un reino más profundo en el que la satisfacción y el contento se mezclaban y lo consolaban, acunándolo en la terrenal dicha.
Linnet permaneció tumbada bajo su ángel caído, el peso muerto, un extraño consuelo mientras se esforzaba, luchaba, por recuperar el uso de cualquier cosa, ya fuera su sentido común o sus piernas. Incluso sus sentidos parecían desfigurados más allá de toda posibilidad de reconocimiento, como si se hubieran acercado demasiado a una llama y se hubieran quemado.
«Oh… Dios… Mío», fue su primer pensamiento coherente, el único de que fue capaz durante varios largos minutos. Por fin, cuando recuperó el suficiente control de sus extremidades, y la necesaria agudeza mental, se retorció suavemente, empujó, y consiguió moverlo lo bastante para poder deslizarse de debajo de él.
El forastero se derrumbó, pesado y flácido, a su lado, pero ella ya no temía despertarlo. Si los esfuerzos recientes no lo habían logrado, nada lo haría, por lo menos no en un tiempo. Y si de algo estaba segura era de que no se había despertado. Linnet había aprovechado el momento, había asumido el riesgo… Y había recibido la recompensa.
Magnífica.
Al fin capaz de llenar los pulmones de aire, respiró hondo y lo soltó prolongada y lentamente.
—Maldita sea… qué bueno ha sido —susurró con la mirada fija en el techo.
A continuación, miró de reojo al hombre, su ángel caído, tumbado bocabajo en la cama a su lado.
—Puede que tenga que repasar mis normas de conducta con los hombres.
11 de diciembre de 1822
Mon Coeur, Torteval, Guernsey
Linnet despertó como de costumbre, que en diciembre significaba una hora antes del amanecer. Extrañamente relajada, inusualmente fresca, se estiró saboreando el inesperado fulgor interno antes de abrir los ojos… y encontrarse mirando fijamente el cuello de un extraño.
Bronceado. Masculino. La incipiente alarma quedó ahogada por la cautela a medida que el recuerdo del día anterior, y de la noche, atrapó su mente.
Deslizó con brusquedad la mirada hacia arriba.
Y se encontró con un par de ojos de color azul medianoche.
Apoyado sobre un codo, él la miraba, su expresión aguda y observadora, y curiosa.
—¿Dónde estoy?
Su voz encajaba con todo lo demás, inquietante y gutural. Ligeramente ronca.
—Y, sobre todo —continuó él—, ¿qué estás haciendo en mi cama?
Ella se esforzó por sentarse, dando gracias al cielo de que antes de dormirse por segunda vez hubiera tenido el buen juicio de ponerse el camisón y volver a atarse la bata, además de encajar la manta sobrante entre los dos cuerpos, una barrera entre su cuerpo y el de él.
—En realidad eres tú el que está en mi cama.
Al ver que él enarcaba las cejas negras, Linnet se apresuró a añadir con cierta mordacidad:
—Estabas herido, inconsciente, y esta es la única cama en toda la casa lo bastante grande y, con seguridad, lo suficientemente fuerte para acomodarte.
—De modo que hay otras camas —murmuró él tras una pausa.
Linnet sintió la tentación de mentir, pero asintió con sequedad.
—Me preocupaba lo frío que estabas y decidí que lo mejor sería… hacer todo lo posible por mantenerte caliente durante la noche.
Apartó las mantas a un lado y saltó de la cama tirando con fuerza hacia abajo de la bata y el camisón mientras se ponía en pie.
Él la observaba como un depredador a su presa.
—En ese caso, supongo que debería darte las gracias.
—Sí, deberías. —Y ella debería caer de rodillas ante él y agradecérselo también… cosa que jamás haría. Prescindió de la distracción de los recuerdos y contempló el vendaje de la cabeza del forastero—. ¿Qué tal la cabeza?
—Me palpita. —Frunció el ceño como si la pregunta se lo hubiera recordado—. Pero no creo que resulte incapacitante.