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La novia más inesperada Frith Taylor se ponía a sudar solo de pensar que tenía que planear la boda más esperada del año. Estaba acostumbrada a trabajar en una obra, no a planificar bodas. No obstante, no pudo rechazar la ayuda del administrador de la finca en la que trabajaba, George Challoner. George era el chico rebelde de la prestigiosa familia Challoner, pero era tan guapo que a Frith le subía la temperatura solo de verlo. Era encantador y estaba haciéndola sentirse como no se había sentido nunca. Tal vez la boda de su hermana pequeña fuera solo la primera que iba a tener que planear…
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Seitenzahl: 166
Veröffentlichungsjahr: 2013
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Jessica Hart. Todos los derechos reservados.
UNA NOVIA DESPREVENIDA, N.º 2515 - junio 2013
Título original: Hitched!
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2013
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-3116-2
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
ESTABA teniendo un buen día hasta que apareció George Challoner.
Había llovido prácticamente todos los días desde que había llegado a Yorkshire, pero esa mañana había amanecido soleada y ventosa. Como por milagro, Audrey había arrancado a la primera y yo iba canturreando mientras pasaba junto a los campos salpicados de gallardos narcisos de camino a Whellerby Hall.
Al llegar a la obra, Frank, el lúgubre encargado, incluso había sonreído. Bueno, su rostro se había relajado un poco cuando yo lo había saludado, pero dado mi buen humor, yo lo había considerado una sonrisa. En cualquier caso, era un avance.
El hormigón ya preparado había llegado justo a tiempo. Me quedé observando cómo los hombres empezaban a utilizarlo para construir los cimientos. Era evidente que sabían lo que estaban haciendo, y yo ya había comprobado la calidad del hormigón. Después de un par de semanas frenéticas, podía decirle a Hugh que el proyecto volvía a estar en fecha.
Menos mal.
Todo iba saliendo como estaba planeado. Todo se había solucionado.
1. Conseguir experiencia a pie de obra.
2. Conseguir un trabajo en el extranjero en un importante proyecto de construcción.
3. Conseguir un ascenso a ingeniera jefe.
Y dado que era una experta organizadora, me había asegurado de que todas mis metas eran específicas, cuantificables, alcanzables, realistas y oportunas. Iba a conseguir el ascenso con treinta años, me marcharía al extranjero en unos meses y ya estaba consiguiendo la experiencia a pie de obra con la construcción del nuevo centro de conferencias y visitantes de Whellerby Hall.
Era cierto que las cosas habían empezado regular. No había dejado de llover, los proveedores habían fallado y el equipo de construcción había resultado estar formado por hombres hoscos que, al parecer, se habían perdido un siglo de liberación de la mujer y no ocultaban su disgusto a la hora de tener que aceptar las órdenes de una fémina. Mis intentos de realizar con ellos ejercicios para fomentar el espíritu de equipo no habían funcionado.
Durante un tiempo, me había llegado a cuestionar si no había cometido un grave error al dejar mi trabajo en Londres, pero tenía las cosas claras. Necesitaba experiencia a pie de obra y el proyecto de Whellerby era una oportunidad demasiado buena como para desperdiciarla.
Y en esos momentos me felicité porque todo estaba empezando a salir bien.
Tal vez podía incluso relajarme un poco.
Entonces llegó George.
Conducía un viejo Land Rover como si fuese un Lamborghini y aparcó al lado de Audrey salpicándola de barro y gravilla.
Yo apreté los labios con desaprobación. Se suponía que George Challoner era el administrador de la finca, aunque, que yo supiera, aquello consistiese en poco más que en presentarse por la obra en el momento más inoportuno y distraer a todo aquel que intentaba trabajar.
Además, era mi vecino. Al principio me había alegrado tener mi propia casa en la finca. Solo iba a trabajar en el proyecto hasta que Hugh Morrison, mi mentor, se recuperase del infarto que había sufrido, y no quería tener que firmar un farragoso contrato de alquiler para unos meses.
No me había hecho ninguna gracia descubrir que George Challoner vivía al otro lado de la pared, en una casa idéntica a la mía. No era un vecino ruidoso, pero yo no podía evitar estar pendiente de él, y no porque fuese muy atractivo, no era por eso.
Estaba dispuesta a admitir que era un hombre muy guapo. A mí me gustaban más los morenos y George era rubio con los ojos azules, delgado y patilargo, pero guapo.
Muy guapo. Demasiado guapo.
Y yo no me fiaba de los hombres guapos. Ya me había enamorado de uno antes y era un error que no pretendía volver a cometer.
Observé a regañadientes cómo George saludaba y se acercaba a mí. Todos los hombres habían sonreído al verlo, incluso Frank, el muy traidor.
Yo suspiré. ¿Qué les pasaba a los hombres? Cuanto más rudos eran, mejor parecían caerse los unos a los otros.
George daba siempre la impresión de que se estaba riendo mientras mantenía el rostro impasible. Pensé que tenía que ver con el brillo de sus ojos azules, o tal vez con una profundización casi imperceptible de las arrugas que tenía alrededor de los ojos. O con aquella sonrisa que parecía estar permanentemente a punto de esbozar.
Fuese lo que fuese, me molestaba. Hacía que me sintiese… confundida.
Además, nunca había conocido a nadie que se estresase menos que él. George Challoner era uno de esos individuos afortunados para los que la vida parecía un camino de rosas. Nunca parecía tomarse nada en serio. ¿Cómo era posible que lord Whellerby lo hubiese escogido como administrador? Estaba segura de que no se lo tomaba en serio.
Conocía a aquel tipo de hombres.
–¿Qué podemos hacer por ti, George? –le pregunté bruscamente–. Como ves, hoy estamos muy ocupados.
–Los hombres están ocupados –respondió él–. Tú solo estás mirando.
–Estoy supervisando –lo corregí–. Ese es mi trabajo.
–Qué buen trabajo, mirar cómo trabajan los demás.
Sabía que solo estaba intentando provocarme, pero apreté los dientes.
–Soy la ingeniera de campo –le dije–. Tengo que asegurarme de que las cosas se hacen bien.
–Eres más o menos como el administrador de la finca, ¿no? –comentó George–. Pero con casco.
–No creo que mi trabajo tenga nada que ver con el tuyo –respondí yo con frialdad–. Y, hablando de cascos, si vienes a la obra, tienes que ponerte uno. No es la primera vez que te lo recuerdo.
George miró a su alrededor. A excepción de los cimientos, el resto era un mar de lodo. El terreno había sido limpiado en otoño y en esos momentos estaba lleno de máquinas y montones de varillas de refuerzo.
–Aquí no hay nada más alto que yo –protestó–. No se me puede caer nada en la cabeza.
–Podrías tropezar y darte con una piedra en la cabeza –le respondí, y luego añadí entre dientes–: con un poco de suerte.
–¡Te he oído!
George sonrió y yo me agarré con fuerza a la tablilla que tenía en las manos y levanté la barbilla.
–Con Hugh Morrison nunca tuve que ponerme casco –añadió él en tono provocador.
–Eso fue antes de empezar la obra y, de todas maneras, eso era cosa de Hugh. Ahora mando yo y quiero que se sigan los procedimientos adecuados.
No solía ser tan pedante, pero George tenía algo que me ponía enferma.
–Me alegra saberlo –exclamó él–. ¡A lo mejor es en eso en lo que me he equivocado!
Clavó la vista en mi rostro. Nadie tenía derecho a tener unos ojos tan azules, pensé mientras hacía un esfuerzo por no ruborizarme.
–¿Cuál es el procedimiento adecuado para pedirte salir? –me preguntó.
Yo mantuve la compostura. Fingí que estudiaba los cimientos y después algo que tenía en la tablilla. Luego respondí en tono frío:
–Tú me pides salir y yo te digo que no.
–Eso ya lo he intentado.
Era cierto. La primera noche ya me había propuesto ir a tomar algo al pub del pueblo. Había vuelto a hacerlo cada vez que me había visto. A esas alturas, yo estaba convencida de que solo lo hacía para molestarme. Cualquier hombre normal habría captado la indirecta.
–En ese caso, no sé qué sugerirte.
–Venga, somos vecinos –me dijo George–. Deberíamos llevarnos bien.
–Precisamente porque somos vecinos no creo que sea buena idea –le dije yo–. Si saliésemos a tomar algo y resultases ser un tipo raro, no podría deshacerme de ti.
–¿Un tipo raro?
Intentó mostrarse indignado, pero no me engañó. Me di cuenta de que estaba haciendo un esfuerzo para no echarse a reír.
Me metí el pelo detrás de las orejas y lo fulminé con la mirada.
–Ya sabes lo que quiero decir.
–Sí –dijo él, quedándose pensativo–. Así que piensas que después de salir contigo una vez, a lo mejor después no te dejo en paz. ¿Te preocupa que insista en volver a salir contigo, o que me enamore locamente de ti?
Noté que volvía a ruborizarme.
–No creo.
–¿Por qué no?
Yo miré mi tablilla y deseé que dejase de hacerme preguntas incómodas y se marchase.
–Porque no soy el tipo de chica del que se enamoran los hombres –respondí por fin.
Era triste, pero era la verdad.
–Entonces, si no te preocupa que pueda enamorarme de ti, a lo mejor lo que te preocupa es enamorarte tú de mí.
–¡Te aseguro que eso no va a ocurrir! –repliqué.
–Eso me suena a reto.
–No lo es –le respondí–. Solo quiero decir que no eres mi tipo.
Pero él insistió.
–¿Y cuál es tu tipo?
–Tú no –le aseguré con firmeza.
–¿Por qué no?
–Porque no confío en los hombres guapos –le dije–. Eres demasiado guapo para mí.
–Eh, eso es discriminar a alguien por su aspecto, ¿no? –protestó–. Seguro que no lo harías si fuese feo. O, al menos, no lo admitirías.
Yo suspiré.
–No entiendo que insistas tanto en salir conmigo. Debes de estar muy desesperado.
–Solo estoy intentando ser amable.
–Pues te lo agradezco –le contesté con brusquedad–, pero solo voy a estar aquí un par de meses y prefiero que mantengamos una relación profesional, si no te parece mal.
–Me gusta la idea de tener una relación contigo –respondió él–, pero no estoy seguro de que quiera una relación profesional. ¿Para ti todo es profesional, Frith?
–Este trabajo es importante para mí –le dije–. Necesito experiencia a pie de obra obra y es la primera vez que estoy al mando. Es una gran oportunidad. Además, este contrato es muy importante para Hugh y no quiero decepcionarlo, me ha ayudado mucho.
Miré a mi alrededor con los ojos entrecerrados mientras me imaginaba cómo quedaría el centro cuando estuviese terminado.
–Va a quedar bien –le dije a George–. Es caro, pero supongo que lord Whellerby lo quiere convertir en el principal centro de conferencias de la zona. Es una buena idea.
Me gustaban las ideas de lord Whellerby. Todavía no lo había conocido en persona, pero tenía la sensación de que era un hombre astuto y sensato. ¡Todo lo contrario que su administrador de fincas!
George había seguido mi mirada y estaba pensativo. El viento lo había despeinado y el sol hacía que le brillase el pelo. A pesar de las botas llenas de barro y de llevar un jersey viejo, parecía el modelo de un catálogo de ropa campestre.
–Tenía que hacer algo –comentó con franqueza–. Es muy caro mantener las casas de campo. Roly estuvo a punto de morirse del susto cuando le llegó la primera factura de la calefacción.
–¿Sabe lord Whellerby que lo llamas Roly? –le pregunté yo con desaprobación.
–Estudiamos juntos –me contó George–. ¡Tiene suerte de que solo lo llame Roly!
–Ah –dije yo, desconcertada–. Me imaginaba a un hombre mayor.
–No, tiene treinta y dos años. No se imaginó nunca que heredaría Whellerby. El anterior lord Whellerby era su tío abuelo, que tenía un hijo y un nieto que habían sido educados para hacerse cargo de la finca, pero hubo toda una serie de tragedias familiares y Roly terminó en medio.
–Debió de ser muy duro para él –comenté yo, todavía intentando imaginarme a un lord Whellerby joven.
–Sí. Esta finca es muy grande. Había muchas cosas de las que ocuparse y Roly nunca había vivido en el campo. No tenía ninguna experiencia al respecto y estaba aterrado. Es normal.
–Ah.
Me di cuenta de que el viento estaba trayendo algunas nubes. No paraba de ponerme el pelo en la cara y deseé haberme hecho una trenza. Mi pelo, por cierto, era otra de mis pesadillas: fino, liso y castaño, era imposible hacerse nada con él, salvo dejarlo estar.
Me aparté un mechón que se me había pegado a los labios e intenté asimilar aquella información acerca de lord Whellerby que, al fin y al cabo, era el cliente.
–¿Tú llegaste aquí a la vez que él? –le pregunté a George.
–No exactamente. Roly heredó al administrador que tenía su tío abuelo. A mí me invitó a pasar una temporada aquí y luego, cuando el administrador se marchó, me preguntó si quería el trabajo –me contó él–. Como no tenía nada mejor que hacer, aquí estoy.
Yo pensé que me encajaba a la perfección que George fuese de esos que conseguía los trabajos a través de sus contactos, no gracias a sus conocimientos.
–Eso se llama amiguismo, ¿no?
George sonrió.
–Nadie más me habría contratado.
–No obstante, creo que deberías mostrarle más respeto a tu jefe y referirte a él como lord Whellerby –comenté.
–¿No llamas tú Hugh al señor Morrison?
–Eso es diferente.
–¿Por qué?
–Para empezar, porque no es un lord.
George sacudió la cabeza.
–Por un momento pensé que estábamos en el siglo XXI, menos mal que hemos vuelto al XIX y todos sabemos cuál es nuestro sitio.
–Tal vez te parezca anticuado –admití–, pero no creo que haya nada de malo en utilizar un título para mostrar un poco de respeto.
–A mí me llamas George.
–¿Qué quieres decir?
Él levantó ambas manos y sonrió.
–De todas maneras, odio que me llamen señor Challoner. Si me llamasen así, pensaría que se estaban refiriendo a mi padre.
Por un momento, se puso serio, pero solo un momento.
Poco después, sus ojos azules volvían a sonreír, y me miraban. Entonces me di cuenta de que llevaba demasiado tiempo hablando con él en vez de estar supervisando la obra.
–Mira, ¿querías algo en particular? –le pregunté–. Porque tengo que seguir trabajando.
–He pasado por delante de la obra y he parado solo a ver cómo iban las cosas para poder contárselo a Roly, perdón, a lord Whellerby.
–Tengo un informe, si lo quiere.
–¿Otro?
–Tengo la sensación de que a lord Whellerby le gusta estar bien informado –respondí en tono tenso–. Y tener contento al cliente forma parte de mi trabajo.
–Se lo diré a Roly –respondió George, guiñándome un ojo.
–¿Te doy el informe o no? –le pregunté en tono impasible.
–Por supuesto.
–Bien.
Me metí la tablilla debajo del brazo y llamé a Frank.
–¿Puedes quedarte aquí un momento? ¡Y tenerlas vigiladas! –le dije, señalando las nubes.
Frank levantó una mano para decirme que sí y yo fui hacia las oficinas. Era muy difícil andar con dignidad con las botas que llevaba puestas y el suelo lleno de barro, sobre todo, con George detrás, y tuve que hacer un esfuerzo para no bajarme el chaleco un poco más para taparme el trasero.
–Quítate las botas –le dije al llegar al edificio prefabricado en el que estaban las oficinas.
Luego peleé contra las mías para quitármelas y me puse unas zapatillas que tenía en la puerta. Tiré el casco a una silla y fui hasta mi ordenador para buscar el informe. Todavía estaba colorada.
George, que me había seguido por el barro sin ninguna dificultad, se quitó las botas tranquilamente y me esperó en la puerta en calcetines mientras yo imprimía el informe.
Grapé las hojas y se lo tendí.
–Toma.
–Gracias.
Pero, en vez de marcharse, se sentó en la silla que había al otro lado de mi escritorio y lo hojeó.
–Veo que has cambiado las especificaciones del sistema de drenaje –comentó, levantando la vista a mi rostro–. ¿Qué?
–Nada. Es solo que estoy… sorprendida.
–¿Qué pasa, pensabas que no era capaz de leer un informe?
–Por supuesto que no –respondí, tirando de mi camisa.
Lo cierto era que había pensado que no iba a fijarse en los detalles del informe.
–No pareces una persona detallista, eso es todo.
Él esbozó una sonrisa.
–Puedo prestar atención cuando es necesario.
–Bien –contesté, aclarándome la garganta–. Como habrás visto, voy a poner otra cámara subterránea. Me gusta más el diseño de esta.
–Pero es más cara –comentó George, mirando las cifras.
–Sí, pero vamos a ahorrar con el sistema de aislamiento de la cavidad de fibra de vidrio. Si vas a la última página, verás que seguimos dentro del presupuesto.
–Bien. No podemos…
George se interrumpió al oír una voz procedente de su teléfono que gritaba:
–¡Eh, te está sonando el teléfono! ¡Responde al teléfono! ¡No te hagas el loco y responde ahora mismo!
Y se rio al ver mi expresión.
–Es bueno, ¿verdad?
–Hilarante –le respondí.
Él se sacó el aparato del bolsillo y miró la pantalla.
–Es Roly, no sé qué querrá.
–¿Por qué no descuelgas y lo averiguas? –le sugerí.
Él sonrió y respondió.
–Sí, milord.
Escuchó y luego se echó a reír.
–Me han dicho que no te demuestro el debido respeto –explicó, mirándome con las cejas arqueadas.
Yo me negué a responder.
De mal humor, me puse a ordenar los documentos que tenía encima del escritorio, que ya estaban ordenados por orden de prioridad. Tenía que hacer varias llamadas yo también, pero no podía concentrarme con George repanchingado en la silla.
–¿Quién? –preguntó de repente, como con sorpresa–. ¿Estás de broma? ¿Y qué está haciendo ella aquí?
Escuchó, arqueó las cejas y añadió:
–Sí… Sí… ¿Su qué?
George volvió a mirarme.
–¿Estás de broma? –repitió, mirándome de manera extraña–. Sí… Sí… Se lo diré. Hasta dentro de un rato.
Terminó la llamada y me miró fijamente.
–¿Qué? –le pregunté.
–¿Has oído hablar de Saffron Taylor? –me preguntó a su vez.
Yo tuve un mal presentimiento.
–Oh, Dios mío –susurré.
–Es la adorada hija del carismático magnate Kevin Taylor. La chica de moda en estos momentos.
–Oh, Dios mío –repetí.
–Está llorando en el salón de Roly.
–¡Oh, Dios mío!
No podía decir otra cosa.
–Y asegura que es tu hermana.
Yo hundí la cabeza entre las manos.
–¡Por favor, dime que es una broma! No es posible que Saffron esté aquí. ¡Se desorienta cuando sale de Knightsbridge!
–¿Saffron Taylor es tu hermana?
–Está bien –dije, levantando la cabeza y apoyando las manos en el escritorio.
Inspiré y espiré lentamente.
–La impredecible de mi hermana está en casa de mi cliente. Que no cunda el pánico.
–¡Es tu hermana!
–Hermanastra –respondí, buscando en el bolso las llaves del coche–. ¿Qué demonios está haciendo en Whellerby Hall?
–Creo que llorar.
–¿Le ha ocurrido algo a mi padre? –pregunté.
¿Y si le había pasado algo? ¿Qué iba a hacer yo? ¿Qué iba a decir? ¿Cómo me iba a sentir?
–Yo creo que si le hubiese ocurrido algo a Kevin Taylor nos habríamos enterado por las noticias –razonó George.
Y yo quise creerlo.
–Sí, sí, ¡tienes razón! –respondí agradecida.
–Roly ha comentado algo acerca de una boda, creo –continuó–, pero hablaba en voz tan baja que es posible que lo haya entendido mal.
–¡No me digas que Saffron ha venido hasta aquí porque tiene dudas con respecto a la boda!
–Supongo que quiere hablar contigo.
–¿Y por qué no me ha llamado por teléfono? ¡Ah!
De repente, me vino a la cabeza algo horrible. Saqué el teléfono y vi que no funcionaba.
–Lo apagué anoche –recordé.
–Yo suelo dejar el teléfono encendido cuando quiero que la gente contacte conmigo –dijo George en tono petulante.
Pero yo estaba demasiado preocupada como para que me importase.
–Saffron me ha llamado tantas veces para hablarme de la boda… –le conté mientras encendía el teléfono–. Lleva meses haciéndolo. Me pregunta por el grupo de música que debe contratar. Si debe hacerse el vestido en Nueva York, París o Londres. En qué castillo quedarán mejor las fotos. ¡Es una locura!
Mi teléfono empezó a pitar y yo leí rápidamente los mensajes, en los que mi hermana me pedía que la llamase y me decía que me necesitaba.
–¿Qué ha podido pasar?
–Lo mejor será que vayas a hablar con ella.
–¡Lo haría si consiguiese encontrar las llaves del coche! –exclamé mientras seguía buscando–. ¡Tienen que estar aquí!
George se puso en pie.
–Puedo llevarte si quieres. Voy para allá.
Estaba disfrutando de verme tan nerviosa. En cuanto comprobase que Saffron estaba bien, la mataría por haberme hecho aquello.
–No hace falta… ¡Aquí están! Gracias.
Bajé las escaleras corriendo y esquivé los charcos mientras George se ponía las botas.