Una odisea ricotera - Ricardo E. Romero Bellizzi - E-Book

Una odisea ricotera E-Book

Ricardo E. Romero Bellizzi

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Beschreibung

Ulises es un pibe del barrio de El Mondongo, lleva el diez en la camiseta y el mismo espíritu guerrero del héroe griego. Su odisea no transcurre en veinte años sino en una sola noche, en un mundo que late al pulso de dos ritmos: los cantos homéricos y las canciones de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Junto con sus cuatro amigos, su perro Diógenes y una pelota, conformarán una compañía de siete que se embarcará en una aventura a través de una laberíntica ciudad de La Plata, intentando desesperadamente volver a su barrio para, si sus estrellas los acompañan, salvarlo. En su viaje encontrarán peligros y personajes inspirados por las canciones de Beilinson y Solari. Esta es una historia de heroísmo subversivo y de la búsqueda por ser protagonista del propio destino.

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Ricardo E. Romero Bellizzi

Una odisea ricotera

NARRATIVAS

Romero Bellizzi, Ricardo E.

Una odisea ricotera / Ricardo E. Romero Bellizzi. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-631-6505-44-6

1. Novelas. I. Título.

CDD A863

© 2023, Ricardo E. Romero Bellizzi

Primera edición, diciembre 2023

Dirección comercial Sol Echegoyen

Dirección editorial Julieta Mortati

Coordinación editorialMartín Vittón

Edición Ricardo Baduell

Ilustraciones Ricardo E. Romero Bellizzi

Diseño y diagramaciónLara Melamet

Corrección Carolina Iglesias y Lucía Bohorquez

Conversión a formato digital Estudio eBook

Hecho el depósito que establece la ley 11.723. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

Editorial PAM! Publicaciones SRL, Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.pampublicaciones.com.ar

Al perro, Poter.

Tu espíritu y fiereza nos siguen guiando en la noche de las almas.

 

 

A La Banda del Rolo.

Por dejar la copa en la mesa y llevar la pelota a todos lados.

 

 

A Vicu.

Por creer en mí y en que esta historia debía ser contada.

I

En una de las esquinas más sudamericanas del mundo, hay una ciudad muy parecida a todas las demás. Algunos sostienen que la simetría geométrica de su trazado urbano, lleno de misteriosos y esotéricos génesis, es la única particularidad que la vuelve especial. Esto puede ser cierto sólo para el ojo poco avezado o para el visitante casual de un fin de semana cualquiera. Pero hay algo más allí, algo más que este autor ha tenido el lujo de percibir apenas como el susurro de un verso infantil largado al viento, allí donde las cloacas tapadas rebalsan en los desniveles deslomados de sus cuadras, allí entre sus incontables plazas multicolores, primaverales y sus alcantarillas heladas de inviernos grises. Hay algo en la ciudad de La Plata que se esconde justo ahí, detrás del maquillaje atigrado de la aterradora simetría de sus baldosas y que sólo asoma bien entrada la noche. Algo de una crudeza sin igual. Pero me estoy adelantando y es preciso hablar de tantas otras cosas antes.

Si pudiésemos tomar toda la ciudad con una mano y ver así que en verdad es una brújula perfecta, cuyas cuatro esquinas coinciden con los cuatro puntos cardinales, notaríamos que el este se disfraza con otro nombre, uno mucho más crudo para la ocasión, porque allí se encuentra el barrio de El Mondongo. Dejaremos de lado las razones —si es que alguna vez hubo suficientes— para tal visceral bautismo y nos limitaremos a apreciar que —tal cual sabían los herméticos fundadores— como es arriba es abajo, como hay vidas dentro de sueños, y novelas dentro de cuentos, y laberintos dentro de jardines, dentro de esta relegada esquina del universo hay otra esquina que, para esos tiempos, albergaba un edificio que a su vez guardaba un departamento de planta baja con ventanas a la calle.

Los fulgores del sol ya eran sólo vestigios horizontales. Las primeras estrellas se adelantaban a su retirada, simulando una inocencia que no tenían porque, como todos los sabios saben, son ellas las que tejen todo destino humano. Los techos bajos del carnívoro barrio eran los espejos improvisados donde veían su brillo tiritar. Aún más abajo, en la vereda de baldosas todavía cálidas por el paso del día, descansaba aquel que reconocía todo ese mundo como su reinado. Magnánimo y seguro de su poderío, bostezó mostrando las armas feroces que le habían ganado tantas batallas y títulos como el que, por esos tiempos —en ese barrio, frente a esa casa—, sostenía: Diógenes Indómitus.

Percibía el aroma del aire que se enrojecía con la fuga del sol, la oreja se le levantaba con los gritos que venían de adentro del departamento. Ya no lo sorprendían ni le preocupaban. Su mirada a ras del suelo recorrió la vereda de enfrente en busca de movimiento, había un gato intruso al que se la tenía jurada. Y notó algo más, algo que lo sorprendió, una esencia nueva que le recorría el hocico hasta el cerebro, desmenuzándolo en un sinfín de matices. Por un instante recordó el aroma fuerte de su primera presa aún viva. No necesitaba palabras para entender, había captado una verdad en el viento. Era el olor del cambio.

La puerta del edificio se abrió y apareció su compañero, su amigo, su incondicionalmente amado hermano del alma. Pero él estaba demasiado cómodo como para levantarse a lamerle las palmas y buscar sus caricias, así que sólo lo recibió con un clásico movimiento de cola. El pibe sonrió al verlo y envidió su postura desparramada en la vereda. Apoyó la bici contra la pared y cerró la puerta. Se le acercó y le hizo unas caricias. Desde la ventana del departamento que habitaban, el ama de ambos los sorprendió con voz firme.

—Ulises, no seas pendejo. No terminamos de hablar.

Lupe vociferaba iracunda, largando verdades que el pibe prefería esquivar. La miraba y se perdía distraído en el huequito que se le formaba entre el cuello y el pecho. Recorrió esa zona hasta reencontrar el bretel rojo que esa mañana lo había saludado desde el hombro, pidiéndole a gritos que lo arrancara con los dientes. Sintió que el hilo tironeaba de él, recordándole el amor puro que lo había despertado al alba, el deseo insaciable de pertenecer a algo que nunca había tenido, vivir siendo más de uno. Notó con el mismo extrañamiento de otras veces cómo le gustaba verla enojada, buscando un pleito estúpido para que el tironeo de ese hilo se tensara, a ver cuánto podía aguantar. La mayoría de los días la amaba. Ahora, el sentimiento se le escapaba. La calentura del desayuno se había apagado hacía rato, las estrellas empezaban a pispear sobre los techos de El Mondongo y su otrora apasionada novia lo puteaba desde la ventana. Con la desmesurada inteligencia que lo agraciaba, pero con la incapacidad de destinarla a entender las verdaderas motivaciones de un corazón, razonó como un idiota equivocado, simplificando la ecuación con lo más retrógrado de su ser. Pensó que, otra vez, la razón era el fútbol.

La piba se acomodó la remera que con la sensualidad inusitada de lo cotidiano le descubría el hombro, tapando el hilito rojo como llamado de atención para el varón de enfrente. Se acomodó el pelo tras la oreja y pensó en elegir muy bien sus palabras, conociendo la capacidad del otro de hacerla presa de sus discursos. Hizo un esfuerzo por que aflorase un sentimiento verdadero, por recordar que en verdad tenía un niño asustado enfrente al que las situaciones familiares le generaban un escozor desmesurado por serle tan ajenas. Estratega, empezó descartando que aquel fuese otro intento de romperle las pelotas por el torneo: sabía cuánto significaba para él y no menospreciaba su importancia. Ulises tragó con la defensa desarticulada. Pero esa noche era importante por otras razones, al menos vista desde el mundo diurno que ella conocía. La fiesta de la campaña de su padre se celebraba en unas horas; no sólo era imperativo que ella estuviese, sino que era una oportunidad para ellos, para extender una red de contactos que les abriría puertas a un futuro juntos.

El pibe casi mira a los costados para saber a quién se refería con ese “juntos”. El eco de una risa lejana en su interior le recordó la aristocracia a la que Lupe pertenecía, la vida que llevaba con él en El Mondongo era un oxímoron al que no podía dejar de verle una temida fecha de vencimiento. Los cabellos rubios de Lupe, frío acero del norte, remarcaban el linaje de una estirpe a la que el pibe sólo podía contaminar, porque sabía que eso pensaban ellos de él, el carnero negro que había seducido a una de los suyos. Cuánto más les duraría la aventurita juntos. La idea de estar en ese evento, vestido con las correas de un monigote de torta y apretando las manos mientras sonreía como idiota, casi le revolvía el estómago. Un contraste insoportable con lo que se venía, vestir el diez en la cancha y saber que le rogarían misericordia antes de que arrebatara la gloria a sus rivales. El combate en esa arena lo reclamaba colosal e inmemorial, era una oportunidad verdadera de robar el fuego de los dioses, si movía los pies con suficiente rapidez.

—No te estoy pidiendo que no vayas al partido… —aseguró la mina—. Sólo te pido que termines y vuelvas para que vayamos juntos a la fiesta. No pasa nada con que lleguemos más tarde, pero tenemos que ir. Es importante para papá… Y para nosotros…

La palabra ya le molestaba de por sí, pero mucho más que la usara sin un adjetivo posesivo, haciéndolo hijo a él también de un operador político al que despreciaba. Porque el evento no era por la candidatura del padre de su novia, ese lugar se lo dejaba a cualquier payaso que pudiera sostener la sonrisa. El patriarca de la familia de Lupe estaba mucho más cómodo entre bambalinas. Algo que Ulises respetaba un poco más. Pensó que quizás ella se sentía atraída por ese rasgo compartido. No era así, pero así lo creía. Sin embargo, sabía bien lo que significaba ese “nosotros”.

—Lupe, no quiero cambiar de laburo —adelantó el pibe—. Estoy bien en el astillero.

—¡No te estoy pidiendo que cambies de laburo! —ya harta, perdía la paciencia y cambiaba de táctica; lo importante era llegar a la fiesta—. Mirá, al margen de eso… —esquivaba una discusión repetida que sabía que no ganaría tan fácil—, es importante para mi familia. Tenemos que ir. Punto.

Ulises no sabía lo que era eso, sin padres ni hermanos ni más que un puñado de lazos con gente que le había demostrado que él valía la pena. Entre ellos estaba Lupe, pero también los pibes.

—Ellos son mi familia… —dijo, y señaló con la cabeza en la dirección que pronto pedalearía—. No les puedo fallar, no es mi culpa que hayan puesto la final hoy.

Era la final del torneo interbarrial que disputaba el diez del equipo de El Mondongo, el desenlace de un conflicto de meses entre los distintos barrios de La Plata y las zonas aledañas.

—Pero, la puta madre… —susurró Lupe en un suspiro, exhausta—. Me importa un carajo el partido. Me preocupa lo que viene después. Me preocupa que hoy, de todas las putas noches que no tengo idea qué mierda hacés y no te digo nada, caigas acá a las siete de la mañana, totalmente en pedo, todo tajeado y cagado a palos, pidiéndome perdón como un pelotudo y esperando que te sonría y garchemos en la mesada de la cocina. Hoy no, Ulises, eso te estoy pidiendo. Hoy necesito que cumplas conmigo y vayamos a la fiesta.

Se sintió chiquito ante la catarata de verdades. Se mordisqueó el labio con rabia, pasó su mano por la cabellera de rulos negros y buscó consejo en la mirada de su perro. Diógenes, que observaba la escena como quien mira un programa hartamente repetido, se desperezó estirando sus patas delanteras primero y dejándose caer luego como si se hubiese aburrido a mitad de camino. Resopló el aire dos veces y recostó el hocico sobre sus patas, alertando de reojo que nada de eso olía bien para él. No sería la última vez en toda la noche. El varón casi optó por un tono dulzón y conquistador que no sentía propio, buscando sonar razonable una vez más. Pero de nuevo esa voz en su interior le despertó una amalgama de imágenes rebuscadas que lo herían más que las palabras de la tipa.

—¿Tu amiguito va a estar ahí? —dijo, dejándose llevar por su peor parte.

Lupe pareció sorprendida.

—¿Milton? —respondió, sabiendo que el nombre le resultaba tan insoportable como cuando uno patea la pata de la mesa con el dedo chiquito del pie—. ¿Me estás preguntando en serio? —añadió, descreyendo que, de todo lo dicho, hubiera saltado con eso.

—Quiero saber…

—Sí, seguramente vaya a estar… —por lo menos que sean esos celos pelotudos los que lo motiven, pensaba—. Es amigo de toda mi familia y trabaja para papá.

El rugbier que había noviado con Lupe antes de conocerlo le resultaba una parodia intolerable de civilidad. Se preguntó si ella esperaba que se convirtiera en eso.

—Bueno… —sonrió irónico y tomó la bici apoyada—, tenés con quien ir, entonces.

—Sos un tarado… Hacé lo que quieras, me tenés podrida —largó la mina, fastidiada. Juntó fuerzas, haciendo a un lado las pendejadas—. Mirá, tenés hasta la medianoche. Si no, voy sola. Y te juro, Ulises…, si voy sola…

No tuvo que terminar de decirlo. Lacerante y certera, Lupe puso fin a la discusión. A Ulises el ultimátum le resultó exagerado, pero una parte de él entendía que uno solo puede tirar de un hilo tantas veces como las que se corta. Las cosas no eran como él quería, sabía que no había forma de arreglar esto con un beso y llegar a tiempo al partido. Diógenes se incorporó y le lamió la mano para llamarlo. Parecía vital de repente, la mirada jadeante cargada de una energía que contagiaba. El pibe sonrió. No sabía si el can comprendía que comenzaba una cuenta regresiva, pero siempre lograba inspirarle un buen humor esperanzador. Borró de un plumazo las iras que lo atormentaban.

—Antes de las doce me vas a encontrar bañado, peinado, listo para la fiesta y con la copa en la mano —respondió, pateando la pelota de los problemas afuera. Largó un “te quiero” mientras pisaba el pedal de la bici y Diógenes corría a la par—. ¡Te voy a dedicar un gol! —gritó mientras se alejaba.

—Andate a la puta que te parió.

Lupe cerró la ventana.

II

Otro tiro libre al área interceptado por Los Duros de Stud, el equipo del barrio de las caballerizas. Los contrincantes del equipo de Ulises eran famosos por tener una defensa impasable. Un pase largo a uno de sus delanteros dejó a Boris pidiendo aire y el pelotazo certero al ángulo dañó la red y la moral de Pedro, el arquero. Uno a uno. El equipo de El Mondongo ni se buscó con la mirada. Antes de que pudieran tomar la pelota y sacar, el silbatazo del árbitro resonó en toda la arena. Los Duros, que jugaban de locales en esa canchita perdida en algún lugar entre el hipódromo y la estación de trenes, se apresuraron a salir del campo techado, con el buen sabor de boca de haber terminado el primer tiempo con un gol. Los pibes de El Mondongo caminaron despacio hasta el lateral, donde Diógenes descansaba desinteresado del encuentro beligerante.

—La defensa que tienen es una muralla —atestiguó Boris,defensor, secándose el sudor con las mangas de la camiseta albiazul del equipo de su barrio, que emulaba los colores triperos de Gimnasia y Esgrima de La Plata.

—Y qué querés, si los cagones juegan con tres defensores —agregó Martín, el otro defensor. Los equipos eran de seis jugadores y la superpoblación en el área contraria le parecía exagerada.

Ulises se mantenía de pie, rascándose la cabellera y murmurando esbozos de pensamientos que pronto serían un plan.

—Son bajos, son los tres bajos… —aseguró con el semblante serio, como si las ideas se le ordenasen de repente en la cabeza—. Por abajo nos cortan las jugadas siempre. Hay que jugarla de arriba… Un poco de suerte y alguna van a cabecear Pelón o Arias —dijo, con la seguridad soberbia de haber vislumbrado la debilidad de sus contrincantes.

—Bueh… —rio Pedro. El arquero enorme se acomodaba los huevos y se arremangaba el viejo buzo negro que usaba para atajar—. Pelón puede ser, pero si esperamos a que Arias cabecee alguna, estamos al horno… —aludía a la baja estatura de su compañero—. Algún pupo puede cabecear, a lo sumo…

—¿Qué pasa, gordo? ¿Estás caliente porque no la ves? Tratá de no escabiar tanto antes de los partidos, viste… Aunque sea para la final… —contestó el delantero, petiso pero morrudo y sonriente, siempre de un buen humor que contagiaba.

—Arias…, tranqui. A mí no me pega tanto como a vos el alcohol. Es una cuestión de contextura física —retribuía Pedro, con su humor insoportablemente irónico.

—De panza, querrás decir —concluyó rápido el otro.

—Chicos, chicos… —interrumpió Pelón, el otro delantero, aniñándolos burlonamente—. Nos concentramos en el partido, ¿les parece?

—Lo único que te pido, Ulises… —rogó Martín—, es que no la pudras. Ya vi cómo le fuiste al cuatro cuando te la sacó en la última.

—Sí, por favor… —adhirió Boris.

El diez de El Mondongo los miró con la indignación de haber sido falsamente acusado.

—Viejo, les estoy diciendo de poner pelotazos en el área, de jugadas preparadas, de…

—Sí, mucha estrategia, pero después te agarra la locura, nos suspenden el partido, nos dejan afuera del campeonato y la copa se la llevan ellos… —anticipó Boris.

—Pero, muchachos… —saltó Pedro, otra vez irónico—. No le pidamos peras al olmo. Uli hará lo que pueda.

—Gordo, si me peleo es para hacerte el aguante a vos —saltó Ulises a la defensiva—. ¿Ya te olvidaste que el dos de ellos te cagó a esa minita de Villa Elisa el verano pasado?

—Uh… —rio Pelón—. Durísimo.

—Pará, pará, pará… —bajó los humos el arquero—. Me chupa dos huevos. No uno, ¿eh? Dos. Pero si te querés agarrar de eso, no tengo ningún problema con que la pudramos. Los sacamos en camilla a estos giles.

Boris se refregó la cara, las palabras le resonaron en una jaqueca que siempre lo acompañaba.

—No es así, viejo… —cortó Arias las bromas—. Ojo, a mí me gusta la idea tanto como a cualquiera…, pero afuera de la cancha. ¿Nos bancamos todo el campeonato para pudrirla ahora? No, vamos a salir a la cancha y jugar al fútbol, que es lo que nos trajo hasta acá. No seamos cagones, llevémonos la copa al barrio. Y después, si seguimos con ganas, nos los comemos crudos…

Lo miró a Ulises, los dos sabían que era para él. Este mostró las palmas para evidenciar sus buenas intenciones.

—Obvio… Yo siempre juego con el reglamento en la mano… —sonrió.

El juez los llamó de vuelta a la cancha y los dos equipos tomaron posiciones. Arias pasó cerca de Ulises y le susurró con seguridad.

—Tranqui… Vos ponela en el área y yo me encargo.

Arrancó el segundo tiempo. Sacaron Los Duros de Stud y mantuvieron el control de la pelota. Ulises salió a meter presión. Un pase largo y uno de ellos ya estaba en las puertas del área. Marcándolo con determinación, Martín lo obligó a avanzar por el carril izquierdo. El otro llegó a mandar el centro y uno de sus compañeros ya estaba en el área para recibirlo. Boris y él saltaron en pugna por el cabezazo, pero Pedro fue veloz y cortó el pase con el puño cerrado. El balón salió volando y Pelón lo ganó con el pecho. Lo bajó con suavidad hasta sus pies y ya se daba vuelta para encarar el arco contrario, pero dos le estaban encima. Un grito le llamó la atención desde atrás. La mandó y siguió adelante, abriéndose paso entre los defensores. Ulises la recibió y, desoyendo el pedido de sus compañeros, le dio un bombazo al arco. La pelota pegó un metro por encima de los palos. Pidió perdón con la mano y Arias rio. Sabía bien cuándo la impaciencia le ganaba a su amigo.

La contienda siguió con la misma crudeza. Los Duros se mantenían bien armados y jugaban fuerte, medían las reacciones del árbitro y metían cuanta falta podían. El equipo de El Mondongo no parecía encontrarle la vuelta. Comenzaron a sentirse superados por el control del balón en pies rivales y alguno llegó a pensar que el gol del primer tiempo les había caído de pura suerte.

Pero Arias seguía metiéndose entre las líneas enemigas. Cada vez que recibía el balón se mandaba veloz, pasando entre los defensores. Infructuosamente, le cortaban los pases, el arquero brillaba en una atajada o, cuando lo tenían todavía fuera del área, lo barrían sin cuidado del juez, un gordo sudado que parecía no moverse de la línea del lateral y miraba reiteradamente el reloj, probablemente no por el partido.

Saque de arco de Pedro. La pelota voló directo hasta los pies de Arias en la mitad de la cancha. El petiso se sacudió al mediocampista a su espalda y encaró velozmente al arco. Era el momento. Percibió la fuerza del destino, armándose en una jugada que cambiaría la historia. Gambeteó al defensor derecho y se perfiló para patear. El arquero enemigo sintió la aceleración que le subía desde la boca del estómago. Lo iban a clavar. Arias, la derecha en el aire, el pie izquierdo como único apoyo, la mirada fija en el balón. Y el botín del dos de Stud, surcando el suelo como una flecha a ras del piso, directo a partir su talón izquierdo. Falta. Pitazo del árbitro. Arias cayó de bruces al suelo.

La visión se le nubló. Las ideas le sonaban como monedas que caían por una escalera, cada vez más lejanas. El diez de El Mondongo corrió enceguecido a devorarse al dos de Stud. Lo tomaría del cuello, lo partiría como a una rama. Ni la copa, ni el árbitro, ni nada le importaba. El otro lo veía venir en milésimas de segundos como esperándolo, dejándolo caer y llevándose consigo a los suyos. Pero no, de un salto y en una pata, Arias se interpuso, un manotazo en el pecho y un grito firme. Ulises era tironeado lejos del dos por sus amigos, mientras largaba puteadas bien ornamentadas. Amarilla para ambos.

—¡Así no! —le ordenó Arias—. Hay que ganar, ¿escuchaste?

Ulises asintió con rabia y se calmó.

—¿Podés jugar?

El delantero apoyó el botín un instante y lo levantó con dolor, como si hubiese tanteado aguas demasiado heladas. Salió de la cancha rengueando y con la cabeza gacha. Se sentó junto a Diógenes. El can movió la cola al sentirlo cerca.

A pesar de la amarilla a Ulises, el árbitro cobró falta para los pibes de El Mondongo. El diez se disponía a patear. Bombazo al arco y otra volada del arquero que les cortó la alegría. Con uno menos, las esperanzas de los pibes de llevarse la copa de vuelta a El Mondongo mermaban.

Contraataque de Los Duros de Stud, pase largo por el corredor izquierdo. Boris no llegó, su rival avanzaba con el balón y disparó al ángulo. Pedro saltó descomunalmente y la palma abierta calzó justo en la pelota, que voló hasta fuera del área y recogió Pelón con maestría. Ya se daba vuelta cuando el grito de Ulises le pidió el pase. La pelota golpeó en seco contra el pecho del diez de El Mondongo, justo en la mitad de la cancha. La rabia se disipaba. Una caricia al llegar al suelo y ya encaraba para el arco enemigo. Una idea se enarbolaba en el vacío de su mente. Dejó un rival en el camino. El plan se clarificaba, pero todavía estaba lejos. Otra gambeta, otro más que quedó desparramado por el suelo. Sólo un poco más cerca. El dos de Stud se le abalanzaba encima, el hachazo se acercaba certero directo a derribarlo. Una chispa, un instante de luz donde todo se ordenó, todas las piezas del intrincado dominó celestial se mostraron ante sus ojos y Ulises, dotado de la divina capacidad para las estratagemas más veloces, saltó por el aire justo antes de que el botín enemigo lo impactara con actitud lacerante. Cayó de bruces ileso, pero aullando de dolor, fingiendo una falta justo en las puertas del área rival. El silbato del árbitro cortó tajante el aire. El diez de El Mondongo hizo un esfuerzo por no sonreír. Falta, tiro libre para el equipo albiazul.

Las quejas de los locales de Stud no cesaban. Era inútil, el juez ya había impartido su decisión. Ulises apoyó la pelota en el suelo. Dio marcha atrás. Todos sus compañeros, menos Pedro, se apiñaban en el área enemiga forcejeando y tironeándose con los rivales. Por un instante el pibe sintió algo dentro, un retorcijón en la boca del estómago, un deseo reprimido por cometer una atrocidad egoísta, clavarla en el ángulo y ahogarse en la gloria solitaria como quien se inflama las narices con un perfume prohibido. La idea le produjo vértigo, el vértigo le recordó la altura, la altura era la ventaja sobre sus rivales. Entre sus amigos y los defensores de Stud, como una especie de garza desgarbada, despuntaba la cabeza de Pelón, más alto que todos los demás. Una mirada cómplice y entendió todo. Se lanzó veloz y pateó con precisión quirúrgica. La pelota voló aunando voluntades. El destino era uno. Pelón saltó y su marcador quedó debajo. Cabezazo, palo y adentro.

Al día de hoy, hay vecinos del barrio de El Mondongo que atestiguan haber escuchado el grito de gol desde el otro lado de la ciudad. Diógenes se incorporó de un salto ladrando a la par de sus amigos, más que por alegría, ofuscado por que lo hubieran sobresaltado.

Pero el partido no había terminado. Llenos de ira, Los Duros de Stud sacaron enseguida y ya encaraban para el campo de los pibes de El Mondongo. La defensa aguerrida resistía los embates cortando cada jugada como podían. Pedro brillaba en el arco cuando sus compañeros no lo hacían en el área. Cada segundo se dilataba con crueldad. Arias, parado en una pata desde el lateral, sufría como un perro atado a un poste. Al árbitro gordo y sin favoritos le empezaba a picar el bagre. Miraba el reloj hambriento mientras imaginaba el chori que se clavaría en la estación de trenes. Un pelotazo rabioso del dos de Stud, palo, afuera, y los tres pitazos del juez que dieron fin al encuentro. Los seis y el perro fueron un solo grito y ladrido en la cara de los rivales, que tragaron con amargura el néctar de la derrota. Victoria. Dulce victoria.

 

***

 

El trofeo era una austera copa de plomo enchapada en oro. Casi nadie presenció la entrega, a excepción de los dueños de la cancha y los dos equipos que habían alquilado el turno siguiente. Los pibes gritaban y se abrazaban. Diógenes saltaba entre ellos desconcertado por las razones para tanto alboroto, pero alegre de que esas razones existieran. Pocos en toda la ciudad lo sabían, al menos hasta este momento en la historia, pero esa noche, en esa canchita perdida entre el barrio de las caballerizas y la estación de trenes, los pibes del equipo de El Mondongo fueron los invictos campeones de todos los barrios de La Plata.

III

—Por la victoria.

—Por la victoria —repitieron los demás y chocaron con fuerza los vasos de cerveza fría.

De los seis jugadores campeones, sólo quedaban cinco. Al salir de la canchita, Arias se había despedido de todos, pidiéndoles perdón por no poder acompañarlos y que festejaran en su nombre. Se había tenido que aflojar el botín de tanto que se le había hinchado el pie, su rostro guardaba inmutable el secreto de un dolor insufrible. Los pibes se ofrecieron a llevarlo a la guardia de algún hospital, pero se negó.

—Sólo les pido que se lleven esto —dijo, apoyándole en el pecho a Ulises la pelota del partido—. No sean giles, guardémosla. Chau, suerte…

Se subió al bondi y desapareció entre las calles.

Los demás, todos en bici menos Pedro, que estaba con su viejo Peugeot 405, anduvieron hasta encontrar un pequeño y oscuro bar que parecía perdido entre las calles angostas y desiertas. Diógenes entró con ellos, jadeando como siempre que se cansaba corriendo a la par de las bicis. A nadie parecía importarle que anduviera entre las mesas buscando donde echarse y mordisquearse las pulgas de las patas. Pidieron unas cervezas y se sentaron a brindar.

Sobre la mesa, Ulises apoyó la copa del campeonato. Sin pensarlo y con una creatividad inusitada, Boris colocó la pelota encima.

—La copa y la pelota. El eterno dilema —largó el defensor, con ese aire de poeta de pocas palabras y constante desazón.

Ulises resopló una sonrisa. Boris se rascó la larga cabellera rubia que su cabeza vestía, dividida al medio y bien sujetada con un cordón que usaba de vincha sólo cuando jugaba al fútbol. Era un tipo ancho, ni gordo ni flaco. Sólo ancho, de altura promedio. Cualquiera podría confundir su desprolijidad con desgano, pero lo cierto es que le preocupaban muchas otras cosas más cruciales en la vida que la estética.

—Claro… —adhería Pelón sin verdaderamente atinar a entender a qué se refería su compañero. Tomó un trago largo de cerveza, agarró la pelota cual antigua calavera y la miró directo a los ojos—. Ser o no ser. Algo así, ¿no?

Levantó la ceja en un agudísimo gesto de intriga y humor a la vez. Su cabeza alargada comenzaba y terminaba con el ralo pelo que caía desde arriba y cada vez abundaba más en la barba debajo. Ese deterioro que lo aquejaba desde niño le había ganado el título que con gusto llevaba a todos lados como nombre más propio que el propio. Tanto su buen humor como su alargado y lánguido cuerpo parecían no tener límites. Sólo parecían.

—Más bien creo que se refiere a la pelota como principio esférico, lo completo, lo lleno. Y a la copa como principio de lo cóncavo, lo vacío e incompleto —aseguró Martín, con su lógica criminalmente fría.

Su razón no se enturbiaba con sentimientos, era una maquinaria correctamente aceitada para calcular las probabilidades más probables. Era el más petiso del grupo, de peso sólido y antebrazos grandes. La espesa porra que le cubría la cabeza se veía brutalmente interrumpida por la mirada profunda que lo acompañaba.

Boris se refregó la frente. Su jaqueca lo fatigaba cuando escuchaba boludeces.

—Incapaces. La metáfora les escapa.

Pedro observaba la escena desentendido de los tres, como si cada uno hablase una lengua muerta distinta.

—El jabón te escapa, bagarto… —largó para meterse en el ruedo—. Hay que bañarse, Boris, eh…

Ulises casi escupe la cerveza de la risa. El arquero, grandote y firme, con una panza que asomaba sin avergonzarse y su pinta de matón de la mafia italiana, tragó cerveza en busca sólo de su efecto etílico, sin importarle el sabor.

—Y a vos la nariz se te escapa de la cara, gordo —arremetió sin poesía el defensor.

Era cierto. Una larga nariz medio aguileña destacaba en la cara de Pedro, casi subrayada por la tenue sombra de un bigote debajo.

—Boris, por favor… —sonrió, casi como una superpotencia a la que le dan la excusa perfecta para atomizar al rival—. De narices no hablemos, que no sé quién está peor…

El defensor tomó un trago de cerveza para enfriarse. Su amplia napia de irlandés boxeador rozó los bordes del vaso.

La charla continuó con la ligereza mansa del vaivén marino. Es que esa mesa de bar que el equipo de El Mondongo ocupaba era un barco que navega con su carga de cinco pibes, un perro pulgoso y una pelota orgullosa, posada sobre la copa como un marinero dormido en el carajo, desatendido de sus deberes, saboreando la calma perversa sin levantar la mirada hacia la tormenta que se avecina soplando muerte por los acantilados afilados de las islas cercanas, cada vez más amenazantes. Un mar oscuro y de leyenda negra. Así era el humo de ese club, que recorría el ambiente danzando entre las narices de tipos crudos y desdibujando las letras de neón que colgaban por ahí. Islas de arenas pálidas y sombras entre los riscos. Las mesas del local se distribuían en grupos de rostros terriblemente entumecidos, curtidos, inermes. Ninguno levantaba la voz, sólo bebían y comentaban murmullos banales, como dándole cuerda a una siniestra máquina musical que eventualmente encontraría tope y debería ser abierta para que los engranajes corrieran, hicieran lo que tuvieran que hacer y sonara la ansiada musiquita. Truco, retruco, el rodar de las seis caras y la desilusión después. Risas falsas de ranitas mal pintadas, con ancas repletas de carne y de ruegos que oculten las várices. Soplaba en el aire un tango viejo. Un par de dedos afilados tamborileaban sobre una larga mesa hundida en las sombras al final del local, repleta de secuaces enormes y carcajeantes, redondos como bombos.

Desde la cabecera, unas gafas negras recorrían la penumbra del lugar. Ulises, el pibe de El Mondongo, se distrajo de las risotadas de sus amigos como si un silbido le hubiera soplado la nuca. Diógenes le apoyó la cabeza en el regazo, pero él no le dio cabida. Volteó, la atmósfera le pareció sumida en una densa neblina. Allí, al final del bar, la mesa larga terminaba en el despuntar de un pequeño brillo. Era el de una cabeza calva cerrada por unos prismáticos oscuros, sumergida en las tinieblas de un tapado negro. Podía estar mirándolo a él o a la nada misma. Diógenes ladró, Ulises pareció volver en sí y le dio las caricias buscadas. El pibe recordó que no había comido nada. Vació el vaso con voracidad y se lo llenó de nuevo.

—Che… ¿cómo anda el laburo? —le preguntó Martín.

Ulises parecía distraído.

—Ah, bien…, qué sé yo…—respondió sin ganas.

—¿Dónde era que estabas ahora? —inquirió Boris, que no retenía los datos que le parecían inútiles.

—El astillero, la parte de carpintería…

Otro trago de cerveza le pasó por la garganta. Pedro lo miró extrañado.

—¿Qué hacés laburando de eso? —preguntó molesto, pensando que su compañero estaba ampliamente sobrecalificado—. ¿Y la boludez de la guitarrita? —A ver si pinchándolo sacaba algo mejor de él. El arquero sabía bien que no era ninguna boludez. La música era la pasión más grande del pibe, allí donde brillaba casi tanto o más que en la cancha. Su amigo no soportaba que no explotara ese talento—. ¿No ibas a tocar la semana pasada en el varieté ese?

—No, se cayó al final… —otro trago, no estaba cómodo—. Che, Pelón…, ¿qué pasó con la minita de la facu el otro día?

Sonó un rayo de la cabeza a los pies. El rock inundó el lugar como una inyección de aire caliente directo al torrente sanguíneo. En la mesa del fondo, regida por el pelado de anteojos, un gordo petiso que no paraba de fumar destilaba una lujosa embriaguez. Reía, atormentando a los que tenía cerca con carcajadas roncas que se ahogaban en una tos catarrosa. La música parecía dotarlo de una vitalidad perdida. Levantó su corto y ancho cuerpo de la mesa, escupió algo negro y comenzó a contornearse siguiendo oxidadamente el ritmo. Se pavoneaba ahora por el lugar, agitando los brazos y torciendo las piernas, mientras enarbolaba una botella en alto y tosía entre dientes. Algunos comenzaron a acompañarlo con palmas y risas. De su mesa comenzó una arenga, un nombre corto que los pibes no llegaban a entender.

—Si alguna vez estoy así… —le susurraba Pedro a Ulises—, no dudes en ponerme una bala, eh…

—Gordo, vos siempre te ponés así —aseguró Pelón.

—Así, jamás.

La música se acercaba al estribillo. La tos se incrementaba sin acercarse a un clímax. La botella seguía en alto y el reflejo de un espejo captó su mirada. Lanzó con virulencia, el proyectil vítreo fue certero. Una lluvia de cristales siguió al estrepitoso resquebrajamiento. Silencio incómodo, algunas risas impunes. “¡Es un vitricida!”, gritó alguno. Todos rieron. Una voz cortó el aire con el filo de una navaja.

—Pierre, sentado…

Fue lo único que dijo. Y todo el local continuó con la misma dinámica de antes, sólo que ahora caminaban sobre vidrios quebrados.

Iban y venían de la barra, trayendo una birra tras otra. La charla seguía navegando las aguas de los mismos temas de siempre, las mismas anécdotas que repetían una y otra vez sin hartarse mutuamente. Pelón fumaba encadenadamente y aprovechaba para cuestionar a Ulises sobre las condiciones sindicales en su trabajo. Es que el delantero militaba en la facultad y tenía un apetito insaciable por la política, tema que Ulises encontraba soporífero.

—No sé… Supongo que es igual que en todos lados… —contestaba el diez con poco humor—, hay dos o tres que manejan todo y lo mejor es estar en buenos términos con ellos.

—Qué mierda… Tendrían que tratar de armar algo de abajo, como…

—No sé si es una mierda —interrumpió—. Es como en todos lados. De abajo sólo se puede ir más abajo. Si les chupa un huevo, bailan por la guita no más… —Martín y Boris querían meter un bocado, pero no los dejó—. No me digan que no, acá la gente no hace nada por sí sola, necesitan a alguien que les diga para dónde ir, qué hacer… ¿No, Pedro?

—La verdad, me chupa un huevo. ¿Dónde salimos hoy?

—Yo, a mi casa, tengo que estar ahí antes de las doce. Tomo una más y me voy.

Dio un trago y apoyó con ruido el vaso en la mesa. Era la segunda vez en la noche que la charla lo fastidiaba. Pensó que si volvía, aún estaba a tiempo de pegarse una ducha y comer algo, además de saborear el orgullo de cerrarle la boca a Lupe cumpliendo lo prometido. Por ahí hasta ligaba algo antes de ir a la fiesta.

—No seas cagón, esto ni cuenta como festejo. Hoy salimos campeones… —se explicaba Pedro, que necesitaba una noche de fastuosa celebración.

El diez hizo una expresión con los hombros como si la decisión no estuviese en sus manos. Ciertamente, su mirada desabrida lo evidenciaba.

—Pasa que al señor le tiran de la correa en casa…

—Chupame un huevo, Martín. Y si salimos campeones hoy, fue gracias a mis habilidades futbolísticas…

El comentario poco feliz se ganó los abucheos. Era evidente que la cerveza le estaba aflojando la boca.

—Fingir una falta en las puertas del área no es fútbol —retrucó Boris.

—Además, el gol lo hice yo, muerto —recordó Pelón, y los demás lo segundearon.

—Pero qué pase que te puse… Ni te despeinaste… —sonrió Ulises.

—No se despeinó porque no tiene pelo —aseguró Martín.

Todos rieron.

—¿Qué querés hacer, Pedro? —inquirió Boris.

—Yo empezaría por pedir un fernet.

—Si quieren, pídanselo. Yo les invito la próxima birra y me voy. Tengo que mear.

Se levantó de la mesa.

—Si Arias estuviese acá, me bancaría. Es una vergüenza que no nos rompamos hoy. Salimos campeones, viejo…—reafirmó el arquero.

Mientras caminaba hacia el fondo del salón, el diez de El Mondongo recordaba la amargura en las palabras de Lupe. Tendría que haber terminado el partido y encarar enseguida la vuelta a El Mondongo. Pero no se pudo negar a una birra después de la copa, aunque sería un secreto más entre tantos, intrascendente pensaba, si es que llegaba a cumplir todo lo prometido.

No podía estar más errado. No sabía cuántas cosas había desatado la pequeña pieza de dominó que acababa de empujar. El alcohol le corría ligero por la sangre y sentía que los rostros poco amigables, teñidos por la luz rojiza del lugar, lo observaban susurrando. Se refregó el cuello, anticipando un escalofrío. Estaba por cruzar la puerta del baño y un ladrido lo despabiló. Miró hacia atrás y vio a Pedro que acariciaba a Diógenes, intranquilo al perderlo de vista. Los recorrió un instante con la mirada como posada en una vieja fotografía. Se le escapó un deseo: mantenerlos, mantenerse eternamente en ese momento. Sonrió y cruzó la puerta. El perro trataba de contentarse con las caricias del arquero, pero había algo, algo que ya había percibido en el aire de su barrio, mientras el sol caía. Un olor que no olía nada bien.

El brillo blanco de un tubo de luz le recordó lo ebrio que estaba. El lugar apestaba a meo y los dos únicos urinales estaban ocupados por otros dos tipos. Caminó medio mareado al cubículo del inodoro y abrió de un empujón. Pero la puerta no cedió del todo, algo había allí dentro que la obstruía. Tardó en comprender.

—Uy… —fue lo único que atisbó a decir.

Los dos que estaban meando, se sacudieron rápido y salieron de ahí con el calzón húmedo. Afuera, la mesa del gordo Pierre y los demás pesados esperaba la vuelta del que tiraba de sus correas. La puerta del cubículo se abrió lentamente. Con la expresión de una piedra, allí estaba el pelado de anteojos negros, cubierto por un largo tapado oscuro. Lo que segundos atrás peinaba con delicadeza sobre el dispenser del papel higiénico ahora se encontraba desperdigado por el suelo, su manga, sus manos. El pibe sonrió con amargura, qué delicioso momento cargado de cagadas.

El tipo se pasó veloz la mano polvorienta por la nariz y chupó lo que quedaba en el pulgar. Se registró las encías con la lengua y, finalmente, habló:

—Que uno no sepa… que camina sobre hielo fino… no evita que este se quiebre… —la voz atravesaba la garganta hasta salir cruenta como la frenada de una camioneta, con la calma fugaz que precede a la inexorable colisión—. No pienses ni por un instante que lleno de satisfacción mis noches con encuentros como este. Ay, si fuesen mis dedos los que empujan las agujas del reloj, cómo te permitiría volver sobre tus pasos y desaparecer detrás de esa puerta. Pero esos engranajes deben seguir girando y hay cosas que no puedo dejar pasar. Un poco de luz y la pérdida de la inocencia te dejará radiante. No es lo derramado mi molestia, sino que te cueste bajar la cabeza y pedir el perdón del único que en estos días del fin del mundo te lo puede dar… ¿Me entendés, nene?

La mirada de Ulises se mantenía casi perdida en la oscuridad de los lentes, la boca semiabierta, empelotudecida por el alcohol y la soberbia de su reciente triunfo, incapaz de cazar un simple pensamiento de la verborragia laberíntica del tipo. Sólo una palabra fue suficiente para detonar en lo profundo de sí la explosión de un orgullo tenaz, tal vez suicida, que le enturbiaba la vista y le envenenaba la boca.

—¿Quién mierda te pensás que sos, pelado? ¡Nene, las pelotas! —balbuceó—. Yo soy Ulises, campeón de El Mondongo —aseguró, con la ridiculez trágica de quien se dispone a un duelo de pistolas llevando un cuchillo.

El pelado sólo levantó una de las cejas afiladísimas por sobre los anteojos. Se adelantó despacio, el pibe retrocedió instintivamente hasta tocar la pared con la nuca. Un dedo largo con su uña apareció frente al pecho del diez. El susurro era ligero, Ulises no estaba seguro de si la boca se movía mientras hablaba.

—Voy a disfrutar viendo a tu motor correr… —la uña se apoyó donde imaginaba que se ocultaba un corazón— desesperado por una gota más de combustible… —a Ulises lo recorrió una sensación helada; no podía hablar, el aire se escurría de su cuerpo—. ¿Cuánto amor te queda para andar? —una risa, alguien reía—. ¿No ves lo absurda que es la herida de la vida?

Todo el murmullo del lugar se silenció en el instante en que la puerta del baño se abrió con el impacto del cuerpo de Ulises, despedido como un proyectil. Rodó y cayó por el suelo, respirando pesadamente, apretando la camiseta albiazul a la altura del corazón. Los cuatro pibes de El Mondongo se pararon al otro lado del local. En el umbral apareció la figura del pelado. Los matones de su mesa se incorporaron al verlo. Bajo la piel de todos sonaba fuerte un rocanrol vibrante. El pelado extendió la palma de su mano hacia Ulises, como quien lo entrega en bandeja.

—A él, fieras.

IV

El séquito de gorilas del pelado se abalanzó sobre Ulises. El pibe se incorporó de un salto, esquivó unos manotazos y rebotó sobre la mesa más cercana. Las cartas y el pozo de billetes volaron para todos lados. El diez ya saltaba a la mesa siguiente. Uno de los timberos se lanzó tras la guita y el otro le partió la cara para frenarlo, mientras otra trifulca se desataba. Una gambeta, un puntinazo a la jeta, y Ulises evitaba que lo acorralen. Al otro lado del salón, los pibes fueron veloces y sorprendieron por la espalda. Diógenes saltó con las fauces abiertas y se prendió de lleno al brazo del gordo Pierre, otrora bailarín bufonesco. Pelón besó la botella de fernet recién comprada, pidiéndole perdón de antemano por la afrenta, y se la partió de lleno en la nuca al que tenía más cerca. Uno dormido, y fue tras otro esgrimiendo el pico roto. Boris llegó haciendo plancha, justo para sacarle uno de encima a Ulises. Cerca de la pared, un negro moro y enorme de los matones del pelado se levantó colosal con una furia volcánica, revoleando la mesa contra cualquiera. Pedro supo que ese podía cambiar la historia.

—¡Che, cara de nada!

Llamó su atención furiosa justo para sorprenderlo con el garrotazo de una silla, de lleno al ojo izquierdo. El tipo gritó como nunca y se echó hacia atrás, tambaleando desorientado.

Ahora todo el local era una fantástica degollina de bandos indefinidos. Volaban los muebles, los cristales y hasta las minitas como municiones de un lado al otro. Uno cazó a Ulises y lo revoleó de vuelta al suelo. Martín salió a marcarlo, interponiéndose sin darle respiro. El diez se incorporó y juntos lo desbordaron. El equipo volvía a estar reagrupado. El negro morocho ordenaba sus sentidos. Se tocó la cuenca izquierda: la sangre brotaba en torrentes. Si cerraba el derecho no veía nada. Tuerto y furioso, desenfundó un enorme cañón fulgurante y empezó a foguear para todos lados, sin distinguir amigos de enemigos. Las entrañas volaban por doquier. Con cada fogonazo del .44 se le iluminaba el único ojo, exudante de rabia.

—¡Rajemos! —gritó Ulises.

No terminaba de decirlo y ya corrían por el salón a la calle. Pelón tomó la pelota que seguía descansando sobre la copa arriba de su mesa. Un silbido y Diógenes soltó el brazo de su presa, sumándose a la retirada.

Se lanzaron dentro del 405 del arquero. Boris, Martín, Pelón y la pelota, atrás. Ulises, de copiloto, mantuvo la puerta abierta, mientras salían arando y Diógenes, que destilaba un insoportable olor a adrenalina canina, saltaba justo en su regazo con el auto en movimiento.

—¡¿Qué mierda hiciste en el baño, boludo?! —inquiría Pelón mientras se lamía la mano para degustar lo único que le había quedado del fernet.

—¡Nada, les juro que nada! ¡No tengo la culpa, el tipo ese está loco! —intentaba explicar el diez de El Mondongo. Mientras tanto, Pedro mantenía la mirada adelante, apretaba el acelerador al mango y Diógenes no dejaba de ladrar incontenible—. Vámonos a casa y que estos tipos…

No llegó a terminar la frase. Martín lo alertó con un grito y se achicó lo justo para cubrir a Diógenes. La ventanilla del asiento de Ulises estalló con un cadenazo.

—¡Hijo de puta! —gritaba Pelón.

Una moto los había alcanzado y los seguía de cerca. El casco negro brillaba intermitentemente con las luces que pasaban a toda velocidad, agitando una cadena como arma de azote.

—Acá viene otra… —sentenció Boris, sentado al otro lado, haciendo referencia a un segundo persecutor que se sumaba por la izquierda—. Espero que todo esto tenga una buena razón, el destino del mundo o algo así, y que no sea por otro de tus ataques de pelotudez… —con desidia y hastío se acomodó en el asiento, refregándose la jaqueca de las sienes.

Martín, sentado en el medio, se estiró sobre Pelón y bajó la ventanilla, asegurándose de que no les rompieran los vidrios en la cara. Pelón lo miró extrañado.

—¿Tenés calor?

—¡Guarda! —llegó a avisarle el defensor.

Esquivaron justo otro cadenazo. Pelón fue rápido y se aferró a uno de los eslabones. El motoquero no cedía, tironeando para recuperar su arma. El otro, que se acercaba del lado izquierdo, metió un palazo contra la puerta de Boris.

—¡Pero qué moscas que son! —gritó Pedro, enfurecido.

Pegó un volantazo contra la moto de la derecha. Ulises sostenía a un Diógenes desaforado que se abalanzaba furioso para saltar por la ventana. El tipo soltó la cadena demasiado tarde; con el golpe, se estampó contra el baúl de un coche estacionado.

Un estruendo y el espejito retrovisor izquierdo desapareció.

—El auto de atrás nos está baleando. Es un negro, tuerto, empuñando un cañón considerable —informó Boris. El negro aceleró con toda y les pegó de atrás—. ¿Con quién mierda nos metiste, Ulises?

—Igual, este creo que es culpa mía… —confesó Pedro.

Metió otro volantazo para sacudirse la moto que quedaba. Demasiado lento: el negro volvió a disparar.

—Pasame el matafuego —ordenó Martín.