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Emma Darcy

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Beschreibung

Ella tenía lo único que él deseaba: un heredero para la familia Zavros Las revistas del corazón solían dedicar muchas páginas al magnate griego Aris Zavros y a la larga lista de modelos con las que compartía su cama. Tina Savalas no se parecía a las amigas habituales de Ari, pero aquella chica normal escondía el más escandaloso secreto: seis años atrás, había acabado embarazada después de una apasionada aventura con Ari . Al conocer la noticia, Ari solo vio una solución: la inocente Tina sería perfecta para el papel de dulce esposa. Y, aparentemente, contraer matrimonio en la familia Zavros no era una decisión… era una orden.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Emma Darcy. Todos los derechos reservados.

UNA OFERTA INCITANTE, N.º 2153 - mayo 2012

Título original: An Offer She Can’t Refuse

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0087-8

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

ES COMO la vela de un barco, mamá! –exclamó Theo cuando llegaron al edificio más famoso de Dubai, el hotel Burj al-Arab, el único hotel de siete estrellas del mundo.

Tina Savalas sonrió, mirando a su precioso hijo de cinco años.

–Sí, es verdad.

Construido en una isla artificial, la enorme estructura blanca tenía la elegancia de una gigantesca vela movida por el viento. Su hermana, Cassandra, le había dicho que era absolutamente fabuloso, algo que tenían que ver mientras estaban en Dubai, de paso hacia Atenas.

En realidad, alojarse en el hotel costaba miles de dólares por noche y solo los multimillonarios, para quienes el precio era irrelevante, podían permitírselo. Gente como el padre de Theo. Sin duda, Ari Zavros habría ocupado una de las lujosas suites con mayordomo privado mientras iba de Australia a Grecia, olvidando por completo su «encantador episodio » con ella.

Tina intentó apartar de sí tan amargo pensamiento. Ari Zavros la había dejado embarazada, pero era culpa suya. Había sido una ingenua al creer que estaba tan enamorado como lo estaba ella. Además, ¿cómo iba a lamentar haber tenido a su hijo?

Theo era el niño mas adorable del mundo y, de vez en cuando, pensar en todo lo que Ari estaba perdiéndose le daba una perversa satisfacción.

El taxi se detuvo en la entrada de seguridad, donde varios empleados se encargaban de que solo entrasen los clientes, y su madre sacó la reserva que demostraba que iban a tomar el té allí. Bueno, en rea lidad no era un té, sino un almuerzo completo. Incluso eso costaba ciento setenta dólares por persona, pero habían decidido que era una experiencia única en la vida.

El guardia de seguridad le hizo un gesto al taxista para que atravesara el puente que llevaba a la entrada del hotel.

–¡Mira, mamá, un camello! –gritó Theo.

–Sí, cariño, pero no es de verdad. Es una estatua.

–¿Puedo sentarme en él?

–Preguntaré si puedes hacerlo, pero más tarde, cuando nos marchemos.

–Y hazme una foto para que pueda enseñársela a mis amigos –insistió el niño.

–Tendrás montones de fotos que enseñar de este viaje –le aseguró Tina.

Bajaron del taxi para entrar en un vestíbulo fabuloso, tanto que se quedaron parados mirando los techos artesonados y las enormes columnas. Había balcones en cada planta, pero tantos que no podían contarlos.

Los techos estaban pintados en azul agua, verde y dorado, con miles de lucecitas incrustadas que titilaban como estrellas.

Cuando por fin bajaron la cabeza, delante de ellos y dividiendo dos grupos de ascensores, había una maravillosa cascada de fuentes con los mismos colores que el techo. Los ascensores estaban flanqueados por enormes acuarios de peces tropicales que nadaban entre las rocas y el follaje acuático.

–¡Mira los peces, mamá! –exclamó Theo.

–Esto es asombroso –murmuró la madre de Tina.

–Desde luego –asintió ella.

–A tu padre siempre le gustó la arquitectura del viejo mundo. En su opinión, nada podía ser más hermoso que una catedral o un palacio europeo, pero esto es absolutamente espléndido. Ojalá pudiese verlo…

Su padre había muerto un año antes y su madre seguía llevando luto. Y Tina también lo echaba de menos. A pesar de haberle dado un disgusto al quedar embarazada sin haberse casado, su padre la había apoyado y había sido un maravilloso abuelo para Theo, orgulloso de que le hubiera puesto su nombre.

Era una pena que no hubiese vivido lo suficiente para ver a Cassandra casada. Su hermana mayor lo había hecho todo bien: había tenido éxito en su carrera como modelo sin dar nunca el menor escándalo, se había enamorado de un fotógrafo… griego, además, que quería que su boda tuviese lugar en Santorini, la más romántica de las islas griegas.

Su padre se habría sentido orgulloso de llevar a Cassandra, su «hija buena», al altar. Pero al menos la «hija mala» le había dado la alegría de llevar un hijo a la familia. No tener hijos varones había sido una desilusión para él, pero Tina se decía a sí misma que lo había compensado con Theo. Y ella lo había ayudado mucho en el restaurante, haciendo las cosas como las hacía él cuando se puso enfermo.

Pero, aunque creía haberse redimido a ojos de su padre, no podía olvidar la pena de haberse entregado a Ari Zavros y que él se hubiera marchado sin mirar atrás. Solo Theo había conseguido que no se hundiera.

Él hacía que la vida mereciese la pena. Además, había muchas cosas de las que disfrutar… como aquel fabuloso hotel, por ejemplo.

El ascensor los llevó al Bar SkyView, en el piso veintisiete, y atravesaron un corredor de mosaicos con una interminable alfombra en forma de pez. Su madre iba señalando los jarrones con rosas colocados por todas partes, cientos de ellas…

Todo era increíblemente opulento, increíblemente fabuloso.

En el vestíbulo fueron recibidos por un empleado que los llevó al salón de té. Allí la decoración era en tonos verdes y azules con cenefas blancas, como si fueran blancas crestas de olas. Fueron sentados en cómodos sillones cerca de un ventanal desde el que había una fabulosa vista de la ciudad de Dubai y la isla de Palm Jumeirah, donde los más ricos del mundo tenían mansiones frente al mar.

Nada que ver con Sídney, pensó Tina. Pero aquel día estaba disfrutando de aquella vida de ensueño, se dijo, sonriendo al camarero, que les ofrecía una carta interminable.

Tina no sabía si iba a poder comer tanto, pero estaba decidida a disfrutar todo lo posible.

Su madre estaba sonriendo.

Theo no dejaba de mirar por la ventana, entusiasmado.

Aquel era un buen día.

Ari Zavros estaba aburrido. Había sido un error pedirle a Felicity Fullbright que lo acompañase a Dubai aunque, por otra parte, eso había dejado claro que no podría soportarla como compañera durante mucho tiempo. Felicity tenía que hacer ciertas cosas y no había manera de convencerla de lo contrario. Como, por ejemplo, tomar el té en el hotel Burj al-Arab.

–He tomado el té en el Ritz y el Dorchester en Londres, en el Waldorf Astoria en Nueva York y en el Empress de Vancouver. No puedo perderme este hotel –había insistido–. Además, la mayoría de los jeques han sido educados en Inglaterra, ¿no? Seguramente saben más de té que los propios ingleses.

Nada de relajarse entre conferencias sobre el proyecto de construcción en Palm Jumeirah, pensó Ari. No, tuvieron que visitar la famosa pista interior de esquí, el acuario Atlantis y, por supuesto, las tiendas en las que Felicity esperaba que le comprase todo lo que se le antojaba.

No se contentaba con su compañía y Ari estaba harto de ella. Lo único bueno de Felicity Fullbright era que al menos en la cama cerraba la boca.

Por eso le había pedido que lo acompañase a Dubai, pero la esperanza de que fueran compatibles en otros aspectos se había ido por la ventana prácticamente en cuanto subieron al avión.

Lo bueno de Felicity no compensaba lo malo y estaba deseando librarse de ella. Una vez que llegasen a Atenas, la enviaría de vuelta a Londres para no volver a verla nunca más. No pensaba invitarla a la boda de su primo en Santorini. Su padre podía protestar todo lo que quisiera sobre su soltería; no iba a casarse con la heredera Fullbright.

Tenía que haber alguna mujer en el mundo a quien pudiese tolerar como esposa, pero debía seguir buscando.

Su padre tenía razón: era hora de que formase una familia. Además, él quería tener hijos… en rea lidad, siempre había disfrutado mucho con sus sobrinos. Pero encontrar a una mujer que pudiese darle hijos y con la que se llevara bien no parecía ser tarea fácil.

Estar locamente enamorado como su primo George no era necesario. De hecho, después de haber sufrido por culpa de una pasión loca en su juventud, Ari no quería volver a pasar por ello. Y, con ese objetivo en mente, había desarrollado una armadura de acero alrededor de su corazón para no volver a perder la cabeza por ninguna mujer.

Una relación debía satisfacerlo a todos los niveles para que fuese viable y su insatisfacción con Felicity aumentaba por segundos.

En aquel momento estaba poniendo a prueba su paciencia haciendo millones de fotografías en el vestíbulo del hotel. No era suficiente con mirar y disfrutar. No, ella usaba la cámara hasta agotarla, haciendo fotografías que examinaba al detalle para luego descartar la mayoría de ellas.

Otra costumbre suya que detestaba. A él le gustaba vivir el momento.

Por fin llegaron al ascensor y, unos segundos después, un camarero los acompañaba a una mesa en el bar SkyView.

¿Pero se sentó Felicity para disfrutar de la vista? No, la situación no era perfecta para ella.

–Ari, no me gusta esta mesa –susurró, sujetándolo del brazo.

–¿Qué le pasa a la mesa? –preguntó él, intentando contener su irritación.

Felicity le hizo un gesto, indicando la mesa de al lado.

–No quiero sentarme al lado de un niño. Seguramente se pondrá a gritar y nos estropeará la tarde.

Ari miró al grupo familiar sentado a la mesa. Un niño de unos cuatro o cinco años miraba por la ventana. A su lado había una mujer muy guapa con una estructura ósea como la de Sophia Loren y el ondulado pelo oscuro con mechones grises que no se molestaba en teñir, seguramente porque no le hacía falta. Probablemente la abuela del niño. Al otro lado, de espaldas a él, había otra mujer de pelo negro cortado a la moda, mucho más joven y esbelta. Seguramente sería la madre del niño.

–No te va a estropear el té, Felicity. Además, el resto de las mesas están ocupadas.

Habían llegado tarde… más tarde de lo que deberían debido a las fotografías que Felicity había insistido en tomar en el vestíbulo. Tener que soportar las manías de aquella mujer estaba poniendo a prueba su paciencia.

–Pero si se lo pides al maître, seguro que podrá arreglarlo –insistió ella.

–No voy a hacer que nadie se levante de su silla –le advirtió Ari, molesto–. Siéntate y disfruta del té.

Felicity hizo un puchero mientras echaba su rubia melena hacia atrás pero, por fin, se sentó.

El camarero les sirvió dos copas de champán y charló brevemente con ellos mientras les ofrecía la carta.

–¿Por qué tienen todas esas hamacas colocadas en fila, yiayia?

Era el niño quien había preguntado y Felicity volvió a hacer un puchero, irritada.

Ari reconoció el acento australiano y eso despertó su curiosidad.

–La playa es del hotel, Theo. Y las hamacas están colocadas así para que los clientes se pongan cómodos –respondió su abuela, con acento griego.

–En Bondi no están así –insistió el niño.

–Porque Bondi es una playa pública.

–¿Puedo bajar a la playa, yiayia?

–Solo se puede bajar a la playa si te alojas en el hotel, cariño.

–Entonces, Bondi es mejor –concluyó el crío, volviéndose de nuevo hacia el ventanal.

Un australiano igualitario incluso a tan temprana edad, pensó Ari, burlón.

Felicity suspiró.

–Vamos a tener que oírlo charlotear toda la tarde. No sé por qué la gente trae niños a sitios como este. Deberían dejarlos con las niñeras.

–¿No te gustan los niños? –le preguntó Ari.

En realidad, esperaba que dijese que no. Esa sería una excusa perfecta para romper con ella.

–En su sitio y en su momento –respondió Felicity.

O sea: lejos, donde no molestasen.

–Yo creo que la familia es muy importante –insistió Ari–. Y cuando tenga hijos, los llevaré a todas partes.

Eso la calló momentáneamente.

Pero aquella iba a ser una tarde muy larga.

Al escuchar la voz del hombre que estaba sentado en la mesa de al lado, Tina sintió que se le erizaba el vello de la nuca.

Esa voz tan masculina le recordaba otra que la había seducido; la que la había hecho creer que era más especial que ninguna otra mujer en el mundo.

Pero no podía ser Ari.

Además, era absurdo pensar en él. Seis años antes, Ari Zavros había desaparecido de su vida y nunca había vuelto a Australia porque no tenía el menor interés en seguir en contacto con ella.

No, imposible, no podía ser él.

En cualquier caso, sería mejor seguir dándole la espalda. Si era Ari la y la reconocía… no quería ni pensar en ello. No estaba preparada para encontrarse con él, especialmente estando con su madre y con Theo.

Aquello no podía pasar, era cosa de su imaginación. El extraño estaba con una mujer a la que había oído protestar por la presencia de Theo; una queja absurda porque su hijo era un niño muy bien educado. En fin, no debería perder el tiempo pensando en ellos, se dijo.

Suspirando, Tina tomó la taza de té y respiró su aroma. Perlas de Jazmín se llamaba. Y olía a jazmín, como si lo hubieran hecho destilando esa flor.

Ya habían tomado una deliciosa carne Wellington servida con puré de remolacha, pero al lado de la mesa había un carrito con más aperitivos, servidos en bandejas de colores. En una de ellas había sándwiches de huevo hilado, de salmón ahumado, de crema de queso con pepino. En otra, vol-au-vents de marisco, carne, pollo…

¡Era imposible comérselo todo!

Como era de esperar, Theo quiso probar el pollo y su madre cualquier cosa que llevara queso, de modo que ella podía tomar el marisco que tanto le gustaba.

Un camarero se acercó con una nueva bandeja, pero los tres la rechazaron porque aún les quedaba el menú degustación de postres, que incluía bollos con pasas, nata y varias mermeladas… incluso una de fruta de la pasión que Tina no había probado nunca.

No iba a dejar que Ari Zavros le quitase el apetito, pensó.

En la mesa de al lado, era la mujer quien hablaba sin parar, comparando aquel té con otros que había disfrutado en famosos hoteles del mundo. El hombre se limitaba a emitir murmullos de asentimiento.

–Cuánto me alegro de que hayamos parado en Dubai –dijo su madre–. La arquitectura de esta ciudad es asombrosa. Y pensar que lo han hecho todo en treinta años… eso demuestra lo que se puede hacer en estos tiempos.

–Si hay dinero para hacerlo y se paga una miseria a la mano de obra –le recordó Tina.

–Bueno, al menos ellos tienen dinero. Y estas construcciones atraen a muchos turistas que generan beneficios.

–Sí, claro –Tina sonrió–. Yo también me alegro de que hayamos venido. Es un sitio asombroso.

Su madre se inclinó hacia delante para decirle en voz baja:

–En la mesa de al lado hay un hombre guapísimo. Yo creo que debe de ser una estrella de cine o algo así. Míralo, a ver si tú lo reconoces. A Tina se le encogió el estómago. Ari Zavros era un hombre increíblemente guapo, pero no podía ser él. En fin, una miradita rápida aclararía el asunto del todo…

Pero la sorpresa de ver al hombre al que no había esperado volver a ver nunca la dejó sin aire.

–No creo que sea un actor –consiguió decir cuan do por fin pudo recuperar el aliento.

Afortunadamente, él no estaba mirándola en ese momento.

¡Ari!

Seguía siendo un hombre muy apuesto, con su espesa melena de color castaño claro, la piel morena, sus fuertes facciones masculinas suavizadas por unos labios perfectos y unos ojos de color ámbar… unos ojos que Theo había heredado. Gracias a Dios, su madre no había notado el parecido.

–Bueno, pues debe de ser alguien conocido –insistió Helen.

–No lo mires, mamá –murmuró Tina.

–Pero si es él quien no deja de mirarnos.

¿Por qué?, se preguntó ella, angustiada.

¿Su acento australiano le habría recordado los tres meses que pasó en Sídney?

No podía haberla reconocido de espaldas. Además, antes su pelo era largo y ondulado.

¿Se habría dado cuenta del parecido de Theo?

No, imposible. ¿Cómo iba a pensar que el niño se parecía a él? A menos que fuera dejando niños huérfanos de padre por todo el mundo…

Tina intentó calmarse. Ari había usado preservativos y no podía imaginar que el «sexo seguro» no había sido tan seguro después de todo.

Como Ari y su acompañante habían llegado después, era inevitable que ellos se fueran antes. Tendría que pasar al lado de su mesa y, si la miraba a la cara…

Tal vez no la recordaría, pensó. Al fin y al cabo, habían pasado seis años y tenía un aspecto diferente. Además, Ari habría tenido tantas relaciones desde entonces que seguramente ni se acordaría de ella. Pero si la reconocía… no quería ni pensar en las complicaciones.

Tina no quería saber nada de Ari Zavros. Esa era una decisión que había tomado antes de revelar el embarazo a sus padres y sería insoportable que cuestionase la paternidad del niño o que quisiera compartir las responsabilidades con ella… entrando y saliendo de su vida, haciéndola sentir como una tonta por haberlo amado tan ciegamente.

No había sido fácil mantenerse firme cuando su padre exigió saber el nombre del padre de Theo, pero lo hizo. Fuera acertada o no esa decisión, era algo que no había lamentado nunca.

Incluso recientemente, cuando Theo le preguntó por qué él no tenía un padre como los demás niños, no se había sentido culpable al responder que al gunos niños solo tenían madres. Estaba convencida de que Ari podría ser una terrible influencia en sus vidas y ella no quería darle esa oportunidad.

Pero aquel horrible truco del destino podría ser una catástrofe, de modo que tenía que evitar una confrontación.

Tina intentó contener el pánico. Aquello no tenía por qué ser una catástrofe. Ari estaba acompañado y no iba a ponerse a discutir con ella en un sitio público. Además, era más que posible que no la reconociera. Pero, por si acaso, tendría que hacer que su madre se llevase a Theo.

No podía arriesgarse.

Capítulo 2

EL RESTO de la tarde fue una pesadilla para Tina. Le resultaba imposible concentrarse en los fabulosos platos que servía el camarero e incluso, más difícil, apreciar los sabores. Se sentía como Alicia en la fiesta del sombrerero loco, con la reina a punto de ordenar que le cortasen la cabeza.

Su madre estaba probando la tarta de higos y un pastel de té verde mientras Theo disfrutaba de una tarta de chocolate y ella se esforzaba por probar una de caramelo. Pero enseguida el camarero se acercó con otra bandeja de tentaciones: fresas mojadas en chocolate blanco, tarta de merengue de limón, una bola de fruta de la pasión con un centro líquido y más y más…

Tina debía fingir que estaba disfrutando mientras tenía el estómago encogido por la inesperada presencia de Ari a su lado.

Le dolía la cara de tanto sonreír como si no pasara nada y, en silencio, maldijo a Ari Zavros por estropear la que debería haber sido una experiencia fabulosa. El miedo de que pudiese estropearla aún más la tuvo angustiada hasta que, por fin, su madre decidió que habían comido suficiente y sugirió que volviesen al vestíbulo para seguir admirando el hotel.

–Quiero ver el pez otra vez, yiayia –dijo Theo–. ¡Y quiero sentarme en el camello!

Aquel era el momento que Tina había temido, pero incluso había planeado lo que iba a decir:

–Lo mejor sería que fueses al baño antes de marcharnos, cariño. ¿Te importa llevarlo, mamá? Quiero hacer unas cuantas fotografías desde el ventanal.

–Muy bien, como quieras –asintió Helen.

–Nos vemos en los ascensores.

–Vamos, Theo.