Una oscura proposición - Kim Lawrence - E-Book

Una oscura proposición E-Book

Kim Lawrence

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Beschreibung

Los votos del matrimonio podían romperse... Lara Gray tenía fama de atrevida, pero seguía siendo virgen; y, cuando se encontró con Raoul di Vittorio, el hombre más atractivo de Roma, se quedó atónita. ¿Cómo era posible que la hubiera cautivado tanto en una sola noche? La impresionante y refinada Lara no sabía que el tenaz y rico Raoul necesitaba una esposa temporal tras el desastre de su primer matrimonio. Lara era perfecta para ese papel. Pero, si se quería salir con la suya, Raoul tendría que hacer dos cosas: convencerla para que se casaran y mostrarle las ventajas de convertirse en la nueva señora Di Vittorio.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Kim Lawrence

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una oscura proposición, n.º 2481 - julio 2016

Título original: One Night to Wedding Vows

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8636-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Sergio di Vittorio entró en el Casino. Iba con dos hombres altos, de trajes oscuros, que lo seguían a escasa distancia. Y, aunque no se podía decir que la gente se hubiera quedado en silencio al ver al anciano y elegante aristócrata, era innegable que se había creado un ambiente de expectación.

Raoul, que estaba apoyado en una de las columnas de mármol, miró al recién llegado con una sonrisa irónica no exenta de cariño. A fin de cuentas, se trataba de su abuelo. Pero, mientras lo miraba, siguió atento al hombre de mediana edad que seguía derrochando dinero en la ruleta. Era como ver un accidente de tráfico en directo; un accidente que tendría consecuencias en la vida de otras personas. Quizá, de su esposa y de sus hijos. Si es que los tenía.

Sin embargo, Raoul pensó que no tenía derecho a juzgar a los demás. Cada cual elegía sus propios vicios, y él no era una excepción. De hecho, el brillo de sus oscuros ojos no se debía al humor con el que contemplaba la escena, sino al brandy que degustaba.

Su actitud cambió radicalmente cuando vio que su abuelo se estaba acercando. Entonces, Raoul se apartó de la columna y se puso muy recto. El patriarca de los Di Vittorio era un hombre de opiniones estrictas en lo tocante a la etiqueta y a otras muchas cosas, empezando con el juego. Aunque ese detalle no tenía nada de particular, teniendo en cuenta que su hijo, el padre de Raoul, se había pegado un tiro en la cabeza cuando sus inmensas deudas de juego pasaron a ser de conocimiento público.

Sergio podría haber evitado el escándalo por el sencillo procedimiento de pagar sus deudas, que apenas eran calderilla para él. Pero, en lugar de eso, le dijo que era su problema y que lo debía resolver por sus propios medios.

Como tantas veces, Raoul se preguntó si su abuelo se sentiría culpable por haberlo dejado en la estacada; y, como tantas veces, llegó a una conclusión negativa. En el mundo de Sergio no había espacio para la duda. Se creía en posesión de la verdad.

Sin embargo, Raoul no se enfadó al principio con su abuelo, sino con su padre. Por entonces era un niño, y no podía comprender la intensidad de la desesperación y los sentimientos autodestructivos que lo habían llevado a quitarse la vida. Solo sabía que su padre lo había dejado solo. O prácticamente solo, porque aún tenía a su hermano mayor: a Jamie, que cuidó de él hasta que él aprendió a cuidar de sí mismo.

Había pasado mucho tiempo, pero se acordaba perfectamente del día en que Jamie le dio la terrible noticia. Aún veía su expresión de tristeza. Aún notaba su cálido abrazo. El momento se le había quedado grabado en la memoria, con detalles tan precisos como el tictac del reloj de pared y el tono profundo de la voz de Sergio cuando les informó de que se irían a vivir a su casa.

Raoul sacudió la cabeza y alzó su copa en silencioso saludo a los muertos. Aquel día no derramó ni una sola lágrima en público. No quería mostrarse débil delante de su abuelo, así que las reservó para la intimidad de su dormitorio. Y, con el transcurso de los años, terminó por no llorar en ninguna circunstancia. Era como si hubiera perdido la capacidad.

Pero ¿qué importaba eso? Por muchas lágrimas que derramara, no le devolverían a su padre. Ni al propio Jamie, a quien también había perdido.

–Te hemos echado de menos en el velatorio –dijo Sergio al llegar a su altura–. ¿Qué haces en el casino? No me digas que vas a seguir los pasos de tu padre.

–Bueno, es una posibilidad –replicó con sorna–. Dicen que la personalidad adictiva es hereditaria.

Sergio se encogió de hombros.

–Sí, eso dicen.

–Y seguro que te lo has planteado.

–No, en absoluto –declaró su abuelo–. Tú no eres adicto al juego, sino a la adrenalina. Eres igual que… –Sergio dejó de hablar de repente, y tuvo que tragar saliva para seguir adelante–. Tu hermano… Jamie siempre decía que…

–Que si no me mataba escalando, me mataría al volante de alguno de mis coches –lo interrumpió Raoul, incapaz de soportar la angustia de su abuelo.

El destino les había jugado una mala pasada. Nadie habría imaginado que sería Jamie quien moriría joven. Y no al volante de ningún deportivo, como había dicho irónicamente sobre él, sino por la simple y pura razón de que la vida era injusta.

–No esperaba que aparecieras en un sitio como este –continuó Raoul–, aunque admito que sabes mucho de entradas grandiosas… Has despertado el interés de todo el mundo.

Era cierto. A sus ochenta y tantos años, Sergio di Vittorio seguía siendo imponente: un hombre alto y vestido siempre de negro cuya corta melena de cabello canoso reflejaba la luz de las lámparas de araña.

–La gente ha preguntado por ti, Raoul.

Raoul miró a su abuelo en silencio y echó otro trago de brandy. Si su estado emocional no hubiera sido tan lamentable como era, habría sentido curiosidad por la presencia de Sergio en el casino. Pero no tenía ánimos para nada. Sentía un frío intenso, que el alcohol no podía aliviar. Un frío interior, sin relación alguna con la temperatura del ambiente.

–Tenemos que hablar –insistió Sergio.

Su nieto hizo caso omiso.

–Raoul…

–Ya estamos hablando, abuelo.

–Me refería a hablar en privado.

Sergio hizo un gesto brusco con su leonina cabeza para indicarle que lo siguiera. Raoul estuvo a punto de desobedecer, pero se lo pensó mejor y lo acompañó al interior de una salita donde no había nadie.

En cuanto cerraron la puerta, el patriarca de los Di Vittorio lo miró a los ojos y dijo:

–Tu hermano ha muerto.

A Raoul se le ocurrieron un montón de réplicas irónicas, que se abstuvo de pronunciar. Era perfectamente consciente de que su hermano había muerto. Lo había encontrado él en el suelo de la cocina, y no se podía quitar la imagen de la cabeza. Al parecer, había sido por un aneurisma. Jamie no lo sabía, pero llevaba una bomba de relojería en el pecho.

–¿Qué me quieres decir? ¿Que la vida sigue?

–No, no sigue para todos –contestó Sergio–. Me estoy muriendo, Raoul.

Raoul guardó silencio y se sentó en uno de los sillones de la salita. No lo quería creer. Había perdido a todos sus seres queridos: su padre, su hermano, la madre a la que apenas recordaba. Incluso había perdido a su esposa, aunque no se podía decir que su relación con Lucy hubiera sido buena. Y ahora, también iba a perder a su abuelo.

–Tengo un cáncer inoperable –declaró Sergio con toda tranquilidad–. Me han dado seis meses de vida.

Raoul sacudió la cabeza.

–No, eso no es posible…

Sergio se encogió de hombros.

–Las cosas son como son, Raoul. Aunque hay algo que me preocupa bastante más… Ya sabes que la continuidad de la familia es importante para mí.

Raoul suspiró, pero no dijo nada.

–Tu hermano no pudo tener un heredero.

–Por Dios… ¿tenemos que hablar de eso ahora? –preguntó Raoul, angustiado–. Jamie acaba de morir. ¿No lo podemos dejar para otro día?

–El tiempo es un lujo del que ya no dispongo –Sergio dio un paso adelante y le puso las manos sobre los hombros–. Raoul, tienes que seguir con tu vida. Lucy ya no está.

–He seguido con mi vida…

–No me refiero a que te acuestes con todas las mujeres que se cruzan en tu camino.

La crudeza de su abuelo, impropia de él, sirvió para que Raoul reaccionara.

–¿No hay duda alguna sobre el diagnóstico?

–No.

Raoul era consciente de que a Sergio le disgustaban las demostraciones de afecto, así que se limitó a decir que lo sentía. Además, nunca había sido tan cariñoso como Jamie. Había aprendido que ocultar los sentimientos tenía sus ventajas.

–Ya me he encargado de tu herencia y del traspaso de las propiedades. Te guste o no, vas a ser un hombre muy poderoso.

Raoul no dijo nada.

–El poder implica responsabilidades –continuó Sergio, en tono de advertencia–. Y naturalmente, también implica dinero. Pero eso no es tan importante como el hecho de que, a partir de ahora, todo dependerá de ti… Si no tienes un hijo, nuestra familia se acabará contigo.

–Y ahora me dirás que es tu último deseo, claro –ironizó Raoul–. El último deseo de un moribundo.

–En efecto.

–Eso es chantaje emocional.

–Raoul, es posible que no llegue a conocer a mis nietos…

Sergio bajó la mirada con tristeza, pero su momento de debilidad duró poco. Segundos más tarde, sus ojos volvían a arder con implacable determinación.

–Sin embargo, quizá viva lo suficiente para verte con una mujer que te pueda dar hijos. Tienes que asumir la realidad de una vez por todas. Lucy ya no está. Es hora de que lo aceptes.

Raoul recordó la bella, sonriente y traicionera cara de Lucy. Sergio hablaba como si la echara de menos, pero no era verdad. ¿Cómo iba a extrañar a una persona esencialmente tóxica?

Su problema no tenía que ver con la nostalgia. Y tampoco se podía decir que el fracaso de su matrimonio lo hubiera amargado hasta el punto de que ahora odiara a todas las mujeres. De hecho, adoraba a las mujeres. Su problema estaba bastante más cerca: era él mismo. Había cometido un error muy grave al casarse con Lucy, y ya no se fiaba de su propio criterio.

Sergio tenía razón al acusarlo de perder el tiempo con una sucesión interminable de amantes. Pero Raoul no actuaba así por casualidad. Las aventuras amorosas servían para satisfacer sus necesidades sexuales sin correr el riesgo de enamorarse otra vez de una mujer equivocada. Y, aunque tenía la sensación de que le faltaba algo, había aprendido a vivir con ello.

–¿Se te ocurre alguna candidata?

Sergio hizo caso omiso de su ironía.

–Evidentemente, la decisión es tuya.

–Qué generoso eres…

–No estoy bromeando, Raoul. La familia es importante. Y no quiero morirme sabiendo que mi único heredero es un ligón de tres al cuarto. Es hora de que asumas tu responsabilidad.

–¿Y qué quieres que haga? ¿Que ponga un anuncio, como si fuera un empleo, y entreviste a las interesadas? ¿O me estás pidiendo que siga los designios de mi corazón? –dijo con sorna.

–No sería mala idea.

–¿Cuál? ¿La del anuncio? ¿O la del corazón?

Su abuelo lo miró con dureza.

–La del anuncio, por supuesto. A veces, conviene poner las cosas por escrito. Y, por otra parte, es obvio que tu esposa debería tener determinadas… cualidades… que…

Sergio se tambaleó súbitamente y extendió un brazo en busca de socorro. Al verlo así, el resentimiento de Raoul desapareció al instante. Le pasó un brazo alrededor de la espalda y lo ayudó a sentarse en la silla que estaba más cerca.

Hasta entonces, no había querido creer que su abuelo se estuviera muriendo de verdad. Y se dio cuenta de que no podía hacer nada al respecto, como tampoco había podido hacer nada ante la gripe que mató a su madre, la bala con la que se suicidó su padre y el aneurisma que se había llevado a su hermano. Por mucho que le disgustara, estaba a punto de convertirse en el último miembro de su familia.

Sin embargo, había algo que sí podía hacer. Si Sergio le hubiera pedido un riñón para un trasplante, no lo habría dudado ni un segundo. Entonces, ¿por qué dudaba ante su petición de que sentara la cabeza? En cierto sentido, era lo mismo.

–Llamaré a una ambulancia.

–No, no… –dijo Sergio con vehemencia–. No quiero hospitales. Solo ha sido un mareo, y ya se me ha pasado… Además, no puedo hacerte eso en un día como este… Tu hermano habría dicho que soy un viejo egoísta.

–Jamie te adoraba, abuelo.

–Jamie adoraba la vida.

Raoul asintió y fingió no ver las lágrimas que habían aflorado a sus ojos.

–¿Sabes una cosa? No me estás pidiendo nada que no me haya planteado yo mismo –mintió Raoul.

–¿Lo dices en serio?

–Por supuesto. No me vuelvo más joven con el paso de los años.

–¿Me estás diciendo que quieres fundar tu propia familia?

–Bueno… es un instinto natural, ¿no? –replicó Raoul–. ¿Seguro que no quieres que llame a una ambulancia?

–No es necesario. Carlo se encargará de mí… –dijo con debilidad–. Ya te he dicho lo que puedes hacer. Y quiero que sepas que, a pesar de los pesares, tú y tu hermano habéis dado sentido a mi vida… Un sentido que el dinero no me habría podido dar. Lamento no haber sido mejor abuelo para vosotros.

Raoul miró a Sergio con afecto. Nunca había sido un hombre cariñoso, pero no podía negar que había estado siempre a su lado y al de su difunto hermano.

–¿Me estás diciendo que aprenda de tus errores? –bromeó.

–No te serviría de nada, porque estoy seguro de que cometerás tus propios errores. Todo el mundo los comete –ironizó.

Raoul sonrió.

–De todas formas, te puedo dar un consejo que tal vez te resulte útil –continuó Sergio–. Si decides sentar cabeza con una mujer, no la elijas por su aspecto externo. Evidentemente, nadie espera que termines en compañía de alguien que no te guste…

–Me alegro de saberlo –lo interrumpió.

–Puede que lo que digo suene un poco frío, pero…

–¿Debo tomar notas? –se burló.

Raoul pensó que a Jamie le habría hecho gracia su comentario. Los dos tenían el mismo sentido del humor. O, más bien, lo habían tenido, porque su hermano había dejado de existir.

–Tienes que ser práctico –continuó Sergio–. Las cosas importantes no se pueden dejar en manos de la suerte. Y eso incluye el matrimonio… Es un contrato, Raoul. Hay que afrontarlo con la misma seriedad que dedicarías a cualquier otro tipo de contrato.

–Sí, supongo que tienes razón –dijo su nieto, incómodo–. ¿Quieres que llame a Carlo?

Raoul no esperó a que contestara. Abrió la puerta y lo llamó antes de que Sergio pudiera seguir con su discurso matrimonial.

Carlo apareció segundos más tarde con una camarera que llevaba una bandeja. Tras una señal del guardaespaldas, la camarera dejó la bandeja en la mesa y se marchó. Luego, el enorme hombre alcanzó la tetera, sirvió su contenido y salió rápidamente.

–Es de pocas palabras, ¿eh? –ironizó Raoul.

–Es curioso que lo digas tú, teniendo en cuenta que tienes el mismo carácter –comentó Sergio–. En cambio, Jamie hablaba hasta por los codos.

El té pareció animar a su abuelo, y Raoul ya estaba a punto de marcharse cuando vio que Sergio lo miraba con una intensidad extraña. Supuso que querría retomar la perorata del matrimonio y las cosas prácticas de la vida, y se llevó una sorpresa cuando dijo:

–Hay algo que te quiero preguntar… Estoy sopesando la idea de hacer una generosa donación al Hospital Universitario para que abran un ala nueva. Y se me ha ocurrido que debería llevar el nombre de tu hermano –declaró–. ¿Crees que a él le habría parecido bien?

–Sí, por supuesto, estoy seguro de que le habría gustado. Pero ¿por qué me lo preguntas a mí? Deberías preguntárselo a Roberto…

Raoul se refería a la pareja de su difunto hermano, que precisamente era neurólogo del hospital en cuestión. Sergio se quedó pensativo y, al cabo de unos momentos, dijo:

–Habló bien en el entierro.

–Sí, es cierto.

–Bueno… puede que se lo consulte. Pero basta de conversación. Acompáñame al coche.

Contento de que su abuelo hubiera recuperado su actitud dictatorial, lo siguió al exterior de la sala y del intensamente iluminado casino.

Hacía bastante calor, como tuvieron ocasión de comprobar cuando salieron del edificio. La frente de Sergio se cubrió de sudor en cuestión de segundos; y Raoul, que seguía preocupado por su salud, le ofreció una mano para ayudarlo a subir al coche. Sin embargo, su abuelo la rechazó.

–¿Te llamo mañana?

Sergio sacudió la cabeza.

–No, la semana que viene, como habíamos planeado. Aún me queda tiempo de vida.

Mientras el coche se alejaba, Raoul se preguntó si mentir a un hombre moribundo era ético. Pero fue una pregunta retórica. Ya le había mentido, y tendría que mentir mucho si quería engañar a su abuelo y asegurarse de que muriera feliz.

–Maldita sea…

Sacudió la cabeza y empezó a caminar. No quería pensar en la muerte. Ya había sufrido demasiadas pérdidas. Y ahora, por si eso fuera poco, la enfermedad de su abuelo lo iba a obligar a cambiar de vida y a asumir una serie de responsabilidades que nunca había querido.

Pero ¿qué podía hacer? Sergio tenía razón. Estaba a punto de convertirse en el último Di Vittorio. Cuando su abuelo muriera, solo quedaría él.

Capítulo 2

 

Vale! ¡Me acostaré con el primer hombre que se cruce en mi camino!

Segundos después de haber pronunciado esa frase, Lara pensó que su dignidad había sufrido un duro golpe. Se había comportado como una adolescente en plena pataleta. Y no solo por la amenaza de acostarse con cualquiera, sino por su forma de marcharse: pegando un portazo tan fuerte que hasta el marco tembló. Pero no lo había podido evitar. Mark la había sacado de sus casillas.

El primer hombre que se cruzó en su camino fue un tipo calvo y de mediana edad, que la miró con preocupación al ver las lágrimas que corrían por sus mejillas. Era el dueño del hotel donde Mark y ella habían reservado habitaciones para pasar un fin de semana romántico. Sin embargo, Lara pasó a su lado sin detenerse y, por supuesto, sin hacerle ninguna proposición de carácter sexual.

¿Cómo podía haber sido tan idiota? Se había engañado a sí misma, como tantas veces. Había creído que Mark era distinto, y no lo era.

Durante unos momentos, Lara intentó resistirse a su propio victimismo. Sabía que era un defecto, y no precisamente atractivo. Pero fracasó, y se empezó a repetir que a Lily no le habría pasado una cosa así. Ningún hombre se habría atrevido a llevarla a un hotel y reaccionar como si lo hubieran estafado al descubrir que era virgen. Si es que lo era.

Lara frunció el ceño. A decir verdad, no sabía nada sobre su vida amorosa. No hablaban de sexo desde que, una vez, cuando tenían dieciséis años, se presentó en una fiesta del instituto con un chico que también le gustaba a Lily.

¿Sería posible que su hermana se le hubiera adelantado?

Lara tuvo la sensación de que el destino le estaba tomando el pelo. Lily siempre había sido la más sensata y conservadora de las dos. No era una rebelde como ella. Y, desde luego, no cargaba con su injusta fama de tener más amantes que bolsos.

–¡Odio a los hombres! –exclamó, fuera de sí–. ¡Odio a Mark Randall!

Tras medio minuto de lágrimas y sollozos, Lara se tranquilizó lo suficiente como para plantearse el asunto desde una perspectiva distinta. Sí, Mark era un canalla; pero, al menos, lo había descubierto antes de acostarse con él. Y, por otra parte, no podía negar que la culpa era exclusivamente suya.

Se había dejado engañar por sus propias inseguridades. Buscaba un amor seguro, tranquilo, sin los sobresaltos de una pasión desenfrenada; y creyó haberlo encontrado en los cálidos ojos de su jefe, quien seguramente era el único hombre de todo el edificio que no había intentado ligar con ella. Además, Mark reconocía su trabajo. La trataba de igual a igual, como si no la considerara una simple cara bonita adjunta a un cuerpo deseable. Como si no la considerara un simple objeto sexual.