Una princesa en apuros - Jill Shalvis - E-Book

Una princesa en apuros E-Book

Jill Shalvis

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Beschreibung

Qué hacía una princesa en un rancho de Texas… Había ido de primera a tercera clase, le habían robado, después se había calado en mitad de una tormenta y finalmente había acabado perdida en un rancho lleno de animales aterradores... En resumen, la princesa Natalia Brunner había tenido días mejores que aquel. Si no hubiera sido por el oportuno rescate de aquel guapísimo cowboy, se habría dado por vencida. Pero, como en las viejas películas del oeste, el sexy Tim Banning iba a pedirle que se olvidara de la corona y se quedara por allí un tiempo...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Jill Shalvis

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una princesa en apuros, n.º 1377- marzo 2020

Título original: A Royal Mess

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-966-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

TIMOTHY Banning necesitaba tomarse unas vacaciones para recuperarse de los días que había pasado en Nueva York. Era imposible, ya descansaría cuando llegara a su rancho de Texas, así que allí se dirigía.

El aeropuerto estaba lleno de gente. Una típica tarde de domingo.

Se compró un billete para un vuelo con overbooking en el que ya sabía que iba a comer fatal. Al final, fue uno de los afortunados en embarcar.

Se puso a la cola mientras se apiadaba en silencio de la pobre azafata que estaba haciendo frente a los airados pasajeros que se quedaban en tierra.

Estaba agotado mentalmente, como siempre que iba a visitar a su autoproclamada abuela. La mujer tenía una energía inagotable… compras, espectáculos, charlas. Nada que no pudiera curar una buena siesta.

«Y patinar», recordó tocándose el cuello dolorido. Había estado a punto de matarlo.

No había querido oír ni hablar de irse a vivir con él a Texas y dejar que la cuidara en su vejez. Era incombustible.

Delante de él iba una niña de unos cinco años en brazos de su madre. Estaba muerta de sueño y llevaba una camiseta en la que se leía «Adorable». Se quedó mirando a Tim muy seria mientras se comía un chupachups azul.

Adorable, pero rezó para que no se sentara delante de él porque hacía un ruido insoportable.

Se sacó el caramelo de la boca y sonrió. En ese momento, un hilillo de saliva le cayó a su madre por el cuello.

—Ten cuidado, Tish —le reprendió la mujer.

«Eso, Tish, no te saques el caramelo de la boca», pensó Tim.

Tish se volvió a meter el chupachups en la boca y sonrió.

—¿Eres vaquero?

Tim se señaló el sombrero Stetson y asintió.

—Sí.

—¿Tienes caballo?

—Sí.

—¿Y le gusta el azúcar?

—Me parece que tanto como a ti.

Tish sonrió y siguió comiéndose su dulce. La fila no avanzaba y los de atrás empezaban a empujar amenazando con lanzarlo contra Tish y su chupachups azul y pegajoso.

El caos reinaba, todo el mundo gritaba a su alrededor y la gente iba de un lado a otro. Nada que ver con la paz y la calma de su rancho.

—Perdone —dijo una vocecilla a sus espaldas—. Tengo que embarcar.

Tim miró y vio a una joven con pinta de adolescente.

—Lo siento, pero hay overbooking —le informó la pobre azafata.

—¡Me importa un bledo! —contestó la mujer, cuyo tono imperioso tenía poco de adolescente—. Tengo un billete de primera, así que ya puede ir dándome mi tarjeta de embarque.

Tim vio que solo le quedaban tres personas delante y estaría a bordo. Pronto podría dormir.

Por fin, consiguió que una azafata pelirroja le diera la bienvenida y le mostrara su asiento. Como de costumbre, la mujer lo miró embobada. Sí, era normal que lo encontraran atractivo, pero solo para un rato. Luego, su vida en el rancho no les llamaba la atención y ninguna quería una relación larga.

De nuevo, estaba en una fila que no avanzaba porque todo el mundo estaba de pie en el pasillo peleándose por meter algo en el compartimento de arriba.

Estaba agotado y se moría por sentarse. Por fin, pudo avanzar y hacerlo. Bostezó, se puso el Stetson sobre los ojos e intentó estirar las piernas, lo que no le resultó fácil, pero daba igual, había aprendido a dormir en cualquier sitio y en cualquier situación y aquel día no fue diferente.

Lo único que pedía era que los dos asientos que había a su lado los ocupara alguien tranquilo y silencioso. Muy silencioso.

Poco a poco, se fue quedando dormido hasta que el pasajero de atrás le dio una patada en la espalda. Asomó la cabeza y vio a la reina del chupachups con la boca completamente azul.

—¡Hola, vaquero! —saludó Tish.

Tim le dijo hola con la mano y se concentró en seguir durmiendo. Lo consiguió y, por supuesto, soñó con su rancho.

 

 

La siguiente vez que lo despertaron, creyendo que era Tish de nuevo, fingió que seguía dormido.

Pero no era la niña.

Por debajo del sombrero, vio unas piernas morenas y bien torneadas con botas altas y negras.

—Esto es increíble —dijo una voz femenina.

Era la insoportable del mostrador y, qué suerte, la habían sentado justo a su lado.

—Estos asientos están demasiado juntos —continuó, aparentemente para molestarlo.

Le dio resultado.

Tim se fijó en que llevaba una minifalda cortísima y se preguntó cómo la habría dejado su madre salir de casa así.

—Cuando lo cuente, no me van a creer —dijo estallando un globo de chicle con fuerza—. En turista y como una sardina…

Insoportable.

—Pero si no puedo ni estirar las piernas… ¡Ay! —dijo frotándose una pantorrilla—. Esto debería ser ilegal. Voy a poner una queja.

No pensaba mirarla. Ni siquiera de reojo. Tim se encasquetó bien el sombrero e intentó dormir de nuevo.

—De verdad… —continuó—. Todo lo que me ha pasado hoy…

¿Con quién estaría hablando en aquel tono que parecía… británico? Miró por debajo del sombrero. ¿Le estaría hablando a él o a la mujer que iba en el pasillo? La mujer no le contestaba y él estaba haciéndose el dormido, así que solo cabía una posibilidad. Estaba hablando sola.

Debía de estar loca.

—Seguro que la jerarquía estadounidense no tiene estos problemas —se quejó—. No creo que los Kennedy tengan que viajar en turista.

Tim apretó los párpados.

—¿Cómo he terminado aquí? ¿Quién viajará en primera? ¿El príncipe Guillermo? Esto es un insulto —continuó echándose hacia un lado para intentar ponerse cómoda.

Al hacerlo, su cabellera rozó el brazo de Tim y le hizo aspirar un aroma que lo volvía loco. Flores y mujer.

Normalmente, era el olor que más le gustaba del mundo, pero no viniendo de aquella loca con pinta de adolescente.

El avión comenzó a moverse. Bien. La gente no solía hablar durante el despegue.

Quince segundos sin hablar. Tim albergó esperanzas.

—Con la cantidad de veces que he despegado y aterrizado y no me acaba de gustar…¡Ay, madre! ¿Ese ruido ha sido el motor? —dijo agarrándose a la butaca y rozándole de nuevo el brazo

«No mires, Banning», se dijo.

—Perdone, ¿usted cree que ha sido el motor? —insistió.

Tal vez otra persona podría haber seguido ignorándola, pero al detectar miedo en su voz, abrió los ojos y la miró.

—No se preocupe, son solo los ruidos normales del despegue —le aseguró.

Dejó de mascar chicle y se mordió el labio sin dejar de clavar las uñas en los reposabrazos. Estaban tan pegados que eso quería decir que le estaba metiendo el codo en las costillas.

—De verdad —insistió Tim anonadado ante la profundidad de sus ojos color almendra.

La chica, que era rubia y de pelo largo, asintió. Llevaba sombras negras y azules en los párpados y pintalabios azul a juego.

La azafata pelirroja que lo había recibido, que resultó llamarse Fran, corrió la cortina que separaba la primera clase de ellos y lo sonrió con picardía.

—¿Ha visto eso? —dijo la chica—. ¡Están sirviendo la comida en primera! ¡Mi comida! ¡Ehhhh! ¿Hola?

Fran no reapareció.

Mujer lista la azafata.

—Bueno —dijo la chica sinceramente sorprendida por que no le hicieran caso—. No hay derecho. Estoy muerta de hambre —añadió echándose hacia atrás de nuevo—. ¡Soy una princesa que se muere de hambre! —gritó.

Fran asomó la cabeza.

—Por favor, cállese —le pidió.

—Pero…

—Cuando aterricemos, como si me decapita, pero ahora soy la reina —dijo Fran cerrando la cortina con decisión.

—Me estoy muriendo de hambre —insistió la princesa de cuero.

—Lo siento —contestó Tim.

La chica se quedó mirándolo fijamente.

—No tiene ni idea de quién soy, ¿verdad?

—¿Una princesa que se muere de hambre? —bromeó Tim.

—¡Exacto! —contestó ella encantada sin darse cuenta de que le estaba tomando el pelo—. Esto de que no te reconozcan… —dijo al darse cuenta.

Se rio y se puso los auriculares.

«Está loca», pensó Tim.

En ese momento, la carita de Tish apareció entre los dos asientos.

—¡Hola!

La princesa de cuero sonrió y se quitó los auriculares.

—Hola —contestó.

—Tengo cinco años —le informó Tish extendiendo la mano.

La princesa asintió.

—Yo tengo cinco por cuatro más otros cuatro.

—¿Tiene veinticuatro años? —dijo Tim sorprendido.

—¿Cuántos creía que tenía?

—Doce.

—¿Doce? —repitió ella quitándose la chaqueta para demostrarle que tenía bastantes más.

De hecho, se rio al ver la cara que puso. Tish también se rio y se le cayó el chupachups. En el regazo de Tim.

—Tish, siéntate —se oyó decir a su madre.

«Sí, Tish, siéntate», pensó Tim.

Miró a su acompañante. La chica sonrió. Él, no. Habría preferido que hubiera tenido doce años.

Una azafata pasó por el pasillo repartiendo una patética bolsa de cacahuetes a cada pasajero.

—Qué mal, ¿no? —dijo la chica.

Tim decidió que, ya que parecía que se le había pasado el miedo, iba a intentar dormir un rato.

Con un poco de suerte, la chica se callaría.

Por favor.

—A mí me es imposible dormir en los aviones —le informó haciendo ruido con la bolsa de cacahuetes.

Tim suspiró y puso la mano sobre las suyas.

—Gracias —susurró ella entrelazando los dedos y callándose al momento.

Y así fue cómo Tim se encontró agarrado de la mano de una loca.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

EN el mundo de Natalia, todos sabían que era princesa aunque intentara disfrazarse. Y lo había intentado. Sobre todo, para que no la compararan con otras princesas más recientes y famosas. Además, le gustaba sorprender a la gente. Era una afición un poco rara, pero le divertía.

En los Estados Unidos, sin embargo, era una don nadie.

Pero no debía importarle porque, según Amelia Grundy, que había sido su niñera y ahora era su amiga, y sus dos hermanas, una princesa no pierde nunca la compostura en público.

Ya la había perdido suficientes veces en un solo día, así que decidió controlarse. Además, era mucho más fácil y divertido dedicarse al guapísimo vaquero que tenía sentado al lado.

No era políticamente correcto, pero la princesa Natalia Faye Wolfe Brunner de Grunberg no era conocida precisamente por seguir las normas impuestas. Nunca lo había hecho. No por fastidiar sino porque le costaba tener que sacrificarse. No lo hacía ni por nadie ni por nada y le iba bien así. Su familia la adoraba aunque fuera vestida de cuero y con sombras de ojos llamativas. De vez en cuando, no obstante, se vestía en plan princesa cursi para darles gusto y listo.

Pero aquel día… aggg. Acababa de llegar de Europa, después de un vuelo que había durado prácticamente un día, y le había chocado mucho la falta de educación de los estadounidenses en los aeropuertos. Rezó para que solo fuera en los aeropuertos porque, de lo contrario, aquella visita iba a resultar muy desagradable.

¿No le había advertido Amelia que en aquel país no había más que centros comerciales horteras, estrellas de Hollywood y vaqueros del salvaje Oeste?

La verdad era que a Natalia le encantaban estos últimos y hasta sus dos hermanas le decían que veía demasiadas películas de Clint Eastwood. Tal vez fuera cierto, pero le encantaban. Obviamente, sabía que los hombre estadounidenses no iban a caballo ni llevaban pistolas en la cadera, pero estaban muy guapos vestidos así.

Para guapos, el vaquero que tenía a su lado. Con sombrero Stetson, por supuesto. ¡Y le había agarrado la mano! Qué detalle tan bonito, ¿verdad? No se le había ocurrido nunca que aquellos tipos tan duros pudieran tener un lado tan amable. Lo miró de reojo y pensó que era una pena que Hollywood no lo hubiera descubierto.

—No lleva pistola, ¿verdad? —le preguntó.

Tim se levantó el sombrero.

—¿Está borracha?

—No, claro que no —contestó. Otra cosa que las princesas no hacían en público: pasárselo bien—. Era solo curiosidad. ¿Lleva pistola o no?

Se volvió a tapar la cara con el sombrero. Una pena porque tenía unos rasgos impresionantes. Era como el hombre de Marlboro, pero sin cigarrillo. Bronceado, curtido, atractivo y con un cuerpazo de morirse.

—Me la he dejado en casa —contestó—. Con el caballo que habla —añadió bostezando e intentando estirarse un poco.

Todo sin soltar en ningún momento la mano de Natalia. Nunca le había gustado demasiado que la tocaran, pero aquello era diferente. Aquel hombre de camiseta azul marino y vaqueros desgastados era para derretirse.

Ella también tenía vaqueros, pero prefería el cuero porque llamaba más la atención. Le encantaba llamar la atención. Hasta el punto que su madre la había tenido que llevar al médico para ver si le sabían decir por qué. Lo único que había conseguido su pobre madre habían sido unas facturas exageradísimas. Nada más. Si le hubiera preguntado a ella, se lo habría dicho tranquilamente: necesitaba llamar la atención tanto como respirar.

Por eso estaba allí, sola, en su primer viaje sin ayudantes. Iba a una boda de una amiga de la realeza en representación de su familia. Quería dejarles bien por una vez, pero no había contado con los nervios.

Y allí estaba, entre el vaquero adormilado y una mujer de 150 kilos que no paraba de roncar.

«Por Dios, que me peguen un tiro si algún día me quedo así dormida en público», pensó mientras se daba cuenta de que tenía unas ganas horribles de ir al baño.

—Perdón —susurró.

La mujer abrió un ojo a regañadientes.

—Estaba dormida —dijo.

—Ya lo he visto, pero tengo que ir al servicio.

—¿Al servicio?

¿Dónde habían dejado la clase aquellos estadounidenses? Natalia señaló la puerta de los baños.

—Ah, al retrete —dijo la gorda suficientemente alto como para que la oyeran en China—. Tiene que hacer pis. Bueno, hombre, haberlo dicho. ¿Qué pasa? ¿Las princesas no pueden decir la palabra pis?