4,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 4,99 €
Cuando la rivalidad se convierte en pasión En medio de la terrible guerra que asolaba Escocia, el destino del legado de los Comyn y los MacDougall dependía de una mujer. La joven Margaret Comyn, que se había quedado huérfana, debía fortalecer la seguridad y el poder de su familia aceptando un matrimonio concertado. Sin embargo, quedó a merced del Lobo de Lochaber después de una invasión enemiga, y aquella situación puso a prueba su lealtad. … y hay un reino en juego El legendario guerrero Alexander MacDonald, el Lobo de Lochaber, apoyaba a Robert Bruce en la guerra por el trono de Escocia. Sin embargo, cuando tomó como rehén a la valiente lady Margaret, ella se convirtió rápidamente en algo más que una valiosa prisionera. La pasión que nació entre ellos les empujaba a traicionar a su familia, a su país… y a su corazón. Joyce sobresale a la hora de inventar giros inesperados en las vidas de sus personajes Publishers Weekly
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 544
Veröffentlichungsjahr: 2013
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2013 Brenda Joyce Dreams Unlimited, Inc.
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Una rosa en la tormenta, n.º 165 - enero 2014
Título original: A Rose in the Storm
Publicada originalmente por HQN™ Books
Traducido por María Perea Peña
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, TOP NOVEL y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-4149-9
Editor responsable: Luis Pugni
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Loch Fyne, las Highlands, 14 de febrero de 1306
—Hay demasiado silencio.
Margaret no oyó la voz de Will. Iba a caballo por el bosque de Argyll, junto a su hermano, a la cabeza de una columna de caballeros, soldados y sirvientes. Miraba al frente.
El castillo surgía tan repentinamente de entre los acantilados y las colinas nevadas que, cuando uno salía del bosque, tal y como acababan de hacer ellos, podía confundirlo con un peñasco negro. Sin embargo, era una antiquísima fortaleza situada sobre un lago helado. En la parte más baja del recinto, las murallas eran gruesas y sólidas, y en la parte norte había varias torres que se erguían hacia el cielo. El bosque que rodeaba el castillo y el lago estaba nevado, al igual que las montañas del noroeste.
Margaret respiró profundamente. Estaba emocionada, y se sentía muy orgullosa.
Y pensó: «Castle Fyne es mío».
Mary MacDougall, su madre, había nacido en aquella fortaleza, y más tarde la había recibido como dote para su matrimonio. Castle Fyne era una magnífica posesión: estaba en los límites más occidentales de Argyll, en el camino de salida del fiordo de Solway, rodeado por tierras del clan Donald y del clan Ruari. Durante siglos, los hombres habían luchado por él, pero nunca habían podido arrebatárselo a la familia MacDougall.
Margaret se echó a temblar y sintió aún más orgullo, porque adoraba a su madre y porque aquella espléndida fortaleza también iba a ser la dote que ella aportaría a su matrimonio. Sin embargo, no pudo librarse de la ansiedad que había sentido durante las últimas semanas. Desde la muerte de su padre, ella estaba bajo la tutela de su poderoso tío, John Comyn, el conde de Buchan y, recientemente, él había le había arreglado un matrimonio con un famoso caballero inglés, sir Guy de Valence.
—Este sitio está dejado de la mano de Dios —dijo Will, interrumpiendo sus pensamientos—. No me gusta nada. Está demasiado silencioso. No hay pájaros.
Al darse cuenta de que su hermano tenía razón, ella también se preguntó el porqué del silencio. No se oía el ruido que hacían las ardillas en los arbustos, ni a los ciervos ni a los zorros. No se oía nada más que el tintineo de las bridas de los caballos y algún relincho.
Su tensión aumentó.
—¿Por qué está todo tan silencioso?
—Algo debe de haber espantado a los animales —respondió Will.
Se miraron. Su hermano tenía dieciocho años, uno más que ella, y era rubio como su padre, muy parecido a él. Sin embargo, todo el mundo decía que ella era la viva imagen de su madre, Mary: menuda, con el pelo rubio rojizo y la cara ovalada.
—Deberíamos irnos —dijo Will bruscamente, alzando las riendas—. Por si acaso en estas colinas hay algo más que lobos.
Margaret miró hacia la fortaleza. Faltaba muy poco tiempo para que estuvieran a salvo entre sus murallas. Sin embargo, antes de apremiar a la yegua para que avanzara, recordó el castillo en primavera, cuando a los pies de las murallas se extendía un manto de flores azules y moradas. Y recordó haber saltado entre aquellas flores, a las orillas de un arroyo, por donde pastaban los ciervos. Sonrió al recordar también la voz suave de su madre, que la llamaba para que volviera, y a su padre, guapísimo, entrando en el salón de la torre seguido por sus cuatro hijos, todo el mundo entusiasmado y hablando a la vez...
Tuvo que contener las lágrimas. ¡Cuánto echaba de menos a sus hermanos, a su padre y a su amada madre! ¡Cuánto valoraba su legado! Y qué feliz se sentiría Mary al saber que su hija había vuelto a Loch Fyne.
Sin embargo, su madre despreciaba y odiaba a los ingleses. Su familia había luchado siempre contra ellos; únicamente en tiempos más recientes habían alcanzado una tregua. ¿Qué pensaría Mary de su matrimonio con un inglés?
Se giró hacia William y, al hacerlo, miró también a los sesenta caballeros y damas de su séquito. Había sido un viaje difícil debido al frío y a la nieve, y Margaret sabía que los soldados y los sirvientes estaban deseosos de llegar al castillo. Ella no había vuelto a Castle Fyne desde hacía diez años, y también estaba ansiosa por verse entre el calor de sus muros. Y no solo para revivir sus recuerdos, sino porque estaba preocupada por su gente. Algunos de los sirvientes se habían quejado de que tenían helados los dedos de los pies y de las manos.
Los atendería inmediatamente, en cuanto llegaran a la gran fortaleza, tal y como había visto hacer a su madre.
Sin embargo, no iba a conseguir librarse de la tensión que sentía desde hacía semanas. No podía fingir que no estaba preocupada por su matrimonio, que era inminente. Debería sentirse agradecida: su tío controlaba la mayor parte del norte de Escocia y sus posesiones eran muy extensas, y podría haberse desentendido de su situación después de que sus padres murieran. Podría haberla dejado en su castillo, Balvenie, olvidada en alguna torre remota, y haber enviado a uno de sus mayordomos a Castle Fyne. Podría haberla mandado a Castle Bain, la fortaleza que William había heredado de su padre. Y sin embargo, había procurado para ella una ventajosa alianza política que elevaría su estatus, además de ser muy provechosa para la gran familia Comyn.
—Castle Fyne es magnífico —dijo—, aunque desde la muerte de mamá esté un poco descuidado —añadió. Tenía intención de arreglar hasta la última madera podrida, hasta la última piedra rota.
—Es lógico que lo pienses —respondió William, cabeceando—. Eres igual que nuestra madre.
Margaret consideró aquello como un gran cumplido.
—Mamá siempre adoró este sitio. Si hubiera podido vivir aquí, y no en Bain con papá, lo habría hecho.
—Mamá era una MacDougall cuando se casó con papá, y era una MacDougall cuando murió —dijo William con algo de impaciencia—. Tenía una afinidad innata con estas tierras, como tú. Sin embargo, primero perteneces a la gran familia Comyn, y Bain es más apropiado para ti que esta pila de piedras, aunque necesitemos defender nuestras fronteras —añadió su hermano, mirándola fijamente—. Todavía no entiendo por qué te has empeñado en venir aquí. Buchan podría haber mandado a cualquiera. Yo mismo podría haber venido sin ti.
—Cuando nuestro tío concertó este matrimonio, sentí la necesidad de venir. Tal vez porque necesitaba verlo con ojos de adulta, y no de niña.
No añadió que había querido ir a Castle Fyne desde que su madre había muerto, hacía un año y medio.
Margaret había crecido en un tiempo de guerras constantes. No recordaba cuántas veces había invadido Escocia el rey inglés Edward, ni cuántas veces se habían rebelado contra los ingleses hombres como Andrew Moray, William Wallace y Robert Bruce. Tres de sus hermanos habían muerto luchando contra el invasor inglés: Roger, en Falkirk, Thomas en la batalla de River Cree y Donald en la masacre de Stirling Castle.
Su madre había enfermado de un catarro sin importancia después de la muerte de Donald. Su tos había ido empeorando y, de repente, había aparecido la fiebre. Nunca se había recuperado y, el verano pasado, había muerto.
Margaret sabía que su madre había perdido las ganas de vivir después de que sus tres hijos murieran. Y su esposo la quería tanto que tampoco había podido continuar sin ella. Seis semanas después de enterrarla, su padre había salido a cazar y, durante la persecución de un ciervo, cayó del caballo y se rompió el cuello. Margaret creía que había sido deliberadamente temerario porque no le importaba si vivía o moría.
—Al menos, ahora estamos en un momento de paz —comentó, en medio de aquel silencio angustioso.
—¿Tú crees? No ha habido más remedio que aceptar la paz, después de la masacre de Stirling Castle. Tal y como dijo Buchan, ahora tenemos que demostrarle lealtad al rey Edward —dijo William, con los ojos encendidos—. Y por eso te ha arrojado a los brazos de un inglés.
—Es una buena alianza —respondió Margaret.
Era cierto que Buchan había luchado contra el rey Edward durante años, pero aquellos eran tiempos de tregua, y ella deseaba proteger a su familia con su matrimonio.
—¡Oh, sí, es una alianza excelente! ¡Vas a formar parte de una gran familia inglesa! Sir Guy es el hermano bastardo de Aymer de Valence, y Aymer es la mano derecha del rey. Además, seguramente se convertirá en el próximo virrey de Escocia. ¡Qué listo es Buchan!
—¿Por qué estás haciendo esto? —protestó ella con angustia—. ¡Tengo que cumplir mi deber para con la familia, Will, y Buchan es mi tutor! ¿Es que quieres que proteste?
—¡Sí, quiero que protestes! A nuestros hermanos los mataron soldados ingleses.
Will siempre había tenido carácter. No era un joven muy racional.
—Si puedo servir a nuestra familia en estos tiempos de paz, voy a hacerlo —dijo ella—. No soy la primera mujer que tiene que casarse con un rival por motivos políticos.
—Ah, así que por fin admites que sir Guy es un rival.
—Estoy intentando cumplir con mi deber, Will. Ahora hay paz en esta tierra. Y sir Guy podrá fortificar y defender Castle Fyne. Podremos conservar nuestra posición, aquí en Argyll.
Will resopló.
—¿Y si te mandaran a la horca? ¿Irías tan dócilmente como ahora?
Margaret se puso aún más tensa. Por supuesto que no iría dócilmente a la horca. Al principio, había pensado en hablar con su tío para intentar disuadirlo. Sin embargo, ninguna mujer en su posición haría algo así. Era una locura. A Buchan no le importaría su opinión y, además, se pondría furioso con ella.
Por otra parte, muchos escoceses habían perdido sus títulos y sus tierras antes de que llegara aquella época de paz. El rey Edward los había confiscado y se los había entregado a sus aliados. Buchan no había perdido ni una sola fortaleza, e iba a casar a su sobrina con un gran caballero inglés. Aquel trato era bueno para todo el mundo, incluyéndola a ella.
—Y, Meg, ¿qué vas a hacer si, después de casarte, sir Guy prefiere que vivas en sus tierras de Liddesdale?
A Margaret se le encogió el corazón. Ella había nacido en Castle Bain, en medio del territorio de Buchan; aquel castillo estaba entre grandes bosques y era de su padre por derecho de nacimiento. Su familia también pasaba mucho tiempo en Balvenie, la magnífica fortaleza que había al este de su territorio, en la que Buchan también residía a menudo.
Aquellos dos castillos de la familia Comyn eran muy distintos a Castle Fyne, pero todos eran tan escoceses como el aire montañoso de las Highlands que estaban respirando en aquel momento. Los bosques eran espesos e impenetrables. Las montañas eran escarpadas y tenían altísimos picos. Los lagos eran serenos. El cielo era azul y, en todas las estaciones del año, soplaba un viento fuerte y frío.
Liddesdale estaba en la frontera, prácticamente al norte de Inglaterra. Era una tierra llana salpicada de pueblos, granjas y praderas. Después de haber recibido su título de caballero, a sir Guy le habían concedido tierras allí.
Margaret no podía imaginarse a sí misma viviendo en Inglaterra. Ni siquiera quería pensarlo.
—Intentaría acompañarlo cuando viniera a Castle Fyne. Con el tiempo, creo que le otorgarán más tierras. Tal vez me permita viajar por todas sus posesiones.
William la miró fijamente.
—Puede que seas una mujer, Meg, y puedes fingir que eres obediente, pero los dos sabemos que eres igual de obcecada que mamá, sobre todo cuando intentan controlarte. Tú nunca te adaptarás a vivir en Inglaterra.
Margaret se ruborizó. No se consideraba obcecada. Se consideraba amable y gentil.
—Ya me enfrentaré a esa situación cuando llegue. Tengo grandes esperanzas con respecto a esta unión.
—A mí me parece que tú estás tan enfadada como yo, e igual de preocupada. También me parece que estás fingiendo que te agrada.
—Me agrada —respondió ella—. ¿Por qué me estás presionando de esta manera? ¡Quedan muy pocos meses para junio! He venido aquí para arreglar el castillo y sus murallas, de modo que le resulte satisfactorio a sir Guy. ¿Es que quieres causarme congoja?
—No. No quiero acongojarte. Sin embargo, he intentado hablar contigo de este matrimonio en varias ocasiones, y siempre sales corriendo o cambias de tema. Tengo muchas dudas sobre tu boda, y sé que tú también —replicó su hermano. Después, suavizó el tono de voz y añadió—: Ahora solo nos tenemos el uno al otro.
Tenía razón. Ella sabía perfectamente que estaba consternada, preocupada y temerosa. Sin embargo, no lo admitió. Apartó la mirada.
—Puede que sea inglés, pero es un buen hombre, y lo han nombrado caballero por sus servicios a la corona —dijo, repitiendo lo que había dicho su tío—. Además, me han contado que es guapo —añadió. Quería sonreír, pero no pudo hacerlo—. Él desea esta unión, Will, y seguro que eso es buena señal. Además, mi matrimonio no va a cambiar nuestra relación.
—Claro que sí —respondió William—. ¿Qué vas a hacer cuando acabe este periodo de paz?
—Nuestro tío no cree que la paz vaya a terminar. Para haber arreglado este matrimonio, debe de pensar que es una paz duradera.
—¡Nadie cree eso! —estalló William—. Tú eres una marioneta, Meg, y te va a usar para poder conservar sus tierras, cuando muchos de nuestros compatriotas han perdido posesiones y títulos por su supuesta traición. ¡Nuestro padre nunca habría permitido este matrimonio!
Nuevamente, William tenía razón.
—Buchan es nuestro señor ahora, Will. No quiero que pierda sus tierras.
—¡Yo tampoco! ¿Es que no escuchaste la conversación que tuvieron Buchan y Red John la semana pasada, cuando pasaron una hora entera maldiciendo a Edward y jurando que iban a derrocar a los ingleses, y jurando que se vengarían en nombre de William Wallace?
Margaret sintió una punzada de angustia. Ella estaba sentada en un rincón del gran salón con Isabella, la bella y joven esposa de Buchan, cosiendo. Había escuchado la conversación, sí.
Ojalá no lo hubiera hecho. Los grandes señores de Escocia estaban furiosos por las humillaciones que les había infligido el rey Edward. Los había despojado de todos sus poderes y había puesto a su país bajo el mandato de un inglés nombrado por él mismo. Había impuesto multas y gravado a todos los vasallos, fueran granjeros o nobles. Escocia tendría que pagar impuestos para sufragar las guerras de Inglaterra contra Francia y otras naciones. Edward iba a obligar a los escoceses, incluso, a servir en su ejército.
Sin embargo, la gota que había colmado el vaso había sido la brutal ejecución de William Wallace. Lo habían arrastrado con un caballo por Londres, lo habían colgado y eviscerado mientras todavía estaba con vida y, después, lo habían decapitado.
Todos los escoceses, tanto los de las montañas como de las tierras bajas, príncipes o pobres, nobles o granjeros, estaban horrorizados por la infame ejecución de aquel rebelde escocés. Todos los escoceses querían venganza.
—Por supuesto que mi matrimonio se arregló por una cuestión política —dijo ella, con la voz ahogada—. Nadie se casa por amor. Yo esperaba una unión política. Ahora somos aliados de la corona inglesa.
—Yo no he dicho que tú tengas que casarte por amor, pero nuestro tío no es ningún aliado del rey Edward. Esto va más allá de la política. Te está sacrificando.
Margaret no iba a admitir nunca que se sentía exactamente así: como si su tío la estuviera usando sin ningún escrúpulo para conseguir sus objetivos, como si estuviera utilizándola en aquel momento concreto antes de que su lealtad cambiara de nuevo.
—Deseo cumplir con mi deber, Will. Quiero que la familia permanezca a salvo y sea fuerte.
William acercó su caballo al de ella y le habló en voz baja.
—No tiene ningún derecho legítimo, pero creo que Red John va a intentar hacerse con el trono, si no para sí mismo, sí para el hijo del rey Balliol.
Margaret miró a su hermano. Red John Comyn, el señor de Badenoch, era el cabeza de familia de los Comyn, incluso del conde de Buchan. Era como otro tío para ella, pero, en realidad, solo era un primo lejano. Las palabras de Will no la sorprendieron, porque ya había oído antes aquellas especulaciones, pero en aquel momento se dio cuenta de que, si Red John intentaba hacerse con el trono o intentaba recuperarlo para el hijo del antiguo rey escocés, John Balliol, Buchan lo apoyaría, y ella estaría casada con inglés, en el otro bando de una gran guerra.
—Eso son rumores —dijo.
—Sí, es verdad. Y todo el mundo sabe que Robert Bruce quiere el trono escocés —respondió William con amargura. Los Comyn odiaban a Robert Bruce tanto como habían odiado a su padre, Annandale.
Margaret estaba cada vez más asustada. Si Red John o Robert Bruce intentaban recuperar el trono escocés, habría una guerra, y ella sería la esposa de un inglés.
—Debemos rezar para que esta paz perdure.
—Eso no va a suceder. Voy a perderte a ti también.
—No. Solo voy a casarme, no voy a morir en la Torre, ni voy a la horca. No me vas a perder.
—¿Ah, no? Dime, Meg, cuando haya guerra, si eres leal a tu esposo sir Guy y a Aymer de Valence, ¿cómo vas a guardarme lealtad también a mí?
La expresión de su hermano se había vuelto de asco y de ira. William espoleó al caballo y se adelantó.
Margaret se sintió como si la hubiera golpeado en el pecho. Ella también espoleó a su yegua y lo siguió. Sabía que su hermano estaba más temeroso que enfadado.
Ella también sentía temor. Si había otra guerra, se vería en una posición terrible. Y era cierto: más tarde o más temprano, habría otra guerra. En Escocia, la paz nunca era duradera.
¿Podría ser leal a su familia y a su nuevo marido? ¿Cómo? ¿No tendría que deberse a su esposo?
Aunque se le llenaron los ojos de lágrimas, alzó la barbilla y los hombros, y se recordó que era una mujer adulta, una Comyn y una MacDougall, y que tenía que cumplir con su deber.
—Nunca seremos enemigos, Will.
Él la miró con una expresión sombría.
—Será mejor que recemos para que ocurra algo que impida tu matrimonio, Meg.
De repente, sir Ranald, uno de los caballeros de Buchan, un guapo joven de unos veinticuatro años, se les acercó.
—¡William! ¡Señor! ¡A sir Neil le ha parecido ver a un vigía en los árboles de esa colina!
A Margaret se le encogió el estómago. William palideció y soltó una imprecación.
—¡Sabía que había demasiado silencio! ¿Está seguro?
—Sí, está casi seguro. Y lo lógico es que un vigía haya espantado a los animales del bosque.
Sir Ranald se había colocado en medio del camino, obligándoles a parar. Margaret se dio cuenta de que el bosque estaba silencioso de una manera antinatural e inquietante.
—¿Quién va a estar vigilándonos? —preguntó en un susurro. Sin embargo, no tenía que preguntarlo. Ya lo sabía.
Las tierras de los MacDonald se extendían al otro lado del risco junto al que estaban cabalgando.
—¿Quién va a ser sino un MacDonald? —respondió sir Ranald.
Margaret se echó a temblar. La enemistad entre la familia de su madre y el clan de los MacDonald se remontaba a siglos atrás. El hijo de Angus Mor, Alexander Og, conocido como Alasdair, era el señor de Islay, y su hermano Angus Og era el señor de Kintyre. El hermano bastardo, Alexander MacDonald, era conocido como el Lobo de Lochaber. Los MacDougall llevaban años luchando contra los MacDonald por las tierras de Argyll.
Margaret miró la colina boscosa que todavía tenían que recorrer. No vio nada, ni a nadie, entre los abetos nevados.
—Solo tenemos cincuenta hombres —dijo Will—. Sin embargo, hay cuatro docenas de hombres en la guarnición del castillo, o eso creo.
—Esperemos que el hombre que ha visto sir Neil sea simplemente un cazador de una partida —respondió sir Ranald—. Señor, vuestra hermana y vos debéis entrar en las murallas del castillo cuanto antes.
William asintió, mirando a Margaret.
—Deberíamos cabalgar inmediatamente hacia la fortaleza.
Estaban en peligro, porque, si los hermanos MacDonald tenían intención de atacar, lo harían con más de cincuenta hombres. Margaret miró a su alrededor.
—Vamos —dijo, asintiendo.
Sir Ranald se puso en pie en las espuelas y se giró para mirar a los jinetes y los carros. Alzó una mano e hizo una señal para que el séquito continuara.
Will espoleó al caballo, y Margaret lo siguió.
Todo permaneció absolutamente silencioso mientras su cabalgata atravesaba la barbacana y se acercaba al puente levadizo que había delante la torre de la entrada. Margaret tenía miedo de hablar; se preguntaba el motivo de aquel silencio, porque ellos habían enviado a un mensajero con antelación para que avisara de su llegada. Por supuesto, los mensajes podían interceptarse, y los mensajeros podían sufrir ataques pese a que estuvieran en tiempos de paz. Sin embargo, las cabezas comenzaron a asomarse por las almenas de las murallas del castillo, junto a la garita de la entrada.
—Son los sobrinos de Buchan...
—Son lady Margaret y el señor William Comyn...
Su grupo se había detenido, la mayoría en la barbacana. Sir Ranald hizo una bocina con las manos alrededor de la boca y gritó hacia la torre:
—Soy sir Ranald de Kilfinnan y tengo bajo mi protección a lady Margaret Comyn y a su hermano, William Comyn. Bajad el puente para que entre vuestra señora.
Se oyeron susurros en las almenas. El gran puente levadizo comenzó a descender entre crujidos y chirridos. Margaret vio que aparecían algunos niños en las almenas y, al mirarlos, cruzó la vista con una mujer. La mujer se quedó asombrada; instintivamente, Margaret sonrió.
—¡Es la hija de lady Mary! —gritó la anciana.
—¡Es la hija de Mary MacDougall! —gritó un hombre con emoción.
—¡La hija de Mary MacDougall! —gritaron otros.
A Margaret se le aceleró el corazón al darse cuenta de lo que estaba ocurriendo: aquellas buenas gentes recordaban a su madre, la que había sido su señora, a quien habían respetado y amado y, en aquel momento, le daban la bienvenida a ella. Se le empañaron los ojos de emoción.
Aquella era su gente, igual que Castle Fyne era suyo. Debía ocuparse de su bienestar y de su seguridad, porque era su señora.
Sonrió de nuevo y pestañeó para que no se le cayeran las lágrimas. Desde las almenas, la gente empezó a vitorearla.
Sir Ranald sonrió.
—Bienvenida a Castle Fyne, milady —bromeó.
Ella se enjugó las lágrimas rápidamente y recuperó la compostura.
—Se me había olvidado lo mucho que querían a mi madre. Ahora recuerdo que a ella también la saludaban así, con gran entusiasmo, cuando yo era niña y veníamos aquí.
—Era una gran señora, así que no me sorprende —dijo sir Ranald—. Todo el mundo quería a lady Mary.
William le tocó el codo a Margaret.
—Saluda —le dijo suavemente.
Ella se quedó asombrada, pero después levantó el brazo y comenzó a saludar, y la multitud que había en las almenas y en la torre de la entrada le devolvió gritos y vítores de aprobación. Margaret se ruborizó.
—Yo no soy una reina.
—No, pero este castillo es tu dote, y tú eres su señora —dijo William con una sonrisa—. Y ellos no han tenido a una señora en el castillo desde hace muchos años.
Le hizo una señal para que avanzara y los precediera, y ella se asombró de nuevo. Entonces miró a sir Ranald, pensando que él iba a encabezar la marcha. Sin embargo, sir Ranald sonrió de nuevo y, después, con deferencia, inclinó la cabeza.
—Después de vos, lady Margaret —dijo.
Margaret dirigió a su yegua hacia el interior de las murallas entre los vítores de la gente. Atravesó el puente levadizo y, al entrar al patio, sintió una gran emoción. Detuvo la yegua y desmontó delante de los escalones de madera que subían a la entrada de la torre del homenaje. Entonces, la puerta de la torre se abrió y salieron varios hombres.
—Lady Margaret, os estábamos esperando —dijo un escocés alto, de pelo cano—. Soy Malcolm MacDougall, el primo de vuestra madre y alcaide de esta fortaleza.
Iba vestido con la saya de lino tradicional que llevaban la mayoría de los montañeses, calzaba botas altas y llevaba una espada al cinto. Aunque no llevaba medias ni capa de tela tradicional escocesa, claramente no se preocupó del frío al bajar las escaleras e hincar una rodilla en el suelo, ante ella.
—Milady —dijo con reverencia—, a partir de este momento os juro fidelidad a vos, por encima de todos los demás.
Ella respiró profundamente, temblando.
—Gracias por vuestro juramento de lealtad.
El escocés se puso en pie y la miró a la cara.
—¡Cuánto os parecéis a vuestra madre! —exclamó.
Después se giró y le presentó a sus hijos, dos chicos jóvenes, tan solo un poco mayores que ella. También ellos le hicieron un juramento de lealtad.
William y sir Ranald se habían acercado, y hubo más saludos. Después, sir Ranald se excusó para ayudar en la organización de los soldados de sir Neil. William se apartó un momento con él, y Margaret se distrajo, puesto que quería saber de qué hablaban; deliberadamente, se habían alejado para que nadie pudiera escuchar su conversación.
—Debéis de estar cansada —dijo Malcolm—. ¿Puedo mostraros vuestra alcoba?
Margaret miró a William, que seguía hablando seriamente con sir Ranald.
—Estoy fatigada, pero no quiero ir a mi aposento todavía. Malcolm, ¿ha habido alguna señal de discordia en Loch Fyne últimamente?
—¿Con nuestros vecinos? Por supuesto, milady. Uno de los muchachos de los MacRuari nos robó tres vacas la semana pasada. ¡Son atrevidos como piratas! Usan las mareas para ir y venir a su antojo. Y, un día después, mis hijos encontraron a un vigía de los MacDonald al este, espiándonos. Aunque hace meses que no veíamos a un MacDonald por aquí.
Ella se puso muy tensa.
—¿Y cómo supisteis que era un espía del clan MacDonald?
—Milady, lo interrogamos concienzudamente antes de dejarlo marchar.
A ella no le gustó cómo sonaba aquello, y se estremeció.
Él le tocó el brazo.
—Permitidme que os acompañe al interior de la torre, milady. Hace demasiado frío para que estéis aquí fuera.
Margaret asintió mientras William volvía a su lado. Ella lo miró interrogativamente, pero él la ignoró y le indicó que siguiera a Malcolm. Margaret obedeció, aunque disgustada.
El gran salón era una enorme estancia de piedra con el techo de vigas de madera y un hogar en uno de los laterales. Contaba con unas cuantas troneras que dejaban pasar algo de luz. Había dos grandes mesas en el centro de la habitación, con bancos a cada lado, y tres butacas con cojines ante el hogar. Los jergones para dormir estaban alineados contra las paredes más alejadas de la puerta y, colgado de la pared central, había un enorme tapiz con una escena de caza.
Margaret olisqueó con gusto. El suelo estaba cubierto de lavanda fresca. De repente, sonrió; recordó que aquel salón también olía a lavanda la última vez que había estado allí.
Malcolm también sonrió.
—Lady Mary quería que hubiera hierba fresca en el suelo cada tres días, y la lavanda le gustaba especialmente. Esperamos que a vos os guste también.
—Muchas gracias —dijo Margaret conmovida—. Me encanta.
Los sirvientes de su séquito estaban llevando sus pertenencias, empaquetadas en varios baúles grandes, a la torre. Margaret vio a su doncella, Peg, que era tres años mayor que ella y estaba casada con uno de los arqueros de Buchan. Conocía a Peg desde pequeña, y las dos eran buenas amigas. Margaret se excusó y fue a su lado.
—¿Tienes frío? —le preguntó, tomando sus manos heladas—. ¿Cómo están tus sabañones?
—¡Ya sabes que odio el frío! —exclamó Peg, estremeciéndose.
Era alta y voluptuosa, mientras que Margaret era menuda y esbelta. Peg tenía el pelo caoba oscuro, y sobre la saya llevaba un grueso manto de lana que le llegaba por los tobillos. Sin embargo, estaba temblando.
—¡Claro que estoy helada, y ha sido un viaje demasiado largo, en mi opinión!
—Pero hemos llegado sanos y salvos, cosa nada fácil —dijo Margaret.
—Es normal, porque ahora no hay guerra —replicó Peg con un resoplido. Después, exclamó—: ¡Margaret, tú también tienes heladas las manos! ¡Sabía que debíamos haber acampado antes! ¡Estás helada, como yo!
—Voy entrando en calor, y me alegro mucho de estar aquí —dijo Margaret, y miró a su alrededor de nuevo. Casi esperaba que su madre apareciera por la puerta de aquella gran sala, con una gran sonrisa.
Le costó apartarse aquella ilusión de la cabeza, porque nunca había echado más de menos a su madre.
—Voy a encender el fuego de tu alcoba —dijo Peg con firmeza—. No podemos permitir que enfermes antes de casarte con tu caballero inglés.
Margaret miró con tristeza a la doncella. Por su tono de voz, sabía que Peg esperaba que se acatarrara y fuera incapaz de asistir a su propia boda en junio.
Y no la culpaba. Peg era escocesa. Odiaba a los MacDonald y a los demás clanes rivales, pero también odiaba amargamente a los ingleses. Se había quedado horrorizada al conocer el compromiso de Margaret y, como era franca y directa, había despotricado durante un tiempo, hasta que Margaret le había ordenado que contuviera la lengua.
—Creo que la alcoba de mi madre está justo al subir la escalera —dijo Margaret—. Me parece buena idea. ¿Por qué no enciendes el fuego? Después, encárgate de que preparen la cena.
Margaret no tenía hambre, pero quería recorrer el hogar de su madre con algo de intimidad. Vio a Peg dirigirse a un mozo, que llevaba uno de sus baúles. Cuando los dos comenzaron a subir las escaleras de la torre norte, donde estaba su habitación, Margaret los siguió.
Como la fortaleza era tan antigua, los techos eran muy bajos y la mayoría de los hombres tuvieron que encorvarse al subir las escaleras. Margaret no tuvo que agachar la cabeza. Llegó al segundo rellano, donde estaba su aposento. Miró al interior; las contraventanas de la única ventana estaban abiertas. Había una robusta cama de madera, y el mozo ya había depositado el baúl a sus pies. Peg estaba inspeccionando el hogar. Margaret continuó escaleras arriba antes de que su doncella pudiera objetar algo. El tercer piso se abría al adarve.
Margaret salió de la torre y caminó hacia las almenas. Hacía mucho frío, porque estaba atardeciendo y las nubes cubrían el sol. Se arrebujó en el manto rojo oscuro que llevaba.
Desde aquella altura, las vistas eran magníficas. El lago que había debajo del castillo estaba helado por las orillas, pero no en el centro. Ella sabía que los navegantes más valientes intentaban atravesarlo aun en mitad del invierno y que, a menudo, lo conseguían. En la orilla opuesta no había nada más que bosque.
Miró hacia el sur, hacia el camino por el que habían llegado a Castle Fyne. Era estrecho y empinado, y subía serpenteando por la colina del castillo. Desde allí también se veía el valle cercano. El viento movía las hojas de los árboles del bosque.
Era bellísimo. Se abrazó a sí misma al sentir una alegría inmensa por haber ido a Castle Fyne, aunque fuera justo antes de su boda con un inglés.
Entonces, miró hacia el valle con más atención; era como si el bosque se estuviera moviendo, como si los árboles avanzaran en formación, colina arriba, hacia el castillo.
Empezó a sonar una campana, y Margaret sintió una punzada de angustia. Aquel sonido era una advertencia inconfundible y, de repente, oyó pasos a sus espaldas. Los hombres empezaron a salir de la torre al adarve, armados con arcos y flechas, y ocuparon posiciones defensivas a lo largo de las murallas del castillo.
Margaret gritó y se inclinó por el parapeto para mirar hacia el valle. Quería divisar el ejército que se movía entre los árboles.
—¡Margaret! ¡Lady Margaret!
Alguien le estaba gritando desde dentro de la torre, pero ella no pudo moverse ni responder. No daba crédito a lo que veía, aunque las campanas siguieran tocando sin cesar.
No era el bosque lo que marchaba hacia el castillo, sino cientos de hombres que portaban estandartes oscuros...
Los arqueros ya estaban alineados para defender el castillo de aquellos invasores. Margaret entró en la torre y bajó rápidamente por la escalera de piedra.
William estaba en el salón, pálido, con una mano en la empuñadura de la espada.
—Nos atacan, Meg —dijo—. ¡Había un vigía espiándonos cuando hemos llegado! ¿Estabas en el adarve? ¿Has visto quiénes son?
A ella le latía el corazón con una fuerza insoportable.
—No he visto sus colores, pero sus estandartes son oscuros, ¡muy oscuros!
Los dos hermanos se miraron fijamente. Los colores de los MacDonald eran el azul, el negro y el rojo.
—¿Son el clan de los MacDonald? —preguntó ella.
—Me imagino que sí —respondió William. De repente, tenía dos manchas de color en las mejillas.
—¡Will! —exclamó Margaret, y se dio cuenta de que estaba temblando—. No he podido contarlos, pero, por el amor de Dios, ¡creo que eran cientos de hombres! ¡Están subiendo por la cañada que hay debajo del risco!
—Voy a dejar a cinco de mis mejores caballeros contigo.
—¿Qué quieres decir?
—Vamos a luchar contra ellos, Meg. No tenemos más remedio.
—¡No! ¡No puedes luchar contra cientos de hombres! Solo tenemos unas docenas de caballeros y soldados. ¡Y no puedes dejar a cinco caballeros conmigo! Los necesitarás a todos.
—¿Desde cuándo sabes tú algo de batallas? Además, los caballeros que están al servicio de la familia Comyn valen diez veces más que los de los MacDonald.
¡Oh, cómo esperaba que su hermano tuviera razón! Peg entró corriendo al salón. Estaba blanca como un fantasma. Margaret le tendió la mano y ella se la estrechó con fuerza.
—Todo va a salir bien —dijo Margaret.
Peg la miró con espanto.
—Dicen que es Alexander MacDonald, el poderoso Lobo de Lochaber.
Margaret guardó silencio, con la esperanza de que su doncella hubiera oído mal.
Sir Ranald entró en el salón con Malcolm.
—Tenemos que apresurarnos, William, para intentar emboscar a su ejército en el barranco. No pueden seguir atravesando la cañada durante mucho más tiempo, tendrán que tomar el paso estrecho que se une al camino por el que hemos venido nosotros. Si conseguimos situar a nuestros hombres en lo alto del barranco, tendremos posibilidades de enfrentarnos a ellos uno a uno y dos a dos, y no podrán salir vivos.
—Peg acaba de decir que se trata del hermano bastardo.
William palideció aún más. Incluso sir Ranald, el más valiente de sus hombres, se quedó inmóvil, con los ojos muy abiertos y fijos en ella.
Uno de los hijos de Malcolm entró en aquel momento y confirmó sus temores.
—Es el Lobo —dijo—. Es el bastardo de Angus Mor, el Lobo de Lochaber, y tiene quinientos o seiscientos hombres.
Margaret tenía el corazón en un puño. El Lobo de Lochaber era una leyenda en vida. Todo el mundo conocía a Alexander MacDonald. Se decía que no había ningún highlander, hombre de las Tierras Altas, tan implacable, que nunca había perdido una batalla y que nunca dejaba vivo a un enemigo.
Mientras recordaba lo que había oído de él, la angustia la atenazaba. Le apretó con fuerza la mano a Peg.
Pocos años antes, Alexander había querido casarse con su amante, la hija viuda de lord MacDuff, pero había sido rechazado. Así pues, había sitiado el castillo de Glen Carron en Lochaber. Y, cuando finalmente venció, aprisionó al señor, le obligó a arrodillarse y a mirar mientras, fría y cruelmente, ejecutaba a todos aquellos que habían luchado contra él. Después quemó Glen Carron hasta los cimientos. Estaba a punto de ahorcar a lord MacDuff, pero su amante le pidió clemencia. El Lobo le perdonó la vida a su suegro, aunque solo después de haberle obligado a que le jurara lealtad; después lo había mantenido prisionero durante años. En cuanto a su amante, el Lobo de Lochaber se casó inmediatamente, pero ella murió al dar a luz unos meses más tarde.
Si Alexander MacDonald marchaba hacia ellos con un ejército de quinientos hombres, tomaría Castle Fyne y lo destruiría.
—¿Qué debemos hacer? —preguntó.
—Hay dos opciones, lady Margaret. Rendirse o luchar —respondió sir Ranald.
Margaret tomó aire. Ningún Comyn ni ningún MacDougall pensarían en rendirse sin haber luchado antes.
—Lo sorprenderemos con una emboscada en el barranco y lo detendremos —dijo William.
Miró a sir Ranald y a sir Neil, que acababa de llegar junto a Malcolm.
—¿Podremos vencer con una emboscada como esa?
—Es nuestra única esperanza —dijo sir Neil.
Margaret sintió que el miedo le atenazaba el corazón con más y más fuerza. Peg gimió a su lado. Tal vez aquellas historias no fuera ciertas, tal vez Dios los ayudara y, tal vez, el Lobo sufriera una derrota en aquella ocasión.
—Entonces, vamos a tender esa emboscada —dijo William—. Pero, Margaret, quiero que vuelvas a Bain inmediatamente.
—¿Que quieres que huya?
—Te vas a marchar con sir Ranald y con sir Neil. Si salís ahora mismo, no correrás ningún peligro.
A ella comenzó a darle vueltas la cabeza. ¡No podía marcharse! Miró a su alrededor; el salón se había llenado de mujeres y niños. Los hombres, incluso los mayores, estaban en el adarve, preparándose para la batalla.
Sir Ranald la tomó del codo.
—Tiene razón. Debéis alejaros del peligro. Este castillo os pertenece, lo que os convierte en una novia muy valiosa, y también en una prisionera muy valiosa.
Margaret se estremeció, pero se encogió de hombros y liberó su brazo.
—No soy una cobarde, y no voy convertirme en prisionera de nadie. ¡Soy la señora de esta fortaleza! No puedo escapar y dejaros solos para que la defendáis. ¿Y qué pasa con los hombres, mujeres y niños del castillo, que me recibieron con tanto afecto?
—¡Por eso debes irte, Margaret! El castillo es parte de tu dote, ¡y eso te convierte en alguien muy valioso! —le gritó William.
Ella tuvo ganas de devolverle los gritos, pero consiguió contenerse.
—Tú ve a contener a Alexander MacDonald. ¡Encárgate de que no vuelva por aquí! ¡Atrápalo en el barranco y mátalo, si puedes!
A Peg se le escapó un jadeo de horror.
Sin embargo, Margaret ya tenía la cabeza más clara. William iba a salir con sus hombres a luchar contra el infame Lobo de Lochaber y, si podía matarlo, mejor que mejor. ¡Era su enemigo!
Sir Ranald se volvió.
—Malcolm, envía aviso al conde de Argyll y a Red John Comyn.
El conde de Argyll, Alexander MacDougall, era el hermano de su madre. Sin duda, Red John y él irían a auxiliarlos. Sin embargo, ambos estaban a un día de camino, y tal vez ninguno estuviera en su castillo en aquel momento; cabía la posibilidad de que el mensajero tuviera que recorrer un camino más largo para entregar su mensaje.
Margaret siguió pensando febrilmente mientras Malcolm se alejaba. Sir Ranald le dijo:
—Si la emboscada fracasa, necesitaréis ayuda para defender la fortaleza.
—¿Qué queréis decir?
William se dirigió a sir Ranald.
—¿Deberíamos preparar la emboscada con los hombres que nos han acompañado, y dejar aquí la guarnición del castillo?
Margaret intentó entender por qué querían dejar a cincuenta hombres allí y, justo cuando lo comprendió, Sir Ranald se giró hacia ella.
—Debéis preparar el castillo para resistir un sitio.
Al oír que se confirmaban sus temores, Margaret tuvo una sensación de ahogo. Ella no sabía nada de batallas, y mucho menos de sitios. Era una mujer, ¡y solo tenía diecisiete años!
—¡No vais a fracasar!
La sonrisa de sir Ranald fue extraña, casi triste, como si esperara lo peor, no lo mejor.
—No queremos fracasar, y odio dejaros aquí sola, lady Margaret, pero tenemos muy pocos hombres. Vuestro hermano me necesita.
Ella se había echado a temblar. Rezó por que William y sir Ranald vencieran a Alexander MacDonald.
—Por supuesto que debéis ir con William.
William puso la mano en el hombro de sir Neil.
—Quédate con mi hermana y defiéndela, si es necesario, con tu propia vida.
Sir Neil frunció los labios. Margaret sabía que quería luchar junto a sir Ranald y a William; sin embargo, el caballero asintió.
—La protegeré y la mantendré a salvo del peligro —respondió.
Malcolm volvió al salón en aquel momento.
—He enviado a Seoc Macleod y a su hermano. Nadie conoce estos bosques como ellos.
De repente, Margaret pensó en lo malos que eran allí los caminos, siempre llenos de nieve. Argyll y Red John estaban cerca, pero llegar hasta ellos iba a ser muy difícil, y más a mediados de invierno.
—Si tenemos éxito con la emboscada, no necesitaremos a Argyll ni a Red John —dijo William, y miró a Margaret—. Si fracasamos, y él sitia el castillo, tú tendrás que decidir si resistes hasta que lleguen nuestro tío o nuestro primo. Sir Neil estará a tu lado, y Malcolm, también.
Ella asintió y se humedeció los labios.
—No vais a fracasar, William. Tengo fe en vosotros. Dios os ayudará a triunfar. Destruiréis a MacDonald en el barranco.
William le besó la mejilla de repente y se marchó de la habitación. Los demás caballeros de Buchan lo siguieron, pero sir Ranald no se movió. Siguió mirándola.
—Que Dios os acompañe, sir Ranald.
—Que Dios os proteja, lady Margaret —respondió él, y titubeó, como si quisiera decir algo más.
Margaret esperó, pero él asintió hacia sir Neil y Malcolm y después corrió detrás de William y los demás.
A Margaret le flaquearon las rodillas al verlos marchar. Estaba a punto de dejarse caer en el banco más cercano cuando se dio cuenta de que todos los niños y mujeres de la habitación la estaban mirando. El gran salón estaba en completo silencio y, lentamente, ella giró sobre sí misma, escrutando las caras que la rodeaban, fijándose en cada una de las expresiones temerosas y expectantes.
Tenía que darles ánimos.
Sin embargo, ¿qué iba a decir ella, cuando estaba tan asustada? ¿Cuando, tal vez, aquellas vidas estuvieran en sus torpes manos?
Irguió los hombros y sonrió.
—Mi hermano vencerá al Lobo —dijo—. Pero nosotros debemos prepararnos para un sitio. Encended las hogueras y comenzad a hervir agua y aceite.
Peg la estaba mirando con la boca abierta, y ella se dio cuenta de que su tono de voz había sido firme, decidido, autoritario.
Entonces, alzó la barbilla y añadió:
—Haced montones de piedras. Preparad las catapultas. En cuanto William haya salido, levantad el puente levadizo y poned una barricada.
Sus órdenes fueron recibidas con murmullos de aprobación. Mientras todo el mundo se marchaba a cumplir su cometido, ella rezó por que William pudiera rechazar el ataque del Lobo de Lochaber.
Margaret observó el adarve del castillo con la sensación de que había viajado a un lugar diferente y a un tiempo anterior, mucho más espantoso. Las almenas ya no se parecían a las de ningún castillo que ella hubiera conocido. Temblando, se arrebujó en la capa.
El adarve estaba lleno de barriles de aceite, montones de piedras, hondas y catapultas de varios tamaños y una docena de hogueras aún sin prender. Todas las mujeres estaban presentes, y también muchos de los niños, que habían clasificado las piedras por tamaños y habían preparado las pilas de leña que se encenderían más tarde. Aunque el puente levadizo estaba cerrado, se podía entrar y salir de la fortificación por una pequeña puerta que había al norte de las murallas. Margaret se dio cuenta de que, si verdaderamente el enemigo sitiaba el castillo, no podían quedarse sin madera, ni sin piedras, ni sin aceite.
Sus arqueros estaban situados en las murallas. Por suerte, quizá, solo había dos lienzos que defender; como el castillo estaba sobre un acantilado que dominaba el lago, los otros dos costados eran insalvables. Había tres docenas de arqueros en las partes más vulnerables y, junto a cada uno de los hombres, varias filas de aljabas llenas de flechas. Detrás de los arqueros había unos doce guerreros armados con espadas, mazas y puñales, porque en caso de que los soldados enemigos consiguieran escalar las murallas, los arqueros no podrían hacer nada: la batalla por el control del castillo se convertiría en un combate cuerpo a cuerpo.
Margaret miró hacia la cañada, donde estaba reunido el gran ejército de MacDonald. Los hombres no se habían movido durante las últimas tres horas.
Notó un movimiento a sus espaldas, y se giró. Malcolm estaba sonriéndole. No había dado ninguna señal de que tuviera miedo. La verdad era que todo el mundo se estaba comportando con una gran valentía. A Margaret le había impresionado mucho el coraje de los habitantes de su castillo. Ojalá nadie se diera cuenta de lo acelerado que tenía el corazón ni de lo asustada que estaba.
—¿Ha habido alguna noticia? —susurró.
—Nuestros mensajeros no han vuelto —respondió Malcolm—, pero es una buena señal que el Lobo no pueda avanzar más con sus hombres.
Margaret se estremeció. ¿No había oído decir que el Lobo tenía muy mal carácter? Se habría puesto furioso por aquel contratiempo. A menos, por supuesto, que hubiera muerto ya.
—Deberíais bajar, milady —le dijo Malcolm amablemente—. Sé que queréis animar a los hombres y a las mujeres, pero hace mucho frío y, si enfermáis, los desanimaréis a todos.
Margaret vio a sir Neil, que estaba al otro lado del adarve, reparando una de las catapultas con un anciano. Peg estaba con ellos y parecía que les estaba diciendo cómo creía que debían arreglarla. Si la situación no hubiera sido tan grave, Margaret se habría divertido con aquella escena, porque Peg era muy entrometida y un poco coqueta, y sir Neil era muy guapo, con su piel blanca y su pelo negro.
Además, era un soldado infatigable. Margaret no lo conocía bien, pero admiraba que hiciera tantos esfuerzos por defender el castillo y por protegerla a ella.
Por supuesto, si los sitiaban y los vencían, todos iban a morir.
Miró a Malcolm.
—¿Es cierto que el Lobo asesina a todos sus enemigos y que nunca permite que vivan?
Malcolm titubeó, y ella tuvo su respuesta.
—No lo sé —dijo él, encogiéndose de hombros.
—¿Lo conoces?
—Si, milady, lo conozco.
—¿Es un monstruo, tal y como dicen?
Malcolm abrió mucho los ojos.
—¿Es eso lo que dicen? El Lobo es un soldado poderoso, un hombre de gran valor y gran ambición. Es una pena que sea nuestro enemigo, y no nuestro amigo.
—Espero que haya muerto.
—No morirá en una emboscada, milady. Es demasiado listo como para eso —respondió Malcolm. Entonces, miró más allá de ella y palideció.
Margaret se giró a mirar hacia la cañada, y se atragantó. El ejército se movía. Avanzaba lentamente, como si fuera una ola enorme hecha de hombres.
—¿Qué significa eso?
Antes de que Malcolm pudiera responder, sir Neil se acercó corriendo con un highlander pelirrojo que tenía la respiración entrecortada. Peg los seguía.
—Lady Margaret —dijo sir Neil—. Uno de los mensajeros ha vuelto, y desea hablar con vos.
Margaret vio la cara pálida del mensajero y se dio cuenta de que las noticias no eran las que esperaba. Sin embargo, aunque hubiera querido gritarle que le diera ya el mensaje, alzó una mano.
—¿Quién eres?
—Coinneach MacDougall, milady.
—Por favor, ven conmigo. Malcolm, sir Neil, venid conmigo.
Aunque tenía el corazón en un puño, era consciente de que todos los estaban observando, así que guardó la compostura y condujo a los hombres, por la estrecha escalera, hacia el salón. Allí, se volvió hacia ellos.
—¿Qué ha ocurrido?
—La emboscada ha fracasado, milady. El Lobo y su ejército están pasando por el desfiladero. Dentro de una hora estarán ante las puertas del castillo —dijo Coinneach.
—¿Estás seguro?
—Sí. Ahora hay una docena de caballeros suyos en el paso.
Margaret se quedó mirándolo fijamente, aunque no lo veía.
—¿Y mi hermano? ¿Y sir Ranald?
—No lo sé, milady.
Era mejor no tener noticias que recibir la noticia de su muerte. «Por favor, Dios, que no hayan muerto William y sir Ranald, ¡por favor!».
No sabía si podría soportar la pérdida de su hermano.
—¿Sabes si alguno de nuestros hombres sigue con vida?
—Vi a un puñado de vuestros caballeros huyendo hacia el bosque, milady.
—Volverán al castillo, si pueden —dijo ella, sin dudarlo.
—Sería mejor si cabalgaran a todo galope hacia el castillo de Red John o Argyll —dijo sir Neil—. Pronto nos habrán sitiado, y ellos podrían atacar a MacDonald por la retaguardia.
Tal vez sus hombres no volvieran, después de todo. Reprimió su consternación y se volvió hacia Coinneach.
—¿Está vivo Alexander MacDonald?
—Sí. Va dirigiendo a sus hombres —dijo Coinneach, con una mirada llena de temor.
Ella se sintió enferma.
Sonaron unos pasos por la escalera, y todos se dieron la vuelta. Peg entró corriendo al salón, con los ojos muy abiertos.
—¡Hay un hombre abajo, junto a la barbacana, con una bandera blanca!
Margaret se quedó desconcertada y se giró hacia Malcolm, que le dijo rápidamente:
—El Lobo ha enviado un mensajero, milady. No tengo ninguna duda.
A ella se le abrieron mucho los ojos.
—¿Qué puede querer?
—Vuestra rendición.
Margaret estuvo paseándose de un lado a otro durante media hora, mientras esperaba a que sir Neil y Malcolm desarmaran al mensajero y verificaran que realmente tenía un mensaje, y a que lo llevaran ante su presencia. Peg estaba sentada en uno de los bancos de las mesas, observándola con una expresión de miedo. Margaret estaba acostumbrada al ingenio y el buen humor de su amiga, no a su silencio y a su pavor.
Se giró cuando ellos entraron, y vio a un highlander con una banda de tela escocesa de color rojo, azul y negro sobre el hombro, que caminaba entre sir Neil y Malcolm. Era de mediana edad, delgado y musculoso, y tenía barba. Iba desarmado. Cuando la vio, sonrió, pero no de una manera agradable. Margaret se estremeció.
—¿Margaret de Bain? —preguntó.
Ella asintió.
—¿Venís en nombre del Lobo?
—Sí. Soy Padraig MacDonald. Él desea negociar, lady Margaret, y me ha pedido que os lo diga. Si estáis de acuerdo, traerá dos hombres, y vos podéis llevar dos hombres también. Mantendrá su ejército debajo de la barbacana, y podéis reuniros fuera de las murallas.
Margaret se quedó mirándolo con incredulidad. Después se volvió hacia Malcolm y sir Neil.
—¿Es una trampa?
—Las negociaciones no son raras —dijo Malcolm—, pero el Lobo es astuto. No cumplirá su palabra.
—Es una trampa —dijo Neil—. ¡No podéis ir!
Margaret se volvió hacia el mensajero.
—¿Por qué desea parlamentar? ¿Qué quiere?
Cuando lo preguntó, Peg se acercó a ella de manera protectora.
—Me dijo que os ofreciera un parlamento, milady, nada más. No sé de qué hablará.
—No podéis ir —dijo de nuevo sir Neil—. ¡Os tomará como rehén, milady, en un abrir y cerrar de ojos!
¡Era tan difícil pensar! Margaret miró a sir Neil y, después, miró al mensajero, Padraig.
—Por favor, hazte a un lado.
Malcolm lo tomó un de un brazo y lo alejó un poco para que no pudiera oír. Margaret se acercó a sir Neil, con Peg.
—¿Hay alguna manera de que yo me pueda reunir con él para que lo hagamos prisionero?
Sir Neil la miró como si se hubiera vuelto loca. Peg exclamó:
−¡Margaret! ¡Es el Lobo! ¡No podrás engañarlo! Él te hará prisionera a ti y, entonces, ¿qué pasará?
−No creáis que podéis embaucarlo, milady −dijo Malcolm, que acababa de regresar.
Margaret miró al mensajero, que a su vez los estaba mirando con una sonrisa de suficiencia. ¿Qué podía saber él, que ellos ignoraran?
−¿Hay algún modo de parlamentar con ellos sin correr el peligro de que me hagan prisionera?
−Es demasiado peligroso −dijo sir Neil rápidamente−. Le juré a sir Ranald que os mantendría a salvo. ¡No puedo permitir que os reunáis con el Lobo!
−¡Margaret, por favor! No soy más que una mujer, y hasta yo sé que es una trampa −le dijo Peg.
−Y aunque no lo fuera, hay muchas cosas que podrían salir mal –intervino Malcolm, con calma.
Tenía razón; además, a Margaret le daba miedo salir de las murallas del castillo. Nunca podría convencer a aquel maldito Lobo de que se retirara. Irguió los hombros y se acercó hacia el highlander.
−Decidle al Lobo de Lochaber que lady Comyn ha rehusado. No voy a negociar.
−Eso le va a contrariar.
Ella tuvo que contener un estremecimiento.
−Pero deseo saber qué quiere. Por lo tanto, puedes volver para traerme su mensaje.
−No creo que él me envíe de nuevo para hablar con vos.
¿Qué significaba eso? ¿Los atacaría el Lobo directamente? Margaret miró a Padraig; él tenía una expresión fría.
Un momento después, Malcolm se lo llevó. En cuanto se hubieron marchado, Margaret se dejó caer sobre un banco. Peg se sentó a su lado y le tomó las manos.
−Ay, ¿qué vamos a hacer?
−Tal vez debiera haberme reunido con él.
−¡Nunca te habría dejado que fueras a verlo! −gimió Peg, que estaba al borde de las lágrimas−. ¡Es un hombre horrible, y toda Escocia lo sabe!
−Si te echas a llorar, te voy a dar una bofetada −respondió Margaret, casi gritando.
Peg contuvo el llanto.
−Te necesito, Peg −añadió Margaret.
Peg se calmó e intentó recuperar la compostura.
−¿Te traigo algo de vino?
Margaret no tenía sed, pero sonrió.
−Gracias −dijo.
En cuanto Peg salió, ella se puso en pie.
Oh, Dios, ¿qué iba a ocurrir? ¿Sería capaz de defender el castillo hasta que llegara la ayuda? ¿Y si la ayuda no llegaba?
Su tío materno, Alexander MacDougall de Argyll, iría a socorrerla. Él odiaba a todos los MacDonald que había sobre la faz de la Tierra; no solo desearía defender la fortaleza, sino luchar contra el ejército del Lobo.
Red John Comyn también acudiría si llegaba a enterarse de lo que estaba sucediendo. Era el más estrecho aliado de su tío, además de su primo. Sin embargo, el tiempo era esencial; tenían que recibir pronto el mensaje que les había enviado y reaccionar inmediatamente.
Le dolía mucho la cabeza. Debía tomar muchas decisiones, y el peso de la responsabilidad le resultaba abrumador.
Sonaron pasos y, con miedo, se giró justo en el momento en que sir Neil entraba en el salón.
−El Lobo está delante del puente levadizo, bajo las murallas, y desea hablar con vos.
Margaret se quedó helada. Solo había pasado un cuarto de hora desde que Padraig se había marchado; si el Lobo de Lochaber estaba ante su puerta en aquel momento, era porque todo el tiempo había estado allí. Ella solo quería ir a esconderse a su habitación, como si fuera una niña.
−Puedo acompañaros al adarve −dijo sir Neil.
Entre la confusión y la angustia, Margaret pensó que sir Neil solo sugeriría algo así si fuera totalmente seguro y, por supuesto, si el Lobo deseaba parlamentar en aquel momento, ella debía ir. Respiró profundamente. Estaría a salvo en el adarve, detrás de las almenas, rodeada por sus caballeros y sus arqueros. Por lo tanto, asintió.
Sin embargo, mientras se encaminaban a la escalera, Margaret se detuvo bruscamente. ¿Cómo podía ser seguro para el Lobo acercarse a las murallas de su castillo?
Miró a sir Neil con una súbita esperanza.
−¿Podrían abatirlo nuestros arqueros mientras hablamos?
Sir Neil se sobresaltó.
−Han traído una bandera de tregua.
Lo que había sugerido era una falta de honor, y Margaret sabía que sir Neil lo consideraba así.
−Pero ¿es posible?
−Sin duda, estará rodeado por sus hombres, y llevará escudo. El disparo no sería fácil. ¿Estáis dispuesta a violar la tregua?
Se preguntó si estaba soñando. Estaba pensando, de verdad, en violar una tregua y asesinar a un hombre. Sin embargo, sabía que no debía rebajarse hasta ese punto. Ella había recibido la educación de una mujer noble: una mujer de palabra y de honor. Debía ser bondadosa, amable y responsable. No podía asesinar al Lobo, y menos durante una tregua.
Intentó respirar con calma y comenzó a subir la estrecha escalera que conducía al adarve de las murallas. Cuando salió al exterior, sintió un intenso frío y percibió un completo silencio. Había luz, pero no hacía sol. Los arqueros y los soldados seguían allí, acompañados de las mujeres y los niños, pero parecía que nadie respiraba ni se movía.
Junto a sir Neil, se acercó a las almenas como si estuviera en mitad de una pesadilla, intentando conservar la compostura y mantener la cabeza clara antes de hablar con su peor enemigo. Permaneció a cierta distancia del parapeto de piedra y miró hacia abajo.
Entre la barbacana y el bosque había varios cientos de hombres esperando; las primeras filas iban a pie, protegidos con escudos, pero detrás de ellos había muchos jinetes. Sobre las primeras columnas ondeaba una bandera blanca y, a su lado, un estandarte enorme de colores negro y azul marino con un fiero dragón rojo en el centro.
Entonces, Margaret lo vio.
El resto del ejército desapareció de su vista. Solo podía ver a un hombre: el highlander a quien llamaban el Lobo de Lochaber.
Alexander MacDonald era el soldado más alto, el más grande y el más moreno de todos ellos. Estaba en la primera fila, en el centro, mirándola fijamente con una sonrisa, sujetando un escudo. Su saya estaba manchada de sangre.
−Lady Comyn −dijo−. Sois tan bella como dicen.
Ella se echó a temblar. El Lobo era exactamente como podía esperarse: Tenía el pelo negro y largo hasta los hombros, y era muy musculoso, seguramente debido a todos los años que había pasado blandiendo la espada y el hacha. Margaret se quedó paralizada, mirándolo, hasta que se dio cuenta de que no había dicho nada y reaccionó.
−No me impresiona vuestra adulación.
Él sonrió fríamente.
−¿Estáis dispuesta a rendiros ante mí?
−No. Nunca tomaréis este castillo. Mi tío está en camino, y también el gran lord Badenoch.
−¡Si os referís a vuestro tío de Argyll, estoy impaciente por verlo! ¡Estoy impaciente por cortarle la cabeza! −exclamó, y lo hizo con tanta ferocidad, que ella supo que lo decía completamente en serio−. Y no creo que el todopoderoso lord Badenoch venga.
¿Qué significaba aquello? Margaret se estremeció.
−¿Dónde está mi hermano?
−Está a salvo, en mi poder, lady Comyn, aunque ha sufrido heridas.
Ella sintió tanto alivio que le flaquearon las rodillas, y tuvo que agarrarse al parapeto para permanecer erguida.
−¿Es vuestro prisionero?
−Sí, lo es.
−¿Son de gravedad sus heridas?
−No morirá −dijo él, y añadió con más suavidad−: Yo no dejaría morir a un prisionero tan valioso.
−Deseo verlo −dijo ella.
Él negó con la cabeza.
−No estáis en posición de hacer exigencias, lady Comyn. He venido aquí a negociar vuestra rendición.
−¡No! No hablaré de nada hasta que me hayáis demostrado que mi hermano está vivo.
−¿No aceptáis mi palabra?
−No, no acepto vuestra palabra.
−Así que me consideráis un mentiroso −dijo él.
Margaret notó que sir Neil daba un paso hacia ella, a su espalda.
−Mostradme a mi hermano, demostradme que está vivo −dijo ella.
−Os comportáis de un modo peligroso −respondió él, finalmente−. Os mostraré a William después de vuestra rendición. Tengo seiscientos hombres, y vos solo tenéis unas cuantas docenas. Soy el mejor guerrero del mundo, y vos sois una mujer, y muy joven. Y, sin embargo, os estoy ofreciendo una negociación.
−No he oído vuestros términos −dijo ella.
Él volvió a sonreír.
−Rendíos ahora, y podréis marcharos con una escolta. Vuestra gente será libre para poder marchar también. Si os negáis, sufriréis un ataque y, en la derrota, nadie salvará la vida.
Margaret tuvo que contener un grito. ¿Cómo iba a responder, si no pensaba rendirse?