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¿Cuánto puede cambiar en una semana? La familia de Carlos está pasando por una situación difícil y él está lleno de dudas. Encima, pronto es su cumpleaños y no sabe si, en el estado actual, sentirse alegre por ello. ¿Se ha instalado el pesimismo para siempre en su vida? Lo que no sabe Carlos es que todo puede cambiar en una semana.
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Seitenzahl: 90
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Maria Carme Roca i Costa
Saga Kids
Una semana de brumas
Copyright © 1997, 2022 Maria Carme Roca and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728022726
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
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Para Albert y para nuestros hijos, Albert y Marc.
Hoy es mi cumpleaños, y también es mi santo. Normalmente, los chicos están contentos cuando celebran su cumpleaños, pero para mí es un día como otro cualquiera, o peor, porque me obliga a reflexionar sobre cosas en las que no quisiera tener que pensar.
Esta mañana, al despertarme, ni me acordaba del día que era. He levantado la persiana, como siempre, y he visto un cielo encapotado, gris, que no me decía nada nuevo. La niebla que lo cubre todo, ya se sabe, no mira el calendario, ni entiende de felicitaciones. Pero tan pronto como he llegado a clase y he oído cómo vitoreaban a Carlos, el profesor de Matemáticas, he caído en la cuenta de que yo también me llamo Carlos y de que hoy es mi cumpleaños.
—¡Venga, hombre! Sé bueno... y deja el control para mañana —le han dicho unos.
—¡No nos lo pongas, por favor! —decían otros.
Pero, pese a todos los ruegos y felicitaciones, no ha aplazado la prueba prevista para hoy.
Después de clase, los compañeros se me han tirado encima con la excusa de felicitarme.
—¡Eh! ¡Que me vais a dejar sin orejas!
Ya se sabe que, en los cumpleaños, las orejas son las que pagan el pato. Es como un deporte, lo hacemos desde primero, desde siempre. Los profesores se ponen de mal humor cuando ven que nos amontonamos y formamos una especie de pelota gigante con brazos y piernas; aunque ya nos han dejado por imposibles: saben que sólo dura unos minutos.
He tenido que compartir la masa humana con otros dos chicos que se llaman como yo y que también han sido felicitados. Cualquier excusa es buena para estirarle a alguien de las orejas. En el grupo A hay tres Marcos y tres Josés. Aquí, en el B, ganamos los Carlos.
¿Que por qué me llamo Carlos?
Todo el mundo acaba preguntándose el porqué de su nombre.
Pues me llamo así porque mi madre quería que los nombres de sus hijos empezasen por «C». Tengo una hermana mayor que se llama Claudia y un hermano pequeño que se llama Constantino.
A mamá le gustan los nombres de emperador; cree que traen buena suerte, que así seremos unos triunfadores en la vida.
Papá dice que eso son fantasías de mamá, que hay personas que son muy diferentes aunque se llamen igual.
Papá y mamá no están nunca de acuerdo en nada.
Esta tarde, cuando vaya al hospital a ver a mamá, me encontraré allí a los abuelos. Seguro que me traen algún regalo. Esta evaluación me ha ido bastante bien y algo me caerá.
¡Qué nervios!
Pero no me gusta pensar en el regalo: tendría que pensar en mamá...
¡Fuera pensamientos negativos!
Es lo que dice Jorge: «En esta vida, hay que ser positivo».
¡Pobre Jorge! No me gustaría estar en su lugar. Sólo ha aprobado la Gimnasia y, ahora que se ha lesionado, no va a poder sacarse ni esa asignatura.
O mejor dicho, sí que me gustaría estar en su lugar. Tendrían que existir máquinas con las que pudieses cambiar de identidad y de casa. Claro que, si yo me cambiara por Jorge, podría sufrir alguna de sus transformaciones..., pero ésa es otra historia.
Cuando pienso en todo esto, me siento mal. No me gusta tener estas ideas.
A Jorge no le pasa, pero es que Jorge tiene unos padres estupendos. Su único problema son las notas... Bueno, las notas y las posibles transformaciones.
La abuela siempre me dice que, vistas desde fuera, las cosas de los demás siempre parecen mejores y que, de hecho, en todas las familias hay problemas.
Tengo que ir a buscar a Constantino. Le limpiaré los mocos —seguro que lleva la nariz llena— y cogeremos el autobús para ir al hospital.
—¿Dónde está Constantino?... Hace rato que le busco y no le veo —le he preguntado a Nuria, la señorita de mi hermano.
Ella me explica que está en el baño, lavándose un poco, porque se ha estado arrastrando por el suelo con otro niño.
¡Dios mío! ¡La suciedad del patio mezclada con los mocos formará un pegote increíble!
—¡Vamos, pequeñajo, que es tarde! —le digo al verle.
Aún tengo suerte y Constantino sigue pareciendo un niño. Hay días en que, al salir del colegio, tiene un aspecto mucho más asqueroso, como de monstruo baboso de película.
Mi hermano tiene problemas con un tal Rogelio y por el camino me los va explicando. Como acaba de empezar el primer curso, todavía no tiene deberes y puede salir del colegio contento, tranquilo y pensando sólo en la paliza que le dará mañana a Rogelio. Yo, en cambio, si me entretengo en el hospital, no acabo nunca las tareas y me voy a dormir muy tarde.
Hoy estoy muy cansado y me duelen las orejas de tantos tirones.
¿Una mochila nueva? ¿Algún libro? Quizá ropa... La abuela dice que siempre voy disfrazado.
Tengo ganas de ver qué me regalarán los abuelos.
—¡Te he dicho que no!
Constantino siempre me pide golosinas. Yo, aunque fuese para no oírle, ya le compraría alguna chuchería, pero no llevo dinero. Sólo lo justo para coger el autobús. Aun así, tenemos que caminar un buen trecho hasta el hospital, porque no hay muy buena combinación.
Por si no tenía bastante con las orejas, ahora son los brazos. Tengo calambres de tanto arrastrar a este crío, que se me cuelga de mala manera.
—No te quejes tanto que, de vuelta, ya nos llevará papá en coche...
Claudia ya debe de haber llegado. Aprovecha que una amiga suya vive muy cerca del hospital y van juntas en coche. Su padre las pasa a buscar. Se quedará muy poco rato, porque no soporta estar con mamá. Siempre acaban peleándose. Pero hoy seguro que quiere pedirle algo, que la conozco. Va detrás de un pantalón nuevo, y mamá, por no discutir, le dirá que sí. Mi madre le tiene miedo; es a la única persona a quien teme, a su hija..., quizá porque es como ella: se parecen mucho.
Y si no convence a mamá, probará con la abuela.
A la entrada del hospital mi hermano se ha quedado impresionado al ver a un hombre completamente vendado al que estaban bajando de una ambulancia.
—¿Ves, Constantino? Es un señor que ha tenido un accidente. Igual iba corriendo como un loco por la calle y le ha atropellado un coche.
Constantino quería seguir a la momia.
—Por ahí no...
Luego, mientras avanzábamos por los pasillos en dirección a la habitación de mamá, no ha parado de hacerme preguntas sobre aquel pobre hombre: que si se salvaría, que cuándo le quitarían el vendaje...
—Ya lo ves: nunca has de cruzar cuando el semáforo está rojo. Seguro que eso es lo que le ha pasado a ese señor.
Cuando le digo cosas como ésa, Constantino me mira como si yo fuese especial, como si yo lo supiese todo. Me gusta tener esta sensación de superioridad, sentir que soy importante para él.
El problema es que no dura mucho.
Hoy, con Constantino, no podré hacer mi habitual carrera por el hospital. Nunca cojo el ascensor, prefiero recorrer los pasillos y subir las escaleras corriendo, a ver cuánto tardo. Últimamente estoy teniendo unas marcas bastante malas y esta tarde, con el crío, no voy a poder mejorarlas. Claro que...
¿Por qué no?
—Escucha bien las normas —le explico—: Primera, no podemos pisar las junturas de las baldosas; segunda, al llegar a un cruce, tenemos que saltar cinco..., bueno, quizá tú tendrás bastante con tres; tercera, los escalones se suben de dos en dos.
Constantino me escucha boquiabierto. De repente, se le pasa todo el cansancio y entonces, disparados como dos cohetes, nos lanzamos a una carrera frenética.
¡Menudo número hemos montado! Una cartera revoloteando detrás de un mocoso que pretende conseguir un récord en el libro Guiness.
—¡Fantástico, Constantino! Pero la próxima vez tenemos que hacerlo en menos tiempo.
Los ojos le brillan de emoción y me propone repetirlo. No piensa que mi cartera, llena de libros, no es tan ligera como la suya... Estoy agotado.
—Espera, Constantino... No podemos entrar en la habitación: hay un médico visitando a mamá.
Constantino, mientras tanto, aprovecha para patinar arriba y abajo del pasillo. No está nada cansado y dice que quiere entrenarse. Le recuerdo que aquí hay gente enferma y que no es lugar para jugar, que ya hemos corrido bastante; pero él no me hace ni caso, hasta que una enfermera le llama la atención.
—¿No hay nadie que vigile a este niño? —ha preguntado.
Me he quedado con las ganas de decirle que no, que, de hecho, Constantino va por libre y que yo hago lo que puedo, que a mí también me gusta patinar sobre este suelo tan liso y brillante; pero me he callado y he cogido con fuerza la mano de mi hermano.
La abuela sale de la habitación, me abraza y me desea muchas felicidades. Lleva un paquete. Debe de ser para mí. La abuela no se olvida nunca. Tiene los ojos llorosos. El médico no debe de haber dicho nada bueno de mamá...
—Ven, Constantino, que ya podemos entrar.
Mi hermano se ha tirado sobre la cama de mi madre y la abuela le ha tenido que pedir que vaya con cuidado, que mamá no se encuentra bien.
Pero mamá sonríe y da muchos besos a su hijo pequeño. A mí, sólo uno. Debe de ser porque ya soy mayor.
La abuela comenta en voz alta que hoy es mi cumpleaños y entonces mamá, sin muchos ánimos, también me felicita y dice que, cuando pueda, me comprará alguna cosa. Sé que no lo hará, aunque mi hermana seguro que ya ha conseguido su pantalón. Claudia se va muy contenta, diciendo adiós con la mano.
La abuela continúa con los ojos húmedos, pero ahora sé que no es por mamá. En un rincón, le reprocha a Claudia que no le dé ningún beso y mi hermana le da uno como quien suelta una limosna. La abuela es su madrina y yo sé que la quiere mucho, pero mi hermana sólo hace comedia cuando quiere conseguir algo de ella. Claudia se parece mucho a mamá.
Aprovechando que ha entrado una visita, los abuelos me hacen un gesto para que me acerque a ellos. Nos ponemos en un rinconcito de la habitación.
¡Ha llegado el momento de abrir el paquete que me han traído!
—¡Es muy guay! Gracias, me hacía mucha falta.