Una vieja cámara - Cristina Gracia Tenas - E-Book

Una vieja cámara E-Book

Cristina Gracia Tenas

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Beschreibung

Después de sufrir durante años el maltrato de su marido ha tomado, por fin, la decisión: Mar huye de su hogar. Es una mujer joven y preparada. Sin embargo, ha seguido el mismo patrón que su madre años atrás. Abandona su vida y coge un tren dirección a París. Será un viaje largo y de noche. Sabe que no podrá dormir. No le importa, necesita tiempo para pensar. Durante el trayecto su mente volverá a la infancia. Recordará los años tan horribles que vivió con sus padres. Las borracheras de él, los moratones de ella… Con su vieja cámara Polaroid entre sus manos, recordará la ilusión cuando se la regalaron aquel año, en el día de Reyes. Pero, sobre todo, rememorará las fotos que le hacía a su madre a escondidas y tras las cuales descubrió, aun siendo niña, que su madre era una mujer muy desgraciada. Pensará en la huida de ambas, muchos años antes, y en las penurias que sufrieron debido a las dificultades que tuvo su madre para encontrar un trabajo al no tener el permiso marital Al llegar a París se reunirá con su amiga Natalia. Junto a ella y su pareja, iniciará una nueva vida. Sorpresas e ilusiones renovadas. Volverá a tener esperanza, algo que su marido, poco a poco, había extirpado de su mente.

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Cristina Gracia Tenas

Una vieja cámara

1ª edición en formato electrónico: octubre 2022

© Cristina Gracia Tenas

© De la presente edición Terra Ignota Ediciones

Diseño de cubierta: TastyFrog

Terra Ignota Ediciones

c/ Bac de Roda, 63, Local 2

08005 – Barcelona

[email protected]

ISBN: 978-84-126081-4-4

THEMA: FA 2ADS

Esta es una obra de ficción. Todos los personajes, nombres, diálogos, lugares y hechos que aparecen en la misma son producto de la imaginación del autor, o bien han sido utilizados en el marco de la ficción. Cualquier parecido con personas o hechos reales es mera coincidencia. Las ideas y opiniones vertidas en este libro son responsabilidad exclusiva de su autor.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)

Cristina Gracia Tenas

Una vieja cámara

1La huida

2Recordando

3Su primera cámara

4La decisión

5Buscando dónde vivir

6Reencuentro

7Una nueva vida

8Confidencias

9Permiso marital

10Estupefacción

11La suerte les sonríe

12Acostumbrándose

13Cambio de rutinas

14Más confidencias

15La boda de Natalia

16Un nuevo futuro

17Tristes noticias

18Sus inicios

19Furia

20Independencia

21Descubriendo sensaciones

22Desenlace

Epílogo

Agradecimientos

A todas las mujeres, que de una forma u otra, han estado o están en el camino de mi vida.

Ante las atrocidades, tenemos que tomar partido.

La posición neutral ayuda siempre al opresor,

nunca a la víctima.

Elie Wiesel

No puedes evitar que las aves

de la tristeza pasen por encima de tu cabeza,

pero puedes evitar que hagan un nido en tu cabello.

Proverbio chino

Y cuando vi su sonrisa, lo supe.

Esa era la sonrisa que quería ver siempre al despertar,

durante el resto de mi vida.

Mario Benedetti

1

La huida

Barcelona, otoño de 1992.

A Mar le costó hacer la maleta. Tan solo contaba con una de tamaño grande. Pronto se dio cuenta de que con ella no tendría suficiente. Debía proveerse de vestuario de todo tipo. Aunque no planeaba vaciar los armarios, había que pensar con lucidez. Lo más probable es que pasara mucho tiempo hasta poder comprarse algo. Por lo tanto, se dispuso a hacer una buena criba. Fue haciendo montones de ropa, zapatos y enseres personales encima de la cama y, cuando ya se había decidido, se reafirmó en su pensamiento inicial. Necesitaría al menos una maleta tan grande como un baúl. No solo se llevaría ropa, también sus tres cámaras de fotos de gran valor sentimental para ella y que no pensaba dejar allí. Por supuesto que tampoco quedarían atrás las cajas con las fotografías que llevaba haciendo desde que tenía diez años. Si algo se le olvidaba, no lo vería nunca más. No pensaba volver a buscarlas. Se iba para siempre. Lo dejaba todo atrás; su piso, sus amigos, su vida…

Bajó a la calle con prisas. El tema de la maleta había distorsionado sus planes. Si no encontraba pronto lo que necesitaba, se exponía a que su marido volviera de trabajar y se la encontrara en plena faena. Y ya sabía lo que iba a pasar. Discusión, pelea, humillación y algún que otro tortazo. Luego, llegaría el arrepentimiento, las mil veces que le pediría perdón y el acatamiento de ella, por miedo a repetir la historia.

Dos calles más abajo había una tienda de marroquinería.

—Buenos días —dijo Mar a una señora que estaba detrás del mostrador—. Necesito una maleta, la más grande que tenga.

—¿La más grande? ¿Es para usted? Una vez llena no podrá con ella… —comentó la mujer mirándola de arriba abajo.

«Vaya por Dios —pensó—, una metomentodo».

Haciendo caso omiso al comentario, miró a su alrededor y vio un baúl con ruedas, de color azul marino. Le preguntó por el precio.

—¡Vaya! No tiene mal gusto —le respondió con una sonrisa de oreja a oreja—. Es de piel y de una marca muy buena. Le durará toda la vida.

—Pero… ¿cuánto vale? —preguntó de nuevo, impacientándose.

—Diez mil pesetas.

—¿Cómo dice? Es carísima.

—Ya le he dicho que era de piel. Yo no vendo baratijas. Si quiere algo que le dure dos días, vaya usted a las casas de todo a cien —le contestó borrando la sonrisa.

Mar salió pitando del establecimiento. Cada vez le quedaba menos tiempo. Hacía poco que habían abierto, cerca de su domicilio, una tienda de las que mencionó aquella desagradable mujer. No había entrado nunca, no por nada en especial, simplemente porque no le había llamado la atención, por lo tanto, no sabía si vendían maletas. Después de preguntar a la dependienta, se dirigió al fondo a mano izquierda, tal como le indicaron. Y sí, había maletas de todos los tamaños y no tenían mala pinta. Miró el precio de una de las más grandes, de un color azul similar a la de la tienda, y cuando vio que valía novecientas noventa y nueve pesetas la cogió sin dudar. También adquirió varios sobres tamaño A3, pagó y la llevó arrastrando hasta su casa. El giro de las ruedas no era una maravilla y, para lo grande que era, pesaba muy poco. Además, llevaba alrededor dos sospechosos cinturones. Pensó que, si eran de adorno, maldito mal gusto había tenido el diseñador. Una vez en casa y para aligerar peso y ganar espacio, vació el contenido de las cajas de fotos en los sobres que había comprado. El taxista llamó al interfono y Mar agarró con decisión el equipaje. Se colgó el bolso del hombro y cerró dando un portazo. No tuvo el valor de mirar atrás. Se creía tan débil como para quedarse sentada encima de la maleta y tirar todos sus planes por la borda. Había vivido doce años en aquel piso y dejaba allí pocos recuerdos buenos, pero sentía un miedo espantoso a la incertidumbre y a la inseguridad que tenía por delante. Cuando llegó a la calle tiró las llaves a la alcantarilla. Las podía haber dejado en la consola del recibidor, pero no quería darle el gusto a Alberto de que, al verlas, se mofara por haberlas olvidado otra vez.

—Buenos días, señora —le dijo el taxista abriéndole la puerta—. ¿Al aeropuerto?

—No, a la estación de Francia, por favor. Y buenos días.

—Pero, ¿qué lleva usted aquí? ¿Piedras? —le preguntó el hombre al levantar la maleta—. No le dé muchos traqueteos porque suelen ser de cartón y las cerraduras son malísimas.

—Pues espero que no se me rompa. Dentro llevo toda una vida.

Después de contestarle, Mar se echó a llorar. No podía parar y pensaba en la suerte que había tenido, ya que el taxista, al ver su reacción, no siguió hablando intentando indagar. No le hizo ni una sola pregunta más. Solo al llegar a la estación, le deseó que tuviera mucha suerte.

Hacía días que había comprado el billete. Llevaba tiempo sisando del montante que su marido le asignaba cada semana. Faltaban más de dos horas para que saliera el Talgo con dirección a París. Así que, arrastrando la pesada maleta, se dirigió a la cafetería para hacer tiempo. No llevaba ni cien metros recorridos cuando la primera rueda dio un chirrido y se quedó rígida. La segunda lo hizo nada más atravesar la puerta del local. Sudando, consiguió arrastrarla hasta una mesa discretamente situada tras una columna.

Empezó a llorar de nuevo, esta vez más discretamente. No quería atraer la atención de nadie. Pensaba que era incapaz de comprar algo con acierto. Eso es lo que le diría Alberto, su marido, si viera aquella desastrosa maleta. Y es que todas las compras de la casa, exceptuando la comida del día a día, las hacían juntos, incluso la ropa de ella, ya que, según él, no tenía ni gusto ni decisión. Se había acostumbrado tanto a ese sistema de vida que tenía anulado el poder de criterio. No sabía ni cómo se había atrevido a comprar el billete sin ayuda, una semana antes. El corazón le latía a mil por hora cuando llegó a la taquilla.

—¿Qué querrá tomar? —le preguntó el camarero detrás de ella.

Mar se sobresaltó. Estaba tan convencida de que su marido se presentaría en la estación que se asustó al oír una voz varonil.

—Perdón, no quería asustarla —se disculpó, al ver que ella daba un respingo.

—No pasa nada. ¿Me puedes traer un café con leche y una pasta?

—¿Croissant, ensaimada, magdalena?

—Me da igual, elije tú por mí.

Tenía el estómago vacío. No había comido nada con los preparativos del viaje y se notaba algo mareada.

—¿Le va bien esta ensaimada? —le preguntó el camarero, dejando la taza y el plato encima de la mesa.

—Bien, gracias. Cuando pueda me prepara un bocadillo de tortilla y me trae una botella grande de agua.

—¿Tortilla de patatas? ¿Es para llevar? ¿Se lo pongo en una bolsa? —le preguntó mientras tomaba nota.

Después de contestarle a todo que sí, se dispuso a comerse la pasta. Estaba algo seca, pero consiguió acabar con ella a base de ir remojándola en el café con leche.

Miraba hacia la puerta cada vez que la oía abrirse. Estaba convencida de que Alberto aparecería de un momento a otro. Tenía tanto poder sobre ella que creía que leía sus pensamientos. Intentó tranquilizarse y miró el reloj muchas veces. Aún faltaba algo más de una hora para que saliera el tren y Alberto debía de estar a punto de llegar a casa. No se daría cuenta de su ausencia enseguida. Con un poco de suerte, empezaría a sospechar que algo pasaba cuando el Talgo ya estuviera saliendo de la estación. Y entonces, ya no habría nada que hacer. Ella ya estaría lejos. Respiró hondo varias veces, y pensó de nuevo que no, que no lo conseguiría. A veces, Alberto llegaba a las cuatro de la tarde, sin dar explicaciones, y a esa hora ella siempre estaba en casa. Y tenía tan mala suerte que hoy sería un día de esos, y que a estas alturas ya debía de haber visto que se había llevado un montón de ropa y de zapatos.

Aquel otoño de 1992 estaba siendo peculiarmente frío. La temperatura de la cafetería era desapacible. Aún no habían puesto la calefacción en marcha. A pesar de eso, Mar estaba sudando copiosamente por la angustia.

—Tenga, el bocadillo de tortilla. ¡Perdón! La he vuelto a asustar —dijo el camarero al verla dar un salto en la silla—. ¿Se encuentra usted bien? ¡Está muy blanca!

El chaval le preguntó amablemente si iba a coger el Talgo. Y se ofreció, al verla tan indispuesta, para acompañarla hasta el andén.

—Aún falta un rato para su salida, pero se podrá acomodar. Además, me parece que, tal como está usted, no va a poder con la maleta.

Mar se lo agradeció de todo corazón. Se sentía débil y creía que incluso tenía fiebre. Le pagó la cuenta y esperó hasta que él llegó para acompañarla. No permitió que ella le aguantara la puerta para que pasara con la maleta. Se la abrió y, solo cuando ella hubo pasado, retrocedió para coger el equipaje.

Ya en el vagón pensó en lo agradable que había sido aquel chico. Ni siquiera se lo pidió, y se había ofrecido él solo. Alberto le diría que era una puta provocadora que hacía que todos los hombres babearan a su alrededor. Eso era lo que él siempre le decía para humillarla e iniciar una pelea.

Al final, descubrió para qué eran aquellos cinturones horribles que rodeaban la maleta. No eran de decoración, no. Eran para anudarla en cuanto se rompiera la cerradura. Sucedió en el trayecto de la cafetería al andén. Le entraron ganas de chillar cuando vio desparramarse el contenido por el suelo. El chaval reaccionó rápido, lo metió todo en el interior, cogió aquellos adornos y la ató en un santiamén.

—Cuando llegue a destino, tírela. Es de cartón. No sé cómo se atreven a vender cosas así —le dijo al abrirle la puerta del vagón.

Poco a poco su respiración se fue tranquilizando, aunque no podía evitar mirar constantemente hacia el andén. Decidió bajar la persiana y correr la cortina, al fin y al cabo, ya era de noche. Así, de paso, retrasaría el encuentro si Alberto hubiera subido al tren. Tenía una cabina doble para ella sola. Le costó más cara que si hubiera ido compartiendo el viaje con alguien más, pero necesitaba intimidad. No quería que nadie le interrumpiera sus pensamientos.

Tendría que abrir la maleta para coger el pijama y el neceser antes de que el tren saliera y empezara su traqueteo. La miró indecisa. «¿Y si después no puedo volver a cerrarla? ¿Y si se rompen los cinturones y no hay forma de volverlos a encajar?». Todas esas elucubraciones inquietantes hicieron que el corazón se le volviera a disparar a mil por hora. Por eso, se sobresaltó cuando llamaron a su puerta.

—¿Le pasa a usted algo? ¿Se encuentra mal? —le dijo el revisor.

—No… Perdone, es que estaba distraída y me he asustado. ¿Qué desea?

—El billete, por favor. El tren está a punto de salir. Más tarde vendrá un mozo a montarle las literas. ¿Viaja usted sola?

En ese momento el tren arrancó. Mar inspiró, atrapando por unos segundos el aire en sus pulmones y dejándolo salir lentamente por su boca para relajarse. «Por fin —pensó—. No me ha encontrado, ni me encontrará».

—Sí, viajo sola—le contestó al hombre, entregándole el billete.

—Bueno… Si en algún momento necesita compañía, no tiene más que buscarme.

Ni siquiera le contestó. No merecía la pena. ¿Si hubiera sido un hombre le habría preguntado lo mismo? ¿Le habría guiñado un ojo? Se sintió asqueada.

Una vez sola, se sentó. Volvió a abrir las cortinas y a subir la persiana. Aunque estuviera oscuro, se veían muchas lucecitas pasando a gran velocidad, cosa que la hipnotizó. Cada vez se notaba más tranquila y durante un buen rato contempló aquel ir y venir de luces por la ventana, hasta que volvieron a llamar a la puerta. Esta vez no se asustó, enseguida dedujo que debía ser el mozo.

—Venía a montar las literas.

—Solo tiene que montar una. Viajo sola.

El mozo le preguntó cuál de las dos prefería. Mar se lo quedó mirando sin saber qué contestar. Él le sugirió la de arriba, así podría estar cómodamente sentada en la butaca hasta que le entrara el sueño.

—¿Quiere que le acomode la maleta en la butaca contigua? Parece que pesa y así la tendrá usted más a mano para sacar lo que necesite.

Asintió, y mientras él acomodaba la litera, ella salió al vagón. Se preguntó por qué tanto el camarero como el mozo habían sido tan amables con ella. ¿Era por su aspecto? Ya sabía que no aparentaba treinta y dos años debido a su complexión y a su expresión. ¿Sería por su actitud? ¿Parecería una mujer desvalida? Le entraron ganas de llorar de nuevo, pero se frenó al verlo salir de la cabina. Le dio las gracias en un susurro y entró. Algo más animada, deshizo los cinturones y abrió la maleta para coger todo lo necesario. Al desparramarse en el andén se había desordenado todo el contenido. Lo primero que apareció fue su antigua cámara Polaroid. Cogerla entre sus manos y revolvérsele el estómago fue todo uno. El ánimo de dos minutos atrás se desvaneció como por arte de magia. Se sentó, la miró, la acarició y sus pensamientos retrocedieron en el tiempo.

2

Recordando

Molinaseca, 1958.

Un día soleado del mes de septiembre de 1958, nació Mar en Ponferrada, un pueblo situado en la provincia de León. Sus padres, Luján Carrizo y Balbina Tello vivían en Molinaseca, un pequeño núcleo rural cercano.

Empezaron tan rápidas las contracciones que no tuvieron tiempo de avisar a nadie.

Se casaron tres años antes que naciera ella. Él, ganadero de profesión, tenía una casa de dos plantas heredada de su familia. La construcción era típica de la comarca del Bierzo, hecha de piedra sin labrar. Ambas plantas tenían balcones con ventanas correderas, construidos con madera de castaño. En invierno permanecían cerradas excepto a la hora de ventilar. En verano se abrían para dejar entrar el fresco.

Su abuelo decidió construir un hórreo gallego para guardar el forraje de los animales. Siempre decía que Ponferrada no era leonesa, que por situación tenía que haber pertenecido a Galicia. De hecho, fue la quinta provincia gallega durante un tiempo, junto con el Barco de Valdeorras. Los terrenos estaban rodeados por verdes prados. Por aquella gran extensión pastaban tranquilamente sus vacas.

El padre de Mar era un hombre hosco, bajo y enjuto. Huérfano desde joven, se hizo cargo de él la hermana de su madre. Era una señora mayor con muy mal carácter, que no hizo más que empeorar el suyo.

Luján conoció a Balbina en una feria de ganado. Se celebraba anualmente a partir del uno de noviembre, aprovechando el magosto. Ella acompañaba a sus padres para vender los productos de su cosecha.

Los padres de Balbina tenían una pequeña extensión de castaños y elaboraban harina con sus frutos. Luego, la vendían en la feria con gran aceptación por parte de los lugareños. También cultivaban pimientos, manzanas, peras y elaboraban su propio vino, ya que poseían un pequeño viñedo. Mientras el hombre atendía a los clientes, la mujer iba asando castañas cuyo aroma atraía a la gente. También era muy valorado el orujo que ellos mismos producían.

Luján había visto a Balbina en otras ocasiones, pero no se había fijado demasiado en su presencia. Esta vez, se acercó a ella y, sin que mediara saludo de por medio, le preguntó si le apetecía acompañarlo a tomar un vino. Balbina miró a sus padres con sus ojos enormes y asustados y ellos con un gesto de asentimiento le dijeron que sí.

Y así empezó una especie de romance, o más bien se podría decir que fue un contrato. Luján les pidió permiso para visitarlos de vez en cuando y ellos accedieron sin preguntarle a ella si le parecía bien. Para los padres de Balbina, el hecho de que Luján se fijara en su hija era un orgullo. Él tenía una buena posición y patrimonio. En cambio, ella solo podía aspirar a contraer un buen matrimonio o quedarse con sus padres hasta que fallecieran. Así que, entre los paseos cortos y la insistencia de sus padres en que era lo mejor, Balbina dijo que sí cuando Luján le pidió matrimonio.

Se casaron en junio de 1955. Balbina acababa de cumplir veinte años y Luján tres más que ella. Fue una ceremonia sencilla, ya que ambos cónyuges tenían poca familia.

La luna de miel consistió en pasar tres días en Oviedo, visitando a unos familiares de segundo grado que no habían asistido a la boda.

Ya desde la primera noche, Balbina se dio cuenta de que aquel matrimonio nunca funcionaría bien. Cuando llegaron al hotel, Luján la dejó en la habitación y, sin darle ningún tipo de explicación, se fue. Ella, desconcertada, se desnudó. Se puso el camisón de encaje que le había bordado su madre y se metió en la cama. No es que supiera mucho de qué iba el tema, pero tenía claro que así no era. Al poco rato se durmió. Estaba cansada del día anterior con todo el trajín de la boda y el viaje hasta Oviedo. No supo cuánto tiempo llevaba dormida cuando notó un peso encima que la ahogaba. Sin ningún miramiento ni delicadeza, Luján la forzó. No hubo ni siquiera un beso, ni una palabra de cariño, ni una caricia. Lo peor no fue el dolor y la vergüenza. Lo peor fue el horrible olor a vino que salía por su boca. Poco después se apartó y se durmió, borracho como una cuba. Ella se pasó el resto de la noche llorando.

Los dos días siguientes no fueron mejores. Aunque no intentó de nuevo forzarla, apenas le dirigió la palabra. Cuando llegaron a su vivienda, estaba esperándolos la tía de Luján. Como recibimiento, la cogió del brazo y se la llevó a la cocina.

—Mal negocio has hecho —le dijo—. Es un borracho y una mala persona. Serás una desgraciada de por vida.

En ese momento entró Luján, cogió a su tía por el pelo, la sacó a rastras de la casa y a gritos le dijo que no quería verla nunca más. Balbina se quedó horrorizada e intentó salir en su auxilio. Él se interpuso en su camino y le dio una bofetada.

—¡Nunca más vuelvas a conspirar en mi contra! ¿Lo has entendido? ¡Nunca más!

Y así transcurrió el tiempo. Balbina se acostumbró a sus rutinas diarias, a sus cortos paseos por los prados cuando sus múltiples quehaceres se lo permitían y a sus queridos perros que le hacían mucha compañía. Las jornadas eran agotadoras. Ayudaba a Luján a ordeñar las vacas, llevaba la casa y el huerto. Además, a él se le ocurrió que, ahora que eran dos, también podían elaborar queso, y eso contribuyó a que para ella no hubiera ni una hora de descanso.

Una o dos veces por semana, Luján cogía la furgoneta y se iba a Ponferrada. Balbina no iba nunca con él y temía su vuelta, ya que siempre regresaba muy tarde y bebido. En esas ocasiones entraba tropezando con todo en la habitación y la volvía a forzar. Una de esas noches, Balbina se quedó embarazada.

Sus padres, al conocer la noticia de que iban a ser abuelos, les hicieron una visita. Mientras Luján se llevaba a su suegro para enseñarle la producción de queso, Balbina y su madre dieron un paseo por la propiedad.

—¿Eres feliz, hija? —le preguntó.

—¿Por qué lo dices, mamá?

—Porque tus ojos dicen lo contrario. ¿No estás contenta con la llegada del bebé?

—Lo estaría más, si mi matrimonio fuera normal.

—¿Normal? ¿Qué quieres decir? No te entiendo.

Balbina inspiró y, tratando de apartar la vergüenza y el respeto que le daba confesarse con su madre, le contó todo lo que le pasaba.

—¡Pero, hija! ¿Qué me dices?

—Lo que oyes, mamá. Quiero irme de aquí. Llevadme con vosotros a casa. No aguanto más.

—Mira, hija, los hombres son como niños. Tienes que aprender a mimarlo, a conquistarlo. Haz oídos sordos y no mires más que lo que te conviene. Seguro que alguna actitud tuya lo provoca para que se comporte así.

—Pero… ¡Qué me estás diciendo, mamá! ¿Tú podrías aguantar tanta vejación?

—¡Ay, hija! Si tú supieras… Los años hacen que relajen su actitud, y una criatura será tu mejor apoyo.

Balbina se quedó con la boca abierta. Cuando iba a decir algo más, aparecieron Luján y su padre y se acabó la conversación.

Esa noche, Balbina rechazó a su marido con la excusa del embarazo. Le sugirió, bajando la cabeza, que no tuvieran contacto por el bien de la criatura. Luján estaba borracho. Reaccionó como un animal, dándole un par de bofetadas y una patada en el vientre. Al día siguiente, abortó. Uno de los médicos que la atendió le preguntó cómo se había hecho aquel moratón.

Mintió. Apartó la vista y le dijo que había tropezado y se había dado con el borde de la escalera. Ni siquiera se le pasó por la cabeza denunciarlo, ni explicarle a nadie lo que había pasado la noche anterior. Sentía una vergüenza profunda y al mismo tiempo tenía una sensación de culpabilidad difícil de explicar. Si su madre no le había hecho caso, ¿qué podía esperar de los demás? La única salida que veía era volver a casa de sus padres, y ya sabía lo que le dirían. ¿Huir? ¿Adónde? ¿Sin dinero? Se sentía tan débil que decidió dejar de pensar y planear alguna solución un poco más adelante, cuando se recuperara.

Al volver a casa pareció que la actitud de Luján mejoró. En un susurro y sin mirarla a la cara le pidió perdón. Le agradeció que no hubiera contado a nadie lo sucedido. Balbina se ablandó y pensó que tal vez no fuera tan mala persona como ella había creído. Se convenció de que el carácter hosco y amargo de su marido debía ser consecuencia de su orfandad temprana y de su soledad. Pensó que estaba en manos de ella hacer que su matrimonio fuera lo más placentero posible. Así que la idea de huir se desvaneció y quiso hacer borrón y cuenta nueva.

Durante el mes siguiente, Luján asumió la mayor parte del trabajo de ella y la hizo descansar. Se levantaba al alba y salía de la casa para ir a buscar las vacas al prado y llevarlas hasta el establo para poder ordeñarlas. Después, con la leche obtenida, separaba la parte que se quedaban ellos para la elaboración del queso y el resto lo ponía en lecheras para su venta. Recogía las verduras del huerto y quitaba las malas hierbas. Se acercaba al corral y, después de alimentar a las gallinas, recogía los huevos. Dependiendo del día mataba un pollo o un conejo para llevárselo a Balbina. Subido al tractor, daba una vuelta por toda la propiedad, vigilando la cerca y los sembrados. Cuando acababa, se iba a Ponferrada para vender la leche. Por las tardes, elaboraba el queso. Siempre iba de arriba abajo con alguna herramienta en la mano. A diario había algo para arreglar. Balbina estaba cada vez más convencida de su cambio hacia ella. Imaginaba el sentimiento de culpa que Luján arrastraba por lo sucedido. Se confió de nuevo y creyó en poder tener un futuro halagüeño con él.

Al volver del hospital, Luján se trasladó a otra habitación. Ella se lo agradeció pensando que era una deferencia para no molestarla. A medida que se fue recuperando, fue incorporándose poco a poco a sus quehaceres diarios. Él volvió a sus viejas costumbres. Dos o tres veces por semana, Luján se iba a Ponferrada y, como meses atrás, volvía borracho y dando traspiés para caer rendido en la cama. Al día siguiente tenía un humor de perros. Balbina aprendió que en esos días era mejor no llevarle la contraria y era preferible no coincidir con él en todo el día.

Pero volvió a suceder. Una de esas noches la volvió a forzar, con más violencia que las otras veces. Ella se quedó hecha un despojo cuando pensó en lo ilusa que había sido. Y se repitió la escena semana tras semana. Durante el día, Luján ni la miraba a la cara y cuando se dirigía a ella lo hacía con desprecio. Balbina se sentía muy desdichada. Solo sacó fuerzas de flaqueza para enfrentarse a él cuando se dio cuenta de que volvía a estar encinta.

—Estoy embarazada, ¿me has oído? —le dijo al ver que ni siquiera le contestaba.

—Te he oído. Espero que esta vez seas una mujer fuerte y me des un hijo.

—¿Cómo dices? ¿Una mujer fuerte? ¿Cómo tienes el valor de decirme eso con lo que pasó?

Luján se acercó a ella con la mano en alto. Balbina agarró una silla y lo amenazó.

—Ni te acerques, ni me toques. De ahora en adelante no volverás a ponerme la mano encima, a no ser que quieras encontrarte en la puerta con la policía, porque te denunciaré.

Nunca supo Balbina si lo intimidó y creyó que se atrevería a denunciarlo, pero durante los siete meses restantes Luján no volvió a entrar en su cuarto. Ella lo oía llegar borracho y se encogía agarrándose el vientre en su cama, con miedo a que se olvidara de su amenaza y entrara en la habitación. Solo lograba relajarse cuando lo oía roncar como un cerdo.

Se puso de parto una mañana soleada de septiembre. Entre contracción y contracción fue en busca de Luján, que en ese momento estaba ordeñando a las vacas. Fue un parto rápido. Si hubiera tardado un poco más, no habría llegado a Ponferrada. Mar llegó al mundo quince minutos después de haber atravesado la puerta del hospital. Era una niña muy rubia, aunque con el tiempo su color de pelo viraría a castaño claro. Nació menudita y mantuvo esa constitución con el paso de los años. Al nacer, tenía los ojos azules. Más adelante, ese azul se convirtió en un verde turquesa que era la admiración de quien la miraba.

—¿Una niña? —dijo Luján enfadado a la enfermera, cuando fue a darle la noticia—. ¡Yo quería un niño! ¡Maldita estúpida! —le soltó a la pobre mujer mientras andaba dando grandes zancadas arriba y abajo de la sala de espera

—¡Oiga! ¿Qué se ha creído? Usted no tiene derecho a insultarme. ¡Habrase visto! —le contestó ella, muy enfadada.

—No se lo decía a usted, se lo decía a mi mujer.

—Pues peor me lo pone. ¿Acaso es usted tan ignorante que no sabe que eso no se puede elegir? ¡Vaya suerte tiene su esposa con usted! Ande, vaya a conocer a la niña. Y como me entere yo de que le dice semejante sandez a su mujer, voy y le parto la cabeza. ¡Será mentecato! —le advirtió mientras se alejaba muy enfadada.

—¿Por qué Mar? —le preguntó Luján a Balbina con desprecio y sin mirar a la niña.

—Siempre me ha gustado este nombre.

—No te lo dejarán poner. El cura no querrá. Es raro y feo.

—Eso ya lo veremos —contestó obstinada.

Luján no volvió al hospital hasta el día de la salida de Balbina. El cura se puso impertinente, pero ella más. Al final la bautizaron como María del Mar, aunque María no la llamaron nunca.

Durante el primer mes, Luján ignoró la existencia de su hija. Un día se acercó a la cuna y le cogió la pequeña mano. La niña se agarró a su dedo con tal fuerza que él se ablandó. A partir de entonces, cada día pasaba un rato con ella, y se estableció una relación entre los dos que Balbina nunca habría imaginado.

Si bien como marido era un maltratador, no se podía decir lo mismo como padre. Nunca se ocupó de la niña en los menesteres diarios, pero, cuando acababa su jornada laboral, el poco rato que le quedaba lo dedicaba a ella. Jugaba, la dormía en brazos cantándole quedamente con su gruesa voz e incluso, en ocasiones, le daba la cena. Su actitud había cambiado. Dejó de ir por las tardes a Ponferrada durante una temporada y Balbina volvió a bajar la guardia. Pensó erróneamente que lo de antaño no volvería a suceder. Dedujo que lo que necesitaba su marido era amor y ella no había sabido dárselo. Pero ahora Mar, sí.

A medida que pasaban los días, la actitud de él hacia ella se fue recrudeciendo. Sin motivo alguno, le chillaba y la insultaba. La llamaba inútil cuando a él le venía en gana. La empujaba sin motivo y en más de una ocasión le dio alguna que otra bofetada. Eso sí, nunca delante de la niña. Cuando la criatura estaba por el medio, parecía otro hombre.

Una mañana, mientras Balbina hacía la cama, se le acercó por detrás y la cogió por la cintura.

—¿Qué haces? —le preguntó sobresaltada.

—Coger lo que es mío.

—Así no, hombre… Así no. Primero tendríamos que hablar.

—¿Hablar? ¿De qué tengo yo que hablar contigo? Déjate de memeces y ábrete de piernas. ¿Para quién te guardas? ¡Eres mía y harás lo que yo te diga!

Ella temblaba, muerta de miedo, e intentó apartarlo dándole un empujón. Él se puso rojo de rabia y le dio dos bofetadas y varios puñetazos que la dejaron hecha un guiñapo en medio del dormitorio. En ese momento, la niña se despertó y empezó a llorar. Luján salió en su busca y ella se encerró en el lavabo, llorando desesperadamente. A partir de ese día, la única conversación que tenían era sobre la pequeña. Los demás temas eran obviados por los dos. Ni él le pidió perdón, ni ella se lo exigió.

Meses después, una tarde, Luján le dijo a Balbina que tenía que ir a Ponferrada. Ella sospechó, pero prefirió pensar que algo se le habría olvidado la mañana anterior.

—¿Volverás tarde? —le preguntó.

—¿Por qué? ¿Acaso me controlas? —le contestó con cajas destempladas.

Se quedó fría y le entró un hormigueo en el estómago como hacía meses que no sentía. No sabía si contestarle o coger a la niña y salir de la cocina.

—No, por nada, por si te guardo la cena.

—¡Haz lo que te venga en gana, maldita estúpida!

Mar, al oír el tono de su padre, empezó a lloriquear.

—¿Has visto lo que has provocado? —le dijo arrebatándole a la niña de los brazos—. Eres una inepta y una mala madre.

Dicho esto, empezó a arrullar a la niña hasta que se calmó. Después la dejó en su cuna y se fue dando un portazo.

A partir de ese día, todo volvió a ser como antes. Dos o tres noches por semana volvía borracho y al menos una de ellas forzaba a Balbina, que cada día se sentía más avergonzada e inútil.

3

Su primera cámara

Molinaseca, 1968.

Mar siguió mirando ensimismada la vieja cámara que había cogido de su maleta. La cabeza le daba vueltas, sus pensamientos iban de un lado a otro. Miró el reloj y se asombró de que llevara más de tres horas con la cámara entre las manos. Todavía no había cenado. De repente, se notó hambrienta y dejándola encima de la litera se dispuso a comerse el bocadillo que encargó horas atrás. Intentó tragar, pero se le hizo una bola, a pesar de que iba dando pequeños tragos de la botella de agua. Se dijo que tenía que comer, así que rechazó el pan y se comió casi toda la tortilla.

A las doce y media estaba ya acostada. Se arrepintió de haber pedido que le abrieran la litera superior. Sentía claustrofobia, el techo estaba a tan solo dos palmos de su cara. Cada curva que cogía el tren, la notaba como si fuera ella la que iba girando y el traqueteo, lejos de adormilarla, la fue poniendo más nerviosa. Antes de meterse entre las sábanas volvió a coger la cámara. La tenía a su lado y recordó aquel día de Reyes cuando se la encontró en su almohada metida en la barriga de un oso de peluche.

Aquella madrugada se despertó y se encontró con otros dos ojos que la miraban fijamente. Se sentó en la cama como un resorte, encendió la luz de la mesita y soltó un bufido. «¡Un oso de peluche! Otro… ¿Cuándo se darán cuenta mis padres de que ya no soy una niña pequeña?», pensó. Cogió el muñeco y al hacerlo notó una cosa dura en su vientre, le dio la vuelta y vio que tenía una cremallera. La abrió expectante y gritó de alegría cuando vio lo que había en su interior.

—¡Una Polaroid! ¡Una cámara Polaroid! —dijo saltando de la cama—. ¡Mamá, papá! ¡Una Polaroid!

Su madre acudió al oírla y se la encontró saltando con la caja entre las manos.

—¿Estás contenta? Era la que querías, ¿no?

—¡Sí! ¡Es esta! Pensaba que este año tampoco me la habríais comprado, sobre todo cuando he visto el oso.

—¿No me negarás que también es bonito? Además, puedes poner el pijama dentro. Anda vístete y baja a desayunar. En la cocina hay algún regalo más.

—¿Y papá? —preguntó poniéndose las zapatillas.

—Está ordeñando. Vístete y bajo a calentarte la leche.

—Voy a ir a hacerle una foto.

—Antes desayunas y te lees las instrucciones. Ya sabes que, si no lo haces así, te ganarás una bronca de él —le advirtió antes de salir de la habitación.

Mar obedeció. Desde hacía tiempo ya sabía cuál era el carácter de su padre y el mal humor que podía llegar a tener si algo se le torcía. Y eso no era lo peor. Rara vez lo pagaba con ella, siempre era su madre la que acarreaba con las consecuencias.

Mientras desayunaba, abrió los otros dos paquetes. Uno era una chaqueta de lana gruesa de color rojo y el otro un libro de técnicas de fotografía. Se probó la chaqueta y cogió la cámara.

—¿Ahora sí puedo? —le preguntó a su madre.

—Ahora sí. ¿Te abriga lo suficiente? —le dijo mientras le abrochaba todos los botones.

—Muchísimo. Gracias, mamá.

Encontró a su padre en el establo, acabando de ordeñar. Entró con sigilo y le hizo una foto. Al momento, la máquina emitió un pequeño chirrido y salió una cartulina satinada cuadrada. Esta iba revelando su contenido a medida que iba pasando el rato. Tan ensimismada estaba esperando que apareciera la imagen, que no se dio cuenta de que su padre la estaba observando.

—¿Qué? ¿Estás ya contenta? Ya me dirás tú a mí para qué quieres semejante tontería.

Sin contestarle ni llevarle la contraria, Mar se acercó y le dio un beso.

—Gracias, papá. Era lo que quería desde hace tiempo. Mira qué bien has quedado.

Luján cogió la foto y se quedó un rato mirándola.

—¡Vaya porquería! Ese no soy yo.

—¿Cómo que no eres tú? —le dijo riendo.

—Yo no soy tan viejo ni tengo esa cara de enfadado. Ya sabía yo que esto de las fotos era una estupidez. ¡Si no sale lo que fotografías, ¿para qué sirve?! —comentó alejándose y dejándola con la boca abierta.

La niña volvió a mirar la foto y se quedó sorprendida de que su padre no se reconociera. Había quedado clavado, era él. Para corroborarlo se quedó mirando a una de las vacas y la fotografió. Miró después el retrato y pensó que la foto de la vaca era un calco del animal y que su padre había quedado reflejado tal cual era, un viejo enfadado.

Se enteró de quiénes eran los Reyes el año que cumplió los ocho. Una marisabidilla del colegio, dos años mayor que ella, se lo chivó a unas cuantas de su curso.

—Bueno, pues si ya lo sabes, se acabaron las tonterías —dijo su padre.

Mar se quedó callada. Primero, porque no entendió lo que quiso decir su padre, y segundo, porque el tono que había empleado al decirlo era señal de tormenta. Cuando se originaban estas situaciones era mejor no decir nada. Su madre tampoco abrió la boca. Después, ya a solas con la niña, le dijo que no se preocupara, que mientras ella viviera tendría sus regalos.

El año en que cumplía diez, a medida que se iban acercando las fiestas navideñas, sus padres discutieron en muchas ocasiones por el tema de los Reyes.

—Este año se acabó, Balbina. ¿Te piensas que soy imbécil? ¿Crees que no me he enterado de que tu hija ha tenido regalos estos dos últimos Reyes? Estás haciendo de ella una criatura caprichosa y ridícula. ¡Diez años y todavía con regalitos! —le dijo chillando como siempre.

Lo peor no eran las discusiones, lo peor eran las consecuencias. Luján se ponía furioso y empezaba a chillar. Seguidamente, la emprendía con algún objeto. Si era grande lo aporreaba y si era pequeño lo hacía saltar por los aires.

Cuando llegaba del colegio, Mar se había encontrado varias veces a su madre con algún que otro moratón y una mirada muy triste. Si ella estaba en casa, los gritos y los destrozos no iban a más, pero si no estaba, Luján se ensañaba con Balbina.

—¿Qué ha pasado, mamá? —le dijo uno de esos días.

—Nada, hija, nada. ¿Tienes muchos deberes?

—¡Mamá, no cambies de tema, que ya no soy una niña!

Balbina se empezó a reír ante la salida de su hija, pero acabó llorando cogiéndose las costillas.

—Mi niña, pero si solo tienes diez años… ¡Ah! —chilló, quedándose blanca como el papel.

—¿Qué pasa? ¿Dónde te duele?

Balbina no podía ni hablar. Mar salió corriendo en busca de su padre. Lo encontró en el cobertizo, debajo del tractor.

—¡Papá, ven a casa! Mamá se encuentra muy mal. ¿Qué le has hecho?

—¿Qué le he hecho? ¡Mocosa estúpida! —le gritó, levantando la mano para pegarle.

Mar había crecido mucho y aunque era menuda tenía mucha fuerza, así que, cuando vio venir el bofetón, agarró el brazo de su padre.

—Ni se te ocurra, ¿me has oído? Ni se te ocurra. Vamos a llevar a mamá al médico.

En el hospital de Ponferrada, el historial de Balbina era voluminoso. Así que, cuando la atendieron, ya sabían lo que contestaría cuando le preguntaran cómo se había hecho esto o aquello.

—Tiene dos costillas rotas —le dijo el médico—. ¿Dónde se ha caído esta vez?

—Estaba subida a la escalera y se ha caído porque yo le he dado un susto —contestó ingenuamente Mar.

Los dos se quedaron mirando a la niña, sorprendidos ante la respuesta. El médico se los quedó observando y moviendo la cabeza se alejó.

Ya en casa y con Balbina acostada, Luján se acercó a Mar y le dio las gracias por no haber contado la verdad.

—Eres una chica muy valiente —le dijo—. Y como premio, cada año para Reyes tendrás tus regalos.

—Mira, papá, los regalos a mí no me importan. Yo lo que quiero es que no vuelvas a pegar nunca más a mamá. ¿Lo has entendido? Si yo lo veo o me la encuentro otra vez como hoy, se lo contaré a todo el mundo. A mi profesora, a mis amigas, a los abuelos y al médico. ¿Me has oído? ¿Por qué eres tan malo con ella?

Luján bajó la cabeza sin saber qué contestar a una mocosa de diez años. Se dio la vuelta y, cuando estaba en la puerta, se la quedó mirando con ojos furiosos.

—¿Por qué me miras así? —le preguntó asustada.

—Porque a mí no me habla nadie en el tono en el que tú me has hablado, y menos mi hija. ¡Me estás faltando al respeto! Ya te he dado las gracias. Así que no vuelvas a hacerlo nunca más.

—¡Y tú no vuelvas a pegar a mamá! ¿Me oyes? ¡Nunca! ¡Y a mí ni te me acerques!

Y salió corriendo hacia su habitación y se encerró, temblando de miedo.

Pero los niños son niños y Luján nunca había sido un mal padre. Con los meses, la relación entre padre e hija volvió a su cauce. Mar no volvió a oírlos discutir, al menos delante de ella, y si su padre se las tenía con Balbina ella no se enteró. Ese año, y sin que Balbina tuviera ni que ocultar ni interceder, llegaron los Reyes con el beneplácito de Luján.

Desde hacía dos veranos, el turismo de interior se estaba poniendo de moda. El paraje donde estaba enclavada la casa era precioso. Empezaron a llegar autocares y coches llenos de turistas yendo de un lado a otro y sacando fotografías. Lo que al principio fue una novedad y motivo de distracción se convirtió en una molestia. Luján estaba muy enfadado y Balbina, que al principio estaba contenta de ver a tanta gente, pronto se cansó de que le hicieran las mismas preguntas.

«¿Son suyas todas esas vacas? ¿Cuánta leche dan? ¿También hacen queso? ¿Es muy frío y húmedo el invierno en esta zona? ¿Cómo se llaman aquellas montañas? ¿Y está muy lejos el mar?»

Y un sinfín de preguntas más que, en un orden u otro, se repetía invariablemente cada vez que llegaban los viajeros. Balbina les respondía amablemente, pero Luján se los sacaba de encima con cajas destempladas.

En cambio, Mar estaba feliz, y lo que más le llamaba la atención eran las cámaras de fotos que llevaban algunos niños.

—¿Me la dejas ver? —le dijo a una cría, acercándose tímidamente.