Unidos por el engaño - Caitlin Crews - E-Book

Unidos por el engaño E-Book

CAITLIN CREWS

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Beschreibung

Bianca 2996 Una farsa para las cámaras Un deseo que no terminaría… Annie Meeks había tenido que renunciar a sus sueños para hacerse cargo de las deudas que le había dejado su deshonesta hermana, pero un fortuito encuentro con el ardiente Tiziano Accardi y, de repente, la vida que siempre había imaginado estaba a su alcance… si decidía interpretar el papel de amante del multimillonario. Para evitar un matrimonio impuesto, el playboy Tiziano Accardi necesitaba improvisar una aventura amorosa y la inocente secretaria Annie Meeks era la candidata perfecta para tal farsa. Sin embargo, no estaba en absoluto preparado para la salvaje pasión que nació entre ellos… una pasión que él debía contener antes de que los devorase a los dos.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2022 Caitlin Crews

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Unidos por el engaño, n.º 2996 - abril 2023

Título original: The Christmas He Claimed the Secretary

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411417860

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

NO era la primera vez en la espléndida y disipada vida de Tiziano Accardi que una mujer caía a sus pies.

La notable diferencia era que la mujer en cuestión no estaba mirándolo embelesada cuando tropezó y cayó por la escalera, cegada por su tan comentada apostura masculina.

Y esa era una novedad interesante.

Tiziano, que no solía tener prisa, aquel día estaba particularmente remiso.

Su aburrido y serio hermano, que era desafortunadamente el director de Industrias Accardi, el guardián de la fortuna familiar y, lo peor de todo, una persona irritantemente inmune a los encantos de su hermano menor por mucho que Tiziano intentase ganárselo, había exigido que se presentase en la oficina para darle su charla semanal.

Si Ago se saliese con la suya le daría una charla diaria, pero a Tiziano no se le podía pedir que fuese a la oficina todos los días cuando había sitios mucho más interesantes a los que ir, una playa en Río de Janeiro o en Filipinas, por ejemplo.

En realidad, cualquier ciudad llena de glamour, desde Milán a Tokio. O cualquier sitio donde hubiese mujeres guapas.

De modo que estaba allí contra su voluntad. No porque no le gustase su papel como director de marketing de las empresas Accardi, su título oficial. Al contrario, no solo disfrutaba de su trabajo sino que para sorpresa de todos era extremadamente efectivo, algo que volvía loco a su hermano porque sería más fácil descartarlo si fuese el inútil y frívolo playboy del que hablaban las revistas de cotilleos.

También era cierto que él le daba carnaza a esas revistas, pero al fin y al cabo solo era un hombre y, por lo tanto, trágicamente imperfecto. Él era el primero en reconocerlo.

¿Era culpa suya que tantas mujeres guapas lo encontrasen irresistible? ¿O que algunos lo creyesen fatuo y superficial porque le gustaba ir de fiesta?

La realidad era que Tiziano había participado activamente en la misión de su hermano de convertir la empresa familiar, la que su abuelo fundó en Italia y su padre había expandido por toda Europa, en la corporación multinacional que era hoy en día, con sus elegantes oficinas en la mejor zona de Londres, lejos de la antigua casa familiar a las afueras de Florencia, inundada de glicinias y de pesar.

Aunque eso no impedía que su hermano le echase un sermón semanal. Cuando Ago decidía ponerse severo e inflexible para hablar de legados familiares y de lo que le debían al apellido Accardi, no lo detendría ni el propio diablo.

Tiziano, que se consideraba un poco diablillo, estaba acostumbrado a esos dramas, incluso le divertían. Las charlas de Ago eran interminables y a él le gustaba poner cara de aburrido o distraerse haciendo cualquier cosa.

Era un juego que le recordaba su infancia, cuando se perseguían por las colinas de la Toscana, esquivando cipreses. ¿Cómo no iba a disfrutar de la versión adulta de esa travesura?

Especialmente porque su hermano no disfrutaba en absoluto. Al contrario, se enfurecía por su indolente actitud. Cualquier día se tumbaría en el suelo de su despacho y fingiría echarse una siesta mientras Ago le daba el típico sermón sobre su pésima imagen pública.

En realidad, estaba deseando hacerlo.

Tristemente, ese otoño las charlas se habían convertido en irritantes órdenes de casarse y sentar la cabeza, una tarea deprimente que Tiziano estaba dispuesto a evitar durante el resto de su vida.

Después de todo, él era el reserva de la fortuna familiar, no el heredero. ¿Qué importaba cómo se divirtiese? El imperio Accardi dependía de su hermano, no de él.

Ago, sin embargo, no parecía dispuesto a dejar de recordarle sus deberes y responsabilidades y tal vez por eso estaba perdiendo el tiempo con aquella joven que había caído por la escalera, provocando una lluvia de papeles. Uno de ellos se detuvo a un centímetro de sus zapatos de piel, hechos a mano por el mejor artesano de Roma, naturalmente.

–Yo sé el efecto que ejerzo en las mujeres, pero debo felicitarte por el esfuerzo, cara –bromeó Tiziano–. Esa lluvia de papeles ha sido un toque encantador.

Cualquier otro día lo habría dejado ahí. Cualquier otro día habría pasado por encima de la mujer postrada a sus pies y habría tomado la ruta más larga hasta el despacho de su hermano. Cualquier otro día se habría olvidado de ella antes de llegar al piso de arriba.

Pero aquel no era cualquier otro día.

Porque Ago había anunciado que no solo tenía que casarse sino que ya había elegido a su virtuosa novia.

Tiziano conocía a la chica, incluso se habían visto en varias ocasiones. Era virgen, por supuesto, y, además, la querida hija de uno de los mejores clientes de Industrias Accardi.

Aunque tal vez «querida» no fuese el adjetivo adecuado. Victoria Cameron era la única hija de un hombre que deseaba beneficiarse de su matrimonio vendiéndola al mejor postor.

Tiziano se sorprendería si la aburrida Victoria conociese algún día las caricias de un hombre. O si pasara más de tres segundos en presencia de uno sin que su padre estuviese vigilando.

Como si una chica educada en un convento fuese tal provocación que los hombres tuvieran que ser contenidos en su presencia o se volverían locos de deseo.

Era de risa.

Cuando Tiziano sugirió que el remilgado e hipócrita Everard Cameron se dejase de teatros y montase una subasta para vender la virginidad de su hija, Ago se había limitado a fulminarlo con la mirada.

Porque Ago Accardi quería que él fuese el mayor postor por un premio en el que Tiziano no estaba interesado.

Según su condescendiente hermano, debía controlarse, evitar excesos y luego, una vez casado y domesticado, confinar tales excesos al sacramento del matrimonio.

Dado que los Accardi no se divorciaban porque para qué dividir las propiedades cuando era más sencillo vivir vidas separadas, lo que su hermano le ofrecía era una sentencia a cadena perpetua, pero a Tiziano le gustaba su vida y no tenía la menor prisa por entrar en una celda.

Por eso seguía allí, mirando a la joven que estaba en el suelo, rodeada de papeles, hasta que ella levantó la cabeza, apartó un mechón pelirrojo de su cara y lo fulminó con la mirada.

–Qué amable por su parte echarme una mano –le espetó, airada–. Por favor, siga haciendo lo que estuviera haciendo, seguro que es más importante que ayudar a alguien que se ha caído por la escalera.

Poco acostumbrado a ese tono, Tiziano tardó un momento en darse cuenta de que estaba regañándolo.

Y luego, por si eso no fuera suficiente, la joven sencillamente le dio la espalda. Se puso a gatas y empezó a reunir los papeles a toda prisa.

Tiziano podría haber pensado que estaba intentando llamar su atención con esa postura.

Nunca había visto a aquella chica, pero estaba claro que era una de los innumerables esbirros sin cara que trabajaban allí.

Los zapatos que llevaba eran baratos, con las suelas gastadas, la falda de un aburrido color marrón, pero la blusa de color crema había escapado de la falda, mostrando una fugaz insinuación de encaje rosa.

Una insinuación de encaje rosa muy intrigante.

No sabía por qué, pero algo en ella lo tenía cautivado. Tal vez cómo movía las caderas a un lado y a otro mientras recuperaba los documentos, obligándolo a mirar su estrecha cintura y a pensar en cómo sería medir sus curvas con las manos.

Era tentador pensar que estaba gateando precisamente con ese propósito, para tentarlo, pero tal vez lo que lo intrigaba era que pareciese tan natural, tan desinhibida.

Y, lo más sorprendente, como si de verdad él le importase un bledo.

No era algo que le hubiera pasado nunca.

Él era Tiziano Accardi y no recordaba un solo momento en su vida en el que no hubiera sido el centro de atención. Pero allí, en la ignominiosa escalera de la oficina, un martes gris y aburrido en medio de un otoño triste, le molestaba que aquella chica lo tratase con tal desdén.

Tiziano se inclinó para ayudarla a reunir los papeles, diciéndose a sí mismo que era por la novedad, nada más. Por supuesto, nada tan infantil como el deseo de que ella le prestase atención.

–Eso no me ayuda nada –dijo la joven, en lugar de darle las gracias–. ¿No se da cuenta de que tengo que guardarlos en orden? ¡No, no los mezcle así!

–Ah, lo siento.

–Ya, seguro. Dudo mucho que sepa lo que los empleados hacen con los documentos que mantienen su empresa a flote.

–¿Sabes quién soy? –Tiziano esbozó una sonrisa–. Ah, menos mal. Por un momento pensé que me había vuelto invisible.

–Todo el mundo sabe quién es usted –respondió ella, con un tono más frígido y hostil que el gélido otoño de Londres–. Tenía la impresión de que se había dedicado a ser omnipresente desde que se convirtió en adulto.

Tiziano no daba crédito.

–Me encanta este flirteo, cara, pero no creo que sea muy sensato. Claro que si estás dispuesta a clavar tus garras en el hombre que podría despedirte, supongo que no necesitas tu puesto de trabajo.

Ella se puso colorada, pero ese rubor no era una respuesta involuntaria ante un perfecto espécimen masculino como él sino una reacción airada. En sus ojos, de un sorprendente color gris, vio un brillo asesino.

Qué extraordinario.

De repente, ella esbozó una sonrisa falsísima.

–He debido golpearme la cabeza al caer por la escalera. Le pido disculpas, señor Accardi. De hecho, necesito este trabajo, así que gracias por recordármelo.

–Ya está olvidado –dijo Tiziano, haciendo un magnánimo gesto con la mano–. Pero dime, cara, ¿qué haces aquí? ¿Trabajas en los archivos?

–En los archivos y en lo que me manden –respondió ella, y no con el tono de alguien que disfrutase haciendo tal cosa–. A mi supervisor no le hará ninguna gracia que tarde tanto en volver y que tenga que poner los papeles en orden.

–¿Desde cuándo trabajas aquí?

Ella se tomó su tiempo antes de responder, mirándolo con gesto receloso.

–Un año. Bueno, casi un año.

–Un año –repitió él–. Qué raro que no te haya visto hasta ahora.

La joven esbozó una sonrisa cargada de todo salvo de sinceridad.

–Pero ha sido un placer.

Tiziano rio.

–Lo dudo.

–Le pido disculpas por hablarle en ese tono, señor Accardi –se disculpó ella de nuevo.

Él no creyó la disculpa ni por un momento, pero la tomó del brazo para ayudarla a incorporarse como habría ayudado a una abuela, a una niña. Pero él sabía perfectamente que no era nada de eso. Era una mujer.

Una mujer joven e interesante.

Y, sobre todo, no se parecía nada a la aburrida Victoria Cameron.

Victoria había sido educada para ser un adorno. Su padre provenía de una familia aristocrática y ella había sido aleccionada desde niña para atraer al único tipo de hombre que Everard Cameron estimaba, un hombre como él mismo.

Tiziano no tenía duda de que Victoria sería capaz de dirigir varias casas de campo, ejércitos de empleados y todas las tonterías fundamentales en ciertos círculos. Lo haría con eficacia y discreción, eligiendo los amigos apropiados, los mejores internados para sus aristocráticos herederos y luego se dedicaría a criar corgis o caballos.

Desde luego, no tendría una larga lista de amantes.

No, eso jamás. Victoria, un compendio de virtudes, dedicaría su vida a tediosas actividades benéficas para dar ejemplo.

Y pensar en atarse de por vida a tan irreprochable criatura hacía que Tiziano se echase a temblar.

–No me has dicho cómo te llamas.

Ella apartó de su cara los alborotados rizos pelirrojos que las horquillas no podían sujetar, mirándolo con esos ojos grises tan expresivos.

No, aquella chica no era un parangón de virtudes sino una mujer de carácter.

Apasionada.

–Mi nombre es Annie Meeks, señor Accardi. Supongo que va a informar sobre mí…

–No voy a informar a nadie, Annie –la interrumpió él.

En esa ocasión, cuando se ruborizó, Tiziano supo que no era de ira sino por cómo había pronunciado su nombre. También él había sentido algo y le gustaba que fuera así porque aquello era justo lo que necesitaba.

Annie Meeks, secretaria en Industrias Accardi, era totalmente inapropiada para él. No pertenecía a una familia aristocrática, su acento era poco refinado y vestía… en fin, como millones de chicas que tenían que ganarse la vida trabajando en una oficina.

–Gracias –murmuró ella–. Le aseguro que siento un gran respeto por la empresa…

–Déjalo, Annie, yo no soy mi hermano. A él le preocupan las apariencias, qué es apropiado y qué no. Si dijera que a mí me preocupan esas cosas sería un hipócrita.

Tiziano recordó entonces el encaje rosa bajo la falda, el brillo airado de sus ojos grises…

Sí, Annie Meeks sería estupenda.

De hecho, sería perfecta si necesitaba su puesto de trabajo porque eso significaba que tenía un precio. Y, por suerte, él era capaz de pagar cualquier precio.

Desde luego, podría pagarle más de lo que ganaba allí archivando papeles y recibiendo órdenes de un ejército de supervisores.

Porque se le había ocurrido una idea. La clase de idea que lo convertía en un genio del marketing, pero en aquella ocasión no era la empresa lo que iba a vender sino su vida privada.

–Me gustaría hacerte una proposición –le dijo.

Ella lo miró con el ceño fruncido. No se molestaba en disimular sus recelos y eso casi lo hacía reír.

–Sería un honor, estoy segura, pero no puedo aceptarla.

Tiziano soltó su brazo y dio un paso atrás para apoyarse en la pared. Cuanto más la miraba, más seguro estaba de haber encontrado la solución a su problema.

Annie era una chica normal, una de tantas chicas trabajadoras que llenaban las oficinas en todo el mundo, pero si uno miraba con atención podía ver algo más. Mucho más en realidad.

–Pero aún no te he dicho de qué se trata.

–No creo que haga falta.

–¿Cuáles son tus aspiraciones, Annie Meeks? –le preguntó Tiziano–. ¿Con qué sueñas?

Ella parpadeó, sorprendida.

–Con una máquina del tiempo para volver atrás y bajar en el ascensor en lugar de hacerlo por la escalera.

Tiziano soltó una carcajada.

–No lo entiendes, cara. Debo felicitarte porque tu vida está a punto de cambiar para siempre.

–¿Por qué?

–No creo que tu sueño sea trabajar aquí todos los días, pasando desapercibida, sin ser apreciada por nadie. Y no tiene por qué ser así.

–Sigo sin entender.

–Dime cuáles son tus sueños y yo los haré realidad, te lo prometo.

Ella lo miró, escéptica.

–Puede que no sea tan sofisticada como usted, pero no soy tan tonta como para creer en cuentos de hadas.

–Todo el mundo sabe que soy un excéntrico –replicó Tiziano, encogiéndose de hombros–. Tal vez merodeo por los pasillos y escaleras de Industrias Accardi, haciendo favores a todo aquel que me encuentro.

–Todos sabemos que usted no hace nada de eso.

–Tal vez haya decidido empezar a hacerlo hoy mismo. ¿Cuáles son tus sueños, Annie?

–Los sueños son para gente como usted. Para mí son una pérdida de tiempo.

–Yo podría darte cualquier cosa que quisieras –insistió Tiziano.

–Ya, claro, pero no creo que pueda hacer que estos papeles se archiven solos, así que si me perdona…

–Annie, quiero que seas mi amante.

Pensó que ella esbozaría una seductora sonrisa, incluso que fingiría un desmayo. Lo que no esperaba era que lo fulminase con la mirada.

–¿O hará que me despidan? ¿Es eso? Pues no hace falta. Le ahorraré el esfuerzo porque renuncio a mi puesto –Annie soltó los archivos, que cayeron al suelo con un golpe sordo, a juego con el furibundo brillo de sus ojos–. Y como he renunciado a mi puesto, ahora puedo decirte lo que pienso de ti…

–Serás mi amante solo de nombre –la interrumpió él–. ¿O habías imaginado que yo, Tiziano Accardi, amante de las modelos más bellas del mundo, estrellas de cine y princesas, me rebajaría a pedir sexo a la primera mujer que me encuentro en la escalera de la oficina?

Capítulo 2

 

 

 

 

 

ANNIE Meeks nunca había estado tan cerca de un poderoso multimillonario, pero había estado en el zoo en un par de ocasiones y, de verdad, aquello no era muy diferente a estar frente a la jaula de un tigre, una hermosa criatura capaz de hipnotizar a los incautos antes de hincarles el diente.

Sabía que era una tontería, claro. Tiziano Accardi no era un tigre merodeando por Londres sino un hombre.

Un hombre asombrosamente atractivo que llevaba un carísimo traje de chaqueta hecho a medida y que exudaba poder y autoridad.

Había visto fotografías en las revistas, como todo el mundo, y esas fotografías reflejaban bien los altos pómulos, la boca sensual, el contraste entre el espeso pelo oscuro que caía sobre su frente y el brillo de los ojos azules.

En persona, sin embargo, había algo más, algo como pecado destilado.

Sí, Tiziano Accardi emanaba una inquietante, irresistible virilidad.

Annie tuvo que recordarse a sí misma que, aparte de sus atributos físicos, era su apellido lo que le daba ese aire de autoridad. El dinero y el poder que habían pasado de padres a hijos durante generaciones.

En realidad, era lógico que se creyese un regalo para las mujeres, pero eso no explicaba lo que estaba pasando. O lo que él acababa de decir.

Ni que lo que ella había hecho.

Había renunciado a su aburrido y estresante puesto de trabajo en Industrias Accardi en un momento de locura y ahora lo lamentaba.

Sentía la tentación de salir corriendo y volver a la oficina, convencida de que Tiziano Accardi no la reconocería entre las demás secretarias. Seguramente, ni siquiera sería capaz de localizar los despachos en los que trabajaban las secretarias.

Pero le había dicho su nombre y eso provocó una oleada de pánico.

Estaba muy bien tener escrúpulos e ideales, pero eso no pagaba las facturas y ella lo sabía bien porque si ser honesta y tener valores ayudasen a algo en la vida ella estaría en Goldsmiths, estudiando Historia del Arte, como había hecho antes de que su egoísta y desconsiderada hermana le robase las tarjetas de crédito, dejándola con una deuda que no podía pagar de ningún modo.

Por eso estaba allí, en la oficina que había sido un salvavidas para salir del agujero en el que la había metido Roxy.

Y por eso tenía que dar marcha atrás.

–No estoy segura de haber oído bien –le dijo, para ganar tiempo.

–El nuestro sería un simple acuerdo, cara.

Annie no sabía qué era peor. Que hubiese utilizado ese término cariñoso, tan italiano y tan indiferente, o el modo en el que había pronunciado su nombre antes. No sabía por qué, pero le había afectado de un modo absurdo.

Seguía acalorada y eso la sacaba de quicio.

–No entiendo esta conversación y no sé si quiero entenderla –le espetó–. Lo único que sé es que siempre estás rodeado de mujeres, así que no creo que necesites a una secretaria para nada.

–Te equivocas, esa es precisamente la razón por la que tú eres perfecta –dijo él entonces, apoyándose perezosamente en la pared.

Annie había leído las cosas que decían sobre él: que solo estaba de pie y vestido en lugar de retozando desnudo con alguna bella modelo cuando no le quedaba más remedio.

Sin embargo, el penetrante brillo de sus ojos azules le hacía sospechar que eso no era cierto del todo.

–Soy perfecta –repitió, intentando no mirar esos ojos–. ¿Por qué tengo la impresión de que no es un piropo?

Él se encogió de hombros.

–Pareces muy recelosa, cara.

Annie sabía que debería despedirse amablemente y darse la vuelta. No era ideal que Tiziano supiera su nombre, pero seguramente ni lo recordaría. Los hombres como él sufrían amnesia cuando se trataba de las mujeres y no podían distinguir a una de otra.

Además, estaba segura de que lo que él quería proponerle no sería de su agrado.

Sabía lo que tenía que hacer y, sin embargo…