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Un secreto en Venecia Caitlin Crews Una noche de pasión en Venecia… Y una sorpresa nueve meses después. Beatrice, una estricta directora de colegio, ocultaba su verdadero ser bajo una personalidad severa y fría. Hasta que abandonó su habitual disfraz y se concedió una noche desenfrenada con un desconocido, que la llevó a tener que esconder un secreto aun mayor… Beatrice aceptó la exorbitante oferta del millonario Cesare Chiavari para ocuparse de su hermanastra durante el verano… Pero no esperaba que se tratara del misterioso italiano con el que había compartido una apasionada noche. Peor aún fue descubrir que, aunque entre ellos seguía habiendo un deseo latente, Cesare no la reconocía… Casarse por venganza Abby Green El italiano la había plantado en la iglesia. Pero aún ansiaba sus caricias. Vittorio Vitale había triunfado. Los Gavia habían destruido a su familia, y él se había vengado de una forma perfecta: dejando plantada a Flora en el altar. Pero Flora se presentó poco después en su despacho, exigiendo respuestas, y su enfado le sorprendió tanto como la ardiente atracción que sintieron; una atracción que no pudieron explorar porque ella se marchó enseguida. Plantada y desheredada, Flora se tuvo que poner a trabajar de camarera para sobrevivir; y, cuando Vittorio la vio un día, le ofreció un acuerdo nuevo, una relación tan falsa como mutuamente beneficiosa. Desde luego, él ya la había engañado antes, pero ¿sería capaz de rechazar su oferta, sintiendo ahora lo que sentían? Recuerdos de Roma Jackie Ashenden Quería destruir el legado de los Donati… hasta que supo que tenía una hija. Un accidente borró el recuerdo de la noche que Lark Edwards pasó en Roma. La noche en que se quedó embarazada. Tiempo después, volvió a Italia por razones de trabajo, y en Roma conoció al cautivador millonario Cesare Donati, un hombre que parecía extrañamente familiarizado con ella. Cesare se había jurado no tener nunca una familia, destrozado por la niñez que había vivido. Pero descubrió que tenía una hija, y esa niña despertó en él algo que creía muerto tiempo atrás. Y, a diferencia de los recuerdos de Lark, su encuentro despertó una tórrida atracción. No tardó en tener que enfrentarse a una decisión crucial: ¿podía abandonar todas sus reglas?
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Seitenzahl: 564
Veröffentlichungsjahr: 2025
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E-pack Bianca 2, n.º 414 - abril 2025
I.S.B.N.: 979-13-7000-573-3
Índice
Créditos
Un secreto en Venecia
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
Recuerdos de Roma
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Casarse por venganza
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Si te ha gustado este libro…
Nadie rechazaba una oferta del temible Cesare Chiavari, pero la directora Beatrice Mary Higginbotham lo intentó.
–Lo siento mucho –dijo al hombre que se había presentado en las oficinas que estaba a punto de abandonar en la Academia de Averell, Inglaterra, una selecta escuela privada para herederas malcriadas. En realidad, no lo sentía en absoluto, pero había aprendido a fingir ante los padres y tutores de las pupilas–. No me interesa dar clases particulares.
Ni ningún otro tipo de enseñanza, particularmente si la estudiante en cuestión era la joven de quince años, Mattea Descoteaux, cuyo nombre había resonado en el colegio durante el último año y no precisamente por sus virtudes.
Había sido el primer año de Mattea en Averell y, por suerte, el último de Beatrice.
Miró con una sonrisa tensa al representante que le había enviado el hermano millonario de la jovencita, consciente de que intentaría convencerla por todos los medios. Para su sorpresa, en lugar de discutir el emisario del señor Cesare Chiavari se sentó delante de su escritorio, tomó un cuaderno y escribió en él una cifra. Una cifra muy elevada. A la que fue añadiendo ceros a medida que pasaban los segundos y ella no contestaba. Hasta que Beatrice masculló que, sinceramente, no estaba interesada, para ver hasta dónde era capaz de llegar…
El resultado fue que la cifra pareció ser infinita.
–Entonces ¿estamos de acuerdo? –dijo el hombre cuando Beatrice ya solo pudo mirar atónita la fila de ceros que le presentaba y, consciente de que podía cambiar su vida radicalmente, aceptó.
Observando la exorbitante cifra, se dijo que, al fin y al cabo, no era un trabajo tan difícil. Mattea representaba un reto, pero no mayor que cualquier otra estudiante. Además, era solo para los meses de verano. No había exámenes o pruebas con las que medir su avance ni citas regulares con familiares o tutores que esperaban la trasformación radical de unas jóvenes de cuya malacrianza eran responsables.
Todo lo que debía hacer era evitar que la hermanastra de Cesare se metiera en líos y saliera en la prensa para que su hermano pudiera casarse sin problemas con quien quiera que hubiera planeado hacerlo.
Beatrice se llevó la mano al vientre, la verdadera razón por la que había dimitido de su puesto de trabajo. Todavía se debatía sobre las implicaciones de su inesperado embarazo, pero hasta ese momento había asumido que criaría a su hijo con el dinero que había ahorrado para la pensión y el que pudiera acumular en un nuevo puesto educativo en el que, al contrario que en el presente y dada su condición de madre soltera, no se le exigiera servir de autoridad moral ante sus pupilas.
¿Cómo iba a rechazar la oportunidad de proporcionar a su criatura una vida más desahogada y segura?
–¿Cuándo empiezo?
–El señor Chiavari estará encantado de recibirla en un par de días en su casa de la Toscana –contestó el hombre sin manifestar la menor sorpresa por su aceptación, como si la hubiera dado por hecho, tal y como demostró a continuación–: Todos los detalles de su viaje están preparados. No tiene más que presentarse en esta dirección en Londres.
La escribió bajo la cifra.
–La esperan a las nueve de la mañana con el equipaje necesario para pasar el verano. Si tiene cualquier duda, estoy a su disposición siempre que me necesite.
Añadió un teléfono, con toda seguridad su móvil, arrancó el papel y lo deslizó sobre el escritorio.
–El señor Chiavari confía en que tengan una relación fructífera.
–Y quien no… –masculló Beatrice.
De no haber sido por aquel papel, habría creído que lo había soñado.
Porque tardó mucho menos de lo que había imaginado en dar por concluida su carrera profesional en el colegio que había representado su único trabajo después de formarse como profesora. Primero como miembro del claustro y durante los últimos seis años como directora. Ni siquiera tardó en despedirse de las personas que le importaban porque había decidido no contar a nadie el verdadero motivo por el que se marchaba. La junta directiva era muy clara al respecto. ¡Cómo iban a poder presentarse como guardianes de la moral si su directora se quedaba embarazada sin estar casada!
Daba lo mismo en qué año se encontraran en la vida real; en la Academia Averell se vivía en una permanente Edad Media.
–Quien a hierro mata, a hierro muere –se dijo Beatrice al abandonar por última vez los terrenos de la academia.
Habiéndose erigido en parangón de las normas de moralidad conservadora, debía haber sabido que era cuestión de tiempo que la vida la pusiera a prueba.
Aquella misma noche, en la habitación del hotel de Londres, seguía preguntándose cómo había podido suceder. Había recogido todas sus pertenencias del apartamento que la academia le había proporcionado aquellos años y se las había llevado. En aquel momento, sentada en la cama las contemplaba con expresión ausente.
Parecía increíble que aquellas fueran las únicas posesiones de una mujer de más de treinta años, pero esa era la realidad. Sus padres habían muerto cuando era joven y, al no tener otros familiares, había crecido al cuidado del estado. Todo lo que había logrado en la vida era por sí misma y gracias a una férrea determinación. Hasta hacía cuatro meses.
Se echó sobre la cama diciéndose que al día siguiente iría a comprar ropa lo bastante holgada como para ocultar su estado durante los siguientes meses. No temía que le resultara difícil puesto que, en su experiencia, nadie prestaba especial atención al servicio. Menos aún alguien tan rico como Cesare Chiavari. No necesitaba conocerlo personalmente para tener la seguridad de que le bastaría pasar desapercibida para ganar la astronómica cifra que estaba dispuesto a pagar por sus servicios.
Se lo debía al bebé que nunca había tenido la intención de concebir, pero al que estaba decidida a amar y dedicar todo su ser, aunque su vida tuviera que cambiar radicalmente para ello.
Todo había empezado de la manera más inocente. Beatrice había ido a un viaje a Venecia acompañando como tutora a las jóvenes que se graduaban y cuyo excelente comportamiento las había convertido en el epítome de lo que la academia representaba. El viaje era su recompensa. Las profesoras y las alumnas se alojaban en una de las mansiones que bordeaban un apacible canal que el agradecido padre de una antigua alumna había donado a la escuela con ese propósito. Las chicas habían disfrutado de todo aquello que Venecia ofrecía: arte, música, historia. Y la última noche, después de una agradable cena bajo las estrellas en una plaza de la ciudad, se habían reunido en el salón y habían decretado con toda solemnidad que era el momento de someter a su directora a un cambio de imagen.
Beatrice siempre había trazado una línea definida entre ella y las chicas porque sabía que era la única manera de mantener el orden. Pero en viajes como aquellos, con las mejores alumnas a punto de graduarse, se permitía una mayor flexibilidad. Y aquel curso, que había resultado particularmente complicado por culpa de los constantes problemas creados por Mattea Descoteaux, Beatrice había estado quizá más predispuesta a darse y darles más libertad. Así que había permitido que le soltaran el cabello, se lo peinaran en largos bucles, le aplicaran todo tipo de cremas, le quitaran las gafas y la maquillaran como jamás había hecho ni volvería a hacer. Incluso había consentido en ponerse un vestido completamente inapropiado de un rojo rabioso.
Al mirarse al espejo había descubierto a una llamativa desconocida.
–Ahora, señorita, tiene que dar el último paso –había declarado la joven más audaz–: Debe salir a la calle y ver qué pasa.
–¡Qué gran aventura! –dijo una de las más románticas, suspirando.
–No pienso hacer nada de eso –había replicado Beatrice con firmeza, aunque sonriendo y pensando lo bien que le sentaría una hora de anonimato en la que nadie, ni ella misma, estuviera pendiente de cómo se comportaba.
–Recuerde lo que nos dijo cuando empezamos nuestros proyectos de final de curso –había insistido la primera chica–: La fortuna solo favorece a las audaces.
Beatrice se había reído sin dejar de contemplar a la extraña que la miraba desde el espejo.
–Está bien, me ha salido el tiro por la culata –dijo finalmente, riendo.
Y había decidido tomarse el reto que le planteaban como un regalo. Se daría un paseo corto en la cálida noche veneciana, recorrería sus canales y se empaparía de la misteriosa ciudad que parecía erigida para despertar las más románticas fantasías.
Además, se dijo una vez obedeció y salió de la casa, no conocía a nadie en Venecia y aunque fuera así, nadie la reconocería, tal y como confirmó al verse en el reflejo de un escaparate y comprobar que no tenía el menor aspecto de directora de colegio.
Tomó la dirección contraria a la que acostumbraba a tomar para llevar a las chicas a la plaza de San Marcos. Luego se dejó llevar de una calle a otra, hasta que se encontró caminando hacia una pequeña bodega de cuyo iluminado interior salían grupos de gente que se quedaban charlando en la calle.
Precisamente porque no se parecía a ningún sitio que ella conociera, le pareció perfecto para la extraña versión de sí misma de aquella peculiar noche. Dentro había un ambiente divertido y animado y un camarero la acompañó a una mesa en un rincón con una bulliciosa familia a un lado y un hombre solitario al otro.
Beatrice había pensado mil veces sobre lo que había pasado aquella noche y había preferido pensar que, en cualquier otra circunstancia, había tomado su copa de vino y el aperitivo que la acompañaba y habría vuelto a su monótona vida. Quizá incluso habría inventado una anécdota divertida para contar a las chicas.
Eso era lo que había asumido que sucedería.
Sin embargo, el hombre sentado en la mesa de al lado había girado la cabeza, había fijado sus increíbles ojos azules en ella, y todo había cambiado.
Beatrice seguía sin creer lo que había sucedido; que hubiera actuado con tal osadía, con tal imprudencia…
Pero, aunque quisiera buscar excusas, lo cierto era que la electricidad que había saltado entre ellos había sido tan obvia e intensa, que ambos se habían reído al unísono. Tal vez se debiera a cómo él la había mirado o a que ella estaba interpretando el papel de una desconocida que no tenía por qué reprimirse. No había intentado contener la risa, ni se había negado una segunda copa de vino ni los trozos de queso y miel que él le había metido en la boca con sus dedos.
La desconocida del vestido rojo que la había poseído no se había negado nada a sí misma aquella noche.
Y cuando él le preguntó si quería que fueran a bailar, la directora Higginbotham pensó en cien motivos para decir que no, pero la desconocida dijo que sí.
Habían bailado en un local caluroso y vulgar en el que los cuerpos tenían que apretarse para caber; luego mientras cruzaban un puente que se arqueaba sobre la oscura agua y, después de cruzarlo, al son de la bella melodía que interpretaba un musico callejero.
Beatrice se había sentido poseída por un estado de pura magia. Solo la magia explicaba que se hubiera sentido hermosa en brazos de aquel hombre. Tanto, que cuando la besó, se derritió en sus brazos y cuando más tarde la invitó a ir a su hotel, había accedido sin titubear, feliz.
Y desde entonces intentaba convencerse de que se había deshonrado revolcándose en la cama con él una y otra vez.
Pero ni siquiera en el presente, sabiendo ya las consecuencias que tendría, lograba utilizar aquella palabra. Porque cada vez que pensaba en el bebé que llevaba en el vientre, sentía la misma magia, aunque fuera el hijo de un hombre cuyo nombre desconocía, lo que la ponía a la misma altura que las jóvenes a las que pretendía inculcar unos modales de los que ella había carecido aquella noche y una moral de la que, como mujer completamente descarriada en el sentido metafórico del término, no podía presumir.
Y, aun así, cuando se quedó dormida soñó, como todas las noches, con Venecia.
Al día siguiente, Beatrice se hizo con un vestuario que le hacía parecer más rellena con la esperanza de que cuando lo estuviera realmente, no se le notara. Y a la mañana siguiente se presentó en la dirección que le habían indicado, desde donde un coche la condujo al aeropuerto en el que esperaba un avión privado para llevaría a la propiedad de Chiavari, un lugar tan conocido y famoso que Beatrice estaba segura de haberlo visto en fotografías, aunque ni tan siquiera se hubiera fijado.
A Chiavari lo conocía solo de oídas. Aunque en la academia trataban con padres poderosos, Cesare Chiavari parecía estar en lo alto de la pirámide. Sus productos de lujo eran omnipresentes. Su apellido estaba estampado en chocolatinas, sedas, edificios y coches deportivos. Como todo el mundo, Beatrice conocía su marca. Y el otoño pasado, Mattea había llegado a la academia. La había acompañado una mujer áspera que había disparado las instrucciones de su jefe, dejándole claro que consideraría a Beatrice personalmente responsable si el colegio no cumplía con sus expectativas. Y dado que Mattea había intentado conseguirlo por todos los medios, Beatrice había dedicado mucho tiempo a pensar en Cesare Chiavari.
El entorno de la propiedad era espectacular: colinas onduladas se extendían bajo un cielo de un azul intenso; hileras de cipreses desfilaban ascendiendo y descendiendo de una a otra. Parecía una obra maestra de la pintura italiana. Y allí era donde iba a pasar el verano… Con la más insoportable quinceañera posible.
Beatrice cerró los ojos mientras el avión descendía para aterrizar. Visualizó una pequeña casa en una playa. Imaginó un jardín lleno de flores en verano y un fuego en el interior ante el que calentarse en los días grises.
Iba a ahorrar todo el dinero que ganara aquel verano para comprarse precisamente un lugar así. Allí criaría a su hijo, alejada de millonarios y de sus hijas adolescentes. Aprendería a cocinar y a hacer pan. Crearía para su bebé el hogar con el que siempre había soñado mientras crecía con los servicios sociales.
Todo lo que necesitaba era superar los siguientes meses viviendo en una verdadera obra de arte de la Toscana.
Cuando el avión tocó tierra, Beatrice abrió los ojos y decidió que solo resultaría difícil si ella permitía que lo fuera. Y se juró no permitirlo.
Después de todo, había dirigido la academia con éxito durante años. Había moldeado a un buen número de jóvenes para el futuro que sus familias habían planeado. Y ella hacía su labor excepcionalmente bien, o no habría mantenido su empleo durante tanto tiempo en Averell.
Bajó del avión sintiéndose reconfortada y mucho más ella misma. Lo que significaba, como siempre les decía a las chicas, que se sentía una bola de optimismo sobre botas de acero. Ellas solían gemir avergonzadas, pero en algún momento acababan admitiendo que era la mejor manera de describir a la directora Higginbotham.
Se encontró tarareando canciones de Sonrisas y lágrimas mientras subía al coche que la esperaba y que la condujo por las sinuosas y estrechas carreteras que se abrían paso entre mares de viñedos, ejércitos de orgullosos cipreses que marcaban el camino y de tejados rojos atisbados ocasionalmente.
Pero cuando la casa entró en su campo de visión, se quedó muda.
Porque solo podía ser «la» casa, «su» casa. Y porque Beatrice la reconoció vagamente, como conocía palacios y todo tipo de lugares en los que no había estado nunca.
La casa se extendía en todas direcciones, conquistando la cima de una de las colinas. El trayecto fue lento a lo largo de la orilla de un centelleante lago azul bordeado de olivos, y resultó tan encantador y pintoresco que solo contribuía al dramatismo de la casa, cuya belleza era sobrecogedora.
Aunque Beatrice intuyó que era una casa pensada para intimidar, también era una impresionante obra de arte.
Y por alguna extraña razón, se acordó del hombre de Venecia. Su amante, como a veces le gustaba pensar en él en la intimidad de su dormitorio, porque era una palabra antigua, romántica. Y porque no tenía nada que ver con su monótona vida.
Quizá por eso le gustaba. Porque le recordaba a una mujer desconocida con un vestido rojo y el cabello alborotado cayendo por su espalda.
El coche se detuvo ante una grandiosa entrada donde esperaban dos mujeres con un uniforme negro almidonado y semblante inexpresivo. El chófer bajó y abrió la puerta de Beatrice, desconcertándola.
–Gracias –dijo, intentando salir con la mayor dignidad posible–. No son precisas tantas atenciones. Podía haberme dejado en la puerta de servicio.
–Las órdenes del señor han sido claras –dijo la mayor de las dos mujeres.
Siendo generosa, Beatrice habría dicho que tenía el rosto de un hacha cuyo filo apuntara en su dirección.
Como no temía las hachas afiladas, sonrió:
–Sea como fuere –dijo con calma–, no estamos en la época victoriana. No soy una damisela en apuros. Soy una educadora y me siento orgullosa de serlo. No necesito recibir un trato especial.
La mujer mayor alzó la barbilla. La más joven, a su lado, no tenía tanto dominio de su rostro y, en cuanto la mayor le dio la espalda para dirigirse a una entrada oculta debajo de una gran escalera, le dedicó una amplia sonrisa.
–Ha tomado por sorpresa a Su Señoría –cuchicheó con ojos brillantes–. Lleva días resoplando y murmurando sobre la gente que se da aires de grandeza y cosas así.
Beatrice sonrió.
–Tengo muy claro cuál es mi sitio y no pienso moverme de él durante mi estancia aquí.
No solo eso: conocía bien el funcionamiento de grandes casas como aquella, ya que las había visitado debido a sus viajes para reunirse con donantes presentes y futuros allí donde vivían y donde a menudo llevaban viviendo varias generaciones.
Aun así, no pudo arrebatar sus tres patéticas maletas al chófer, que se había convertido en el lacayo que ella no necesitaba. Así que se resignó a ir tras la mujer que era, evidentemente, el ama de llaves, siguiendo su rígida espalda hacia las entrañas de la gran casa.
Solo cuando comenzaron a subir las escaleras empezó a vislumbrar el auténtico esplendor de la casa. Un salón que rivalizaba con los palacios que había visitado en Venecia; arañas de techo indescriptibles cuyos cristales parecían diamantes. El espacio resultaba cavernoso y elegante a un tiempo, distribuido en torno a un espacio central que se elevaba hasta un techo profusamente decorado con frescos.
Era como un grandioso teatro.
El ama de llaves continuó subiendo la escalera de servicio hasta el siguiente rellano, pero entonces tomó uno de los principales corredores de la casa. A un lado había una librería, enfrente grandes terrazas que se abrían a un espléndido paisaje pastoril que se perdía en el horizonte. Se veían salones, salas repletas de obras de arte exquisitamente amuebladas, y para cuando se detuvieron al final del pasillo y la mujer abrió las puertas de una suite, Beatrice ya estaba sacudiendo la cabeza.
–Esto tiene todo el aspecto de ser la habitación para los invitados de honor –comentó, mirando en el interior.
–¿Y no es usted una invitada de la familia Chiavari? –replicó el ama de llaves, mirándola especulativamente.
–Me honra al sugerir que mi cabeza deba descansar sobre la almohada donde habrán descansado reinas y reyes y, sin duda, lo harán en el futuro –dijo Beatrice, consciente de que la sonrisa de la joven se iba ampliando con cada una de sus palabras–. Sin embargo, dada mi ocupación aquí, lo apropiado es que me aloje en la zona de servicio. Estoy segura de que coincide conmigo.
Una vez más la mujer permaneció callada, pero Beatrice no necesitó mirar a la joven para darse cuenta de que acababa de pasar algún tipo de prueba. Y lo sabía porque hubiera sido una contradicción manifestarse contraria a ocupar un lugar que no le correspondía para luego aceptar instalarse en un alojamiento tan lujoso.
Pero en aquel momento tenía otras preocupaciones.
–Esta es una habitación preciosa en una casa espectacular –dijo, siguiendo al ama de llaves de vuelta hacia la escalera de servicio–. Supongo que está cerca de las habitaciones de la familia. Y, dado el motivo por el que estoy aquí, sería completamente inapropiado ocuparla.
La mujer se detuvo. También lo hicieron Beatrice y la joven y las tres intercambiaron una mirada de complicidad.
–En eso está en lo cierto –dijo el ama de llaves después de una breve pausa. Inclinó la cabeza indicando el final del corredor–. La señorita Mattea está a solo dos puertas de distancia.
Volvieron a intercambiar una mirada.
–Me congratulo de que los aposentos que había reservado para mí queden libres para alguien que los merezca más que yo.
Y supo de inmediato que, aunque no hubiera hecho una nueva amiga, sin duda había crecido en la estima del ama de llaves al dejar claro, sin ser indiscreta, que no quería estar tan cerca de su pupila. Porque nadie en sus circunstancias lo habría querido… a no ser que con esa proximidad pretendiera elevarse por encima de su posición.
Beatrice acababa de dejar claro que, al igual que ellas, estaba allí para trabajar. Y dio un suspiro de alivio una vez la llevaron a uno de los dormitorios de la buhardilla, sencillo, sobrio y limpio; precisamente lo que ella necesitaba.
–Acomódese –dijo el ama de llaves–. El señor Chiavari espera que se reúna con él a las doce en punto. Está en el salón principal. ¿Tiene intención de usar un uniforme durante su estancia?
–Creo que no –dijo Beatrice, aunque lo hubiera preferido–. No tengo el menor deseo de diferenciarme de los demás, pero debo aferrarme a la poca autoridad que tengo sobre mi pupila. Es preferible que no crea que solo porque estoy aquí puede darme órdenes de un modo que jamás le permitiría en la academia.
–Como quiera –dijo la mujer, inclinando la cabeza–. Soy la señora Morse. Puede preguntarme cualquier cosa que necesite saber.
Y con lo que sonó como un golpe de tacón, salió de la habitación.
–Creo que le ha impresionado –dijo la joven con admiración–. Y es muy difícil impresionarla. Viene de Inglaterra… Yo soy Amelia. La señora Morse me ha dicho que debo enseñarle cómo funciona todo. Pero no haga esperar al señor. Yo la guiaré. Es fácil perderse. Yo nací aquí y todavía me despisto.
Y aunque eso no sirvió para aumentar la confianza que Beatrice tenía en las habilidades de Amelia, asintió y, una vez la joven la dejó sola, procedió a arreglarse con su acostumbrada eficiencia. Tenía que admitir que sentía curiosidad por conocer al señor de la casa, porque siempre le interesaba averiguar de dónde procedían sus alumnas. Quién las había criado y cómo. Estaba más que acostumbrada a tratar con hombres como Cesare Chiavari. Se había enfrentado a padres iracundos de la alta sociedad de todas partes del mundo. La única diferencia era que, en aquella ocasión, se encontraba en su casa, en la que iba a pasar los siguientes meses.
Se arregló el cabello, peinándose con uno de sus habituales moños tirantes. Había descubierto pronto que cuanto más proyectara la imagen de una directora de colegio estereotípica, más la trataban como tal. Desde entonces, había usado unas gafas gruesas que solo ella sabía que no estaban graduadas. Siempre llevaba una ropa sobria y sosa, lo que explicaba que las chicas se hubieran entusiasmado tanto en Venecia cuando había dejado que la vistieran de una manera tan poco propia de ella.
De haber podido, habría preferido usar el uniforme de la casa porque le habría permitido pasar aún más desapercibida. Nadie prestaba atención a si una sirvienta ganaba o perdía peso. Pero debía habitar un espacio intermedio entre una institutriz y una sirvienta. Necesitaba la autoridad de una y la invisibilidad de la otra. Afortunadamente, solo tendría que encontrar ese equilibrio durante un par de meses.
Terminó de asearse en un tiempo récord y, al salir, encontró a Amelia esperándola. La siguió mientras descendían las escaleras, escuchando a medias su continuo parloteo en el que a veces se colaban palabras en italiano.
Mientras recorrían la galería que conducía a lo alto de una escalera imperial que quedaba en el lado opuesto, Beatrice pensó que las casas tan grandiosas como aquella eran como museos. Se trataba de una galería a la que llegaba la luz a través de un techo de cristal que quedaba a gran altura, de manera que la luz incidía debilitada sobre las obras de arte que decoraban las paredes. Estaba segura de que, si la recorría entera o subía algunos pisos, encontraría retratos de familia, porque era lo que la gente con mucho dinero parecía tener siempre a mano. Pero los que ocupaban aquel nivel no eran ni retratos ni cuadros de contenido histórico, sino piezas extraordinarias. No se necesitaba tener un título en Arte para reconocer a artistas famosos y para saber que, los que no identificaba, también lo eran.
No guardaban el menor parecido con los dibujos y fotografías de antiguas directoras que decoraban sus habitaciones en Averell, junto con algunos mapas de los terrenos de la academía de distintas épocas.
Un poco abrumada, comenzó a bajar la majestuosa escalera con Amelia haciéndole gestos para que se apresurara. Mientras bajaba, un hermoso reloj que ocupaba un lugar de honor en el rellano en el que los dos brazos de la escalera se unían, empezó a dar la hora.
Beatrice bajó por el brazo izquierdo, se giró y lo vio.
Y de pronto, el mundo se detuvo a su alrededor. Volvía a estar en el abarrotado bar de Venecia.
Se miraron y fue como si estuvieran solos. Solo existía la caricia de su mirada azul; su rostro, rudo y hermoso a un tiempo; intimidante y amable a la vez.
Y a pesar de las partes de su cuerpo que ya se estaban derritiendo y el tumulto que sentía en su interior, no fue capaz de detener sus pies, que bajaron un escalón, luego otro. Beatrice notó que se le abrían los ojos desorbitadamente y que todo su cuerpo temblaba antes de que una llama que reconocía bien prendía en su interior, la recorría, se asentaba en sus senos, entre sus piernas.
De haber sabido su nombre, habría escapado de sus labios como una plegaria.
No lograba comprender, pero ella seguía avanzando y el reloj resonando… Hasta que dio las doce en el preciso momento en el que su pie tocaba el suelo de mármol del vestíbulo.
Fue a hablar, pero él la estaba mirando… inquisitivamente, pero sin nada parecido a la intensidad de aquella noche.
Algo no encajaba. No tenía sentido…
–Bienvenida, señorita Higginbotham –dijo con la voz con la que ella seguía soñando. La voz que le había susurrado al oído, que había reído entre sus piernas–. Me alegro de que haya podido venir. Como bien sabe, mi hermana es ingobernable. Solo le ruego que la mantenga bajo control hasta que me case.
La cabeza le daba vueltas. No conseguía reaccionar. Algo no tenía sentido. O lo tenía, pero ella no quería entenderlo.
Hasta que de pronto cayó en la cuenta y el calor que se había estado desplazando por su cuerpo se volvió una fría bola de hielo que se hizo añicos contra el suelo de mármol en el instante en el que lo entendió todo a la perfección.
No cabía duda de que estaba ante Cesare Chiavari. Y no era solo su nuevo jefe, sino también el hombre de Venecia. El único amante que había tenido; el padre del bebé que llevaba en su interior.
Y al mirarlo, y por su expresión levemente impaciente y de una arrogante cortesía, tuvo claro que no la reconocía en absoluto.
Cesare no había conocido a la legendaria directora de la Academia Averell porque su reputación la había convertido en la única opción posible cuando Mattea había sido expulsada de un colegio por cuarta vez en el mismo año.
–¡Tiene fama de ser una cárcel! –había protestado Mattea.
–O la academia o la cárcel de verdad. Tú eliges –le había contestado él.
Y dado que Mattea había permanecido todo el curso académico en el centro por primera vez en su vida, no había habido ninguna razón para conocer a la directora en persona.
Pero en aquel momento pensó que tenía el aspecto de una típica directora. Llevaba el cabello negro estirado al máximo y recogido en lo que debía ser un incómodo moño, como una bailarina de ballet. Llevaba unas gafas enormes que ocultaban la mayor parte de su rostro y Cesare pensó que debía tratarse de un efecto de la luz porque creyó imaginar que tenía una piel tersa, incluso sedosa.
Se quitó de la cabeza esa observación mientras seguía estudiándola. No era tan poco agraciada como había previsto dada su profesión y la descripción que Mattea había hecho de ella como si fuera una malvada bruja. Cesare había incluso esperado que tuviera verrugas.
Pero aquella mujer era considerablemente más joven de lo que había esperado, algo que no tenía por qué parecerle relevante y que, por tanto, no se lo parecía.
Lo otro que observó de inmediato fue que estaba rellenita y que vestía de oscuro, de manera que se parecía mucho a una lechuza.
Entonces ella lo miró. Efectivamente, tenía algo de lechuza, y permanecía inmóvil, como si tuviera una barra de metal en la columna. Además, lo miraba directamente, sin sonreír, como si estuviera evaluándolo… y no diera la talla.
Era inusual, pero Cesare decidió que le gustaba. Era precisamente lo que necesitaba para mantener a Mattea a raya mientras él se dedicaba a la tediosa pero necesaria tarea de asegurar el legado familiar.
–¿Dónde está su hermana? –preguntó ella. Y algo en su tono lo alteró, aunque no hubiera nada objetable en él.
Cesare se dijo que estaba siendo susceptible y que se debía a que hacía mucho tiempo que solo le hablaban con reverencia y respeto, más aún tratándose de alguien que trabajaba para él.
Y pensó que no le sentaría mal tener a alguien que no lo consideraba poco menos que un dios local, pero que le llevaría un tiempo acostumbrarse a ello. Particularmente cuando tenía una hermana de quince años experta en manejarse a diario con la irreverencia.
–Supongo que profundamente dormida –contestó. Y se sorprendió de tener que esforzarse en mantener un tono neutro como si estuviera en una importante negociación.
No acostumbraba a molestarse en conocer al personal y solía dejar ese trabajo a la siempre eficiente señora Morse.
La directora siguió mirándolo fijamente.
–¿Y va a darme instrucciones sobre cómo deben transcurrir sus días? –preguntó ella.
–¿Me equivoco o utiliza usted un tono de censura? –preguntó él a su vez.
–Mi cargo hace creer a menudo que censuro –contestó ella con suavidad, aunque Cesare pensó que era una manera amable de decirle que eran imaginaciones suyas–. Me reservo el juico y los reproches para mis alumnas. Así todo el mundo está contento.
Cesare se sintió definitivamente juzgado
No llegaba a entender por qué aquella mujer hacía que sintiera… cosas. Y una vez más rechazó esa idea. Porque no tenía sentido y porque ella seguía mirándolo a través de sus enormes gafas como si adivinara sus pensamientos.
–Mi hermana tiene un padre incompetente que solo se ocupa de sí mismo y una madre conocida por tomar malas decisiones –dijo Cesare vagamente.
–¿«Su» madre? –preguntó ella. Cesare la miró ofendido y ella esbozó una sonrisa apenas perceptible–. Usted y Mattea tienen la misma madre, ¿no es así?
Cesare sospechaba que lo sabía perfectamente, que estaba analizando el hecho de que él no se hubiera referido a su madre como tal. Sintió que le latía un músculo en la mandíbula.
–Mattea ha aprendido a relacionarse por medio de rabietas y de un comportamiento cuestionable. Solo puedo decirle que se ha tratado de un aprendizaje… orgánico.
Lo que habría querido decir era: «es idéntica a su madre». Pero se lo calló. Y el hecho de haber modificado algo por no desagradar a aquella mujer lo irritó.
–Estoy familiarizada con el estilo de comunicación de Mattea, señor Chiavari.
Cesare tuvo la certeza de que no imaginaba cierto retintín en la forma en que pronunció su nombre como si algo la hubiera ofendido, y supuso que podía ser una de tantas personas a las que les ofendía la riqueza de su familia. Algo que podía entender, pero que no podía evitar. Había quien consideraba obsceno que una persona tuviera tantas posesiones.
Aun así, le extrañaba que una mujer que se ganaba la vida gracias a la descendencia de la gente adinerada como él reaccionara de aquella manera.
Sin embargo, era la única explicación posible puesto que no podía tratarse de algo personal.
–No me gustaría psicoanalizar a mi hermana –dijo, confiando en sonar tranquilizador–, pero no reaccionó bien al anuncio de que planeo casarme. Por eso temo que aproveche la oportunidad para comportarse aún peor de lo habitual.
En aquella ocasión no le cupo duda: la directora se tensó y su mirada de color avellana se volvió glacial.
–Incluso no siendo una adolescente solitaria, los cambios siempre resultan difíciles.
Cesare encogió un hombro.
–Si la dejara, organizaría una fiesta y llenaría la casa de amigos que arrasarían la finca mientras ella continuaba bailando en medio de la destrucción.
La directora no se inmutó.
–Si con eso fuera a acabar con su sentimiento de soledad, ya lo habría hecho. Al contrario, creo que su mal comportamiento solo lo ha incrementado.
Cesare observó a la mujer sin saber por qué había…removido algo en su interior.
–Como quiera –se oyó decir, como si ella lo hubiera desafiado directamente–. Vayamos a despertarla si eso es lo que desea.
Pensó que aquella mujer lo miraba de manera extraña, demasiado cerca. Como si pudiera ver cosas en él que ni él mismo sabía.
De haber sido otro tipo de hombre, pensó, habría encontrado a aquella mujer inquietante.
No era su caso. Lo que sentía era cierta irritación y, si era otra cosa, no se iba a esforzar en averiguarlo.
Inclinó la cabeza para indicarle que lo precediera escaleras arriba. Pero cuando lo hizo, tuvo la sensación de sentirse juzgado también por su espalda, rígida, pero grácil, mientras ascendía los escalones.
Nada de eso tenía sentido y Cesare no perdía el tiempo con aquello que no podía analizar. A él le gustaba el orden, que era precisamente el motivo por el que su hermana y antes su madre, habían elegido el caos para torturarlo.
Pero no había nada caótico en la pequeña lechuza de plumas erizadas que subía delante de él como si fuera ella quien lo guiaba.
Cesare no tenía experiencia previa con ninguna directora de colegio así que dudaba de que estuviera reaccionando a la autoridad que claramente desplegaba, incluso allí, en su propia casa. A él lo habían enviado interno en Inglaterra cuando tenía ocho años y en cierto sentido, habían sido sus profesores quienes lo habían criado en un país lejano y frío. La lluvia parecía haberlo calado hasta hacerlo temblar de dentro a fuera.
Su carácter se había forjado en aquellos años.
Cesare había preferido a sus profesores antes que a su anciano padre y a su frívola madre. Había disfrutado de su independencia; de la aventura de estar solo. Y había crecido con el orgullo de no necesitar ni depender de nadie. Como en el presente.
Donde otros hombres tenían debilidades, él tenía fuerza. Y habría querido enseñar esa lección a su hermana.
Al contrario que Mattea, él nunca se había rebelado ante las expectativas que imponía su primogenitura. Incluso si hubiera querido actuar irresponsablemente, no había tenido la oportunidad de hacerlo.
Su madre había esperado a que él alcanzara la mayoría de edad para casarse de nuevo. No por delicadeza, claro, sino porque era lo que había firmado cuando se casó con Vittorio Chiavari. En cuanto Cesare cumplió dieciocho años, se casó y Cesare siempre había asumido que permanecía junto al padre de Mattea por temor a que la gente la culpara del fracaso de su matrimonio.
Incluso había intentado convencerse de que no era su problema porque así le resultaba más fácil ver a su madre mendigar la atención de un hombre que, ya cuando tenía dieciocho años, Cesare consideraba inferior.
Cesare había tomado las riendas de los negocios familiares a los dieciocho años, pasados algunos años de la muerte de su padre. Descubrió que haber sido enviado lejos tan joven hacía más soportable la idea de que sus padres lo hubieran abandonado con tan poca diferencia de tiempo el uno del otro. ¿No había crecido aprendiendo a cuidar de sí mismo? Y aunque había tenido sueños de ir a la universidad había tenido que abandonarlos, porque no había contado con el apoyo de su madre. No fue su primer sacrificio por la familia y no sería el último.
A veces pensaba que era una bendición que Mattea no hubiera tenido que hacer lo mismo. En ocasiones incluso envidiaba una inocencia que ella no atesoraba lo suficiente. Y aunque a él le hubiera gustado tener una rabieta ocasionalmente, la diferencia entre él y su hermana era que con una rabieta solo se hubiera hecho daño a sí mismo. De haberse comportado como ella, habría demostrado a todos los buitres que lo rodeaban que no podía llevar a cabo la tarea que debía cumplir. Se habría humillado ante todos ellos.
Pero Cesare se había jurado que eso nunca sucedería. Y no sucedió.
Solo le quedaba cumplir con el último deber de su legado: conseguir su continuidad. No se trataba de que hubiera estado evitándolo, sino que había dado prioridad a otras cosas. Como crear su propia fortuna, separada de la familiar.
Lo había conseguido magistralmente, acallando a todos los buitres que lo sobrevolaban esperando a que fracasara.
Así que, lo quisiera o no, había llegado el momento.
Y nada lo desviaría del plan que tenía ante sí como lo habían tenido todos los herederos Chiavari. Su esposa sería cumplidora y dócil en todo. Él la guiaría en la medida que lo necesitara para imbuirla de la solemnidad de la que su madre había carecido. Juntos, prepararían la siguiente generación de Chiavari.
Así cumpliría con su deber familiar.
De no haber tenido tan claro que ese era su deber antes del viaje que había hecho a Venecia hacía unos meses… El resultado quedaba entre la luna y él. No diría más.
No podía comprender por qué se acordaba de aquella noche en aquel momento.
En lo alto de la escalera, sorteó a la directora y la precedió hacia las habitaciones que había asignado a Mattea, lo más alejadas posibles de las suyas.
Una vez se casara, él y su esposa seguirían la tradición familiar y se mudarían a la suite que ocupaba toda la planta superior. Siguiendo la tradición, tendrían habitaciones separadas, de manera que cuando los necesarios herederos fueran concebidos, la pareja pudiera conservar la privacidad que quisiera.
La alcoba de la esposa estaba situada encima del cuarto de los niños con una escalera privada entre ambas, aunque Cesare no había visto a su madre usarla nunca ni a él se le había ocurrida jamás subirla.
Su madre nunca le había servido de consuelo cuando era pequeño y de mayor, solo le había dado dolores de cabeza. Nunca se permitía sentir ninguna compasión por ella, ni se preguntaba si su relación podría haber sido distinta. No conducía a nada.
Y evitaba hablar de ese tipo de cosas en presencia de su hermana.
–¿Cuándo es la boda? –preguntó la pequeña lechuza mientras caminaban por el corredor,
–Supongo que en agosto –contestó él.
Pero le sorprendió tener la extraña impresión de que la mujer que caminaba a su lado con la actitud de quien se sentía su igual, tendría que haber sido más alta. Era una sensación peculiar. Quizá se debía a su aire de autoridad… O a que pensaba que debía ser más alta para lo rellena que estaba.
–Imagino que no resulta fácil fijar una fecha –dijo ella en tono de indiferencia.
–Ese no es el problema –Cesare se encontró en la inusual posición de explicarse–. Todavía no me he comprometido.
–Ya veo.
Cesare la miró de soslayo.
–Tengo la impresión de volver a sentirme juzgado, señorita Higginbotham.
–En absoluto, señor Chiavari –una vez más hubo algo en cómo pronunció su nombre… Algo que lo molestó. Pero no podía seguir insistiendo o parecería sentirse afectado por lo que ella pudiera pensar de él–. Creía que la boda estaba ya fijada.
Cesare la miró sorprendido.
–Dudo que mi proposición vaya a ser rechazada –la mera suposición resultaba absurda.
–¿Ha elegido a la novia o tiene que llevar a cabo un proceso de selección?
La mujer mantenía el semblante impasible, pero aun así Cesare tuvo la sensación de que se estaba burlando de él. Pero como no estaba acostumbrado a que nadie lo hiciera, pensó que se equivocaba.
–Le agradezco su interés en mis asuntos personales –dijo en el tono glacial que solía dejar callados a sus interlocutores. Al comprobar, tal y como esperaba, que ella ni se inmutaba, añadió entre dientes–: Puede estar segura de que estaré casado para el final del verano. No hace falta que se preocupe de los detalles. Su única ocupación debe ser mantener a mi hermana ocupada, o encerrada, o lo que desee. Personalmente, me da lo mismo con tal de que no salga en los periódicos ni haga estallar una de sus habituales bombas.
El verano anterior Mattea tenía catorce años. Había empotrado un Ferrari en una famosa fuente de Roma, luego había intentado huir a pie, vestida con lo que Cesare solo era capaz de describir como un conjunto de yoga. Desde ese momento, él había tenido que impedir que aceptara varias ofertas para que posara como modelo.
–Dudo de que se vaya a molestar en activar una bomba de verdad –dijo la irritante mujer en tono animado–. Así que tenemos una preocupación menos.
Cesare se detuvo ante la última puerta y con un ademán de la mano, la señaló para indicar lo obvio: la música a todo volumen que se oía al otro lado. Así era como Mattea recibía cada mañana y despedía la mayoría de las noches.
–Extremadamente alta –dijo la directora con un chasquido de la lengua que parecía culpar a Cesar por consentirlo. Su osadía lo dejó perplejo, pero se obligó a no reaccionar.
–Que yo sepa, mi hermana no pone música a no ser que esté en casa para intentar molestar al mayor número posible de sus habitantes.
La directora analizó sus palabras. O a él. Era imposible saberlo con aquellas enormes gafas.
–¿Y dónde va cuando sale de casa?
–En la media semana que lleva aquí desde que volvió del colegio, ha intentado escapar a cinco ciudades distintas –dijo él abatido–, sola o en compañía de alguno de los enamorados que pretenden echar mano a mi fortuna. Por otro lado, ha robado, y en este orden: un camión que se usa en la vendimia, la bicicleta del cartero, una furgoneta de reparto y el todoterreno del guardabosques. Nunca intenta marcharse a pie, claro. En todos los casos, la detuvieron antes de que saliera de la finca.
Cesare no supo cómo interpretar que la mujer no pareciera sorprendida.
–Pero es una propiedad grande, ¿verdad? –comentó la señorita Higginbotham–. Podría pasear por ella durante días sin encontrarse con nadie.
–Algo que mi hermana sabe perfectamente, pero elige ignorar –Cesare se encogió de hombres–. Probablemente porque lo único que quiere es llamar la atención.
–¿Y alguna vez se ha planteado dedicarle la atención que reclama?
Cesare miró a la mujer-lechuza que no llevaba ni un día trabajando para él y que no estaba allí porque le importara el bienestar de su hermana, sino porque le iba a pagar una fortuna. Y decidió que había llegado el momento de que se lo recordara.
–Es usted quien debe dársela, señorita Higginbotham –dijo con una severa dulzura–. Y debe desviar el foco de mí y de la mujer con la que vaya a casarme. Para eso está aquí. ¿Ha quedado claro?
–Clarísimo –contestó ella. Y no hubo en su tono la menor descortesía u ofensa.
No tenía ningún sentido que Cesare frunciera el ceño mientras se alejaba, como si le hubiera lanzado un gancho. Y le hubiera dado.
Se fue tan deprisa como pudo, si saber por qué se sentía como si escapara de… un fantasma. Quizá se debía a que no solía pasar tiempo con mujeres como la directora. A él le gustaban dóciles y dulces, no de lengua afilada. Y le gustaba ver sus caras, porque valoraba el esplendor femenino en todas sus facetas. Pero eso ya había terminado. En preparación para su futuro, había decidido acabar con sus aventuras. Prefería tener sexo con mujeres que no esperaban un anillo de compromiso, pero una vez había tomado la decisión de casarse, había dejado de llamarlas.
En tiempos de su padre, nadie habría esperado que fuera fiel, pero las cosas habían cambiado y él pretendía serlo. Al menos inicialmente. Estaba dispuesto a permanecer célibe durante el verano y a acostarse solo con su esposa hasta que tuvieran familia. A partir de entonces, confiaba en llegar a un acuerdo diferente que satisficiera a ambos. Pero incluso cuando recuperara la libertad para saciar sus apetitos a su antojo, se mantendría alejado de mujeres que le provocaban reacciones como la pequeña lechuza.
Cesare se paró en seco al tener ese pensamiento y sacudió la cabeza, porque solo estar poseído por algún tipo de demonio justificaba que algo así se le pasara por la cabeza. Él no reaccionaba ante nada. Era Cesare Chiavari. No se rebajaba ante directoras almidonadas que se mostraban altaneras ante sus jefes.
La mera posibilidad era absurda.
Por el contrario, se obligó a pensar en la encantadora Marielle, la dócil heredera perfecta para el papel de su esposa. La decisión no había sido sencilla.
La madre de sus hijos debía ser virgen. Debía ser virtuosa, no porque lo estipulara una norma de la familia, sino porque Cesare quería que fuera lo más distinta posible a su madre. Vittorio se había quedado tan prendado de su belleza y de los papeles que había interpretado en las películas que la habían hecho famosa, que había olvidado toda cautela.
Pero nunca había podido confiar en ella.
La actriz con la que se había obsesionado se convirtió en la esposa que despertaba sus celos y su furia, la constante sospecha de que todo hombre era su amante.
Hasta que, según se contaba, ella había decidido convertir la sospecha en realidad.
Cesare no pensaba repetir el error de su padre. Elegiría a la mujer apropiada, no a la que despertara su pasión.
Había sido testigo del sufrimiento de su padre y de su madre y se había jurado no pasar por algo parecido. Cuando él y su esposa decidieran como dos adultos maduros que querían mantener otras relaciones, no habría celos. Actuarían discretamente. Nunca olvidarían que sus hijos debían permanecer al margen del tipo de relación que decidieran establecer.
El matrimonio dinástico era, por definición, un acuerdo comercial y Cesare no quería contaminarlo con nociones de amor o cualquier otro sentimiento. Trataría bien a su esposa y confiaba en que ella actuara de la misma manera.
No había espacio para fantasmas. No tenía la menor intención de sentarse en su despacho, en su propia casa, y sentirse desconcertado por el comportamiento de una mujer a la que ni conocía ni quería llegar a conocer.
Ya dedicaba suficiente tiempo a las hazañas de su hermana. Pero Mattea tenía quince años y estaba seguro de conseguir domarla. Cuando lo consiguiera, se libraría de toda perturbación en su vida.
Solo tendría paz, una continuada prosperidad y la perfección de la que se enorgullecía desde los dieciocho años.
Solo necesitaba que la desconcertante señorita Higginbotham hiciera su maldito trabajo.
Beatrice permaneció inmóvil fuera de la habitación de Mattea un largo rato. De haber habido alguien cerca, habría reaccionado de inmediato, porque ella jamás se mostraba desconcertada o dubitativa ante nadie.
Pero aquella situación… la superaba.
Estaba paralizada, y en parte agradecía que la música alta ahogara el sonido de su respiración y el retumbar de su pulso.
No sabía cómo había conseguido hablar con él como si fueran dos desconocidos.
Al principio se había preguntado si estaba jugando a algún tipo de juego. ¿La habría localizado y la había hecho ir allí? Solo pensar en esa posibilidad le había acelerado el corazón. Pero él no había mostrado la menor turbación. No la había llamado cara, como en Venecia.
Todavía no podía creer que no la hubiera reconocido. ¿De verdad tenía un aspecto tan distinto? Ella no lo creía, pero finalmente había tenido que aceptarlo. Y para justificar su capacidad de olvido había preferido pensar que, si no había él mismo maquinado su ida a Italia, era lógico que no esperara encontrarse en su casa con la mujer con la que había pasado una noche en Venecia. Y ella sabía bien que la gente no la veía como mujer: veían a la directora de colegio.
Eso era lo que siempre había pretendido.
Aun así, había esperado que la reconociera. Su voz, el color de sus ojos. A ella. Pero a medida que la conversación transcurría y seguía sin haber la esperada reacción, Beatrice tuvo que aceptar que, definitivamente, no sabía quién era.
Y aunque estaba segura de que ella lo hubiera reconocido a él en cualquier circunstancia, aunque estuviera ciega y sorda, se dio cuenta de que sería mucho más grave que él la reconociera más adelante. Porque entonces pensaría que era ella quien se las había ingeniado para volver a verlo, para meterse en su casa, a la que no habría sido invitada de otra manea. Porque era el tipo de hombre que asumiría que todo aquel con menos riqueza que él, es decir, casi todo el resto del mundo querría ponerse en contacto con él para explotar cualquier conexión posible. La idea de que pudiera considerarla una cazafortunas le erizaba el vello.
Pero allí estaba, metida hasta el cuello en un lío del que no sabía cómo salir y que habría evitado si hubiese sabido quién era Cesare Chiavari. Porque solo entonces se dio cuenta de que había asumido que lo sabía solo porque era un hombre famoso.
«Tendrás que aprender a documentarte», se dijo con acritud. «No vayas a encontrarte otra vez en una situación parecida».
La idea de algo así pasándole «otra vez» estuvo a punto de hacerle estallar en una carcajada histérica, pero consiguió retenerla. Intentó pausar su respiración. Intentó pensar.
Tenía que encontrar una solución… pero no se le ocurrió ninguna.
Había encontrado al padre de su bebé, pero en lugar de celebrarlo tal y como le habría gustado hacer si alguna vez llegaba a encontrarse con él, que era lo que siempre había soñado, acababa de descubrir que ni siquiera la reconocía.
Lo que significaba que ella no tenía nada de memorable. O que él pasaba a menudo noches como aquella, así que, por qué iba a destacar la suya…. Pero tuvo que bloquear ese pensamiento por temor a hacer algo totalmente ajeno a su personalidad, como gritar hasta ahogar la música. O llorar.
Y todas esas reflexiones se circunscribían a la situación en sí. Ni siquiera tenían en cuenta el hecho de que acababa de hablar con él sobre su próxima boda con una afortunada novia con la que ni siquiera estaba todavía comprometido.
La novia que todavía tenía que seleccionar.
Beatrice odiaba no haber sabido nada de todo aquello. O sobre él. Prefería al hombre con el que había soñado desde Venecia. El misterioso hombre que había surgido de la nada y le había proporcionado la mejor noche de su vida, transformándola para siempre.
El hombre que, habiendo afirmado no ser apasionado, le había demostrado todo lo contrario.
Habría querido conservar aquella versión de él, pero era evidente que debía olvidarla. Más aún cuando la nueva versión trasmitía la pasión de un glaciar.
Beatrice se dijo que debía levantar el ánimo y seguir adelante, pero continuó inmóvil, dando vueltas a las mismas ideas mientras la música de Mattea seguía retumbando.
Por primera vez desde que tenía uso de razón, lo único que habría querido hacer era dar media vuelta y echar a correr. Alejarse de aquel lugar y del hombre que había vuelto su mundo del revés pero que, al volver a verla, ni siquiera la reconocía. Alejarse de la posibilidad de que él descubriera su identidad cuando ella no se la había desvelado, incluido su embarazo, y trastocara su vida una vez más.
–Cualquier persona pensaría que lo sensato es marcharse antes de que eso suceda –masculló para sí.
Pero no reaccionó. No fue a recoger sus cosas y a pedirle a la señora Morse que le proporcionara un medio de transporte para ir al pueblo más cercano y organiza su viaje de vuelta a casa. Habría querido hacerlo. Hasta podía visualizar cada paso que necesitaba dar…
Y, sin embargo, no dio ni un paso para empezar el proceso de dejar atrás aquella complicada situación.
Beatrice Mary Higginbotham no huía de los problemas: los resolvía.
Se irguió, se cuadró de hombros, respiró profundamente tal y como aconsejaba a hacer a las pupilas cuando querían gritar. Ella no cedería al inhabitual impulso de…. Colapsar, hacerse un ovillo en el suelo y llorar y llorar.
Porque lo quisiera o no, sus sentimientos no podían verse implicados. Afortunadamente, había descubierto sus extrañas circunstancias antes de que le diera tiempo a instalarse e imaginar que las cosas podían ser distintas.
Lo cierto era que había albergado alguna noción romántica acerca del padre del bebé. Había asumido que, una vez naciera, volvería a Venecia y que lo buscaría. Eso era lo que no había osado a admitirse ni a sí misma, ni siquiera la noche anterior, cuando descansaba en la pequeña habitación del hotel pensando en la noche que habían compartido.
Desde el primer momento, su intención había sido localizar al padre de su hijo y comprobar si valía la pena explorar lo que había florecido entre ellos aquella noche; si quedaba algún rescoldo para reavivar el fuego. Acababa de descubrir que, de haberlo encontrado, habría estado casado. Así que debía alegrarse de haber descubierto que era el tipo de hombre capaz de no reconocer a una mujer con la que había compartido la máxima intimidad.
Y aunque el impulso de huir seguía presente, lo aplastó tan despiadadamente como pudo. Porque todas las consideraciones que la habían llevado hasta allí seguían vigentes, hubiera sido reconocida o no. Había previsto que lo meses en Italia serían difíciles porque Mattea lo era y porque tenía que ocultar su embarazo mientras se ocupaba de la joven. Había asumido que sus sentimientos personales no pasarían de ser una combinación de agotamiento.
Pero, al margen de lo que sintiera, solo se trataba de un verano. Unos meses. Poco tiempo.
¿Podía realmente marcharse? Le debía a su hijo la promesa que aquel verano representaba. Si no podía proporcionarle un padre, en su lugar le daría lo siguiente mejor: una vida acomodada construida sobre el capital de su padre. Y eso, como ella sabía bien, era mucho más de lo que la mayoría de las mujeres en su posición podían hacer.
Aferrándose a la primera arma que había conseguido empuñar desde que había visto al último hombre con el que había esperado encontrarse, llamó a la puerta con determinación. Cuando, tal y como esperaba, no recibió respuesta, volvió a llamar.
Al no recibir más respuesta que el ritmo machacón de la música, abrió la puerta y entró.
De habérselo planteado, habría asumido que la habitación no era como las del internado. Aun así, necesitó unos segundos para procesar que las habitaciones de Mattea eran todavía más espectaculares que las de invitados que le habían mostrado anteriormente. Tuvo que encontrar su camino entre un laberinto de alcobas interconectadas, salones, una sauna, lo que parecían ser tres bibliotecas y una amplia mediateca. Todo, para finalmente llegar al dormitorio en sí, donde no le sorprendió en absoluto encontrar a la inigualable Mattea Descoteaux.
La chica era un bulto bajo las sábanas en medio de una altísima cama con dosel, aunque era evidente que no estaba dormida. Tenía las rodillas dobladas y el móvil en la mano; y no pareció darse cuenta de que ya no estaba sola. Era imposible que lo hiciera en medio de aquel estruendo.
Beatrice miró alrededor en busca de los altavoces culpables de aquel follón y los encontró al instante. Se trataba de dos pequeños auriculares de los que usaban los jóvenes, tirados descuidadamente sobre la brillante superficie de un mueble antiguo, con un descuido del que solo era capaz alguien que jamás se había tenido que plantear el valor de las cosas.
Tomándolos, localizó el botón para apagarlos y lo presionó.
Y cuando la habitación quedó sumida en un súbito silencio esperó mirando fijamente el montículo de la cama.
Mattea gimió como si la hubieran atacado y se incorporó con un gesto dramático de furia…
Entonces vio a Beatrice.
Por un instante, se miraron en silencio.
Como muchas de sus antiguas alumnas Mattea había recibido una cantidad considerable de privilegios genéticos junto con la fortuna que, de seguir así, despilfarraría antes de cumplir treinta años. Mientras su hermano era moreno y taciturno, Mattea tenía el rostro de un querubín, con una boca que tendía al mohín y unos límpidos ojos azules.
Solía aprovecharse de su aspecto angelical y le había irritado que no le funcionara cuando se trataba de Beatrice.
–Sabía que estaba atrapada en una pesadilla –masculló Mattea–. Pero esto es aún peor. Está claro que me he muerto y he ido al infierno.
–Yo también me alegro de verla, señorita Descoteaux –replicó Beatrice con suavidad.
Y le resultó reconfortante volver a adoptar con tanta facilidad el papel que conocía tan bien. Le resultaba sencillo sonar altiva y displicente. Era fácil incorporar todos los atributos de directora como si formaran parte de ella en lugar de ser un papel que se había aprendido a interpretar.
Cuando actuaba de directora no había espacio para los sentimientos. No cabían escenas de heroína de novela romántica. Solo había una decidida autoridad y la capacidad de ejercerla.
Sonrió a Mattea.
–¿Debo entender que no le han avisado de que pasaría el verano con usted?
–¿Quién se atrevería a avisarme de algo tan espantoso? –replicó Mattea, adoptando el tono que usaba cuando quería provocar.
Beatrice hizo como si reflexionara y sonrió con arrogancia.
–Me pregunto si eso se debe a que trata a su familia y al servicio con la misma desconsideración que tanto nos costó corregir durante su año escolar.
Mattea frunció el ceño e incluso así resultaba más encantadora que enfurruñada o insolente. Era uno de sus superpoderes.
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