Van Gogh en La Mancha - Sonia Castaño - E-Book

Van Gogh en La Mancha E-Book

Sonia Castaño

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Beschreibung

1880 Un marchante de arte de origen holandés regresa a su hogar en un pequeño pueblo de Ciudad Real, tras meses de viajes de trabajo por el extranjero. Junto a él , un invitado, el joven Vincent Van Gogh. El pintor aceptó la invitación con entusiasmo al ver los cuadros con paisajes de los campos de Castilla que portaba el comerciante en sus viajes, tan similares a los de las tierras holandesas. Su llegada al pueblo y conocer a la familia del marchante, provocarán muchos sucesos.

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Van Gogh en La Mancha

Sonia Castaño

ISBN: 978-84-19925-20-6

1ª edición, julio de 2022.

Imagen de portada: Wheat Field with Cypresses by Vincent van Gogh (1889) Metropolitan Museum of Art (public domain)

Imagen de contraportada: Remix of Girassol _Alto Taquari/MT by Delsonir (Creative Commons Attribution 3.0 Unported) https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Girassol_Alto_Taquari-MT_-_panoramio.jpg

Portada y maquetación: Fernando Zanardo

Conversión de formato de e-Book: Lucia Quaresma

Editorial Autografía

Calle de las Camèlies 109, 08024 Barcelona

www.autografia.es

Reservados todos los derechos.

Está prohibida la reproducción de este libro con fines comerciales sin el permiso de los autores y de la Editorial Autografía.

Mi padre se llamaba Martin Hansen. Nació en 1848 en Amsterdam. Por eso aquí en el pueblo le llamaban El holandés.

Tenía el pelo del color del trigo como el abuelo Herman y los ojos negros como su madre, la abuela Avelina. Los dos se conocieron un día en Ciudad Real, cuando el abuelo, un hombre muy viajero, estaba de visita. Ella ayudaba a su padre a vender alimentos en el mercado. Se enamoraron nada más verse. A las pocas semanas decidieron marcharse juntos a Amsterdam. Allí se casaron.

Como Avelina echaba mucho de menos su tierra, al cabo de unos años, decidieron volver. Con ellos vino mi padre, Martin. Tenía tres años. Fue su único hijo.

A toda la familia nos conocen como Los holandeses.

Mi padre, Martin Hansen, sí que viajó muchas veces allí. Era marchante. Se dedicaba a ofrecer cuadros de pintores desconocidos en los que veía maestría y genialidad. También vendía pinturas al óleo y pinceles. Siempre estaba de aquí para allá.

Cada vez que volvía de uno de sus viajes a mi hermana y a mí nos entusiasmaba escuchar las historias que le habían sucedido. Mi madre muchas veces se reía y decía que solo eran fantasías, que no le hiciéramos caso, pero a nosotros nos encantaba escucharlas.

Una vez nos contó que en un mercadillo de Arlés había un vendedor de hormigas habladoras. Unas hormigas azules de un país de África que eran capaces de repetir palabras y sonidos de los humanos con solo decírselas un par de veces.

Relató que a una de ellas le encantaba decir “hapana”, que significa “no” en una lengua africana llamada suajili. Recuerdo que esa historia le hacía reír mucho a mamá.

Padre y sus historias. Era fantástico escucharle.

Cuando ya era anciano y yo un joven independiente, iba todas las tardes a verle a su casa. Me gustaba tomarme un café con un pedazo de tarta de queso, mientras escuchaba sus aventuras. Lástima que en los últimos años su memoria fuera fallando.

Recuerdo una tarde en la que estaba muy silencioso, sentado en su sillón frente a la chimenea. No paraba de mirar el cuadro que estaba colgado sobre ella. Un campo de girasoles amarillo brillante, con una bandada de cuervos sobrevolando el lugar.

—Papá, ¿cómo se llamaba aquél pintor que vino contigo un mes de agosto hace muchos años?

En las últimas visitas ya casi eran más los silencios que las palabras.

—Van Gogh, Vincent Van Gogh —dijo de repente, como si un gran relámpago de memoria hubiera iluminado su cerebro.

Llevábamos días esperando a que papá regresara de Bruselas. Hacía ya seis semanas que se había ido. Como siempre cargado con los cuadros de los amigos pintores a los que representaba. También con los tubos de óleos y pinceles que vendía.

Siempre se marchaba muy sonriente con la esperanza de hacer buenas ventas y darles a sus amigos artistas la alegría del éxito. Lo malo es que solía volver sin haber vendido ni un cuadro, pero jamás dejaba por el camino su sonrisa.

Cada ocho o diez días recibíamos una carta en la que nos contaba cómo le iban las cosas. Mamá nos reunía frente a la chimenea y la leía en voz alta. Recuerdo que a veces su voz se quebraba, sobre todo cuando al final papá nos dedicaba uno a uno unas letras.

Para mi hermana Lila, que tenía ocho años, cuatro menos que yo y para mí, Theo.

Siempre me decía “un beso para ti Theo, Haz caso a tu madre y ayúdala. Y cuida de tu hermana”. Me gustaba escuchar eso.

Cuando Madre leía: “Y el más grande para ti, mi Guillermina. No sabes cuánto te echo de menos”, se emocionaba un montón.

Sabíamos que papá llegaría por la noche, pero desconocíamos exactamente a qué hora.

Lila y yo nos sentamos a jugar a las tabas junto a la ventana para vigilar el camino por el que aparecería el carromato de Don Ventura. Él era el que se encargaba de trasladar a la gente a sus destinos desde la estación de tren de Ciudad Real a cada pueblo de los alrededores.

Aquella noche mamá nos estaba ya diciendo que era hora de acostarse, cuando Lila gritó que había visto una luz aproximándose por el camino. Y sí, enseguida vimos que eran los farolillos de aceite del carro de Don Ventura.

—¡Mamá, mamá, es papá, ya ha llegado! —dije emocionado.

Enseguida salimos a recibirle.

Allí le vimos sonriente bajando del carromato.

—Estás muy delgado —dijo mi madre. Se abrazaron.

De la parte trasera del carro vimos bajar a un hombre. Nos quedamos callados mirándole. No era del pueblo.

—Os presento a Vincent, ha venido a pasar unos días con nosotros. Vincent, Esta es mi mujer Guillermina. Y mis dos hijos, Lila y Theo —dijo mi padre entusiasmado.

La luz de los farolillos del carro nos dejó ver a un hombre joven de la edad de mi padre, de pelo y barba pelirroja. Sus ojos eran de un color azul brillante. Me fijé en sus botas agujereadas.

El hombre con un gesto gentil agachó su cabeza para saludarnos.

—¡Un plaisier! —dijo.

A la mañana siguiente me levanté pronto. El viejo pájaro Cuervoloco se había posado en mi ventana y con su picoteo en el cristal me había despertado. Mira que era listo ese cuervo.

Negro como el carbón y con esa mancha blanca en el pecho que parecía una nube. Siempre que intentaba atraparlo se escapaba como un pez escurridizo.

Me acordé del invitado desconocido. Mamá le había arreglado el camastro del cuarto de la despensa para que pudiera descansar y guardar sus cosas.

El olor a café, leche caliente recién ordeñada y pan tostado me abrió el apetito. Así que enseguida bajé a la cocina.

Mi padre seguía durmiendo, pero mi madre, como siempre a esas horas, ya estaba levantada.

Me senté en la mesa de la cocina para desayunar. Allí estaba mi tazón con la letra “T” que yo mismo había pintado, y mi servilleta bordada en azul con mi nombre completo, Theodoro. Mamá me puso un tazón de leche con un panecillo blanco cubierto con mermelada de albaricoque.

Al mirar por el ventanuco de la cocina vi pasar volando a Cuervoloco. Algún día lograría cogerle, aunque fueran unos minutos.

—Buenos días, ¡Vincent! —dijo mi madre mirando a la puerta.

Allí estaba nuestro invitado. Llevaba puesto un sombrero de paja, que educadamente se quitó al ver a mi madre.

—Siéntate y desayuna algo —le dijo mi madre señalando a la mesa.

Hablaba poco español y papá estaba durmiendo, así que todos nos esforzábamos en comunicarnos con gestos.

Se sentó en la mesa, enfrente de mí. Dejó el sombrero sobre una silla y nos miró sonriente. Sus ojos eran tan azules como los del gato de mi amigo Agapito. Grandes y silenciosos. Parecía saberlo todo.

Mamá le puso un tazón con café, varios panecillos, el plato con la mantequilla, mermelada de albaricoque y el jarro de leche para servirse cuánto quisiera. Solo bebió el café con la leche y comió un poco de pan.

Estaba muy delgado. Se notaba que no acostumbraba a tomar un abundante desayuno. Su camisa blanca estaba llena de manchas de pintura amarilla, verde, naranja, azul…

—Muchas gracias —dijo en castellano.

Desayunamos en silencio, sonriendo de vez en cuando al coincidir nuestras miradas.

Al cabo de un rato, se levantó de la mesa, retiró el tazón, también su plato y lo llevó a la pila donde paraban a remojo los cacharros sucios.

Se acercó a mí, me miró sonriente, alargó una de sus manos y alborotó un poco mi pelo.

—Theo —dijo sonriendo—. Tener hermano que se llama Theo —dijo en un castellano poco entendible.

Se dio la vuelta y volvió a dar las gracias a mi madre. Se puso el sombrero y salió de la cocina.

—A la vista está que es un buen hombre —dijo mi madre.

Mientras comía una manzana me acerqué a la ventana de la cocina, abierta de par en par. Desde allí observé como Vincent se alejaba entre los árboles por el camino de los campos de trigo y de girasoles. Su sombrero de paja brillaba con los rayos de la mañana. En su espalda sujeto con una soga, llevaba el caballete y un montón de bártulos. Parecía un vendedor ambulante.

El cielo azul, totalmente despejado, anunciaba un nuevo día de mucho calor. Era el mes de agosto y como decía siempre mi padre: “En agosto y en Enero, no tomes el sol sin sombrero”.

De repente, el viejo Cuervoloco irrumpió en la ventana y picoteó la manzana que tenía en mis manos.

—¡Cuervoloco, algún día te atraparé­! —grité con fastidio.

Pero enseguida sonreí porque en verdad aquel pequeño juego entre los dos desde hacía ya un tiempo me divertía mucho. Y estoy seguro de que a él también.

—¡Buenos días, Theo! ¿Qué te pasa que estás gritando, hijo? —dijo mi padre al entrar en la cocina.

—¡El viejo Cuervoloco me ha picoteado la manzana! Debía estar escondido y no me he dado ni cuenta.

—Ese pájaro es muy listo —respondió mi padre riendo.

—El otro día, mientras cosía, se llevó un botón plateado de la mesa —dijo mi madre sonriendo.

—Algún día le atraparé y nos miraremos a los ojos —dije ansioso.

—He visto que Vincent no está en el cuarto. ¿Se levantó muy temprano? —preguntó mi padre a mi madre.

—Sí, hace un momento que se marchó. Desayunó un poco y se fue hacia los campos —contestó mi madre.

—¿Dónde le conociste, Martin? —preguntó mi madre.

—En una calle de Bruselas. Estaba sentado en una silla leyendo, esperando paciente a ver si vendía alguno de sus cuadros. Me llamó la atención una de sus obras. Eran un par de viejas botas. Ojeé también su carpeta. Me parecieron fantásticas sus láminas con retratos de gentes y escenas en la ciudad. Cuando ves sus cuadros ves el alma de las cosas. Además, es un buen hombre, nunca pide nada —dijo mi padre mientras echaba trozos de un bizcocho en su café.

—Desayunó muy poco, apenas un café y un pedazo de pan —dijo mi madre.

—Vincent quería ser predicador protestante, deseaba difundir la palabra de Dios por pueblos y ciudades. Al final abandonó la idea para dedicarse a la pintura, que es su pasión. No le asusta la pobreza, solo el quedarse sin pinturas y no poder trabajar —sonrió—, Tiene un hermano al que quiere mucho. Es pasante, como yo. Pero de un nivel superior al mío. Tiene su propia oficina. Se llama Theo.

—Sí, eso me dijo —comenté yo.

—Es de los hombres más humildes que conozco. Su hermano le envía dinero para poder conseguir óleos. Un día vino a comprarme algunos. Le regalé un amarillo cadmio. Lo miraba con tanta felicidad cuando lo cogía de mi caja cada vez que nos encontrábamos, que decidí regalárselo.

—Pues estamos apañados, Martin. Si vas regalando por ahí las pinturas, vaya mal negocio que hacemos —dijo mi madre.

—Guillermina, no hay límite para ayudar en el Arte. Y yo sé que Vincent es un pintor muy especial, de los grandes Guillermina, de los grandes.

—¿Y cómo es que ha venido aquí? —pregunté.

—Vio los cuadros de los pintores a los que represento y se quedó maravillado con los paisajes Manchegos. Quiere probar el amarillo cadmio para pintar nuestros campos luminosos y brillantes. Por eso le invité a venir.

Me quedé mirando los colores amarillos, naranjas y verdes de los labrantíos que se vislumbraban por la ventana

—Amarillo cadmio, amarillo cadmio —repetí con curiosidad.

Era cierto, tenía suerte, vivía en un lugar fantástico.

Vincent avanzaba despacio por el camino que llevaba a los terrenos de espigas y girasoles. Cada poco paraba para escuchar a los pájaros y contemplar los paisajes. Era tan delicado y silencioso que las liebres que cruzaban corriendo los senderos se paraban a poca distancia de él para observarle, Algunas aves se posaban en los árboles para verle pasar. Hasta las mariposas no se molestaban en esquivarle porque no se sentían amenazadas.

Sonreía sin parar disfrutando de la naturaleza y miraba hacia el cielo agradeciendo su suerte. No necesitaba nada más.

Cuando llegó al pinar de San Ataulfo, decidió parar a beber de una fuentecilla de granito. Dejó en el suelo sus bártulos y se acercó a refrescarse la cabeza y las manos. Hacía mucho calor.

Un ruido entre unos zarzales le hizo darse la vuelta. Era una muchacha de apenas unos dieciséis años con un conejo blanco y gordote entre sus brazos. Estaba cogiendo moras en un zarzal. Llevaba una pequeña cesta de mimbre donde iba guardando cada fruto.

Al verla, Vincent quedó petrificado. Como si de repente hubiera tenido una iluminación.

Pronto se acercó a ella para verla mejor.

—Eh, ¡oiga! ¡Cuidado con lo que hace! —Gritó la chica agachándose a coger una piedra.

—Pardonne moi —respondió en francés, mientras se quitaba el sombrero de paja.

La muchacha llevaba un pañuelo oscuro que le tapaba casi toda la cara, aunque un pelo rizado trigueño, que escapaba de su pañuelo, mostraba un precioso brillo. Tenía unos ojos grandes y negros como el azabache. Su vestimenta ajada y unas alpargatas, que alguna vez fueron blancas, mostraban la imagen de una pobre campesina.

—¡No sé qué me dice, pero como se acerque más le doy una pedrá que le dejo tieso, oiga!

—¿Puedo retratarla, mademoiselle? —dijo Vincent ayudándose del gesto de mostrar sus bártulos de pintura—. Por favor, señorita —dijo esta vez en castellano.

— ¡Te quiere pintar, Casilda! —la voz de Martin, mi padre, les sorprendió.

Padre y yo habíamos salido al encuentro con Vincent. Queríamos guiarle y llevarle a conocer los rincones del pueblo.

Enseguida papá comenzó a hablar en francés con Vincent intentando explicar la situación.

—Casilda, se llama Vincent y es holandés. Ha venido a pasar unos días al pueblo. Es mi invitado. Es pintor. Dice que si le dejas retratarte.

—¿A mí? ¿A la más fea del pueblo? ¿Es que quiere reírse de mí? —dijo la muchacha enfadada.

—No, Casilda. Él dice que es difícil encontrar mujeres tan bellas como tú. No es como los demás, Casilda.