Varias obras de Baldomero Lillo I - Baldomero Lillo - E-Book

Varias obras de Baldomero Lillo I E-Book

Baldomero Lillo

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Beschreibung

Primer volumen de obras completas del cuentista chileno Baldomero Lillo, relatos cortos de profundo corte naturalista y arraigados en un realismo social que disecciona la realidad chilena de su época. Contiene los siguientes relatos: Pesquisa trágica, Quilapán, Sub sole, Sub terra y Víspera de difuntos.-

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Baldomero Lillo

Varias obras de Baldomero Lillo I

 

Saga

Varias obras de Baldomero Lillo I

 

Copyright © 1917, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728027011

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

PESQUISA TRAGICA

Una tarde, al finalizar el verano último, mientras conversábamos con un amigo, cómodamente arrellanados en un escaño de la solitaria plaza del pueblo, un hombre vestido con la característica indumentaria del huaso: sombrero alón, zapatos de taco alto, pantalones bombachos y amplio poncho de vicuña, vino a sentarse no lejos del sitio donde nos encontrábamos. Muy joven, de elevada estatura, su rostro, hermoso por la corrección de sus líneas, estaba, exceptuando el fino y rubio bigote, cuidadosamente afeitado. Sin embargo, a pesar de su belleza varonil aquel semblante no despertaba, al contemplarlo, simpatía alguna. Había en su expresión y en el mirar solapado de sus verdes ojos, algo falso y repulsivo que no predisponía en su favor.

Mi acompañante, al verme absorto en la contemplación del desconocido, me preguntó en voz baja

—Te llama la atención el sujeto, ¿no es verdad?

—Sí —repuse—, arrogante es el mozo, pero no quisiera encontrarme con él sin testigos en un camino solitario.

—Tal vez no andes descaminado en tu apreciación, porque las historías que se cuentan de él no tienen nada de edificantes.

—¿Tú lo conoces, entonces?

—Sí, y voy a relatarte un acto que se le atribuye y que lo pinta de cuerpo entero.

Y ahí, bajo los frondosos árboles del pasco, mi amigo me refirió la siguiente historia que voy a tratar de reproducir con la mayor exactitud posible.

—... Hace más o menos un año, este buenmozo era comandante de policía en la comuna rural de M. El puesto lo debía a un influyente político, gran elector, y dueño de un valioso fundo en el distrito. Hijo de una muchacha campesina y de padre desconocido, había llegado al mundo en las tierras del magnate, quien, desde pequeño, lo había tomado bajo su protección. Después de terminar sus estudios de primeras letras en la escuela del pueblo, pasó a ocupar un puesto en la servidumbre del fundo, conquistándose con el correr de los años la confianza de su poderoso padrino. En la hacienda fue siempre el terror de los débiles y los pequeños, pues, vengativo y cruel con los hombres y los animales, miraba el sufrimiento ajeno con fría impasibilidad. En época de elecciones era un elemento valiosísimo, porque para raspar un acta, hacer un tutti, asaltar una mesa o secuestrar un vocal, tenía aptitudes sobresalientes. Con estos méritos, nadie extrañó, por tanto, en M., que a raíz de su triunfo en la última campaña electoral, el senador X. obtuviese para su protegido el puesto de comandante de policía de la comuna, que se encontraba vacante.

Se cuenta que al comunicarle al mozo la grata nueva, el personaje le dirigió más o menos este breve discurso:

—Mi amigo, más de un trajín me ha costado conseguir su nombramiento, pero ahora que está Ud. ungido con el cargo, procure mantenerse en él con maña y prudencia. Los adversarios son poderosos y estarán alertas sobre lo bueno y lo malo que Ud. haga o deje de hacer. Convendría muchísimo que tomase gran interés en investigar los delitos que se cometan para desmentir con una pesquisa feliz a los que propalan que en cuestiones policiales Ud. ignora el A B C del oficio.

El flamante funcionario oyó con gran atención estos consejos y prometió seguirlos al pie de la letra.

Como en todos los pueblos pequeños, en M. había dos bandos, que se odiaban y hostilizaban mutuamente. Afiliado al más numeroso, que era el que dominaba, el comandante, siguiendo las advertencias de su padrino, procuró que su conducta funcionaria fuera, en apariencias, io más correcta posible. Era ambicioso y no quería vegetar en aquel lugarejo, y como contaba con una protección poderosa, podía muy bien, con poco que pusiera de su parte, ascender rápidamente en la carrera. Por eso ansiaba con impaciencia que un hecho delictuoso importante le diese la ocasión de probar a los que dudaban de su capacidad, que estaban equivocados en sus apreciaciones respecto a sus dotes de polizonte.

Por fin, un dia, después de algunos meses de infructuosa espera, sus deseos se vieron cumplidos, pues el suceso tanto tiempo aguardado acababa de producirse. Se trataba del asesinato de un individuo semi-idiota y epiléptico, apodado el Trompa, popularísimo en el pueblo. El cadáver, con graves lesiones en la cabeza y en el cuerpo, fue encontrado en el fondo de un barranco, al borde del camino real. Apenas el comandante supo la noticia, montó a caballo y partió a escape al teatro del crimen, regresando poco después a su cuartel, seguido de cuatro labriegos, que conducían al hombro, en unas parihuelas improvisadas, el cuerpo de la víctima. El rostro del señor comandante resplandecía de satisfacción, pues estaba sobre la pista del asesino, en cuya persecución había puesto a sus más sagaces subordinados.

Como él había previsto, la captura se efectuó con toda felicidad, y a mediodía se encontraba el reo, un muchacho de unos veinte años apenas, en presencia del jefe de policía, quien le dio a conocer la causa de su aprehensión y las pruebas que había de su culpabilidad.

Estas pruebas eran habérsele visto la noche anterior en compañía del occiso, en un despacho de bebidas situado muy cerca del sitio donde se encontró el cadáver. El dueño del negocio aseguraba que, después de beber algunas copas, se habían marchado juntos, oyendo momentos más tarde el rumor de una fuerte disputa, al que siguió en breve un profundo silencio.

El acusado reconoció la efectividad de estos hechos, pero negó rotundamente haber dado muerte al Trompa, de quien se había separado a raíz de una riña de palabras originada por la excitación del licor, agregando que sólo al ser detenido por la policía vino a conocer el trágico fin de su acompañante de la noche.

Estas explicaciones no encontraron acogida favorable en el ánimo del señor comandante, quien, convencidísimo de que tenía delante al asesino, continuó el interrogatorio con creciente energía decidido a arrancarle la verdad, costase lo que costase, al taimado delincuente. Después de agotar, sin éxito, los medios persuasivos, las promesas y las amenazas, puso en práctica procedimientos más eficaces para vencer la terca obstinación del precoz homicida.

En uno de los calabozos interiores del cuartel, al abrigo de los espesos muros, el reo fue sometido a las más refinadas y crueles torturas por un sargento y un cabo, especialistas ambos habilidosísimos en la aplicación de tormentos que no dejaban el más leve rastro delator en el cuerpo del paciente. Varias veces, vencido por el sufrimiento, el reo se declaró autor del delito; mas, apenas los verdugos interrumpían su tarea volvía a proclamar su inocencia:

—¡Señor comandante, no me atormente más, no he sido yo, lo juro por Nuestro Señor!

Pero estas alternativas de confesión y negación parecíanle odiosas burlas al señor comandante, cada vez más exasperado por la tenacidad y testarudez de aquel muchacho que amenazaba defraudarle en la gloria de esa pesquisa, en la cual cifraba tan gratas esperanzas.

Mas, al fin, mal de su grado, tuvo que suspender el tormento, pues el preso había caído en una postración nerviosa tal, que el síncope parecía inminente. El sargento y el cabo apartáronse del sujeto, y después de consultarse ambos en voz baja, el primero advirtió a su superior:

—Mi comandante, dejémoslo descansar porque si seguimos trabajándolo, se nos puede quedar entre las manos.

A pesar de su cólera, el jefe juzgó prudente seguir el consejo de sus satélites y abandonó el calabozo, no sin lanzar antes una última amenaza al reo:

—Si, cuando vuelva, sigues negando, haré que te cuelguen de la lengua. A ver si así largas la verdad, ¡canalla, bandido!

En seguida, como la hora de comer estaba próxima, se encaminó a la casa donde tenía su hospedaje. En la comida sus compañeros de mesa le pidieron noticias y detalles del crimen, que era el tema de todas las conversaciones en el pueblo. Contestó, con modesta naturalidad, que aquel asunto estaba ya finiquitado. Era cierto que la pesquisa le había costado algunos trajines y que la tarea de desenmascarar al asesino no fue obra de un momento, pero el resultado feliz de la investigación compensaba con creces esas molestias, que, por lo demás, eran gajes del oficio.

El auditorio recibió este relato con vivas muestras de aprobación, haciéndose luego por los comensales los comentarios más lisonjeros por la rápida y acertada actuación del comandante en aquel asunto. El editor del periódico semanal El Faro, que ocupaba también un asiento en la mesa, manifestó, entre generales aplausos, que se hacía un deber de tratar editorialmente aquel suceso en el próximo número de esa hoja periodística.

La comida, en la que hubo numerosos brindis, terminó entrada la noche, y el comandante, en tanto caminaba hacia el cuartel, fue rememorando los detalles de la manifestación que acababan de hacerle sus amigos y admiradores. La perspectiva de ver su nombre en letras de molde halagábale en extremo, llenando su espíritu de íntima satisfacción. Gozábase imaginando la sorpresa de su protector, cuando recibiese el ejemplar del periódico, que él oportunamente haría llegar a sus manos. Y lleno de confianza en el porvenir, veíase ya escalando rápido los ascensos. De comandante de policía rural pasaría a prefecto de departamento, quedando habilitado, a partir de ahí, para aspirar a la prefectura de una capital de provincia.

A esta altura se encontraba en sus sueños de grandeza el señor comandante, cuando el recuerdo del preso cortó en seco el hilo de sus lucubraciones. El autor del delito negaba haberlo cometido, y este detalle, que había olvidado, se le aparecía ahora como algo gravísimo, capaz de echar por tierra el andamiaje sustentador del triunfo que tan públicamente y sin reservas acababa de adjudicarse.

Porque era seguro, absolutamente seguro, de que los adversarios, al conocer esta circunstancia, se pondrían de parte del reo y se valdrían de toda clase de medios para ampararlo, buscando un hábil tinterillo, o quizás un abogado, que se encargase de su defensa. En estas condiciones, su brillante actuación en el crimen corría el peligro de quedar de hecho anulada, con lo cual los hosannas de la victoria podían trocarse en la rechifla de la derrota.

El comandante, hondamente preocupado por estas pesimistas reflexiones, acortó el paso y se puso a cavilar en la manera de obtener la confesión inmediata del reo, única salida que tenía aquella embarazosa situación. Y obsesionado por esta idea, apenas llegó al cuartel se fue en derechura al calabozo del preso, a quien encontró en el mismo estado de ánimo en que lo dejara dos horas antes. A todas sus solicitaciones, amenazas y denuestos, respondía gimiendo con desesperación:

—¡Señor, soy inocente, lo juro, no he sido yo!

El rostro del señor comandante se fue ensombreciendo más y más. Había suspendido el interrogatorio y se paseaba a lo largo del calabozo, abstraido, al parecer, en honda meditación. De pronto se detuvo frente al sargento y su compañero, que esperaban silenciosos sus órdenes, y preguntó:

—El cadáver, ¿dónde está?

—En el cuarto de los arneses, mi comandante.

—Bueno, vayan a buscarlo, yo los espero aquí.

Un instante después, iluminado por un candil de parafina, el muerto estaba extendido de espalda en el piso de la celda y, apartado el saco que lo cubría, apareció en lodo su horrible aspecto el rostro deforme del idiota con las hirsutas barbas y las greñas en desorden, cubiertas de una espesa capa de lodo y sangre.

El comandante contempló impasible los repugnantes despojos, y luego dio algunas órdenes que el sargento y el cabo pusieron en ejecución, apoderándose del reo y colocándolo boca abajo, a viva fuerza, encima del difunto.

A pesar de la desesperada resistencia que opuso el acusado y de sus clamorosos gritos, quedó en breve estrechamente unido al cadáver, sujeto por fuertes ligaduras que aprisionaban sus miembros desde los pies hasta los hombros. El pecho del vivo se apoyaba en el pecho del muerto, y sus rostros quedaban tan cerca el uno del otro, que resultaban inútiles los esfuerzos del preso para evitar aquella cara, cuyo frío y viscoso contacto le producía un espantoso y alucinado terror.

Después de apagar el candil y cerrar la puerta de la celda cuya llave se puso el jefe en el bolsillo, ordenó a sus subordinados que cuidasen de que nadie se aproximara al calabozo, agregando que él volvería más tarde para ver el resultado de aquella prueba, en la que cifraba grandes esperanzas.

Al dia siguiente, a las nueve de la mañana, el jefe de la policía hizo su aparición en el cuartel. Parecía un tanto inquieto y contrariado, pues la noche anterior había encontrado en la calle a un grupo de amigos, quienes lo invitaron a una fiestecilla preparada en su obsequio con el objeto, según le expresaron, de festejar su feliz estreno en la carrera policial. Con la música, el baile y la cena y las numerosas libaciones, se olvidó por completo del negocio que tenia entre manos, y sólo en la mañana, al despertarse, bastante tarde, por cierto, recordó aquella molesta circunstancia.

Mientras se dirigía al interior, preguntó al sargento y al cabo que lo acompañaban si habían notado algo extraordinario en la celda del prisionero. Los aludidos, que ni siquiera se habían acercado a la prisión, contestaron que nada anormal habían percibido. Un tanto tranquilizado por esta respuesta, el comandante sacó la llave del bolsillo de la casaca, la introdujo en la cerradura y abrió la puerta del calabozo.

Apenas la brillante claridad del día iluminó el obscuro recinto, el jefe lanzó una exclamación sorda y retrocedió un paso, horrorizado. Lo mismo hicieron sus acólitos, que se habían detenido en el umbral. Lo que motivaba esta actitud era el espectáculo sorprendente que tenía delante. En el centro de la celda, tendido de espaldas sobre las baldosas, yacía inmóvil el reo, con los ojos fuera de las órbitas, el rostro violáceo y parte de la lengua asomada entre los blancos dientes. Encima, agazapado, con las manos apoyadas en el pecho del preso, estaba el idiota, quien, al ver a los presentes, se puso a gemir, y señalando las cuerdas que sujetaban sus piernas y las del prisionero, pidió a gritos lo desatasen, lo que el sargento y el cabo ejecutaron maquinalmente, aterrados y sobrecogidos por el estupor que aquel suceso inaudito les producía.

Mi amigo, al llegar a esta parte de su relato, lo interrumpió para encender un cigarro, y después de una corta pausa, lo reanudó diciendo:

—Lo que me falta que decir para terminar esta historia se adivina fácilmente. El idiota, después de disputar con su camarada y separándose de él en la carretera, fue acometido de súbito por un ataque de epilepsia, el cual, a causa, tal vez del alcohol que había ingerido, revistió una forma violentísima. Presa de terribles convulsiones, rodó desde el camino al fondo del barranco, donde al chocar con los guijarros se infirió las heridas que hicieron creer, a la mañana siguiente, a los que lo encontraron, que había sido ultimado a pedradas por su acompañante en esa noche trágica. En realidad no estaba más que aletargado, condición en que quedaba siempre después de las frecuentes crisis de la enfermedad que lo aquejaba. Aquella vez, a consecuencia, sin duda, de las lesiones que recibiera en la caída, el letargo se prolongó por muchas horas, y cuando en la noche, en el calabozo, recobró el conocimiento y se encontró debajo de alguien que lo oprimía con el peso de su cuerpo, tomó a ese alguien como un enemigo. El dolor de las heridas contribuyó a robustecer esta impresión en su cerebro perturbado.

La lucha con el preso fue muy corta, pues los verdugos, por su refinamiento de crueldad, habían dejado al presunto muerto los brazos libres, atándole flojamente las muñecas a la espalda del prisionero, quien, imposibilitado para defenderse, sucumbió estrangulado por las manos del idiota, que le asieron por la garganta y se la oprimieron hasta producir la muerte por asfixia.

A pesar de los esfuerzos del comandante para evitarlo, la noticia del suceso se divulgó en el pueblo levantando un escándalo enorme. Y las consecuencias del hecho hubiesen, tal vez, tomado para el jefe policial un giro desagradable, si el senador X., interviniendo oportunamente, no hubiese conseguido de las autoridades le echase tierra al asunto, sin otra sanción para el culpable que la renuncia inmediata de su puesto.

Cuando el narrador terminó su historia, el héroe de ella abandonó el asiento y se alejó lanzándonos al paso una mirada rápida e inquisitorial. Por un momento vimos destacarse su alta silueta en la sombrosa avenida y oímos el rumor de sus pisadas en la suave quietud del atardecer.

 

1919.

EL PERFIL

Una tarde, en casa de un amigo, conocí a la señorita Teresa, joven de dieciocho años, de figura simpática y atrayente. Parecía muy tímida, y la expresión de su moreno y agraciado rostro y de sus pardos y rasgados ojos, sombreados por largas pestañas, era grave y melancólica.

A primera vista no se notaba en su persona nada de extraordinario, pero después de algún tiempo, el más mediano observador podía advertir en ella algo extraño que llamaba poderosamente la atención. Sin que nada, al parecer, lo motivase, quedábase, de pronto, inmóvil y silenciosa, ensombrecido el rostro y la vaga mirada perdida en el vacío. Otras veces, un grito, un rumor cualquiera, la caída de un objeto en el suelo, bastaba para que, incorporándose bruscamente, mirase en torno con azoramiento, cual si un peligro desconocido la amenazase.

La impresión que estas raras actitudes dejaban en el ánimo del espectador, era que se estaba en presencia de alguien que había recibido una gran conmoción física o moral, cuyos efectos, perdurando todavía en su sistema nervioso, producían esas reacciones ya muy débiles y atenuadas por la acción sedante del tiempo.

Cuando comuniqué a mi amigo estas reflexiones, me contestó:

—No te extrañe lo que has visto. Esta pobre niña recibió hace algunos meses un golpe terrible que perturbó su razón, la que ha ido recobrando poco a poco. Ahora está fuera de peligro. La causa que le produjo ese trastorno fue un crimen que se cometió el año pasado, y en el cual perdieron la vida los dueños de un pequeño negocio situado en las vecindades de S. Los asesinados, marido y mujer, eran los padres de esta muchacha, y ella escapó apenas de correr la misma suerte gracias a que pudo huir y ocultarse a tiempo.

Quilapán

Quilapán

Quilapán, tendido con indolencia delante de su rancho, sobre la hierba muelle de su heredad, contempla con mirada soñadora el lejano monte, el cielo azul, la plateada serpiente del río que, ocultándose a trechos en el ramaje oscuro de las barrancas, reaparece más allá, bajo el pórtico sombrío, cual una novia sale del templo, envuelta en el blanco velo de la niebla matutina.

Con los codos en el suelo y el cobrizo y ancho rostro en las palmas de las manos, piensa, sueña. En su nebulosa alma de salvaje flotan vagos recuerdos de tradiciones, de leyendas lejanas que evocan en su espíritu la borrosa visión de la raza, dueña única de la tierra, cuya libre y dilatada extensión no interrumpían entonces fosos, cercados ni carreteras.

Una sombra de tristeza apaga el brillo de sus pupilas y entenebrece la expresión melancólica de su semblante. Del cuantioso patrimonio de sus antepasados sólo le queda la mezquina porción de aquella loma: diez cuadras de terreno enclavado en la extensísima hacienda, como un islote en medio del océano.

Y luego, a la vista de la cerca derruida, de las hierbas y malezas que cubren la hijuela, acuden a su memoria los incidentes y escaramuzas de la guerra que sostiene con el patrón, el opulento dueño del fundo, para conservar aquel último resto de la heredad de sus mayores.

¡Qué asaltos ha tenido que resistir! ¡Cuántos medios de seducción, qué de intrigas y de asechanzas para arrancarle una promesa de venta!

Pero todo se ha estrellado en su tenaz negativa para deshacerse de ese pedazo de tierra en que vio la luz, donde el sol a la hora de la siesta tuesta la curtida piel, y desde el cual la vista descubre tan bellos y vastos horizontes.

¡Vender, enajenar…! ¡Eso, nunca! Pues, mientras el dinero se va sin dejar rastro, la tierra es eterna, jamás nos abandona. Como madre amorosa nos sustenta sobre sí en la vida y abre sus entrañas para recibirnos en ellas cuando se llega la muerte.

Y aquel asedio de que era víctima no hacía sino acrecentar su cariño por el terruño cuya posesión le era más cara que sus mujeres, que sus hijos, que su existencia misma.

A su espalda álzase la desamparada choza, en cuyo interior dos mujeres envueltas en viejos chamales atizan la llama vacilante del hogar. Los vagidos de la criatura dominan las sordas crepitaciones de la chamiza seca, y afuera, en una esquina del rancho, un niño de diez años, vestido a la usanza indígena, se entretiene en tirar del rabo y las orejas a un escuálido mastín que, con las patas estiradas, tendido de flanco, dormita al sol.

La mañana avanza. Mientras las mujeres trabajan con ahínco en las faenas domésticas y el chico corretea con el descarnado Pillán, el padre sigue echado sobre la hierba, absorto en una muda contemplación. Sus ojos se fijan de cuando en cuando en la lejana casa del fundo, cuya roja techumbre asoma allá abajo por entre el ramaje de los sauces y las amarillentas copas de los álamos. Un poco a la derecha, en el patio cerrado con gruesos tranqueros, se ve un numeroso grupo de jinetes. Los plateados estribos y las complicadas cinceladuras de los bocados y las espuelas brillan como ascuas en la intensa claridad del día.

En medio del grupo, montado en un caballo tordillo, está el patrón. Sin saber por qué, Quilapán experimenta cierta vaga inquietud a la vista de esos jinetes, inquietud que se acentúa viendo que se ponen en movimiento y, apartándose de la carretera, marchan en derechura hacia él. Y su recelo sube de punto cuando su vista de águila distingue en el arzón de las monturas las hachas de monte, cuyos filos anchos y rectos lanzan relámpagos a la luz del sol.

De súbito la expresión de su rostro cambió bruscamente. Sus pómulos se enrojecieron y sus recias mandíbulas se entrechocaron con un castañeteo de furor. Con la mirada llameante recogió su elástico cuerpo y de un salto se puso de pie.

Entretanto la cabalgata, unos veinte jinetes, se acerca rápidamente a la hijuela de Quilapán. Don Cosme, el patrón, galopa a la cabeza del grupo. A su lado va José, el mayordomo. Ambos hablan en voz baja, confidencialmente. El amo soporta bastante bien sus cincuenta años cumplidos. Muy corpulento, de abdomen prominente, posee una fuerza hercúlea y es un jinete consumado, diestro en el manejo del lazo como el más hábil de sus vaqueros.

Hijo de campesino, heredó de sus padres una pequeña hijuela en el centro de una reducción de indígenas. Como todo propietario blanco, creía sinceramente que apoderarse de las tierras de esos bárbaros que, en su indolencia, no sabían siquiera cultivar ni defender, era una obra meritoria en pro de la civilización. Tenaz e incansable, habilísimo en procedimientos para el logro de sus fines, su heredad creció y se ensanchó hasta convertirse en una de las más importantes de todo el distrito. Quilapán, inquieto y receloso, vio de día en día aproximarse a su choza los alambrados del señor, preguntándose dónde se detendrían, cuando un desgraciado incidente que le atrajo el enojo de un elevado funcionario judicial, impidió a don Cosme dar fin a su empresa. Obligado, por prudencia, a parlamentar con el vecino, agotó los recursos de su sutilísimo ingenio para adquirir de un modo o de otro la mísera hijuela. Mas el terco propietario, encerrado en una negativa obstinada, desoyó todas sus proposiciones. Este contratiempo llenó de amargura el alma del hacendado, pues consideraba que aquel pedazo de tierra enclavado dentro de las suyas era un lunar, algo así como una afrenta para la magnífica propiedad. Todas las mañanas, al saltar del lecho, lo primero que hería su vista tras los cristales de la ventana era la odiosa techumbre del rancho, destacándose negra y desafiante en medio de la rubia y dilatada sementera extendida como un áureo tapiz más allá de los feraces campos. Crispaba entonces los puños y palidecía de coraje, profiriendo en contra del indio terribles amenazas.

Pero un día, don Cosme recibió una noticia que lo llenó de alborozo. Aquel funcionario judicial desafecto a su persona, acababa de ser trasladado a otra parte y en su lugar se había nombrado a un antiguo camarada, con el cual había hecho en otro tiempo negocios un tanto difíciles.

Don Cosme, después de frotarse las manos de gusto, se acercó a la ventana y mostrando el puño al odiado rancho, exclamó:

—¡Ahora sí que te ajustaré las cuentas, perro salvaje!

Lo que Quilapán ignora esa mañana, viendo aproximarse la hostil cabalgata, es que su enemigo regresó a la hacienda la tarde anterior trayendo en su cartera una copia de la escritura de venta que le hacía dueño del codiciado lote de terreno. Dos rayas en forma de cruz trazadas al pie del documento eran la firma del vendedor, firma que con toda llaneza estampó el indígena Colipí, previo el pago de una botella de aguardiente.

Cuando derribada la cerca a caballazos, el hacendado y su gente se acercaron al rancho, el indígena y su familia formaban un apretado haz en el hueco de la puerta. De pie en el umbral, con el fiero rostro lívido de coraje, Quilapán los miró avanzar sin despegar los labios.

Los jinetes se detuvieron formados en semicírculo, dejando al centro a don Cosme, quien haciendo adelantar unos pasos al hermoso tordillo, dijo a su mayordomo.

—Lea usted, José.

El viejo servidor, aquietando su brioso caballo con un sonoro ¡chits!, sacó de bajo de la manta un papel cuidadosamente doblado, y desplegándolo, leyó con voz gangosa y torpe una escritura de compraventa.

Mientras el campesino leía, don Cosme saboreaba con íntima fruición su venganza, y murmuraba entre dientes sin apartar la vista del sañudo rostro que tenía delante.

—¡Al fin me las pagas todas, canalla!

Quilapán oyó la lectura del documento sin comprender nada. Sólo una idea penetró en su obtuso cerebro: que le amenazaba un peligro y había que conjurarlo.

Por eso, cuando don Cosme gritó a los suyos, señalándoles el rancho:

—Muchachos, desmóntense y échenme abajo esa basura —de los ojos del indio brotaron dos centellas. Dio un paso atrás y con un rápido movimiento se despojó del pesado poncho. Un segundo después plantábase, lanza en mano, delante de la puerta. Su bronceado cuerpo desnudo hasta la cintura, sus nervudos brazos con músculos tirantes como cuerdas, su poderoso pecho y sus anchos hombros sobre los cuales se alzaba echada atrás la descubierta cabeza con la faz convulsa por la cólera, formaban un conjunto tal de firmeza y resolución que los acometedores quedáronse en suspenso un instante contemplándolo recelosos, amedrentados por la fiereza de su ademán.

Pero aquella indecisión duró muy poco, los que llevaban las hachas echaron pie a tierra y aproximándose al rancho empezaron en el acto su tarea demoledora.

El plan de los asaltantes era abrir brecha en los muros de la choza para atacar por detrás a aquel testarudo y apoderándose de él y de los suyos derribar en seguida la vivienda. A los primeros hachazos la endeble construcción se estremeció toda entera. El barro de las paredes desprendíase en grandes trozos que rebotaban en el suelo, levantando nubes de polvo. Las mujeres, que hasta entonces habían permanecido inactivas, al ver aquella catástrofe, se armaron con los tizones del hogar y lanzando aullidos de rabia se aprestaron a la defensa, guardando las espaldas a su dueño y señor. Hasta el pequeño Pancho, empuñando la vara de roble que en los días de juego era su caballo de batalla, azuzaba con sus gritos a Pillán, el cobarde Pillán que, con el rabo entre las piernas, acurrucado en un rincón, se limitaba a ladrar sin moverse del sitio. Lo que lo hacía tan cauto era que divisaba allá, por entre las patas de los caballos, al formidable Plutón, el enorme perro de presa de don Cosme.

Entretanto, Quilapán, armado de lanza, un largo colihue con un mohoso hierro en la punta, parecía haber echado raíces en el suelo. La fiereza de su actitud y llamarada que brotaba de sus ojos dábanle el aspecto iracundo de aquel Caupolicán, su antepasado legendario.

Pero cuando don Cosme repetía por tercera y cuarta vez a sus inquilinos acobardados:

—¡Vamos, hombres, acérquense, no tengan miedo de ese espantajo! —el indio, distendiendo de improviso sus férreos jarretes, dio un salto hacia adelante y con la cabeza baja, lanza en ristre, se precipitó sobre su enemigo. Fue tan rápida la agresión, que ni el amo ni los servidores tuvieron tiempo de evitarla; mas el brioso caballo que montaba el hacendado, viendo venir aquel alud, se encabritó levantándose bruscamente de manos. Aquel movimiento salvó a don Cosme. El golpe que le estaba destinado hirió al animal en la base del cuello, donde el hierro se hundió en toda su longitud, rompiéndose el asta con un ruido seco.

El bruto retrocedió algunos pasos, dobló los cuartos traseros y se tumbó de flanco. Los campesinos se precipitaron en auxilio del patrón y lo liberaron del peso que oprimía su pierna derecha. Atontado por la recia caída, permaneció algunos minutos junto al caballo moribundo, recostado contra la montura, casi sin darse cuenta de lo que pasaba a su alrededor.

Mientras el animal en los estertores de la agonía azota la cabeza en la ensangrentada hierba, Quilapán, después de una terrible lucha, agobiado por el número, ha sido derribado y maniatado sólidamente.

Las mujeres que se habían lanzado a la refriega repartiendo mordiscos y arañazos entre los agresores, abandonaron el campo al oír que alguien gritaba:

—¡Fuera los chamales! ¡Desnúdenlas, desnúdenlas!

Aquella amenaza que la mujer indígena teme más que a la muerte, manteníalas alejadas a cierta distancia, pero no cesaban de vociferar, como poseídas, toda clase de conjuros y maldiciones.

Pasada la primera impresión, los que manejaban las hachas habían reanudado vigorosamente la tarea. Cortado el maderamen que lo sostenía, el rancho se había hundido y el fuego del hogar comunicándose a la pajiza techumbre convirtió en breves instantes en una hoguera la inflamable construcción.

Tras el derrumbamiento de la choza vino una escena que divirtió grandemente a los campesinos. Pillán, que había permanecido oculto en su rincón; al oír el estruendo de la caída salió disparado de su escondite y se lanzó al campo seguido de cerca por Plutón, que le iba velozmente a los alcances. Mas, acorralado por los jinetes, hubo el fugitivo de volver sobre sus pasos. Durante algunos momentos pudo escapar de su perseguidor, hasta que de un salto se refugió encima de un grueso tronco. Plutón, viéndose burlado, empezó a brincar en torno, lo cual visto por el pequeño, enarbolando en alto la vara, corrió lleno de coraje a defender al camarada de sus juegos infantiles. El dogo, sorprendido por aquella brusca acometida, se revolvió contra el niño y lo derribó en tierra rompiéndole un brazo de una dentellada. Algunos jinetes se precipitaron en su socorro, pero antes de que llegase aquel auxilio, Pillán, el escuálido Pillán, abandonando su refugio donde hacía un instante estaba despavorido y tembloroso, cayó sobre Plutón y lo aferró de una oreja.

Mientras la madre se llevaba a su hijo tratando de acallar con sus besos sus desesperados gritos de dolor, la pelea de los canes absorbió por completo la atención de los labriegos. El corpulento dogo agitaba con furia la enorme cabeza para coger a su adversario, lo que era imposible conseguir a pesar de sus rabiosos esfuerzos. Pillán, que comprendía lo ventajoso de su situación, apretaba las mandíbulas como tenazas. De pronto, la oreja, como una tela que se rasga, se desprendió en parte, dejando en los colmillos del mastín un jirón sangriento. La lucha concluyó en un segundo; Plutón, rápido como el rayo, asió por la garganta a su enemigo y lo sacudió en el aire como un pingajo. La escena perdió desde ese instante todo interés y los campesinos se diseminaron para dar remate a la faena que allí los había llevado. Mientras unos activaban el fuego para que las llamas consumiesen los últimos restos del rancho, otros derribaban las cercas y borraban todo vestigio del límite divisorio.

Don Cosme, a quien el dolor del miembro magullado impedía moverse, permanecía sentado sobre la hierba. Habíase despojado de la charolada polaina y friccionábase suavemente con ambas manos la parte dolorida, lanzando de cuando en cuando sordos rugidos de dolor. Delante de él yacía el blanco cuerpo del caballo con el cuello estirado y las patas rígidas. A su derecha destacábase Quilapán y más allá, próximo al tronco, veíase un inmóvil grupo: junto al cadáver de Pillán, la silueta del dogo sentado sobre sus cuartos traseros, observando atentamente a su víctima, listo para ahogar en su principio todo conato de resurrección.

Cuando la demolición de la cerca estuvo terminada, los inquilinos se aproximaron al caballo y empezaron a despojarlo de sus arreos. El amo contemplaba la operación con lágrimas en los ojos. Un río de sangre se había escapado de la honda herida, y el hermoso animal, inmóvil sobre uno de sus costados, provocaba en los labriegos exclamaciones de lástima, acompañadas con una serie de frases que eran un panegírico de las cualidades del difunto:

—¡Qué buen caballo era el tordillo!

—¡Qué dócil!

—¡Qué buena rienda!

—¡Y pensar que, si no fuera por él, tendríamos tal vez que cargar luto por el patrón!

A estas últimas palabras, don Cosme se puso de pie y ordenó a su mayordomo:

—José, tráeme tu caballo.

Todos los ojos estaban húmedos cuando el patrón, ayudado de su servidor, subió en su nueva cabalgadura. Una vez que se hubo afirmado en los estribos desabrochó el lazo trenzado que colgaba del arzón de la montura y tirando parte del rollo a los pies de un joven vaquero, le dijo, indicándole con un gesto a Quilapán:

—¡Antonio, ponle el lazo!

El muchacho cogió la extremidad de la cuerda y se acercó al preso y cuando se inclinaba para cumplir la orden le asaltó una duda.

Se detuvo y preguntó resueltamente:

—¿Del pescuezo, patrón?

—No, de los pies.

Pero apenas pronunciadas estas palabras, don Cosme recogió la soga. Acababa de ocurrírsele una nueva idea.

Preparó rápidamente una estrecha lazada y cuando estuvo lista ordenó con energía:

—¡Desátenlo!

Con cierta extrañeza se acogió aquel mandato que dos de los campesinos cumplieron en un instante, y Quilapán, libre de las ligaduras, se enderezó como un resorte. Con los brazos cruzados sobre el pecho paseó en torno su mirada desafiante, torva, cargada de odio, de desprecio, de rencor.

Buscó el sitio donde había existido el rancho y a la vista de la delgada columna de humo que subía del montón de cenizas, último vestigio de la habitación, su salvaje furor estalló de nuevo y, como un relámpago, se abalanzó sobre una de las hachas que había ahí cerca: pero don Cosme, que acechaba aquel instante, le lanzó de través la certera lazada que le cogió ambos pies a la altura de los tobillos.

Detenido por el violento tirón que lo echó de bruces sobre la hierba, Quilapán se sintió arrastrado súbitamente por el áspero suelo con progresiva velocidad.

El terreno, con ligeras ondulaciones, cubierto de malezas en las cuales el cuerpo del indio abría un ancho surco, se extendía libremente hasta la carretera.

Adelante galopaba don Cosme, guiando con la diestra la tirante cuerda, y más atrás, en dos filas, cerraba la marcha la escolta de campesinos. El sol, muy alto en el horizonte, lanzaba sobre las campiñas la blanca irradiación de su antorcha deslumbradora. A espalda de los jinetes un clamoreo lejano indicaba la presencia de las mujeres que con sus hijos a cuestas corrían en pos de la comitiva.

Quilapán, echado sobre el vientre, había sentido desde un principio la extraña sensación de que la tierra, su amada tierra, huía de él, resbalando en una vertiginosa carrera bajo su cuerpo, arañándole al pasar y desgarrando con crueles zarpazos sus carnes de reprobo. Entonces, enloquecido, había hincado sus uñas en el suelo, tratando de retener a la fugitiva. Sus manos crispadas arrancaban puñados de hierba y sus dedos dejaban largos surcos en la tierra húmeda. Mas todo era inútil; mientras los campos huían cada vez más de prisa, su rostro y su busto azotado por los tallos flexibles de los hierbales se iban convirtiendo en una llaga sangrienta. De pronto sus ojos cesaron de ver, sus manos de asir los obstáculos y se abandonó, como un tronco insensible a aquella fuerza que lo arrancaba tan brutalmente de sus lares y a la cual no le era dado resistir.

De vez en cuando interrumpía el silencio una batahola de gritos:

—¡Suelta, Plutón: déjalo!

Era el dogo que, excitado por la carrera, se abalanzaba sobre aquella masa sanguinolenta y clavaba en ella sus colmillos con rápidas dentelladas.

Don Cosme detuvo bruscamente su cabalgadura y se volvió. Estaban en el polvoroso camino inundado de sol. Uno de los jinetes echó pie a tierra y desabrochó la soga quedándose un instante con la vista fija en el inmóvil cuerpo de Quilapán.

El patrón, que enrollaba tranquilamente el lazo, viendo aquella actitud del labriego, con tono irónico preguntó:

—¿Qué hay, Pedro, está muerto?

El interpelado se enderezó y repuso con tono zumbón:

—¡Qué muerto, señor! Estos demonios tienen siete vidas como los gatos.

La voz del mayordomo resonó:

—Registra si tiene alguna herida.

—No tiene nada. Apenas unas cuantas rasmilladuras. Pero, como los novillos bravos que se emperran al sentir el lazo, ahora se está haciendo el muerto. Ya verá usted que en cuanto lo dejemos solo se levanta y dispara como un venado.

Luego, para probar sus argumentos, cambiando de tono agregó resueltamente:

—¿Quiere su merced que lo haga pararse a rebencazos?

Don Cosme, que había concluido de enrollar el lazo, quiso dar una lección de clemencia a sus servidores. Dada la magnitud del crimen, el castigo le parecía insignificante; pero se propuso demostrarles que llegado el caso, él, a pesar de su severa rectitud, sabía ser también noble, generoso y magnánimo.

Contempló por un momento el inanimado cuerpo del indio y con tono conciliador dijo al mozo que aguardaba con el látigo en la mano:

—Déjalo, por ahora. Aturdido, como está, no sentiría los azotes.

Y torciendo riendas avanzó al galope por la dilatada y rojiza cinta de la carretera.

Durante algunos días, Quilapán, como un fantasma, vagó por los alrededores. Don Cosme había dado orden a sus inquilinos de arrojarlo a latigazos si tenía la osadía de penetrar en la hacienda, pero aquella ocasión no se había presentado, pues el indígena se mantenía siempre fuera de los límites prohibidos. Veíasele a toda hora tendido en la hierba o acurrucado bajo un árbol con el rostro vuelto en dirección de la loma, de aquella tierra que era suya y en la que no podía asentar el pie.

Una mañana, al clarear el alba, apenas don Cosme había abandonado el lecho, le anunciaron la presencia de su mayordomo, a quien hizo pasar inmediatamente a su despacho. En el semblante del viejo servidor había una expresión de júbilo mal disimulada. Se acercó al hacendado y murmuró algunas palabras en voz baja.

A la primera frase don Cosme se irguió bruscamente y con los ojos chispeantes interrogó:

—¿Estás seguro?

—Sí, señor, segurísimo, no le quepa a usted duda.

Algunos momentos después, el amo y el servidor galopaban a rienda suelta por los potreros cambiando entre sí frases rápidas:

—¿De modo que está muerto?

—Y bien muerto, señor. Cuando lo divisé creí que estuviese dormido… Le ajusté unos cuantos rebencazos y, como no se meneaba, me bajé.

Lo primero que se presentó a la vista de don Cosme al ascender la loma fue el montón de tierra que cubría la fosa del caballo, lo que hizo revivir en él su odio rencoroso por el matador. Después de echar una ojeada a aquel túmulo en cuya superficie asomaban ya los vigorosos tallos de la hierba y donde innumerables gusanos trazaban blanquecinos y viscosos surcos, avanzó al paso de la cabalgadura hacia el sitio donde había existido el rancho. Sobre los calcinados escombros, encima de la ceniza, estaba boca abajo el cadáver de Quilapán. Con los brazos abiertos parecía asirse de aquel suelo en una desesperada toma de posesión.

A una señal del hacendado, el mayordomo echó pie a tierra, y cogiendo por una mano al muerto lo tumbó boca arriba, mientras decía convencido:

—Es seguro, señor, que se ha dejado morir de hambre. ¡Son tan soberbios estos perros infieles!

Don Cosme apartó con disgusto la vista del cadáver y pasó una mirada distraída sobre el luminoso panorama de los campos, que despertaban rasgando con bostezos soñolientos la brumosa envoltura del amanecer. Por entre las desgarraduras y jirones de la niebla surgían los valles, las praderas, el combado perfil de las lomas y las líneas negras y sinuosas de las barrancas.

Erguido sobre la montura examinó en torno largamente el horizonte, sin que una sola vez viera alzarse en la soledad de la campiña el cono ominoso de las rucas aborígenes. Su poderoso pecho aspiró con fuerza el aire embalsamado que subía de las vegas. Había extirpado de la tierra la raza maldecida y su semblante se encendió de júbilo.

De pronto resonó en el silencio la voz cascada del mayordomo:

—Señor, ¿qué hacemos con esto?

Y don Cosme, con tono apacible e impregnado de una serena dulzura que el viejo servidor no le había oído nunca, contestó:

—Cava un hoyo y tira esa carroña adentro… ¡Servirá para abonar la tierra!

 

Baldomero Lillo

Baldomero Lillo Figueroa (Lota, Región del Biobío; 6 de enero de 1867-San Bernardo, Región Metropolitana de Santiago; 10 de septiembre de 1923) fue un cuentista chileno, considerado el maestro del género del realismo social en su país.

Fue hijo de José Nazario Lillo Robles y de Mercedes Figueroa; fue sobrino del poeta Eusebio Lillo Robles, y hermano de Samuel Lillo,1 otro escritor chileno, ganador del Premio Nacional de Literatura en 1947.

Gracias a las experiencias acumuladas en las minas de carbón pudo escribir una de sus obras más famosas, Subterra, que retrata la vida de los mineros de Lota, y en particular en la mina Chiflón del Diablo. Parte importante de su obra fue publicada después de su muerte.

Sub Sole

1. El rapto del sol

Hubo una vez un rei tan poderoso que se enseñoreó de toda la tierra. Fué el señor del mundo. A un jesto suyo millones de hombres se alzaban dispuestos a derribar las montañas, a torcer el curso de los ríos o a exterminar una nación. Desde lo alto de su trono de marfil i oro, la humanidad le pareció tan mezquina que se hizo adorar como un dios i estatuyó su capricho como única i suprema lei. En su inconmensurable soberbia creia que todo en el universo estábale subordinado, i el férreo yugo con que sujetó a los pueblos i naciones, superó a todas las tiranías de que se guardaba recuerdo en los fastos de la historia.

Una noche que descansaba en su cámara tuvo un enigmático sueño. Soñó que se encontraba al borde de un estanque profundísimo en cuyas aguas, de una diafanidad imponderable, vió un extraordinario pez que parecia de oro. En derredor de él i bañados por el májico fulgor que irradiaban sus áureas escamas, pululaban una infinidad de seres: peces rojos que parecian teñidos de púrpura, crustáceos de todas formas i colores, rarísimas algas e imperceptibles átomos vivientes. De pronto, oyó una gran voz que decia: ¡Apoderaos del radiante pez, i todo en torno suyo perecerá!

El rei se despertó sobresaltado e hizo llamar a los astrólogos i nigromantes para que explicasen el extraño sueño. Muchos expresaron su opinión, mas ninguna satisfacia al monarca hasta que, llegado el turno al mas joven de ellos, se adelantó i dijo:

—¡Oh, divino i poderoso príncipe! La solución de tu sueño es ésta: El pez de oro es el sol que desparrama sus dones indistintamente entre todos los seres. Los peces rojos son los reyes i los grandes de la tierra. Los otros son la multitud de los hombres, los esclavos i los siervos. La voz que hirió vuestros oídos es la voz de la soberbia. Guardaos de seguir sus consejos, porque su influjo os será fatal.

Calló el mago, i de las pupilas del rei brotó un resplandor sombrío. Aquello que acababa de oír, hizo nacer en su espíritu una idea que, vaga al principio, fué redondeándose i tomando cuerpo como la bola de nieve de la montaña. Con ademán terrible se echó sobre los hombros el manto de púrpura, i llevando pintada en el rostro la demencia de la ira, subió a una de las torres de su maravilloso alcázar. Era una tibia mañana de primavera. El cielo azul, la verde campiña con sus bosques i sus hondonadas, los valles cubiertos de flores i los arroyos serpenteando en los claros i espesuras, hacian de aquel paisaje un conjunto de una belleza incomparable. Mas, el monarca nada vió: ningún matiz, ninguna línea, ningún detalle atrajo la atención de sus ojos de milano clavados como dos ardientes llamas en el glorioso disco del sol. De súbito un águila surgió del valle i flotó en los aires, bañándose en la luz. El rei miró el ave y, enseguida, su mirada descendió a la campiña, donde un grupo de esclavos recibian inmóviles como ídolos, el beso del fúljido luminar. Apartó los ojos, i por todas partes vió esparcirse en torrentes inagotables aquel resplandor. En el espacio, en la tierra i en las aguas miríadas de seres vivientes saludaban la esplendorosa antorcha en su marcha por el azul.

Durante un momento el rei permaneció inmóvil contemplando al astro y, vislumbrando por la primera vez, ante tal magnificencia, la mezquindad de su gloria i lo efímero de su poder. Mas, aquella sensación fué ahogada bien pronto por una ola de infinito orgullo. ¡Él, el rei de los reyes, el conquistador de cien naciones puesto en parangón i en el mismo nivel que el pájaro, el siervo i el gusano!

Una sonrisa sarcástica se dibujó en su boca de esfinje, i sus ejércitos i flotas cubriendo la tierra, sus incontables tesoros, las ciudades magníficas desafiando las nubes con sus almenados muros i soberbias torres, sus palacios i alcázares, donde desde sus cimientos hasta la flecha de sus cúpulas no hai otros materiales que oro, marfil i piedras preciosas, acuden en tropel a su memoria con un brillo tal de poderío i grandeza que cierra los ojos deslumbrado. La visión de lo que le rodea se empequeñece, el sol le parece una antorcha vil, digna apenas de ocupar un sitio en un rincón de su rejia alcoba. El delirio del orgullo lo posee. El vértigo se apodera de él, su pecho se hincha, sus sienes laten, i de sus ojos brotan rayos tan intensos como los del astro hácia el que alarga la diestra, queriendo asirle i detenerle en su carrera triunfal. Por un momento permanece así, transfigurado, en un paroxismo de infinita soberbia, oyendo resonar aquella voz que le hablara en sueños:

—Apoderaos de esa antorcha i todo lo que existe perecerá.

¿Qué son ante tal empresa sus hechos i los de sus antecesores en la noche pavorosa de los tiempos? Menos que el olvido i que la nada. I sin apartar sus miradas del disco centelleante, invocó a Raa, el jenio dominador de los espacios i de los astros.

Obediente al conjuro, acudió el jenio envuelto en una tempestuosa nube preñada de rayos i de relámpagos, i dijo al rei con una voz semejante al redoble del trueno:

—¿Qué me quieres, oh, tú, a quién he ensalzado i puesto sobre todos los tronos de la tierra?

I el monarca contestó:

—Quiero ser dueño del sol i que él sea mi esclavo.

Calló Raa, i el rei dijo:

—¿Pido, talvez, algo que está fuera del alcance de tu poder?

—No; pero para complacerte necesito el corazón del hombre mas egoísta, el del mas fanático, el del mas ignorante i vil i el que guarde en sus fibras mas odio i mas hiel.

—Hoi mismo los tendrás, dijo el rey, i el denso nubarrón que cubria el alcázar, se desvaneció como nubecilla de verano.

Después de una breve entrevista con el capitán de su guardia, el rei se dirijió a la sala del trono, donde ya lo aguardaban de rodillas i con las frentes inclinadas todos los magnates i grandes de su imperio. Colocado el monarca bajo la púrpura del dosel, proclamó un heraldo que, bajo pena de la vida, los allí presentes debian designar al rei al hombre mas ignorante, al mas fanático, al mas egoísta i vil i al que albergase mas odio en su corazón.

Los favoritos, los dignatarios i los mas nobles señores se miraron los unos a los otros con recelosa desconfianza. ¡Qué magnífica oportunidad para deshacerse de un rival! Mas, a pesar de que el heraldo repitió por tres veces su intimación, todos guardaron un temeroso silencio.

El enano del rey, una horrible i monstruosa criatura, echado como un perro a los pies de su amo, lanzó al ver la consternación pintada en los semblantes una estridente carcajada, lo que le valió un puntapié del monarca que lo echó a rodar por las gradas del trono hasta el sitio donde estaba el príncipe heredero, quien lo rechazó, a su vez, del mismo modo entre las risas de los cortesanos.

Por un instante se oyeron los rabiosos aullidos del infernal aborto hasta que, de pronto, enderezando su desmedrada personilla, gritó con un acento que hizo correr un escalofrío de miedo por los circunstantes:

—Si aseguras a mi cabeza su permanencia sobre los hombros, yo, ¡oh divino príncipe!, te señalaré a esos que tus reales ojos desean conocer.

El rei hizo un signo de asentimiento i el repugnante enjendro continuó:

—Nada mas fácil que complacerte, ¡oh rey! ¿Deseas saber cuál de tus vasallos posee el corazón mas vil? Pues no sólo te presentaré uno sino toda una legión. I mostrando con la diestra a los favoritos que le escuchaban espantados, prosiguió: ¡Ved ahí a esos que sacó de la nada tu omnipotencia! En sus corazones de cieno anidan todas las vilezas. La ingratitud i la envidia están tras la máscara hipócrita de sus bajas adulaciones. En el fondo te odian. Son como las víboras; se arrastran, pero saltan i muerden al menor desliz.

Enseguida, volviéndose hácia el Sumo Sacerdote, i señalándolo junto con los magos i los nigromantes, dijo:

—¡Ved ahí al mas fanático i a los mas ignorantes de tus súbditos! ¡Sus dogmas son absurdos, falsa su ciencia i su sabiduría necedad!

Hizo una pequeña pausa i con voz envenenada de odio prosiguió:

—El corazón mas egoísta alienta dentro de tu pecho, ¡oh! rey. No conozco otro que le iguale en dureza i en crueldad, salvo el del príncipe, tu primogénito. ¡El pedernal es ante sus fibras una blanda i deleznable cera!

Calló un instante i luego con voz ronca profirió:

—Sólo me falta mostrarte donde se halla el último. Ese, es el mío, i, golpeándose el pecho con fuerza, exclamó: ¡Aquí está!, ¡oh príncipe! Con odio i hiel fué fabricado. Si pudiera desbordarse, os ahogaria a todos con el acíbar i ponzoña de sus rencores. Anídanse en él mas cóleras que las que desataron, desatan i fulminarán los cielos i los abismos del mar. Una sola gota del veneno que encierra, bastaria para exterminar todo lo que se mueve i alienta debajo del sol.

La voz sibilante del enano vibraba aun en el vasto recinto, cuando el rei hizo una imperceptible señal. Al instante se apartaron los amplios tapices i dieron paso a una falanje de guerreros que se precipitaron sobre los aterrados favoritos, dignatarios i magnates i los pasaron a cuchillo en un abrir i cerrar de ojos. Inmediatamente, después de decapitados, abríanles el pecho i les arrancaban el corazón palpitante.

El joven príncipe, al ver aquella carnicería, de un salto se puso junto a su padre, mas el monarca, alzando el pesado cetro de oro, lo descargó sobre la desnuda i juvenil cabeza con la celeridad del relámpago. Apenas el cuerpo se desplomó sobre las gradas, un esclavo le sacó el corazón.

El enano al ver que un soldado avanzaba hácia él con el alfanje en alto, gritó:

—¡Oh, rey, has prometido…! I una voz, en la que vibraba un acento de ferocidad implacable, resonó en lo alto del soberbio trono:

—¡Arrancadle, vivo, el corazón!

* * *

Han pasado dos dias; el rei se encuentra en su cámara mas hosco i torvo que nunca, cuando de improviso ve en forma de una serpiente de fuego la temerosa aparición de Raa. El jenio desenvuelve sus anillos de llamas i dice:

—Aquí tienes lo convenido. Esta malla, tejida con las fibras de los corazones cuya esencia era el egoísmo i el odio, el fanatismo i la ignorancia, es impenetrable a la luz. Los rayos del sol se romperán contra ella, sin que logren atravesarla jamas. Aunque su volumen es tan pequeño que puede ocultarse en el hueco de la mano, sus pliegues, distendidos, cubririan toda la tierra. Oye i graba en tu memoria lo que has de hacer: Subirás a la montaña que se alza sobre el abismo i esperarás que el sol, al salir de su morada nocturna, roce la cresta mas alta para lanzarle la red májica, cuyos pliegues lo envolverán aprisionándolo como dentro de una coraza de diamante. Desde ese momento será tu esclavo i podrás hacer de él lo que quieras.

* * *