Varias obras de Baldomero Lillo III - Baldomero Lillo - E-Book

Varias obras de Baldomero Lillo III E-Book

Baldomero Lillo

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Beschreibung

Primer volumen de obras completas del cuentista chileno Baldomero Lillo, relatos cortos de profundo corte naturalista y arraigados en un realismo social que disecciona la realidad chilena de su época. Contiene los siguientes relatos: Juan Fariña, La barrena, La chascuda, La compuerta número 12 y La cruz de Salomón.-

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Baldomero Lillo

Varias obras de Baldomero Lillo III

 

Saga

Varias obras de Baldomero Lillo III

 

Copyright © 1907, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728027035

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

La Barrena

—Aquellos sí que eran buenos tiempos —dijo el abuelo dirigiéndose a su juvenil auditorio, que lo oía con la boca abierta—. Los cóndores de oro corrían como el agua y no se conocían ni de nombre estos sucios papeles de ahora. No había más que dos piques: el Chambeque y el Alberto, pero el carbón estaba tan cerca de los pozos que, de cada uno de ellos, se sacaban muchos cientos de toneladas por día.

Entonces fue cuando los de Playa Negra quisieron atajarnos corriendo una galería que iba desde el bajo de Playa Blanca en derechura a Santa María. Nos cortaban así todo el carbón que quedaba hacia el norte, debajo del mar. Apenas se supo la noticia, todo el mundo fue al Alto de Lotilla a ver los nuevos trabajos que habían empezado los contrarios con toda actividad. Tenían ya armada la cabria del pique casi en la orilla misma donde revienta la ola en las altas mareas. Los pícaros querían trabajar lo menos posible para cerrarnos el camino. Entretanto nuestros jefes no se contentaban sólo con mirar. Estudiaban el modo de parar el golpe, y andaban para arriba y para abajo corriendo desaforados con unas caras de susto tan largas que daban lástima.

Acababa una mañana de llegar al pique, cuando don Pedro, el capataz mayor, me llamó para decirme:

—Sebastián, ¿cuántos son los barreteros de tu cuadrilla?

—Veinte, señor —le contesté.

—Escoge de los veinte —me mandó—, diez de los mejores y te vas con ellos al Alto de Lotilla. Allí estaré yo dentro de una hora.

Me fui abajo y escogí mis hombres, y antes de la hora ya estábamos juntos con una nube de peones, de carpinteros y de mecánicos en la media falda del cerro que mira al mar.

Mientras los peones desmontaban y terraplenaban y los carpinteros aserraban las enormes vigas, los mecánicos recorrían el motor listo ya para funcionar. Todos metían una bullanga de mil demonios. A cada momento llegaban barreteros del Chambeque y del Alberto. Allí estaba la flor y nata de toda la mina. Ninguno tenía menos de veinte años ni pasaba de veinticinco.

De repente corrió la voz de que iba a hablarnos el ingeniero jefe.

Todavía me parece verlo encaramado en una pila de madera echándonos aquel discurso cuyo recuerdo tengo aún en la memoria. Después de afear la conducta de los de Playa Negra, que sin ninguna razón y contra todo derecho querían arrinconarnos contra el cerro para apoderarse del carbón submarino que habíamos sido los primeros en descubrir y en explotar, nos dijo que contaba con nuestro empuje y entusiasmo para el trabajo para impedir aquel despojo que realizado sería la ruina de todos. Luego nos explicó, aunque muy a la ligera, lo que exigía de nosotros. A pesar de su reserva y de lo vago de ciertos detalles, comprendimos que su intención era abrir un pique en el sitio donde estábamos y en seguida una galería paralela a la playa que cortase en cruz la línea que traía la de Playa Negra. Pero, para que tuviese éxito este plan, era necesario llegar al cruce antes que los contrarios. Y aquí estaba lo difícil, porque la distancia que ellos debían andar era menos que la mitad de la que nosotros teníamos que recorrer para ir al mismo punto por debajo del mar.

Al concluir el ingeniero su discurso era tan grande nuestro entusiasmo que pedimos a gritos la orden de empezar el trabajo inmediatamente. Estábamos furiosos contra los de Playa Negra, y algunos propusieron como lo más práctico para cortar la cuestión irnos sobre los intrusos y arrojarlos dentro de su pique con cabria, máquina y todo. El ingeniero apaciguó a los exaltados diciéndoles que la violencia empeoraría la situación aplazando la dificultad indefinidamente. Lo mejor era concluir de una vez y para siempre. Calmados los ánimos, se procedió a dividir a los barreteros en doce cuadrillas de diez hombres cada una que trabajarían una después de otra reemplazándose cada dos horas. Por este medio habría siempre en la faena gente descansada y de refresco.

Echado a la suerte el turno de las cuadrillas, le tocó a la mía el segundo lugar. Nos quedamos aguardando con impaciencia el relevo mientras los demás que tenían número más alto se iban a sus casas para dormir.

¡Aquello sí que era trabajar! Desnudos, con un trapo a la cintura, empuñábamos con tal rabia las piquetas que la tierra, la arcilla y la piedra nos parecían una cosa blanda en la que nos hundíamos como se hunde en la madera podrida una mecha de taladro. El sudor nos corría a chorros y humeábamos como la barra que el herrero retira de la fragua y mete en el enfriadero. Algunos se desmayaban, y cuando el pito del capataz nos indicaba que había concluido el turno, una niebla nos oscurecía la vista y apenas podíamos tenernos en pie.

En la primera semana alcanzamos el nivel del mar. Se pusieron grandes bombas para achicar el agua y seguimos cavando y cavando hasta enterar otra semana. De repente nos mandaron parar. Bajaron los ingenieros con sus instrumentos y después de dos horas más o menos nos marcaron con tiza en la pared donde debíamos abrir la galería. Sin perder minuto empuñamos las herramientas y el trabajo principió con la misma furia que antes. Bajábamos ágiles y frescos y dos horas después salíamos irreconocibles, reventados, casi muertos. Afuera el médico nos tomaba el pulso; bebíamos un poco de coñac con agua y en seguida a casa a dormir. Hubo también algunos accidentes. De improviso caía uno de bruces y ahí se quedaba sin menear pata. Otros reventaban en sangre por las narices y los oídos. Reemplazábalos inmediatamente la cuadrilla de reserva y el trabajo seguía adelante de día y de noche sin parar un minuto, un segundo siquiera.

Era imposible hacer más, pero a los jefes todavía les parecía poco. Andaban con un julepe que se los comía. Y no era para menos porque nosotros que íbamos de sur a norte, para cerrar el camino a los de Playa Negra, que iban hacia el oriente, teníamos que recorrer una distancia casi doble. Hacía ya un mes que trabajábamos, cuando una mañana vinieron los ingenieros a hacer una nueva medición de la galería. Esta vez demoró la cosa bastante. Hablaban, medían y volvían a medir, y de pronto nos ordenaron que suspendiéramos el trabajo hasta nuevo aviso. Como nos moríamos de curiosidad y de-seábamos saber si habíamos ganado o perdido, ninguno quiso alejarse de la mina hasta no averiguar en qué paraba todo aquello. Yo, como jefe de cuadrilla, me apersoné a don Pedro, el capataz mayor, que estaba todo el tiempo con la oreja pegada al muro y le pregunté:

—¿Con que ya le tapamos la cancha? —me hizo un gesto que callase, y entonces puse yo también el oído en la pared. Estuve así un rato escuchando con toda mi alma y, de repente, me pareció oír muy lejos unos golpecitos como si alguien estuviese dando papirotes sobre la pie-dra. Puse más atención, y cuando estuve ya seguro de no equivocarme llamé al capataz y le dije:

—Don Pedro, es aquí donde viene la barrena.

Se acercó y nos pusimos a escuchar juntos. De pronto a la luz de la lámpara vi cómo brillaron los ojos del capataz. Los golpes de combo en la barrena-guía se iban sintiendo cada vez más fuertes. En ese momento llegaron los ingenieros y después de escuchar también con la oreja pegada al muro desenrollaron un plano y se pusieron a trabajar con sus aparatos. Luego marcaron con tiza una cruz en la pared; dieron algunas órdenes al capataz y se marcharon alegres como unas pascuas. Apenas hubieron salido cuando bajó una docena de carpinteros que colocaron a toda prisa una puerta que cerró completamente un espacio de diez metros al fin de la galería. Colgada la puerta en el marco y calafateadas con gran prolijidad sus rendijas, se retiraron los carpinteros y sólo quedamos ahí el capataz mayor y los cabezas de cuadrilla oyendo los golpes dados en la barrena, que al parecer estaba ya muy cerca. Sin embargo, pasaron todavía muchas horas y serían tal vez las tres de la tarde cuando el capataz me dijo: —Ve arriba y avisa que tengan listo el brasero.