Veintisiete noches - Natalia Zito - E-Book

Veintisiete noches E-Book

Natalia Zito

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Beschreibung

Una tarde de junio de 2005, Sarah Katz, una escritora, artista plástica y mecenas de ochenta y ocho años, es sorprendida en su departamento de Recoleta por seis enfermeros que, con el consentimiento de sus hijas, la internan en un hospital psiquiátrico. ¿El motivo? El comportamiento extraño de Sarah, que, según las hijas, incluye el despilfarro de la fortuna familiar, una vida sexualmente activa y un estilo de vida inadecuado para su edad. A eso se suma un dudoso diagnóstico de demencia frontotemporal firmado por el joven y ambicioso neurólogo Orlando Narvaja. Lo que sigue es la lucha de Sarah por romper el cerco que le impone su familia, el escándalo mediático y la disputa judicial en el seno de una de las familias más renombradas de la aristocracia argentina. Con un pie en la ficción y otro en la realidad, Natalia Zito se sumerge en el conflicto familiar de una clase cuyos códigos parecen indescifrables para los de afuera y relata una historia que interpela y abre el juego a los límites de la salud mental y la vulnerabilidad de la vejez.

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Veintisiete noches

Veintisiete noches

Natalia Zito

Índice de contenido
Portadilla
Legales
Primera parte
Segunda parte
Tercera parte
Nueve años después
Preguntas
Posfacio

Zito, Natalia

Veintisiete noches / Natalia Zito. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Galerna, 2021.

Archivo Digital: descargaISBN 978-950-556-843-7

1. Literatura Argentina. 2. Narrativa Argentina. I. Título.

CDD A863

© 2021, Natalia Zito

©2021, RCP S.A..

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna, ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopias, sin permiso previo del editor y/o autor.

Diseño de tapa e interior: Pablo Alarcón | Cerúleo

Imagen de tapa y de solapa: Mariana Melinc

Digitalización: Proyecto451

Versión: 1.0

ISBN edición digital (ePub): 978-950-556-843-7

A Nicolás,

por la confianza y la compañía

“No mires adónde conduce, sino más bien, de dónde ha partido.”

IMRE KERTÉSZ, LIQUIDACIÓN

“Si mueres, vive.”

HÉLÈNE CIXOUS, LA LLEGADA A LA ESCRITURA

De los hechos reales, queda la ficción.

Este libro es una reconstrucción, una historia basada en hechos reales, con todas las licencias ficcionales que eso implica, fruto de una investigación periodística en la que me encontré con libros, cartas, demandas judiciales, sentencias, informes, notas periodísticas, fotos, videos, inventarios y más de cincuenta relatos de los que fui testigo. Los nombres también pertenecen al dominio de la ficción porque el relieve no es quién o quiénes, sino cómo y por qué.

Lo que importa es la historia.

PRIMERA PARTE

1.

Cuando el ascensor abre las puertas en el hall del piso diecisiete, Miriam ya tiene su propia llave en la mano y uno de los enfermeros despliega la silla de ruedas. Todos esperan en silencio que ella haga girar el engranaje hasta que, por fin, entran por la puerta de servicio.

Miriam, su marido, el administrador de la familia y seis enfermeros.

Van directo hacia la izquierda, evitando el pasillo que conduce al living, donde Sarah, que podría haber sido Nélida o Clara, está escuchando música clásica, recostada en el sillón de cuero azulino. No es que falte luz, pero acaso la madera y las paredes llenas de cuadros dan sensación de oscuridad o vejez.

Llegan al cuarto de planchado. Miriam saluda a Delia, que amaga articular alguna palabra, pero no termina diciendo nada. Delia usa uniforme con delantal y es la mujer que nadie, ni siquiera Sarah, quiere mucho, pero trabaja para ella hace más años de los que ambas pueden recordar. Algunos dicen que espera su lugar en el testamento. Eso no le impide pelear a diario por trivialidades, una costumbre de la que Sarah tampoco se abstiene. Conoce la casa tan bien como cualquiera de la familia y ha rechazado a todas las empleadas que Sarah quiso contratar para colaborar con la limpieza y el mantenimiento del departamento de siete dormitorios, casi cuatrocientos metros en pleno Recoleta, que vale más de un millón y medio de dólares.

Todos pueden salir del cuarto, menos Delia. El administrador se apoya en el marco de la puerta cruzando una de sus manos hacia el marco contrario.

—Usted no sale de acá.

Sarah espera a una amiga y en un par de horas llegará la masajista que la atiende desde que Patricio Katz murió y ella pasaba días sin salir de la cama. Mezclados con la música, escucha los pasos de la tropa de enfermeros que hace crujir el piso desde el pasillo largo que viene desde el área de servicio. Antes de que pueda tener alguna idea de qué son todos esos pasos, los enfermeros copan el living con sus ambos color hospital, la silla de ruedas y una caja de inyectables. Detrás aparece Miriam y su marido.

Todo el mundo la conoce como Sarah Katz, escritora, artista plástica y mecenas. Una mujer potente, de cuerpo diminuto pero exuberante, coqueta sin elegancia, que a sus ochenta y ocho años tiene planes de empezar una vida nueva.

—Estás enferma y no te das cuenta —le dijeron más de una vez sus hijas, Olga y Miriam, desde que la palabra demencia comenzó a flotar sobre Sarah.

Orlando Narvaja, que podría haber sido Francisco, Pablo u Octavio, un médico joven y ambicioso, que aún no lo sabe pero los años le traerán una curiosa combinación de fama, medicina y política, fue el tercero al que consultaron las hijas; el primero que habló de demencia frontotemporal, también llamada mal de Pick.

—Mis hijas no se van a animar a hacer una cosa así —dijo Sarah, cuando uno de sus amigos le advirtió que se cuidara, que sus hijas estaban muy insistentes con esto de la enfermedad y la preocupación por su salud, que no fuera a ser que la metieran en un psiquiátrico. Pero ella no quiso pensar más. Por confiada o por terca, quería convencerse de que ciertos planes a su edad no podían ser para tanto, que siempre había hecho lo que quería, incluso contra la voluntad de su madre, y que no iban a ser justamente sus hijas quienes cambiaran las cosas, que lo del casamiento había sido un chiste, que sus hijas iban por sus segundos matrimonios y ella, por fin, también tenía a alguien.

Es difícil saber hasta dónde va a llegar el otro. Olga y Miriam no saben hasta dónde es capaz de llegar su madre. O sí. Tal vez saben y justamente por eso, esta tarde de junio de 2005 será lo que atormente a la familia durante los próximos dos, cuatro, quince o veinte años.

Sarah, tal vez, las subestimó, como otras veces, como siempre, especialmente con Miriam, convencida de que por más compleja que fuera la situación, iban a terminar aceptando que ella tiene derecho a hacer lo que quiera, aunque sus hijas no estén de acuerdo. Sarah cree que su cordura es evidente, que por más médicos que la vean, la conclusión va a ser siempre la misma. Tal vez por eso, tarda unos segundos en darse cuenta de lo que hace Miriam con todos esos enfermeros en su casa.

—La tenemos que llevar —dice uno de los enfermeros, mirando a los ojos a Sarah.

Unos segundos tarda en tener miedo y pensar: chau, me inyectan, me duermen y me cargan en silla de ruedas. Hasta que sale como eyectada del sillón para el lado opuesto a los enfermeros, hacia la ventana desde la que el tren y el río quedan enmarcados por las cortinas pesadas. Son muchos, a sus ojos, una patota, una emboscada.

—¡Por favor, no! —grita Sarah, mientras se mueve hacia un lado y otro y pone las palmas hacia adelante y camina de costado en el espacio que queda entre los sillones y la mesa ratona de vidrio.

Delia pasa un rato mirando a su celador ocasional con los gritos de Sarah y el barullo de los enfermeros de fondo. A él, que hace esfuerzos por comportarse como si fuera un procedimiento más en la lista de tareas, se le nota que está nervioso, que quiere ir a ver qué pasa. Los gritos cada vez son más desesperados y Delia sabe que las cosas con las hijas no están bien hace tiempo, pero esto no se lo imaginaba. Entonces, deja de pensar y avanza hacia la puerta.

Sarah cae sentada sobre el sillón y se levanta varias veces. Los enfermeros esperan la autorización, tal como habían conversado, para usar la fuerza.

—Ya les dije que estoy bien, que me dejen de joder, qué más quieren —repite Sarah

—Confiá en nosotras por una vez, es por tu bien.

Esas frases u otras, reproches y miradas llenas de historia, de hastío, de rechazo, se chocan en el aire.

Cuando Sarah ve aparecer a Delia aprovecha para pedirle un vaso de agua. Miriam enfila para la cocina también, mientras Sarah queda rodeada por los enfermeros. Andá, dice su marido sin pronunciarlo, asintiendo con la cabeza y cerrando apenas los ojos. Miriam necesita aire o pensar de nuevo o tomar valor para no dudar de que están haciendo lo correcto.

—Piense lo que van a hacer con su mamá, señora Miriam —dice Delia con su voz aguda, mientras deja caer el agua dentro del vaso. Miriam mira las manos de Delia sobre la mesada de mármol blanco, luego levanta la vista y no se detiene.

—Quédese tranquila que mi mamá va a volver, cuando esté viejita, que no pueda ni hablar, ahí va a volver—responde Miriam con un sarcasmo parecido al de su madre, pero inusual en ella.

Los enfermeros saben que en estos casos no es conveniente demorar. Cuando aparece Miriam con Delia detrás, se miran entre sí y le hacen un gesto a Miriam. Esperar solo puede empeorar la escena. Algunos recordarán esta tarde cuando los diarios publiquen la palabra matricidio. Otros o los mismos tal vez se cuestionen lo que están haciendo, pero en esta imagen dan la impresión de no dudar.

A partir de este momento, hay dos relatos.

Uno, el de la propia Sarah y algunos de sus amigos, dice que sentada en el sillón con el vaso de agua en la mano, trata de tranquilizarse, mientras mira con odio a todo el mundo, pero eso es todo lo que hace antes de ir a buscar un saquito de piel y caminar junto con los enfermeros hacia el ascensor y luego la ambulancia que espera en la puerta. Que lo hace convencida o queriendo convencerse de que le harán algunos estudios, que comprobarán que ella está bien, que a lo sumo aceptará cambiar la medicación y estará de regreso en su casa esta noche o mañana. En esta versión, Sarah no es inyectada con un sedante ni acepta sentarse en la silla de ruedas. Delia pregunta llorosa dónde la llevan y Sarah hace un chiste o dos con su característico sarcasmo, y con un gesto que los enfermeros, porque no la conocen, toman por cortesía, acepta irse con ellos y Miriam.

La otra versión, de esos pocos a quienes Sarah les habría contado cómo fueron las cosas realmente, dice que luego de un pase de miradas entre los enfermeros, dos de ellos la agarran por los brazos desde atrás, mientras otro sujeta las piernas ancianas, que no dejan de patalear, entonces un tercero, que ya tenía listo el inyectable, logra aplicarlo en medio de un escándalo de gritos y forcejeos que con los años a algunos les dará vergüenza recordar. Delia llora, grita que no, que no le hagan esto a la señora, que tengan piedad y corre para abalanzarse sobre ellos y salvar a Sarah.

—Quédese ahí, si no quiere tener problemas —dice el administrador de la familia, haciéndola a un costado con una solidez que a Delia la paraliza. Acata, pero a cambio no para de llorar, mientras los forcejeos con Sarah continúan hasta que la medicación alcanza su efecto y consiguen que se quede en la silla de ruedas. Algunos relatos hablan de chaleco de fuerza. Sarah, ya sedada, es transportada hacia el ascensor y metida en la ambulancia, que pocos minutos más tarde abandona la avenida Alvear por la pendiente de la calle Libertad hacia el río, dobla a la izquierda hacia la avenida Libertador y se pierde de vista.

2.

Unos meses antes de la tarde en que se llevaron a Sarah, el portero del departamento de Punta del Este había llamado varias veces a Olga y Miriam. Entrecortaba las palabras, sin certeza de estar haciendo lo correcto, pero el pedido de ellas había sido claro: que avisara sobre cualquier cosa que llamara la atención. La primera vez pensó que tal vez ellas estaban al tanto o que sería esa vez y listo. ¿Quién no tuvo una fiesta descontrolada? Pero después hubo otras y fue cada vez peor, o así lo pensó, porque lo inusual y lo peor a veces quedan juntos.

Cuando Sarah llegaba, el departamento se convertía en un desfile de raros. Así los llamaba él cuando comentaba con los demás vecinos. A algunos, el portero los conocía de la televisión o salían en las revistas del verano, pero a otros no los había visto nunca, era gente nueva, distinta a la de antes. Gente grande, aclaraba, aunque no tanto como Sarah. Entraban y salían, muchos tenían llave y a veces iban cuando ella ni siquiera estaba. Ponían música a todo lo que da y a cualquier hora, se escuchaban gritos, carcajadas, ruidos de botellas, a veces discusiones feroces. Algunos se quedaban a dormir y se iban al día siguiente o al otro y quién sabe qué consumían. Sarah se llevaba mal con los vecinos de Punta del Este, como con los de su casa en la avenida Alvear y los de la casa anterior, en la calle Guido, también en Recoleta. No hacía caso al pedido de los vecinos por ruidos molestos, ni a los suyos, los del portero, cuando le pedían que interviniera. Incluso, a veces, se burlaba con groserías. La señora estaba rara, hacía gestos o comentarios entre obscenos y atrevidos, inusuales en ella. Estaba como desaforada.

—Vaya a contarles todo a mis hijas o después piense y venga a decirme cuánto es —le habría dicho Sarah la última vez que el portero había tenido que pedirle que por favor moderaran el despliegue festivo, que dejaran, al menos, la puerta del departamento cerrada, que ella tenía que entender.

El administrador de la familia, el contador, el que lleva cuentas y finanzas de la familia Katz hace años, también había alertado, a Olga y Miriam, sobre conductas raras, distintas, inusuales. Cheques por miles de dólares que Sarah libraba cada vez más seguido. En la mayoría de los casos no daba explicaciones sobre el destino. Otros eran para comprar obras de arte de dudosa procedencia y calidad, como la antigua bomba de agua con un muñequito en la punta —así la describían— que Sarah había comprado por cincuenta mil dólares. También habían desaparecido cuadros originales de Pettoruti de la oficina de la calle Montevideo, sobre los que Sarah, al ser preguntada por sus hijas, había dicho que podía hacer lo que quisiera con sus cuadros, sus obras, su cama, su casa y toda su fortuna. Que si los quería regalar o mal vender era problema de ella porque, después de todo, los había comprado con Patricio.

Las reuniones madre-hijas tenían la mecha cada vez más corta. Sarah despotricaba contra el buchón del portero, contra el administrador y contra todos los que tuvieran objeciones con el modo en el que estaba viviendo. Le resultaba indignante tener que estar escuchando opiniones sobre lo que ella hacía o dejaba de hacer a esta altura de su vida, que ella tenía derecho a hacer lo que quisiera, que estaba grande para que la anduvieran controlando, que para eso ya había tenido a su madre y después a su marido. Que después de mil años sola, lo que pasaba era que no podían soportar que tuviera un hombre que la hacía sentir cosas que no había sentido ni siquiera por Patricio, que tal vez se le ocurriera casarse, coger o ir a vivir a España, que por qué tenía que estar pendiente de sus hijas, de sus caprichos, que ellas ya estaban grandes también y tenían suficiente dinero para no trabajar nunca más, que lo que ella hiciera no les iba a cambiar la vida, que por favor la dejaran de joder.

Pero las hijas insistieron. Que algo había que hacer, que no solo estaba grosera y despilfarradora sino ciega, que no podía darse cuenta de que toda esa gente no tenía interés en ella sino en su plata y que todos los amigos que le rondaban estaban ahí siempre por lo mismo: interés económico. Que había pasado toda su vida manipulando con el dinero, pero que ahora eran otros los que se aprovechaban de ella y que estaba vieja y no se daba cuenta.

Cuando Sarah tenía once años, en 1930, se encontró en el espejo con las trenzas que le hacía su mamá. La madre que Sarah describiría como una adelantada para su época porque había querido interrumpir el embarazo que trajo a Sarah a un mundo que para su madre estaba completo. Los celos y el lujo eran las principales causas de intranquilidad en las familias, eso pensaba la madre y cada vez que tenía oportunidad, lo escribía en cartas de lectores que enviaba a los diarios. La madre que había hecho que Sarah estudiara idisch, piano y francés, pero de la que más tarde tuvo que esconderse durante un año para poder estudiar Letras en la Universidad de Buenos Aires, la madre que prefería a su hija mayor, que no era rebelde y caprichosa como Sarah, sino obediente y bella.

Las trenzas eran gruesas, castaño oscuro y se doblaban apenas sobre sus hombros. Para qué tengo pelo largo si me hacen trenzas, pensó como tantas veces. Pero esa tarde Sarah agarró la tijera, se las cortó y tiró las trenzas a la basura. Luego salió del baño con el pelo apenas tapando las orejas y un rato más tarde tuvo que correr desesperada delante de la madre alrededor de una fuente repleta de plantas en el patio de estilo romano de la casa de la avenida Rivadavia, donde con los años llegarían a tener un depósito de antigüedades y una pequeña huerta.

—Me las corté y nada más —diría muchos años después, sin agregar casi nada, mucho menos alguna palabra sobre la reacción de su madre. Hará un silencio largo y vacío para agregar:

—A mi mamá no le gustaba escuchar nada de lo que yo tuviera para decirle.

3.

En sus ochenta y ocho años Sarah podía contar al menos tres momentos en los que no había tenido ganas de levantarse, ni salir, ver a nadie o arreglarse. Momentos en los que algunos veían tristeza, y otros, depresión. Por fuera de ellos, Sarah había sido docente, madre, esposa y más tarde artista plástica y escritora, en los claroscuros de la ciclotimia. Épocas, días, ráfagas de una gran vitalidad y buen talante que contrastaban con desgano, apatía y —en ocasiones y en la intimidad— lo que vulgarmente se llama mal genio.

Pero los últimos meses, antes de la tarde de los enfermeros, fueron distintos a los ojos de Olga y Miriam, que venían asistiendo a una euforia materna inédita, una especie de marea de energía descontrolada, una violencia de aprovechar la vida hasta lo último.

Guillermo Rothman era el psiquiatra de Sarah desde hacía tres años y fue el primer profesional al que consultaron las hijas, al que le llevaron la preocupación por los cambios de conducta que ellas y otras personas señalaban. El primer receptor del ¿qué hacemos con mamá? Rothman ya había publicado en revistas de psiquiatría, era docente en el Hospital Alvear y había sido director general de Neuba, una clínica psiquiátrica en prometedor ascenso. Un hombre de modales premeditados y aparente conciencia de su prestigio. Rothman las escuchó con atención, probablemente con las carcajadas, a veces fútiles y grandilocuentes, de Sarah en el margen de su cabeza, la manera de arrastrar las sílabas de Sarah y su particular forma de transmitir sin pronunciarlo que no estaba dispuesta a negociar su porvenir. Rothman hizo algunas preguntas y constató que la relación madre-hijas se había deteriorado a partir del frenesí de Sarah por la relación amorosa que estaba viviendo. Sarah era hostil a la preocupación de sus hijas, con modos terminantes y, en ocasiones, era expulsiva. Rothman, si bien entendía que esas alteraciones conductuales podían darse en una personalidad como la de su paciente, no encontró razones para preocuparse, ni para pensar en grandes cambios en el esquema terapéutico o cuestionar el diagnóstico que siempre pensó más cercano a la ciclotimia que a la depresión o la bipolaridad. Comprendía que algunas conductas excéntricas de Sarah podían resultar incómodas, molestas, a veces hasta de mal gusto, pero que ninguna de esas circunstancias cuestionaba el cuadro diagnóstico, ni significaba sintomatología nueva por reconsiderar. Su respuesta fue probablemente que, en todo caso, podían intensificar la frecuencia del contacto con él para que pudieran quedarse tranquilas, pero que —en su criterio— nada revestía urgencia en términos psiquiátricos.

Pero las hijas insistieron.

Que Sarah estaba despilfarrando plata sin conciencia de lo que hacía, que por momentos tenían la sensación de que su madre no sabía distinguir pesos de dólares, que estaba grosera y más irritable que de costumbre. Que las palabras de él no las dejaban tranquilas y que justamente estaban ahí para mostrar el lado de Sarah que él no podía ver en el consultorio durante el rato que la tuviera enfrente.

Cualquier profesional de la salud mental sabe que no maneja una ciencia exacta, que las certezas son un lujo infrecuente, que termina siendo un riesgo cerrar la puerta a otras opiniones y que a veces ciertas intervenciones responden más a la preocupación familiar que a necesidades del propio paciente y que, de no hacerlo, los efectos pueden ser peores. Por eso y por la insistencia, es probable que Rothman haya tenido que encontrar la manera de dar lugar a la preocupación de las hijas sin que eso significara cambios en el tratamiento de Sarah.

Pocos días después, Olga y Miriam llegaron al consultorio de Alejandro Lagos, psiquiatra, amigo de Rothman, presidente de la Fundación de Bipolares de Argentina.

—Si alguien sabe de bipolaridad en Argentina, es él —habría dicho Rothman. Pero Lagos, después de escuchar los relatos de las hijas y tener que responder varias veces: “El egoísmo y la imprudencia no son necesariamente síntomas psiquiátricos”, no tardó en coincidir con Rothman y se negó a someter a Sarah a una evaluación para elaborar un nuevo diagnóstico.

—La excentricidad no tiene cura —dicen que les dijo y las despidió.

La preocupación, el ¿qué hacemos con mamá?, se quedaba otra vez, rebotando entre Olga, Miriam y sus maridos como un expediente abierto, una intranquilidad persistente que todavía no encontraban cómo resolver.

Dos años después de la consulta con Lagos, en enero de 2007, cuando entre Sarah y sus hijas habrán pasado tantas cosas que ni siquiera se dirigirán la palabra, La Nación publicará una nota titulada La enfermedad de los genios, en la que participarán tanto Lagos como Mariano Jacowitz, un psiquiatra de Funar, la fundación neurológica que sería parte de la fama de Orlando Narvaja.

Lagos planteará la bipolaridad como un rasgo no necesariamente trágico.

La nota comenzará así:

“¿Qué tuvieron en común Edgar Allan Poe, Miguel Ángel, Virginia Wolf, Piotr Tchaikovsky, Cary Grant y Vincent van Gogh? Su talento, es cierto. Sin embargo, cada uno de estos genios sufría una alteración que obraba como disparador de su creatividad, y quizá nunca lo supieron: el trastorno bipolar, más conocido como enfermedad maníaco-depresiva.”

Lagos agregará: “Hay una característica particular que suele ser bastante común entre los bipolares: es reconocido que estas personas son más creativas y capaces.” Explicarán la bipolaridad como un cuadro que por momentos pierde los bordes, de manera que ceden ciertas inhibiciones. Se trataría de personas que, en las fases maníacas, podrían volverse extremadamente creativas y excéntricas con las que la convivencia podría resultar muy difícil.

4.

Una noche de otoño, pocas semanas antes de que los enfermeros coparan el living del departamento de la avenida Alvear, Sarah aceptaba otra copa de champagne en la casa de Gilberto Magdalani.

Gilberto tenía sesenta y siete años, era conocido como empresario y artista plástico autodidacta. En Buenos Aires, había sido el creador de boliches como La France, Buenos Aires News y el restaurante Dolbu. Este último, su mayor orgullo. Aunque muchos lo conocían del ambiente de boliches gay, como encargado de un lugar en el barrio de Once, sobre avenida Corrientes, muy cerca de lo que entonces era el Mercado del Abasto, en el sótano del Hotel N`ontué. Era común que, en su casa, en el décimo piso de una de las torres mejor cotizadas de Buenos Aires, se encontraran diferentes personalidades de la cultura y la farándula como el arquitecto Elías Bonet y su delicada esposa escultora, el artista plástico Bernardo Girvés, Paco Uriburu, junto con actrices conocidas de teatro y televisión. Algunos, como Sarah, estaban siempre; otros, solo en algunas ocasiones más numerosas a las que concurría el reciente ex presidente, productores de televisión y algunos de los más conocidos artistas del Di Tella. En 2005 ya no resultaba una novedad que desde uno de los ventanales se viera la Biblioteca Nacional que el propio Elías Bonet había diseñado muchos años antes.

Otras veces la cena era de a cuatro: Sarah y Gilberto, Hilario Herb, un conocido director de teatro que además era psicoanalista, y su esposa actriz. Es probable que Sarah mencionara al pasar la tensión creciente en la relación con sus hijas, pero la mayor parte quedaba ahogada en las copas y los poemas recitados en voz alta.

Esa noche de otoño, copas de champagne en mano, las carcajadas de Bernardo Girvés contagiaban a todos acaso por el entusiasmo compartido. Estaban cerca de concretar el proyecto Arcos de Buenos Aires en el Paseo de la Infanta. Estaban convencidos de que el proyecto iba a tener excelente aceptación del público porque rescataría el Paseo de la Infanta del abandono en el que se había hundido desde la muerte de la nena de seis años a la que se le había caído una escultura encima y que tantos problemas les había traído a Gilberto y sus socios. Era importante que el mensaje público fuera la recuperación de un espacio de la ciudad para crear un nuevo foco de interés cultural, más popular de lo que había sido la galería de arte Bögen, situada en el mismo lugar. Se trataría de un espacio de recreación física, artística y cultural, que no se limitaría a locales comerciales sino también comprendería las veredas y el estacionamiento. El proyecto incluiría un teatro para setecientas personas.

Arcos de Buenos Aires era la oportunidad de recuperar la rentabilidad de la concesión que la empresa Dolber SRL tenía hacía muchos años. Dolber SRL era, entre otros, Gilberto Magdalani, junto con un matrimonio conocido como los fundadores de Pumper Nic cuando en Argentina no existían los locales de comida fast food. Tenían también la empresa de hamburguesas Paty y el complejo de ski de Las Leñas.

En la mesa del champagne y las carcajadas tenían todo lo que necesitaban: un arquitecto que se iba a encargar de la planificación estructural, Bernardo Girvés haría el diseño de decoración, Gilberto la gerencia y toda la gestión. El proyecto estaba a punto de ser aprobado por el Organismo Nacional de Administración de Bienes. Cuando eso sucediera, solo faltaría un inversor que pudiera aportar alrededor de quinientos mil dólares.

—Yo la pongo —había dicho Sarah en una reunión anterior.

5.

Cuando a Sarah le tocó ser madre se propuso ser diferente a como había sido la suya.

—Diferente, nada más.

A veces, Sarah usa las palabras como si tuviera que devolverlas, como quien estudia de un libro ajeno, o como quien teme el espesor de lo que se dice y, entonces, prefiere librarse de eso cuanto antes. No sabe si funcionó, si pudo ser diferente. No sabe o no quiere pensar o no lo quiere decir.

—Diferente, con más libertad —y luego calla lo que piensa y se le nota, y en ese silencio la libertad parece más para ella que para nadie.

Algunos piensan que ha sido una madre excesiva, con esa repulsión hacia las hijas, propia de lo excedido, que hubo épocas en las que no las dejaba en paz, que —ya grandes— las trataba como si fueran menores de edad, que siempre tenía una opinión sobre las parejas, que por momentos era una furia de reclamos y desaires si no se hacía lo que ella quería.

Las hijas —dicen— llevan una vida teniéndole paciencia.

—¿Por qué te parece que ambas, Olga y Miriam, viven lejos de Sarah? —dijo, perspicaz, Gerardo Tespano, amigo de la familia, una de las personas que más sabe de la obra de Victoria Ocampo y uno de los autores de la revista Sur.

Mientras los cheques de cifras exorbitantes se multiplicaban, en esa distancia de rivalidades resueltas a fuerza de silencios, las palabras del psiquiatra, la sugerencia de tranquilidad se diluía en cada grito, en cada insulto, cada grosería de Sarah, cada rechazo a cualquier intención de acuerdo o muestra de preocupación. Y, en esa disolución, crecían las preguntas.

¿Qué hacer? ¿Aceptar que despilfarre la mitad de la fortuna? ¿Dejarla que haga lo que quiera, con el riesgo de que se aprovechen de ella? ¿Permitir que se case aún con la sospecha de que no es querida? ¿Hasta dónde llegaría esta gente? ¿Cómo arrogarse el derecho de decidir por ella? ¿Cuándo es el momento de comenzar a tratar a una madre como si fuera una niña? ¿En qué momento alguien deja de ser dueño de su propia vida? ¿Llega ese momento? ¿Arriesgarse a no hacer nada? ¿Cuál es la prioridad? ¿La prioridad para quién? ¿Desde los cincuenta o sesenta años se puede ver y decidir sobre la vida a los casi noventa?

Todas esas preguntas y otras llegaron a oídos de Augusto Perez Blas, amigo cercano de la familia, médico dedicado a la neurobiología, que en ese momento era rector de la facultad de medicina. Perez Blas conocía el brillo joven y la formación que Orlando Narvaja había conseguido en el exterior. Todo indica que, teniendo en cuenta su propia formación y quizá una serie de ideas acerca de los límites no solo de los diagnósticos sino de la mirada psiquiátrica, Perez Blas consideró oportuno que cambiaran de especialidad, de eje, de punto de vista. Es así como Olga y Miriam, después de consultar a dos psiquiatras, llegaron a Orlando Narvaja, un neurólogo.

6.

Mientras la ambulancia que lleva a Sarah llega a la clínica Neuba en el barrio de Almagro, en Buenos Aires, es probable que Gilberto Magdalani camine por alguno de los senderos de la Posada del Quenti, en Córdoba, el hotel donde cada tanto resuelve su sobrepeso.

Sarah no recordará cómo ni quién la baja de la ambulancia, tampoco si Miriam está ahí o la encuentra después. En cambio, sí recordará que le piden que espere en un consultorio en el que no hay más que dos sillas y un escritorio casi vacío.

Se queda sola durante minutos, que vive como horas, sentada con el mismo saquito de piel que tal vez se había puesto para escuchar música o tal vez eligió cuando se resignó. Aun así, tiene frío. Y con el frío escucha las voces de sus hijas detrás de la pared.

Miriam y Olga.

La voz de Olga se impone sobre las demás.

Sarah aprieta los párpados y sacude la cabeza hacia los lados. Pasa un rato en ese consultorio hasta que llega un psiquiatra que le hace las preguntas habituales de una evaluación psiquiátrica. Preguntas que Sarah considera absurdas, bastardea, pero finalmente responde con errores: en qué año estamos, quién es el presidente, si sabe dónde está, cuánto sale un kilo de tomates, cuál es la relación entre dólares y pesos o cuál es la diferencia entre un niño y un enano.

Luego, tampoco recordará si están sus hijas al alcance de su vista mientras atraviesa, junto con alguien de ambo claro, varias puertas con cerraduras magnéticas. No recordará cuántas, pero estará segura de que son más de dos y de que llegan a un hall mediano en el que hay un office de enfermería como el que vio en cualquier hospital común. No como éste —en sus palabras—, un loquero.

Llegan a una habitación con dos camas, sábanas blancas, frazadas verde agua y baño privado que huele a limón. Hay una puerta al fondo de la habitación que da a un jardín sin plantas, pero con el pasto bien verde. Parece la casa de Gran Hermano. Espacios amigables, dijo el arquitecto responsable de la obra. Si no fuera por el trato ligeramente compasivo, dulce pero dominante de los enfermeros y porque no puede irse, se podría decir que las instalaciones tienen casi la categoría de La Posada de Quenti en versión psiquiátrica metropolitana donde, a diferencia de la escena en la que debe andar Gilberto, los pasajeros están cansados, tirados en los sillones, perturbados, aislados en rincones, privados de su libertad.

A la derecha del hall donde dan las habitaciones de Neuba, que suman veinte camas para internación, hay una puerta con seguridad magnética que conduce a los espacios comunes. Un living, así lo llaman, con amplios sillones, donde la calefacción es excesiva; el comedor con una especie de barra de bar atendida por una enfermera, el sum y el jardín. Todo en perfecta limpieza. Pero Sarah no verá nada de eso todavía. Los ojos le pesan y un cansancio atroz le impide moverse. Se recuesta en la cama, con el saquito de piel todavía puesto y no puede darse cuenta de que se duerme profundamente.

7.

Muchos años antes, en los comienzos de los noventa, mientras manipulaba el cerebro de un cadáver, Orlando Narvaja, en sus años de estudiante de la Universidad de Buenos Aires, reflexionó:

—Pensar que este kilo y medio de carne gelatinosa alguna vez fue la sede de esperanzas, amores, odios, envidias y frustraciones de alguien.

La inclinación por la neurología lo había conducido, pocos años después, todavía antes de recibirse, a la prestigiosa Fundación CIEN, Centro de Investigación de Enfermedades Neurológicas.

“Lo conocí en un congreso que hubo en Mendoza y me impresionó su determinación, ya que me persiguió todo el día para que lo invitara a trabajar con nosotros. Además, mientras realizaba su entrenamiento, demostró una enorme capacidad de trabajo.” Eso había dicho Sebastián Silverstein, reconocido neurólogo, número dos en la Fundación CIEN, en una nota de Doris Muller para el diario La Nación.

El mismo Silverstein que en 2018, ante el pedido de entrevista para este libro, respondería desde Perth, Australia, donde viviría durante quince años, que preferiría no hablar de Narvaja.