Venidos del frío - Manuel Vega - E-Book

Venidos del frío E-Book

Manuel Vega

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Beschreibung

En 1988, un reducido grupo de futbolistas soviéticos cruzó el telón de acero gracias a las políticas aperturistas que Mijaíl Gorbachov empezaba a aplicar en la URSS. Uno de ellos, Rinat Dasáyev, fue el primero en la Liga española y abrió el camino a la continua llegada de compatriotas suyos en los noventa: Onopko, Mostovói y Karpin fueron algunos de esos  Venidos del frío , cuya huella aún perdura entre los aficionados.

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Primera edición digital: abril 2021 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com Composición de la cubierta: Patricia Escolar Maquetación: Álvaro López Corrección: Juan F. Gordo Revisión: Míriam Villares

Versión digital realizada por Libros.com

© 2021 Manuel Vega y Francisco Herranz © 2021 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-18527-52-4

Manuel Vega y Francisco Herranz

Venidos del frío

La historia de los futbolistas soviéticos en España

A Lidón y a Eva, por esta vida en común.

Manuel Vega

 

A mis padres, Marcos y Gloria.

Francisco Herranz

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

Prólogo

1. Una historia del Spartak

2. Dasáyev, la Perestroika llevada al fútbol

3. Crisis y desintegración de la URSS

4. 1992, año I de la era postsoviética

5. Los rusos del Racing y la manita de Salenko

6. Karpin y Lediakhov, del Volga al Cantábrico

7. Un artista «con pinta de encofrador» en la Liga de 22

8. Mostovói, el

Zar de Balaídos

9. Del Sporting de la Mir al ascenso de Putin

10. La mejor generación del fútbol ruso tras el fin de la URSS

A modo de epílogo: ¿por qué España?

Mecenas

Contraportada

Prólogo

El primer futbolista soviético en un club de la Liga era español

El Atlético de Madrid recibía en el viejo estadio Metropolitano al Fortuna Düsseldorf alemán. No era un partido de las competiciones europeas que empezaban a disputarse oficialmente en los años cincuenta, sino un mero amistoso en medio de la temporada 1956-1957.

Aquel 8 de diciembre de 1956, los contendientes empataron a dos un duelo que resultó aburrido, según las crónicas de entonces. Probablemente, lo más llamativo del choque fue el ensañamiento de buena parte de la hinchada local con uno de sus jugadores. «¡Rojo! ¡Date un paseo en tanque por Hungría! ¿Dónde aprendiste a jugar?». Apenas un mes antes, la Unión Soviética había aplastado la revolución que ansiaba emancipar a Hungría de la tutela que Moscú ejercía sobre el país desde el final de la Segunda Guerra Mundial. La irrupción de los tanques soviéticos en Budapest y otras ciudades magiares puso un violento fin al breve periodo en el que el Gobierno húngaro osó cuestionar la ortodoxia comunista dictada desde Rusia.

¿Por qué la afición del Metropolitano la había tomado con aquel futbolista que vestía la camiseta de su equipo? Para hallar la respuesta debemos remontarnos dos décadas atrás, cuando la guerra fratricida arrasaba España y un adolescente emprendía un viaje en barco que cambiaría su destino para siempre.

Agustín Gómez de Segura Pagola, nacido en Rentería, Guipúzcoa, en 1922, fue uno de los niños de Rusia, los menores evacuados por el gobierno republicano a la URSS para mantenerlos a salvo de los horrores de la guerra civil. Agustín, que ya jugaba al fútbol con destreza desde crío, arribó a suelo soviético en 1937, y cuentan que ese año participó en un encuentro entre equipos infantiles de la URSS y otro de los refugiados españoles. En aquel partido en el estadio del Dinamo de Moscú, al que asistió el mismísimo Stalin, el joven vasco pronunció un breve discurso en representación de los suyos: «Somos felices por estar en el país de los soviets. ¡Viva Stalin!».

El talento de Agustín con la pelota lo llevó al equipo de la Casa de la Juventud Española, para continuar después, entre 1940 y 1941, en el Krásnaya Roza (Rosa Roja, en ruso), conjunto de la fábrica que elaboraba las telas para los paracaídas. Después pasó al Krylia Sovetov (Alas de los Soviets) de 1945 a 1946. Por último, en 1947 fichó por el Torpedo de Moscú, donde jugó 185 partidos hasta 1954, llegando a lucir incluso el brazalete de capitán y a ganar la Copa de la Unión Soviética en 1953.

Siendo uno de los defensas más seguros de su época, Gómez, que así se le conocía, fue convocado por la selección soviética para acudir a los Juegos Olímpicos de Helsinki 1952. Sin embargo, no llegaría a vestirse de corto. Sin él en el campo, el equipo de la URSS solo fue capaz de superar a Bulgaria en la ronda preliminar, para después empatar con Yugoslavia en la siguiente eliminatoria y ser finalmente apeados por los balcánicos en el partido de desempate.

La actividad deportiva de Gómez discurrió en paralelo a la política, que en aquella época de Guerra Fría y telón de acero tenía mucho en común con el espionaje y, según el lugar, con la clandestinidad. Poco antes del final de la Gran Guerra Patria, como se conoce en Rusia a la contienda contra la Alemania nazi, Agustín fue reclutado por el NKVD, la policía política del régimen estalinista. Desde entonces, el jugador simultaneó los partidos con las actividades de espionaje e inteligencia que se le iban encomendando y continuaría haciendo cuando los servicios secretos pasaron a llamarse KGB, ya después de muerto Stalin.

Miembro del Comité Central del PCE, en 1948 se integró en el del PCUS. Próximo a Dolores Ibárruri, Pasionaria, recibió de la histórica dirigente comunista en el exilio soviético instrucciones para reorganizar el partido en el País Vasco.

En 1956, varios centenares de españoles expatriados en la URSS, entre ellos numerosos niños de la guerra ya adultos hechos y derechos, regresaron a España en el buque soviético Crimea, que los desembarcó en el puerto de Valencia. Agustín Gómez era uno de ellos. No volvía solo. Lo acompañaba su esposa, Pilar, otra niña de Rusia, y los dos hijos de ambos. Una vez en Madrid, Agustín, como tantos de los recién llegados, fue interrogado por las autoridades franquistas.

También en la capital consiguió entrenar con el Atlético de Madrid, que parecía interesado en su contratación, y es aquí cuando enlazamos con las primeras líneas de esta historia. En aquel partido ante el Fortuna Düsseldorf, Gómez, ya con treinta y cuatro años y lejos de su mejor forma ante la falta de entrenamientos, no convenció al cuerpo técnico del Atleti, que desistió de su fichaje. Su pasado rojo, que parte del público se ocupó de recordarle durante el juego, a buen seguro también tuvo su peso en la decisión del club.

Gómez y su familia se instalarían después en el País Vasco, donde organizó la célula del PCE en la provincia de Guipúzcoa y después en toda Euskadi. Al mismo tiempo, se ganaba la vida como entrenador de equipos juveniles, e incluso alguno de Tercera.

En 1960, la policía descubrió su actividad clandestina y Gómez fue detenido en San Sebastián. En comisaría fue torturado y dicen que hasta le reventaron los tímpanos. Trasladado a Madrid, a la cárcel de Carabanchel, su arresto trascendió las fronteras nacionales y fue finalmente liberado tras presiones soviéticas. Sin embargo, aquella liberación significaría su salida de España, esta vez sin retorno.

Agustín Gómez de Segura Pagola siguió trabajando para el partido, una organización que en los sesenta y los setenta sufriría importantes disensiones internas. El exfutbolista se decantó por la fidelidad a Moscú, hasta el punto de apoyar la invasión de Checoslovaquia por parte de la URSS y otros miembros del Pacto de Varsovia en 1968. Tal obediencia a los soviéticos motivó su expulsión del PCE en 1969 a iniciativa de Santiago Carrillo.

Enfermo de cáncer, Gómez fallecería en Moscú en 1975, pocos días antes de que Franco hiciera lo propio en Madrid. Se apagaba así la vida del primer extranjero en ser nombrado Maestro Emérito de Deportes de la URSS, un honor recibido en 1952, el mismo año que fue considerado tan soviético como para representar a la selección olímpica de su patria de adopción, aunque finalmente no pisara el césped. Cuatro años más tarde, trataría de prolongar su carrera futbolística en su país de origen, pero su experiencia como colchonero se limitó a aquel solitario partido amistoso. Agustín Gómez no sería el primer soviético en disputar la Liga, pero sí el primero en vestir la camiseta de un club español.

1. Una historia del Spartak

 

Me llamo Dmitri Alekséyevich Yakunin, pero casi todos me llaman Dima. Voy a cumplir medio siglo y me gusta el fútbol. Mucho. El balompié me atrae desde que tengo memoria. Siempre fui seguidor del Spartak de Moscú, la naródnaya komanda, el equipo del pueblo. Gran parte de mi vida ha estado vinculada —e incluso marcada a fuego— a este histórico club fundado en 1922, el mismo año de la creación de la Unión Soviética. Mi pasión por el balón cuajó pronto en el campo de juego. Entré en la categoría de alevines en la organización y llegué hasta la de juveniles. No lo hacía mal. Fuerte, rápido, solía jugar por la banda izquierda, ya que soy zocato (me encanta esa palabra en idioma español). Pero una desgraciada lesión en el ligamento cruzado de la rodilla derecha me apartó de la competición. Me costó mucho superarlo.

Gracias a mis buenos tovarishchi, seguí arropado por la familia del Spartak, formando parte, como voluntario y luego como asistente, del cuerpo técnico del club rojiblanco. Eso me salvó de caer en la depresión o en el alcoholismo. Di el salto a la federación nacional, donde hice carrera hasta el año 1999. Soy una persona afortunada. Viajé mucho por el extranjero con la selección soviética, después rusa, durante la década de los 90, unos años muy duros y convulsos para el país. En uno de esos desplazamientos por Europa conocí España y me enamoré del país. La tierra de Don Quijote y Dalí se ha convertido en mi segunda patria. Aquí encontré a mi segunda esposa, Beatriz, andaluza y de la ciudad de Baeza, en Jaén, para más señas. Ahora trabajo como fisioterapeuta en Málaga capital y desde hace un par de años entreno al Casabermeja, un modesto pero entrañable club que milita en la división regional preferente.

Siempre me ha gustado ordenar mis pensamientos y ponerlos por escrito. En una cuartilla de papel o en un ordenador. Empecé a pensar seriamente en escribir este relato tras el Mundial de 2018, celebrado en Rusia. La excusa resultó perfecta para visitar a viejos amigos y ver muchos partidos de primer nivel, no solo en Moscú, donde nací, sino también en Sochi, la ciudad balneario a orillas del mar Negro. Entonces me convencí de lo mucho que había cambiado el deporte rey. Antes, cuando era joven, había otro estilo de fútbol, más abnegado, más humilde, más basado en el esfuerzo colectivo que en la resolución de unas estrellas millonarias, más cimentado en el pundonor que en el talonario.

Eso pasaba no solo en mi patria, sino también en España. Cuando llegamos a este país, el fútbol aún se parecía al de los ochenta, pero la sentencia Bosman, en diciembre de 1995, que conllevó la desaparición del cupo de los jugadores europeos comunitarios, lo cambió todo y fomentó el negocio que es hoy en día. Aquí se ha incentivado el bipartidismo Barça-Madrid. Hoy es impensable que otro les haga sombra. El Atlético de Madrid en 2014 fue la excepción. En los noventa, en cambio, aunque dominaran el Barça o el Madrid, la lucha estaba abierta y se plantaban con opciones de ganar el Deportivo, el Valencia o el propio Atleti. La Liga era mucho más competitiva y emocionante que ahora. Los derechos televisivos favorecen ese bipartidismo actual, con los dos grandes llevándose una tajada mucho mayor del enorme pastel que se sirve en la mesa.

Como digo, hasta los noventa el fútbol tenía otra imagen, más épica y dura. Pensad en la propia estética de los futbolistas: era habitual ver tipos calvos sin complejos, con bigote, gordos incluso. Tu vecino podía ser un futbolista profesional. Aparte, era mucho más duro jugar. Si llovía, te llenabas de barro hasta las orejas; si nevaba, se jugaba el partido igual, con una pelota roja para que fuera visible sobre la nieve. Ahora, en cambio, tienen todos los adelantos técnicos para jugar en campos que parecen auténticas alfombras verdes. En Moscú, por ejemplo, se usan lámparas especiales para calentar el césped. Hace dos o tres décadas, era inimaginable que un equipo se viera privado de jugadores de su cantera. Pero desde hace varios años hay clubes que pagan millonadas por críos de quince o dieciséis años. Tenemos muchos ejemplos: uno muy claro fue el de Cesc Fàbregas, en 2003. Con dieciséis años, el Arsenal se lo compró al Barça, cuando los azulgranas atravesaban una crisis total en la que no promocionaban la cantera. Ahora, en otro ejemplo de mercantilización extrema, es el Barça el que lo hace con chavales de equipos extranjeros.

Y no solo se ha mercantilizado el fútbol, sino que se ha globalizado, en el peor sentido de la palabra. A primeros de los noventa nadie pensaría que hoy los horarios de un partido importante de Liga se fijarían conforme a la hora en Extremo Oriente, para que los chinos y japoneses los puedan ver a una hora cómoda para ellos. Y la comercialización ha llevado a un precio desmedido de las camisetas. Yo recuerdo que a Serguéi, mi hijo mayor, fruto de mi primera relación, le regalé toda la equipación de la selección española. No era algo muy caro. Hoy en día, muchos padres pagan precios desorbitados por camisetas con el nombre impreso del ídolo de su niño. Y lo ven normal. E insisto en lo de la estética de los jugadores. Hace veinticinco años, un Neymar estaría en un circo, no en un campo de fútbol. Suena duro, pero es lo que pienso. Otra situación inconcebible en los noventa sería que jeques árabes compraran clubes e hicieran y deshicieran a su antojo. El Málaga fue un ejemplo claro de esa perniciosa tendencia cuando tuvo al mando al jeque Al Thani.

Con este libro quiero aportar mi humilde testimonio a lo que pasó en esos añorados años noventa, pero especialmente evocar una extraordinaria circunstancia: la llegada a España de numerosos jugadores de fútbol soviéticos justo cuando desapareció la URSS. Dasáyev, Salenko, Mostovói, Rádchenko, Popov, Karpin, Onopko, Chéryshev y tantos otros. Vinieron del frío buscando un futuro mejor. Como he leído en algún periódico, «eran buenos, bonitos y baratos». La suerte les sonrió en mayor o menor medida y la afición española los sigue recordando. Tuve el privilegio de conocer a muchos de esos compatriotas míos, y también a sus entrenadores, a sus compañeros y a algunos de los directivos de sus clubes.

El primer recuerdo futbolístico que guardo en mi memoria es el de mi padre, Alekséi Maksímovich, llevándome al entonces Estadio Central Lenin, en la ribera del río Moscova. Desde 1992 al estadio se le llama Luzhnikí por el barrio donde se encuentra. Yo tenía apenas seis años. Recuerdo vívidamente la desilusión de mi padre porque el Spartak descendía a segunda división: había terminado la temporada en decimoquinta posición. Algunas autoridades soviéticas pusieron el grito en el cielo. ¡Cómo puede haber ocurrido algo así!, clamaron, y apelaron a la cúpula del país para que le mantuvieran en la división de honor, teniendo en cuenta sus grandes logros pasados. Finalmente, prevaleció el sentido común; haber hecho una excepción con los gladiadores —llamados así popularmente, porque el nombre del Spartak viene del célebre gladiador romano Espartaco— habría supuesto un peligroso y lamentable precedente que habría violado los más elementales principios futbolísticos del fair play.

El club regresó a primera al año siguiente, en 1978. Poco después del descenso, Nikolái Stárostin, presidente y vieja gloria del Spartak, invitó a Konstantín Béskov, un exjugador del Dinamo de Moscú, a tomar las riendas del equipo. Eso no nos agradó a muchos, dada nuestra eterna rivalidad con los blanquiazules. Pero lo cierto es que el nuevo entrenador consiguió formar un conjunto muy sólido gracias a los fichajes del centrocampista Yuri Gavrílov, el delantero Gueorgui Yártsev y el defensa Oleg Romántsev (aunque a este le costó bastante convencerlo), tan fuerte que ganaron la liga de 1979. Béskov dirigió después la selección soviética y en junio de 1980 sus hombres arrancaron una victoria histórica al Brasil de Sócrates en Maracaná, con Dasáyev de portero y Romántsev de capitán. Sobre el pecho, los nuestros lucían las siglas CCCP, las de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. ¡Aquello era fútbol!

Mi tío Stepán, el hermano más pequeño de mi padre, también era hincha del Spartak. Aunque hacía mucho frío y había nevado la noche anterior a aquel nefasto miércoles de 1982, Stepán decidió ir a ver el partido de ida de la UEFA contra el Haarlem holandés. Le acompañaban dos buenos amigos. La temperatura rondaba los diez grados bajo cero. Algunas de las tribunas del Estadio Luzhnikí estaban cubiertas de nieve y hielo. Solo dos de ellas fueron habilitadas al público. El Spartak ganaba 1-0. El tiempo era tan malo que algunos espectadores decidieron salir del recinto deportivo antes de que el árbitro pitara el final para así coger el metro de regreso a casa. Pero cuando el Spartak marcó el segundo gol, en el minuto 90, algunos aficionados volvieron al estadio para celebrar el tanto, chocando con los que ya salían. También se dio el hecho de que algunos bárbaros, calientes por el vodka, habían lanzado botellas y bolas de nieve a los agentes de policía durante el transcurso del partido. La militsia, la policía uniformada, se había puesto a controlar la documentación a la salida del estadio porque había mucho adolescente solo. Entonces era ilegal que los menores de dieciséis años acudieran a un evento vespertino si no iban acompañados por un adulto.

Este cúmulo de circunstancias produjo una espantosa avalancha que segó la vida al menos a 66 personas. Esa fue la cifra oficial, pero perecieron muchos más. Se llegó a hablar de 350 muertos. Nunca sabremos el número exacto. Mi tío Stepán, de veinticuatro años, fue una de las víctimas mortales. Mi padre y mi tío Fiódor estuvieron ocho horas buscándole, cada vez más desesperados, hasta que dieron con él, gracias a un amigo, en el estremecedor depósito de cadáveres del Centro de Urgencias de Sklifosovsky. Murió aplastado en la escalera número 1 de la Tribuna C. Lo enterramos ¡trece días después! El propio Yuri Andrópov, a punto de convertirse en secretario general del PCUS, pues Leonid Brézhnev ya no se enteraba de nada, impulsó una comisión de investigación. El director del Luzhnikí, Víktor Kokryshev, el comandante en jefe del estadio, Yuri Panchijin, y otros dos subordinados, incluido un mayor de la policía, fueron condenados a tres años de cárcel por negligencia. Pero, o fueron amnistiados, o no cumplieron toda la pena. ¡Qué vergüenza!

Ese trágico episodio familiar marcó mi vida por completo. Desde entonces, siempre he evitado las aglomeraciones. Cuando toca abandonar cualquier estadio, espero paciente hasta que haya transcurrido un buen rato y pueda salir tranquilo, sin sufrir empujones. Eran tiempos muy complicados, y las autoridades taparon e incluso redujeron la magnitud de la tragedia. Nada apareció reflejado en la crónica del partido publicada un día después por el rotativo Sovietski Sport (Deporte Soviético). Tan solo se publicó un párrafo de tres líneas, que hablaba de «víctimas», sin dar más detalles, en el diario Vechérniaya Moskvá (Moscú Vespertino).

Hubo que esperar a la Glásnost, es decir, a la libertad de expresión que trajo Mijaíl Gorbachov, ya en julio de 1989, para que los propios soviéticos conociéramos de primera mano los tremendos detalles de aquel desastre. El primero que los desveló fue, creo, el diario Izvestia (Noticias) en un reportaje titulado «El negro secreto de Luzhnikí». Desde entonces, todos los meses de octubre, haga frío o no, los aficionados al balompié se reúnen en señal de duelo para depositar bufandas y flores sobre el monumento a las víctimas, inaugurado en 1992 al cumplirse diez años de aquel espantoso siniestro.

No quería dejar pasar este episodio negro del que tan poco se ha hablado dentro y fuera de mi país. Pero el relato que empezaré a narrar comenzará pocos años después, cuando la caída de la Unión Soviética era inminente y tantos futbolistas empezaron a buscarse la vida en el extranjero, muchos de ellos en España. Yo también lo hice, en parte, gracias a ellos. Esta es su historia.

2. Dasáyev, la Perestroika llevada al fútbol

 

Reestructuración. Reforma. Renacimiento. Estas tres palabras son algunas de las posibles traducciones del término ruso perestroika, quizás el que mejor define el tiempo de Mijaíl Serguéyevich Gorbachov como máximo dirigente soviético. El diccionario de la Real Academia Española la describe como «cambio político aperturista promovido en la antigua Unión Soviética a fines de la década de 1980». Esta transformación fue un hecho a distintos niveles, incluido el deportivo. Y el reflejo más claro de los cambios que los deportistas profesionales estaban a punto de experimentar es el de la luz verde a su contratación por parte de clubes de países capitalistas.

Si hubiera triunfado la Perestroika y siguiera existiendo la Unión Soviética, Gorbachov tendría reservado un hueco inmortal entre los muros de ladrillo rojo del Kremlin. Gran parte de la pared oriental de la vetusta ciudadela moscovita levantada en el siglo XII sirve como osario privilegiado de las personas que contribuyeron de manera significativa en la construcción y en el desarrollo del Estado soviético. Ahí reposan los restos de Yuri Gagarin, el primer hombre que viajó al espacio. También están enterrados varios líderes del PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviética) como Stalin, Brézhnev, Andrópov y Chernenko. Pero la Perestroika no funcionó y descarriló por una serie de acontecimientos.

Lo cierto es que Gorbachov parecía ya tener las cosas claras antes de pensar en competir por el trono. Había que acometer una reforma completa para salvar el edificio y sus cimientos, debió de pensar entonces. Pasó de las ideas a las palabras el 10 de diciembre de 1984, diez meses después de la muerte de Andrópov, su mentor. Ese día pronunció un audaz alegato sobre ideología en una conferencia del Partido celebrada a puerta cerrada en Leningrado. Fue el discurso más radical pronunciado por un miembro del Politburó desde la época de Jrushchov, pues ya incluía la mayoría de los términos que le hicieron famoso, como la glásnost o transparencia informativa. Ese paso descolocó a sus oponentes inmovilistas en la lucha tenaz por suceder a Chernenko, quien estaba más enfermo que su predecesor, tanto que solo resistió trece meses como secretario general.

Ganada la partida en marzo de 1985, la primera prueba de fuego de la gestión de Gorbachov al frente del Estado soviético se materializó en la catástrofe nuclear de Chernóbil, situada no lejos de la capital de Ucrania, Kiev. Ocurrida en la madrugada del 26 de abril de 1986, a consecuencia principalmente de un error humano, la explosión del reactor número cuatro provocó una gran nube radiactiva que recorrió media Europa, emponzoñando de isótopos no solo Ucrania, sino también la cercana Bielorrusia. Gorby tuvo que convencer a los gerifaltes del Politburó para que no se hiciera, como siempre, aquello de silenciar o minimizar los problemas más graves… Le costó lo suyo porque guardó silencio durante catorce largos días. El sistema seguía intentando ocultar la verdad. Ganó la Glásnost.

La distensión con el bloque capitalista representó otro indudable triunfo moral de Gorbachov. El 8 de diciembre de 1987 firmaba en Washington con el entonces presidente norteamericano Ronald Reagan el tratado INF, que eliminaba los misiles nucleares de medio y corto alcance, el primero que reducía y no solo limitaba los arsenales atómicos. Y justo un año después, el 7 de diciembre de 1988, ante la Asamblea General de Naciones Unidas reunida en Nueva York, anunciaba al mundo entero su decisión de disminuir el número de las tropas soviéticas desplegadas en el este de Europa. Dos pasos valientes.