Verano en Primrose Tower - Annie Robertson - E-Book

Verano en Primrose Tower E-Book

Annie Robertson

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Beschreibung

Con los nuevos comienzos, el amor tiene una segunda oportunidad para florecer… Cuando la florista Jennie Treloar consigue el trabajo de sus sueños, decide romper con su prometido para perseguir su felicidad. Pero, después de que una clienta adinerada provoque su despido, Jennie decide arriesgarse y montar su propio negocio.   Al mudarse al edificio Primrose Tower con su nueva amiga Kat, Jennie conoce a un grupo de mujeres fuertes, a las que pedirá ayuda cuando la boda que le han encargado pasa de ser algo íntimo y familiar a ser un evento con cientos de invitados. Pero mantenerse enfocada en el trabajo no será fácil porque James, un médico encantador, no deja de distraerla. Con nuevos problemas surgiendo a cada paso, además de que su ex todavía se está entrometiendo en su vida, ¿será capaz Jennie de resolver todas las complicaciones y dar un paso decisivo en su carrera?   Y, este verano en Primrose Tower, ¿florecerá también el amor entre Jennie y James?   --- «Se lleva cinco estrellas bien grandes y brillantes de mi parte. Si buscas comunidad, amistad y amor, esta es la lectura perfecta».   Sue Moorcroft ⭐⭐⭐⭐⭐    «Inspiradora, romántica y divertida, ¡te sacará más de una sonrisa!».   Holly Martin ⭐⭐⭐⭐⭐ «Una historia tan encantadora como un ramo de flores. Un elenco de personajes entrañable y una buena dosis de amistad, amor y desafíos en el camino. Un auténtico bálsamo para la vida real».   Kate Frost ⭐⭐⭐⭐⭐ «Una lectura preciosa, a ratos conmovedora, que te deja una sensación cálida y una sonrisa hasta el final… Acompáñala con una bebida fría y disfrútala en el jardín, porque esta comedia romántica es perfecta para el verano».   Lizzie's Little Book Nook ⭐⭐⭐⭐⭐ «Esta historia es inspiradora y la lectura ideal para el verano. La devoré en una sola sentada porque es simplemente maravillosa».   Reseña en Amazon ⭐⭐⭐⭐⭐

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Seitenzahl: 390

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Verano en Primrose Tower

Verano en Primrose Tower

Título original: Summer at Primrose Tower

© 2022 Annie Robertson. Reservados todos los derechos.

© 2025 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

Traducción, Bárbara Vaquero @ Jentas A/S

ePub: Jentas A/S

ISBN 978-87-428-1398-0

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Queda prohibido el uso de cualquier parte de este libro para el entrenamiento de tecnologías o sistemas de inteligencia artificial sin autorización previa de la editorial.

Translated from the English language: Summer at Primrose Tower. First published in Great Britain by Welbeck.

Published by arrangement with The Schoolhouse Partnership and Blake Friedmann Literary, TV and Film Agency Ltd.

Para Dani y Lesley,

amigos y vecinos.

PRÓLOGO

—Has hecho lo correcto, cariño —dijo Irene, mientras ponía la mano en la espalda de Jennie. Incluso a través de la gruesa capa de ropa y del chubasquero amarillo que llevaba, Jennie podía sentir su tacto, lleno de apoyo, lleno de amor, lleno de mamá.

—Eso espero —dijo Jennie, con la voz tan quebradiza como las ramitas que crujían bajo sus botas de agua. No sabía si se sentía débil por la conmoción, el dolor, la confusión o por una combinación de las tres cosas, pero lo que sí sabía era que en los bosques de Brompton Manor se sentía mejor. Los primeros brotes de la primavera se abrían paso entre la maleza, luchando por sobrevivir.

—En mi opinión, estás mejor sin él —dijo su padre, Tony, que cerraba la comitiva enfundado en un anorak azul marino y botas de agua Dunlop.

—Gracias, papá —respondió ella, con voz entrecortada. Su padre era al que más le dolía haber hecho daño. Él se había encargado de ir a la iglesia a decirles a todos que la boda se cancelaba y, además, se había quedado sin dinero.

—La verdad es que todavía no me lo explico del todo —dijo Irene, mientras observaba a Bruno, el labrador negro de la familia, que hurgaba entre los helechos.

«Hasta Bruno lleva veinticuatro horas sufriendo las consecuencias», pensó Jennie.

Con tanta gente yendo y viniendo —Jennie y su hermana, Claire, que se habían instalado en la casa; la jefa de Jennie, Dorothy, que había ido a llevar los ramos y los ramilletes— y ropa colgada por todas partes, habían tenido que desterrar a Bruno a la cocina. Además, por culpa de la sensación de desolación que se quedó en la casa cuando canceló la boda, la multitud de llamadas que hubo que hacer y todo el mundo dándole vueltas a la cabeza pero sin decir nada, nadie había dado de comer a Bruno hasta pasadas las nueve de la noche, porque estaban demasiado aturdidos para acordarse de él.

—Debería haber tomado la decisión hace meses —dijo Jennie, mientras tomaba la bifurcación de la izquierda, como había hecho tantas veces a lo largo de los años durante excursiones familiares en Navidad para quemar la comida, tranquilos paseos con Claire hablando de sus propósitos el día de Año Nuevo, búsquedas de huevos de Pascua organizadas por los dueños de la finca, fiestas de verano y rutas fantasmales en Halloween. Conocía la finca tan bien como el jardín trasero de sus padres, era como un viejo amigo de la familia con el que sabes que podrás contar siempre, en lo bueno y en lo malo.

—¿Por qué no lo hiciste, cariño? —preguntó Irene, con los ojos azul grisáceo fijos en los de su hija.

Jennie vio el tremendo daño que le había causado a su madre al ocultarle sus sentimientos. Parecía que esa traición le dolía más a Irene que el hecho de que Jennie hubiera cancelado la boda.

Las lágrimas se agolparon en los ojos de Jennie y, aunque intentó contenerlas con el dedo, salieron en tromba, como si fueran gotas de lluvia gigantes, y empaparon sus mejillas.

—Pensaba que solo estaba nervioso, ¿sabes? Cuando solicité el puesto de becaria, me dijo que si lo conseguía tendríamos que romper, pero creía que lo que le preocupaba era la posibilidad de que me fuera a Londres. Y nunca se me pasó por la cabeza que me lo darían, que tendría que decirle que me iba a marchar —dijo, recordando que llevaba años soñando con la beca de Sarah Cunningham, pero que hacía poco que había encontrado la confianza suficiente como para solicitarla—. Me imaginé que elegirían a otro candidato y que Stephen y yo volveríamos a la normalidad, que nos casaríamos, que yo seguiría trabajando en la floristería de Dorothy y que a lo mejor algún día tendríamos hijos —dijo Jennie, aunque al expresar esos pensamientos en voz alta le parecieron ridículos. De chiste, la verdad. «¿Cuál es el dicho….?», pensó. «Todo puede cambiar en un día…».

—Cuando le conté que me habían aceptado, dijo que tenía que elegir entre la beca o él, y entonces caí —continuó ella, mientras revivía en su cabeza el momento en el que, la noche antes de la boda, después de escabullirse, le había contado que había conseguido el puesto y cómo se le había afilado la cara con forma de corazón y sus redondos ojos oscuros. Era la misma mirada que ponía cuando estaba de mal humor y estallaba a la mínima; en esos momentos, ella siempre modificaba su comportamiento para calmarlo. Pero la noche antes de la boda no lo hizo; esa noche se mantuvo firme—, lo vi más claro que el agua. ¿Cómo iba a pasar el resto de mi vida con una persona que no me apoyaba en lo que más amo?

—Quieres ser florista desde que eras una mocosa —dijo Tony, e Irene se echó a reír, de tal forma que se le marcaron las arrugas de los ojos.

—¿No te acuerdas de las cadenas de margaritas interminables, los pensamientos prensados y los innumerables libros de Las Hadas Flores? Siempre has sido la tontita de las flores —dijo Irene. Y Jennie pensó en la pequeña hada Flor de Cuclillo y en lo mucho que se parecía su madre, que tenía la cara delgada y el pelo corto como ella.

—Y Stephen nunca entendió esa fascinación —replicó Jennie, con un nudo de culpabilidad en el estómago por no haberles hablado de su ultimátum, que surgió como una amenaza cuando ella no cedió: «Me aseguraré de que nunca tengas éxito», le había dicho, acechándola con una mirada que insinuaba que estaba pensando formas innumerables de hundirla. Jennie se acordó de que, al principio de su relación, él le había dicho en una ocasión que no saldría con ella si no se cambiaba de vestido, y ella pensó que solo estaba siendo un poco posesivo, pero de forma sana. Y un par de años más tarde, cuando ella mencionó que quería montar su propio negocio, él la convenció de que, en lugar de eso, se comprasen una casa, embaucándola con datos y cifras sobre «crecimiento e inversión» y sobre lo bien que les vendría a los dos. Se sentía estúpida por haberse dado cuenta de que no podría pasar el resto de su vida con él justo cuando ciento cincuenta personas se preparaban para asistir a su boda.

—Mejor haberte dado cuenta ahora que dentro de cinco años —dijo Irene, y sintió de nuevo esa punzada de culpabilidad por no haber contado a sus padres toda la verdad, como había hecho a lo largo de toda su vida, incluso cuando esta era cruda o embarazosa, como los enamoramientos adolescentes que habían salido mal, o tener que contarle a su padre que le había bajado la regla por primera vez porque su madre estaba en el trabajo.

Pero quería protegerlos de la amenaza de Stephen. «Sería la gota que colma el vaso— pensó—. Ya han sufrido por las cancelaciones, los depósitos perdidos y las interminables preguntas de los invitados. Se lo debo».

—Tienes que marcharte a Londres y triunfar, así le enseñarás lo que se ha perdido —dijo Tony, todavía henchido de orgullo por los planes de su hija, a pesar de cancelación de la boda.

—Es solo una beca, papá. No voy a ser la florista de la reina —dijo, aunque en secreto estaba encantada de que él estuviera tan contento como ella o quizá más.

—Tu padre está muy orgulloso de ti, cariño. Desde que presentaste tu candidatura a Flores Sarah Cunningham, se pasa el día y la noche viendo reseñas en Google. No se puede creer que a su hija la hayan seleccionado para trabajar en una floristería tan prestigiosa.

—No me puedo creer la magnitud de algunos de los eventos en los que trabajan. ¿Cuánto dinero tiene esa gente? —Silbó, realmente asombrado, con la felicidad inconsciente de la vida que había más allá del Condado de Gloucester y Brompton Marsh, donde había vivido toda su vida.

—Mucho. Más de lo que nos podemos imaginar, eso está claro —se rio Jennie, encantada de que su padre se las hubiera arreglado para conservar tanta inocencia a pesar de tener más de cincuenta años.

—Si lo haces bien, Jennie, tendrás toda la vida solucionada.

—Me conformo con tener solucionadas las próximas cuatro semanas. Aún tengo que encontrar un sitio para vivir hasta que empiece a trabajar —dijo, ya que sabía que era imposible que pudiera volver a la casa que había compartido con Stephen.

—Puedes quedarte con nosotros, cariño. Tu padre y yo ya lo hemos hablado. Nos encantará tenerte de vuelta en casa.

—¿Estáis seguros? —preguntó, ya que tenía miedo hasta de pasar a recoger sus cosas, que no eran muchas; la casa siempre le había parecido más de Stephen que suya. Era una casa nueva en las afueras que habían comprado un par de años antes. Stephen había insistido en que comprasen algo seguro, aunque Jennie se había enamorado de un precioso pisito en el centro de la ciudad con una pequeña tienda debajo con un anexo que habría sido perfecta para montar una floristería. Pero Tony se había puesto del lado de Stephen y ambos estaban de acuerdo en que era mejor una vivienda de nueva construcción con «poco mantenimiento», «pocos gastos» y «poco riesgo», así que Jennie había aceptado, a pesar de que era más cara y de que necesitaba invertir todos sus ahorros.

—Claro que estamos seguros —dijo Irene, mientras pasaban del suelo de mantillo del bosque al sendero de gravilla de la finca.

—Gracias, mamá —dijo Jennie, abriendo la puerta del jardín, donde sus padres se alejaron para mirar los eléboros. Jennie siguió a Bruno, que se había adelantado trotando hacia su lugar favorito, la caseta del jardinero, con sus ventanas simétricas de doce hojas y la pintura blanca descascarillada, que dejaba al descubierto la madera desgastada por la intemperie. Jennie había perdido la cuenta de cuántas veces se había sentado en el jardín y había aspirado el aroma de las rosas Rambling y la madreselva. Y cada año veía cómo se había caído otro cristal del enorme invernadero que había en la pared opuesta a la caseta y cómo las rosas se volvían más leñosas y las zarzas, más invasivas. Y también había perdido la cuenta de las veces que había soñado con ser propietaria de la casa, con restaurarla para devolverle su antiguo esplendor y dirigir su propio negocio: Flores Jennie Treloar, desde el jardín. En momentos más fantasiosos, incluso había diseñado el logotipo y se había imaginado conduciendo por el campo una pequeña furgoneta de época con él impreso. Pero sabía que no era más que una fantasía, algo que nunca podría permitirse, aunque aprendiera un montón en Flores Sarah Cunningham. El sueño de trabajar como becaria con Sarah era suficiente para ella.

Jennie salió de su ensimismamiento cuando vio que a Bruno se le unía un border terrier canoso, y no muy lejos, detrás de él, una mujer mayor, bajita, que llevaba una chaqueta de trabajo raída, que parecía lo bastante grande como para pertenecer a un hombre.

—Hola —dijo Jennie cuando la mujer pasó a su lado.

—Buenos días —respondió ella, deteniéndose, con las manos cruzadas a la espalda, pensativa.

—No falta mucho para que florezcan los narcisos —dijo Jennie, fijándose en las raíces grises del desaliñado pelo corto de la mujer—. Resulta un espectáculo precioso en esta época del año.

—Las campanillas de invierno han estado magníficas —respondió la mujer con la mirada baja.

—Siempre es un placer verlas —sonrió Jennie, preguntándose con qué frecuencia visitaba la mujer el jardín—. Parece que los jardineros están ocupados —añadió, señalando con la cabeza a un hombre que sacaba por la puerta bolsas enormes llenas de desperdicios en la esquina más alejada del jardín.

—Es un trabajo a tiempo completo.

—Pues sí —dijo—. En mi cabeza fantaseo con la idea de hacer algo parecido algún día: cuidar rosas y cultivar mis propias flores para hacer ramos.

La mujer le dedicó una sonrisa que Jennie no supo descifrar del todo, no sabía si era melancólica o ligeramente jocosa, como si su idea fuera demasiado fantasiosa para su gusto.

—Todo es posible con trabajo duro y un poco de suerte —sonrió, antes de inclinar la cabeza, con las manos todavía cruzadas a la espalda, y alejarse. E incluso después de perderla de vista, había algo en su presencia, casi mágico, que hizo que Jennie se preguntara si la suerte estaba a punto de llegarle.

1

Jennie llamó al timbre de estaño redondo de Flores Sarah Cunningham y esperó, tamborileando de forma nerviosa con los dedos sobre su falda vaquera. Los nervios le empezaron sobre las cinco de la mañana, cuando la despertó el ruido de un tren del metro, aunque tardó un momento en comprender qué era ese ruido y por qué tenía el estómago revuelto. Y entonces se acordó de todo: el día anterior se había mudado de casa de sus padres a un piso compartido en Primrose Hill porque ese mismo día iba a empezar a trabajar tres meses como becaria.

Como no contestaba nadie, ahuecó las manos para mirar a través de la puerta de cristal, pero la tienda estaba vacía. Estaba a punto de volver a llamar al timbre cuando una mujer de mediana edad llegó de la parte de atrás. Se colocó un poco los rizos rubios, apretó sus delicados labios rosados y se enderezó mientras la mujer levantaba la mano para abrir la puerta.

—¿Jennie? —preguntó la mujer de pelo castaño, mientras abría y se limpiaba las manos en un delantal negro.

—Sí. —Extendió el brazo y estrechó la cálida mano de la mujer.

—Soy Sarah.

Jennie dudó un momento, esperando una explicación más concreta: «Sarah, la encargada de la tienda» o «Sarah, limpio los cubos y los tallos», pero como no decía nada más, Jennie preguntó:

—¿Sarah Cunningham?

—¡Pues claro! —rio con ganas, mientras invitaba a Jennie a pasar a la tienda. El suelo de pizarra se sentía sólido bajo las zapatillas Converse rosa de Jennie, y había un aroma a flores que la dejó sin aliento—, ¿a quién te esperabas?

«A un ejército de subordinados», pensó Jennie, mirando a su alrededor con admiración. Era demasiado pronto para que hubiera llegado el camión del reparto; pero, aun así, a ambos lados de la tienda, había una despliegue impresionante de flores, colocadas sobre elegantes aparadores negros. Jennie se fijó en que estaban agrupadas por colores, no por tipos, lo que resaltaba el tono y la textura.

—No esperaba que estuvieras en el taller —dijo Jennie, al ver sus grandes ojos azules en el espejo de la cómoda.

—Es mi rincón preferido —dijo Sarah, mientras pasaba por detrás del largo mostrador de madera negra, a la izquierda de la tienda, para coger un par de cubos de estaño, a juego con el timbre. Jennie se dio cuenta de que los pequeños detalles eran algo imprescindible para Sarah—. ¿Puedes coger ese cubo, por favor?

Jennie lo cogió, la siguió hasta la parte trasera de la tienda y entraron en el taller.

—Aquí es donde se hace el trabajo de verdad —dijo Sarah, dejando los cubos en el suelo mientras recorría con un gesto la gran sala de paredes de ladrillo encalado, que era totalmente distinta a la tienda. Cuatro grandes mesas de trabajo ocupaban todo el centro; en la pared de la izquierda había una hilera de fregaderos victorianos, al fondo, una puerta abierta que llevaba al despacho, y las dos paredes restantes estaban forradas de estanterías y alacenas llenas de todo tipo de cosas, desde esponjas para flores hasta pelarrosas.

—Empezarás en la tienda, preparando ramos y arreglos florales para los clientes locales. Una vez que hayas demostrado tu valía allí, podrás empezar aquí, ayudando con los eventos.

El corazón de Jennie dio un vuelco al oír la palabra eventos. Llevaba años siguiendo a Sarah en Instagram y quedándose boquiabierta a diario con las impresionantes imágenes tomadas en todo tipo de eventos, desde espectáculos de empresas a fiestas de famosos, e incluso una pequeña boda real; el tipo de ocasiones que dejaban a su padre sin palabras. Contaba con más de doscientos mil seguidores forrados; parecía que cualquier personalidad importante de Londres quería diseños florales de Sarah Cunningham en sus eventos.

—Parece que tienes las habilidades necesarias —dijo Sarah, mientras lavaba un cubo en uno de los fregaderos—, por lo que pone en tu solicitud. —Jennie recordó el proceso para solicitar el puesto: tuvo que rellenar varios formularios, dar dos referencias y adjuntar una memoria con todos los trabajos que había hecho y una breve exposición sobre lo que creía que podía aportar a Flores Sarah Cunningham, algo que la había llevado por la calle de la amargura durante semanas, en los descansos para comer, para que no se enteraran ni su antigua jefa, Dorothy, ni Stephen—. Pero lo más importante de la beca es saber si de verdad tienes creatividad y personalidad. Buscamos llevar nuestra marca más allá, no nos hacen falta imitadores.

—Espero ser capaz de demostrar que tengo las dos cosas —dijo Jennie, consciente de que la frase había sonado muy estirada y formal. Esperaba que Sarah no pensara que sus diseños eran cuadriculados.

Sarah cogió un delantal de una percha que había junto a los fregaderos y se lo entregó a Jennie.

—Seguro que sí —dijo con amabilidad—. Y no te preocupes, tendrás mucha ayuda.

—Me esforzaré al máximo —dijo Jennie, mientras se colocaba el delantal por encima de su jersey corto y se lo ajustaba con un nudo sobre la esbelta cintura. Sus ojos se posaron en el bordado. En el tejido negro estaban cosidas con hilo de color cobre las palabras: «Flores Sarah Cunningham». En su interior sintió un cosquilleo de placer al darse cuenta de que su sueño se había hecho realidad.

—No esperaba menos —dijo Sarah—. ¿Ya te has instalado en el apartamento?

Hacía menos de veinticuatro horas que Jennie había llegado a la ciudad. El piso era minúsculo, tenía solo un pequeño cuarto húmedo en una esquina y un espacio en la esquina opuesta, en el que solo cabía una cocina y un fregadero con un armario debajo y dos muebles en la parte superior. No había encimera, así que, si quería preparar algo, tenía que hacerlo en una bandeja apoyada sobre las rodillas o en la pequeña mesa de centro que había junto al sofá cama de dos plazas. No sentía en absoluto la familiaridad y comodidad de la casa de sus padres.

—Más o menos. Me he traído algunas cosas para sentirme como en casa —dijo Jennie, que había llamado a su madre por videollamada nada más llegar para contarle que el apartamento era minúsculo. A su lado, el piso de la calle sin salida parecía un palacio.

—Es pequeño, así que no hacen falta muchas cosas para que resulte acogedor.

—¡Exacto! —Aunque todavía se sentía un poco perdida en Londres, Jennie sabía que en el piso pronto se sentiría como en casa gracias a todos sus trastos, que no encajaban en la decoración «minimalista» de Stephen y habían estado fuera de la vista en su antiguo dormitorio. La ciudad no tenía nada que ver con Brompton Marsh, donde todos hablaban con todos, aunque no se conocieran entre sí.

«Aunque, la verdad es que —pensó Jennie—, a veces, que todos hablen con todos no siempre es algo positivo». Jennie sabía por experiencia propia que eso significaba que todo el mundo estaba al tanto de todos tus asuntos, y cuando eres tú el objeto de cotilleo, como le había ocurrido a Jennie después de dejar plantado a Stephen en el altar, la vida en un pueblo podía resultar bastante claustrofóbica. «A lo mejor no resulta tan malo vivir en una ciudad, aunque ahora mismo me sienta un poco sola y abrumada».

—Vamos a ver —dijo Sarah, mientras volvía a la tienda con Jennie; una vez allí, le dio una escoba y cambió el cartel de «cerrado» por el de «abierto»—, tenemos tres reglas a la hora de atender a los clientes: una, aprenderse siempre su nombre; dos, tratar a cada persona como si estuviera a punto de gastarse diez mil libras, aunque solo se gaste diez; tres, el cliente siempre tiene razón.

—Entendido —dijo Jennie, mientras se ponía a barrer los restos de los tallos del día anterior, para demostrar su buena disposición.

—Y aquí está la primera del día —dijo Sarah, abriendo la puerta con una sonrisa—. Buenos días, Kat, ¿cómo estás?

—Estoy bien, gracias, Sarah —dijo Kat, una chica de la edad de Jennie, de unos treinta y pocos, con pelo negro azabache asimétrico corto y afilado, con un lado largo y en ángulo sobre la cara y el otro lado afeitado.

—Kat, esta es Jennie.

—Hola —dijo Jennie, mientras apartaba la escoba a un lado.

—¿Te pongo lo de siempre? —Sarah ya estaba sacando unas anémonas oscuras moradas y rojas.

—Sí, por favor. —El pelo le caía sobre un ojo, que llevaba pintado con un grueso delineado negro.

—Jennie, ¿por qué no eliges algo que complemente la selección de Kat?

Jennie, sabiendo que se trataba de una prueba, salió de detrás del mostrador para estudiar a Kat, de manera sutil, sin que esta se diera cuenta, lo suficiente como para poder captar su carácter y sus gustos. Llevaba unos vaqueros pitillo negros y una camiseta también negra con las mangas remangadas, que dejaban al descubierto varios tatuajes de calaveras, serpientes y lirios de colores vivos. Mantenía la barbilla baja, pero, aunque su lenguaje corporal era cauto y vestía de forma unisex, había algo en ella cálido y femenino, como su elección de las anémonas.

—Creo que calas negras —dijo Jennie, cogiendo tres tallos de un cubo que había en la cómoda.

Sarah le pasó las anémonas a Jennie para que las juntara con las calas y esta formó sin esfuerzo un ramillete, a pesar de que le temblaban los dedos.

—¿Qué te parece? —le preguntó Sarah a Kat.

—Me gusta —respondió con una sonrisa tímida.

—A mí también —dijo Sarah, e indicó a Jennie que las envolviera, se despidió de Kat y se dirigió a la parte de atrás.

—¿Hoy es tu primer día? —preguntó Kat en voz baja, mientras Jennie ataba y recortaba de forma meticulosa el ramillete y lo envolvía en el elegante papel negro mate de la tienda. Esperaba que Kat no se fijara en cómo le temblaban las manos.

—¿Tanto se nota? —se rio Jennie. Terminó de envolver el ramo con cinta de color peltre. El lazo estaba demasiado abombado, pero sabía que se debía a los nervios, y tenía la sensación de que a Kat no le iba a importar.

—No, no —dijo Kat como queriendo retirar sus palabras, preocupada por si había ofendido a Jennie—, es que no te había visto antes.

—¿Eres una cliente habitual?

—Vengo siempre que puedo. Para mí, las flores son un lujo, no una necesidad como para algunas de las personas de por aquí. —Frotó los nudillos sobre sus labios rojos y oscuros y miró por la ventana a los vecinos de Primrose Hill que pasaban por allí.

—¿No vives aquí?

—Más o menos —dijo ella, mientras intentaba sacar dinero de su bolsillo trasero—, vivo al otro lado de la colina, en el Primrose Hill de los pobres.

Jennie sonrió ante el comentario de Kat y se preguntó si el «Primrose Hill de los pobres» sería tan solo otro barrio londinense extremadamente caro.

—Yo no soy de aquí.

—Se nota —soltó Kat con una risita, dejando el dinero sobre el mostrador—, ¡haces demasiadas preguntas!

—Lo siento —dijo Jennie, ruborizándose, consciente de sus costumbres pueblerinas.

—No te disculpes, es un buen cambio, para variar. ¿Cuándo has llegado?

—Ayer —dijo, mientras le entregaba el ramillete a Kat y procesaba la transacción en la caja registradora.

—¡Vaya, pues sí que llevas poco tiempo! —Cogió el ramillete y dudó antes de preguntar—: ¿Quieres que te haga de guía turística? Sería un placer, no suelo tener la oportunidad de hacerlo.

—Me encantaría —dijo Jennie, feliz por la oferta y confiando en que todas las personas que conociera en Flores Sarah Cunningham fueran igual de amables.

***

—Jennie, ¿puedes venir al despacho? —preguntó Sarah el viernes por la tarde.

—Claro —dijo ella, contenta de tener la oportunidad de sentarse cinco minutos, ya que sus primeros días habían sido excepcionalmente ajetreados.

La tienda rara vez había estado vacía en toda la semana y, en los pocos momentos de paz, tenía que ordenar, limpiar o contestar al teléfono. Sarah le había echado un ojo de vez en cuando, pero, la mayor parte del tiempo, Jennie había estado abandonada a su suerte, preparando ramos y arreglos con flores que no había utilizado nunca, ya que no formaban parte del pedido semanal estándar de su jefa anterior. Dorothy, la propietaria de la Floristería Brompton, donde Jennie había trabajado desde que salió de la universidad, se había quedado estancada en los años ochenta y solo vendía claveles rosas, crisantemos blancos y rosas rojas. Ahora Jennie tenía acceso a orquídeas, delphiniums, hortensias y campanillas de Irlanda, entre muchas otras flores; en resumen, a todo lo que siempre había deseado.

—Fiona, ¿te puedes encargar de la tienda, ¿por favor? —preguntó Sarah.

—Voy —respondió Fiona, la estudiante-dependienta que trabajaba los días de más jaleo, barriendo el suelo, limpiando cubos y repartiendo la comida. Y hacía todo eso enfundada en modernos looks de vaqueros de cintura alta, chaquetas de punto y enormes gafas metálicas.

—Siéntate —dijo Sarah, mientras servía a Jennie un café de la máquina de filtro que había en un rincón de su despacho; era de las pocas cosas que no estaban enterradas debajo de una montaña de papeles.

A Jennie le asombraba que Sarah pudiera dirigir un negocio de éxito de forma tan desorganizada.

—La opinión de los clientes es buena —dijo, tendiéndole un café a Jennie—, y las ventas esporádicas han sido más altas esta semana. Parece que se está corriendo la voz de que hay alguien nuevo en la ciudad.

Jennie sonrió con modestia, ya que pensaba que Sarah les decía lo mismo a todos sus becarios al terminar su primera semana.

—Eres muy mañosa y se nota que tienes bastante talento creativo —dijo mientras intentaba encontrar un hueco en el que colocar su taza entre todo el desorden de su escritorio—. Estoy muy contenta contigo.

Jennie observó a Sarah mientras esta buscaba algo, levantando trozos de papel y tazas de café vacías.

—No suelo pedir a los becarios que se impliquen en los eventos tan pronto, pero, en tu caso —dijo, justo cuando encontró lo que buscaba—, voy a hacer una excepción.

Jennie sintió una oleada de nerviosismo y colocó las manos bajo los muslos para evitar que le temblaran. Llevaba años soñando con ayudar a organizar un evento de Sarah Cunningham y, por fin, su sueño se iba a hacer realidad. Sarah se bajó las gafas de la parte superior de la cabeza, donde le habían servido de diadema, y leyó la nota manuscrita que tenía delante.

—Los Arbuthnott —leyó—. Cena para veinte personas, en una semana a partir de mañana. —Levantó la mirada, expectante. Jennie confiaba en que Sarah no pensara que tenía que saber quiénes eran los Arbuthnott, así que sonrió y asintió de una manera ambigua que podía pasar por impresionada o emocionada—. Me gustaría que trabajaras en ese evento. Son clientes extremadamente importantes, muy influyentes.

—Será un placer —dijo Jennie, encantada ante la oportunidad de ayudar a Sarah. Esperaba que, si lo hacía bien, no tardaría mucho en poder organizar un evento ella sola, en lugar de limitarse a ayudar, aunque sabía que aún le quedaba mucho por aprender antes de que se le pudiera confiar algo de tanta responsabilidad.

—Los Arbuthnott, y sus contactos, representan un gran porcentaje de nuestro negocio, así que es muy importante que todo salga bien.

Sarah pasó a enumerar exactamente lo que los Arbuthnott necesitaban para su cena: un centro a lo largo de toda la mesa, servilleteros, dos arreglos de pie, dos arreglos más pequeños, un gran arreglo para la entrada y cinco jarrones para el salón.

—Son muchas flores para una cena —dijo Jennie, pensando que en su ciudad natal había trabajado en bodas con menos arreglos.

Sarah volvió a posar los ojos en sus notas mientras decía de forma despreocupada:

—Bastante sencillo para lo que suelen hacer.

A lo largo de la semana, había habido varios momentos como ese en los que Jennie había tenido que pellizcarse a sí misma para recordarse que de verdad estaba trabajando para una de las floristas más reputadas del país y que el prestigio iba acompañado de riqueza. Una señora estadounidense de mediana edad se había gastado más de mil libras en un capricho porque: «Necesito animarme», un anciano inglés había pedido que enviaran a un miembro del personal a su casa dos veces por semana para renovar los arreglos y la mujer de un diplomático solicitó un arreglo diferente para su vestíbulo cada noche. No tenía nada que ver con Dorothy y la Floristería Brompton, donde, como mucho, repartían ramos en las casas de la gente o colocaban flores en bodas. Y ese momento, en el despacho de Sarah, era digno también de pellizcarse; una cena en la que solo las flores iban a costar más de lo que Jennie ganaba en un mes, y desde luego mucho más que la ínfima tarifa por horas que recibía como becaria.

—La casa está en Cornwall Terrace y tiene vistas al parque. La decoración es la habitual: suelos de mármol, paredes de color topo y un alijo de arte moderno.

—Ajá —dijo Jennie, con una excitación nerviosa burbujeando en su estómago.

—La cena es informal; el servicio de catering ofrece un menú primaveral de temporada, bastante ligero, así que debes tenerlo en cuenta cuando diseñes los arreglos. Las flores han de estar allí a las diez de la mañana en punto, así que tenemos que asegurarnos de que todo está listo a las nueve.

Jennie frunció el ceño y esperó a que Sarah corrigiera sus palabras, ya que lo más probable era que hubiese querido decir: «Cuando diseñemos los arreglos», pero no lo hizo.

«No puede estar sugiriendo que sea yo la que cree y desarrolle los diseños».

Sarah, al darse cuenta de la actitud pensativa de Jennie, levantó la vista de los papeles.

—¿Va todo bien?

—Sss-sí —balbuceó, tratando de mantener la compostura y no estallar de miedo y emoción ante la perspectiva de organizar su propio evento de Sarah Cunningham—. ¿Quieres que me encargue yo sola? —le preguntó, esperando no haberla malinterpretado, pero también preocupada por no estar preparada para un reto de ese tipo tan pronto.

—No pensarás que te estoy pidiendo demasiado, ¿verdad?

—¡No! —dijo Jennie rápidamente, con la esperanza de que Sarah no hubiera notado el cambio de tono en su voz, que delataba sus preocupaciones.

2

—Nunca imaginé que la ciudad fuera tan bonita —dijo Jennie, que se agarraba con fuerza a la barandilla de una cápsula del London Eye.

—Es bueno recordarlo de vez en cuando —dijo Kat, que estaba de pie junto a Jennie mirando el Big Ben y las Casas del Parlamento, que a Jennie le dieron la impresión de que estaban hechas con cerillas—. Cuando has vivido aquí la mayor parte de tu vida, dejas de apreciar su belleza.

—Supongo que eso ocurre en cualquier sitio —reflexionó Jennie, mientras pensaba en su pueblo natal y en lo desapercibida que pasaba casi siempre para ella la belleza suave de sus edificios de piedra melita. Los turistas que se agolpaban en las estrechas calles durante todo el año solo servían para molestar a los lugareños en vez de recordarles lo afortunados que eran de vivir en un entorno tan romántico.

—¿De dónde eres?

—De un pueblecito del condado de Gloucester, Brompton Marsh —respondió ella, mirando hacia el norte para localizar Regent’s Park y Primrose Hill. Le divertía lo pintoresco que le parecía ahora Brompton Marsh en comparación con la vasta expansión urbana que se extendía bajo sus pies; incluso los terrenos de la mansión parecían pequeños al lado de los Parques Reales.

—¿Has vivido siempre allí?

Jennie asintió mientras la recorría una inesperada oleada de nostalgia. Había tenido que irse para darse cuenta de la importancia que habían tenido en ella su comunidad y su entorno. Ahora que le faltaban, a veces sentía como si respirara solo con un pulmón.

—¿Lo echas de menos?

—Echo de menos conocer a todo el mundo, el ritmo de vida del pueblo —respondió, mientras pensaba en cuánto añoraba la casa de sus padres y poder ir a la tienda de la esquina donde Janette y Trevor contaban todos los cotilleos, aunque ahora fuera ella la protagonista de uno de ellos; y echaba de menos pasear con Bruno por los terrenos de la finca Brompton Manor, en medio de la suave campiña ondulada que envolvía el pueblo como si fuera un abrazo cálido y reconfortante—. Pero necesitaba alejarme —dijo, saliendo de su aturdimiento al venirle a la cabeza una imagen de Stephen, con los ojos llenos de ira, la noche antes de su boda.

—¿Puedo preguntar por qué?

Como estaban en una cápsula con otras quince o veinte personas que podían oír todo lo que decían, Jennie solo ofreció una respuesta vaga:

—Digamos que la beca no podría haber llegado en mejor momento.

—¿El destino te echó una mano?

—Se podría decir que sí —dijo ella, con la voz entrecortada y la mente divagando sobre Stephen y sobre cómo habría sido su vida si no hubiera surgido la oportunidad que le había brindado la beca cuando lo hizo. Se dio cuenta de golpe de que había estado a punto de meterse por voluntad propia en una vida por compromiso, sin ser consciente de ello. La idea le produjo un escalofrío.

—Ahí está el Palacio de Buckingham —dijo Kat mientras señalaba el edificio y sus terrenos— y al lado, el Parque de Saint James.

Jennie miró hacia donde señalaba Kat, que tenía una rosa roja tatuada en un nudillo, agradecida por la sensibilidad que había mostrado al cambiar de conversación.

—No puedo creer la cantidad de vegetación que hay ni la cantidad de vida salvaje que debe vivir allí —dijo Jennie; se moría de ganas de tener tiempo libre pronto para explorar las zonas verdes de la ciudad.

—Siempre hay un parque al que escaparse, o algún árbol bajo el que esconderse —dijo Kat de forma distraída.

—¿Necesitas esconderte debajo de un árbol muy a menudo? —preguntó Jennie, incapaz de leer la expresión distante de Kat.

—Más a menudo de lo que me gustaría —respondió ella, dirigiéndose al banco que había en el centro de la cápsula.

Jennie se sentó con ella; los cuerpos de los demás pasajeros les ocultaban parcialmente la vista de la Catedral de San Pablo.

—¿Estás preocupada por algo?

—Por nada que no le haya ocurrido a cualquier otra persona en algún momento de su vida.

—¿Es por una ruptura? —preguntó Jennie.

—De momento no es ruptura, pero lo será —dijo Kat, con la mirada perdida en la ciudad.

***

—¿De qué necesitabas alejarte? —preguntó Kat; ya habían salido del London Eye y estaban sentadas en una mesa al lado del río, en un restaurante cercano al Royal Festival Hall.

—De mi relación. —Jennie hizo una pausa para pensar cuánto debía contar a una desconocida. Pero había algo en Kat, un aura de vulnerabilidad, a pesar de su aspecto nervioso, que hacía que Jennie se sintiera cómoda contándole su historia—. Salía con un chico, Stephen. Llevábamos juntos cinco años y estábamos comprometidos. Pero, cuando le conté que había solicitado un puesto de becaria en Londres, me dijo que, si lo conseguía, me dejaría.

—Estás de broma, ¿verdad? —preguntó Kat, con los ojos castaños oscuros muy abiertos por la incredulidad.

—Para nada —se rio Jennie, animada por la reacción de Kat—, es en serio.

—¿Y eso ocurrió mucho antes de la boda?

Jennie bebió un trago de su pressé de menta con una pajita.

—Tres meses antes. Pero él estaba convencido de que lo pondría por delante de mi carrera, y yo, ingenuamente, pensé que solo se sentía inseguro, un poco amenazado, ¿entiendes?, y que con el tiempo me apoyaría.

Kat sacudió la cabeza y el pelo le cayó sobre un ojo.

—¿Cuánto tiempo antes de la boda te enteraste de que habías conseguido el puesto?

—La noche anterior.

—¡No me lo puede creer! —dijo ella, totalmente metida en la historia—. ¿Qué sucedió?

Le vino a la mente la imagen de Stephen, con los ojos clavados en ella.

—Fui a contarle que lo había conseguido, esperando que se alegrara por mí. Pensé que me diría que ya veríamos cómo nos las íbamos a arreglar.

—¿Y no lo hizo?

—No, me dijo que tenía que elegir entre él o la beca.

—Joder. ¿Y cómo se lo tomó cuando le dijiste que ibas a elegir tu carrera?

—Me amenazó, me dijo que se iba a asegurar de que no tuviera éxito —dijo Jennie, que, desde ese momento, cada día que pasaba se sentía aliviada de que la amenaza fuera falsa.

—¡Madre mía! ¿Te amenazó?, ¿lo había hecho antes?

Jennie revolvió su bebida con la pajita.

—A lo mejor no eran amenazas en el amplio sentido de la palabra, pero sí pequeños detalles como qué ropa ponerme, qué comer, a quién no podía ver… La noche de antes de la boda fue la gota que colmó el vaso, supongo —dijo, recordando cómo había empezado su relación.

Se habían conocido en el pub del pueblo, The Fox and Hounds. Jennie había ido con unos amigos del colegio y Stephen había salido con los compañeros del trabajo. Cuando pidieron la misma bebida a la vez, Stephen le preguntó a Jennie cuáles eran sus patatas fritas favoritas, y se rieron sorprendidos al decir: «Cóctel de gambas» al unísono. Le habían gustado sus rasgos suaves y su pelo impecablemente peinado, pero sobre todo se había sentido halagada por lo atento que era, y cuando la invitó a salir, ella le contestó que sí. En poco tiempo empezaron a pasar juntos varios días seguidos, que se convirtieron en semanas.

—Siempre quería tenerme cerca. Cuando nos fuimos a vivir juntos y empezó a apagarse la chispa, no le gustaba mucho que saliera; siempre decía que prefería que pasáramos tiempo juntos.

—Suena bastante claustrofóbico.

—Algunas veces lo era. Supongo que con los años nos acostumbramos a la rutina y no me di cuenta de que la cosa se me estaba yendo de las manos. Me alegro de que respondiera como lo hizo la noche antes de la boda, por lo menos me dejó sin dudarlo un segundo. En ese momento, abrí los ojos.

—Bien por ti.

—Sí —suspiró Jennie—. Ojalá me hubiera dado cuenta de lo dañino que era para mí a tiempo para cancelar la boda como es debido, para haber avisado a los invitados y para haberles ahorrado a mis padres dinero y vergüenza.

—¿Llegaron todos vestidos de punta en blanco, con regalos y toda la pesca?

Jennie bajó la cabeza, avergonzada, mientras pensaba en todos los amigos y familiares a los que había importunado.

—Me siento fatal por eso. Si hubiera creído que su amenaza iba en serio, me habría desvivido por cancelarlo todo meses antes de la boda.

—¿Quién dio la cara y le dijo a todo el mundo lo que pasaba?

—Mi pobre padre. —Jennie se retorció al recordar el momento en el que se lo había contado mientras pensaba que se sentiría desolado por las implicaciones financieras cuando, en realidad, lo único que a él le importaba era su bienestar; aunque las semanas posteriores había estado un poco en shock—. Tuvo que decirles a todos los que estaban en la iglesia que yo no iba a ir. No me puedo imaginar cómo se sintió.

—Qué horror.

—Ya ves —se estremeció Jennie—, nunca me he sentido peor en mi vida.

—Pero estoy segura de que la gente entendió que no fue culpa tuya.

—No sé… No le conté a nadie el ultimátum de Stephen, ni siquiera a mis padres.

—¿Y qué les dijiste?

—Que no apoyaba mi carrera. No necesitaban oír el resto, que había una amenaza cerniéndose sobre mí; se habían hecho buenos amigos de sus padres, y no quería arruinarles esa amistad.

—Vaya, pues sí que eres buena persona.

—Tal vez, o tal vez estaba en estado de shock —dijo Jennie, que se había preguntado muchas veces por qué no se había dado cuenta antes de lo poco que la apoyaba a ella y sus sueños y lo dañino que era.

—Bueno, Stephen ha salido perdiendo y Londres, ganando —dijo Kat mientras levantaba su vaso.

—Gracias, Kat —dijo Jennie, dándose cuenta de que era la primera charla decente que había tenido en años con una amiga, sin contar a su madre y a la madre de Stephen. Ese pensamiento la hizo sentirse feliz por el lugar en el que se encontraba, y a la vez arrepentida por no haber conservado a sus amigas de la universidad y de la floristería. A menudo se preguntaba qué tal les habría ido en la vida cuando escuchaba algo que decían Janette o Trevor, o cuando las veía en la otra punta del pub. Jennie deseaba poder volver atrás para cambiar las cosas, enfrentarse más veces a Stephen, o al menos avanzar y forjar nuevas amistades propias. Aunque todo lo demás fallara, sabía que podría superarlo si tenía amigos a su lado—. Bueno, ya basta de hablar de mí. ¿A ti qué te pasa?

—Lo que yo estoy pasando es una tontería comparado con lo tuyo —dijo Kat.

—No lo creo.

—Mi pareja, Lauren, está convencida de que la engaño con otra.

—¿Y eso?

Kat se encogió de hombros.

—No tengo ni idea. En cuanto menciono a otra mujer se pone paranoica y empieza a decir que esa persona me resulta más interesante y me atrae más que ella.

—¿Y qué le ha parecido que salieras conmigo?

—No se lo he contado. Le he dicho que iba a dar un paseo para ver las flores de primavera.

A Jennie le gustaba el hecho de que a Lauren le pareciera creíble que Kat hiciera algo así; Jennie escapaba a menudo de los estados de ánimo más sombríos de Stephen con un paseo por los bosques de Brompton Manor, en el que observaba los brillantes brotes de los bulbos de primavera que irrumpían entre la oscura maleza invernal, el verde vibrante de las hojas de verano o la alfombra de hojas en otoño, y terminaba en el jardín amurallado, donde podía sentarse durante horas, soñando con su vida.

—¿Estás pensando en dejarla?

—No podemos seguir así —dijo Kat, con los ojos clavados en el río—, pero vivimos juntas, así que no es tan sencillo.

—Vaya —dijo Jennie, comprendiendo la situación de Kat—, otra cosa más que tenemos en común.

—¿Cuánto tiempo estuvisteis viviendo juntos?

—Dos años. Tenemos una casa a medias y ahora me va a comprar mi parte. Se supone que firmaremos la compraventa pronto, pero, hasta entonces, estoy pelada de dinero.

Kat le dirigió una mirada comprensiva.

—Qué complicado es el amor.

—Sí que lo es, sí —reflexionó Jennie, agradecida de haber pasado ya lo peor de su ruptura y compadeciéndose de que Kat estuviera en el doloroso precipicio de la suya.

Mientras esperaban a que les sirvieran la comida, Kat sacó una polvera negra vintage con una rosa de color rojo intenso incrustada.

—Es preciosa —dijo Jennie con admiración.

—Era de mi abuela —explicó Kat.

Justo en ese momento sonó el móvil de Jennie y se excusó para ir al baño.

—¿Qué tal estás, cariño? —preguntó Irene, y Jennie se dio cuenta enseguida de que seguía preocupada por cómo le iba a su hija en la «gran ciudad», como decían ellos; la llamaba dos veces al día desde que se había mudado, a veces incluso tres.

—Muy bien, mamá. Sarah me ha pedido que me encargue de un evento.

—Pero ¿qué dices? ¡Qué alegría, cariño!

De fondo, Jennie oía una carrera de caballos en la tele y se imaginó a su padre, que apostaba en las carreras desde que ella tenía uso de razón, sentado en el sofá junto a Irene. Siempre confiaba en llevarse un buen pellizco para comprarle a su familia todas las cosas que no podía permitirse con su modesto sueldo como conserje de un colegio.

—¿Para algún famoso?

Jennie se rio. Mientras que su padre se había obsesionado con el coste de los eventos, su madre estaba más interesada en los «clientes famosos». Solo hablaba de eso.

—Es solo una cena que organiza una familia rica, nada del otro mundo.

—Supongo que Sarah quiere probar cómo lo haces en eventos normales antes de dejarte sola con los de los famosos.

—Seguro que sí, mamá —dijo Jennie, divertida—. ¿Alguna novedad por casa?

—Pues la verdad es que no. Lo mismo de siempre. Tu padre encargó un baúl nuevo para su scooter a principios de semana y no habla de otra cosa. Y yo fui ayer al médico. Eso es todo.

—¿Te pasa algo?

—Solo estoy un poco cansada, nada más. —Jennie detectó el tono tranquilizador de su madre, ese que utilizaba cuando no estaba dispuesta a hablar de algo, así que cambió de tema.

—¿Cómo está Bruno?

—Bien, esta mañana ha encontrado un faisán muerto en el bosque. Le tuve que pedir a tu padre que se lo quitara.

—¡Qué pillín! —rio Jennie, que disfrutaba mucho escuchando las pequeñas minucias de su hogar. Hacía que lo añorase mucho más.

—Y me encontré con Tracy en Sainsbury’s.

El comentario de su madre quedó en suspenso un segundo más de lo normal; Irene no sabía si debía mencionar que había visto a la madre de Stephen, y Jennie no sabía qué responder. No había visto a Tracy desde la semana anterior a la boda y, aunque había tenido la intención de escribirle o llamarla, no sabía muy bien qué decirle. Al final, habían pasado los días y las semanas sin que encontrara el momento adecuado, y ya era demasiado tarde.

—¿Y cómo estaba?

—Parecía que estaba bien, pero a saber… —Por el tono tenso de su madre, Jennie se dio cuenta de que no decía toda la verdad.

—¿Mamá? —sondeó.

—Creo que te echa de menos, pero es demasiado orgullosa para decirlo.