Verónica decide vivir - Martha Verónica Romero de Thoma - E-Book

Verónica decide vivir E-Book

Martha Verónica Romero de Thoma

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Beschreibung

Verónica decide vivir narra la vida de una niña campesina de apenas nueve meses que, junto a su familia, abandona la tierra que la vio nacer, a causa de la guerra civil que vivió El Salvador desde 1980 a 1992. Deciden vivir en el exilio, junto a una comunidad en el refugio de Colomoncagua, Honduras. Un mundo desconocido y confuso, con un permanente acoso militar en una cárcel sin paredes. A pesar del dolor y sufrimiento, se vive con la esperanza de construir una vida mejor de paz y desarrollo. Desde la perspectiva de Verónica, se puede perder todo menos la decisión de vivir.

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Publicado por:

www.novacasaeditorial.com

[email protected]

© 2022, Martha Verónica Romero De Thoma

© 2022, de esta edición: Nova Casa Editorial

Editor

Joan Adell i Lavé

Coordinación

Edith Gallego Mainar

Corrección

Déborah Figueroa Machado

Ilustración cubierta

Àngela Català Doménech

Diseño cubierta

Vasco Lopes

Maquetación

Meritxell Matas

Impresión

PodiPrint

Primera edición: mayo de 2022

ISBN: 978-84-18726-86-6

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 917021970/932720447).

Martha Verónica Romero de Thoma

Verónica

decide

vivir

Libro histórico de las experiencias no contadas que se vivieron fuera de nuestra patria de El Salvador. En el conflicto armado salvadoreño (1980-1992) y la construcción de la Comunidad Segundo Montes.

DEDICATORIA

Honor y honra a Dios Todopoderoso, en primer lugar, por el regalo más inigualable, como es la vida. Por haberme permitido nacer y aprender en esta maravillosa Comunidad Segundo Montes. Por brindarme fuerza y sabiduría para realizar esta obra histórica.

A mi familia: a mi madre, Inocente Romero, por darme la vida, educación y entrega incondicional Q. D. D. G. A mi hermana y hermanos: Lilian, Carlos, Miguel Ángel. A mi esposo, Markus Wilhelm Thoma, por su amor, comprensión, paciencia y acompañamiento en este proceso. A mis adorados hijos: Miriam Isabel Thoma y Markus David Thoma. A mis sobrinos y sobrinas. A mis hermanos y hermanas, hijos de mi padre Juan de Dios Hernández.

A personas maravillosas que Dios puso en mi camino y por la oportunidad de compartir su pensamiento, ejemplo, sabiduría y servir de guía en mi caminar: padre Rogelio Ponseele, Rudy Reitinger, Rosi Sutter (Q. D. D. G), Dra. Ana Gladis López y Lilian Chavarría.

AGRADECIMIENTOS

Agradezco con mucho cariño a personas de la comunidad que, por muchos años, me han motivado a recordar y recopilar parte de la historia que vivimos los refugiados en Colomoncagua, Honduras. A esa resistencia y lucha por la memoria histórica de la Comunidad Segundo Montes

A estas mujeres y hombres, por compartir sus historias de la infancia a las nuevas generaciones a través del libro Verónica decide vivir. Sus nombres: Alba Luz Castro, María Elena Romero, Luz Maribel Chicas Argueta, Candelario Argueta y Amadeo Mata Blanco.

PRÓLOGO

«La cabeza piensa donde los pies pisan»

Frei Betto

El mundo desigual puede ser leído por la óptica del opresor o por la del oprimido; y es ante esta reflexión y la necesidad de las víctimas anónimas de la historia por contar su testimonio, que surge en la autora la idea de plasmar en esta obra sus vivencias en los campamentos de refugiados ubicados en Colomoncagua, Honduras, durante el conflicto armado que atravesara El Salvador desde 1980 hasta 1992.

Hoy, una distancia de más de un cuarto de siglo nos separa de los acontecimientos que se narran en estas páginas, a las que la autora nos invita a dar un paseo tomados de su mano infantil, inocente y vulnerable ante un mundo que se le mostraba confuso y caótico.

Verónica, siendo apenas una niña campesina, nos lleva a conocer las historias no contadas y silenciadas por el estruendo de las metrallas que protagonizaron el conflicto armado, por el simple hecho de no ser historias pertenecientes al campo de batalla; en el recorrido por sus vivencias iremos compartiendo el drama humano de una niña que, junto a su familia, vecinos y amistades, se ve forzada a abandonar sus tierras, llevándose consigo lo único y más valioso que podía conservar: su propia vida.

Ser una niña refugiada de guerra en un país extranjero es ser «Pueblo crucificado», lenguaje útil y necesario al nivel histórico-ético. Jon Sobrio SJ, en su libro Principio misericordia nos dice que «morir crucificado no significa simplemente morir, sino ser matado»; significa que hay víctimas y verdugos.

En este sentido, la recuperación de la memoria histórica es una forma de devolverles dignidad a las víctimas, devolviéndoles voz, reconociendo su existencia a través de llamarlos por sus nombres y que no solo cuenten como datos numéricos fríos.

Hay una constante construcción de la esencia salvadoreña en la historia misma. Y esa construcción está íntimamente ligada con los acontecimientos que en el tiempo han forjado lo que hoy conocemos como patria. La historia cambia, y vive en el presente mismo…

La autora en fidelidad a la identidad de sus raíces ha logrado mantener el lenguaje coloquial de la época haciendo uso de una variedad de regionalismos propios de El Salvador, y principalmente de la zona norte del departamento de Morazán; de igual manera, trae hasta nosotros el sentido inocente, juguetón y pícaro de su infancia y juventud, llevándonos como lectores a remontarnos a nuestra propia infancia, en la que también compartimos diversidad de aventuras.

Acompañaremos a Verónica en su recorrido por sus encuentros y desencuentros con la vida, la muerte, las enfermedades, las dificultades, las alegrías y esperanzas, siendo testigos de cómo la muerte no tiene la última palabra, sino la vida.

Con cariño y admiración agradezco a la autora y su familia por permitirme acompañarle en el camino de elaboración del presente libro; descubriendo en el proceso recuerdos y experiencias que han venido a fortalecer mis más profundas convicciones.

El mensaje del libro es fundamental: vivir es una decisión, que ni la pobreza más extrema, ni la marginación y persecución más voraz podrán arrebatarnos, pues se sustenta en la esperanza misma y la lucha constante por hacer de nuestra vida un camino de justicia, solidaridad y paz permanente.

Miguel Guzmán San Salvador, 2018

INTRODUCCIÓN

Verónica decide vivir es una obra histórica que narra las vivencias de la vida de una comunidad que se construyó en el refugio de Colomoncagua, Honduras, durante nueve años a causa de una guerra civil que duró doce años. Narra las experiencias, travesuras y todo un mundo de la infancia vista desde los ojos de la autora en su niñez, que a su vez describe la vivencia de las niñas y niños que vivieron sus experiencias en el refugio. Nos muestra que una de las mejores decisiones fue emprender un camino en un lugar incierto, pero con el gran deseo y esperanza de vivir.

Consta de diez capítulos. En los primeros, se relata el contexto histórico de la migración, como un camino de peregrinación con el afán de salvar nuestras vidas. Luego, sigue el planteamiento sobre «¿qué es ser refugiado?». Interrogantes que intentamos ir resolviendo con las acciones de cada habitante, sin importar la edad. Después, el nacimiento de los campamentos, una narración de la construcción, organización, funcionamiento operativo y administrativo del campamento de refugiados, así como los desafíos y obstáculos en los nueve años de exilio.

Se describe de manera detallada la niñez en los campamentos. En uno de los capítulos más grandes de la obra, se cuenta el mundo activo en el cual los niños y niñas formaron parte de las vivencias de la comunidad, ese mundo lleno de sueños, fantasías, deseos, preocupaciones, responsabilidades, incertidumbres y dolor ante las pérdidas, producto de la guerra. A este mundo de ensueño le sigue una experiencia más dramática y dolorosa, como es la salida del refugio y comienzo del retorno, en donde se plasma el deseo de regresar a nuestra patria querida, El Salvador, unidos en comunidad, sin importar los obstáculos y los desafíos, manteniendo el espíritu de lucha y defensa de los derechos humanos. A esta experiencia, que es, a su vez, una gran decisión comunitaria, en la que la población se aventura a retornar a su tierra amada, pero, a la vez, con la inseguridad de lanzarse asumiendo toda clase de riesgos, le sigue la alegría de la llegada a El Salvador, una alegría que pronto se enfrenta a la realidad de asumir un comienzo desde cero, en cuanto a la construcción de infraestructuras y los desafíos de una guerra que parecía no tener fin.

Con el sentimiento en la mano deslizándose para escribir lo que brota del corazón, de manera emotiva se da a conocer la vivencia de pasar de refugiados a repatriados, describiendo el desafío ante una vida nueva, la adaptación de valores, y la apertura a una cultura más amplia en un lugar más «libre».

En los capítulos siguientes y últimos del libro, se aborda la construcción y el camino de una comunidad forjada en la historia, que vislumbra en los acuerdos de paz una posibilidad de vida diferente. Nos narra el deseo de que hubiera un cese al conflicto armado, un alto al acoso militar salvadoreño, cómo y por qué nace la Comunidad Segundo Montes, así como la continuidad y vigencia de esta, capítulo donde nos da a conocer cómo se construye la comunidad, su desarrollo, limitaciones y decisiones que se tomaron. Se dan a conocer los avances significativos que marcaron a esta población, surgieron muchos profesionales que hicieron realidad sus sueños. Se contó con la presencia de internacionales que apoyaron incansablemente al proyecto de la comunidad como lo fueron Rudy Reitinger y Mia Vercruysse.

Por último, un panorama general de otras realidades al interior de la comunidad, se describen las situaciones que vivimos y que, muchas veces, pasan desapercibidas o no somos conscientes de ellas, como es el caso de la utilización de grupos de poder, la marginación que viven las personas en las culturas de desarrollo, pero también en el empoderamiento por grupos o personas extranjeras con sensibilidad social como en el caso de los sacerdotes jesuitas y la Dra. Sol Yáñez.

En esta obra se plasman historias de una comunidad golpeada por la guerra civil de El Salvador (1980-1992) de hombres y mujeres que en el refugio éramos menores de edad y, al igual que todos, sentimos el dolor de esta guerra y el calor del exilio. Historias de la autora de la obra, Martha Verónica Romero de Thoma. Participantes de historias: Luz Maribel Argueta, Alva Luz Castro, José Candelario Argueta, María Elena Romero y Amadeo Mata Blanco (vivencias desde El Salvador).

El contenido de la obra es para lectores con sensibilidad social y humana. Las historias están narradas de un lenguaje sencillo, auténtico del momento y de la población involucrada. Es por ello por lo que algunas palabras están escritas con su tono picaresco, a veces de forma no tan educada.

Y para cerrar, se incluye un glosario donde los lectores pueden encontrar el significado de muchas palabras muy usadas por nuestra población.

PRIMERA PARTE

Vida y exilio en el Campamento de Colomoncagua, Honduras

Capítulo 1

Contexto histórico de la emigración al exilio

El Salvador históricamente ha sido un país muy violentado y sometido por parte de quienes han ejercido el poder, guiados estos por una visión opresora, limitada y egoísta. Las políticas de Estado han ejercido prácticas de exclusión y marginación dirigidas a la población más vulnerable, como es la clase campesina; la cual es y seguirá siendo el pilar de la agricultura y sostenibilidad del país. Durante décadas, los sectores más vulnerables no fueron tomados en cuenta, en algunos momentos históricos han sido sometidos a la merced de grupos de poder, haciendo uso de cualquier mecanismo: violencia sistemática, marginación y la violación a los derechos humanos.

En décadas anteriores a los años setenta y ochenta, la población campesina vivía bajo una resignación y conformismo sobre sus condiciones de vida. La zona norte de Morazán no era la excepción. A nuestros abuelos les infundieron que en este país de letras no se vivía; desde temprana edad los educaban con estos conceptos y así de una generación a otra se heredaba este estilo de vida. Las mujeres eran educadas para ser buenas amas de casa, esposas y prepararse para tener los hijos que «Dios les diera», pues los métodos de planificación y educación familiar estaban lejos de la familia, al igual que los programas de vacunación. No era extraño escuchar que las mujeres morían en trabajo de parto, es decir, las muertes materno-infantil eran muy comunes, la violencia y el machismo estaban muy marcados y naturalizados en las familias campesinas.

Escuelas no existían cerca y, si las había, no todos tenían la posibilidad de estudiar por la extrema pobreza a la que estaban sometidos. Las políticas de gobierno no llegaban a estos lugares remotos, excepto las urnas de votación que acercaban cuando se elegía a los gobernantes. En un primer momento, solo los hombres tenían derecho de ejercer el voto, de antemano la población sabía qué partido sería el «ganador», ya fuera para elecciones municipales, legislativas o presidenciales.

Con todas estas desigualdades sociales, algunos sectores se dieron cuenta de esta situación y pensaban que la población debía despertar, que la injusticia no se la merece ningún país, ni mucho menos El Salvador. Personas de la comunidad comentaban que empezaron a formarse grupos también de la clase obrera —sindicatos. La Iglesia, a través de las Comunidades Eclesiales de Base (CEBs) en El Salvador, jugó un rol importante acompañada por la Teología de la Liberación, filosofía cristiana que ofrece un enfoque no solo espiritual, sino social, y que pregona que los pecados sociales son aquellas injusticias, inequidades y desigualdades que ponen en zozobra la vida humana.

Desde ahí, los políticos de turno del Estado, en los años setenta y ochenta sentían que esto era grave para El Salvador, que a la población campesina la vieran en manifestaciones de protestas y, por lo tanto, tenía que actuar de inmediato con medidas drásticas como la represión, masacres si fuera necesario. Lo peor era que el Estado salvadoreño contaba con el apoyo económico y bélico de países como los Estados Unidos, y otros lugares del mundo afines a la ideología política de este momento, para perseguir a todo simpatizante, participante o familiar que estuviera «involucrado» o por el simple hecho de ser pariente, por lo que todos éramos sujetos de persecución.

Fue así como comenzó la búsqueda de campesinos y más aún si tenían vínculos cristianos, como catequistas y sacerdotes, un ejemplo de ello fue el martirio de los padres Rutilio Grande, Octavio Ortiz, monseñor Oscar Arnulfo Romero, entre otros muy conocidos por los salvadoreños.

Empezaron desapariciones y torturas, la población estaba perdiendo el miedo. Escuchaban la radio, donde salían las homilías con mensajes de esperanza de monseñor Romero. Estos mensajes también eran de críticas a los grupos de poder, armados y políticos que consideraban que la represión y violaciones de los derechos humanos era la solución a los problemas sociales sentidos por la población de esta época. Estas acciones fueron decisivas, le costó la vida a nuestro pastor, mártir y profeta de nuestro tiempo, monseñor Romero, cuya muerte fue comandada por el poder político, económico y militar de turno.

Con todo esto empiezan los cateos y allanamientos por la Guardia Nacional y militares en los caseríos de los campesinos, asesinándolos, quemándoles los sembrados, cultivos y hasta las chozas humildes. El pueblo campesino y obrero se preparaba para algo que la mayoría no queríamos y menos aún los niños. El inicio de una guerra civil que duró doce años.

El año 80 es decisivo, se declara la guerra en el mismo año del martirio de monseñor Romero. Para entonces andaba en el vientre de mi madre, meses después nací en casa, con grandes dificultades, para este tiempo ya no era fácil salir e ir en búsqueda de una partera. Había que andar con cuidado por los bombardeos. A las casas las incendiaban, algunas veces dormimos en cuevas o en el monte. Mi lugar de origen era El Volcancillo de Jocoaitique, Morazán. Este lugar estaba «quemado», significaba que la Fuerza Armada salvadoreña y la Guardia Nacional nos tenían en la mira, porque muchos andaban organizados en la guerrilla. Por lo tanto, no importaban las familias, los niños, quien fuera. Una vez confirmado que algún familiar, papá o hermano pertenecía a estos grupos, todos éramos objeto de muerte.

Cuentan nuestros familiares que, para octubre del año 80, hubo intensos cateos, muchos se refugiaron en el pueblo de Meanguera, Jocoaitique y la Villa del Rosario. Las alcaldías estaban secuestradas por miembros de la Fuerza Armada y la Guardia Nacional, el que era encontrado, con el nombre correcto en las listas que andaban y confirmaban que estaban involucrados con la guerrilla, era sacado delante de las demás personas, ya fueran hombres, mujeres, jóvenes o adultos mayores.

En ese tiempo, muchos niños quedaron huérfanos. Las víctimas las subían en camiones para ejecutarlas o desaparecerlas. A unos jóvenes los quemaron vivos como estrategia para dar terror a los demás. Mi madre ya había estado en este lugar, observando como a mucha gente conocida se la llevaron. A unas ancianas y mujeres unos guardias las guindaban del cabello cuestionando en «dónde estaban los guerrilleros», un guardia le dijo a mi mamá que rogara a Dios que no estuviera en la lista. Ellas abrazaban y apretaban a los bebés para que no sintieran esas emociones de terror y, de igual manera, a los más grandecitos para que no vieran estas imágenes.

Comentan que las personas que proporcionaban estos nombres, que estaban en este listado, eran aquellos que no estaban de acuerdo con la guerrilla, comúnmente les llamaban «orejas» o que habían sido víctimas de la guerrilla o tenían familiares en la Fuerza Armada. Otro día nos refugiamos en la Villa del Rosario, todo mundo se había concentrado en este lugar, eran miles de campesinos, que habían salido de los diferentes caseríos aledaños a Jocoaitique y la Villa del Rosario. Se habla de que era una estrategia de la Fuerza Armada y altos mandos de recoger a la población para realizar una masacre, hecho que en ese momento fue frustrado. Cuando regresamos al caserío, todas las casas estaban quemadas, en nuestra choza, los granos de reserva estaban hechos carbón, lo único que nos quedó eran las mudadas que llevábamos puestas. Era difícil porque por momentos se le tenía miedo a todo.

Una tía estaba casada con un muchacho exguardia, ya desde antes desde que iniciara esta guerra, él se había retirado de este cuerpo armado, y le tenían desconfianza, decía que él no quería participar con ningún bando, y en uno de esos días lo mataron los guerrilleros. Un hermano de mi mamá, días antes, se fue de la zona por la misma razón, porque no quería participar con nadie en el conflicto armado, y decía que lo buscarían por traidor. Era un hecho, el que se quedaba en la zona norte de Morazán, no se podía escapar de estar untado en la guerra. Nuestros familiares, que se fueron para otros departamentos del país, tenían que negar ante los demás que eran de esta zona, o perder la identidad de ser norteños de Morazán.

La población campesina de la zona norte de Morazán se preparaba para buscar exilio donde se pudiera estar más seguro, puesto que las masacres de las familias enteras se intensificaban. Cuentan que mi abuelo materno, Prudencio Romero, temblaba de nervios al oír hablar de estos desastres, aun así, días antes se fue a San Miguel a buscar un «lugar seguro» y nunca regresó. Después recibió la noticia que su familia había emigrado y no sabía a dónde nos habíamos marchado, no sabía si estábamos vivos o muertos. Los cantones quedaron deshabitados, eran lugares fantasmas.

Al paradero de mi abuelo lo supimos en el campamento de Colomoncagua, Honduras, en una carta que recibimos de ACNUR, enviada por un tío desde el departamento La Libertad, cinco años después de estar separados. Mi abuelo murió en 1985 de muchas complicaciones de salud a causa de la depresión, sin tener noticias de su esposa, hijos y nietos.

Emigración al refugio

En el año 80 empezaron los combates y los bombardeos a los cantones al norte de Morazán, eran los escenarios apropiados para estos operativos. Era imposible quedarse, a la población le informaban que venía un operativo llamado: «Tierra arrasada», «Yunque y martillo» u «Operación rescate»,y que en las zonas de control de la guerrilla no iba a sobrevivir nadie. Mucha gente se resistía a irse, por temor a dejar su patrimonio, que por años les había costado llegar a tener, como comprar las tierras que les daban el alimento, o hacerse de algunos animalitos. Tomar camino a un lugar incierto, desconocido en su totalidad, con niños pequeños, adolescentes y amamantando, sin tener nada que darles por ese camino; generaba una gran angustia.

Mi madre para entonces andaba con dos adolescentes, Anselma y Lilian, de once y trece años, mi hermano Carlos de tres años y yo de nueve meses. Mi familia estaba viviendo dos duelos: hacía poco tiempo habíamos enterrado a Juan, un hermano de doce años que murió de pulmonía que, por la gran pobreza, no pudo recibir ningún tratamiento, pues la Unidad de Salud quedaba lejos. Meses antes de marcharnos murió otra hermana de cinco años, llamada Pacita, le dio sarampión, porque nunca recibió la vacuna.

Cuenta mi mamá que la gente pasaba a chorros. Ella se sentía como la mujer de la que habla la Biblia: «Miraba hacia atrás, para ver lo que dejaba y se convirtió en estatua de sal». Solo que si mi madre se quedaba no se convertiría en estatua de sal, sino en cenizas. Caminó con las familias acompañadas de otras que huían por la misma razón: «salvar nuestras vidas».

Al llegar a un lugar llamado Tortolico, había una gran cantidad de familias, y eso daba fortaleza colectiva. La decisión estaba tomada: salían en la noche hacia el refugio llamado Colomoncagua. Se pedía que en cierto lugar se caminara en la oscuridad, en silencio, para no ser detectados por la aviación o ser emboscados, pues esto sí podía ser una masacre irreversible. Como manifestación divina, los niños aún con hambre no lloraban; los de pecho siempre pegados para estar complacidos y tranquilos. En el camino iban mujeres embarazadas, algunos bebés nacieron en esa travesía, y otros murieron; pero las familias se encontraron en aprietos. Antes de entrar a tierras hondureñas, se tenían que quedar todos los mayores de doce años de ambos sexos para que lucharan en la guerra. Mi mamá dice que rogó que no dejaran a Lilian y que permitieran que mi papá nos fuera a dejar al lugar a donde íbamos; se lo permitieron, pero a cambio se quedó otra prima de nombre María Luisa. Esta factura fue para todas las familias, quisieran o no.

Caminaron por veredas, charcos y barrancos, estaba oscuro. En un barranco se había ido mi hermana Anselma con otra señora, y gritaba pidiendo ayuda, junto a la anciana, con esfuerzo de varios las sacaron y siguieron caminando.

Al llegar al pueblo de Colomoncagua, muchos habitantes estaban bien enojados, no querían por nada dejarnos entrar, algunos aventaban agua sucia. A unos señores les dieron azotazos, para ese entonces, la bebé Verónica llevaba una fiebre muy alta, en su ombligo se notaba una marcada hernia umbilical. Muchas madres que amamantaban estaban deshidratas y con sed. Había voluntarios internacionales atendiendo a los bebés y algunas gentes piadosas sacaban botellas de agua para que la gente apagara su sed. Había algunos carros de agencias internacionales llevando a las madres a su destino final. Mi madre perdió de vista a los otros hijos, a las adolescentes y al niño de tres años por poner atención a mi fiebre y llanto; pero tenía la esperanza de que íbamos al mismo lugar y que allá estaríamos todos.

La sorpresa fue que ya había población que había llegado anteriormente de diferentes lugares, como de Guacamaya, Cerro Pando y, en sí, de diferentes lugares hasta del sur de Morazán, como de Osicala y otros caseríos aledaños y del municipio de Cacaopera.

Para ese tiempo se levantaron grandes carpas de nailon, se le dijo a la gente que su estadía iba a ser de tres meses y que, dependiendo de los acontecimientos en el país, regresaríamos pronto. Era triste, pues casi nadie tenía trastes para cocinar, si alguien andaba con una cacerola, se la tenía que prestar a todas las familias cercanas. Aparecieron grandes problemas de salud como las diarreas comunes, fiebre tifoidea, brotes de tuberculosis, hepatitis, entre otras enfermedades. A los pacientes de estas enfermedades, por ser contagiosas, los aislaron de las demás personas para evitar epidemias. Muchos murieron a causa de estos problemas de salud porque no pudieron ser controladas. Se comenzó a tomar medidas preventivas drásticas como evitar la contaminación del ambiente y la construcción de servicios sanitarios, la divulgación de medidas de higiene y el consumo adecuado de los pocos alimentos. Evidentemente, el hacinamiento e insalubridad eran factores desencadenantes para los brotes de estas patologías.

Empezaron a llegar internacionales preparados en estas disciplinas y muchas personas tenían diferentes habilidades y conocimientos que llevaban de El Salvador, los que sabían enseñaban a los que no tenían experiencia.

Historia de Amadeo Mata

(niño que vivió de cerca la guerra en El Salvador)

Mi niñez tuvo acontecimientos que marcaron mi memoria. Mis primeros recuerdos vienen desde que tenía cuatro años, quizá, de cuando vivíamos en casa del abuelo. Me marcó ver a mi hermana Aminta con sarampión, toda manchada y con poco ánimo de hacer nada, permanecía en cama y yo pensaba que de esa enfermedad no volvería.

La muerte del abuelo fue otro hecho que se me grabó, no porque lo haya visto en su ataúd ni nada de eso, ni siquiera recuerdo cómo era. Lo que recuerdo es un montón de primos de la misma edad con quienes en la noche de la vela nos la pasamos jugando a escondernos en unas pequeñas cuevas, que estaban en un paredón, y que nadie nos regañaba, porque los mayores estaban ocupados en otras cosas.

Después de un tiempo de la muerte del abuelo, mis padres decidieron regresar a donde era nuestra verdadera casa, cerca de un cerrito que debió ser muy bonito por aquellos años; pero al que no había acceso. Uno de pequeño no entiende por qué le prohíben ciertas cosas, simplemente nos decían que no debíamos pasar del palo de nance hacia arriba.

En la parte alta estaban los dueños del cerro; era de mi papá, pero en ese tiempo el ejército se lo había apropiado, nadie podía subir ni a buscar leña. Por las tardes bajaban los señores uniformados, no recuerdo si traían las gallinas o se las compraban a mamá, lo que sí tengo en mente es que se las cocinaban y comían de lo mejor y nos daban algo a nosotros. Parecían buenos, como niño nunca supe para qué eran esas cosas que llevaban en la espalda —fusiles—, de haberlo sabido, no sé cómo habría reaccionado, con miedo o aflicción.

Al mediodía siempre era bueno para nosotros los pequeños, pues subíamos hasta el palo de nance a alcanzarle las tortillas a los soldados y se nos recompensaba con latas de comida que ellos quizá ya ni querían. Llevábamos tortillas con frijoles y nos daban latas de mermelada o no sé qué era, algo dulce que nunca habíamos probado en nuestra corta infancia.

Empecé a sospechar que no eran buenos cuando, de camino al pozo, mi hermana me señaló que nos estaban viendo desde arriba, siempre pasaban vigilando en la loma a cualquier extraño. Tenían amenazada a la familia para que no nos saliéramos de ahí. Recién empezada la guerra intentaron venirse al pueblo con todos los aperos. Mi papá iba de vez en cuando a casa; le quemaron algunas cosas y le dijeron que, si no regresaban, les quemarían la casa. Tuvimos que regresar, eso no lo recuerdo. Todo eso lo hacían para que les pasáramos cambiando tortillas por latas o vendiéndolas baratas.

De vez en cuando pasaban los compas, pues siempre había cierta relación con la guerrilla, un tío por parte de mamá era guerrillero, de seudónimo Abel, uno de mis hermanos empezó en la milicia y otro tío por parte de papá. Además, una ahijada de mamá, comandante Morena, pasaba por ahí cuando los soldados dejaban la base por unos días. Todo esto ponía los nervios de punta a la familia, pues, en un fuego cruzado, seríamos los premiados.

Años después, descubrí mis fobias a los rincones, la razón supongo era porque nos metían debajo de la hornilla cada vez que había tiroteos. No se me olvidan los ruidos de las botellas revueltas cuando nos metíamos después a curiosear. Le tomé fascinación a los aviones, en especial a unos grandes que pasaban, creo al final de la guerra, no me explicaba cómo podían volar esos grandes animales metálicos. Había uno que era pequeñito, le decían Mustang, era el que apenas sentíamos venir y cuando salíamos a ver al patio ya ni señas de él.

Nunca faltó la molienda, ese ruido que hacía el trapiche y al que me gustaba ir a dejar comida con mis hermanas. Lo último que nos dejó la guerra fue a mi hermano Abel y al sobrino Emérito, lesionados por un fulminante o algo así, que había quedado cerca de lo que fue la base militar.

Cuando pasó la guerra, tuvimos luz verde para ir a explorar el cerro para buscar basura militar: vainillas de ametralladora con las que hacíamos anillos; cajas donde venía la munición para hacer carritos y mucha otra chatarra. Lo de los lesionados, mi hermano y Emérito, nos asustó, encontraron el fulminante y lo golpearon con la cuma, la explosión se escuchó por todo el sector. Quedaron todos manchados por las pequeñas esquirlas metidas en la piel; no fue grave, pero tuvieron que ir al hospital.

Para resumir, en el patio de mi casa cayeron cadáveres que no nos dejaron ver, por hoy solo nos cuentan, de seguro, traumas evitados a tiempo.

Nos marcaron de dónde a dónde teníamos que pisar la tierra, «de ahí para arriba no», señalaban. Ese miedo metido en mi niñez es lo que aún puedo ver en los niños de Medio Oriente cuando salen en las noticias. Los niños no entienden la guerra, solo les toca sufrirla y en Chilanga, mi pueblo lleno de buenos recuerdos, aún la sombra de la guerra ennegrece a más de un habitante; pero también la luz de un mejor mañana ilumina las ideas de algún compatriota que sueña una patria en verdadera paz.

¡Guerra nunca más!

Capítulo 2

¿Qué es ser refugiado?

Se pueden mencionar muchas apreciaciones o percepciones sobre quiénes fueron los refugiados, sin importar la edad: eran personas campesinas que andaban huyendo de su país. Algunos quizás consideraban que habían hecho cosas muy malas y en algo andaban metidos, como: criminales, terroristas, comunistas, subversivos… posiblemente este pensamiento se acercaba más a cuerpos políticos, económicos, armados y a la oligarquía de la derecha salvadoreña; o personas civiles que erróneamente las habían confundido con ideas como estas, o muchas veces habían sido víctimas de los cuerpos armados del bando opositor, para ser más específicos, guerrilleros.

Era guerrillero o familiar de este, por lo tanto, se merecía ser violentado hasta terminar con su vida. Como habitantes de este campamento de Colomoncagua, Honduras, significaba ser campesinos luchando por la supervivencia y la vida de sus familias, personas excluidas y marginadas, indignas de derechos humanos, especialmente en El Salvador, viviendo dentro de un cerco militar, como prisioneros de guerra en una cárcel sin paredes, pero sin libertad. Con el tiempo, se tuvieron otras apreciaciones: eran personas campesinas, pero capaces de aprender y ofrecer su trabajo en equipo y comunidad, con una gama de valores: solidaridad, cooperación y de servicio a los más necesitados y sin esperar nada a cambio.

Un refugiado debía ser activo, listo para ver el peligro en lo más mínimo, aprender de la experiencia de los demás, porque se estaba convencido que en esta estadía no se perdía el tiempo o se quedaba en lo mismo, tenía que ser una escuela de aprendizaje para toda la vida.

Fue un espacio sin fronteras a las oportunidades, de aprender cualquier oficio que se apegara a las habilidades y necesidades de cada uno, tomando en cuenta los recursos. Era amar al hermano. Olvidar todo prejuicio, sobre cuál fuera su credo religioso, pues se pensaba en común, se defendía la misma ideología política, obviamente por la condición de ser refugiado. Se valoraba al otro sin discriminación de género, especialmente en el trabajo comunitario. Se estaba pendiente de que a nadie le faltara comida, vestimenta; y de que se viviera libre de violencia en todas las formas y ámbitos: intrafamiliar, comunitaria y por parte de autoridades militares.

La forma devestimenta y calzado fue igual para todos, se podía andar con o sin zapatos, ponerse calcetines o grandes cañoneras rayadas. Los modelos, colores y combinaciones pasaban desapercibidos, nadie se sentía avergonzado. Se aguantaba hambre, aplaudíamos, callábamos, reíamos, llorábamos y gozábamos cuando se ameritaba. Teníamos situaciones en común, hasta dábamos la vida deseando que, en nuestro país, hubiera más oportunidades, inclusión, igualdad y justicia social.

Niños del subcampamento de Limones II.

Pero una percepción desde la óptica de niños, además de los conceptos anteriores, es más infantil y específica: éramos conscientes de ser bastante traviesos, curiosos, divertidos, creativos, valientes. Nos sabíamos defender, enfrentábamos peligros, creíamos ser valientes, aunque nuestro corazón latiera a mil por horas y nos temblaran las piernas. Actuábamos con mucha responsabilidad, conscientes de nuestros actos, con fronteras y límites en la familia y comunidad. Deseábamos golosinas y frutas. Teníamos mucho miedo a la muerte y los acosos de militares.

La disciplina fue fundamental para ser buen refugiado, la edad no importaba en este contexto vivido. Vivíamos de la imaginación y fantasía, disfrutábamos y aprovechábamos cada momento en compañía con cosas humildes y sencillas. Mentíamos en los momentos más difíciles, molestábamos a los otros, sin causarle mayor daño. Vivíamos deseando, soñando, riendo y llorando. Todos los cipotes éramos pedigüeños, nos sentíamos importantes y tomados en cuenta. Nos considerábamos capaces y productivos, aun en nuestra etapa, fuimos sujetos y personas de bien. Pasábamos deseando cosas fantásticas, dándole vida a todo, convirtiéndolo en juguetes.

Capítulo 3

Nacimiento del campamento de refugiados en Colomoncagua, Honduras.

Subcampamento de Limones II.

El campamento de refugiados de Colomoncagua, en Honduras, se formó con la mayoría de la población de la zona norte de Morazán y personas de otros municipios: Corinto, Cacaopera, Osicala, también se encontraba personas de otros departamentos; como San Vicente y Chalatenango, todos asediados por los militares y la Guardia Nacional de El Salvador.

Este campamento estaba ubicado al noreste del pueblo llamado Colomoncagua, ubicado en el departamento de Intibucá, en Honduras, país centroamericano. Lugar boscoso de pinos y matorrales de un arbusto llamado cirín, zacatales en las zonas más céntricas, árboles de una manzana salvaje que, por su peculiar sonido al romperse, se le denomina manzana pedorra.

Los subcampamentos se fueron construyendo paulatinamente, en un principio, la población vivía amontonada en un solo lugar. El refugio no impidió la natalidad, cada año que pasaba las familias iban incrementando y se veía la necesidad de ir construyendo nuevos subcampamentos. Hubo primarios como era: Limones I, Limones II, Quebrachitos, Callejones, Copinoles y Vegas; pero la estadía se tornaba eterna e incierta y, debido a los hacinamientos de la población, era más que evidente una necesidad de construir nuevos espacios. Esto no era nada fácil. Los encargados de campamento tenían que gestionar los insumos de esta materia prima a las comisiones u organismos internacionales con el compromiso de que la población refugiada debía poner su mano de obra sin pedir nada a cambio, más que la alegría de realizar su trabajo y estar más satisfechos en las necesidades presentes.

Fue así como surgieron otros tres subcampamentos: Progreso, La Esperanza y El Triunfo. Algunos con más población que otros, unos de nueve u once colonias; sumando todos, había un aproximado de más de ocho mil personas.

Todos estos subcampamentos estaban rodeados por una línea imaginaria, pero sentida y conocida por todos, llamada cerco militar. Es decir, que de este límite no tenía que salir ningún refugiado, de lo contrario, nadie respondía, pues lo más seguro era que podía ser capturado por los militares y, si no era informado como desaparecido a las autoridades internacionales, no lo regresaban vivo. Para este acto militar no importaba la edad, podía ser un menor o hasta un adulto mayor. Se decía que uno de los propósitos era infundir terror a la población, pero también sacar información con manipulación a personas vulnerables o en una situación amenazante como el estar capturado. ¿Qué operaciones llevaba a cabo la guerrilla en los campamentos y en la población? Las preguntas confirmaron estas ideas, ya que, en una ocasión, fueron capturados varios menores y en su testimonio afirman que les preguntaron: «¿Por dónde entran los guerrilleros?», a un anciano le preguntaron: «¿En dónde esconden las armas los refugiados?».

Los capturados eran buscados por internacionales y ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Refugiados) y la presión insaciable de la comunidad, que enfrentaban a los militares hondureños, que pasaban dentro o cerca del límite establecido para ello, los adultos se preparaban con garrotes, pedazos de hierro, machetes, piedras y cal o cualquier recurso que pudiera lastimar ante un ataque; pero las consignas tenían mucho impacto psicológico y en eso apoyábamos todos. Se les decía de todo, hasta de qué se iban a morir —malditos, fuera los cuilíos, hijos de perra, hijos de puta, zopilotes, malvados, yanquis, culeros, tufosos—, y todo esto era a puño alzado, se gritaba con miedo, con el corazón palpitando a mil por hora, pero con todas las fuerzas hasta donde la garganta nos daba. Se les trataba así porque la población estaba convencida de que trabajaban de la mano con la fuerza militar de El Salvador y sus aliados, y eran capaces de hacer lo peor.

Esta comunidad era muy organizada, algunos internacionales y visitantes se quedaban impresionados y veían en la comunidad un ejemplo para el mundo, en tema de refugiados. El nivel de organización era indescriptible. Se habían sentado bases de una verdadera comunidad, a eso se debió posiblemente la supervivencia y aceleramiento en su desarrollo.

Se reconoce que la comunidad no hubiera sobrevivido sin la cooperación internacional. En primer lugar, no había recursos ni solvencia económica, no se contaba ni con el mínimo de capital. Todos éramos campesinos y, aunque para algunas familias las condiciones económicas y de desarrollo en El Salvador eran favorables, con los fuertes operativos por tierra y aviación, todo su patrimonio se había destruido o desaparecido.

Por lo tanto, con las ayudas de muchos países solidarios: del norte y sur de América, Europa, etc., cada organización o, incluso, familias solidarias internacionales daban su gran aporte en cuestión de materia prima para las diferentes estructuras organizadas. La población se convirtió en transformadora de la vida y, de esa manera, respondía a las necesidades de los habitantes.

Dentro de las estructuras había: construcción, su función era construir y reparar las viviendas, casas de uso común, como centros de salud, guarderías, talleres, ermitas o iglesias, escuelas, bibliotecas, centros de nutrición, cocinas comunales, bodegas, casas de reuniones, ramadas de hornos artesanales, servicios sanitarios, entre otros.

Estas estructuras estaban bien organizadas, tenían flujogramas. En salud había una sede en casi todos los subcampamentos, las promotoras y promotores de salud fueron capacitados por Médicos Sin Fronteras para atender a la población con el conocimiento básico en las enfermedades agudas: gripes, catarros, calenturas, pequeñas fiebres o diarreas, etc. Pero la misma necesidad de la población los obligó a realizar procedimientos más especializados, como manejo de algunos métodos anticonceptivos, vigilancia en enfermedades crónicas, como la hipertensión arterial, problemas cardíacos o diabetes; controles a mujeres embrazadas, asistencia de partos, seguimiento de casos especiales, vacunación, canalización de venas, atención a heridos, pequeñas cirugías, manejo de epidemias. Además, conocían el uso de muchos medicamentos para las diferentes patologías. También habían aprendido a hacer una evaluación clínica bastante acertada. Sabían en qué momento los pacientes ameritaban de una evaluación por un médico, puesto que en caso de gravedad se hacía una serie de acciones y trámites para enviarlos a hospitales en Santa Rosa de Copan o Tegucigalpa, capital de Honduras. Este era un logro conseguido a través de convenios por organismos internacionales.

Los profesionales extranjeros de la salud valoraban mucho este conocimiento empírico de estos promotores voluntarios, con la presencia de Médicos Sin Fronteras —franceses, alemanes y de otros países solidarios— apoyaban en el área de medicamentos, saneamiento, nutrición, recurso y equipos médicos básicos; de igual manera los capacitaban constantemente. Tenían toma de decisiones importantes, por ejemplo: al conocer un diagnóstico de alguna enfermedad crónica en un paciente, como la hipertensión, sugerían consideraciones a la coordinación correspondiente del subcampamento en cuanto al trabajo que se le asignaba.

Una de las estructuras de mucha importancia fueron los centros escolares, dentro de la comunidad no había ningún profesional académico en ninguna rama, existía un gran número eran analfabetos. Algunos tenían un grado de educación primaria o básica. No se escuchaba que alguien hubiera terminado su educación media, mucho menos universitaria. Por eso, la educación iba para todos en general. Uno de los grandes objetivos era que todos aprendieran a leer y escribir, sin importar la edad, que el que sabía enseñara a los demás que tenían dificultades.

Uno de los personajes protagónicos, que era profesional, fue Juan José Rodríguez, un salvadoreño que llegó a formar parte de la comunidad, era ingeniero.

Todos los que capacitaron a los maestros populares eran extranjeros, pedagogos alemanes, españoles, belgas y de otros países. Eran académicos en la rama de la educación, que llegaron con un espíritu de servicio. Entre ellos, recordamos a Rudy Reitinger —quien sigue acompañando a la Comunidad Segundo Montes hasta la fecha—, Ulf Baumgärtner, Manolo y Carlos.

Capacitaban a los próximos maestros populares, que eran elegidos por su experiencia y habilidades, no importaba que fueran adolescentes, pues bastaba con ver el interés de aprender y poder compartir estos conocimientos con los demás —niños, jóvenes, adultos jóvenes y mayores—; los maestros populares eran de todos los subcampamentos.

En la rama del arte y la cultura fue apoyado por una chica de nacionalidad belga, rubia y simpática, llamada Mia Vercrysse. Apoyó y acompañó la música y el arte popular de la comunidad, espacio que permitió descubrir talentos dormidos de muchos hombres, adolescentes y niños.

Se convirtieron en compositores de grandes canciones y corridos, que en su letra y música transmitían mensajes de motivación, de recuerdos, emociones, peticiones con grandes sentimientos profundos, expresados por los habitantes de la comunidad. Eran cantos pegajosos que, a veces, sin pensarlo, muchos adultos o niños los andábamos cantando. Se escuchaban en toda fiesta o bienvenida que se les hacía a los internacionales —el primer día que se presentaban a la comunidad. Recuerdo que ni siquiera mi hermano Miguel Ángel se quedaba sin bailar en las bienvenidas que se les daba a los visitantes internacionales. Éramos inseparables, pero se ponía a bailar, a él no le importaba no tener pareja de baile o que se burlaran otros niños por su singular brincado.

Había otras estructuras de trabajo, como el taller de zapatería: encargado de la producción de zapatos de cuero. El estilo era igual para todos, no se podía pedir gustos, era raro que hicieran sandalias. El mismo tipo de calzado se lo ponían ambos géneros, la verdad es que era un lugar para no estar pidiendo gustos.

Sastrería: confeccionaba todo tipo de prendas para mujeres, hombres, niños y niñas. La moda la hacíamos todos en color y diseño, lo más común para las mujeres eran unas faldas traslapadas con dos grandes cordones y los vestidos acampanados con elástico en la cintura y mangas de buche o redondeadas; a veces en colores pastel, chillantes o muy floreados con cordones para amarrárselos o andarlos sueltos. Estos modelos aplicaban tanto para mujeres, como niñas.

A los hombres les hacían pantalones sencillos o de estilo comando, con ocho bolsas o más y de varios colores. Las camisas de manga larga o corta. Ellos se hacían unos dobleces hasta arriba del codo. Era típico verlos desabotonados o con un nudo para que se le viera la panza o el pecho, no solo los niños o adolescentes; sino también se observaban a jóvenes y adultos.

Esta misma estructura hacía los uniformes deportivos para hombres y mujeres, pero también como de todo lo demás, dejaban algo extra cuando se iban familiares a combatir en la guerrilla o cuando venían a misión —viaje de corto tiempo a los lugares de combate en El Salvador. Esto lo recuerdo, por ejemplo, cuando mi hermana Anselma se fue a la guerra, yo aún no sabía su destino, pero sí vi que tenía ropa de muchacho. Las primeras mudadas masculinas se las confeccionaban en este lugar.

El taller de hamacas: producían este artículo para todas las familias. No era tan fácil obtenerlas, había que gestionarlas anticipadamente y priorizaban a quien se las podían dar con mayor prontitud.

Hojalatería: hacían trastes de metal o zinc, como baldes, peroles para las cocinas comunales, barriles para recoger agua lluvia en las colonias, pailas o huacales. Fabricaban candiles pequeños y diminutos recipientes, que tenían un tapón con una mecha y alumbraban con gas, era la única posibilidad para alumbrar los hogares.

El taller de arcilla y losa: era donde se hacían los trastes, como cántaros o floreros de barro.

El taller de carpintería: se encargaban de hacer las camas y muebles, no solo para las familias, sino también para las diferentes estructuras de trabajo comunitario.

El taller de manualidades: se bordaban las mantas o servilletas para uso de cocina de las familias y estructuras comunales, como centros de nutrición, cocinas comunales. Este trabajo lo hacían niñas y adolescentes.

La granja de cabras: estaba ubicada en el subcampamento de Quebrachitos. Había un gran rebaño que no se alcanzaban a contar. Daba alegría verlas desfilar. esto se apreciaba en los inviernos en la corta de la caña de maíz y rastrojo de hortalizas. Desde la granja se abastecía con leche a todos los centros de nutrición, que tenían en control alimentario a los adultos, niños y población que tenía grados de desnutrición severa o por alguna consideración especial.

La granja de gallinas: se encontraba también en Quebrachitos, era la que aportaba a la población los huevos y la carne. Esta se lograba comer para las Navidades o a los seis meses, ya que la prioridad era el consumo de huevos, porque era la única fuente animal que proporcionaba proteínas en la limitada dieta nutricional. Como una actividad por parte de las escuelas, a los niños de primer grado y kínder nos llevaron más de una vez a conocer estos lugares.

Las granjas de cerdos: estaban ubicadas en dos subcampamentos Vegas y Limones I. Funcionaban con las mínimas condiciones, el terreno estaba relativamente lejos de las colonias y lastimosamente que esta granja estuviera cerca de una quebrada o barranco de base, donde se evacuaban las aguas grises o negras de las heces de los porcinos, contaminaba la quebrada.

En Vegas, la granja estaba arriba de la quebrada de la pila de la guardería, y se había desatado un terrible pulguero de niguas, estas son pulgas que los cerdos tienen en sus pezuñas. Se observó que muchos niños, en este campamento, andaban llenos de estos bichos y tenían dificultades para caminar, pues provocaban picazón y ardor. Una vez que se sacan del lugar donde se han pegado, especialmente en los dedos de los pies, dejan un gran agujero o perforación dolorosa que requiere varios días para que sane la parte afectada, sin embargo, no eran los cerdos de la granja los que habían generado este problema, pues obviamente estaban encerrados, sino que andaban chanchos al aire libre, que llegaban de caseríos aledaños a los campamentos.

La granja de cerdos de Limones I estaba ubicada en la parte que quedaba bajo de la mecánica, las aguas grises del estiércol descendían en la quebrada de la pila de Limones II, donde íbamos la mayoría a traer agua para tomar, el agua de color verde negro olía horrible, en el verano no se soportaba, ya que no corría suficiente agua. Era evidente la contaminación. Por las orillas de las piedras daba miedo darse un resbalón, porque hasta parecía haber gusanos asquerosos, realmente se desconocía si los adultos se quejaban por este foco infeccioso.

Este abastecimiento de agua en la comunidad de Limones II resolvía muchas necesidades de este vital líquido. Cuando llegaba el invierno, este se encargaba de que descansáramos de esas imágenes y el olor desagradable en toda la quebrada, incluyendo El Borbollón, puesto que estos pequeños riachuelos se juntaban.

Existían las granjas de conejos, de esta carne se abastecían las guarderías y los centros de nutrición. Fue en el único lugar en que recuerdo que comí está carne, pero no daba abasto para poderle dar a la población en general.

De ahí, cuando comimos carne de res, estas eran traídas de otro lugar, ya que los subcampamentos eran reducidos y no había espacio como para tener o darles abastecimientos a potreros.

Las vacas que andaban sueltas y se metían en las noches en los subcampamentos eran de los aldeanos hondureños. Qué peligroso, en varias ocasiones golpearon personas. En Limones II una vaca golpeó fuertemente a la mamá Concha, por poco la mata. Estos animales estaban acostumbrados a llegar porque mucha gente dejaba afuera las tortillas que se les arruinaban.

Se llegó a tener en medio de los subcampamentos de Copinoles y Vegas un pequeño zoológico. Rudy, el alemán, llevó animales exóticos: monos, diferentes aves de color, mapaches, pequeñas tortugas y hasta un lagarto. Esto fue una gran novedad, todo mundo hablaba del zoológico y lo visitaban. Este pequeño lugar de recreación motivó a la gente a que saliera a darse su paseada. Es posible que algunos no hayan visitado este lugar con frecuencia. Realmente me gustaba ir a Vegas, era uno de mis lugares preferidos.

Me gustaba observar la conducta de los monos, pero después tuve un poco de miedo, pues en una ocasión mencionaban que se habían salido y uno que andaba suelto le mordió la cara a una niña dejándole una cicatriz imborrable y, desde entonces, le había quedado ese apodo, Mordida de mono. Había varios monos y lo curioso era que todos tenían nombres de personas que vivían en Copinoles, como, por ejemplo: el Pancho, la Concha, entre otros.

Realmente la intención de los internacionales era estupenda, sabían que no teníamos espacios para divertirnos, como parques o lugares públicos, ni oportunidad de conocer animales de estas especies. Me puedo imaginar el esfuerzo económico y otros sacrificios que tuvo que hacer Rudy para lograr este espacio recreativo e inolvidable.

Los talleres de bordados o manualidades: íbamos niñas y adolescentes a hacer diferentes bordados en mantas que servían para darles a las familias, en las cocinas comunales, guarderías y estructuras donde se necesitara este producto. Las niñas y adolescentes lo hacían en el turno que no iban a la escuela o cuando estaban de vacaciones, es decir, en el fin de año.

Otra de las estructuras muy importante era la agricultura: los hombres y adolescentes se encargaban de hacer las siembras en diferentes ciclos de cosechas, por ejemplo, en el invierno sembraban maíz para que las familias pudieran hacer su atolada y poder comerse una mazorca de maíz nuevo. En el verano preparaban las tierras con abono orgánico, en barreras de piedra para las siembras de ciclos cortos: tomateras, chileras, rabaneras y repolleras. Esto servía para abastecer a los centros de nutrición; pero cuando las cosechas eran buenas o abundantes se le daba a la población en general. Aquí también hubo asesoría en la parte técnica por internacionales especialistas en esta rama. Solo bastaba un poco de apoyo y los trabajadores hacían propio su proyecto.

Es importante reconocer que en estas estructuras nadie ganaba un centavo, trabajaban hombres, mujeres, incluso hasta niños y adolescentes. Eran actividades donde no se perdía el tiempo, pero todo mundo lo hacía consciente: se levantaban temprano para ir a los pozos de las quebradas a bañarse con esa agua tan fresca en los veranos, con tremendos vientos. Cuando uno llegaba un poco más tarde a bañarse veía las huellas de pedazos de ocote que habían servido para dar un poco de luz. Todos, quizás, éramos conscientes de que la comunidad no iba a salir adelante sin el esfuerzo de cada refugiado.

Toda la materia prima que llegó fue de los países solidarios, la comunidad era la transformadora. Podemos mencionar a Cáritas, Médicos Sin Fronteras, los menonitas y ACNUR. Sin el apoyo de estas y muchas más organizaciones hubiéramos muerto de hambre o quizás asesinados, puesto que hubo intentos de grandes atentados a los refugiados por cuerpos militares. El más claro ejemplo es la masacre del 29 de agosto del año 1985, en el campamento de Callejones, que para muchos dejó huellas inolvidables, como una niña de dos meses que la asesinaron —posterior a este hecho, su madre presentó dificultades mentales—, hubo heridos y capturados, estos tuvieron que pedir ayuda o asilo político de internacionales para salir al exilio e irse a países lejanos como Canadá, Suecia y hasta Australia, entre otros.

Capítulo 4

La niñez en los campamentos

Primeros recuerdos

Carlos, mi madre Inocente y Verónica.

Tenía cuatro años cuando, junto a mi madre y mi hermano Miguel, el último de la familia, viajamos a Santa Rosa de Copán, en Honduras, para ser operada. El motivo era que había sido diagnosticada de hernia umbilical por una médica extranjera que se encontraba en los campamentos. Recuerdo que me decían que pronto no me iban a quedar los vestidos. Observaba que mi obligo no era como el de la mayoría de niños y niñas que conocía.

En su primer año de vida, mi hermano menor manifestó una serie de convulsiones a causa de fiebres muy prolongadas y duraderas. Obviamente, esta situación le dejó secuelas que afectaron todo su desarrollo. Meses después, con mamá viajamos en un carro de color rojo. A mis pocos años de vida, el viaje lo sentí eterno, parecía que nunca llegaríamos. Al final, nos dejaron en Santa Rosa de Copán, en una casa en la que se quedaban varias personas, años más tarde supe que también eran refugiados de Mesa Grande, otra población salvadoreña. Era una casa grande con un solar bastante amplio, tenía muchas flores, pero no las conocía, pues a pesar de tener cuatro años, nunca las había visto ni en libros, todo esto era nuevo. Me parecía un lugar de encanto. Caminé al siguiente día y descubrí un gato, no sé por qué, pero les tenía pánico y se me olvidaron las flores, entré corriendo muy rápido y asustada.

Fui descubriendo cosas nuevas y nunca antes vistas: había un teléfono, yo no sabía qué era, me quedaba sorprendida cuando sonaba y decían: «¡Aló!, ¡aló!». Creía que era una especie de juego de los grandes y preguntaba por qué sonaba, preguntaba también por qué había un pozo tan hondo donde sacaban agua con una cuerda, realmente creo que cansaba de preguntar todo y ¿por qué? Y ¿para qué…?

En esta casa, en un cuarto se quedaba una muchacha que siempre andaba vestida de blanco, yo no conocía a las enfermeras, para entonces en los campamentos no había visto a nadie vestida de blanco. Para mí era una persona que lo relacionaba en mi fantasía como algo divino, siempre se acercaba a mí y me hablaba bien amable, y decía: «¿Dónde está la niña linda? ¿Ya comió?». Realmente me hacía estas preguntas porque los primeros quince días fueron de preparación para una intervención quirúrgica, conocida por nosotros como operación, yo no lo sabía, hasta años más tarde; que no se atrevían a hacer en los primeros días este procedimiento por mi grado de desnutrición.

En ese lugar nos daban rica comida que no comíamos en el campamento, como aguacate, crema con plátano, frutas y verduras. Las personas que estaban hospedadas en ese lugar se sentaban en una mesa bien grande, mi mamá sufría con los dos, ya que mi hermano todavía no caminaba.

Estuvimos varios días, la señora que hacía la comida por las mañanas le decía a mi mamá que me dejara ir con ella al molino para quebrar el maíz y que pudiera descansar con el niño pequeño. Me encantaba acompañarla, ya que siempre me compraba unos caramelos. Miraba a diferentes personas jóvenes y adultas, como la señora que acompañaba, de quien nunca supe la edad, pero era una hermosa señora morena de unos cuarenta años. Lo que temía era ver un gato o un perro. Disfrutaba mucho al ver las grandes filas de carros o motos que pasaban por la calle, esto era increíble, creía que era otro mundo diferente al nuestro, el cual era de mucha miseria, sin comida y cosas muy distintas. Este otro estaba muy lejos de nuestra realidad.

Más de alguna vez me quedé bien atrás de la señora, distraída y cruzándome los dedos, sentía de repente la mano muy fuerte de ella agarrándome y diciéndome: «Niña, no te quedes tanto atrás, no te vuelvo a traer».

Llegó el día que me llevaron al hospital, pasamos por un pasillo y en esa acera estaba un niño semiarropado, no parecía tener color, estaba en el suelo, me quedé atrás de mi mamá, me acerqué, y observé que respiraba un poquito, porque se le meneaba el estómago bien grande y por sus nalgas corría agua que parecía salir del ano. Mi mamá se regresó, yo estaba triste y le pregunté:

—¿Por qué esta ese niño así, botado afuera del hospital?

Ella me dijo:

—¡No te preocupes, ese niño ya se está yendo para el cielo!

No comprendí en ese momento esa respuesta, porque no lo miraba caminando, pero esta imagen se quedó en mi mente mucho tiempo.

Ese mismo día me tomaron unas mujeres vestidas de blanco, me metieron a una cuna, pero no vi a mi mamá, no me di cuenta en qué momento se fue. Comencé a llorar y a gritar por qué me había dejado. Pensaba que me había ido a dejar botada como el niño que había visto antes. No recuerdo que me explicaran nada acerca de ese lugar o que tenía que quedarme, lloraba sin parar. Se acercaron unas muchachas de blanco con comida, quizás era en la tarde, porque ese día sentía como una eternidad, pero me tranquilicé un poco, pues asocié esa imagen con la muchacha de blanco que conocía en la casa de hospedaje y les pregunté:

—¿Dónde está Ester, la muchacha de blanco que se parece a ustedes?

—Tienes que comer, niña —me dijeron—. Si no, vas a enfermar.

Yo no sentía hambre, empezaba a observar todos los detalles. Era un lugar donde se veía a mucha gente que entraba y salía, pero también muchas más vestidas de blanco, hombres y mujeres.

Había muchos niños y niñas, algunos más pequeños y otros más grandes, todos en cunas. Se oían llantos como el mío, gritaban por aquí y por allá, pero todos los niños teníamos ropa blanca, unos pantalones y otros solo vestidos, en eso estaba cuando pasó una muchacha de blanco, no estaba acostada, siempre me mantenía parada en la cuna, y le grité:

—¡Muchacha!, ¿usted es una que trabaja con mi mamá en la clínica de Limones y se llama Susana?

—¿Quién? No, niña, no soy la persona que tú dices.

—¡No se haga! Usted es esa mujer, solo me está echando paja —le dije.

Realmente le veía un parecido idéntico a una promotora de Limones II que trabajaba con mi mamá. Pensaba: «¿Por qué cuando está con mi mamá es bien amable y aquí no me conoce?».

—No, niña, ¡me has confundido!

—¡Sí, es usted!, es una mentirosa —le dije llorando. Yo tenía la esperanza de que hubiera alguien conocido.

La muchacha cambió y comenzó a sonreírme, en el fondo yo sí pensaba que era ella y que me estaba haciendo una broma, me daba confianza esta creencia de que no estaba sola y cuando llegó a verme le decía fuerte:

—¡Susana!