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Robert Louis Stevenson

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Beschreibung

Narrador inolvidable, poeta valioso, viajero y acuñador de anécdotas biográficas, para conocer completamente el universo Stevenson es necesario visitar también su faceta ensayística, a la altura del resto de su obra, didáctica y cercana, pero también rigurosa y precisa. Envidiable. Viajar reúne sus Ensayos sobre viajes, aquellos maravillosos textos en los volcó la que fuera –junto a la literatura– su gran pasión. Una mirada personalísima y un estilo insuperable para dar cuenta de su Edimburgo natal, de sus excursiones por el paisaje inglés, de los viajes al continente europeo y, por fin, cruzando el océano, América. Un aspecto del autor de La flecha negra o El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hide que ningún lector debería pasar por alto.

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Robert Louis Stevenson

Viajar

Ensayos sobre viajes

Robert Louis Stevenson, Viajar. Ensayos sobre viajes

Primera edición digital: abril de 2018

ISBN epub: 978-84-8393-627-6

Colección Voces / Ensayo 207

Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte

Nuestro fondo editorial en www.paginasdeespuma.com

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

© De la traducción: Amelia Pérez de Villar, 2014

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2018

Editorial Páginas de Espuma

Madera 3, 1.º izquierda

28004 Madrid

Teléfono: 91 522 72 51

Correo electrónico: [email protected]

El viaje

Caminos

Ningún aficionado negará que se puede encontrar más placer en un único dibujo que te haya llevado toda una tarde hacer –una tarde entera sentado, tranquilo, de modo que puedas sintonizar con lo que sería el estado de ánimo del artista– del que puede obtenerse con el deslumbramiento y la acumulación de impresiones incongruentes que uno recibe, hastiado y aturdido, en una de esas famosas galerías de arte. Pero esto que admitimos aquí en relación con el arte no es extensivo a esas bellezas, llamadas naturales, a las que ningún exceso en el sublime contorno de las montañas, o en las gracias de los cultivos de las llanuras, podrá perjudicar de tal manera que debilite o degrade el sabor que dejan. Sin embargo, no podemos estar seguros de que la moderación y un régimen de austeridad tolerable, incluso en el escenario, no resulten saludables y fortalezcan el gusto; y que la mejor escuela para un amante de la naturaleza no se encuentra en uno de esos países que no provocan el efecto de un decorado –es decir, en los que no hay nada saliente, ni nada súbito–, sino un tranquilo espíritu de ordenada y armoniosa belleza que empapa todos los detalles de un modo tal, que podremos esperar, pacientes, cada uno de esos leves toques que hacen sonar en nuestro interior, todos a la vez, la nota que se oculta en el paisaje. Es en un escenario como este donde nos encontraremos con el estado de ánimo adecuado para buscar los detalles más insignificantes y remotos. La constante recurrencia de combinaciones similares de colores y perfiles nos impone gradualmente una sensación de construcción de esa armonía y, de pronto, algo del manierismo de la naturaleza nos resulta familiar. Este es el verdadero placer de nuestro «hedonista rural»: no quedarse anonadado ante el Monte Chimborazo; no sentarse ensordecido junto al bombo de la orquesta, sino aprender día a día algo nuevo de esa belleza, experimentar una nueva sensación, vaga y tranquila, que hace tiempo nos abandonó. No es la gente la que ha «ansiado la naturaleza y languidecido por ella durante tantos años de confinamiento en la gran ciudad»1, como dijo Coleridge en aquel poema que tanto avergonzó a Charles Lamb; no son aquellos que más progresos hacen en su intimidad con ella, ni los más rápidos en ver o los que tienen más afán de disfrute. En esto, como en todo, son los conocimientos insignificantes y la dedicación continua y apasionada los que forman al verdadero diletante. Un hombre tiene que haber pensado mucho en un escenario antes de empezar a disfrutar de él. No hay en las colinas un entusiasmo juvenil que pueda adueñarse de la esencia última de la belleza. Es posible que la mayoría de la gente ya esté calva cuando pueda comprobar en un paisaje que tienen la capacidad de ver; e incluso entonces será sólo durante un momento, antes de que sus facultades empiecen su declive y ellos, al mirar por la ventana, comiencen a percibir que su vista está oscurecida y limitada. Así el estudio de la naturaleza debería llevarse a cabo de una forma completa y sistemática. Toda pequeña gratificación debería degustarse despacio, como un bocado exquisito, y nosotros deberíamos estar siempre dispuestos a analizar y comparar para poder ofrecer una explicación plausible a nuestras preferencias. Cierto que resulta difícil decir con palabras, aun de manera aproximada, qué sentimientos entran en juego. Hay una crueldad peligrosa intrínseca en todo refinamiento intelectual de cualquier sensación vaga. El análisis de estas satisfacciones siempre lleva a la afectación literaria, y estoy seguro de que todos conocemos ejemplos donde se ha probado que dicho análisis ejerce una influencia morbosa en la elección del lenguaje por parte del autor, o del giro de sus oraciones. Sin embargo, hay muchas cosas que hacen atractivo el intento: pues cualquier expresión, por imperfecta que sea, cuando se ha utilizado para delimitar un sentimiento profundo, parece una suerte de legitimación del placer que nos provoca. Un sentimiento común es uno de esos bienes fantásticos que hacen que la vida tenga buen sabor y siempre sea distinta. Saber que otro ha sentido lo mismo que nosotros, que ha visto cosas –por pequeñas que sean– de un modo no muy distinto al modo en que las hemos visto nosotros, será hasta el final uno de los mejores placeres de la vida.

Dejemos por tanto que el lector se traslade, con este espíritu que le recomendamos, a algunas de las zonas más tranquilas del paisaje inglés. En las regiones agrícolas más sencillas y plácidas la familiaridad pone de relieve muchas cosas en las que vale la pena fijarse, y nos las hace patentes mediante una especie de repetición amorosa; igual sucede con la maravillosa y vitalista velocidad del molino de viento, con sus aspas girando sobre el campo en reposo, o con la ocurrencia y recurrencia de la misma torre de iglesia al final de un paisaje, de uno tras otro. Y sobre todas estas fuentes de tranquilo placer, el carácter y la variedad del camino en sí, el camino por el que va el lector. No sólo ahí cerca, al alcance de la mano, en las ágiles contorsiones con las que el camino se adapta a la alternancia de llanos y lomas, sino también a lo lejos, cuando vea algún tramo de ese camino que asciende por la colina y brilla al sol de la tarde, se dará cuenta el lector de que el camino es un ser tan variado y ameno que le permite mantener la mente siempre ocupada. Podrá alejarse de la orilla del río o de los senderos que conducen a los pueblos, pero el camino siempre estará con él. Y si se encuentra de verdad en un estado de ánimo adecuado para la observación, encontrará en eso compañía suficiente. De sus sutiles curvas y cambios de nivel surge un interés auténtico y continuo que mantiene nuestra atención siempre alerta y viva. Cualquier ajuste que requiera el relieve del suelo, cualquier pequeña pendiente, cualquier pequeño viraje, parecerá impregnado de vida y proporcionará una exquisita sensación de equilibrio y belleza. El camino discurre sobre las suaves ondulaciones del campo como lo hace un barco por los altibajos del mar. Hasta las márgenes mismas de tierra baldía, que se agazapan un poco más allá, en el tramo del camino que está más desgastado, o que forman un entrante, refugiándose bajo el seto, tienen algo de esa delicadeza libre de la línea, un balanceo y una terquedad similares. Podría uno dedicar un día entero de verano a pensar (y no haber llegado a ninguna conclusión cuando cayera la noche) qué cúmulo y sucesión de circunstancias ha dado lugar a la más sutil de estas desviaciones; y tal vez es sólo aquí donde debiéramos buscar el secreto de su interés. Un sendero que atraviesa una pradera con obstinación e irresponsabilidad humanas, con toda la grata protervitas de su dirección cambiante, siempre será algo más parecido a nosotros que una vía de ferrocarril trazada por un ingeniero a través de un terreno complicado. Pero no hay una secuencia razonada en lo que llama nuestra atención: parece como si durante un instante sin ley hubiéramos escapado de esa regla de hierro de la causa y el efecto; y así regresamos enseguida a algunas de esas viejas y placenteras herejías de la personificación, siempre ortodoxas desde el punto de vista poético, y atribuimos una suerte de libre albedrío, una vida activa y espontánea a esa tira blanca de camino que se aleja, se curva y se adapta con astucia a las desigualdades de la tierra que tenemos ante nuestros ojos. Recordamos, cuando escribimos, millas de carretera ancha bien trazada, con cierta conciencia de artificio estético, incluso, por una extensión de terreno roto y ricamente cultivado. Se dice que el ingeniero tenía en mente la belleza de la delineación de Hogarth cuando la trazó. Y el resultado es sorprendente. Un tramo espléndido y agradable lleva a otro, en simple transición: nada perturba ni disloca la sólida continuidad de la línea principal de ese camino. Y sin embargo, falta algo. No hay imperfecciones, ni una de esas curvas secundarias ni de esos pequeños cambios de dirección que, en los caminos naturales, se llevan consigo nuestra curiosidad. Uno siente enseguida que este camino no se ha formado con la laboriosidad de la naturaleza, sino que se ha cortado a medida; y que un modelo puede ser perfectamente correcto en su trazado desde el punto de vista académico, pero siempre será inanimado y frío. El viajero siente también que su estado de ánimo entra en comunión con el del camino que recorre: todos hemos visto senderos que serpentean entre la arena de la costa y que transcurren pesados sobre las dunas, como una culebra aplastada. Aquí debemos avanzar caminando despacio, con ritmo pesado y pasos lentos; y también habrá cierta comunión entre nuestro estado mental y la expresión de las curvas relajadas y nítidas del camino. Este es un fenómeno que tal vez pueda resolver nuestro intelecto, aun con cierta dificultad. Podríamos pensar que este camino que estamos recorriendo ahora se ha formado a partir de un tracto que siguieron, espontáneamente, generaciones de primitivos caminantes ligados a este mismo terreno, una tras otra, de la misma manera que nosotros hoy. O podríamos pensar algo más profundo, y recordarnos que allá donde el aire es vigorizante y el suelo firme bajo los pies del caminante, el ojo de este aprenderá enseguida a ver y aprovechar las pequeñas ondulaciones y se apartará, distraído, del camino recto cuando haya algo hermoso que ver o cuando exista la promesa de una panorámica más amplia. Así como un matorral de rosas salvajes puede desviar y deformar permanentemente un camino que transcurre recto por la pradera, allá donde el suelo es firme el caminante se preocupará sólo por el trabajo del progreso y caminará con la cabeza inclinada, avanzando sin mirar a su alrededor. La razón, sin embargo, no nos acompaña por toda la ruta: el sentimiento suele regresar en aquellas situaciones en la que es difícil imaginar cualquier explicación posible y, de hecho, si conducimos a cierta velocidad por una carretera buena, bien trazada, en un vehículo descubierto, notaremos que esa comunión de la que hablábamos antes es casi completa. Sentimos cómo de golpe la suspensión se asienta en algún punto curiosamente retorcido; tras un ascenso pronunciado el aire puro baila en nuestros rostros mientras nos dejamos caer precipitadamente al otro lado de la cuesta. Y nos resulta muy difícil no atribuir una especie de abandono, algo apresurado, a la carretera misma.

Sólo las curvas del camino son suficientes para animar una caminata que dure todo un día, aunque caminemos por un lugar conocido o por una región deprimente. Algo que hemos visto a muchas millas de distancia, sobre una elevación, lleva tanto tiempo escondido a nuestros ojos –mientras divagábamos por valles profundos o entre los bosques– que cuando nos vamos acercando apuramos impacientes el paso y giramos en cada curva con el corazón latiendo fuerte. Es en esos tramos de expectación, en la sucesión de esperanzas, una tras de otra, donde vivimos los momentos más prolongados de placer de una caminata que dura sólo unas horas. Es siguiendo estas sinuosidades caprichosas como aprehendemos, poco a poco y a través de alguna que otra coqueta reticencia –del mismo modo que conocemos si podemos contar con un amigo– la hermosura absoluta del campo. La disposición natural del paisaje siempre deja algo escondido para mostrárnoslo después y llevarnos, como un cicerone entregado, a muchos lugares diferentes, situados en diversos grados de la lejanía, antes de ofrecernos el esperado destino.

En esta conexión con el tráfico, y en la comunión absoluta con el campo, resulta muy hermosa esa sucesión de caminantes, de viandantes briosos, los que se toman el camino como si fuera una obligación, que recorren nuestros senderos y contribuyen a construir lo que Walt Whitman llama «la alegre voz del camino público, el sentimiento fresco y alegre del camino»2. Pero fuera de esa gran red viaria que vincula todas las formas de vida, desde la granja de la montaña hasta la ciudad, hay formas de individualidad para la mayoría y casi tantas posibilidades de elegir compañía como de elegir belleza o comodidad. En algunos caminos nunca transcurre mucho tiempo sin que oigamos el sonido de unas ruedas, o gente pasando a nuestro lado en tan grandes falanges que no podemos calcular su número. Pero en otras, las de las regiones menos frecuentadas, encontrarse con otra persona es todo un acontecimiento. Vemos en la distancia alguien que se va acercando a nosotros, una figura que se va definiendo; luego, un breve cruce, un saludo, y el camino de nuevo desierto ante nosotros, quizás para un buen rato. Estos encuentros tienen un valor nostálgico que no puede entender el morador de lugares más populosos. Recuerdo haber estado una vez junto a un campesino en la bocacalle de una ciudad tranquila, pero más concurrida y bulliciosa en ese momento de lo habitual; el hombre parecía sorprendido y perplejo por el paso ininterrumpido de tantas caras diferentes; después de una larga pausa, durante la que parecía estar buscando la expresión oportuna, dijo tímidamente que parecía haber un montón de reuniones por allí. La frase es significativa: es la expresión de la vida de pueblo en el lenguaje del camino rural, largo y solitario. Las reuniones de dos personas eran las únicas que había conocido aquel hombre en las tierras de pastoreo de la alta montaña, de las que venía. Y la concurrencia de las calles era, a sus ojos, la multiplicación extraordinaria de aquellas «reuniones».

Y ahora llegamos por fin a la última y más sutil cualidad de todas: la de la sensación de perspectiva, de visión de conjunto, que es la que conjura de un modo tan poderoso la mención de un camino. En la naturaleza, al igual que sucede en los paisajes antiguos, más allá de aquella imparcial luz diurna en la que un llano multicolor aparece hundido y saturado, la línea del camino lleva al ojo más allá, con una vaga sensación de deseo, hasta la frontera verde con el horizonte. Ahora tenemos conciencia de viajar, y visitamos en espíritu todo bosquecillo o aldea que nos tiente en la distancia. La pasión por lo que hay más allá, llamada Sehnsucht, queda perfectamente expresada en esa cinta blanca de posibles recorridos que divide una tierra desigual; ni siquiera hay un campesino arando los surcos relucientes, ni el humo azul de una casita en la hondonada, pero a nosotros se nos antojan tan cercanos, tan al alcance de la mano, y es gracias a esa línea vacilante que marca la separación. Hay un párrafo muy apasionado del Werther que da en el clavo: «Cuando vine aquí, ¡qué hermoso era el valle que me invitaba por los cuatro costados cuando yo miraba hacia abajo desde la cima de la colina! Allí el bosquecillo… ¡ah, creo que podría hundirme en sus sombras! Allá las cumbres de las montañas… ¡Ah, podría haber contemplado desde su altura toda la extensión de esta región! Allá las colinas encadenadas, los valles secretos… ¡En ellos podría perderme entre sus misterios! Me precipité en su interior y regresé sin haber encontrado aquello que iba persiguiendo. ¡Ay, la distancia! Es como el futuro. Un enorme agujero se abre en el crepúsculo que hay ante nuestro espíritu; la vista y el sentimiento se lanzan de igual modo y se pierden, igualmente también, en la posibilidad. Y nosotros ansiamos rendirnos con todo nuestro ser, y dejar que nos colme el éxtasis de una única, gloriosa sensación. Y cuando nos lanzamos a apurar los frutos, cuando todo ha cambiado y se ha transformado en “aquí”, todo es a la postre como había sido antes, y nosotros quedamos en ese estado contraído e indigente, con el alma sedienta de ese elixir menguante». A este estado de expectación, lleno de duda e intranquilidad de espíritu, nos conducen los caminos. Cualquier vista panorámica insignificante, cualquier imagen que podamos abarcar de cuanto se extiende ante nosotros, dará riendas a nuestra imaginación para que pueda prescindir del cuerpo y lanzarse a las sombras de los bosques, contemplar el llano desde la cumbre de las montañas y recorrer los meandros de los valles que vemos a lo lejos. El camino ya está allí, no puede faltarnos mucho para llegar. Es como si marcháramos al frente de la retaguardia de un gran ejército y oyéramos la aclamación que la gente de una ciudad amiga, jubilosa, dedica a la avanzadilla. ¿Es que no querría cualquier hombre, tras largas millas de marcha, sentirse como si ya estuviera cruzando las puertas de la ciudad?

1. «[…] hast pined / And hunger,d after Nature, many a year, / In the great City pent […]», del poema de Samuel Taylor Coleridge «Este árbol de lima da sombra a mi prisión» (1797).

2. Del poema de Walt Whitman «Canto del camino público», incluido en Hojas de hierba (1856).

Sobre el disfrute de los lugares menos agradables

Disfrutar al máximo cualquier lugar que visitamos es asunto difícil, que depende en gran medida de nuestra propia capacidad, pues lo que se contempla de principio a fin y con paciencia acaba por mostrar su lado hermoso. Hace unos meses se decía algo en el Portfolio de un «régimen de austeridad en cuanto a la puesta en escena», sobre una disciplina que se recomendaba como «saludable y adecuada para reforzar el buen gusto». Este será el tema, por así decirlo, del presente artículo. Esta disciplina que se ponía en escena, debo entender, es algo más que un paseo antes del desayuno para abrir el apetito. Porque cuando nos encontramos en una región sin atractivos, y especialmente si por alguna razón dependemos, en mayor o menor medida, de lo que vamos a ver, tenemos que buscar la belleza con todo el ardor y la paciencia con los que el botánico busca la espiga del centeno. Día a día nos vamos perfeccionando en el arte de ver la naturaleza como algo favorable. Aprendemos a vivir con ella igual que se aprende a vivir con un cónyuge quejica o violento; a refugiarnos, amorosos, en lo que tiene de bueno y a cerrar los ojos ante lo que resulta lúgubre o falto de armonía. Aprendemos, también, a llegar a cada lugar con el estado de ánimo adecuado. El viajero, como ya nos ha dicho Brantôme de un modo bastante pintoresco, «fait des discours en soi pour soutenir en chemin»1; y en estos discursos va tejiendo el viajero algo de lo que ve, y de lo que sufre, en su andadura; toman sus tonalidades del carácter cambiante del paisaje: un ascenso pronunciado nos arranca reflexiones muy diferentes de las de un camino llano, y los caprichos del hombre se aligeran al salir de un bosque y entrar en un claro. Pero el paisaje no afecta a nuestras reflexiones más de lo que nuestras reflexiones afectan al paisaje. Tendemos a contemplar los sitios que visitamos a través de nuestro estado de ánimo cambiante, como si los viéramos a través de unas gafas de distintos colores. Somos un término de la ecuación, una nota del acorde. Combinamos las discordancias y las armonías casi a voluntad. Y no hemos de temer el resultado, siempre que podamos ceñirnos a esa tierra en la que estamos inmersos, de tal modo que nuestros pensamientos sean siempre los correctos, o que nos vayamos repitiendo la historia adecuada para acompañar nuestros pasos. Así nos convertimos, en cierto modo, en centro de la belleza: provocamos la belleza, de la misma forma que una persona amable y sincera provoca la amabilidad y la sinceridad en los demás. Y aunque ni el espíritu más obediente ni el más avispado puedan extraer armonía alguna de lo que se ve, siempre se puede embellecer un lugar invocando al romance. Podemos aprender a ir más lejos buscando asociaciones, y manejar estas a nuestro antojo una vez que las hayamos encontrado: a veces viene en nuestra ayuda un antiguo grabado. Yo he visto encenderse más de una luz por acción de una imagen pintoresca, o de una reminiscencia de Callot, de Sadeler o de Paul Brill. Dick Turpin ha sido mi maniquí de dibujante en más de una carretera inglesa. Y supongo que el parque natural de los Trossachs no sería lo mismo para muchos turistas si un hombre de admirable instinto romántico no lo hubiera poblado de figuras armoniosas que ya habían preparado la mente de esos turistas para recibir la impresión oportuna. En esta preparación se gana ya media batalla. Por ejemplo: rara vez he podido visitar, con el estado de ánimo adecuado, los lugares más silvestres e inhóspitos de nuestras Highlands escocesas. Yo me siento más a gusto en un lugar domesticado y fértil, y no me complace verme privado de árboles. Entiendo que hay ciertas fases de perturbación mental que encajan bien con estos parajes y que algunas personas, gracias al poder de la imaginación, pueden retroceder varios siglos en espíritu y simpatizar con aquella forma de vida atormentada, nómada e insociable que imperaba entonces en estas colinas salvajes. Ahora, cuando me siento triste, me gusta que la naturaleza me saque de esa tristeza con su hechizo, como David ante Saúl. Y pensar en esos tiempos antiguos no mueve nada en mi interior, salvo una desagradable compasión. De manera que en este tipo de paisaje nunca puedo sentir el estado de ánimo adecuado y, por ende, me pierdo gran parte del placer. Aun así, cuando estoy aquí siento que, si me dejaran solo y con tiempo suficiente, podría experimentar todo tipo de placeres y extraer muchas imágenes bellas que me llevaría conmigo al marchar. Cuando no conseguimos identificarnos con los rasgos característicos de una tierra aprendemos a ignorarlos y hundimos la cabeza entre la hierba buscando flores, o nos dedicamos al estudio cuidadoso –a veces durante largos periodos– de los cambios de un torrente. Cuando no encontramos la poesía en ese paisaje que se abre ante nosotros descendemos a los sermones en las piedras2. Comenzamos a mirar, nos volvemos botánicos: nos interesamos por pájaros e insectos y encontramos muchas cosas bellas en miniatura. El lector recordará esa escena veraniega de Cumbres borrascosas –tal vez la única escena cálida que tiene esa novela tan triste y poderosa– y el peso tan importante que adquieren en ella la hierba, las flores, y ese poco de sol. Este es el espíritu del que hablo. Y por último, claro está, siempre podemos olvidarnos del aire libre: los interiores son a veces tan bonitos como cualquier despliegue de paisaje natural, en ocasiones más bonitos, incluso, y tienen además la cualidad del refugio, que es algo de lo que quiero seguir hablándoles.

Con todo esto en mente, en muchas ocasiones me he sentido tentado a exponer una paradoja: cualquier lugar es suficientemente bueno para vivir en él, mientras hay sólo unos cuantos, unos pocos escogidos, en los que podemos pasar unas horas agradables. Porque si nos quedamos mucho tiempo en un sitio tendemos a acostumbrarnos, a sentirnos como en casa. Las evocaciones nostálgicas surgen en cualquier lugar por anodino que sea, como pasa a veces con las flores. Olvidamos en cierto modo el superior atractivo que revisten otros lugares y nos abandonamos, caemos en un humor tolerante, de aceptación, que se justifica y se recompensa por sí mismo. Recordando el otro día unas cuantas vivencias mías me sorprendió mucho comprobar cuánto debo a mi estancia en este tipo de sitios: seis semanas en una zona rural poco agradable han hecho más, según parece, por la educación de mis sensibilidades que muchos años en lugares más afines a mi inclinación.

Esta zona rural a la que me he referido era una meseta llana y sin árboles. En ella el viento corta como un látigo. Es así durante millas y millas. Lo cierto es que cerca de donde yo residía se encontraba la desembocadura de un río, pero el valle de este río era un terreno pelado y poco profundo, según pude comprobar y hasta donde tuve valor para adentrarme. Había caminos, ya lo creo, pero caminos sin atractivo ni interés. Como no hay arboladas, y la superficie apenas muestra irregularidad alguna, el caminante se siente expuesto en su marcha desde el comienzo mismo: no hay nada en lo que fijarse, nada que esperar, nada que contemplar junto al camino, salvo alguna casona con aspecto poco acogedor aquí y allá y, también aquí y allá, algún picapedrero con sus gafas. Sólo te acompañan en tu tenaz avance los adustos postes del telégrafo y el murmullo de los cables movidos por la brisa marina. Y para alguien que haya aprendido la canción del mar en algún cálido rincón del Mediterráneo ese sonido resultaba burlón, y el contraste hacía que el ambiente fuese aún más lúgubre. Ni los lugares baldíos que hay junto al camino «volvían a la Naturaleza», como dijo Hawthorne, por obra y gracia de alguna digna cobertura de vegetación. Y la tierra parecía aprovechar para quedarse en barbecho allá donde tenía ocasión. Hay cierta desnudez dorada del Sur, llanos pelados y quemados por el sol, de un tono leonado, y colinas vestidas sólo por el aire azul transparente. Pero esta era otra descripción: esta era la desnudez del Norte. La tierra parecía haberse dado cuenta de su desnudez, se avergonzó, y se volvió fría.

En esa costa el viento parece estar siempre soplando. De hecho, esto se ha incrustado en el discurso de los habitantes de la zona, que todos los días se saludan cuando se encuentran con un «Hoy, brisa, brisa», en lugar del «Que tenga un buen día» del lejano Sur. Estos vientos continuados no son como la brisa de la cosecha, que mantiene su presión ecuánime contra el rostro de uno mientras va caminando y pone a conversar a los árboles sobre nuestras cabezas o nos acerca el aroma del campo húmedo tras un chaparrón. Son de ese otro tipo amargo, duro, persistente, que interfiere con la vista y con la respiración y hace que nos piquen los ojos. Incluso estos vientos tienen su propio mérito si están en el lugar y en el momento adecuado. Es agradable ver cómo dirigen las grandes masas de sombra. ¡Y qué poder ejercen sobre el color del mundo! ¡Cómo ondulan los bosques a su paso y los hacen tiritar y blanquear como si fuera un solo sauce! No hay nada tan vertiginoso como un viento de este tipo recorriendo los bosques con sus ruidos y suspiros. Y el efecto que provoca en algunos pintores, en su mirada sobria, de tal modo que cuando el resto del cuadro está sereno el follaje adquiere en él el color que tiene en la naturaleza cuando hay temporal. No hay nada, sin embargo, de este tipo que valga la pena destacar en una región sin árboles y casi sin sombras, salvo las sombras pasivas de las nubes o esas otras, rígidas, de casas y cercados. Pero el viento es a pesar de todo una ocasión para el placer, porque en ningún otro lugar se puede sentir mejor el placer de disfrutar un momento de calma inesperado, o de encontrar de súbito un refugio. Seguro que el lector sabrá de lo que hablo: recordará entonces cómo al sentarse al abrigo de un muro en la falda de un monte, ha gozado escuchando el siseo vano del viento al atravesar las rendijas; cómo se estremeció todo su cuerpo con esa calidez, y cómo empezó a manifestarse ante su ojos, con una especie de sorpresa sostenida, que el campo era hermoso, el brezo púrpura y, las lejanas colinas, una extensión moteada de sol y sombras. Wordsworth, en un hermoso pasaje de su Preludio, ha empleado una figura que simboliza esa sensación que nos provoca estar en las calles laterales del centro de Londres cuando ya han pasado las horas de más tráfico. La comparación puede revertirse y el efecto será el mismo: «Mientras sigue el rugido, hasta que al fin / como huidos de nuestros enemigos nos giramos / abruptamente, cayendo en un oculto recoveco, / un lugar al cobijo de los vientos que siguen soplando».

Recuerdo una ocasión en que conocí a un hombre en un tren. El hombre me habló del que era probablemente el ejemplo más perfecto de ese placer de la huida. Había subido, una mañana de sol y viento, a lo alto de una catedral de algún país extranjero. La de Colonia, creo que era, esa gran maravilla inacabada junto al Rin. Tras largo rato subiendo por la oscura escalera salió al fin a la luz del sol y se encontró en una atalaya desde la que contemplaba la ciudad. Para estar tan alto, era con todo un lugar tranquilo y cálido: el vendaval soplaba sólo en los estratos más bajos del aire, y él lo olvidó durante su estancia silenciosa en el interior de la iglesia y el posterior ascenso, tan prolongado. Ya imaginarán ustedes su sorpresa cuando, al apoyar las manos en la barandilla iluminada por el sol para contemplar la ciudad que tenía a sus pies, vio a las buenas gentes del lugar sujetándose el sombrero y avanzando a duras penas contra el viento. En esta experiencia que nos cuenta mi compañero de viaje hay algo que se me antoja perfecto: qué insignificantes nos parecen los seres humanos cuando los contemplamos desde la torre de una iglesia, solos allí con el cielo azul sobre nosotros y los esbeltos pináculos a nuestro lado. Vemos más allá de los tejados empinados y los contrafuertes en escorzo, más allá de la actividad silente de las calles. Pero seguramente, al contemplarlos desde allí, a mi amigo le parecería que muchas de las actividades propias de los hombres, incluso el clima que sufren los hombres… estaban en otro ámbito distinto del suyo, porque él ocupaba en ese momento un lugar dorado, como el de Apolo.

Ese fue el tipo de placer que encontré en la región de la que escribo. El placer era verse al abrigo del viento, conservando en todo momento en la memoria la sensación que provocaba, y saberse protegido. Y sólo junto al mar se encuentran lugares que ofrecen ese tipo de resguardo. Entre los negros promontorios carcomidos hay pocas ensenadas, escasos refugios al abrigo de los vientos y del mar tumultuoso allá donde la arena y las algas miran al que las observa desde las profundidades de las aguas tranquilas, y donde las gaviotas chillan al salir de entre los peñascos caídos, que es lo único que perturba el silencio y el brillo del sol. Un lugar como ese ha quedado impreso en mi memoria con más nitidez que ningún otro. En una roca, al borde del mar, los viejos guerreros de alguna estirpe nórdica construyeron un doble castillo: ambas edificaciones se elevaban, pared con pared, como esas casas pareadas. A pesar de ello, la contienda se había recrudecido tanto entre ambos propietarios que uno de ellos, desde su ventana, podía disparar al otro si se paraba en la puerta. En la yuxtaposición de estos dos enemigos hay algo de trágica ironía. Es muy triste imaginar a esos hombres barbados y esas mujeres airadas reunidos alrededor del fuego para tomar una decisión una noche cualquiera, cuando el mar golpea los cimientos y el viento salvaje se ceba con las murallas. Y en el estudio podremos imaginar a alguna pálida figura y reconstruir, añadiendo detalles de nuestra propia cosecha, su vida en aquel lugar. Pero cuando estamos allí las cosas no funcionan de ese modo: cuando estamos allí nos vienen a la cabeza ideas que sólo consiguen intensificar la impresión contraria, y el poder de asociación se vuelve contra sí mismo. Recuerdo que me acerqué a ese lugar durante tres tardes consecutivas, con los ojos cansados de hacer frente al viento, y cómo al asomarme de repente al borde de la pendiente me sentí de pronto inmerso en un mundo cálido, protegido. El viento, del que yo había huido como el que huye de un enemigo, era según parece bastante «local». No llevaba consigo nube alguna, y procedía de algún rincón escondido, sin perturbar la vista del mar. Los dos castillos, negros y en ruinas como las rocas que los rodeaban, aún se distinguían de ellas gracias a algo más etéreo y fantástico que había en su contorno, algo que la última tormenta había dejado a la intemperie y que la siguiente demolería por completo. Sería difícil transformar en palabras la sensación de paz que tomó posesión de mi persona a lo largo de esas tres tardes. El contraste ayudaba un poco, como ya dije antes. La orilla estaba maltrecha, golpeada por antiguas tempestades; yo conservaba intacto el recuerdo de la absurda lucha de los enanos que habían edificado aquellos dos castillos y habitado en ellos en enemistad y con recíproca desconfianza, y sabía que me bastaría con sacar la cabeza de aquel diminuto reducto de albergue para darme de bruces con el viento, soplándome en los ojos; sin embargo, allá estaban aquellos dos enormes parches de aire azul inmóvil y de mar apacible contemplando, distantes y despreocupados, la confusión del momento presente y los recuerdos de un pasado precario. Siempre queda algo transitorio e inquieto en la impresión que deja un viento fuerte bajo un cielo sin nubes; parece no tener raíz alguna en la constitución de las cosas: ha de comenzar a debilitarse a toda prisa, a desvanecerse como una flor cortada. Y en esos días la idea del viento y la de vida humana empezaron a aparecer juntas en mi cabeza. Naturalmente, nuestros años ruidosos parecen momentos aislados en medio del silencio eterno; y el viento, en el rostro de esa gran extensión de azul estacionario, era como el movimiento de un ala de mariposa al volar. La placidez del mar era algo que también había que recordar. Habla Shelley del mar «hambriento de calma»3: pues, en este lugar uno aprende a entender esa expresión. Si se contemplan las aguas verdosas desde el borde quebrado de las rocas, o si se dedica a nadar despreocupadamente al sol, da la impresión de que estén disfrutando de su propia tranquilidad; cuando de pronto las perturba el viento rizando su superficie, o el paso rápido de un pez por las profundidades, vuelven a su ser (o eso parece) con alivio.

En la orilla, también en el oculto recoveco que hace las veces de cobijo, todo estaba tan tranquilo y apagado que el más mínimo detalle me proporcionaba una placentera sorpresa. Los chasquidos fortuitos de las vainas de los tojos al sol del atardecer acaparan el sentido del oído. El aliento dulce y caliente de la orilla, saturada durante todo el día por el sol, y que ahora lo exhala sobre mi cara es como el aliento de una criatura de nuestra misma especie. Recuerdo que me quedé hechizado por unos versos de un poema francés. Parecían acomodarse de extraña manera a mi paisaje, y expresar el contento que me embargaba. Yo seguía repitiéndome:

Mon coeur est un luth suspendu,

Sitot qu’on le touche, il resonne4.

No puedo explicar por qué me vinieron a la cabeza esas líneas en aquel momento; por esa razón he querido repetirlas aquí. Por lo que a mí respecta, pueden servir para redondear la impresión que pretendo causar en la mente del lector, pues lo que en ellos se expresa estaba, sin duda, en mí.

Y esto fue lo que ocurrió en el lugar que menos me ha gustado de cuantos he visitado. Cuando pienso en ello me siento terriblemente avergonzado de mi propia ingratitud, pues «de la fuerza surgió la dulzura»5. Allá, con el viento del Norte lúgubre y racheado, es donde recibí seguramente la más clara impresión de paz. Vi el mar enorme y calmo; y la tierra, en aquel pequeño rincón, me fue acogedora, llena de vida. De modo que en cualquier parte a la que un hombre vaya podrá encontrar algo que le complazca y le llene de calma: en la ciudad, los rostros agradables de mujeres y hombres, las bellas flores que adornan las ventanas; podrá oír cantar a un pájaro enjaulado en la esquina del callejón más sombrío; y en el campo… no hay rincón del campo que no encierre algo entretenido. Dejemos que el viajero lo busque con el estado de ánimo adecuado: seguro que lo encontrará.

1. «… tiene que repetirse un discurso para mantenerse en el camino», Pierre deBourdeille, señor de Brantôme,«Prefacio»aVie des hommes illustres et grands capitaines françaises(1614). En francés en el original.

2. William Shakespeare, Como gustéis, acto II, escena primera, verso 17, Grandes comedias, Luis Astrana Marín (trad.), Madrid, Espasa Calpe, 2000, pp. 657-658: «Y así, nuestra vida de hoy, exenta de la frecuentación de las muchedumbres, halla oradores en los árboles, libros en los arroyuelos rumorosos, sermones en las piedras y el bien en todas las cosas».

3. «[It is the unpastured sea] hungering for calm», de Percy B. Shelley, Prometeo liberado, Acto III, (1820).

4.«Mi corazón es un laúd que ha quedado en silencio: si le tocas, sonará». Verso deLe Refus, poema de Pierre-Jeande Béranger.

5. Libro de los Jueces, 14, 14.

Viajes a pie

No debe pensarse que un viaje a pie, como podrían imaginar muchos, es simplemente una manera mejor o peor de recorrer una región. Hay muchas formas de ver el paisaje que pueden ser igual de buenas, y la más realista de todas, a pesar de lo que digan los diletantes hipócritas, es verlo desde un ferrocarril. Pero el paisaje, en un recorrido a pie, siempre es un cómplice. Cualquiera que pertenezca a esta hermandad viajará en busca del buen humor, y no de los rincones pintorescos, en pos de la esperanza y del espíritu con los que comienza la marcha por la mañana, de la paz y la satisfacción espiritual que dan el descanso nocturno. No será capaz de decir si se cuelga el morral con más goce que se lo descuelga, porque la emoción de la partida le pone en sintonía con la de la llegada. Y lo que hace no es una recompensa en sí misma, sino una parte de toda una serie de recompensas. Así es como el placer lleva a otro placer, formando una cadena infinita. Y eso pocos pueden entenderlo, pues son de este tipo de caminantes que, o bien están apoltronados, o bien recorren cinco millas por hora, en lugar de alternar ambas actitudes y prepararse durante el día entero para la noche, y durante la noche para el día siguiente. Y, sobre todo, ahí es donde al caminante obsesivo le falla la comprensión. Su corazón se subleva contra los que beben el curaçao en vasos de licor, cuando él se lo traga en la taza de un retrete. No se cree eso de que en pequeñas dosis el sabor es más delicado. No se cree que recorriendo una distancia desmedida como esa lo único que se consigue es embrutecerse y aturdirse, y llegar al fin a la fonda ya de noche con una especie de escarcha cubriéndole a uno los cinco sentidos, una noche sin estrellas y oscura también sobre su alma. ¡No es para él el atardecer luminoso y suave del caminante comedido! No queda en él nada humano salvo la necesidad de irse a la cama, no sin tomarse antes un trago doble. Y hasta su pipa, si es fumador, le parecerá que ha perdido su sabor y su atractivo. Ese es el destino de los que para encontrar la felicidad, la buscan por el camino difícil, y no la encuentran al final del recorrido; es el hombre del proverbio, en definitiva, que llega más lejos, pero viaja peor.

Para que el disfrute sea adecuado, un viaje a pie ha de emprenderse solo. Si uno va en compañía, o en pareja, ya sólo será un viaje a pie de nombre; será otra cosa, más parecida a un picnic. Un viaje a pie debe hacerse solo porque su esencia es la libertad; porque uno tiene que poder detenerse y continuar, seguir esta ruta o aquella otra, según se tercie. Y porque ha de avanzar uno a su paso, no trotando junto al campeón de los caminantes ni andando a pasitos cortos junto a una muchacha. Tienes que ser como un junco con el que juega el viento. «No encuentro la gracia –dice Hazlitt– que tiene ir caminando y hablando al mismo tiempo. Cuando estoy en el campo lo que deseo es vegetar, como el campo»1. Y esto viene a ser cuanto se puede decir sobre el asunto: no se puede ir rodeado de graznidos y voces que perturban el silencio meditativo de la mañana. Y si un hombre va razonando no puede rendirse a esos elementos intoxicantes que surgen del aire cuando hay demasiado movimiento en él y que comienzan a abrirse paso en su cerebro con una especie de letargo, un cierto resplandor, que culmina con una paz que supera la comprensión.

Durante el primer día, más o menos, de cualquier viaje hay momentos de amargura en los que el viajero siente cierta frialdad hacia su morral, estando incluso a punto de lanzarlo contra el seto y, como hizo Christian en una ocasión similar, «dar tres altos y continuar cantando». Sin embargo, esa posesión se revestirá enseguida de un carácter de naturalidad. Se convertirá en algo magnético; el espíritu del viaje lo poseerá también. Y apenas se lo haya colgado el caminante a la espalda empezará a sentir que desaparecen los accesos de sueño, se sacudirá la pereza y recuperará el paso. Este es, probablemente, el mejor estado de ánimo para que un hombre empiece el camino. Naturalmente, si continúa pensando en las cosas que le preocupan, si abrirá el cofre del mercader Abudah y caminará, codo con codo, con la bruja… donde quiera que esté, y tanto si avanza rápido como si va despacio, tiene todas las probabilidades de no ser feliz. Y si es así, ¡pues peor para él! Habrá seguramente, a esa misma hora, treinta hombres empezando su viaje, y me apostaría algo a que en esos treinta rostros no hay una sola expresión de desánimo. Estaría bien ir tras ellos, cubiertos por la oscuridad, y seguir a todos los caminantes durante las primeras millas de su marcha, cualquier mañana de verano. Pero este, que camina rápido y con mirada ansiosa, está concentrado en sus pensamientos; está entregado, como quien teje, a la tarea de poner en palabras el paisaje. Mientras camina va mirando a su alrededor; mira los pastos, espera junto al canal por si ve alguna libélula, se apoya en la cerca de un prado, no se cansa de observar a las vacas despreocupadas. Luego llega otro, hablando, riendo y gesticulando para sí mismo. La expresión de su cara va cambiando: pasa de la indignación, que enciende sus ojos, a la ira que nubla su semblante. Va redactando artículos, componiendo oraciones gramaticales e imaginando las entrevistas más apasionadas, por cierto. Un poco más, y lo mismo hasta se pone a cantar. Mejor será, como no sea un maestro en ese arte, que no se encuentre con un campesino impasible en un rincón: en una ocasión así no sé yo quién se quedaría más trastornado de los dos, ni qué es mejor: si sufrir la confusión de un trovador o la alarma genuina de un payaso. Una población sedentaria, habituada al comportamiento extraño, pero mecánico, del vagabundo habitual, no puede en rigor explicarse el júbilo de estos viandantes. Yo conozco a un hombre que fue arrestado, acusado de ser un lunático fugitivo, porque saltaba como un niño, y eso que era un hombre adulto ya, con una barba roja. Y se sorprenderían ustedes si les contara lo que me han confesado muchas cabezas serias y estudiosas: que cuando hacen un viaje a pie cantan –y cantan muy mal– y acaban con las orejas rojas como un tomate cuando al doblar una esquina, como he contado más arriba, se dan de bruces con un lugareño con cara de pocos amigos. Y ahora, por si pensaran ustedes que estoy exagerando, aquí tienen la confesión del propio Hazlitt. Es de su ensayo Ir de viaje, que es tan bueno que deberían cobrar un impuesto especial a todo el que no lo haya leído: «Dadme un cielo azul y claro sobre mi cabeza, y un prado verde bajo mis pies; ante mí, un camino tortuoso y tres horas de marcha antes de la cena. Y luego, a meditar. Me cuesta mucho no ponerme a jugar a algo en estos páramos solitarios. Me río, corro, salto, y hasta canto de alegría».

¡Bravo! Después de esta aventura de mi amigo con el policía, no os importará, espero, publicar la historia en primera persona, ¿verdad? Hoy en día no queda valentía y hasta en los libros hay que simular que todo es simple y absurdo. Como nuestros vecinos. Pero con Hazlitt no son así las cosas. Y se darán cuenta de lo instruido que es (se puede ver, claro está, en ese ensayo suyo) en las teorías de los viajes a pie. No es uno de esos atletas suyos con medias de color púrpura que caminan cincuenta millas al día, no: tres horas de marcha es lo ideal para él. ¡Y encima pide un camino tortuoso, el epicúreo!

No obstante, en estas palabras hay una cuestión a la que tengo que hacer una objeción: hay algo en las prácticas del gran maestro que no me parece del todo sensato. A mí no me parecen bien todos esos saltitos y carreras, porque ambas actividades aceleran la respiración, sacuden el cerebro y le sacan de la gloriosa confusión que disfruta al aire libre, y ambas rompen la armonía. Un ritmo desigual en el caminar no resulta agradable al cuerpo, y distrae e irrita la mente. Por otra parte, una vez que se coge un ritmo sostenido, ya no hace falta centrarse conscientemente en ello para mantenerlo, y sin embargo ello impide que el caminante pueda pensar en cualquier otra cosa. Es como tejer, o como el trabajo del amanuense: poco a poco neutraliza y adormece la actividad consciente de la mente. Podemos considerar esta reflexión como un niño, entre risas y a la ligera, o bien como pensaríamos en ella durante una siesta mañanera: podemos hacer un calambur o componer un acróstico, jugar de mil maneras con palabras y rimas. Pero si se trata de trabajar en serio, cuando vayamos a ponernos de verdad a hacer un esfuerzo determinado, por mucho que hagamos sonar la trompeta tan alto y durante tanto tiempo como queramos, los grandes señores de la mente no acudirán a la llamada: se sentarán cada uno en su casa, se calentarán las manos en el fuego y darán las vueltas que sea a sus propias ideas.

En el curso de un día de camino, ya lo verán ustedes, se producen muchos cambios en el estado de ánimo. Desde la exaltación del comienzo hasta la feliz calma del final, la variación es importante. A medida que pasa el día el viandante se mueve de un extremo a otro. Se va incorporando, cada vez más, al paisaje material, y la borrachera que provoca el aire puro crece en él a grandes zancadas hasta que, apostado en la carretera, contempla todo lo que tiene a su alrededor como si estuviera dentro de un sueño. Lo primero que ve es, sin duda, más claro y brillante: lo segundo es más apacible. Al final de la caminata el hombre ya no escribe tantos artículos, ni se ríe tan fuerte. Pero los placeres puramente animales, la sensación de bienestar físico, el goce de cada respiración, de cada ocasión en que se tensan los músculos del muslo, le consolarán de la ausencia de otros placeres y le llevarán a su destino satisfecho.

No quiero olvidarme de decir unas palabras sobre los vivacs. Uno llega a un mojón, en una colina, o a algún lugar donde se juntan los caminos bajo los árboles. Se quita el morral, y se sienta a fumar una pipa a la sombra. Se centra en sí mismo, y los pájaros le rodean: el humo de su pipa se disipa en el aire de la tarde bajo la cúpula azul del cielo; el sol se ha echado, caliente, en el suelo, a sus pies, y el aire fresco recorre su cuello y le abre la camisa desabrochada. Si no es feliz, es porque tiene mala conciencia. Puede entretenerse cuanto le plazca, parado junto al camino. Es como si hubiera llegado el nuevo milenio, ese momento en el que todos tiraremos relojes de bolsillo y de pared por la ventana, y dejaremos de pensar en el tiempo y las estaciones. No tener que someterse a un horario de por vida es vivir para siempre, eso es lo que iba a decir. Nadie sabe, hasta que lo ha probado, lo interminablemente largo que es un día de verano, de esos que se miden sólo por el hambre que se siente y que se acaban cuando uno está ya adormilado. Sé de un pueblo donde casi no hay relojes, donde nadie sabe de los días de la semana salvo por su instinto –marcado por la fête dominical– y donde sólo una persona puede decir qué día del mes es, y suele equivocarse. Y si la gente supiera qué lento viaja el Tiempo en ese pueblo, y qué cantidad de horas ociosas regala a sus sabios habitantes, creo que se produciría una estampida en Londres, Liverpool, París, y toda una serie de grandes ciudades donde los relojes pierden la cabeza y van matando las horas una tras otra a toda prisa y compitiendo entre ellos como si hubieran hecho una apuesta. Y todos esos estúpidos peregrinos se llevarían consigo sus miserias… ¡en el bolsillo de un reloj! Hemos de darnos cuenta de que no había relojes de ningún tipo en los días que precedieron al Diluvio. Naturalmente, tampoco había citas, y la puntualidad era un tema que no se tenía en cuenta. «Aunque despojéis a un hombre codicioso de todos sus tesoros –dice Milton– aún le quedará una joya, pues no podéis privarle de su codicia»2. Y eso diría yo de un hombre de negocios de hoy en día: podéis hacer por él lo que queráis, dejarle en el Paraíso, darle a bebe el elixir de la vida… Da igual: seguirá teniendo un pesar en el corazón, porque conservará sus hábitos de hombre de negocios. Y la mejor forma de acabar con esos hábitos es embarcarse en un viaje a pie. Porque durante estas paradas, como decía yo antes, uno se siente casi libre.

Pero es de noche, tras la cena, cuando llega el mejor momento de la jornada. Ninguna pipa sabe como la que se fuma después de la marcha de un día. El sabor del tabaco es algo que se recuerda, porque es tan seco, tan aromático, tan pleno y tan fino… Si decides terminar la velada con un grog, te darás cuenta de que nunca has probado uno tan bueno; a cada sorbo se apoderará de tus miembros una tranquilidad alegre que se asentará fácilmente en tu corazón. Si lees un libro –cosa que sólo harás de manera esporádica–, encontrarás que su lenguaje es extrañamente atrevido y armonioso; las palabras adquirirán un nuevo significado, las frases poseerán, cada una de ellas, tu oído durante al menos media hora, y te sentirás identificado con el autor en cada página, gracias a hermosas coincidencias de sentimientos. Parecerá que es un libro que has escrito tú mismo en un sueño. A todos esos libros que hemos leído en ocasiones como esta volveremos siempre con especial afecto. «Fue el 10 de abril de 1798 –dice Hazlitt con amorosa precisión– y estaba yo sentado en una Fonda de Llangollen con un volumen de la nueva Heloise, una botella de jerez y un pollo frío». Me gustaría citar más texto, porque aunque ahora somos unos cuantos los que no lo hacemos mal, ninguno escribimos como Hazlitt. Y hablando de eso: un volumen con los ensayos de Hazlitt sería un libro perfecto para un viaje de estas características; y un volumen con las canciones de Heine. Y sobre Tristram Shandy también puedo contarles alguna buena experiencia.

Si la tarde es agradable y cálida, no hay nada mejor en la vida que sentarse en la puerta de la fonda a ver la puesta de sol, o inclinarse sobre la barandilla del puente a mirar las algas y los peces veloces. Es entonces cuando se puede degustar la Jovialidad en toda la amplitud de esta audaz palabra. Los músculos adquieren una agradable laxitud, y uno se siente tan limpio, tan fuerte y tan ocioso que, tanto si se mueve como si reposa, haga lo que haga lo hará con orgullo y una especie de placer regio. Se conversa con cualquiera, en serio o a la ligera, bebido o sobrio. Y nos da la impresión de que un paseo nos ha purgado, más que cualquier otra cosa, de la estrechez y la soberbia, y ha dejado a la curiosidad desempeñar libremente su papel, como lo hace en un niño o en un hombre de ciencia. Uno deja de lado sus propios intereses para contemplar cómo se desarrollan los humores provincianos ante sus ojos, bien como una farsa cómica, bien como una historia antigua, plena de grave belleza.

O tal vez nos quedemos solos a pasar la noche, y el mal tiempo nos mantenga confinados junto al fuego. Recordemos entonces cómo Burns, enumerando pretéritos placeres, se refugia en las horas en las que ha sido «feliz pensando». Es una frase que puede dejar perplejo a un pobre moderno, pasar saltando junto a relojes y campanas y sucumbir al embrujo de las esferas luminosas, incluso por la noche. Porque todos estamos tan ocupados, tenemos tantos proyectos que llevar a cabo, tantos castillos en el aire que hay que convertir en mansiones sólidas y habitables fundamentadas sobre un suelo de piedra, que no encontramos tiempo para hacer un viaje de placer hasta la Tierra del Pensamiento y por las Colinas de la Vanidad. El tiempo es distinto, sin duda, cuando hay que pasarlo junto al fuego mano sobre mano; y también es distinto el mundo para la mayoría de nosotros cuando podemos pasar las horas sin sentir insatisfacción, y ser felices pensando. Siempre tenemos tanta prisa por hacer, por escribir, por llegar, por conseguir que nuestra voz se oiga en un momento determinado en medio del silencio burlón de la eternidad, que olvidamos precisamente eso de lo que todo lo demás forma parte: vivir. Nos enamoramos, bebemos mucho, corremos de un lado a otro de la tierra como ovejas asustadas. Pero, preguntémonos si, una vez que todo eso está hecho, no seríamos más felices sentados en casa junto al fuego, felices pensando. Sentarse tranquilo y contemplar, recordar, las caras de las mujeres sin deseo, sentirse complacido por las grandes gestas de los hombres sin envidia, serlo todo y estar en todas partes sintiéndonos a gusto y, sin embargo, contentos de estar donde estamos… ¿no es eso, a un tiempo, juicio y virtud? ¿No es eso vivir en la felicidad? Después de todo, no son quienes llevan los pendones, sino los que la ven desde sus aposentos, los que disfrutan de la procesión. Llegados a ese punto, estaremos en el estado de ánimo adecuado para cualquier herejía social. No es momento de arrastrar los pies ni de decir palabras grandilocuentes. Si nos preguntamos qué son para nosotros la fama, las riquezas o el aprendizaje, la respuesta hay que buscarla mucho. Y uno retorna a ese reino de la imaginación más simple, que parece sin embargo tan vano a los ojos de los Filisteos, que se mueren por las riquezas, y tan trascendental para los que han sido golpeados por la desproporción del mundo y, a la luz de las estrellas gigantescas, no podremos detenernos a medir las diferencias que existen entre dos grados de pequeñez infinitesimal, como una pipa de tabaco o el Imperio romano, un millón en cualquier divisa o una bobada cualquiera.

Y asomados a la ventana, con la última pipa humeando apestosa en la oscuridad, con el cuerpo lleno de agradables achaques, nuestra mente corona el séptimo círculo de la satisfacción. Cuando de repente cambia nuestro humor y gira la veleta es cuando nos hacemos otra pregunta: durante ese intervalo, ¿qué hemos sido? ¿El más sabio de los filósofos o el más egregio de los asnos? La experiencia humana no ha sido aún capaz de responder. Pero al menos habremos pasado un buen momento, y habremos contemplado todos los reinos de la tierra. Y sabio o estúpido, el viaje de mañana nos llevará, en cuerpo y mente, a otro reducto distinto del infinito.

1. William Hazlitt, Ir de viaje (1882).

2. John Milton, Aeropagítica (1644).

Salud y montañas

Recientemente se ha producido un cambio en la opinión de los médicos, al que ha seguido un cambio en la vida de los enfermos. Hace un año o dos todos los soldados heridos de la humanidad fueron confinados en un reducto de recreo en la Riviera, donde caminaban por algún sendero polvoriento o se sentaban en un olivar polvoriento desde donde oían el sonido monótono e interminable de las olas. Ociosos, en medio de un ejército de exánimes ociosos; es cierto que no se están muriendo, pero tampoco están viviendo apenas: sólo suspirando, algunas veces con desesperación, por una mejora en el tiempo y alguna variación vivificante. Eran estos lugares bellos, para vivir en ellos, y el clima exhibía una dulzura propia del cortejo. Aun así, todavía se tiritaba un poco al sol, y uno nunca sabía con certeza si le estaban cortejando; y aquellas suaves orillas podían asemejarse, en ocasiones, a las orillas de la muerte. Se echaba en falta el componente varonil; el aire no se movía; en situaciones así, siempre se puede escribir algún poema y practicar la resignación, pero allí uno tenía la sensación de que aquel no era un buen sitio para regenerar tejidos ni para recuperar la calma. Y parece, después de todo, que estas apreciaciones no van desencaminadas: ahora se envía a los enfermos a los Alpes, con su clima invernal, porque su aire crudo sí puede sanarles. Ya no hay que huir de ese demonio del frío, sino alojarse en su guarida. Y es que hasta Invierno tiene su guarida favorita para resguardarse, esos lugares donde parece alojarse eternamente es donde atempera su austeridad.