Viaje de Egeria - Egeria - E-Book

Viaje de Egeria E-Book

Egeria

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El relato de viajes más antiguo en nuestro país del que se tiene noticia fue escrito por una mujer. Lo habría redactado en el siglo IV una dama gallega llamada Egeria en forma de cartas dirigidas a sus amigas. Aún hoy, lo que se conserva de este fatigoso viaje de peregrinación a Tierra Santa no ha perdido ni la frescura ni el valor testimonial que supuso tan largo periplo en las postrimerías del Imperio Romano, vivido y relatado desde la perspectiva de una mujer singular, curiosa y decidida. A través de la Vía Domitia, la autora recorre Constantinopla y los escenarios bíblicos de Jerusalén, Egipto, el Sinaí y Mesopotamia, tomando nota e interesándose por todo lo que ve. Carlos Pascual se ocupa de la traducción de esas cartas, así como de la introducción, notas y bibliografía de esta Peregrinatio o Itinerarium, un texto redactado en el siglo IV, copiado en el siglo XI por un monje de la abadía de Montecasino y recuperado felizmente a finales del siglo XIX.

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SOBRE EL AUTOR

EGERIAGallaecia, Hispania, S. IV

*

Originaria, posiblemente, de la provincia de Gallaecia, en la Hispania romana, esta dama de familia noble o pudiente realizó una larga peregrinación a los Santos Lugares entre los años 381 y 384, relatando su viaje a través de cartas o misivas.

*

Carlos Pascual: escritor y viajero infatigable, es autor de varios libros y de numerosos artículos de viajes publicados en diversos medios españoles y extranjeros a lo largo de las últimas décadas. La presente edición es su actualización de la traducción del texto latino, introducción y notas publicadas en 1994 (Editorial Laertes), todo ello revisado y ampliado en la actual versión.

SOBRE EL LIBRO

El relato de viajes más antiguo en nuestro país del que se tiene noticia fue escrito por una mujer. Lo habría redactado en el siglo IV una dama gallega llamada Egeria en forma de cartas dirigidas a sus amigas. Aún hoy, lo que se conserva de este fatigoso viaje de peregrinación a Tierra Santa no ha perdido ni la frescura ni el valor testimonial que supuso tan largo periplo en las postrimerías del Imperio Romano, vivido y relatado desde la perspectiva de una mujer singular, curiosa y decidida.

A través de la Vía Domitia, la autora recorre Constantinopla y los escenarios bíblicos de Jerusalén, Egipto, el Sinaí y Mesopotamia, tomando nota e interesándose por todo lo que ve. Carlos Pascual se ocupa de la traducción de esas cartas, así como de la introducción, notas y bibliografía de esta Peregrinatio o Itinerarium, un texto redactado en el siglo IV, copiado en el siglo XI por un monje de la abadía de Montecasino y recuperado felizmente a finales del siglo XIX.

Yo, que soy un tanto curiosa…

EGERIA

CUADERNOS DE HORIZONTE SERIE ¿QUÉ HAGO YO AQUÍ?

Viaje de Egeria

El primer relato de una viajera hispana

Edición, prólogo,

Título de esta edición:Viaje de Egeria. El primer relato de una viajera hispana

Primera edición enLA LÍNEA DEL HORIZONTE EDICIONES: junio de 2017

© de esta edición:

LA LÍNEA DEL HORIZONTE EDICIONES:

[email protected]

© de la edición, prólogo, traducción y notas: Carlos Pascual

© de la maquetación y el diseño gráfico: Víctor Montalbán | Montalbán Estudio Gráfico

© de la maquetación digital: Valentín Pérez Venzalá

ISBN ePub: 978-84-15958-62-8 | IBIC: FJH, WTL

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Viaje

En los últimos años del siglo IV, cuando el imperio romano está a punto de derrumbarse, una mujer hispana de alto linaje se pone en camino para conocer y venerar los Santos Lugares recién «descubiertos» por santa Helena. Atravesando la Vía Domitia, llega a la capital de la pars orientis del Imperio, Constantinopla, continúa hasta Jerusalén, recorre parajes bíblicos, incluido el Sinaí y algunos lugares de la Mesopotamia romana. Va narrando cuanto ve, con deliciosa frescura, en unas cartas dirigidas a las amigas que quedaron en la patria. Su relato, copiado por algún monje en el siglo XI, fue hallado en 1884 en una biblioteca italiana. Tras una ardua investigación, se pudo poner nombre y rostro a esa matrona piadosa: Egeria, la primera viajera y escritora hispana de la que tengamos noticia.

El primer relato de una viajera hispana

Viaje de Egeria

SOBRE EL AUTOR

SOBRE EL LIBRO

INTRODUCCIÓN

UN HALLAZGO COLOSAL

UNA MONJA…DE LEYENDA

LA DAMA PEREGRINA

RETRATO ÍNTIMO

UN CÓDICE Y UN VIAJE

LECTURAS VARIAS DE UN LIBRO ÚNICO

TURISMO PIONERO

LA PRESENTE VERSIÓN

VIAJE DE EGERIA

LLEGADA AL SINAÍ

SUBIDA AL MONTE DE DIOS

EL HOREB

LA ZARZA DE MOISÉS

RECUERDOS BÍBLICOS

EL VALLE DE EL-RÁHA

DE FARÁN A CLYSMA

DESDE CLYSMA HASTA ARABIA

EN LA REGIÓN DE GESSÉN

EN RAMESES

EN ARABIA

EN LA REGIÓN DE GESSÉN

EL MONTE NEBO

LA PEÑA DE DONDE BROTÓ AGUA

EL SEPULCRO DE MOISÉS

DESDE EL MONTE NEBO

HACIA EL SEPULCRO DE JOB

LA CIUDAD DE MELQUISEDEC

EL HUERTO DE SAN JUAN

El VALLE DE ELÍAS

EL SEPULCRO DEL SANTO JOB

HACIA MESOPOTAMIA

EDESA

LA CORRESPONDENCIA ENTRE ABGAR Y JESÚS

EN HARÁN

LAS TUMBAS DE NACOR Y DE BATUEL

EL POZO DE JACOB

DE ANTIOQUÍA A SELEUCIA

REGRESO A CONSTANTINOPLA

TEXTOS ADICIONALES

CARTA DE ABGAR A JESÚS

CARTA DE JESÚS A ABGAR

CARTA DE VALERIO A LOS MONJES DEL BIERZO

BIBLIOGRAFÍA SELECTA

ÍNDICE ALFABÉTICO

NOTAS

INTRODUCCIÓN

UN HALLAZGO COLOSAL

La historia de la que vamos a ocuparnos podría servir como argumento de suspense. Corría el año 1884 y un erudito italiano, Gian Francesco Gamurrini, rebuscaba y ponía un poco de orden entre polvorientos legajos y manuscritos de la Biblioteca della Confraternità dei Laici (o de Santa María), en Arezzo. Un códice atrajo especialmente su atención. Se trataba de unos pergaminos en latín, copiados en el siglo XI, en los cuales aparecían juntos –aunque escritos por distinta mano– dos textos que nada tenían que ver entre sí. El primero, eran fragmentos de San Hilario de Poitiers. El otro escrito resultaba más intrigante, pues era una curiosa relación de un viaje a Tierra Santa, escrito en época muy temprana, y por una mujer anónima que hablaba en primera persona.

Por lo que podía apreciarse a simple vista, en este segundo escrito faltaban bastantes hojas; muchas al principio, algunas al final, puede que alguna de por medio... Un examen reposado del hallazgo comenzó a arrojar las primeras luces. Se trataba de unas «notas de viaje» redactadas según un molde ya conocido, la peregrinatio o itinerarium, uno de los más tempranos géneros medievales, según la tipología clásica de Jean Richard. Lo curioso del caso es que las notas estaban redactadas en forma de misivas o cartas, hacia finales del siglo IV o comienzos del V.

Al parecer, la redactora escribía a unas lejanas dominae et sorores («señoras y hermanas») que habrían quedado muy lejos, en la patria común, a la cual ella confiaba en volver, según indicaba al final de su relato. La autora había realizado un largo periplo, desde «tierras extremas» hasta los lugares bíblicos, y describía estos a sus remotas destinatarias con una frescura y candor de lenguaje que cautivaban desde el primer momento: aquella era una obra singular.

Inmediatamente, Gamurrini se puso a hacer averiguaciones y a investigar más a fondo cómo y desde dónde habría llegado hasta Arezzo aquel códice. Por la forma de la escritura y la datación del mismo, se podía presumir que este había sido transcrito en el scriptorium de la célebre abadía benedictina de Montecasino; de hecho, parecía que ese mismo códice había servido al bibliotecario de dicha abadía, Pedro Diácono, para redactar el tratado o catálogo De locis sanctis hacia 1137. Hacia 1610, el abad Ambrosio Rastrellini lo habría llevado consigo desde Montecasino al monasterio de las santas Flora y Lucilla, en Arezzo, al hacerse cargo de este último; y de allí habría pasado a la Biblioteca della Confraternità al suprimirse, en 1810, 1a abadía aretina, filial de la de Montecasino.

Pero esto no resolvía las principales dudas. ¿Quién era aquella mujer cuyo relato había sido copiado en el siglo XI por la mano abnegada de algún monje? ¿En qué época exacta había llevado a cabo sus andanzas y las había puesto por escrito para que sus sorores pudieran ver a través de su mirada viajera los lugares más venerados de la cristiandad?

Al año siguiente de su hallazgo, el propio Gamurrini lanzaba las primeras hipótesis y ponía nombre a la anónima redactora: se trataría, según le pareció vislumbrar «en súbita iluminación», de Silvia de Aquitania (o Silvania), hermana del prefecto Flavio Rufino, en tiempos del emperador Teodosio, en los últimos años del siglo IV. Ese fue el nombre y autoría que aventuró en la edición príncipe del texto, en 1887, y también en la segunda edición, más cuidada, del año siguiente.

Pero ya en ese último año las dudas se tornaban cada vez más espesas para el propio Gamurrini. En 1903, el benedictino Dom Mario Férotin daba un golpe de timón definitivo: la autora no era Silvana o Silvania, sino una tal Etheria o Egeria, de la que se tenían confusas noticias. Concretamente, aparecía elogiada por su intrepidez viajera y su piedad en una carta escrita por el abad Valerio a unos monjes del Bierzo en el siglo VII; dicha carta había sido recogida por el padre Enrique Flórez en su monumental obra España Sagrada, un significativo fruto del enciclopedismo ilustrado del siglo XVIII.

Así que, según Férotin, la verdadera redactora de la hasta entonces conocida como Peregrinatio Silviae sería, en realidad, la hispana Etheria o Egeria. Más adelante veremos con algo de detalle cómo se fueron desbrozando hipótesis, y cómo se llegó a fijar la autoría del escrito hallado por Gamurrini —entretanto, en 1909, De Bruyne había encontrado otras hojas sueltas del mismo viaje entre los Manuscritos de Toledo de la Biblioteca Nacional de Madrid; hojas, por cierto, copiadas un par de siglos antes que las de Arezzo—. De momento, lo que nos interesa retener es que el hallazgo de Gamurrini sacaba de pronto a la luz a una mujer hispana como verdadera artífice de aquel relato.

La importancia de estas averiguaciones es evidente. Estaríamos, posiblemente, en presencia de laprimera escritora española de nombre conocido cuya obra haya llegado a nuestras manos. Y su relato, el primer libro españolde viajes. Porque, aunque fuera redactado con otros propósitos, concretamente desde la piedad religiosa, lo cierto es que el texto de Egeria constituye un auténtico diario de ruta, que anticipa en bastantes siglos lo que algunos exploradores medievales convertirían en género literario, y no digamos los viajeros románticos, mucho después. Incluso el vehículo formal de sus observaciones y anotaciones —la forma epistolar— es un molde adoptado por escritores viajeros de todas las épocas.

Con nuestra mentalidad actual, digerida la revolución copernicana, y con la sacudida de los descubrimientos actuales y el abismo sin fondo que ofrecen a nuestra imaginación de personas del siglo XXI, resulta difícil calibrar lo que supuso el viaje de Egeria. Un periplo que atravesó todo el orbe conocido —como se encargaría de glosar Valerio—; un viaje que solo se detuvo ante aquellos confines informes en los que el mundo civilizado se difuminaba en franjas oscuras, no sometidas a la disciplina romana, y anilladas hacia los límites del universo.

Nos cuesta, asimismo, imaginar el verdadero valor de las distancias, y de las fatigas para vencerlas, en aquel mundo del siglo IV, cuando el Imperio romano, por algunos rincones de su dilatada masa, comenzaba a fermentar y a corromperse, cercano a su total derrumbe. Pero no es el viaje en sí, por meritorio que se quiera, lo que da grandeza e importancia al relato de Egeria. Lo relevante es, sobre todo, el relato mismo. Lo notable es el paladar fino de viajera «de raza» que sabe detenerse en detalles, degustar el trajín, al margen de sus piadosos móviles, adelantarse en muchos siglos a la sensibilidad que llegaría después a cristalizar en sólido género literario.

El que, posiblemente, debamos considerar como primer clásico viajero español no es un torpe balbuceo, sino una obra fresca y espléndida que merece mayor justicia. Solo estudiosos y eruditos se han ocupado hasta ahora del manuscrito de Egeria. Pero su relato, por sí mismo y por lo que significa, merece ser conocido por el público en general, al menos por el público amante de la literatura viajera. Lo merece el relato y lo merece su autora. Porque la figura de Egeria tiene todos los ingredientes para encandilar a cualquier lector sensible: es una figura tan apasionada como apasionante.

UNA MONJA…DE LEYENDA

Cuando Gamurrini descubrió el códice de Arezzo, su primer desafío era sacar a la autora del anonimato. En un principio, como dijimos, Gamurrini creyó que podría tratarse de Silvia (o Silvania) de Aquitania, por las alusiones que se hacen al río Ródano y algunos modismos del latín empleado. Pero las dudas se hacían cada vez más consistentes; Silvia no era hermana de Flavio Rufino, como se había dicho, sino γυναικαδελφηυ, «hermana de su mujer», cuñada, y por tanto no necesariamente de Aquitania. Aquella atribución había sido generalmente aceptada por todos al principio. Un erudito francés, C. Kohler, aventuró que pudiera tratarse de Gala Placidia, hija del emperador Teodosio, pero las fechas no encajaban: cuando se pudo determinar con certeza la fecha del viaje, resultaba que para entonces Gala Placidia todavía no había nacido.

Otros autores hicieron diversas conjeturas: Geyer «tenía por cierto» que se trataba de una mujer francesa, aunque no Silvia; algunos incluso pensaron en una italiana, basándose en el lenguaje empleado. Fue, como dijimos, el benedictino francés Mario Férotin quien aclaró la autoría, siguiendo la pista del abad Valerio, aquel documento del siglo VII que ensalzaba la intrepidez viajera de la hispana Etheria o Egeria1.

Ese era un segundo problema a resolver: el nombre correcto de la autora. Porque entre la carta de Valerio —que transcribe varias grafías— y noticias sueltas de catálogos o listas, el surtido de variantes era abultado: Aetheria, Etheria, Heteria, Egeria, Eucheria, Echeria... Para no cansar, digamos que al principio se aceptó ampliamente el nombre de Etheria —que vendría a significar algo así como «Celeste»— y se desechaba el de Egeria, porque era el nombre de una ninfa romana cantada por Ovidio y Virgilio, entre otros; es decir, era un nombre de sabor pagano. Pero otros estudiosos pusieron de relieve que entre los cristianos de la época era común usar nombres de divinidades o personajes paganos. Agustín Arce, el autor español que más a fondo trató el personaje y la obra de Egeria, también se inclina por la forma Egeria y da una razón importante: en algún documento latino de la misma demarcación geográfica (la «provincia Gallaecia») aparece como firmante una tal Egeria testis. En palabras de H. Chirat, y para resumir, «es la forma Egeria la mejor atestiguada, la que explica incluso las diferentes grafías y la que la crítica textual obliga a preferir».

Pues bien, ¿quién era esa tal Egeria que realizó tan largo y penoso viaje y consignó por escrito sus impresiones? ¿Qué rostro de carne y hueso se oculta tras ese nombre? Aquí hay que deshacer un largo y colosal malentendido —que en parte sigue vigente—. El de suponer que Egeria fuera monja o algo parecido. El hecho de que la autora se dirija a unas dominae etsorores llevó a identificarla con una soror o sor, una monja; más aún, con una abadesa que relata a sus monjas las maravillas que ellas no pueden ver. El malentendido arranca de una visión sesgada, o interesada, pues quienes más se ocuparon del personaje desde época temprana fueron religiosos; Valerio, el abad del Bierzo del siglo VII —cuyo panegírico resultó clave para poner rostro y nombre a la viajera—, se refiere a ella como beatissima sanctimonialis: es decir, da por supuesto que era monialis, lo que tendría que ver con esa condición; tal vez tuviera alguna razón o algún dato en su momento para apoyarlo. Y en un catálogo de la biblioteca de la abadía de Montecasino —donde estuvo el códice antes de ser transferido a Arezzo— se consigna ese volumen como «Escritos de Hilario y de la abatissa».

Lo cierto es que en aquella época temprana del cristianismo las monjas no se habían inventado aún, por decirlo coloquialmente. En todo caso, se estaban fraguando los cimientos de algo que vendría después. Es verdad que en el Concilio de Elvira (o Granada), en el año 305, se regula cierto tipo de vida religiosa para las mujeres. Sabemos que la hermana del obispo Osio de Córdoba, uno de los asistentes al Concilio de Elvira, había consagrado a Dios su virginidad. Para depurar el pactum virginitatis de que habla ese concilio, otro cónclave celebrado en Zaragoza en el año 380 prohíbe dar el velo a las vírgenes antes de cumplir cuarenta años; y otro concilio, celebrado en Toledo poco antes del 400, impone graves sanciones a los prevaricadores. Es decir, a pesar de la fecha temprana, ya existía un cierto movimiento «monacal», como destacó Fray Justo Pérez de Urbel, autoridad (interesada) en la materia.

Lo que ocurre es que las «monjas» de entonces y el género de vida que llevasen serían muy diferentes al modelo que la tradición y el correr de los tiempos irían acuñando. Parece seguro que por entonces existían grupos de mujeres que, bien individualmente, bien en comunidad, se entregaban a cierto tipo de vida religiosa. Había entre esas mujeres virgines, viduae (viudas) o sencillamente continentes. Su vida en común ha de entenderse de manera un tanto laxa, tal vez algo así como la institución muy posterior de las beguinas y beguinajes o beaterios de los Países Bajos —con todas las salvedades, es solo una ilustración—. Todavía no estaba rígidamente establecida la stabilitas loci, y las devotas podían entrar y salir de su residencia con bastante libertad de movimientos.

Los monasteria de que habla Egeria, los que ella acude a visitar en Egipto o en los entornos de los santos lugares, no eran monasterios tal y como ahora los entendemos, sino más bien eremitorios o ermitas, es decir, habitáculos o incluso cuevas donde vivían los ermitaños de manera individual —monos en griego significa solo, único—, aunque a veces próximos unos de otros. En nuestro país, un ejemplo válido de lo que eran aquellos monasteria serían las ermitas de Córdoba, que precisamente trataron de reproducir, muchos siglos después, el género de vida de los primeros anacoretas. Algunos estudiosos, como A. Arce, llegan a afirmar —con sospechosa rotundidad: Arce era franciscano— que ya en aquella época había «monasterios» similares a lo que ahora entendemos por tales, con grupos de hombres o de mujeres entregados a Dios, y viviendo una vida en comunidad

Pero hablar de la monja Egeria me parece un despropósito. Por la expresión reiteradamente empleada, dominae et sorores, no puede deducirse que se dirija a hermanas monjas; y desde luego, el contexto general es muy otro, como enseguida veremos. El poeta Virgilio emplea a veces el término soror como equivalente de amiga, compañera (A. Blázquez). Ya antes de que naciera Egeria, la expresión soror, empleada coloquialmente, podía tener una mera connotación de afecto, no necesariamente de parentesco. La interpelación a unas dominae et sorores habría que traducirla, pues, como «respetables amigas», o incluso «queridas amigas»2.

Esta confusión primordial fue alimentando lo que podríamos llamar el mito del personaje: «la monja Egeria». Insisto en ello pues da idea de la popularidad que ha llegado a alcanzar, y de su vigencia. Se ha llegado a hablar con total desparpajo de la «monja viajera», en claro paralelismo con santa Teresa de Jesús, algo que alentó en su día Fray Justo Pérez de Urbel3. Este abad compara los trotes y el arrojo de Egeria con las andanzas de la «monja andariega» por excelencia, Teresa de Ávila. La aproximación es comprensible. Pero no la comparación: devotas las dos, andariegas las dos, escritoras las dos, son en el fondo muy distintas. Santa Teresa viaja pero va a lo suyo, a sus fundaciones, sus escritos espirituales o sus absortas meditaciones. Egeria también va a lo suyo, pero disfruta su trajín, sabe fijarse en las cosas, sentir curiosidad por ellas, sabe enriquecerse a través de las experiencias y conocimientos que el trayecto le va brindando, y no siente empacho en detallarlo por escrito. En este sentido, creo que la figura de Egeria resulta más cercana, más a ras de tierra, y paradójicamente, mucho más moderna que la de esa otra mujer, también española, también viajera y también escritora.

Señalemos por lo demás que el paralelismo entre ambas parecía darse por sentado en el sello emitido en España, en 1984, con motivo del «XVI centenario del viaje de la Monja Egeria al Oriente Bíblico4». Más aún, en 2005 se inició en Alemania un «Proyecto Egeria» para realizar cada año, hasta 2015, una peregrinación «a cada uno de los once países que hiciera la Hermana Egeria», empezando por España5. Todavía hoy, los textos que pueden leerse en internet de grupos y organizaciones de carácter religioso o feminista son tan combativos como desenfocados. Y no se han olvidado de Egeria los novelistas, elevándola algunos al grado de ¡santa!6

LA DAMA PEREGRINA

Lo que sí está claro es que era una gran dama. O al menos una mujer importante. Solo así se explicaría que pudiera disponer tan libremente de su persona y de su tiempo. Y que pudiera viajar de la manera en que ella lo hacía, sin problemas de dinero y en compañía de un nutrido séquito. Es más, las facilidades que encuentra donde quiera que vaya, los obispos que salen a recibirla, el propio uso que hace del ager publicum