Viajes de un colombiano por Europa II - José María Samper Agudelo - E-Book

Viajes de un colombiano por Europa II E-Book

José María Samper Agudelo

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Beschreibung

Los Viajes de un colombiano por Europa, fueron publicados por entregas en El Comercio de Lima. En ellos Samper Agudelo, hombre de letras de Colombia, relata sus viajes por España (visita y describe Barcelona, Madrid y Sevilla), Gran Bretaña, Francia, Suiza y Alemania y muestra su visión de los modos de vida, costumbres, leyes y economía del Viejo Mundo.

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José María Samper

Viajes de un colombiano por Europa

Tomo II

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: Viajes de un colombiano por Europa.

© 2024, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN tapa dura: 978-84-1126-575-1.

ISBN rústica: 9788498161557.

ISBN ebook: 9788498978681.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 9

La vida 9

Primera serie 11

Advertencia 13

Dos palabras al lector 15

A monsieur le président de la Société d’Ethnographie Orientale et Américaine de France 17

Introducción 19

Parte primera. Suiza y Saboya 23

Capítulo I. De París a Ginebra 23

Capítulo II. Idea general de Suiza 32

Capítulo III. Ginebra 48

Capítulo IV. Los alpes saboyardos 64

Capítulo V. La hoya del alto Ródano 77

Capítulo VI. El cantón de Vaud 84

Capítulo VII. Vaud y Neuchatel 94

Capítulo VIII. El cantón de Friburgo 108

Capítulo IX. El cantón de Berna 124

Capítulo X. La región del Oberland 138

Capítulo XI. El cantón de Unterwalden 151

Capítulo XII. Los cuatro cantones 163

Capítulo XIII. Los pequeños cantones 175

Capítulo XIV. Zug y Zúrich 192

Capítulo XV. La hoya del Rin 202

Capítulo XVI. Travesía de Suiza 212

Capítulo XVII. Basilea y la Suiza 217

Industrias 225

Religiones 226

Parte segunda. La región del Rin 235

Capítulo I. El gran ducado de Baden 235

Capítulo II. Algo de la Francia alemana 246

Capítulo III. Baden-Baden 258

Capítulo IV. Las ciudades badenses 267

Capítulo V. De Heidelberg a Francfort 275

Capítulo VI. Dos estados alemanes 282

Capítulo VII. El Rin 291

Capítulo VIII. La Prusia rineana 298

Capítulo IX. Del Rin a Lieja 306

Tercera parte. Bélgica 315

Capítulo I. La nación belga 315

Capítulo II. Lieja y el Brabante 322

Capítulo III. Amberes 329

Capítulo IV. Bruselas 338

Capítulo V. El país flamenco 345

Capítulo VI. La región marítima 355

Capítulo VI. De Ostende a París 362

Libros a la carta 371

Brevísima presentación

La vida

José María Samper Agudelo (1828-1888 Colombia. Honda, 31 de marzo de 1828-Anapoima, Cundinamarca, julio 22 de 1888).

Participó en la vida política, económica y social del siglo XIX en Colombia. Ejerció el periodismo, y escribió poemas, dramas, comedias y novelas. Fue asimismo, un viajero apasionado.

Primera serie

Al señor don Manuel Amunátegui, director de

«El comercio» de Lima

Este escrito, como la mayor parte de los que han salido de mi pluma en Europa, desde abril de 1858, debe su primera aparición a los estímulos generosos, a la ilustrada y desinteresada protección que le han dado, como propietarios y redactores de «El Comercio», usted y nuestro noble y malogrado amigo DON ALEJANDRO VILLOTA. Es «El Comercio» el que primero ha dado a luz las paginas incorrectas y frecuentemente improvisadas de este libro. Por lo mismo, a nadie mejor que a los perseverantes directores de ese diario —que defiende la libertad y difunde la semilla de la civilización en el suelo hispano-colombiano— les corresponde el modesto homenaje de esta obra. Acéptelo usted, mi fino y respetable amigo, en su nombre y en el de nuestro lamentado amigo VILLOTA, como un testimonio de alta consideración y gratitud profunda. Cada cual da de lo que tiene: hombre de corazón y escritor, lo mejor que puedo ofrecer a usted es mi cordial afecto y el humilde fruto de algunas de mis labores

JOSÉ M. SAMPER. París, febrero 7 de 1862

Advertencia

La narración de mis Viajes comprenderá cuatro series, contenidas en cuatro volúmenes. La primera, que publico ahora, se refiere a la región del río Magdalena, en los Estados Unidos de Colombia (antes «Nueva Granada»), mi punto de partida, a la travesía del Atlántico, una parte de Inglaterra, muchos departamentos de Francia, y sobre todo España. La segunda, que va a entrar en prensa, comprenderá la descripción de Suiza, la Alemania del Rin, Bélgica y varios departamentos de Francia. La tercera abrazará las narraciones relativas a otra parte de Francia (la del Nordeste), y a Wurtemberg, Baviera, Austria, Hungría, Bohemia, Sajonia, Prusia, Hamburgo, Hanover, Hesse-Gasel y Holanda. La cuarta comprenderá la Gran Bretaña, Italia, y un estudio social comparativo de París y Londres y de la civilización europea.

Cada volumen irá provisto, como el presente, de un sencillo mapa indicativo de los itinerarios. Si, por algún inconveniente insuperable, no alcanzare a terminar mi publicación en París, la terminaré precisamente en Bogotá, en 1863. No debe olvidarse que el texto de este volumen ha sido escrito y publicado en 1859-60, y que por tanto es a esa época que se refieren todas las observaciones estadísticas, y otras de carácter más o menos transitorio

EL AUTOR

Dos palabras al lector

No sé el grado de estimación que puedan merecer de parte de muchos lectores las reflexiones de un viajero que, desconocido fuera de su patria, emprende su peregrinación desde el corazón de las selvas colombianas hasta el centro de estas viejas sociedades europeas, repletas de recuerdos, grandiosos monumentos y amargos desengaños. Amante de contrastes y siempre solicitando la verdad, he dejado mi dulce patria de libertad y de esperanzas, la tierra de las montañas colosales, de los valles espléndidos, de las cataratas, las selvas, los espumantes ríos, las altas cimas coronadas de nieve, los perfumes, los ecos misteriosos, las soledades, los tesoros de luz y de armonía y la pompa inagotable de esa naturaleza que resume en su seno toda la poesía y todas las maravillas de la creación! Todo eso se queda atrás: todo eso es Colombia, escondida bajo el manto de conchas y coral, de luz y de misterio que le extienden el Atlántico y el Pacífico... ¿Y por qué dejar tan lejos todo ese mundo que se adora? Es que el demócrata de Colombia necesita nutrir su espíritu con la luz de la vieja civilización y fortalecer su corazón republicano con las severas enseñanzas de una sociedad ulcerada profundamente por la opresión y el privilegio. Es que la verdad no se adquiere completa sino por comparación, y el espíritu debe abrazar la vida de los dos continentes que trabajan de distinto modo en la obra de la civilización. Es preciso asistir a este torbellino que conmueve al mundo europeo, en busca de la luz, de la ciencia, del refinamiento del arte, de las maravillas de la industria, y de todo este conjunto de esfuerzos admirables que constituye la obra del progreso. Es preciso contemplar el espectáculo de esta sociedad en recomposición, que bulle, que se agita y se preocupa, empeñada por resolver el problema del bienestar, luchando entre las tradiciones del absolutismo y las aspiraciones hacia la libertad.

El contraste es grandioso y merece un estudio bien esmerado. En Colombia, las sencillas escenas de la democracia, el misterio solemne, la soledad y el espectáculo sublime de la naturaleza en todo el esplendor de su pompa y su grandeza. En Europa, las intrigas de las aristocracias, la luz de la ciencia, la población exuberante, y el arte levantado hasta las más prodigiosas proporciones. Si Colombia es la tierra del porvenir, de la esperanza y de la idea; Europa es el mundo de lo pasado, de los recuerdos y de los hechos. Comparar esos dos mundos, analizando el organismo y la fisonomía de la civilización en cada uno de ellos, tal es la tarea del viajero. Por mal que desempeñe mi parte de labor ¿no he de esperar, pues, que algunos de los lectores del Nuevo Mundo se asocien a la investigación que uno de sus hermanos viene a hacer sobre el terreno de donde partió, con los horrores de la conquista, la civilización semi-feudal que se nos infiltró? ¡Feliz el viajero que, animado del más profundo sentimiento de amor hacia su familia predilecta de las regiones de Colombia, pudiera encontrar en su peregrinación tesoros de verdad que ofrecer a sus hermanos! Asistir día por día, hora por hora, a este flujo y reflujo de las instituciones y de las costumbres, de la literatura, de la ciencia y de la industria, que se revela en admirables monumentos, en suntuosos museos y ricas bibliotecas, en los ferrocarriles y telégrafos, en las fábricas de enorme o de ingeniosa producción, en las academias y universidades, en las exposiciones y los congresos internacionales, en las imprentas y los gabinetes artísticos, en las escuelas populares, en los institutos de beneficencia y de penalidad, en la administración de la justicia bajo diferentes formas, en los puertos, los diques y canales, en los teatros de todo género, en los lugares públicos destinados al servicio de la ciencia y del buen gusto, en los Bancos, las Bolsas y las asociaciones, y en todo lo que puede representar un progreso, una tradición, una organización social o un hecho característico; asistir a este movimiento, repito, es contemplar de bulto la obra de la civilización, es alimentar simultáneamente los sentidos y el alma. Ensayaré, pues, haciendo un esfuerzo por llenar esa tarea que será la historia de mi peregrinación

A monsieur le président de la Société d’Ethnographie Orientale et Américaine de France

MONSIEUR, Désirant vivement donner à la savante Société dont vous êtes le digne président, un témoignage de ma reconnaissance et de mon attachement, j’ai l’honneur de vous prier d’accepter la dédicace que je suis heureux de faire à la Société d’Ethnographie, du second volume de mes «Voyages en Europe». Veuillez accepter aussi, mon savant et respectable collègue, l’assurance de ma considération la plus distinguée.

JOSÉ M. SAMPER.

Paris, le 1er juillet 1862.

Introducción

La buena descripción de un viaje, aunque requiere ciertas condiciones poco vulgares, es un trabajo menos laborioso de lo que generalmente se piensa. Pero viajar, o «saber viajar» es un arte más delicado y difícil de lo que a muchos parece. Cuando se viaja puramente por gozar y sacudir el fastidio, no se hace otra cosa que vagar en un país o vegetar moviéndose. El pseudo-viajero, impelido por una curiosidad sin consecuencias, se parece entonces a la hoja que flota en el torbellino de un huracán, sin tendencia propia ni significación.

El viaje es un arte complejo de investigación metódica al mismo tiempo que de «capricho inteligente». Él requiere, por una parte, cualidades de viva impresionabilidad, imaginación poética, severo criterio, curiosidad de observación y libertad de espíritu, conjuntamente; y por otra, tiempo, dinero, paciencia, conocimiento de las lenguas y ciertas ventajas aplicables al país que se visita.

Por eso, al emprender una serie de «excursiones», más bien que «viajes», en Europa, he comprendido bien, sin alucinarme, las desventajas de mi posición personal. Colombiano de nacimiento, aunque cosmopolita por mis convicciones, le pertenezco ante todo a mi patria colombiana, de la cual no puedo estar por largo tiempo ausente. Pero ansioso de buscar la verdad, siguiendo y comparando el movimiento vario de los pueblos más adelantados en civilización, he tenido que conciliar dos necesidades igualmente imperiosas. No pudiendo disponer de más de cinco años en Europa, he tenido forzosamente que reducirme al estudio atento de las dos sociedades más adelantadas —Francia e Inglaterra—, y en cuanto a las demás, hacer rápidas excursiones que me permitan palpar y comprender apenas los hechos más característicos y sobresalientes, las formas o los fenómenos más visibles de la civilización europea. Es del conjunto de esas grandes formas que un hijo del Nuevo Mundo, ansioso de luz pero sin experiencia, puede obtener la noción sintética del giro y de la índole de esa civilización.

Si hubiera de dirigirme a lectores europeos, o no escribiría la relación de mis modestos viajes, o habría procurado darles a estos otras proporciones, trazándome un método que me permitiese emprender estudios de alguna seriedad o trascendencia, dentro de la medida de mis débiles fuerzas. Pero no: viajo por mi patria, es decir con el solo fin de serle útil, y escribo para mis compatriotas y hermanos los hispano-colombianos. He creído que lo que importa más por el momento no es profundizar ciertos estudios, sino vulgarizar o generalizar nociones. A los pueblos de Hispano-Colombia no les ha llegado todavía el momento de los estudios fuertes, por la sencilla razón de que la inmensa masa popular no tiene aún la noción general del progreso europeo. Hasta tanto que esa masa no haya recibido la infusión elemental de luz y fuerza que necesita para emprender su marcha (porque hoy no se «marcha» sino que se anda a tientas) el mejor servicio que se le puede hacer es el de la simple vulgarización de las ideas elementales. Después vendrá el tiempo de los trabajos laboriosos y profundos.

La inmensa mayoría de los hispano-colombianos no conoce, por falta de contacto íntimo con Europa, los rudimentos o las verdaderas condiciones del juego general de la política, las letras, la industria, el comercio y todos los grandes intereses vinculados en Europa. De ahí provienen graves errores de apreciación, de imitación o de indiferencia, que se revelan en la política, la literatura, la legislación y las manifestaciones económicas de Hispano-Colombia.

Desvanecer, si puedo, esos errores, dándole a la expresión de lo que me parece la verdad las formas simpáticas de lo pintoresco y el atractivo de una rápida, fiel y animada narración, tal es el objeto de estas páginas de impresiones.

Hasta ahora no han llegado a Colombia, relativamente a Europa, sino dos géneros de escritos: o «memorias» novelescas, escritas con un fin de especulación literaria, como las de Alejandro Dumas y muchos otros escritores franceses, que desnaturalizan las cosas, a fuerza de ingenio, exageración y fantasía, y prescinden de los hechos «sociales», ocupándose solo de lo pintoresco y divertido; o estudios especiales y científicos, que presuponen el conocimiento de las situaciones generales. El primero de esos géneros de narración o de estudio es pernicioso en Colombia, porque propaga las más falsas nociones. El segundo es incompleto y árido, incomprensible para los que no conocen la fisonomía general del país de que se trata.

Mi proceder, como narrador de rápidas y modestas excursiones, es muy sencillo: consiste en no dejar en olvido nada de lo que he observado, o mirado siquiera, interesante por algún rasgo característico; y en no inventar nada, sino relatar con candor cuanto me ha impresionado por cualquier motivo, manteniendo en la exposición de todos los pormenores, por variados que sean, la armonía de la verdad, de lo bello y lo útil, de lo natural y social. Es así como surge de la narración la imagen compleja de un país, semejante a una fisonomía humana en que se ven armonizar diversas formas: el ojo ardiente y luminoso, que revela un espíritu; la boca palpitante, que respira pasión, y la protuberancia huesosa o muscular, donde reside una fuerza.

Aun limitando mis viajes a humildes proporciones, he querido seguir cierto método. Primero Francia, el gran foco de la civilización moderna, de donde irradia toda inspiración fecunda, en el vasto grupo de sociedades que tuvo su punto de partida en la civilización latina. Enseguida España, el país análogo, la fuente europea de las repúblicas hispano-colombianas. Después la Confederación Helvética, cuya constitución política corresponde en sus formas generales a las de mi patria natal. Luego Alemania, Bélgica y Holanda, donde se asiste, en la primera, a la lucha de instituciones y civilizaciones distintas, revelando una grande y laboriosa transición; o se ven en dos pequeños y prósperos Estados los efectos de la libertad política y civil. Más tarde he estudiado ese gran pueblo de tan peculiares condiciones —la Gran Bretaña—, que resume en su genio y sus manifestaciones lo que hay de más cosmopolita, de más industrial y vigoroso en el juego complicado de la moderna civilización. Al fin le llegará su turno a Italia, el país de los grandes recuerdos y de los refinamientos del arte, que representa hoy la aspiración esencial del siglo: la idea de la «unificación». Y por último, al dejar a Europa, iré a observar las modificaciones profundas que le ha impreso a la vieja civilización europea ese pueblo formidable de colonizadores del Nuevo Mundo, que se llama la Unión Americana.

Suiza me picaba vivamente la curiosidad por sus especialidades, que la hacen tan singular e interesante en Europa. Su topografía y composición geológica, su sistema hidrográfico y sus neveras colosales y vastísimas, le dan la prioridad de interés en el estudio de esa maravillosa historia del progreso de la Creación o de la fisiología del globo, escrita en grandes y pequeños caracteres en las rocas aglomeradas en el transcurso de millares de siglos, por una serie de revoluciones naturales de la materia orgánica, para ofrecerle al hombre la base de su imperio divino. Las admirables hermosuras de ese inmenso archipiélago de montañas, lagos y nevados que se llama Suiza, excitaban en mí esa irresistible inclinación hacia lo bello, lo grandioso y poético, que eleva el sentimiento y le da expansión al alma, haciéndole admirar, con éxtasis o arrebato alternativamente, las obras del Inefable Artífice.

Además, yo sentía un vivo deseo de conocer, siquiera fuese someramente, la manera como funciona el espíritu democrático en la sola «república» importante de Europa, enclavada en el corazón de este viejo mundo de tradiciones formidables y rodeada de poderosas monarquías y aristocracias. Quería observar la yuxtaposición de dos razas que pasan por antagonistas —germánica y latina—, esta representada por los cantones franceses e italianos. Quería inquirir ese movimiento ascendente de asociación que, comenzando en la «familia», se condensa en el «Distrito», enlaza los distritos en el «cantón» o Estado, y fortifica a los cantones en la liga de la «Confederación». Quería buscar el secreto de esa prosperidad que hace de Suiza, relativamente a sus proporciones, el país más activo y poderoso por su producción. Quería, en fin, darme cuenta de la relación en que se hallan respecto de la civilización dos de las tres grandes comuniones cristianas de Europa (protestantes y católicos) colocadas frente a frente y en íntimo contacto y lucha permanente, en el terreno común de la libertad federal.

Mis esperanzas no fueron frustradas. En cuanto era dable obtener nociones importantes, mediante una incompleta y rápida excursión, pude sacar en consecuencia esta convicción: el estudio atento de la Confederación Helvética es el que, por las condiciones múltiples y peculiares de ese país, puede ofrecer las pruebas más perentorias en favor del principio de libertad y justicia, o de justicia en la libertad, como la base de toda civilización fecunda en progreso y bienestar. Tengo la confianza de que algunas de las páginas de esta narración, sinceramente verídica, justificarán esa convicción.

Parte primera. Suiza y Saboya

Capítulo I. De París a Ginebra

La Francia centro-oriental. Los paisanos franceses. Las campiñas bresanas. La vuelta del vencedor

El Sol de julio doraba con sus tibios y alegres rayos matinales los pabellones de las magníficas arboledas, las cúpulas y torres de los altos monumentos y el enjambre desigual de los techos de pizarra, que se destacaban sobre las plazas y calles todavía silenciosas de París. Apenas comenzaba a despertar la ilustre metrópoli de su sueño de estío, cuando entrábamos a la inmensa estación o embarcadero del ferrocarril que conduce a Lyon y el Mediterráneo. Tal debía ser nuestra vía para penetrar a Suiza por el lado meridional, y visitar la Saboya del norte, país pintoresco, montañoso y esencialmente estratégico que después ha sido el objeto de una complicación para la diplomacia europea.

Al subir a un vagón del tren, mi esposa me decía con dulce confianza: «Por fin vamos a visitar ese país de las montañas y los lagos, el padre de casi todos los grandes ríos del continente europeo. Eso nos producirá emociones que nos harán evocar a cada momento la imagen querida de la patria»...

La vía férrea, en su primera mitad, era la misma que yo había tomado, algunos meses antes, para ir a España, y debíamos seguirla hasta Macón, torciendo de allí hacia el este, en dirección al Ródano central y Ginebra. Teníamos que atravesar algunos de los departamentos más vinícolas de Francia y, en las cercanías del Ródano, después de cortar la estrecha hoya del «Ain», una comarca pintoresca, entrecortada por los estribos y contrafuertes más meridionales del Jura. Aquellos departamentos, surcados por la vía férrea en extensión muy desigual, eran:

El del «Sena», con 1.727.000 habitantes, cuyas siete octavas partes constituyen la población de París;

El de «Sena y Marna» con 341.000, que tiene por capital a la graciosa y pequeña ciudad de Melun.

El del «Yona», con 368.000, que cuenta algunas villas y ciudades bastante industriales, como Auxerre (la capital), Sens, Joigny, Tonnerre, etc.

Después la vía sale de la hoya del Sena para pasar a la del Saona, de modo que se sirve sucesivamente del curso de valles que se inclinan, en opuestos sentidos, hacia el canal de la Mancha y el Mediterráneo. De esa manera el ferrocarril sigue por los departamentos de:

La «Costa de oro», con 386.000 habitantes, centro principal da la antigua Borgoña, teniendo por capital a Diyon («Dijon»), ciudad tan interesante por sus monumentos y su historia como por su movimiento social.

El de «Saona y Loira», con 575.000 almas, no menos importante que el anterior por sus vinos, y cuya capital es Macón.

Por último, el del «Ain», con 370.000 habitantes, capital la ciudad de Burgo o Villa («Bourg»), antiguo centro administrativo de la provincia de «Bresa» («Bresse»); comarca que se extiende entre el Saona, el Ródano y las montañas del Jura, partiendo límites con los cantones helvéticos de Ginebra y Vaud y la alta Saboya, o Saboya septentrional, hoy departamento francés.

Quiso la fortuna que nuestro primer día de viaje fuese favorable al natural deseo de recoger impresiones, siquiera fuese al pasar. Aguardábase al emperador de los franceses, quien volvía de su campaña de Italia, ese episodio extraño, grandioso por sus formas y contradictorio en su objeto y resultados. Napoleón III venía de Italia vencedor y vencido al mismo tiempo: vencedor en las batallas; vencido después en el terreno diplomático, caliente todavía la atmósfera con el fuego terrible de «Solferino». Pero los pueblos, que jamás juzgan la política sino por las apariencias —sobre todo los que tienen la candidez campestre—, no sabían de la guerra de Italia sino dos cosas: que los franceses, sus compatriotas y hermanos, se habían batido heroicamente, según su costumbre, y eran los vencedores, y que su jefe, el emperador, volvía a recibir las ovaciones del triunfo.

Donde quiera, desde Macón hasta adelante de Bourg, se veían los más curiosos grupos de paisanos, resaltando en los cuadros pintorescos y risueños de las pequeñas poblaciones o las estaciones del ferrocarril, rodeadas de enanos sauces de ampuloso follaje, huertos y jardines, viñedos escalonados en las faldas de las colinas, lucientes praderas y plantaciones de cereales. Se veía bien que las autoridades habían trabajado con actividad en preparar recepciones oficiales con honores de «populares», como acontece donde quiera. En toda la línea se ostentaban bosques de banderas, arcos de triunfo, alegres y vistosos pabellones, escudos de armas y trofeos, inscripciones y medios de iluminación. Aquello nada tenía da curioso, porque era artificial: era una fiesta de subprefectos y alcaldes principalmente. Lo que llamaba la atención era el largo cordón de grupos de paisanos, llenos de curiosidad, impacientes pero joviales, a veces burlones, que hacían estallar sus estentóreas carcajadas al derredor de las estaciones de la línea.

A cada trecho veíamos, bajo los sombreros de fieltro burdo, o de paja amarilla y anchas alas, fisonomías femeninas bastante graciosas, con ese color vago del tipo de la Francia centro-oriental, que no es ni el rubio delicado de Picardía y Normandía, ni el suave sonrosado de las alturas jurásicas, ni el moreno picante de las gentes que pueblan las comarcas meridionales de Francia. Donde quiera también nos interesaba la robustez del campesino, su rusticidad mezclada de buen sentido y astucia, sus movimientos desembarazados y su insaciable y cándida curiosidad. Y todo eso realzado por cierta originalidad de vestidos que, sin tener la gracia de los alpestres y meridionales, ni la curiosa extravagancia de los bretones, normandos y alsacianos, nos revelaban una tendencia notable hacia las combinaciones pintorescas.

Al pasar o detenerse el tren que nos transportaba, estallaba en cada uno de esos numerosos grupos de paisanos un «hurrah!» borrascoso, por vía de saludo, y no faltaban quienes, queriendo sazonar algún chiste del vecino, exclamaban por este estilo:

—¡Eh, señor maquinista!, dígale usted a Su Majestad que se dé prisa!

—¡Bah, gaznápiro!, ¿quién te ha dicho que Su Majestad corre como el chorro de tu molino?

—¡Diantre, si se hace esperar!

—¡Si así se portara el Recaudador!...

—¡Que nos sirvan refrescos mientras viene! —gritaba otro más atolondrado.

—¿Y si no viene?

—Será más largo el refresco.

—¡Sí; comeremos más! ¡El emperador pagará todo!

—¡Viva el emperador!

Más adelante, al ver que llegaba nuestro tren, un paisano poco erudito en geografía y otras cosas, gritó con todos sus pulmones:

—¡Bravo! viva el emperador!

—¡Bruto! —le dijo uno de los compañeros—, ¿no ves que ese tren viene de París?

—Y ¿qué me importa eso, si me han encargado que grite cuando llegue el tren?

—También podía ser de carbón o leña, y serías capaz de tomarlo por el tren imperial...

—Aguarda un poco, Ruanillo —añadió otro—; ya tendrás ocasión de gritar y dejar contento al alcalde.

En otra estación, al notar que renovaban el agua en las calderas de la locomotiva, un paisano mazorral observó:

—¡Diantre, hasta la máquina bebe, mientras que yo estoy a seco!

—Ella bebe a la salud de la compañía —dijo un chusco—, aludiendo a los viajeros del tren.

Y cada cual agregaba una tosca chanzoneta o un retruécano del más rústico ingenio. A este propósito me permitiré una digresión respecto del tipo social en escena.

El paisano francés tiene cualidades muy características que le hacen digno de atención. Más tarde tuve ocasión de observarlo así en varias excursiones hechas a los departamentos del centro y del oeste, y en las escenas semi-campestres de las cercanías de París. Curioso y desconfiado por igual, todo le llama la atención, pero lo observa todo con cautela y recelo. Detesta o teme la guerra, pero se encanta con las escenas militares, por lo que tienen de pintoresco y sorprendente, porque en el fondo de su carácter esencialmente conservador, reacio al progreso y apegado a las tradiciones, hay cierta veleidad de novelería que le tienta a inquirir en las poblaciones todo lo que tiene el sello de lo desconocido, o que es superior a los alcances, los hábitos y las nociones que implica la vida campestre.

A la desconfianza y la curiosidad se añaden en el paisano francés (de las regiones no montañosas) un rasgo que es común a todas las clases del país —el genio burlón y epigramático—, y dos más que le son peculiares al hombre del campo: cierto instinto «diplomático», y una tendencia enérgica hacia la propiedad territorial. Su inteligencia es lenta en la comprensión de las cosas y carece de la soltura y ardentía que provienen de la imaginación. Pero él sabe «rumiar» una idea, revolverla, pesarla y «digerirla» con calma y malicia, y acaba siempre por trazarse un plan en cuya ejecución persiste con invencible tenacidad.

Cuando se le hace una proposición, por halagüeña que sea, vacila un momento, guarda silencio con aire cazurro, se rasca una oreja y acaba por decir: «Compadre, lo pensaremos». Ninguno le arrancará jamás una resolución improvisada o una respuesta categórica por sorpresa. Pero una vez que reflexiona y se forma una idea fija y clara —buena o mala—, no hay razonamiento ni objeción que le desvíe de su propósito. A toda réplica responde, tocándose la frente con el índice de la mano derecha:

—«Compadre, tengo otra cosa aquí adentro. Será como usted dice, pero yo tengo mi idea.»

Ello es que la lentitud de espíritu del paisano francés tiene su compensación en la malicia calculadora, la desconfianza, casi más intencional que instintiva, y el conocimiento práctico de sus intereses individuales. No hay tipo más personal, más individualista que el paisano francés. Él no comprende los hechos ni los intereses colectivos, sino los que afectan íntimamente a su hogar. Si el trabajo, el hábito de los negocios y las relaciones de vecindad le permiten penetrar la situación económica o doméstica del vecino, se guarda bien de darle consejos, o de justificar, con la injerencia en las cosas ajenas, la de cualquier otro en las suyas propias.

En esto los hábitos del paisano son diametralmente opuestos a los del obrero de las ciudades, en quien el instinto de sociabilidad, fuertemente estimulado por el medio en que vive, favorece mucho la comprensión de las cosas colectivas. El paisano, desentendiéndose de lo que preocupa a los vecinos de la cabecera del distrito, calcula y considera a su modo lo que se relaciona con su terruño, su mercado, su feria y sus contribuciones. A eso se reducen toda su política y su economía social.

Sabiendo que el Cura, el Alcalde y el Recaudador de contribuciones son tres fuerzas o personas distintas que forman una sola potencia verdadera para dominar el distrito, la diplomacia del paisano consiste en lisonjear, a esas tres entidades, vivir en buena armonía con ellas, ocultarles los recursos de que dispone y dejar que ruede la bola del vecino, sin inquietarse por nada. Su egoísmo es tan calculado como su diplomacia, porque llegado el momento de hacer bien, sabe mostrarse caritativo y consagrado sin ostentación. Pero como el círculo de su actividad es tan reducido, maneja sus intereses con acierto y permanece en la más completa inmovilidad de relaciones y hábitos.

Adherido al trabajo y la tierra por necesidad, sus operaciones son de un positivismo estrecho. El paisano se dice: «Mi hijo ha de ser paisano como yo; poco importa que no aprenda a leer ni escribir, con tal que sepa ganar dinero y tenga fortuna». Así, lejos de enviarle a la escuela, le asocia a todos sus trabajos, le hace siervo del «campo» y del arado, y le trasmite rigurosamente sus preocupaciones y costumbres.

Su manía consiste en adquirir propiedad territorial o aumentarla que tiene, aunque el producto de la tierra sea muy inferior al de las especulaciones o la industria; sin perjuicio de reservar la suma necesaria para rescatar al hijo mayor de la conscripción militar. Dominado por esa idea fija, se hace económico y avaro, imponiéndose mil privaciones y atesorando franco sobre franco y escudo sobre escudo. El paisano sabe esperar la buena ocasión, disimulando su tesoro. Cuando llega el momento de una compra ventajosa se sirve de toda su diplomacia para reunir a su fanega de tierra1 otra contigua, y otra y otras, sin satisfacerse nunca.

Su sueño constante de ser propietario de tierra no corresponde a una verdadera aspiración a gozar de los productos del suelo dándose comodidades: él busca en la tierra una consideración que le satisfaga su vanidad personal y de familia, y una seguridad tangible contra toda catástrofe, como guerra, hurto, dilapidación o cosa semejante. Su frase favorita expresa bien su convicción: «El viento arranca las mieses en ocasiones, pero nunca se lleva la tierra».

De algunos años acá el paisano francés está pasando por una crisis peligrosa, especie de fiebre que domina sobre todo a la juventud campesina. La noticia de los altos salarios que obtienen en las grandes ciudades manufactureras o comerciales ciertas clases de obreros, ha conmovido profundamente a los paisanos proletarios, inspirándoles el deseo ardiente de mayor lucro. Para ellos cada gran ciudad ejerce la misma atracción fascinadora que la fabulosa California, de 1848 a 1853, para los emigrantes europeos. De ahí esa constante emigración de paisanos de todas las campiñas de Francia, que abandonan sin pesar sus risueños valles, sus pacíficas llanuras y montañas por aglomerarse a centenares de miles en las sombrías e insalubres callejuelas de las grandes ciudades manufactureras: París, Lyon, Roan, Lila, Estrasburgo, Mulhouse, San Esteban, Marsella y Burdeos.

Y cosa rara! lo que preocupa a los paisanos al ceder a esa corriente de concentración, no es en realidad la aspiración clara y precisa a mejorar de condición adquiriendo más bienestar positivo. Lo que les tienta, lo que les impulsa es el deseo de la mayor «ganancia», de obtener más alto «salario», sin cuidarse de las consecuencias ni averiguar si ese salario elevado de las ciudades manufactureras, debiendo satisfacer mil necesidades facticias y gastos muy considerables, es realmente superior, en el centro de fabricación, al salario modesto pero suficiente que ofrecen los trabajos agrícolas. Como quiera que sea, la manufactura ha revolucionado la vida del paisano francés, y las condiciones de su existencia íntima y social van sufriendo profundas modificaciones.

A las manufacturas se une la conscripción militar, como una causa de perturbación, exagerada en extremo por las exigencias de la política. Cada año salen de los distritos (ciudades y campiñas) cerca o más de 100.000 conscriptos que van a reemplazar a otros 100.000 en el servicio de las armas. Pero de los reemplazados una gran porción se queda en las ciudades (sin contar los que han sucumbido bajo el uniforme), de manera que la sangría militar de todos los años no tiene compensación. En cuanto a los que vuelven, su transformación ha sido completa, y su regreso a las campiñas produce una infusión de bienes y males que modifica mucho los hábitos y las nociones de los que no han salido jamás de la comarca. Por una parte, el soldado licenciado, suponiendo que vuelva sano y cabal, trae los hábitos de mando altivo o de obediencia servil, las tradiciones de la taberna militar, las costumbres y el lenguaje libre de los cuarteles y campamentos, el desprecio por el trabajo pacífico y la tendencia a la holgazanería y las querellas ruidosas. Por otra, su espíritu se ha ensanchado con el contacto del mundo, sus nociones sociales son más claras y extensas, sabe leer y escribir pasablemente, ha olvidado algo su patué provincial detestable, y trae en el corazón los sentimientos de la patria, del honor y de la valentía, fuertemente desarrollados por el espectáculo a que ha asistido durante algunos años como actor y espectador al mismo tiempo. ¿Será mayor la suma de los males que la de los bienes? Tendré ocasión de tratar este asunto al escribir mis observaciones generales respecto de Francia y las particularmente relativas a París. Que el lector me disimule entretanto esta digresión, de que no he podido prescindir.

Al dejar la estación de Macón, siguiendo la dirección hacia los contrafuertes meridionales del Jura, al través de los departamentos de Saona y Loira y Ain, el paisaje comenzó a presentar un aspecto más risueño y hermoso que el de las llanuras burguiñonas. En vez de esas planicies desnudas, ligeramente interrumpidas por colinas graníticas o pedregosas, sin majestad ni riqueza de tintas en la vegetación, se extendía hacia el Oriente un inmenso plano inclinado, onduloso, reluciente de verdura y de contornos pintorescos que, dilatándose en escalones de suaves faldas ascendentes, iba a encuadrarse en el marco magnífico de las montañas de poderosa caliza que forman las abruptas serranías paralelas del Jura.

Donde quiera los frescos vallecitos, las alegres faldas y lomas arrugadas y los planos sucesivos ostentaban su vegetación multiforme y de variados matices, a la luz mate del Sol poniente. Vastas plantaciones de viñedos y cereales se encuadraban en los ondulosos pliegues del terreno, orillados en sus bordes superiores por las espesas arboledas de abetos o las franjas de abedules y los relieves severos de las altas rocas o barrancas, que sirven de asiento a los estribos de los primeros contrafuertes jurásicos. El tren tocó en la ciudad de Bourg, localidad de unos 11.000 habitantes, sin importancia, y al pasar pudimos ver, destacándose sobre el fondo poco lejano de las montañas, las torres de la iglesia gótica de «Brou», monumento magnífico que es uno de los más acabados y de gusto más delicioso que cuenta Francia entre sus numerosos templos de la edad media.

Poco después, cuando habíamos salvado por un hermoso puente el río «Ain», afluente del Ródano, y la noche cobijaba ya con sus vagas sombras el bello paisaje de las campiñas bresanas, el tren se lanzó en un laberinto de estrechos y profundos callejones formados por vallecitos muy tortuosos que sirven de lecho a un limpio riachuelo. El ruido de la locomotiva y los carruajes resonaba ronco y estridente entre las dos filas de altos murallones de caliza, salpicados de matorrales y bosquecillos de abetos, que encajonan aquella sucesión de vallecitos, dándoles la forma de tortuosas calles y románticas encrucijadas. En el fondo, bajo numerosos puentes o casi escondido al pie de las rocas y la vegetación, serpenteaba el riachuelo. De trecho en trecho, al voltear los recodos de la vía, veíamos algunos pobres pueblecitos, trepados en caprichosos anfiteatros sobre las faldas empinadas, a la vera del camino, o sobre los relieves abruptos de las rocas que dominan las angosturas.

Al cabo la oscuridad fue completa, y después de cortar la cadena de bajas montañas que liga al Jura con los Alpes de la baja Saboya, nos hallamos en el angosto valle del Ródano central que debíamos orillar hasta Ginebra. En medio de las tinieblas solo se sentía a veces, confusamente, el ruido casi subterráneo del Ródano, estrechado entre peñascos formidables y aun escondido en cierto trecho en abismos que nadie ha podido sondear; ruido que se perdía, como la voz grandiosa de la naturaleza, confundido con el del tren —la voz de la industria humana— en las lejanas concavidades del complicado laberinto de cerros.

El tren se detuvo largo tiempo en la estación de «Culoz» para darle paso (porque el ferrocarril es de una sola vía) a otro convoy que venía de Chambery. Algunos soldados, franceses y suizos, formados en grupos cerca de la estación, lanzaban tiros de fusil y gritos estentóreos de alegría que contrastaban con el silencio y la actitud reservada de algunos paisanos atraídos por la curiosidad. ¿Qué iban a buscar allí? Querían conocer a su emperador, detenido en la estación por algunos momentos para hacerles a sus fieles súbditos el raro honor de tomar un ligero refrigerio y dejarse contemplar un poco. Tuvimos ocasión de oír a un admirador maravillarse de que Su Majestad hubiese tomado un helado y dos o tres bizcochos (hubo disputas sobre si fueron dos o tres). Esa circunstancia inaudita (hablo con absoluta verdad y nada invento) le hizo exclamar a otro curioso entusiasta:

—¡Conque el emperador ha comido!...

—Pues; su Majestad come a veces, cuando quiere probar su benevolencia.

—¡Qué bondad, qué bondad!

Al fin la sombra gigantesca del tren imperial se movió y pasó casi tocando el nuestro, dejándonos ver en él fondo de un carruaje la figura del vencedor de «Solferino» y negociador de «Villafranca»... El silencio era completo; ningún grito estalló en medio de las sombras y el soberano se perdió en las tinieblas del valle.

Eran las once y media de la noche cuando, rendidos de cansancio, llegábamos a la activa y poética Ginebra, cuyas mil luces de gas se reflejaban admirablemente en la superficie murmurante de las ondas del Ródano y del lago Lemán.

Capítulo II. Idea general de Suiza

Configuración orográfica. Hidrografía. Historia de los suizos. Instituciones políticas. División general del país

La descripción social y pintoresca de un país es incomprensible cuando no se posee la idea general de su configuración y aspecto, de su historia, sus instituciones fundamentales y su división administrativa. Digamos, pues, con la mayor concisión posible, antes de comenzar la narración de nuestras impresiones, lo que es Suiza como territorio y nación.

Nada más difícil que determinar con absoluta precisión, siguiendo un sistema, el aspecto múltiple de ese admirable país, cuyos rasgos, de prodigiosa variedad, rechazan toda clasificación rigurosamente metódica. Suiza es un aparente caos de formaciones geológicas, orográficas e hidrográficas en que todo interesa y admira, todo tiene su carácter particular, y sin embargo todo se combina y multiplica maravillosamente. No hay dos valles, dos altiplanicies, colinas, montañas, picos colosales, gargantas, páramos, desfiladeros, ríos, lagos o nevados que se parezcan totalmente entre sí, entre innumerables formaciones análogas.

Imaginad por un momento un inmenso grupo o archipiélago terrestre compuesto de jardines lucientes de verdura y abismos de concavidad insondable y aterradora; de alegres huertos y rocas desnudas, formidables y sombrías que los dominan; de lujosos plantíos entrecortados por habitaciones campestres de imponderable gracia, al pie de coronas y guirnaldas seculares de negros pinos y abetos, ciñendo los ásperos relieves y las concavidades abruptas de cerros que parecen gigantes evocados en una pesadilla; de ciudades risueñas, industriosas y activas, donde abundan los bellos monumentos del arte y de la ciencia, y rústicos y solitarios caseríos encuadrados o perdidos en las profundidades de las selvas. Suponed ese archipiélago de mil formas en contraste, rodeado, cortado por laberintos de mil direcciones y por innumerables lagos azules y dormidos; mil cascadas caprichosas que se precipitan sobre los valles de lo alto de rocas tajadas y estupendas, en brillantes remolinos entre cuyas espumas vagan las gasas tornasoladas del arco iris; ríos saltadores o de pérfida mansedumbre, de color gris al pie de los nevados y de un azul transparente en las regiones bajas; bancos inmensos de hielo, ondulosos y resplandecientes de blancura, que parecen mares mediterráneos de cristal trepados sobre las montañas en momentos de grandes cataclismos, donde imperan el silencio, la soledad y la tristeza; vastas alfombras de verdura, frescas y matizadas de mil flores y tintas diversas, y en derredor barreras colosales de granito y caliza, en cuyas cimas se cierne el águila imperial o saltan el ciervo de enorme cornamenta y el gamo fugitivo por encima de los abismos; barreras que encierran tantas hermosuras, escondiéndolas a la vista del viajero que no penetra hasta el fondo mismo del laberinto. Suponed todo eso, repito, y tendréis apenas una idea muy vaga de las maravillas que contiene Suiza.

El habitante de Colombia que no ha viajado en Europa, no tiene idea de las formas de este continente, con solo imaginar valles y llanuras, lagos y ríos, bosques y praderas, montañas y mares. El aspecto de los paisajes es absolutamente distinto, aun en zonas análogas por su latitud o elevación, como es distinta la composición geológica de los dos continentes en su corteza exterior. En los Andes la hermosura principal está en la grandiosidad del conjunto, de los vastos panoramas, las inmensas selvas o pampas, más o menos desiertas o salvajes, que parecen océanos interiores, en contraste con estupendas cordilleras que siguen la coordinación general de un sistema. Allí los pormenores son poco severos, los relieves poco «acentuados» (permítaseme el neologismo) y el espectáculo de la naturaleza tiene cierta uniformidad imponente, a veces monótona, que agrada más de lejos que de cerca.

En los Alpes y las montañas que corresponden a su sistema irregular y trunco, la grandiosidad está más en los pormenores que en el conjunto; en el contraste de lo natural y social, que produce variedades infinitas; en la severa estructura de las rocas abruptas, las hoyas y ramblas estrechas y profundas, los abismos insondables, los picos desnudos en forma de agujas, las neveras fascinadoras y llenas de piélagos (de muy diversa composición que las colombianas), la multiplicidad de los lagos, y sobre todo la estrechez de los horizontes.

En Colombia se registra desde cualquier altura algún ancho valle, algún vasto anfiteatro de faldas sin violento declive, alguna selva inmensa, algún largo cordón de montañas en dirección regular, alguna pampa en cuyo horizonte luminoso y sin límites se pierde la mirada como en el Océano. En Europa todos los horizontes continentales, excepto los que es extienden hacia el bajo Danubio, son reducidos, y en cada panorama lo inmenso está reemplazado por todo lo que es saliente, condensado y enérgico. El mundo colombiano es un mundo de grandes rasgos y formas, de «síntesis» topográfica; el europeo, es un mundo de pormenores o «análisis».

Aunque pudiera decirse que Suiza no tiene en realidad sino dos formas generales, las montañas y las planicies, más o menos interrumpidas, es exacta la división que se hace del país en tres sistemas topográficos que se enlazan entre sí: la zona de los Alpes, la de las Planicies y la del Jura; la primera oriental, la segunda central y la tercera occidental. Las tres zonas giran en una dirección generalmente paralela de sur a norte. Pero es de notar una curiosa diferencia: mientras que las mayores alturas de los Alpes se hallan al sur, de modo que sus grupos y eslabones van decreciendo a medida que se acercan al norte, hacia el lago superior de Constanza, las cadenas regulares del Jura, derivadas de los Alpes saboyardos, son más bajas al sur y se elevan a proporción que se acercan al Rin en la dirección norte.

Partiendo límites con Francia al sur, por la Saboya septentrional, y al este, por los departamentos del Jura; con el gran ducado de Baden y los reinos de Wurtemberg y Baviera, al norte y nordeste; con Austria, por el Tirol, al este, y con Italia al sudsudeste, el territorio suizo mide 41.170 kilómetros cuadrados de superficie, 384 kilómetros de longitud extrema (del este al oeste) y 200 kilómetros de latitud, de sur a norte. La hoya o cuenca multiforme de Suiza está determinada por los Alpes y el Jura, montañas que, enlazadas al sur de Ginebra, no obstante la ruptura del Ródano, describen dos cuerdas irregulares, idealmente paralelas, cuyos extremos reposan al Norte, en cuanto a Suiza, en Schaffhouse y la punta superior del lago de Constanza, encerrando así todo el país.

Suponed dos ondas sólidas encadenadas, la una colosal, que al descender produce una vasta hoya sinuosa o quebrada en mil pliegues, y vuelve a levantarse adelante para reproducir su forma general en otra onda mucho menor, que al descender a su turno se disuelve en una serie de planos inclinados y llanuras, tal es la estructura de Suiza. La grande onda es la cadena de los Alpes que va descendiendo de oriente a poniente, como de sur a norte, en escalones despedazados y rugosos, para descansar en una hoya intermediaria, región de planicies y bajas montañas. Enseguida el terreno se levanta de nuevo hacia el occidente, también en escalones, forma las cadenas del Jura, y al llegar a los puntos culminantes desciende sobre Francia, en anfiteatros y planos inclinados, para perderse en los valles del Doubs y el Ain.

Los dos sistemas de montañas difieren en todo. En los Alpes no hay ni paralelismo de cadenas ni enlace alguno de formas regulares o sostenidas. Es una serie de seis grupos colosales ligados por ramificaciones tortuosas, despedazadas y revueltas, cuyos innumerables estribos y contrafuertes se desprenden en todas direcciones. De ahí provienen numerosos sistemas hidrográficos enteramente distintos y aun opuestos, que corresponden a las hoyas del Rin, el Danubio, el Po y el Ródano. En los Alpes el granito es el elemento casi único de las formaciones geológicas, y así como en la orografía falta la regularidad de formas y direcciones, en la estructura de las rocas son rarísimas las estratificaciones regulares y horizontales. Allí se encuentran los terribles ventisqueros, los páramos desiertos y sombríos, las neveras perpetuas de movimiento misterioso, tan vastas y grandiosas que algunas miden hasta 18 leguas de longitud en varias direcciones, abarcando más de la décima parte de la superficie del país. Las elevaciones son generalmente muy considerables, contándose muchas de 3, 4 y 4.500 metros sobre el nivel del mar. En esas cimas reina el invierno perpetuo, con más rigor que en los polos; el hombre está proscrito de allí; la vegetación ofrece la más variada escala de gradaciones que es posible en la zona templada del hemisferio boreal.

Es de los Alpes suizos que surgen casi todos los grandes ríos de Europa, llevando la fecundidad y el movimiento a las comarcas más opuestas. El solo grupo complicado y maravilloso que, por un sistema de enlaces, se extiende desde el extremo oriental del «San Gotardo» hasta las alturas de «Sidelhorit» (pasando por «Matthorn» y «Gries», «Diechterhorn» y «Grimsel»), da origen a los siguientes ríos que toman las más opuestas direcciones:

Al sur, el «Tesino», el «Maggia» y el «Tosa» y «Toccia», que llevan sus aguas al lago «Mayor» y constituyen luego el caudal principal del Po.

Al sudoeste, el «Ródano», que va a llenar la cuenca magnífica del lago «Lemán» o de Ginebra, y sigue su curso por Francia hasta el golfo de Lyon.

Al oeste, el «Aar» o «Aare», que después de ensancharse en los lagos de «Brienz» y «Thun» y bañar a Berna y Solera (Soleure o Solothurn) desemboca en el Rin, entre Schaffhouse y Basilea.

Al norte, el «Reuss», río que alimenta al lago de los «cuatro cantones» (o de Lucerna), se escapa de esa cuenca en medio de la ciudad de ese nombre y va a engrosar el Aar, no lejos de la confluencia del «Limmat».

En fin, al nordeste, las fuentes del Rin, llamadas «Rin superior» y «medio».

No debe olvidarse que el cantón suizo de los Grisones le envía al Danubio superior su más importante afluente, el «Inn».

Así, pues, de los Alpes de Suiza nomás surgen las aguas principales que, por el Danubio, el Rin, el Ródano y el Po, llevan los aluviones del corazón de Europa hasta las hoyas lejanísimas del mar Negro y el del Norte, el Mediterráneo y el Adriático.

Las montañas del Jura tienen otro carácter. De ellas no surge ningún sistema hidrográfico importante; las neveras perpetuas faltan en sus cimas absolutamente; las formaciones de caliza reemplazan a las de granito; los grupos desordenados, complicados y muy abruptos no existen, sino que en su lugar giran tres cadenas de montañas paralelas y de extensión desigual: dos de ellas de 15 leguas cada una, y de 18 la que llega hasta Schaffhouse. La más alta cima del Jura no excede de una elevación de 1.720 metros sobre el nivel del mar, y el espesor total de las tres cadenas no pasa de 55 kilómetros; mientras que los Alpes tienen un espesor de 112 a 285 kilómetros. Por último, la vegetación del Jura es mucho menos variada, por el hecho de ser sus zonas menos numerosas y elevadas.

La región intermediaria o de la baja Suiza (formada principalmente por los cantones de Vaud, Friburgo, Berna, Solera, Lucerna, Zug, Zúrich, Argovia y Turgovia) se compone, como he dicho, de planicies ondulosas, vallecitos estrechos y poco profundos, planos inclinados y colinas, con una elevación sobre el nivel del mar que varía entre 250 y 390 metros, y algunas montañas cuya altura no excede da 975. Toda esa risueña y pintoresca región está muy poblada y cultivada, y tiene por marco, de un lado la línea occidental de los lagos Lemán, de Neuchâtel y de Biena y del bajo Aar, del otro la línea oriental que, partiendo del mismo lago Lemán y terminando en el superior de Constanza, gira por los de Thun, Brienz, Lucerna, Zug y Zúrich.

Puesto que he mencionado algunos lagos, diré algo más sobre el conjunto de los que tiene Suiza. El territorio de la Confederación contiene, en totalidad o en parte, dieciocho lagos de primer orden (aunque muy desiguales en extensión), nueve de segundo orden y más de sesenta de tercero, es decir casi microscópicos relativamente a los primeros. Casi todos los de primera clase son navegados por buques de vapor y barcas veleras; algunos solo son surcados por barquichuelos o canoas de remo insignificantes; el mayor número carece de toda navegación. La gran multitud de lagos de tercer orden se halla en los laberintos encumbrados de los Alpes, en las cabeceras de los ríos o al pie de las neveras. En cuanto a los de primero y segundo orden más importantes, se hallan distribuidos así:

En la hoya central del Ródano, el de «Lemán», el más considerable de todos.

En las hoyas cuyas aguas recoge el Tesino italiano, los lagos «Mayor» y de «Lugano».

En el curso del Rin, los pequeños de «Sils», «Siva Plana» y «Moriz», y los dos de «Constanza», de los cuales el superior es el segundo de la Confederación.

En la región occidental, al pie del Jura, los de «Neuchâtel», «Biena» y «Morat».

En la hoya del Aar central, los de «Brienz» y «Thun».

En las del Reuss y el Limmat y las planicies comarcanas, los de «Lucerna», «Wallenstadt», «Zug», «Zuric», «Baldeg», «Sempach», «Hallveil», «Greiffen», «Pfoeffikon», «Egeri», «Lowez» y «Sarnen».

De toda esa multitud de lagos, admirablemente bellos, cinco son internacionales: el de Lemán, que demarca límites con Francia (a virtud de la anexión de Saboya); los de Lugano y Mayor, que ligan a Suiza con Italia; el de Constanza superior, límite respecto de Austria, Baviera, Wurtemberg, y el gran ducado de Baden, y el de Constanza inferior («Unter-See») respecto del mismo Baden. Los demás lagos le pertenecen exclusivamente a la Confederación.

La circunstancia de hallarse Suiza en la zona templada, al mismo tiempo que posee tan altas montañas de la más variada configuración, le da la singular ventaja de tener, durante la primavera, el verano y el otoño, tres elementos de variedad climatérica y consiguientemente de vegetación, industrias, costumbres, etc. Las estaciones producidas a virtud de la latitud y las evoluciones del globo, son constantemente modificadas en Suiza, más que en ningún otro país de Europa, por la influencia de las alturas y la exposición de los lugares. De ese modo, el territorio suizo tiene tres temperaturas simultáneas de primer orden, determinadas por el Sol, la altura atmosférica y las corrientes de aire que descienden de las heladas montañas por los boquerones o gargantas estrechas.

Con excepción de los frutos vegetales exclusivos a la zona tórrida, en Suiza crecen al aire libre todas las plantas que pueden vivir desde la zona baja de las viñas hasta las regiones del polo boreal. He visto florecer en plena tierra, en las márgenes del lago Lemán, naranjos, granados y otros árboles frutales y arbustos que se obtenían con abundancia en Italia y España. No es, pues, extraño que Suiza sea tan pintoresca, ofreciendo los más variados paisajes de topografía y vegetación, desde el profundo valle y la ondulosa planicie hasta las agujas graníticas, negras y completamente abruptas, y las cúpulas de nieves eternas que se pierden en los abismos de la atmósfera, casi jamás holladas por el hombre.

Así, en los valles del Ródano, el Rin y sus afluentes y el Tesino, lo mismo que en las riberas de los lagos de la región central (particularmente en los de Lemán, Neuchâtel, Zúrich y Constanza) las viñas constituyen la base principal de la agricultura. A 200 o 300 metros más arriba, en las planicies montuosas y quebradas, los campos están cubiertos de legumbres, cereales, granos y hortalizas de todas clases, y árboles frutales en mucha abundancia, como el manzano, el peral, el albaricoque y el ciruelo. Se sube un poco más y aparecen los bosques de hayas o variedades de encinas, los matorrales interminables de avellanos silvestres y muchos otros árboles frutales resistentes, como el cerezo. Las legumbres escasean o faltan, los trigos no medran, reemplazados por el heno; todo va cambiando de aspecto. En otra zona superpuesta no viven sino las coníferas, es decir los pinos y abetos en increíble variedad de especies, y las malezas ásperas. Más arriba desaparecen esos pabellones sombríos de las altas montañas, dejando el campo casi exclusivamente a las gramíneas enanas, que se extienden hacia las cimas de las faldas en inmensas y tupidas alfombras. Encima está la región de los helechos enanos, líquenes y musgos de tintas pálidas o sombrías. Por último, toda vegetación desaparece, la vida termina bajo todas sus formas risueñas, las aguas se coagulan o se filtran para perderse en los abismos subterráneos, y no quedan sino, desiertos de granito y mares de hielo, donde solo se siente el grito estridente del águila o el mugido aterrador del huracán... En aquellas alturas el Sol mismo pierde frecuentemente su esplendor; la soledad de un eterno invierno impera sobre abismos insondables, que guardan en sus concavidades el misterio admirable de la fisiología del globo.

Esa gran variedad de temperaturas y producciones simultáneas de la flora suiza, ha hecho nacer naturalmente muchos órdenes de industrias y costumbres, escalonados desde el fondo de los valles hasta las más altas eminencias habitables. Así, hacia las márgenes de los lagos y ríos encuentra el viajero activas ciudades fabricantes, manufactureras y comerciales, como Ginebra, Losana y Vevey, Neuchâtel, Lucerna, Zúrich, Basilea y Schaffhouse, y numerosísimos cultivadores de viñas y bateleros. En la región inmediata superior halla las bellas artes, las obras de mano delicadas, tales como los trabajos de relojería, escultura en madera, porcelanas, sombreros de paja, encajes y bordados, en Chaux de Fonds, Berna, Friburgo, San Gall, Appenzell, etc. Más arriba recorre la zona de los pintorescos «chalets», de las queserías, las praderas cubiertas de ganados, la vida y las costumbres apacibles del pastor. Por último, en la región más elevada, el fabricante y el batelero, el comerciante y el artista, el agricultor y el pastor han desaparecido totalmente; allí solo se ve al inglés extravagante que hace excursiones a los nevados, o al cazador de ciervos y gamuzas, rey de las soledades que despierta con las detonaciones de su fusil los ecos de los abismos, y sorprende en su voluptuosa somnolencia al águila posada sobre los conos graníticos.

Abajo, los trenes y los buques de vapor lanzan sus silbidos estridentes, en los ferrocarriles que surcan los valles y planicies y sobre las ondas azules de los lagos. Más arriba no encontráis sino las diligencias y sillas de posta, cuyos conductores de curioso uniforme hacen resonar la voz aguda de sus clarines por carreteras ondulosas que giran al través de los bosques, ya trepando sobre las altas colinas, ya descendiendo hasta el fondo de las ramblas. Subís algunas centenas más de metros, y por entre selvas seculares de abetos, pinos y avellanos silvestres, seguís fragosos caminos, tan bien conservados como es posible, caballero en algún caballo o macho gigantesco, de constitución férrea, que os conduce a paso lento y seguro por los senderos más difíciles basta los bancos de hielo. Más arriba solo existen las sendas imperceptibles, los surcos variables de los torrentes y de los derrumbes del invierno, que sigue el cazador en sus audaces excursiones. Por último, si queréis marchar sobre el lomo brillante y resbaloso de las neveras, exponiendo la vida por un capricho de «turista», necesitareis saltar sobre grietas profundas de cristal, y trepar cuidadosamente por escalones que vuestro guía va practicando en el hielo a golpes de pico o hacha. ¡Qué de transiciones y variedades físicas y sociales entre la región de los ferrocarriles y la de las neveras, entre el ingeniero y el cazador salvaje! Toda la distancia que media entre una civilización muy avanzada y la ausencia completa de la vida!...

La Confederación suiza o helvética es un pueblo formado por la aglomeración de muchas razas o derivaciones de razas constituidas sucesivamente en Estados o entidades que, gozando de soberanía propia, se han ido aliando en nacionalidad compleja, sin perder en manera alguna sus tradiciones y su personalidad política y social. Ese origen contrasta evidentemente con el de todas las naciones de Europa, cuya unidad ha resultado de una serie de conquistas o absorciones. De ahí la especialidad del tipo suizo, donde todo tiene el sello de la vida local o de la independencia y la variedad dentro de la unidad federativa. Sin pretender resumir la historia complicadísima de ese país, que ha sufrido la influencia de muchas o muy distintas invasiones y dominaciones (romanas, italianas, sarracenas, francesas, alemanas, saboyardas y aun británicas), indicaré rápidamente los episodios generales de primer orden; reservando los pormenores más curiosos para la página que corresponda a cada cantón en particular.

La primera época hasta donde alcanza la historia con alguna precisión respecto de los habitantes que los Romanos denominaron «Helvecios» o «Helvetos», ofrece apenas un enjambre de tribus bárbaras, de carácter áspero y ruda constitución física, diseminadas en las montañas y planicies desde la orilla septentrional del lago Lemán hasta la margen izquierda del Rin central, y desde las alturas alpestres de los «Grisones» o «Rhetianos» hasta las faldas del Jura vertientes del lado del Franco-condado meridional. Ocupando un territorio intermediario de razas y civilizaciones invasoras, los suizos sufrieron sucesivamente tres dominaciones extranjeras de primer orden: la del imperio romano, conquista comenzada sesenta años antes de la era cristiana, y completada por Cesar; la del imperio franco, que terminó en el siglo IX, poco después de la muerte de Carlomagno, y la de los alemanes y la casa austriaca de Habsbourg, dominación comenzada a sacudir por la liga de la independencia que inició Guillermo Tell al principio del siglo XIV.

Así, puede decirse que la historia de Suiza se resume en tres grandes épocas. La primera fue de barbarie, de «tribus libres» que se llamaron «Ambronos, Tigurios, Tuginios» y «Verbigenos», en el centro, el oeste y el norte; «Allobroges» del lado de Ginebra; «Rhetianos» en los Alpes orientales, etc. La segunda época, que Cesar inauguró con la gran batalla de Autun (o Bibracte), fue de «conquista», romana durante cinco siglos, continuada luego por los francos y germanos durante siete y medio siglos más. El país se llama entonces «Helvecia» y recibe poderosamente la infusión del feudalismo. La tercera fue la época «federal y» de independencia, inaugurada por Guillermo Tell y los cantones de Urí, Schwyz y Unterwalden, coligados para sacudir la dominación de los Habsbourg representada por el odioso Gessler. Es entonces que el país toma el nombre de Suiza («Schweiz»), derivado del de los «Schweizer» o habitantes del cantón de Schwyz.

En la primera época falta todo lazo de unión entre las tribus. En la segunda, después de los progresos introducidos por la civilización romana, el feudalismo hace surgir por todas partes obispos, abades, condes, bailios y señores que dominan porciones de territorio y ciudades libres importantes y privilegiadas. Todas esas porciones rinden vasallaje sucesivamente a los emperadores francos y soberanos alemanes, y la política de los grandes vasallos consiste solo en atacarse mutuamente para engrandecerse unos a expensas de otros; sin perjuicio de las luchas sociales entre los señores y sus siervos y los ciudadanos y paisanos. Así, la verdadera historia «nacional» de los suizos no comienza sino en el siglo XIV.

La batalla sangrienta de Morgarten, ganada contra el duque Leopoldo de Austria, descendiente de Rodolfo de Habsbourg, y contra la nobleza del país coligada para oprimir a los pueblos, aseguró la independencia de los tres cantones que fueron el núcleo de la Confederación. Desde 1308 hasta 1848 Suiza ha pasado por una serie de cruentas luchas y de los más extraños episodios, peleando unas veces por su libertad doméstica, otras rechazando las invasiones extranjeras, no pocas veces atacándose entre sí los cantones para disputarse territorios contiguos. Durante algunos siglos ese pueblo ha ofrecido al mundo un extraño contraste: mientras que defendía con ardor su libertad e independencia, daba el escándalo infamante de sus capitulaciones y enganches para suministrar regimientos de mercenarios a casi todos los tiranos o déspotas de Europa. Hoy, gracias a la energía del gobierno federal y sobre todo a la revolución italiana, esa ignominia de la civilización desaparece, y Suiza no verá en sus hijos sino soldados de su propia causa.

Prescindiendo de los acontecimientos que no se han relacionado directamente con la formación de la liga federal, los más notables episodios de la historia de los suizos se pueden resumir así: