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Victoria (1915) es para muchos criticos la ultima de las grandes novelas de Conrad (El corazon de las tinieblas, Nostromo, El agente secreto), y tal vez la mas lograda.
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Veröffentlichungsjahr: 2017
JOSEPH CONRAD (1857-1924)
Joseph Conrad (de nombre real Jósef Teodor Konrad Korzeniowski) nació el 3 de di-ciembre de 1857, en la población de Berdi-chev, ubicada en la región de Podolia, Ucrania.
Era hijo único de un matrimonio pertenecien-te la nobleza polaca, que se trasladaría en 1861 a Varsovia. Apollo Korzeniowski, su padre, era traductor, crítico literario y escritor.
Apolo era nacionalista polaco, luchó contra la invasión rusa de su país, por lo que fue encarcelado y posteriormente deportado a la localidad del norte de Rusia Vologna, lugar en donde moriría su madre, Evelina Bobrowska, cuando el pequeño Josef tenía solamente siete años.
Apollo, que regresaría con su hijo a Polonia, fallecería en 1869 a causa de la tuberculosis.
El encargado de criar y educar al huérfano sería su tío materno Tadeusz, con el que residió en Lwow.
En 1874 Conrad abandona sus estudios para vivir en contacto con su gran pasión, el mar.
Se enrola como marinero en Marsella, y comienza una vida de aventuras, que incluye la venta de armas al ejército carlista español.
También tiene un desengaño amoroso y se intenta suicidar sin éxito disparándose en el pecho.
En 1878 se establece en Inglaterra y continúa navegando como marino mercante y descu-briendo destinos exóticos como Australia, Extremo Oriente o el Congo.
En 1886 le conceden la nacionalidad británica y cambia su nombre al de Joseph Conrad. Se enamora de Eugenie Renouf, quien finalmente le abandona para contraer matrimonio con otro. En 1896, Conrad se casará con la mecanógrafa Jessie George, con quien tendrá dos hijos.
A causa del padecimiento de gota, tiene que abandonar su vida marinera y vuelca su tiempo libre en la escritura, destacando por sus novelas de aventuras, caracterizadas por la gran definición psicológica de sus personajes, la captación atmosférica y la descripción simbolista de sus ambientes, aprehendidos en su existencia como marino.
"La locura de Almayer" (1895) fue su primera obra y sus trabajos más importantes son "Un vagabundo en las islas" (1896), "El negro del Narciso" (1897), "Lord Jim" (1900),
"El corazón de las tinieblas" (1902) -basado en sus experiencias en el río Congo- "Tifón"
(1903), "Nostromo" (1904), "El agente secreto" (1907), "Ante los ojos de Occidente"
(1911) y "Victoria, entre las mareas" (1915).
Junto al escritor Ford Madox Ford (autor de "El buen soldado") escribió "Los herede-ros" (1900) y "Romance" (1903).
Joseph Conrad fallecería de un ataque al corazón el 3 de agosto de 1924 en Bishops-bourne, cerca de Canterbury. Tenía 66 años.
Existe, como no se le escapa ni a un chico de escuela en esta edad dorada de la ciencia, una estrecha relación química entre el carbón y los diamantes. Creo que ésta es la razón por la que algunos le llaman el «diamante negro». Ambas mercancías significan riqueza, si bien el carbón constituye una clase de propiedad bastante menos portátil. Adolece, desde este punto de vista, de una lamentable falta de concentración física. Otra cosa sería si la gente pudiera meterse las minas en el bolsillo del chaleco —pero no puede—. Existe, al mismo tiempo, una fascinación por el carbón, producto supremo de una época en la que nos hemos instalado como viajeros aturdidos en un deslumbrante aunque desasose-gado hotel. Presumo que estas dos últimas consideraciones, la práctica y la mística, im-pidieron la marcha de Heyst, de Axel Heyst.
La Tropical Belt Coal Company liquidó. El mundo financiero es un mundo misterioso donde, por increíble que parezca, la evaporación precede a la liquidación. Primero, se evapora el capital. Luego, la compañía liquida. Estos acontecimientos se corresponden poco con la naturaleza, así que hay que po-nerlos en la cuenta de la ininterrumpida iner-cia de Heyst, de la que nos reíamos a escondidas, pero sin animadversión. Los cuerpos inertes no hacen daño, ni provocan hostilidad, y reírse de ellos casi no vale la pena.
Como mucho, pueden ponerse en medio algunas veces, pero tal cosa no podía achacársele a Axel Heyst. Él quedaba por encima de todos los caminos, ostentosamente, igual que si colgara de la cresta más alta del Himalaya.
Todos conocían, en esta parte del globo, al morador de la pequeña isla. A fin de cuentas, una isla no es más que la punta de una montaña. Axel Heyst, pendiendo en la inmovilidad, estaba rodeado —en vez del impondera-ble, tempestuoso y transparente océano de aire fundido en el infinito— por un tibio, apagado mar; un desapasionado vástago de las aguas que abarcan los continentes de este globo. Las sombras eran sus visitantes más asiduos, sombras de nube, que aliviaban la monotonía de la desfalleciente, inanimada luz de los trópicos. El vecino más próximo —
estoy hablando de las cosas que manifesta-ban alguna clase de animación— era un perezoso volcán que humeaba débilmente durante el día, acostado sobre la línea del septen-trión; por la noche, una mortecina y roja incandescencia se dilataba y colapsaba de forma espasmódica como el final de un gigantesco puro aspirado intermitentemente en la oscuridad. Axel Heyst era también un fuma-dor y, cuando se paseaba con su cheroot por la veranda, el rito final antes de irse a la ca-ma, producía en la noche la misma incandescencia y del mismo tamaño que la de su distante vecino.
En cierto sentido, el volcán le acompañaba en la tiniebla de la noche —de la cual podía decirse que era tan espesa como para impedir siquiera el paso de una brizna de aire. El viento rara vez tenía la energía suficiente para levantar una pluma. Buena parte de las anochecidas del año podrían haber sido em-pleadas por Heyst para sentarse afuera y leer, a la luz de una simple vela, cualquiera de los libros que había heredado de su difunto padre. Nunca lo hizo. Por miedo a los mos-quitos, muy probablemente. El silencio tampoco le tentó hasta el punto de hacerle entrar en conversación, por casual que fuera, con la solidaria brasa del volcán. No era un loco. Se diría que un tipo raro y, de hecho, se dijo.
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