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Una fascinante y emotiva reflexión sobre el duelo y la ausencia «Crear un jardín se parece a la decisión de escribir», dice Menchu Gutiérrez. Un jardín de papel más que de tierra, que se comunica con aspectos tan diversos como la poesía, el dolor, el arte, la belleza, la magia, el juego, la duda y la muerte. Esta obra es el resultado del diálogo entre dos libros diferentes: uno que nace de las ruinas de otro; uno que se construye y otro que se descompone. Dos libros que conversan y crecen juntos, a veces hacia la pérdida y la desaparición. La muerte de la madre de la autora irrumpe en la escritura del texto original, dedicado a algunos elementos del jardín, y comienza a hablar con sus ruinas, de entre las cuales pronto empieza a surgir una savia diferente. Es este un jardín que se borda, se escribe y se ilustra en la tierra, que se relaciona con los jarrones, los herbarios, las alfombras y la guerra; con algunas flores sanadoras que brotan de la literatura y el arte o con un perfume maravilloso y embriagador que también puede ser mortal… La vida y la muerte de este enclave sitúan en primer término la realidad de una incesante metamorfosis e invitan a reflexionar sobre el duelo y la ausencia; sobre la pérdida que se abre paso en los intrincados laberintos de la memoria, entre las flores de un jardín que es también un cementerio. «Menchu Gutiérrez es una excelente escritora, de impecable precisión léxica y sorprendente inventiva verbal, sin parangón entre sus coetáneos».El Cultural«Entrar en la prosa de Menchu Gutiérrez es como cruzar una puerta que se abre a una habitación en la que no hay ruido, y en la que prima la expresión desnuda y precisa de un mundo interior tan rico y sutil como intransferible». Babelia, El País «En el panorama más bien rutinario de la narrativa española actual, Menchu Gutiérrez representa una voz claramente diferenciada que sorprende por el rigor y la autoexigencia». El Día de Córdoba «Menchu Gutiérrez es una autora que está por encima de las modas, poseedora de un universo propio, original, cuyo principal motor es el de obedecer a los propios impulsos literarios». El Correo
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Seitenzahl: 237
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Edición en formato digital: febrero de 2025
En cubierta: © rawpixel
© Menchu Gutiérrez, 2025
© Ediciones Siruela, S. A., 2025
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-10415-50-8
Conversión a formato digital: María Belloso
En su libro Seis estampas de una vida flotante,Shen Fou contaba algunos pasajes autobiográficos de su feliz vida conyugal, transcurrida en China durante la dinastía Qing. En uno de ellos, describía la construcción, junto con su esposa Yun, de un bellísimo jardín en miniatura.
Sobre el plato de cerámica, el jardín, extraído a la manera clásica de un fragmento de naturaleza privilegiada, desplegaba todo un paisaje en el que unas piedras semejaban roquedales, y en el que había escarpaduras, precipicios e incluso el pico de una montaña. Entre las rocas crecían las ipomeas; sobre la superficie de un pequeño riachuelo, las lentejas de agua. Tan vívida era la experiencia que los esposos debatían sobre el mejor lugar para pescar, el que brindaba mejor sombra o el que ofrecía un mejor panorama. Tal era su hechizo, de tal forma eran capaces de habitar este minúsculo espacio, que llegaron a pensar en la construcción de una casa a la que podrían transportar todas sus pertenencias.
Hasta que una noche, dos gatos que corrían sobre el tejado, mientras se disputaban una misma presa, cayeron juntos sobre el jardín, haciendo añicos el plato y su precioso contenido.
Shen Fou concluye el breve episodio con estas palabras: «A pesar de su modestia, nuestra empresa había provocado el resentimiento de la Creación».
Y aunque el comentario se acompañe de una aparente aceptación, el espectáculo de las ruinas hace que sus artífices no puedan contener las lágrimas.
Por modesta que fuera mi empresa, yo había comenzado a escribir un libro que tenía al jardín por protagonista. Un jardín de papel más que de tierra, en el que me había propuesto escribir sobre algunos aspectos de la creación. En realidad, sobre lo que quizá haya escrito siempre: la poesía, el arte, la belleza, la magia, el juego, la duda y la muerte.
Y fue la muerte la que trastocó para siempre el jardín de este libro que, desde su primera línea, había sido concebido como un regalo para mi madre. Ella no solo era la dedicataria del libro sino la persona a quien estaba destinado.
La muerte de mi madre destruyó el jardín que también era el libro, y después de un tiempo de silencio insuperable, entre sus ruinas comenzaron a surgir flores y plantas de una savia diferente. También, caminos por los que nunca había transitado.
Ella misma comenzó a aparecer como impulsora de un libro diferente, y tuve que aceptar que, sin su apoyo inestable, de naturaleza evanescente —como esos regalos que a veces vienen de los sueños, que nunca puedes predecir, que no responden a un llamado—, no podía continuar.
Comencé entonces a escribir dos libros paralelos —de forma alternada, según demandara mi estado de ánimo—, y en los que seguí avanzando entre las flores de un jardín que también era un cementerio.
Este es un libro que nace de las ruinas de un libro. Un libro que se construye y se descompone. Dos libros que dialogan entre sí, o simplemente crecen juntos, incluso si a veces lo hacen en dirección a la pérdida y la desaparición. Sus breves capítulos se suceden aquí en un orden o un desorden aparecidos una vez que se escribieron sus dos puntos finales.
El libro de memorias de Shen Fou fue publicado de forma incompleta. Los avatares de su vida hicieron que muchos de sus fragmentos se perdieran. Sobre los libros autobiográficos, necesariamente selectivos y por tanto fragmentarios, se cierne asimismo la pérdida y el accidente.
Quizá también todos los poemas se escriban solos y revelen su naturaleza visionaria mucho tiempo después de haber sido escritos.
Los gatos de Shen Fou me parecen ahora perseguidos a su vez por un perro, sobre el que yo escribí hace muchos años, y que hoy veo alejarse hacia el fondo del jardín con los pasos seguros y satisfechos de quien ha cumplido bien su trabajo.
El perro destruye lo que habías plantado.
Tú miras el desorden,
los brotes incipientes
empujados a la muerte,
y no te escandalizas,
sumas esa ruina
al saldo de una deuda con la vida.
La página en blanco nunca me había parecido tan blanca, tan fiscalizadora. Siento que me reprende, incluso si no he expresado nada todavía. Es como si me leyera el pensamiento y, antes de empezar a escribir, el papel supiera que en mi cabeza no hay una primera línea sino dos, superpuestas:
Un jarrón con un ramo de rosas y un ramo de rosas en un jarrón.
«No es lo mismo, no es lo mismo…», escucho la voz impaciente de una maestra de escuela que corrige a su alumna en un examen, «no es lo mismo».
No estoy segura de dónde proviene esta voz, ni siquiera sé si brota de mí misma o llega de otro espacio, distinto de la habitación donde intento escribir, traspasando incluso las paredes del tiempo.
No es lo mismo, no. Hay un jarrón de porcelana por un lado, y por otro, unas rosas. La imagen final debe ser conquistada con las palabras en un orden determinado, y aquello que parece conformar una unidad solo lo es hasta que te propones comunicarlo.
Cómo iniciar su descripción, ¿por las rosas o por el jarrón? ¿Qué viene antes?
Se diría que las rosas son la razón de ser del jarrón, un objeto que no existiría sin ellas; también podría decirse que un jarrón desnudo, sobre una mesa o un vasar, será siempre una realidad demediada. El jarrón estaría pidiendo que unas manos lo completasen, que lo despertaran de un letargo. La descripción, entonces, debería comenzar por las rosas, por su forma, en la que de nuevo se contienen muchas formas; por su número, por su color, por sus muchos colores, por su disposición o por su grado de frescura.
Sin embargo, me siento tan incapaz de elegir un orden como de jugar a cara o cruz conmigo misma.
Yo hubiera deseado que la imagen aflorase a la superficie de la página de una sola vez, como si hubiera quedado atrapada en el permafrost de una época glacial o por una avalancha, y el hielo se retirase de ella por igual, de manera instantánea. Pero ni las palabras ni el pincel escriben o pintan de una sola vez. Siempre ha sido así y quizá el alimento y el impulso de la escritura se encuentre precisamente en esa imposibilidad.
¿Por qué la elección entre dos líneas que terminan comunicando una misma imagen puede paralizarme de tal modo?
¿Por qué llevo tanto tiempo cambiando el agua del jarrón, para mantener vivas las flores en mi mente, sin poder decidir cómo empezar?
Me viene el recuerdo de algo que leí en un libro de Kikou Yamata hace tiempo. La autora está en la costa, dedicada a la contemplación del mar, cuando se queda prendada de la imagen de un velero que evoca en ella la imagen de una flor de loto. La extrema lentitud del desplazamiento del velero, el silencio y el aparente abandono de la escena le hacen pensar en la quietud de una flor de loto en un estanque.
Nada más leerlo sentí el impulso de invertir la metáfora. Velero y flor de loto invitaban a lo mismo. De modo que, al contemplar un estanque, podría pensar que la flor de loto era un velero apenas mecido por el viento.
¿Realmente mi parálisis tiene que ver con la imposibilidad de elegir entre dos frases, en las que las rosas y el jarrón luchan por la supremacía?
Concéntrate. Escríbelo. Atrévete a decirlo: la página en blanco es tu madre. Tu madre muerta. Y también es la parte de ella que permanece viva en ti. Ese rescoldo sobre el que, tan pronto lo percibes, comienzas a soplar con todas tus fuerzas, confiando en la aparición de las llamas.
El problema de tu parálisis no está en el orden en el que debe describirse este ramo sino en saber a quién vas a dirigirte. Este libro es distinto a todos los demás porque ella ya no está; porque tu madre, a quien estaba destinado, no lo leerá, y el largo monólogo tiene que conquistar la posibilidad de un tú que es una ilusión y que solo está vivo para infundirte valor.
Es preciso decidir qué forma va a adoptar la ausencia.
En el espacio abierto por la muerte, ella está muy lejos y sigue siendo ella. Pero en los intrincados laberintos de la memoria, de pronto se abren atajos y puertas, y ella se acerca, está a tu lado. Sabes que se trata del tú del espejo, pero prefieres hablar con él a desangrarte.
El proceso te recuerda al que utilizas con ese animal salvaje del que deseas ser amiga, ganarte su confianza. De nuevo, di la verdad, al que quieres domesticar. El animal da vueltas en torno a ti, está hambriento pero tiene miedo y se mantiene a distancia. Tú le vas lanzando trocitos de pan, primero hasta el lugar donde se encuentra. Luego, vas recortando la distancia, y el animal se acerca cada vez más, hasta que, un día, está comiendo de tu mano.
El animal se ha vuelto salvaje en los territorios de la muerte. A veces, su rostro adquiere los rasgos de tu madre; otras, cuando está más cerca, se parece demasiado a ti.
Quizá tengas que aceptar la presencia de un fantasma creado por ti o por tu necesidad. Tu propio fantasma como única salida.
Por otro lado, quizá se requiera no solo la fuerza de ese nuevo sujeto —el tú que ayuda al yo a verse en una tranquilizadora perspectiva— sino la fuerza de muchos para pintar este cuadro antiguo, tan antiguo que a pesar de que las rosas estén recién cortadas y acaben de formar un ramo en el jarrón, muestra enseguida sus muchas capas de barniz, e incluso la forma en que estas se craquelan por la fuerza de un tiempo remoto que tira de ellas, como un tensor que redujese el tiempo a un solo día.
Porque en este ramo de rosas en un jarrón, este artificio emparentado de forma lejana con el jardín, están contenidos muchos ramos del pasado e incluso el ramo primigenio: la primera vez que unas manos anónimas cortaron determinado número de rosas de un rosal, y las unieron en un orden distinto al que tenían cuando se erguían sobre sus tallos más largos en la planta, prolongando la vida del jardín en el interior de una casa. El jarrón con rosas convertido en la instantánea de un jardín, en una mínima parcela destacada del resto; unas rosas que ya no prosperarían con el agua de la lluvia o el riego, y que necesitaban de un contenedor primero para subsistir, y luego para competir de algún modo con su belleza, o para ser dignas de ella.
Al igual que Brâncuşi un día decidió que el pedestal no fuera el mero soporte de una escultura, sino parte de ella. Que la escultura se apoyara en el pedestal y el pedestal se apoyara en la escultura, invirtiendo también la lógica de la gravedad.
Días y días de inmovilidad y silencio de repente se incorporan de un salto. Como si la suma de todos ellos fuera un cuerpo que hubiera estado tendido sobre una cama.
Es sorprendente cuántas clases de travesías del desierto existen. Cuántas casas abandonadas pueden producir un fantasma.
Después de días y días de contemplación sostenida del agua, en la superficie del estanque sin peces se percibe de pronto el movimiento de un antiguo aleteo.
¿La rama se movió porque el pájaro remontó el vuelo? O ¿la rama se movió cuando el pájaro remontó el vuelo?
Es imposible saberlo.
Lo que sí crees saber es que, para empezar a escribir un libro, hace falta que el caos sea caos, que sea reconocido como caos.
A pesar del tortuoso comienzo, esta mañana te sientes libre de un peso que te mantenía encorvada. Como si de un ejercicio de yoga se tratase, sientes que las frases dobles que has pesado en los dos platillos de una balanza han convertido tu columna en un fiel y han terminado por enderezar la curvatura de la espalda. No sabes cuánto tiempo tardará en volver el dolor.
Hay que perder la razón para escribir y al mismo tiempo encontrarla en cada frase.
Hablar con tu madre, hablar con la ayuda de un tú que ocupa el lugar que dejas vacío cuando comienzas a escribir, hablar en el vacío con el fantasma. Como tú, ella solo existe para ser convocada, al igual que él, que nosotras, que vosotros, que ellos y ellas.
«La vida es una estación, inútil deshacer las maletas», decía Marina Tsvietáieva.
Te dices que así debe escribirse un libro, sin deshacer las maletas. Atenta a la respiración y a lo que encuentra en el camino. Al trantrán.
Ella compró el jarrón encontrándose de viaje. Parecía una réplica casi exacta de aquel que había pertenecido a su madre y que se rompió accidentalmente pocos días después de la muerte de esta.
La historia me fue contada como una simple anécdota, una mañana, mientras yo la veía ordenar un ramo de rosas del jardín en este jarrón, pero percibí el escalofrío. Al hablarme de la existencia de ese primer jarrón, que yo nunca conocí, infundió un valor nuevo en este, que no debía romperse por nada del mundo, que manejaba con el cuidado con el que una madre cambia la ropa de su criatura recién nacida.
El libro podría comenzar entonces con un jarrón roto. Uno cuyas grietas nunca podrán ser restauradas con el fin de ser reutilizado.
Por extraordinaria que sea una restauración, un jarrón de flores no podrá volver a contener agua. No al menos si no quieres sentir la inminencia de una catástrofe. Porque, aunque te arriesgues y confíes en su resistencia, no podrás abstraerte de la tensión que comunicará, del miedo… porque no otra cosa se instalará en ti, y quién sabe si ese miedo termine envenenando al agua y a las mismas rosas.
Miedo como el que se siente junto a una presa de agua que ha superado todas las previsiones de lluvia, minutos antes de que se abran las compuertas. El ramo en el jarrón restaurado vivirá siempre como si lo hiciera instalado en los minutos previos a un desagüe violento.
«Rosa es una rosa es una rosa es una rosa», decía Gertrude Stein con la sabiduría de quien despliega en silencio un secreto a voces. Una clase de secreto que se revela sin dejar de ser secreto. Porque la rosa seguirá siendo un misterio, e incluso después de haberse abierto ante nuestros ojos, seguirá siendo un capullo cerrado.
El deseo de pintar un jarrón con un ramo de rosas es casi tan antiguo y misterioso como el deseo de cultivar un jardín. En realidad, este cuadro que se repite una y otra vez en el tiempo es otra clase de cultivo y el jarrón con un ramo de rosas se renueva como un espécimen más del jardín.
Giorgio Morandi tenía un estilo propio a la hora de disponer las rosas que iba a pintar en el lienzo y que él mismo cultivaba. Las cortaba casi por debajo del cáliz, dejando la mayor parte del tallo en el rosal, para que apenas se notara la mutilación de la planta. Luego, las apretaba con sumo cuidado en la boca del jarrón, hasta que el conjunto evocaba un ramillete de novia. Los fantasmales blancos de su paleta dialogaban tanto con la cerámica como con la flor; iban de la materia orgánica a la materia inorgánica, entraban y salían del agua invisible del jarrón, consolidando la hora fija de un reloj interno compartido.
A Morandi le gustaba obsequiar a sus amigas con flores. Pero no en forma de ramos convencionales. El pintor les regalaba pequeños lienzos en los que las había pintado, ordenadas en un jarrón. Seguramente les hacía entrega de una ilusión, el sueño de la rosa inmarchitable de la pintura.
Imagina a Matisse en el acto de ordenar las flores en el jarrón que se dispone a pintar.
Son flores a la espera de una transfiguración.
Porque él no quiere retratar las flores, duplicar su vida en una tela, sino extraer de ellas una savia diferente. Matisse dice que no hay nada más difícil para un artista verdadero que pintar una rosa. Naturalmente no se trata de una cuestión de técnica, y la dificultad a la que se enfrenta estriba en olvidar todas y cada una de las rosas que otros artistas han pintado antes que él. Quizá las más difíciles de olvidar sean aquellas que él mismo ha pintado. Aunque no se trata de borrar su propia memoria sino de perderse en su laberinto, una rosaleda cuya entrada y cuya salida resultan indistinguibles.
Lo que ves es una historia de muchos cuadros de rosas anegada en esa savia destilada que desborda las rosas del jarrón. El óleo es también un viático. Las rosas del jarrón comienzan a dialogar con las rosas del papel pintado de la pared, o del mantel, o de un cuadro colgado en la pared del interior del cuadro, o con su propio reflejo en un espejo. Qué locuacidad. Hablan porque están alegres y las palabras que intercambian no son importantes sino un medio para expresar su alegría. En realidad están tarareando una canción.
Quizá sea el espejo el que introduzca el pensamiento en el cuadro. Un pensamiento inconsciente, que brota del mismo reflejo.
La historia del arte quizá no sea otra cosa que una galería de espejos. Como en las antiguas ferias, los espejos deformantes nos ayudan a poner a prueba nuestra realidad.
Por eso quizá no existe nada más fascinante que encontrarse con un espejo en un cuadro, lo cual no dejaría de ser un espejo en el interior de un espejo.
Contemplar la propia imagen en el espejo, permitir que la pupila se contemple a sí misma, es un ejercicio antiguo reservado quizá a los locos, o a los que pueden pasar un tiempo en el lado de la locura y regresar a casa indemnes.
Un ejercicio todavía más enigmático es aventurarse por las rosas del jarrón que se reflejan en un espejo, y por el sendero del jardín que se abre detrás de ellas.
No hay nada más fascinante que encontrarse con un espejo en el que se reflejan unas rosas o un jardín invertido.
«A veces, me sentaba en una habitación junto a un gran espejo de marco dorado. Tras haber abierto la ventana, observaba detenidamente el retrato más bello de la casa: el jardín reflejado. Las plantas se acercaban al espejo, el verde de las hojas, movido por la brisa y gracias al esmalte de la luz, formaba un paisaje primigenio, la esencia misma de la naturaleza. Como si la verdad se dejase filtrar por un espejo. Por el reflejo».
Es exactamente así, como lo escribe Fleur Jaeggy.
Da la impresión de que el jardín y el espejo hicieron un pacto hace mucho tiempo, por el cual cada uno participaba en el crecimiento del otro, cediéndole espacio.
En ese pacto, el espejo se mostró muy generoso y ofreció al jardín muchas formas de multiplicarse, senderos paralelos, y la posibilidad de doblarse como el papel en una maravillosa clase de papiroflexia.
Por su parte, el jardín aumentó el misterio del espejo, como si de alguna manera nos diera la espalda para llevar a cabo alguna operación secreta.
El jardín aumenta el misterio del espejo, como si de alguna manera te diera la espalda para llevar a cabo alguna operación secreta.
Puedes, entonces, como sugiere Virginia Woolf, imitar a los naturalistas que se camuflan entre la hierba para observar a los animales en su hábitat natural. En este caso para mimetizarte con el paisaje de la habitación vacía y su relación con el espejo, el rey de los animales salvajes.
«La gente no debería dejar espejos colgados en sus habitaciones», escribe en un cuento. Cuántas operaciones secretas va a llevar a cabo un espejo si lo dejan solo, parece decir. Cuánto peligro en esta selva de quietud.
El espejo es el agente encargado de despertar la realidad secreta de una habitación y de un jardín. Gracias al espejo se verán las cosas que nadie ve si las mira directamente a los ojos.
En el cuento, Virginia Woolf habla de una tinta de sepia que de repente se apodera del aire de la habitación que, «al igual que un ser humano, tenía sus pasiones y furias, sus envidias y sus penas, que se cernían sobre ella y le daban un aspecto encapotado». Todo parece bullir, nada permanece inmutable dos segundos seguidos.
La dueña de la casa está ausente, ha desaparecido por el sendero de hierba, cargando sus tijeras y un cesto para las rosas, las clemátides o cinias que crecen en su jardín y que cortará para formar un ramo.
Pasado el tiempo, la imagen de la mujer vuelve a aparecer en el espejo, primero muy lejos, casi una sombra del jardín; luego, cada vez más cerca, avanza muy lentamente, «enderezando aquí una rosa, alzando allí una clavelina para olerla» y haciéndose cada vez más grande en el espejo. Hasta que los girasoles y el sendero y la mesa del vestíbulo parecen separarse y abrirle espacio, como si la recibieran. Al llegar, «el espejo empezó a verter sobre ella una luz que parecía fijarla; que parecía como un ácido que mordiera lo no esencial y lo superficial y dejara solo la verdad».
Al leer este cuento eliminas a la dueña de la casa y la sustituyes por tu madre.
Es ella quien se aleja por el jardín. Es ella quien corta con sus tijeras una rosa o una clemátide. Eres tú quien observa la realidad secreta de la habitación de la que está ausente. Una vez más, ves a tu madre de espaldas, alejándose siempre. No puede mirarte porque se dirige con seguridad hacia el final del jardín, hacia el borde de la realidad.
Fleur Jaeggy, Virginia Woolf y tu madre.
Ella en el espejo es siempre la primera y la última. Parece que se hubiera quedado dormida al otro lado y le pides que regrese. Cuánto te cuesta escribir: le pido a mi madre que regrese. Haces esfuerzos por modificar la terca imagen, pero sabes que tu ruego forma parte de la obra de un peligroso teatro, que tú misma has escrito y diriges, en la que eres actriz y espectadora a un mismo tiempo. Todavía más, en la que eres el mismo espejo.
Y, sin embargo, de qué forma sabes que, mientras vivió, ella era el espejo en el que se reflejaba tu jardín.
En muchos retratos antiguos un hombre o la mayoría de las veces una mujer posa con una flor en la mano comunicando algo de su personalidad por medio de un simbolismo consensuado y, sobre todo, por la forma en la que los dedos sujetan el tallo.
¿Cómo comenzar a describir la flor antes que el tamaño, la forma y la posición de la mano?
Piensa en una rosa, cuyo tallo está lleno de espinas. Con cuánto cuidado debe la niña retratada sostener la flor, que lleva al extremo de los dedos, casi a la yema, como si intentara sujetarla al límite y la rosa estuviera asomada a un abismo.
Hay dedos que al sujetar la flor parecen crispados. No tanto agotados por el tiempo de un posado, sino porque, desde el inicio, existe la determinación de fijar una realidad de naturaleza cambiante. Recuerdan estas manos habladoras los ejercicios de barra de ballet clásico: primera, segunda, tercera, cuarta y quinta. Es la quinta, la más difícil de las posiciones de los pies, la que está concebida para soportar un equilibrio más propio de un ave zancuda.
El pulgar y el índice sostienen la rosa, la pinzan, describiendo un mudra indio, que evoca un candado cerrado.
Ver el tallo de la rosa sujeto entre los dedos de la niña retratada es también ver el pincel entre los dedos del pintor. La tensión con la que sostiene el pincel para pintar se comunica a través de un puente invisible con la tensión de los dedos de la niña. Si te concentras lo suficiente verás un arco voltaico entre dos polos.
La niña cuando habla mueve las manos. Manos y voz van juntas, refuerzan cada mensaje. Ahora, en esta postura forzada, el quietismo de la mano ahoga su voz. El retrato es también un sacrificio de la voz de la niña, un secuestro. La rosa se convierte en puro silencio.
Fíjate ahora en este otro cuadro.
La belleza del retrato no impide un sentimiento de extrañeza ante la figura que pone tantas trabas para la cercanía. Los obstáculos se concentran en los ropajes pesados e incómodos de otro tiempo, y en una clase de lujo distintivo que crea una aureola en torno a la figura. Pero, en cuanto prestas atención, el ser humano aparece, y con él una fragilidad que reconocemos, que todos compartimos.
El pequeño infante, futuro rey, sostiene una ramita de jazmín entre los dedos. A su lado hay un ramo de flores en un jarrón. El orden es tan vaporoso que parecen cosechadas en un jardín soñado. Alguna de las rosas ha caído o ha sido depositada sobre el libro de botánica que estudia.
Quien así posa es grande y pequeño a la vez. Es un niño, pero su destino lo eleva por encima de los demás, como si de alguna manera ya estuviera marcado por la edad adulta. Tiene derecho a su infancia solo en la medida en que su cuerpo no es capaz todavía de sostener el peso de la corona. Supongo que la cabeza del rey ha de tener un diámetro exacto para ser coronado. Al igual que el anillo materno baila en el dedo de una hija que todavía tiene que crecer.
El futuro monarca podría tener entre sus dedos una rosa, pero Jean Ranc lo ha retratado con la pequeña flor blanca, más acorde con su edad —la flor del jazmín tan pequeña, poseedora sin embargo de un aroma penetrante, mucho más incisivo que el de innumerables flores que triplican su tamaño—, más acorde también con su mirada de niño, con su inocencia, con una forma de aprender que tiene todavía algo de juego.
Los dedos parecen haber nacido para tocar un instrumento musical, son tan largos que doblan las falanges como patas de araña. Las pequeñas penitencias de la disciplina a las que obliga su educación no han hecho mella en su sonrisa. ¿Podrá ser franco hasta el final? Temes que no, que el doble cuerpo del rey se manifestará, que su segunda naturaleza vendrá a ensombrecerlo más tarde. Pero no, Carlos III sonríe también en su madurez, con la sonrisa de los tímidos y los bondadosos. Incluso retratado por Goya de cazador o por Mengs con armadura, no deja de sonreír.
Todos estos cuadros antiguos en los que el retratado sostiene una flor en la mano son misteriosos, incluso cuando nada se oculta. No hacen falta cortinas, ni objetos que desvíen nuestra atención; es el simbolismo que el retratado ha otorgado a la flor, o el convenido entre el retratado y el artista el que lo vuelve misterioso.
El simbolismo, como otra clase de flor que hubiera brotado en un lugar y un tiempo remotos, pasa de mano en mano, en una cadena de préstamos, y consolida un valor. Hasta que el mundo se aburre de la repetición y este cambia, se transforma, se olvida. Ya casi nadie recuerda el significado de la flor que en el pasado perteneció a un diccionario común.
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