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Miniserie Deseo 209 No podía perder ese combate. Después de dos años deseando al multimillonario Mason Kane en secreto, la tímida Charlotte Westbrook se quedó tan impactada como maravillada al encontrarse al brillante ejecutivo boxeando en un club de élite. Pero el hijo de su jefe también había descubierto su pequeño secreto. Mason le propuso irse juntos de vacaciones a la glamurosa Costa Azul para conocer mutuamente sus secretos. Una inolvidable semana con Mason, sin ataduras, una semana para que Charlotte demostrara que era igual que él tanto dentro como fuera de la cama. ¿Qué podía salir mal?
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Seitenzahl: 205
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2022 Cynthia St. Aubin
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Vidas ocultas, n.º 209 - febrero 2023
Título original: Secret Lives After Hours
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788411415552
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Mason Kane no pudo evitarlo, aunque tampoco se había esforzado demasiado.
En aquella reunión interminable en la sala de juntas de la planta decimoquinta, con sus impresionantes vistas de Filadelfia, su necesidad de distraerse encontró un objetivo irresistible: Charlotte Westbrook, la secretaria de su padre.
Se había colocado estratégicamente frente a ella en la enorme mesa alargada de superficie brillante. Desde su asiento cuidadosamente elegido, la había pillado mirándolo de reojo cada vez que pensaba que estaba distraído en otra cosa.
Y todas las veces, sus mejillas delicadas y pecosas se habían sonrosado, provocando que su corazón latiera un poco más rápido debajo de su traje a medida.
Tal vez fuera su puesto como director de marketing de una empresa de dulces lo que le hacía compararla con delicias para degustar. Su pelo era del granate embriagador de un buen cabernet. Los ojos, del color del chocolate belga. Los labios, frescos como una manzana. La piel, tan pálida como la leche.
Aquella combinación era lo que le hacía fijarse en ella de vez en cuando a través de la pared de cristal de su despacho.
Aunque desde hacía poco tiempo tenía un motivo añadido.
Hacía unos meses, Arlie Banks, la prometida de su hermano gemelo Samuel, le había hecho un comentario que no había podido quitarse de la cabeza: que Charlotte sentía algo por él.
Al principio la idea le había parecido ridícula. Hasta donde recordaba, Charlotte siempre había evitado el contacto visual. Arlie le había dicho que eso era característico de las mujeres tímidas cuando se sentían atraídas.
Mason nunca había sentido interés por las mujeres retraídas. Prefería las que sabían lo que querían, que por lo general era estampar sus tacones de Louboutin en el techo de su Aston Martin.
Pero una mujer tímida… Ni siquiera sabía cómo tratarlas. Cómo Arlie había llegado a esa conclusión lo tenía desconcertado. Charlotte apenas le dirigía cinco palabras seguidas.
Hasta que había empezado a fijarse mejor.
Cuanta más atención ponía, más detalles veía. La forma en que se erguía cada vez que pasaba por delante de su mesa; sus ojos, semiocultos tras aquellas gafas de bibliotecaria, que desviaba de la pantalla durante un instante para mirarlo; el gesto nervioso con el que se colocaba un pelo invisible en su moño omnipresente.
Una vez que había aprendido qué buscar, había empezado a indagar qué reacciones podía provocarle y de qué manera. Lo que había empezado como un experimento, se había convertido en un juego.
Le gustaban los juegos, a veces demasiado.
–Mason…
Su nombre resonó en la sala de reuniones desde la cabecera de la gran mesa que su padre, Parker Kane, presidía. A juzgar por la irritación que se veía en su rostro imperturbable, Mason tuvo la sospecha de que le había hecho una pregunta importante y estaba a la espera de su respuesta.
No tenía ni idea de lo que se estaba hablando.
De repente oyó un sonido en el ordenador y miró la pantalla. Un aviso parpadeante anunciaba la llegada de un mensaje.
CWestbrook: Neil quiere saber por qué hemos superado el presupuesto para el paquete de anuncios del FitLife.
Una sensación de gratitud lo invadió mientras dirigía la vista hacia Charlotte, que miraba fijamente la pantalla de su ordenador a la vez que sus dedos se movían con destreza por el teclado.
–Lo siento. Me temo que todavía estoy esperando algunos datos del alcance de la campaña. En cuanto los tenga, transmitiré esa información.
Desde el otro extremo de la mesa, Samuel, su hermano gemelo y director general de la compañía, se las arregló para emitir un extraño sonido que ni era una tos ni un resoplido, pero que dejaba claro que no le creía.
Aquella contestación no fue bien recibida por lo injustificada. Y eso a pesar de que Mason, autodenominado playboy de la familia Kane, despilfarrador y un completo inútil, solía usar aquella táctica para ganar tiempo siempre que se le hacía una pregunta para la que no tenía respuesta. Su bajo rendimiento, síntoma de su aversión al mundo empresarial, había alcanzado su punto álgido tras una serie de acontecimientos recientes.
La llegada de Neil, el prometido de su hermana Marlowe, era uno de ellos.
Con su pelo oscuro, sus cejas cuidadas y sus impecables trajes a medida parecía recién sacado de alguna de aquellas películas de ejecutivos de Wall Street.
Neil acababa de incorporarse al equipo directivo tras la adquisición de Campbell Capital y se había puesto inmediatamente a hacerle la pelota a Parker, su padre. Era un misterio para Mason lo que su hermana veía en él, aparte de la aprobación anodina de su padre.
Neil carraspeó.
–Tenía la impresión de que esa información se había publicado el viernes pasado.
–Gracias por traerlo a colación, Neil –dijo Mason con su mejor sonrisa de canalla encantador–. Lo revisaré lo antes posible.
Mason volvió la vista a la pantalla de su ordenador y contestó al mensaje de Charlotte.
MKane: Me has salvado el pellejo. Te debo una.
Al otro lado de la mesa, Charlotte silenció su ordenador nada más emitir un sonido. Sus mejillas ya no estaban sonrojadas. Habían adquirido una tonalidad carmesí.
Mason no pudo evitar preguntarse si aquel color se extendería por su cuello y sus pechos como reacción a una provocación.
Unos puntos suspensivos debajo de su mensaje eran la indicación de que estaba escribiendo una respuesta.
Por el ritmo de sus dedos sobre las teclas, Mason intuyó que había escrito varias líneas antes de borrarlas y optar por un mensaje breve.
CWestbrook: De nada.
Habría entregado su reloj Bulova a cambio de saber exactamente qué había estado escribiendo.
MKane: Lo digo en serio. ¿Qué quieres? ¿Un café, un Bentley?
Una breve sonrisa asomó a sus labios, un agradable comienzo de la conversación que siguió.
CWestbrook: Está bien, de verdad.
MKane: No has contestado a mi pregunta.
CWestbrook: Ya te diré algo.
Al leer aquella respuesta evasiva, decidió que de ninguna manera iba a dejar que se saliera con la suya.
MKane: Desde luego.
Charlotte lo miró por encima de la pantalla del ordenador. Sus ojos se encontraron y mantuvieron la mirada.
Mason deseó conservarla tal y como estaba en aquel momento. Sus labios se separaron ligeramente y bajó las pestañas al mirarlo por debajo de la montura oscura de las gafas. Sus ojos brillaban con picardía por su conversación secreta.
–¿Le ha quedado claro, señorita Westbrook?
La forma en que Charlotte se sobresaltó al oír la voz de su padre hizo que Mason se sintiera repentinamente furioso.
–Lo siento –dijo dirigiendo una mirada de disculpa hacia la cabecera de la mesa–. ¿Le importaría repetirlo?
Un sentimiento de culpabilidad lo asaltó. Si hubiera estado más atento, habría podido acudir en su ayuda como había hecho ella.
Su padre suspiró, en una mezcla de frustración y desdén.
–Vamos a pasar la reunión del comité directivo a la tercera semana de agosto.
–Sí, claro.
Charlotte empleó aquel tono suave, cortés y competente que usaba cuando atendía el teléfono.
–Espero que esta vez compruebe el enlace de la reunión antes de enviarlo –dijo su padre, a modo de reprimenda.
–Sí, señor –replicó ella, hundiendo los hombros ante la mirada gélida del patriarca de los Kane–. Me aseguraré.
Había sido un error tonto. El típico al hacer un copia y pega que todo el mundo sentado alrededor de aquella mesa había cometido alguna vez.
Eso le daba igual a su padre, que tenía una habilidad especial para memorizar errores y sacarlos a relucir cuando más humillación podían causar.
Mason conocía muy bien aquella sensación, aunque su padre siempre había tenido el foco puesto en su hermano gemelo, Samuel, especialmente en sus años de estudiante. Sin embargo, desde que Mason se había jugado el cuello para evitar que su hermano se viera obligado a dejar Kane Foods International por saltarse la prohibición de su padre de tener relaciones en el trabajo, esa dinámica había cambiado drásticamente.
Cierto era que cuando se había conocido la relación entre Arlie y Samuel había sido un escándalo, pero el revuelo había pasado enseguida en cuanto el público había encontrado otro objetivo de interés.
Las voces se alzaron a su alrededor cuando surgieron varias conversaciones sobre llamadas de seguimiento y sesiones de trabajo.
Mason reparó en que Charlotte seguía rígida y se dispuso a escribirle sin saber muy bien cuáles eran sus intenciones.
Mkane: ¿Tienes un momento para hablar después de la reunión?
CWestbrook: Hoy tengo que irme pronto. ¿Es algo urgente?
Mason trató de convencerse de que aquella extraña sensación no era decepción.
Mkane: No, no es urgente. ¿En otro momento?
CWestbrook: Claro.
En aquel momento, los asistentes a la reunión se estaban levantando y recogiendo sus teléfonos.
Charlotte se puso de pie y abrazó el ordenador y el cuaderno de notas contra su pecho. Eso le dio la oportunidad a Mason de fijarse en la mitad inferior de su atuendo habitual, una falda acampanada y unos zapatos de tacón cómodos.
Los colores y estampados de las blusas variaban, pero nunca el resto de su atuendo. En ese momento llevaba una falda gris y una blusa en azul claro con rayas grises y negras.
Recogió rápidamente sus cosas, rodeó la mesa y siguió a Charlotte, apresurándose para abrirle la puerta.
–Gracias.
Inclinó la cabeza y Mason percibió el olor de su champú, una mezcla de flores y cítricos. Si no llevara tiempo observándola, no se habría dado cuenta del breve instante en que sus ojos recorrieron su torso.
Había heredado la estatura de su padre, un metro noventa, y había conseguido esculpir su musculatura con las rutinas que le marcaba un entrenador personal, además de con sus actividades nocturnas.
–Un placer –replicó confiando en que Charlotte no percibiera el tono áspero de su voz.
Permaneció inmóvil unos segundos para que le sacara delantera. En el tiempo que llevaba observándola había descubierto que le gustaba verla caminar.
Se movía como una bailarina. Los pies parecían deslizarse sobre el suelo y las caderas basculaban sinuosamente de lado a lado en un bucle infinito.
Se sintió culpable, pero no porque estuviera saltándose mentalmente la regla de su padre, sino porque estaba transgrediendo la suya propia: nunca aprovecharse de la ventaja que le brindaba aquel puesto de directivo que ni se había ganado ni lo quería.
A pesar de sus esfuerzos, Mason sintió que aumentaba su excitación después de meses de abstinencia. Una corriente eléctrica le sacudió la base de la columna.
Necesitaba con desesperación tener sexo o enfrentarse en un combate. Pronto tendría la oportunidad. Él también tenía que estar en otro sitio esa noche, un sitio al que no debería ir.
Desde luego.
Esa había sido la respuesta de Mason cuando le había dicho que ya le diría algo. Charlotte Westbrook no había dejado de repetir aquellas palabras desde que las vio en la pantalla de su ordenador. La habían acompañado en el tren desde el centro de Filadelfia hasta el aparcamiento de Lansdale, donde dejaba su coche cinco días a la semana.
Junto a las palabras, la imagen mental de Mason Kane. Por medio de las novelas que escribía por las noches y en algún rato que sacaba en el trabajo parecía describirlo.
Un mentón cincelado, una boca perversamente sensual, el pelo oscuro y revuelto, con las puntas más claras, los ojos verdes con coronas doradas alrededor de los pozos oscuros de sus pupilas, el tipo de cuerpo que se imaginaba en un terrateniente del siglo XV vestido con falda escocesa o con los pantalones de cuero de un vikingo.
Porque así se lo había imaginado, y con mucha frecuencia.
Un hecho que, para su completa humillación, Mason parecía conocer. En los dos años que llevaba trabajando para su padre como secretaria, siempre que podía miraba de reojo al más joven de los hermanos Kane. En reuniones, en comidas de empresa, en vestíbulos de hoteles y, sobre todo, en su despacho, su lugar favorito.
Se metió en su Honda Civic y encendió el motor mientras recordaba su sonrisa pícara cuando la había pillado mirándolo furtivamente durante la reunión. Sintió un cosquilleo en el estómago.
Nunca en su vida se había sentido tan agradecida de tener una razón para irse justo después de la reunión, aunque le hubiera costado la desaprobación de Parker Kane.
Charlotte se detuvo en la acera delante de su casa y descargó el maletero. Cargada con las bolsas de la compra, abrió la puerta. Luego la cerró con el pie, dejó las llaves en una bandeja de cristal de la mesa de la entrada y llevó las bolsas a la cocina.
–Sorpresa –dijo una voz a sus espaldas.
Dejó escapar un grito a la vez que lanzaba los brazos al aire impulsivamente. Enseguida sintió alivio cuando su cabeza asoció la voz a un rostro conocido.
–Cielo santo, Jamie. No me asustes de esta manera –dijo dándole una palmada a su hermano en el bíceps.
–Lo siento –replicó sonriendo mientras se frotaba el brazo–. Quería darte una sorpresa.
–Bueno, misión cumplida.
Con el corazón todavía desbocado, lo envolvió en un abrazo, agradecida por su presencia reconfortante. Y eso, a pesar de que su siempre elegante vestuario la hacía sentirse como una aburrida oficinista.
Ese día llevaba una camisa entallada de manga corta con un llamativo logotipo que solo él podía lucir, vaqueros ajustados y sandalias Gucci. Nunca dejaba de sorprenderla cómo con sus ingresos de alfarero de éxito moderado podía permitirse vestir ropa de marca.
Suspiró y se dirigió a la cocina para guardar la comida.
–Has estado a punto de provocarme un infarto.
–Eso no te pasaría si siguieras mi consejo e hicieras ejercicio.
Jamie se sentó en uno de los taburetes de la barra de desayuno, tal y como solía hacer cuando era niño. Puso los codos en la barra y apoyó la barbilla en las manos. Su pelo rubio parecía de platino bajo la luz del fluorescente que había sobre el fregadero.
–Trabajo cincuenta horas a la semana, tardo una hora en cada trayecto de ida y vuelta, cuido de mamá por las tardes y todavía saco tiempo para escribir libros –dijo mientras sacaba los huevos y la leche de una bolsa y los metía en la nevera–. Discúlpame por no encontrar un hueco para hacer deporte.
–Por cierto, ¿y qué tal va? –preguntó y tomó una mandarina del frutero que rápidamente empezó a pelar.
–¿A qué te refieres?
–Al libro –contestó y se metió un gajo en la boca.
El libro no tenía nada que ver con Mason Kane. Sí, tal vez el héroe de su historia fuera un atractivo multimillonario con cierto parecido físico a él, pero ahí acababa toda coincidencia. Su multimillonario era moreno, estudioso y ocultaba un terrible secreto.
–Básicamente es una historia tonta que seguramente nunca verá la luz, pero, por alguna razón, soy lo suficientemente ilusa como para seguir adelante.
–Siempre dices lo mismo de todos los libros, Charlie. ¿Cuánto llevas, un tercio de la historia?
–Deja ya de indagar en mi creatividad disfuncional. ¿Vas a decirme qué estás haciendo aquí? Y no me vengas con que has venido desde Boston porque sí.
Jamie dejó la mandarina a un lado y empezó a juguetear con las peladuras.
–David y yo hemos roto.
–¿Otra vez?
Charlotte había recibido tantas llamadas nocturnas y mensajes desesperados durante los seis meses que duraba el romance entre David y Jamie que no sabía en qué situación se encontraban.
–Esta vez es diferente.
–¿Diferente por qué?
–¿Sabes cómo suele dejarse algo para tener una excusa para volver y que, cuando lo hace, se me olvida lo egocéntrico que es porque lo encuentro muy sexy cuando se pone melancólico?
–¿Cómo olvidarme?
Dobló las bolsas de papel vacías, abrió el armario de debajo del fregadero y las guardó en un recipiente para reciclar.
–Esta vez no se ha dejado nada.
La nota de tristeza en la voz habitualmente efusiva de su hermano le encogió el corazón.
–Vaya, lo siento mucho, Jamie.
Jamie agachó la cabeza. Sus ojos color avellana brillaron llenos de lágrimas. En un intento por contener la emoción, se levantó del taburete.
–Bueno –dijo recogiendo las peladuras de la mandarina para tirarlas a la basura–. Se me ocurrió que podía venir a Filadelfia una temporada y encontrar a otro músico guapo y narcisista con el que recuperarme. Y, por supuesto, pasar un tiempo contigo y con mamá. Por cierto, ¿dónde está mamá?
–Ha salido con Gail. Los jueves por la tarde salen a pasear al parque.
La cuidadora de su madre, una mujer dulce, paciente y atenta, al igual que la rutina semanal que había establecido, se había convertido en una pieza clave de la vida de Charlotte.
–¿Cómo está? –preguntó Jamie con expresión seria.
Charlotte suspiró y apoyó las manos en la encimera de granito. Era una pregunta para la que no existía una respuesta fácil.
Hacía tres años que habían diagnosticado Alzheimer a su madre. Al principio, solo había necesitado ayuda durante unas horas al día. Alguien que se asegurara de que comiera, tomara sus pastillas y le revisara el correo. Pero al cabo de dos años, su vida había dado un giro. Acababa vagando por las calles de Lansdale, sin reconocer las caras y olvidándose de los nombres. Fue entonces cuando Charlotte tomó la decisión de mudarse a vivir con ella a la casa donde se había criado.
–Ahí va.
–Supongo que eres consciente de que no podrás mantener este ritmo por mucho tiempo.
–Lo sé –dijo dejando un paño junto al fregadero–. Es solo que quiero que esté en su casa todo el tiempo que sea posible.
A pesar de sus palabras, sabía que no era del todo cierto. Lo que Charlotte quería era que su madre permaneciera en su hogar, junto a sus recuerdos: el cerezo que había plantado cuando todavía tenía aficiones, el escritorio en el que Charlotte había escrito su primera historia…
Le había resultado difícil y costoso encontrar cuidadores que se ocuparan de su madre durante las diez horas al día que pasaba trabajando para Parker Kane. De vez en cuando, cuando se sentaban juntas frente a la televisión a ver las películas clásicas que a su madre tanto le gustaban, sorprendía a Charlotte hablándole de la primera vez que las había visto o con quién.
–Bueno, pues esta noche la tienes libre –dijo Jamie sacando una bolsa de zanahorias de la nevera–. Yo me encargaré de preparar la cena y, después de que mamá se acueste, nos pondremos los pijamas y veremos alguna comedia como solíamos hacer en los viejos tiempos.
–El caso es que tengo planes –anunció Charlotte y se preparó para su reacción.
–¿Planes? ¿Qué clase de planes?
–Una cita.
Técnicamente hablando, cita no era la palabra más adecuada. Más bien se trataba de un encuentro minuciosamente preparado tras meses de discretos contactos.
–Pillina, ¡me lo has estado ocultando! ¿Quién es él? Cuéntamelo todo.
–Se llama Bentley Drake. Es abogado. Lo conocí en Starbucks.
«Después de hacerle ciberacoso cuando me enteré de que podía estar relacionado con un club de boxeo clandestino al que llevaba meses tratando de entrar».
–Bentley Drake –repitió–. Ese nombre transmite mucha potencia sexual.
–Todavía no lo sé.
Lo que sí sabía era que Bentley Drake tenía el aspecto de un mafioso, con su mirada gélida, su mentón cincelado y su barba de varios días, además de una pequeña cicatriz en una ceja.
Confiaba en sentir algo. Quería que cualquiera que no fuera Mason Kane le hiciera tilín.
–¿Así que es una primera cita? –preguntó su hermano.
–¿Estás sugiriendo que si no lo fuera, ya me habría acostado con él?
Charlotte se cruzó de brazos y le dirigió una mirada significativa.
–No te estoy juzgando. Es solo que me alegro de que vuelvas a salir después de lo de Trent.
Al oír el nombre de su ex, sintió como si recibiera un puñetazo. Trent Bateman había sido la única relación duradera de Charlotte. Habían empezado a salir en la universidad.
Una cosa había sido descubrir que Trent la había engañado. Pero que la engañara en repetidas ocasiones porque había estado tan concentrada en los estudios que se había sentido solo y rechazado…
Era todo un maestro del chantaje emocional.
Como consecuencia se había quedado tan destrozada que se había apartado de todo el mundo excepto de su hermano, y había perdido el interés en tener citas.
Desde entonces habían pasado dos años y su vida había sido trabajo, escribir y poco más.
–Contestando a tu pregunta, lo cierto es que ni siquiera es una cita. Busco información.
Empezó a quitarse las horquillas que sujetaban aquel tenso moño de bailarina que llevaba y, al instante, sintió alivio en el cuero cabelludo.
–¿Y él lo sabe?
Jamie dejó las zanahorias a un lado, sacó un botellín de cerveza con limón de la nevera y rápidamente lo abrió.
–Lo que sabe es que quiere pasar la tarde conmigo y eso es precisamente lo que va a hacer.
Charlotte dejó las últimas horquillas en la encimera y sacudió la cabeza disfrutando de la agradable sensación del pelo acariciándole los brazos.
–Pero cuánto te ha crecido el pelo.
–Precisamente por eso no tengo tiempo de charlar –dijo pasando al lado de su hermano en dirección al baño mientras se desabrochaba la blusa–. Me lleva un buen rato rizármelo.
Veinte minutos más tarde, recién maquillada y con la melena cayendo en suaves ondas sobre la espalda, Charlotte le pidió a Jamie que le subiera la cremallera del vestido, un modelo de cóctel negro ajustado y con escote.
–¿Y dónde va a ser esta no cita?
–Es un secreto –contestó mirándolo a través del espejo con una sonrisa misteriosa en los labios.
Luego, se agachó para elegir zapatos. Bentley Drake superaba el metro ochenta de altura, así que se decantó por unos zapatos de tacón de aguja negros, abiertos por delante, que dejaban ver sus uñas pintadas de un rojo intenso.
Jamie dio un sorbo a su cerveza con limón y dejó escapar un silbido.
–Espero que el pobre Bentley no caiga rendido a tus pies en cuanto te vea. Eso complicaría tu investigación.
«No necesariamente», pensó Charlotte alisando el vestido a la altura de sus muslos.
Bentley Drake no era el objetivo de su investigación. Era tan solo su pase de entrada a La Liga, un cuadrilátero de artes marciales clandestino al que acudían millonarios.
La primera vez que había oído hablar de La Liga había sido en una estación de bomberos de Filadelfia a la que había estado yendo para documentarse para una novela. Había acudido durante días de diez de la noche a las cinco de la mañana, sacrificando horas de sueño para conocer sus rutinas.
Allí, durante las horas de la madrugada, los había oído hablar. Había fingido dormir en un sillón raído mientras los escuchaba hablar de apuestas y caballos. Así había descubierto que no hablaban de carreras sino de un club exclusivo de lucha para millonarios.