Vidas perfectas - Alexis D. Albrecht - E-Book

Vidas perfectas E-Book

Alexis D. Albrecht

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Beschreibung

«Se suponía que sería una noche perfecta. Y lo fue. Hasta que alguien me disparó en la cabeza».   El asesinato de Daniela no es más que la primera amenaza a la paz de Campos de Edén, un lugar en el que el brillo del oro encubre los secretos más sombríos.   Nicolás, Lucas y Celeste harán todo por impedir que sus relaciones prohibidas, tratos oscuros y terribles engaños salgan a la luz. Mientras una pregunta permanece sin respuesta…   ¿Quién mató a Daniela?

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Sinopsis

«Se suponía que sería una noche perfecta. Y lo fue. Hasta que alguien me disparó en la cabeza»

El asesinato de Daniela no es más que la primera amenaza a la paz de Campos de Edén, un lugar en el que el brillo del oro encubre los secretos más sombríos.

Nicolás, Lucas y Celeste harán todo por impedir que sus relaciones prohibidas, tratos oscuros y terribles engaños salgan a la luz. Mientras una pregunta permanece sin respuesta…

¿QUIÉN MATÓ A DANIELA?

Alexis D. Albrecht

Vidas Perfectas

2° edición: Julio de 2023

© 2023 Alexis D. Albrecht

© 2023 Ediciones Fey SAS

www.edicionesfey.com

Portada y fotomontajes: Darío Pérez

Diseño y maquetación: Ramiro Reyna

***

Albrecht, Alexis D.

Vidas perfectas / Alexis D. Albrecht ; editado por Ignacio Javier Pedraza ; Fiorella Leiva. - 2a ed. - Córdoba : Fey, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-631-90192-3-0

1. Narrativa Juvenil. 2. Crímenes. I. Pedraza, Ignacio Javier, ed. II. Leiva, Fiorella, ed. III. Título.

CDD A863.9283

I

Se suponía que sería una noche perfecta. Y lo fue. Hasta que alguien me disparó en la cabeza.

Aquella noche de sábado la música rugía a todo volumen en la residencia Torres, ubicada en Campos de Edén, el barrio privado más exclusivo de la ciudad. Los adolescentes bailaban frenéticos y el alcohol pasaba de mano en mano sin absolutamente ningún tipo de supervisión adulta. El calor de febrero, incluso, había animado a los más osados a sumergirse en ropa interior en la enorme piscina del patio trasero.

Fue Sabrina, mi hermana mayor, quien encontró mi cuerpo. No se suponía que ella estuviera en casa esa noche. Me había comentado que se iba a juntar con una de sus compañeras de Medicina para estudiar. Tenía un examen muy importante el lunes a primera hora y, siempre obsesiva con sus notas, no aceptaría sacarse nada menos que un diez. Ni siquiera se imaginó, al cambiar sus planes a último momento, lo inoportuna que le resultaría mi muerte.

Eran alrededor de las cuatro de la mañana cuando Sabrina, en pijama, decidió bajar a la sala con los apuntes de Anatomía bajo el brazo. Se había acostado hacía apenas una hora con la intención de descansar un poco. Sin embargo, la música que provenía de la casa de los Torres se lo impedía. Hubiese bastado con cerrar la ventana para aislar el ruido, por supuesto; pero mi hermana siempre había sido un tanto adepta al dramatismo.

Acababa de ocupar un lugar junto a la ventana que daba al jardín delantero, acompañada tan solo por la luz de la luna y una lámpara portátil, cuando oyó el disparo. Por supuesto, Sabrina ni siquiera pensó que aquel sonido podía provenir de un arma. Lo atribuyó al caño de escape de algún auto de los mocosos consentidos que se habían reunido en la casa vecina a matar sus neuronas con alcohol, entre los cuales yo estaba incluida.

No fue sino hasta varios minutos después, cuando dejó los apuntes a un lado y se dirigió a la cocina a buscar un vaso de agua, que Sabrina advirtió algo extraño. Los reflectores del patio trasero estaban prendidos. Aquello le resultó curioso, así que dejó el vaso a un costado y salió de la cocina por la puerta trasera. Lo primero que notó fue que el jacuzzi estaba encendido y que había una botella de vino y dos copas a medio beber.

Y entonces lo vio. Mi cuerpo sin vida, tendido en el suelo sobre un enorme charco de sangre. Le tomó un par de segundos procesar la imagen, llevarse las manos al rostro y soltar un grito cargado de horror.

II

Nicolás Anderson observó, a través de la ventanilla, la tranquilidad de las calles que llevaba más de dos meses sin recorrer. Las casas seguían igual de enormes y ostentosas; los jardines, igual de exquisitos e inmaculados. Y las personas, igual de hipócritas. Amas de casa que salían sonrientes a tirar la basura y esposos que lavaban sus autos lujosos con devoción. Escenas que transmitían una perfección que en realidad no existía.

—Vamos a tener que hablar en algún momento, Nico.

Sabía que su padre lo observaba por el espejo retrovisor, aunque no se molestó en devolverle el gesto. Vio pasar a un grupo de niños en bicicleta en la dirección contraria y se preguntó en qué momento su vida se había vuelto tan… complicada. Recordó las veces en las que había deseado crecer y no pudo evitar sentirse estúpido. Si a los seis años hubiera sabido el tipo de problemas que tendría a los dieciséis, habría anhelado ser un niño por siempre.

Ricardo le dijo algo más, pero a Nico lo distrajo la vibración de su celular. Sacó el aparato del bolsillo de sus jeans desgastados y leyó el nombre en la pantalla: Caro.

Dudó unos segundos, rechazó la llamada por tercera vez en lo que iba del día y volvió a guardar el teléfono en el bolsillo. Sabía a la perfección que Carolina seguiría tratando de comunicarse con él hasta que por fin lo lograra, por lo que no tenía sentido evitarla. Aun así, solo tenía fuerzas para lidiar con un problema a la vez y su novia no encabezaba su lista de prioridades.

El coche se detuvo frente a su casa. Nico salió de inmediato. Su presencia llamó la atención de Betina Ocampo, la vecina de enfrente, que había sentido muchísima curiosidad por el paradero del hijo menor de los Anderson durante los últimos dos meses. Físicamente no había cambiado demasiado. Salvo por el cabello oscuro, que ahora le rozaba los hombros, y la barba de un par de días, seguía igual. Su lenguaje corporal, sin embargo, era otro. Betina lo notó en la forma en que se negó a que su padre le llevara el equipaje.

—Nicolás.

Su padre lo tomó del brazo e impidió que siguiera avanzando. El chico apretó la mandíbula, molesto, mientras se giraba para enfrentar al hombre de casi metro noventa. No pudo evitar acongojarse un poco. Su padre siempre le había inspirado respeto. En contadas ocasiones, también un poco de miedo.

—No voy a decir nada, si eso es lo que te preocupa.

—No es eso lo que me preocupa —respondió Ricardo. Mentía—. Nada más quiero que estemos bien. Que tu madre esté bien —agregó, mientras lo soltaba.

—Lo que querés es que no sé dé cuenta de que algo pasa. Que no se dé cuenta de la clase de…

—Mirá, pendejo —lo interrumpió su padre.

Por un momento, el hombre perdió la compostura. Pareció abalanzarse sobre su hijo como un cazador sobre su presa y Nicolás se encogió en su lugar. Pero solo por un momento. Si algo caracterizaba a Ricardo, era que rara vez perdía la compostura. Tardó apenas un segundo en dar medio paso hacia atrás, aflojar la espalda y observar de reojo a Betina Ocampo, que estaba ahogando sus begonias por intentar adivinar qué pasaba entre padre e hijo. Ricardo fingió una sonrisa y le dedicó a su vecina un breve saludo antes de posar una mano sobre el hombro de su hijo y empujarlo sutilmente hacia la casa.

—Perdón… —se disculpó Nico tras tragar saliva.

Era consciente de que se había pasado de la raya. Nunca se había comportado de aquella manera con sus padres o con ningún otro adulto. Estaba demasiado acostumbrado a ser el muchachito amable y educado del que todo el mundo no esperaba nada menos que absoluta perfección. Incluso si no se lo merecían.

—Es algo complicado. Para los dos. Solo quiero evitar que tu madre se altere por algo que no va a volver a ocurrir, ¿sí? Te lo prometí cuando te compré el pasaje, Nico. No va a volver a pasar —aseguró su padre. Pero sus palabras no sonaban del todo sinceras.

Aquel pequeño recordatorio sobre el valor de su silencio hizo que a Nicolás se le revolviera el estómago. Había aceptado, aunque fuese de forma implícita, no delatar a su padre a cambio de un pasaje a Londres para visitar a sus abuelos, tíos y primos. ¿Era eso lo que valía su silencio? ¿Lo que valía la lealtad hacia su madre? ¿Un pasaje de avión en primera clase más su estadía en otro país?

Su padre pareció darse cuenta de que había dado en la tecla, tomó la valija que su hijo se había negado a cederle minutos atrás y la subió por los escalones hasta el recibidor.

Nico se quedó dos pasos más atrás, todavía tratando de encontrar alguna manera de lidiar con esa sensación de traición hacia su madre que crecía en su pecho. ¿Cómo podría mirarla a los ojos sin que advirtiera que le estaba ocultando algo?

Respiró hondo.

Dentro de la residencia de los Anderson todo lucía impecable. Las paredes blancas dejaban en evidencia que por allí no corrían niños pequeños desde hacía varios años. Los muebles no tenían ni una mota de polvo encima y cada vidrio, cada cristal, relucía con un brillo cegador. Angelina Anderson siempre había sido una mujer obsesiva con la limpieza y en extremo detallista; hasta solía ir por detrás de las empleadas domésticas para indicarles aquello que no tenía aún el toque perfecto.

Ricardo dejó las llaves sobre una bandeja negra en la mesa de entrada, junto a unos apuntes de Anatomía olvidados, y se aflojó la corbata. Pese a que era sábado, Ricardo había estado en la oficina antes de escaparse a buscar a su hijo al aeropuerto. Como jefe de Marketing de una de las empresas más importantes de la ciudad, rara vez descansaba los fines de semana, sobre todo cuando en un par de días lanzaría una nueva campaña.

Nico atravesó el comedor en dirección a la cocina, donde lo recibió su madre. Apenas acababa de poner un pie dentro de la habitación cuando la mujer lo estrechó entre sus brazos. Angelina solía parecer un tanto fría a simple vista, quizá debido a su aspecto siempre tan pulcro, tan perfecto. Aquella mañana, sin embargo, vestía una blusa suelta y unos jeans, muy alejados de la ropa formal que solía utilizar para el trabajo. El cabello negro, suelto hasta la mitad de la espalda en lugar de un tirante rodete, le proporcionaba incluso algo más de calidez.

—Esa barba, Nico. Te tenés que afeitar. —Fue lo primero que dijo cuando se alejó unos centímetros y lo tomó del rostro para observarlo mejor.

—Yo también te extrañé, mamá —sonrió él.

—Supongo que todavía no desayunaste. Sentate, te hice unas galletas con chips de chocolate. ¿Te hago un té? ¿Café? ¿Chocolatada?

—Té está bien —respondió mientras se sentaba a la mesa de la cocina.

Su padre se dirigió hacia la heladera y sacó una botella de agua fría.

—Yo tengo que volver a la oficina en un rato, Angie. Creo que voy a almorzar allá. Aguilar está un poco paranoico con el tema de la campaña.

—Ya sé. Llamó hace un rato. —Angelina puso la pava eléctrica y se giró hacia su esposo, que se había apoyado en el desayunador de mármol y tomaba agua directamente de la botella—. Hay un tema con el despido de Anahí Álvarez, así que tengo que pasar a buscar unos papeles —le comunicó, antes de acercarle un vaso.

Nico se tensó en su lugar, pero no dijo nada.

Su madre trabajaba en la misma empresa que Ricardo, aunque en el Departamento Legal. Carlos Aguilar le había ofrecido el puesto siete años atrás, durante una cena casual, tras escuchar que Angelina había decidido abandonar el bufete de su padre. Todos en Campos de Edén y los alrededores sabían que los Machado eran los mejores abogados del área y que Angelina, en particular, era una estrella.

Mientras servía el té con galletas y se despedía brevemente de Ricardo, Angelina comenzó a preguntarle a su hijo detalles sobre el viaje. Ya conocía la mayoría de las historias; después de todo, no era como si hubiesen estado incomunicados durante todo ese tiempo. Mostró particular interés en saber qué había hecho Nico en su cumpleaños número dieciséis, el nueve de febrero. Él se centró en la cena familiar y le comentó muy por encima la salida con sus primos. Angelina no lo supo en ese momento, pero Nico ocultaba algo.

—¡Miren lo que trajo el viento!

Nicolás bebió un último sorbo de su taza de té antes de girar y encontrarse cara a cara con su hermana mayor, Valeria. Ella se acercó con una sonrisa y se limitó a darle un beso en el aire.

—Sorry, bro, pero estoy toda transpirada. Salí a correr —se justificó—. ¿Papá ya se fue? —preguntó a su madre, mientras se acercaba a la frutera que descansaba encima del desayunador y se hacía con una manzana roja.

—Recién. Aguilar lo volvió a llamar.

—Oh. Contaba con que me llevara hasta el centro.

—Te puedo llevar más tarde. Tengo que ir a la oficina a buscar unos papeles. ¿No querés una galleta?

—¿Y arruinar mi figura? No, gracias —sonrió, antes de sentarse frente a su hermano menor—. ¿Seba ya vino?

Nico negó con la cabeza.

Sebastián era su otro hermano, el del medio. Su relación se había tornado un poco tensa durante los últimos años, aunque Nico no sabía con exactitud por qué. De los tres, era el que más se parecía a Ricardo, al menos en cuanto a lo físico. Cabello rubio oscuro, ojos verdes y tez bronceada. Incluso tenía la misma altura y porte. En personalidad, sin embargo, era un mundo aparte. Bromista, extrovertido, histriónico; todo lo contrario de su padre. Nico y Valeria, en cambio, eran mucho más parecidos a su madre.

Cualquiera hubiera pensado que, justamente ese día, Sebastián estaría presente. Después de todo, era el día en que su hermano regresaba a casa después de pasar dos meses en otro país. Pero la idea ni siquiera había pasado por su cabeza. Todos los sábados, desde hacía un año y medio, Sebastián jugaba al fútbol con sus amigos y no estaba dispuesto a modificar su rutina por su hermano menor.

—Creo que me voy a ir a tirar un rato. Estoy muerto. Por el vuelo —dijo Nico.

Ninguna de las dos se opuso, pese a que su hermana se moría de ganas por saber qué regalos le había traído su hermanito de Londres. Ambas entendían que estuviera cansado, así que Valeria le prometió que lo despertaría para el almuerzo y Angelina le dijo que no se preocupara por subir la valija, que ella se haría cargo luego. Nico suponía que su madre quería inspeccionar en qué condiciones se encontraba su ropa antes de poner a lavar todo, incluso lo que ya estaba limpio.

Una vez en su cuarto, Nico se dejó caer sobre la cama. No cerró los ojos ni intentó conciliar el sueño; se quedó mirando el techo, allí donde solía tener estrellas fluorescentes que lo iluminaban durante la noche. Cuando era pequeño, eran esas estrellas las que le permitían dormir. Lo hacían sentirse protegido. Pero llevaban años en el fondo de alguna caja, dentro de su armario. Un día habían dejado de tener ese efecto en él. Y ya nada más lo había logrado.

Se pasó las dos manos por el rostro y soltó un suspiro por lo bajo. No quería pensar en el secreto que le estaba guardando a su padre. Tampoco quería pensar en el día de su cumpleaños ni en la salida con sus primos en Londres.

Se giró hacia un costado y observó una fotografía que descansaba en un marco plateado sobre la mesa de noche. No debía tener más de seis años en aquella imagen. Por aquel entonces llevaba el cabello corto, siempre peinado hacia un costado, incluso aunque acababa de salir de la piscina. A su lado, un niño rubio y escuálido que le sacaba media cabeza le pasaba un brazo por sobre los hombros. Con la otra mano enseñaba el pulgar hacia arriba en dirección a la cámara: Lucas Torres. Junto a él estaba su melliza, Celeste, con una malla rosa y el cabello atado en dos trenzas. La última persona en la foto era una chica delgada de cabello negro y ojos celestes, con una malla horrible de color amarillo: Daniela Castillo.

Yo, diez años atrás.

Nico cerró los ojos. Por aquellos días, parecía que a donde fuera que dirigiese la mirada se escondía un secreto.

III

Paraíso, el centro comercial de Campos de Edén, había terminado de construirse hacía tan solo siete meses. En un principio, los desarrolladores del proyecto habían dudado de si el lugar tendría el éxito esperado. Sí, los residentes de Campos de Edén tenían dinero de sobra, pero ¿irían allí a gastarlo? Sin embargo, bastó con lograr que un par de marcas de renombre abrieran sus locales en Paraíso para que los compradores compulsivos de la clase alta se congregaran en masa, con sus tarjetas de crédito en alto.

Una de esas compradoras era Celeste Torres, reconocida no solo por la cantidad de dinero que gastaba sin pensarlo dos veces, sino por el estilo del que hacía gala y las miradas que atraía. Y es que no solo era una chica atractiva, sino que siempre iba a la moda. Entre sus compañeras era la que marcaba tendencia.

—¿Qué les parece?

Florencia Bazán se giró hacia sus amigas con una enorme sonrisa y un vestido de color rojo apoyado sobre su cuerpo. La tela, fina, caía suavemente hasta por encima de sus rodillas. Era un modelo exquisito, pero osado. Sobre todo, para alguien como Florencia, que había cortado con su novio hacía dos meses y, con él, la dieta. La joven era atractiva, de cabello castaño, tez morena y ojos almendrados. Los kilos de más no le impedían conseguir el atuendo adecuado, porque el problema no era su peso, sino su mal gusto.

—Te queda pintado, Flor.

Johanna Ponce de León no era una mala persona, jamás le mentiría a una de sus amigas sobre una prenda con mala intención. Pero nunca había tenido una personalidad fuerte e imponer su opinión no era una de sus virtudes. Por el contrario, Joy se conformaba con asentir a lo que propusieran los demás, sobre todo si con ello se ganaba una mirada de aprobación. Y en particular si era de Celeste.

Celeste, sin embargo, era lo opuesto a sus amigas. Su gusto siempre había sido exquisito y nunca se había caracterizado por ser una persona con demasiados pelos en la lengua. Pero esos atributos no la habían acompañado desde pequeña, sino que los había refinado con la paciencia y precisión de una artista.

Aun así, de las dos, siempre fui yo la más directa, la de lengua más filosa. Al menos así fue mientras todavía éramos mejores amigas.

—¿El flequillo te tapa los ojos, Joy? —preguntó a su amiga, mientras dejaba el blazer blanco que había estado analizando y se giraba en dirección a Florencia. Hasta ese momento se había limitado a observarla de reojo, a juzgarla en silencio—. No me malinterpretes, Flor. El rojo es tu color y te queda divino. Pero me parece que ese vestido no es… propio de tu estilo. Te quedaría mejor algo más largo, con escote, por supuesto. —Después de todo, el mejor atributo de la chica eran sus pechos, no sus piernas.

Florencia se pasó la lengua por los labios, contrariada. Por un lado, no estaba de acuerdo con la opinión de Celeste. Creía que no quería que se comprara el vestido solo porque no deseaba que la opacara en la fiesta de esa noche. Por el otro, era la opinión de Celeste. En ese momento, se vio enfrentada con dos opciones: seguir sus instintos y arriesgarse a verse mal o seguir el consejo de Celeste y no sobresalir en la fiesta.

—Si vos lo decís… —murmuró poco convencida, mientras devolvía el vestido.

—Vi un modelo divino en la vidriera. El negro. Podrías pedir que te lo muestren —sugirió Celeste, sin darle demasiada importancia al asunto, mientras se acomodaba un mechón de cabello dorado detrás de la oreja.

Sin decir nada, la joven se marchó hacia el frente de la tienda. Joy se quedó de pie en su lugar, recalculando, sin saber si era mejor ir detrás de Flor o permanecer con la abeja reina. Celeste siguió evaluando la ropa, con cara de que nada la convencía. Tenía un vestido amarillo precioso en su armario que sería perfecto para esa noche, pero ya lo había usado en otra ocasión y no estaba segura de querer repetir. Aunque tampoco estaba segura de querer comprarse un conjunto cualquiera. Ya no había nada en esa tienda que le llamara la atención, al menos hasta que trajeran la nueva colección.

—Yo tampoco tengo idea de qué me voy a poner hoy —suspiró Joy, verdaderamente acongojada—. O sea, tengo los vestidos que me traje de Milán, ¿viste? Pero me parece que son muy de cóctel y la de esta noche no va a ser precisamente una fiesta formal, ¿no? —Sonrió mientras observaba con ojo crítico una blusa de color rosa salmón.

No, la velada de esa noche en casa de los Torres sería todo menos formal. Efraín y Lucía Torres, los padres de los mellizos, habían decidido realizar una escapada romántica durante la última semana de febrero y les habían dejado a sus hijos la casa completamente sola. A excepción, por supuesto, de la casual presencia de las empleadas domésticas. Tanto Efraín como Lucía sabían lo que sus hijos eran capaces de hacer con semejante libertad, pero nunca les había importado mucho. Siempre y cuando la casa estuviera limpia a su regreso y no se metieran en ningún tipo de problema, los mellizos gozaban de luz verde para hacer lo que se les antojara.

Fue a Lucas a quien se le ocurrió realizar una fiesta para despedir el verano. Ese lunes tendrían que regresar a la aburrida rutina del colegio privado William Shakespeare, por lo que aquella tenía que ser la mejor fiesta que se hubiera visto en Campos de Edén. Lucas se había encargado de conseguir el alcohol y Celeste había organizado la música y otros detalles.

Ambos querían que fuese una fiesta inolvidable.

Y lo sería.

Aunque no por las razones que esperaban.

—Celeste, ¿me estás escuchando? —preguntó Joy.

La joven la miraba con insistencia luego del pequeño monólogo que acababa de realizar sobre sus expectativas para esa noche y de repasar los atuendos que tenía en casa. Había optado por un top color verde loro que en ese momento le mostraba a Celeste, a la espera de algún tipo de reacción. Pero su amiga tenía la mirada perdida más allá de la tienda.

—Con tus tetas, ese top es una opción arriesgada —contestó sin filtro alguno, más preocupada por lo que acababa de ver que por los sentimientos de Joy—. Fijate si Flor necesita ayuda. Yo ya vuelvo.

Sin decir más, abandonó la tienda. Johanna permaneció con la boca abierta, sin moverse ni un centímetro de su lugar. Celeste era consciente de que, con ese comentario, quizá se hubiera pasado un poco de la raya. Pero no había podido evitarlo. No cuando acababa de ver a Dante entrar a la tienda de enfrente. Acompañado.

Durante un segundo, se vio invadida por la duda. ¿Y si en lugar de buscar confrontarlo, daba media vuelta y se marchaba? No tenían que discutir allí, sobre todo con Melisa cerca. Se mordió el labio inferior, dubitativa, antes de decidir adentrarse en aquella tienda de ropa y artículos para bebés.

Dante Blas estaba de pie junto a una muestra de enteritos rosas y azules para bebés recién nacidos, con un brazo alrededor de la cintura de su esposa, Melisa. Celeste la había visto de lejos en varias ocasiones y nunca había entendido por qué Dante seguía con ella. No sobresalía de ninguna forma. Era una mujer que pisaba los treinta, común y corriente. Sí, quizá tenía bonita piel y aparentaba un par de años menos, pero nada más que eso. Al lado de Celeste Torres, no era nadie.

Cuando una de las vendedoras le preguntó si acaso necesitaba ayuda con algo, Celeste se deshizo de ella con un gesto. Hizo de cuenta que estaba observando muy de cerca una cuna doble mientras que, de reojo, observaba a Dante y su esposa. En cuanto la mujer se alejó para probarse la ropa de maternidad que también vendían en el local, Celeste abandonó su lugar junto a la cuna y avanzó con paso decidido hacia Dante. De no haber estado alfombrado el suelo, el clic clac de sus tacones habría sido por demás evidente.

—Felicitaciones —sonrió a espaldas de Dante, con el tono más falso que pudo evocar en ese momento.

El hombre se dio la vuelta, pálido. Seguramente no esperaba encontrarla allí. Aunque, ¿en qué había estado pensando? Sabía que Celeste amaba ir de compras a Paraíso, o solo a dar una vuelta y tomar algo con sus amigas. ¿En verdad le sorprendía verla allí?

—Celeste… ¿Cómo estás? —preguntó, no sin antes controlar que Melisa no los pudiera ver.

—¿Me lo preguntás así? ¿Tan casual? ¿Mientras comprás ropita de bebé con tu esposa, Dante?

—Bajá la voz, Celeste —imploró el hombre, con la mandíbula tensa. Se hizo un breve silencio tras el cual él soltó un suspiró—. No lo estábamos buscando, naturalmente. Fue… imprevisto. No sabía cómo decirte.

—¿De cuánto está?

—¿Cómo?

—¿De cuántos meses está tu mujer, Dante? Me imagino que no vienen de hacerse el test de embarazo. Ya están viendo ropa, por amor a dios. —Chasqueó la lengua con molestia, incredulidad y, sobre todo, con el ego herido.

—Seis semanas, nada más. Te juro que intenté decírtelo. Pero nunca parecía el momento apropiado.

Celeste bufó por lo bajo con escepticismo. Apartó la mirada durante unos segundos mientras ponía los brazos en jarra y se preguntaba qué hacer a continuación. Armar escándalos no era su estilo. Tampoco le interesaba que alguien se enterara de su romance con un hombre casado. Se había cruzado de tienda solo para enfrentar a Dante porque le jodía ver a la parejita feliz comprándole ropita a su futuro bebé. La idea le parecía repulsiva. Sobre todo, porque Dante llevaba semanas jurándole que estaba a punto de dejar a su mujer.

Se sintió estúpida. Demasiado. ¿Es que no había aprendido nada de las novelas que veía su madre? ¿De las historias que escuchaba? Nunca ningún hombre dejaba a su esposa por su amante, eso lo sabía todo el mundo. Sobre todo, cuando su amante era una chica de dieciséis años. Y eso que la edad no era el único agravante en aquella situación. Sin lugar a duda había sido una idiota por creer que ella tendría una historia diferente.

—Ni te molestes, Dante. Hasta acá llegamos.

Al menos tendría la oportunidad de terminar las cosas con dignidad. O algo así.

Sus intenciones de abandonar la tienda con la cabeza en alto, pero con un toque de dramatismo, se vieron opacadas cuando sintió la mano de Dante alrededor de su muñeca. Se giró, entre indignada y sorprendida. Su primer impulso fue buscar con la mirada a Melisa. Lo último que necesitaba era que la mujer viera aquella escena, sumara dos más dos y la acusara a viva voz de ser una rompehogares.

—¿Qué estás haciendo? —cuestionó.

Dante la soltó.

—No te vayas así, por favor. Hablemos —suplicó.

—¿Acá? ¿Al lado del enterito de tu futuro hijo? ¿Con tu esposa a dos pasos?

—Veámonos en donde siempre. Hoy a la tarde. Por favor.

—Olvidate, Dante. Esto se acabó. Nunca vas a dejar a Melisa y los dos lo sabemos. Ya me cansé de ser tu juguetito.

—No digas eso, no sos…

—¿Pasa algo?

Los dos se sobresaltaron cuando los interrumpió el sonido inesperado de mi voz.

Sabía que Celeste y las dos perras falderas que tenía por amigas estaban en el centro comercial por las historias de Florencia en Instagram. Por eso me había dirigido hasta allí, para buscarla y comentarle aquella noticia de la que me acababa de enterar. Fue mientras me dirigía al local de ropa que mi vista se posó en la tienda de enfrente y descubrió justo a la persona que estaba buscando… en compañía de alguien más.

—Castillo. —Dante se aclaró la garganta e intentó esconderse detrás de una máscara de seriedad patética.

—Profesor Blas —le sonreí.

Celeste frunció los labios, soltó un bufido, dio media vuelta y comenzó a alejarse. Dante hizo ademán de seguirla, incluso pese a que su pequeño intercambio de palabras comenzaba a llamar la atención del resto de la tienda, pero yo me interpuse. Le corté el paso, firme, y lo observé directo a los ojos con una sonrisa desafiante. «Yo que vos me quedaría en donde estoy», pensé. Dante pareció captar el mensaje en el brillo de mi mirada.

—¿Qué se le ofrece, señorita Castillo?

—¿A mí? Nada. Pero creo que mi amiga quería que la dejara en paz. —Observé brevemente a mi alrededor, como si acabara de darme cuenta del lugar en el que estaba—. ¿Sabe qué? Si yo fuera usted, haría eso. —Entonces me incliné unos centímetros hacia adelante, para susurrarle—. No querrá que a su esposa le sigan llegando rumores de que tiene una amante. El estrés no sería bueno para el bebé.

Pude notar el odio en la mirada de Dante, aunque me importó muy poco. Sin borrar la sonrisa de mi rostro, giré sobre mis talones y fui detrás de Celeste. En lugar de ir a buscar a sus amigas a la otra tienda, se alejó por el pasillo en dirección a la salida. Apresuré un poco el paso, sin precipitarme. No me pondría a correr, mucho menos con las sandalias con cuña que llevaba puestas.

—No vale la pena, Ce —le dije, mientras me acomodaba el cabello negro hacia un costado.

Ella no respondió de inmediato. Se limitó a seguir caminando sin dignarse a dirigirme la mirada. Nunca había soportado que me hubiera enterado de su romance con uno de los profesores de nuestro colegio.

—Apreciaría mucho que no hablemos del tema —soltó al cabo de unos segundos. Aquellas palabras sonaban más a orden que a petición, pero yo les resté importancia.

—No hay problema. De todos modos, tengo que contarte algo más interesante. A que no sabés quién volvió hoy a Campos de Edén…

IV

Lucas le mordisqueó el lóbulo y Jimena soltó un suspiro. Acarició sus pechos por debajo del uniforme antes de recorrer su abdomen con delicadeza y llegar hasta la cadera, de la cual se prendió con firmeza. Aumentó el ritmo de sus estocadas y Jimena tuvo que morderse el labio para no soltar gemidos que pudieran llegar al otro lado de la puerta. Giró apenas el rostro y buscó los labios de su acompañante. Sin embargo, no los encontró. Ella no lo sabía y, probablemente, jamás se enteraría; pero Lucas guardaba los besos solo para quienes le resultaban en verdad interesantes. Y ella no era el caso.

La chica inclinó la cabeza hacia adelante y se aferró con fuerza a la mesa. Lucas, con el culo lampiño al aire y los pantalones por los tobillos, aumentó todavía más el ritmo de sus embestidas. Dejó caer la cabeza hacia atrás y cerró los ojos cuando por fin alcanzó el clímax. Su cuerpo se estremeció por completo. Durante unos segundos, Lucas permaneció allí, inmóvil, en silencio, saboreando el orgasmo. Pero solo durante unos segundos, porque lo siguiente que hizo fue agacharse y perder la lengua entre las piernas de Jimena. Ahora era su turno de ver las estrellas.

—Nunca había hecho algo así —soltó ella con una sonrisita nerviosa, mientras se bajaba la falda verde y negra a cuadros que usaba para el trabajo.

Lucas, que ya se había subido los pantalones y se estaba acomodando el cinto, alzó apenas la mirada y le dirigió a la chica una de esas sonrisas galantes con las que traía muerta a más de una.

—Siempre hay una primera vez para todo.

—Y puede haber una segunda vez, también… —deslizó Jimena.

Él no contestó nada. Se limitó a dirigirle a la chica una nueva sonrisa mientras ella se acomodaba un poco el cabello. Aquello era otra cosa que la joven no sabía, una conclusión a la que quizá llegaría sola, con el paso del tiempo: Lucas rara vez repetía polvos. Después de todo, un chico tan atractivo y encantador como él no tenía problemas para conseguir quien quisiera divertirse un rato a su lado. Al igual que su hermana melliza, Lucas parecía sacado de una pasarela.

El primero en abandonar el depósito fue él. Jimena había decidido aguardar unos segundos y no regresar directo al mostrador, antes sacaría la basura. Así no solo evitaría sospechas, también podría deshacerse rápidamente de la evidencia. Si su supervisora encontraba un preservativo usado en el tacho de basura, Jimena tendría problemas. Y ella, a diferencia de Lucas, sí necesitaba trabajar.

En la parte delantera de la cafetería, en una mesa muy bien ubicada junto a la vidriera, un grupo de adolescentes observaba el regreso triunfal de su mejor amigo. Ninguno de los tres creyó que Lucas fuera capaz de cogerse a la camarera que les había tomado los pedidos, incluso aunque todos estuvieran al tanto de la naturaleza seductora del chico. Pero una cosa era levantarse a una minita en una fiesta, de noche, con un par de tragos de por medio; otra, muy diferente, era hacerlo a plena luz del día, en una cafetería.

—Me parece que alguien me debe plata. —Lucas ocupó su lugar junto a Maximiliano, el más alto de los cuatro y la estrella del equipo de natación del colegio.

—Me dejás con la boca abierta, rubio. —Max buscó en su bolsillo y sacó un par de billetes.

Ignacio lo imitó en silencio. Había participado de la apuesta más por la presión de sus amigos que por voluntad propia.

—Yo en realidad nunca dudé de vos, Luquitas —sonrió Mariano, el último en pagar lo adeudado.

—Apostaste en mi contra, Nano, así que disculpame si no te creo.

De los cuatro, Nano Córdoba era el más nuevo. Su familia vivía en Campos de Edén hacía apenas un año y medio. Su padre se había ganado la lotería y había invertido una parte del premio en su negocio. Con el resto había comprado un par de propiedades. Todo el mundo sabía que los Córdoba eran sapo de otro pozo, que pese a que ahora tuvieran dinero de sobra no pertenecían realmente a aquel ámbito social. Todo el mundo lo sabía, pero rara vez lo mencionaban.

Lucas y sus amigos habían decidido dejar entrar a Nano a su grupo, no porque el chico les cayera bien, sino por presión de sus padres. O al menos así fue al principio. Con el tiempo, sin embargo, Nano se había ganado el lugar entre sus pares, aunque a veces tuviera actitudes un tanto irritantes. Una de sus principales habilidades era la de conseguir el mejor alcohol a un precio más que razonable y en grandes cantidades. En ocasiones, incluso, lograba hacerse con otro tipo de sustancias recreativas un tanto más… controversiales.

—Bueno, dale. Contá. ¿Qué tal estuvo? —preguntó Nano, antes de llevarse a la boca un puñado de las papas fritas que habían quedado en el plato.

Ante la atenta mirada de sus amigos, Lucas dejó descansar la espalda sobre la silla, estiró las piernas y, con una sonrisa ganadora, comenzó a relatarles cada detalle de su encuentro fortuito con la camarera en el depósito de la cafetería. Cada tanto metía algún dato de color que provocaba la risa del grupito. Para sus amigos, aquella había sido una gran hazaña. Un par de miradas indiscretas se escaparon en dirección al mostrador. Jimena ya había regresado de tirar la basura hacía un buen rato y preparaba los cafés mientras su compañera tomaba los pedidos a los clientes nuevos.

—Están hablando de vos. Y se están riendo, Jimena —le susurró Mónica por lo bajo, mientras anotaba con un marcador negro el nombre de una mujer cuarentona que no paraba de discutir por teléfono con su marido.

Jimena hizo oídos sordos a los reclamos de la chica. Mónica se acomodó las gafas y observó con desprecio a Lucas y su grupito de neandertales. Regresó su atención al café que estaba preparando y no pudo evitar preguntarse cómo Jimena había sido capaz de caer en las garras de Lucas Torres. Quizá no estuviera del todo familiarizada con las actitudes del chico, ya que no iba al colegio con ellos, pero esa no era excusa. Mónica le había hablado un sinfín de veces a su compañera sobre el desagradable comportamiento de aquel grupito. Incluso si no lo hubiera hecho, habría bastado nada más con verlos.

Por supuesto, Mónica era una completa hipócrita. Ella también, en el pasado, había llegado a sentirse inexplicablemente atraída por Lucas Torres. Fui yo quien tuvo que abrirle los ojos: Lucas era un cerdo y siempre lo sería. Además, no era como si Mónica alguna vez fuera a tener una oportunidad con él. Siempre sostuve que ni las gafas de culo de botella ni el cabello grasoso o el maquillaje barato le resultaban favorecedores.

—Y van a seguir hablando de vos durante un buen tiempo. —Ahora que ya había tomado el último pedido, Mónica se dedicó a seguir taladrándole la cabeza—. Bien podrías haber dejado que los cuatro te vieran desnuda, es prácticamente lo mismo.

—Sos una pesada, Mónica —murmuró Jimena, mientras controlaba la caja.

Mónica estaba por decir algo más cuando las angelicales campanillas que colgaban sobre la entrada anunciaron la llegada de un nuevo cliente. Su mirada se tornó en una de decepción y resentimiento al darse cuenta de que aquella chica alta, de camisa, jeans y tacos no era otra más que Celeste Torres, la melliza de Lucas. No iba acompañada de su séquito de cabezas huecas, lo cual era extraño. Una hora atrás, la había visto pasar junto a Florencia y Johanna en dirección a las tiendas de ropa.

En la mesa que ocupaban los cuatro amigos, Max se sentó bien derecho en cuanto advirtió que la hermana de Lucas acababa de entrar a la cafetería. Nano e Ignacio, que estaban de espaldas a la puerta, no se dieron por enterados sino hasta que la tuvieron junto a ellos. Si se hubiese tratado de cualquier otra chica, Nano quizá habría soltado algún comentario inapropiado sobre su estilizada figura. Sin embargo, sabía muy bien que con la hermana de su amigo no se jodía.

—Lu, ¿tenés un minuto?

Ignacio ahogó una risita. A él, que no aceptaba apodos de ningún tipo, siempre le había causado mucha gracia que su amigo se dejara llamar Lu por su hermana.

—Hola, ¿no? —intervino Max—. No estamos pintados.

—Es verdad, no están pintados —respondió Celeste con una sonrisa cargada de condescendencia—. Pero unas manos de pintura no les vendrían mal. Para ocultar las imperfecciones, digo.

—Siempre tan agradable, vos —se rio el chico.

—¿Pasó algo? —preguntó Lucas, mientras se enderezaba un poco en su asiento.

Con un simple gesto de cabeza, Celeste le hizo saber a su hermano que era mejor que hablaran en privado. Lucas comprendió de inmediato y se puso de pie, dispuesto a seguir a su hermana fuera de la cafetería. Los mellizos siempre habían tenido una suerte de conexión especial. La mayor parte del tiempo podían comunicarse perfectamente sin palabras, sobre todo cuando se trataba de cosas importantes. Con las nimiedades del día a día, a Lucas le gustaba fingir que no entendía el lenguaje con el que se manejaba su hermana, solo para molestarla un poco.

El sol brillaba en lo alto del cielo fuera de Heaven, la cafetería más concurrida de Paraíso. El calor y la humedad se hicieron bastante evidentes, incluso bajo la sombra de los árboles que adornaban la vereda. Un auto les tocó bocina al pasar y ambos hermanos alzaron una mano en un saludo vago, sin significado. Ni siquiera sabían quién se escondía detrás del volante. Otra persona ni siquiera hubiera tomado aquel bocinazo como un intento de saludo a lo lejos, pero los Torres estaban bastante acostumbrados a ser el centro del mundo.

—No me digas que los viejos vuelven antes de viaje —pidió Lucas cuando, tras encontrar protección bajo la copa de un lapacho rosado, Celeste no le comunicó de inmediato el porqué de su repentina aparición.

—No, no es eso. Ni siquiera sé qué están haciendo mamá y papá.

Lucas relajó los hombros. Lo único que le faltaba era que a sus padres se les hubiera ocurrido regresar antes de Río. Se suponía que no volverían hasta el lunes. Aquello habría arruinado por completo sus planes para esa noche. Efraín y Lucía siempre les habían permitido hacer de las suyas, pero Lucas dudaba que aceptaran una fiesta mientras intentaban dormir en el cuarto matrimonial. Sobre todo, teniendo en cuenta las características de esa en particular.

—Entonces, ¿qué pasa? —inquirió con impaciencia.

Celeste dudó un segundo. Se remojó los labios.

—Es Nico. Volvió hoy de Inglaterra.

Se produjo un breve silencio. Entonces Lucas encogió los hombros, como si aquel asunto realmente no le importara, cuando los dos sabían muy bien que no era así.

—Ah. Eso. Bueno, ¿y qué tiene?

—¿Cómo «y qué tiene»? —Había un dejo de irritación en aquella pregunta—. Hay que hablar con él, Lucas. Sobre lo que pasó. No podemos permitir que le diga nada a nadie.

—Tranquila, Ce. No va a decir nada.

Celeste se mordió el interior de una mejilla, frustrada ante la aparente calma que expresaba su hermano.

—No podemos estar seguros. ¿Y si abre la boca? —No dejó que su hermano respondiera—. Si abre la boca, estamos jodidos, Lucas. Muy jodidos.

V

Nico ahogó un bostezo al regresar a su habitación. Había conciliado el sueño después del almuerzo, pero no había sido suficiente. Incluso después de dormir tres horas todavía estaba cansado. Ni siquiera un poco de agua fría en el rostro logró despertarlo por completo. Era como si todo el cansancio que había cargado en el vuelo de repente se hubiera depositado sobre sus hombros. Aunque no era ese el único peso que tenía que soportar.

Se dejó caer otra vez sobre la cama y tanteó sobre la mesa de noche en busca del control para prender la televisión. Mientras pasaba de canal en canal, su celular sonó otra vez. Durante un segundo, Nicolás consideró no molestarse en ver de quién se trataba en esa ocasión. Era muy probable que fuese Carolina, su novia, y todavía no estaba seguro de querer hablar con ella. O de si podía hacerlo, más bien. Se pasó una mano por el cabello, nervioso, antes de soltar un largo suspiro y enderezarse para buscar el teléfono.

Por suerte, no se trataba de Carolina.

—Hola, baby, ¿cómo estás?

La voz de Constanza, una de sus mejores amigas, le provocó una sensación cálida en el pecho. Si bien se habían mantenido en contacto durante su estadía en Londres, nada se comparaba a una charla telefónica. Para verse en persona tendrían que esperar a que comenzaran las clases. Coti estaba pasando las vacaciones en la casa que sus padres tenían en las sierras, junto a su familia y Martín, otro de sus amigos. Volverían el domingo a última hora. El plan original había sido que Nicolás fuera con ellos.

—Con ganas de dormir durante dos días seguidos —rio Nico, tras acomodarse mejor en la cama.

—Ay, me imagino. Supongo que allá no paraste ni un segundo, aunque casi no hayas subido fotos.

—Ya me conocés; no me pinta mucho la onda influencer.

Los dos rieron. Nicolás pasó a contarle a su amiga un poco sobre sus últimos días en Londres, que era lo único de lo que no habían hablado todavía. O no precisamente. Había ciertos detalles que no estaba listo para compartir con sus amigos. Ni siquiera con Coti, con quien se había vuelto muy cercano en el último año. Más precisamente, desde que había comenzado a alejarse de los Torres. Y de mí.

Nicolás, los Torres y yo nos conocimos cuando ni siquiera habíamos empezado la escuela primaria. Mi padre solía trabajar para el padre de Lucas y el abuelo de Nico supo manejar durante algunos años los asuntos legales de Efraín Torres. Nuestras familias siempre estuvieron más o menos relacionadas y todo apuntaba a que los cuatro seríamos el grupo de amigos más unidos que uno pudiera imaginar.

Y así fue, al menos durante un buen tiempo. Si algo hay que entender sobre Nicolás Anderson, es que siempre tuvo un corazón mucho más bondadoso que el nuestro. Los comentarios despectivos que solíamos dedicarles a algunos de nuestros compañeros de colegio, por más que para nosotros fueran simples bromas, a él nunca lo hicieron sentir del todo cómodo.

Por eso no resultó ninguna sorpresa que, cuando dejamos de compartir clases en el William Shakespeare, nuestra relación comenzara a perder fuerza. Antes de iniciar el cuarto año, Celeste, Lucas y yo elegimos la orientación en Economía y Administración. Nico, por otro lado, eligió la orientación en Lenguas. Allí comenzó a acercarse a Constanza Maldonado y Martín Toledo. A Constanza ya la conocía, después de todo eran vecinos. Con Martín hubo un poco de fricción al principio, más que nada porque el chico no confiaba en alguien que todavía era cercano a los Torres. El tiempo le probó que el tan conocido dicho «Dime con quién andas y te diré quién eres» no siempre era exacto. Al menos, no a simple vista. Si Martín supiera las cosas de las que Nico era capaz…

—¿Y con tu viejo? ¿Todo mal?

La pregunta tomó a Nico por sorpresa. Acababa de terminar de contarle una pequeña anécdota con una parvada de gansos en Kensington Gardens cuando su amiga mencionó el tema. Durante unos segundos, nadie dijo nada. Nico pudo sentir la duda al otro lado de la línea y, en el momento en el que probablemente Coti estaba por pedir disculpas por su atrevimiento, se decidió a hablar.

—Las cosas no podrían estar mejor. —El sarcasmo en su tono de voz era evidente. Suspiró—. Por momentos no lo puedo ni ver. No le hablé en todo el viaje desde el aeropuerto. Lo peor es que me siento culpable cuando miro a mi madre a los ojos.

Se pasó una mano por el cabello, ansioso.

—No tenés por qué sentirte culpable. Vos no hiciste nada malo.

—¿Segura? —rio con tristeza—. Le estoy ocultando la verdad, Coti.

—¿Y qué otra opción tenés? Ya pasaron casi tres meses, Nico.

El chico suspiró. Su amiga tenía razón en ese punto. Habían pasado casi tres meses desde el día en que Nico descubrió la infidelidad de su padre. Había sucedido todo de manera tan casual que en el momento le había costado procesarlo.

Era miércoles y había ido al cine con Constanza. Martín había cancelado a último momento. Tras salir de la película decidieron dar una vuelta por el centro y, de pura casualidad, pasaron frente al edificio en el que trabajaban sus padres. Fue entonces cuando Nico vio a Ricardo acompañar a su secretaria a un taxi. Nada parecía fuera de lo común. Hasta que la chica se inclinó para besarlo y él no hizo absolutamente nada para detenerla.

Después de eso, Nico intentó enfrentar a su padre en casa sin éxito. Ricardo desestimaba sus palabras con tanta facilidad que hasta le causaba inseguridad. ¿Y si había visto mal? No, sabía que no era posible: tenía una testigo. Entonces, su padre llegó con una sorpresa, un regalo adelantado de cumpleaños: un pasaje a Londres para visitar a sus abuelos y al resto de su familia paterna. Todo había sucedido tan rápido que Nico no se dio cuenta de qué era lo que estaba aceptando hasta que fue demasiado tarde.

La conversación tomó un rumbo más afable cuando Martín se acercó a hablar por teléfono. Había estado jugando al fútbol con los hermanos de Constanza y se lo notaba agitado. Le comentó a su amigo que se estaba perdiendo de unos días fenomenales junto al río, pero que esperaba que la próxima vez no se les escapara a congelarse los huevos en Londres ni en ningún otro lado.

Nico no pudo evitar soltar una carcajada. Se imaginaba perfectamente los gestos de su amigo al decirle aquello, con sus rulos dorados que se movían para todos lados y sus múltiples piercings. Tenía uno sobre la ceja izquierda y dos en la oreja derecha. Según se había enterado, hacía no mucho había añadido uno en la lengua. Nico también se imaginaba la cara de fastidio de Coti mientras el chico intentaba monopolizar la conversación. Casi podía ver cómo ponía en blanco los ojos verdes antes de gritarle que no fuera tan denso, que su amigo debía tener ganas de descansar.

—Les juro que no veo la hora de volver a verlos, chicos —les dijo, segundos antes de despedirse.

Nico dejó el celular a un costado y se quedó pensando en sus dos amigos. Se preguntó qué dirían si les contaba lo que había sucedido en Londres y la preocupante conclusión a la que había llegado. ¿Lo juzgarían por ello? ¿Comenzarían a verlo de otra manera? Cerró los ojos durante unos segundos. Era consciente de que no podría mantener el secreto por siempre.

Le subió el volumen a la televisión y siguió pasando de canal hasta que encontró algo interesante. Era la primera película de Scream y acababa de comenzar. Todavía estaba en la escena en la que Drew Barrymore respondía a las preguntas de Ghostface. Pese a que la película era viejísima, a Nico siempre le había gustado. Era el tipo de películas que no se cansaba de ver una y otra vez.

Su teléfono celular sonó en el momento exacto en el que el asesino lanzaba una silla contra la puerta de vidrio de la sala. Nico pegó un salto en su lugar y soltó un insulto por lo bajo antes de tomar el teléfono y comprobar el nombre en la pantalla: Carolina. Se quedó inmóvil, con el aparato en la mano, mientras Drew Barrymore trataba de escaparse del asesino. No pudo evitar pensar en lo tentador que sería en ese momento intercambiar lugares con el personaje de la película.

Tras apretar el botón mute del control remoto, Nico tomó aire y respondió al llamado de su novia. Llevaba evitando hablar con ella desde temprano y era consciente de que no podía seguir con aquel comportamiento. Después de todo, lo último que deseaba era que ella se diera cuenta de que algo andaba mal. Se pasó una mano por el cabello, nervioso, y fingió una sonrisa pese a que no había nadie viéndolo.

—Caro, hola. ¿Cómo estás?

—¡Al fin, mi amor! Desde esta mañana que estoy intentando comunicarme con vos. ¿Por qué no me atendías?

—Perdoname, pero me dejé el celular en la valija. Entre una cosa y otra no me di cuenta hasta recién. Te estaba por llamar, de hecho…

La mentira era tan evidente que Nicolás sintió una oleada de vergüenza azotarle el rostro. Si Carolina se dio cuenta de que su novio le estaba mintiendo descaradamente, no dijo nada.

—Sí, me imaginé que capaz era algo así. No pasé a verte nada más porque estuve en lo de mi abuela, llegué hace un ratito.

Nico aprovechó para desviar la conversación y preguntarle a su novia cómo estaba la mujer. Sabía que llevaba un tiempo con problemas de salud y que una de sus hijas quería meterla en un asilo de ancianos. El padre de Carolina, sin embargo, se había negado rotundamente. Reynaldo Dos Santos había contratado a una enfermera de tiempo completo que cuidaba de su madre y la visitaba día de por medio. También obligaba a sus hijos y a su esposa a ir a verla al menos una vez a la semana.

Carolina no quiso concentrarse mucho en la salud de su abuela, por lo que la pregunta apenas si le concedió a Nico un par de minutos de distracción. La chica estaba mucho más interesada en saber sobre las vacaciones de su novio y, más importante, en poder verlo otra vez. Y por lo visto, esa era la noche perfecta para un reencuentro.

—¿Una fiesta en casa de los Torres? —preguntó Nico, incrédulo, una vez que Carolina le comentó al respecto.

—Sí, ya sabés, para despedir el verano. Va a estar genial, va a ir todo el mundo. Así que pensaba que podíamos ir nosotros también.

Nico dudó. Reencontrarse con los mellizos y conmigo no era algo para lo que estuviera listo.

—No sé, Caro. Estoy muy, muy cansado.

Pero Carolina no aceptaría un no por respuesta. Al fin y al cabo, no todos los días recibía una invitación personalizada a una fiesta semejante, algo que para ella representaba un pase a la cima de la cadena alimenticia del William Shakespeare. Por supuesto, Carolina no tenía idea de que su novio era la única razón por la que Celeste le había mandado aquella invitación, para asegurarse de que esa noche fuera a la fiesta.

VI

—Ya te dije que no te quiero ver, Dante. Así que dejá de llamarme.

Celeste no le dio tiempo a Dante de decir nada más. Cortó la llamada y apoyó su iPhone sobre la mesada de la cocina con tanta fuerza que, por un segundo, creyó que la pantalla se había dañado. Se aferró al borde del mármol e inspiró hondo, con la intención de calmarse. Dante le había enviado incontables mensajes desde su encuentro aquella mañana e incluso la había llamado varias veces. Celeste solo lo atendió en esa última ocasión.

Una parte de ella quería escuchar qué tenía para decir, pese a que en el fondo sabía que eran solo mentiras. El hombre siempre había tenido una capacidad de seducción y manipulación envidiables. Lo más extraño de todo era que, aunque Celeste era consciente de todo ello, una parte de su corazón quería dejarse caer en aquella red de mentiras. Porque cuando estaba con Dante se sentía querida, se sentía segura. Porque estaba enamorada, por más que no quisiera admitirlo.

Sacudió la cabeza, como si con aquel gesto tan simple pudiera hacer desaparecer al hombre de su mente, tomó el teléfono y decidió subir a buscar a su hermano. Aún faltaban varias horas para la fiesta, pero sus amigos empezarían a llegar en cualquier momento para ayudarlos a ultimar detalles. Antes, Celeste quería asegurarse de que con su mellizo llegaban a cierto tipo de entendimiento. Sabía que Lucas y sus amigos intentarían usar los cuartos de la casa como si se tratara de un albergue transitorio y que ella no podía impedirlo. Pero sí podía cerciorarse de que, al menos, su cuarto y el de sus padres quedaran a salvo.

Sus zapatos no hicieron ningún ruido sobre la alfombra del pasillo de camino al cuarto de su hermano. Por esa razón, Lucas ni siquiera se debió haber imaginado que ella se acercaba. En retrospectiva, Celeste debería haber golpeado la puerta. Pero, cuando una está distraída, a veces se olvida hasta de lo más básico.

—¡Lucas! —exclamó, escandalizada, antes de cerrar la puerta de un golpe y darle la espalda.

Había alcanzado a ver a su hermano de pie frente al escritorio en el que tenía la laptop. Por suerte estaba de espaldas a la puerta o, de lo contrario, Celeste habría tenido que salir corriendo a terapia: Lucas estaba completamente desnudo. No hizo falta que se preguntara qué estaba haciendo, el movimiento de su brazo derecho lo dejaba bastante claro, incluso a la distancia.

—¡Qué pendejo pajero! —murmuró por lo bajo, mientras clavaba su vista en el cuadro de una vasija con un ramo de flores que colgaba en el pasillo, con la intención de borrar la otra imagen de su mente.

La puerta se abrió a sus espaldas.

—¿La privacidad no significa nada para vos, hermanita?

—No sé. ¿La decencia significa algo para vos? —preguntó Celeste, todavía de espaldas.

—Te podés dar la vuelta, estoy decente.

Tras un segundo de duda, Celeste giró sobre sus talones. Efectivamente, Lucas se había colocado encima una musculosa gris y un pantalón deportivo negro. Lo observó a los ojos con reproche, pero él no parecía ni un poquito avergonzado. No era la primera vez que Celeste pescaba a su hermano en una situación comprometedora, aunque sin dudas había sido la más incómoda.

—Quería que hablemos sobre esta noche. Antes de que empiecen a llegar tus amigos.

Lucas se apoyó en el marco de la puerta y se cruzó de brazos. Revoleó los ojos con exasperación cuando su hermana lo sermoneó sobre el uso de los cuartos. Él, por supuesto, no negó la posibilidad de que aquello ocurriera. No planeaba pasar la noche entera abajo, entre la música y los tragos, sino que esperaba divertirse un poco. Y sabía que algunos de sus amigos también.

—Le ponemos llave a tu cuarto, al de los viejos y listo, ¿por qué tanto lío?

—Porque después no quiero enterarme de que, así y todo, alguno de tus amiguitos se metió a mi habitación, Lucas.

—Los voy a mantener a raya, hermanita. No te preocupes.