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Componer la consciencia de una época recogiendo los desechos de ésta, es una labor que la peculiar filosofía de Walter Benjamin realizó a semejanza de la poesía de Baudelaire. Esta composición no cristalizó en un tratado u obra sistemática: se repartió en ensayos que, ya sea reflexionando sobre la vida histórica de las obras literarias, o analizando la transformación de la tradición artística efectuada por la reproducción técnica, o criticando la noción de progreso desde su fracaso por superar la imperfección humana y la presencia del sufrimiento en el mundo administrado moderno, lanzan su proyectil crítico sobre el futuro, esto es, nuestro presente. La vida filosófica de los ensayos de Walter Benjamin se mantiene por su potencia de continuar significando en un mundo que, como el actual, desde su propia reticencia a la labor de la filosofía, convoca a ser confrontado desde el pensamiento crítico.
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Seitenzahl: 291
Veröffentlichungsjahr: 2025
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UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
Rector
ENRIQUE GRAUE WIECHERS
Secretario General
LEONARDO LOMELÍ VANEGAS
Secretario de Desarrollo Institucional
ALBERTO KEN OYAMA NAKAGAWA
Secretario Administrativo
LEOPOLDO SILVA GUTIÉRREZ
Abogada General
MÓNICA GONZÁLEZ CONTRÓ
CONTENIDO
Presentación
La iluminación profana
El lenguaje de la catástrofe
La decadencia del aura
La política del arte
La imagen dialéctica de la historia
El mundo administrado y el pantano
Notas al pie
Aviso legal
La modernidad no ha escatimado la mirada crítica sobre sí misma. Esta mirada, sin embargo, es prismática: distintas perspectivas arrojan resultados diferentes y las múltiples miradas teóricas sobre la modernidad se vuelven constituyentes de su histórica complejidad. El Seminario Universitario Modernidad: Versiones y Dimensiones no ha rehuido internarse por esta pluralidad de perspectivas propias de lo moderno.
Dentro de la filosofía crítica, un autor que destaca por llevar las fuerzas marginales de lo moderno contra el centro dominante de la modernidad es Walter Benjamin. Su pensamiento fragmentario se expresa en una peculiar forma de ensayo y, desde ésta, se perfila la justa distancia de la crítica.
Aquí se presenta una aproximación a la teoría de la modernidad de Walter Benjamin. Esta teoría nunca fue sistematizada, sino señalada desde ciertos fenómenos constitutivos del devenir mismo de la modernidad que permiten, vistos a través de la lupa que examina sus posibilidades y sus límites, aumentar los detalles en los que se concentran sus fuerzas extremas y decisivas.
La aproximación inicia con un planteamiento de la iluminación profana como un modo de pensar que, a la vez que destruye la antítesis abstracta entre los extremos, construye una constelación de imágenes que piensan; imágenes en las cuales se manifiestan las contradicciones de la modernidad y su autoconciencia histórica. Estas contradicciones son escudriñadas a partir del comentario de Benjamin a las ideas sobre la figura del poeta (Baudelaire) como héroe de la modernidad; la transformación de la tradición del arte fundamentado en el ritual cuyo valor de culto se ve sustituido, mediante la aparición de la fotografía y el cine, por el valor de exhibición; la decadencia del aura y la modificación de la percepción humana y, por tanto, de la recepción de la obra de arte, así como la impronta de las vanguardias artísticas (dadá, surrealismo y futurismo) en el arte que busca su fundamento político; la idea de la historia como una imagen dialéctica que, citando en el presente los derechos del pasado, revoca la ideología del progreso y posibilita que se asome una pequeña fuerza redentora; y, por último, se indagan los entrecruzamientos que se detectan en la obra de Kafka; entrecruzamientos que, sustentados en las reflexiones de Benjamin sobre el escritor checo, hacen que éstas funcionen como epítome de su teoría fragmentaria sobre la modernidad.
Raquel SerurCoordinadora del Seminario Universitario de la Modernidad: Versiones y Dimensiones
De los que vendrán no pretendemos gratitud por nuestros triunfos, sino rememoración de nuestras derrotas. Eso es consuelo: el consuelo que sólo puede haber para quienes ya no tienen esperanza de consuelo.
Y para el pensamiento, digámoslo de paso, no hay mejor punto de partida que la risa. Por lo menos en lo que respecta a las ideas, las mociones del diafragma parecen ser más productivas que las conmociones del alma.
WALTER BENJAMIN
La iluminación profana
[…] la interrupción es uno de los procedimientos de forma fundamentales. Alcanza mucho más lejos del término del arte. Es la base de la cita (para entresacar sólo uno de sus aspectos). Citar un texto implica interrumpir su contexto.
WALTER BENJAMIN
Asumir la vida como un don de la naturaleza a la que habría que agradecérsela derrochando la existencia en el pensamiento es una tarea que, si aún cabe en las actuales condiciones del mundo, designa la figura del filósofo. Walter Benjamin le dio un rostro peculiar a esta figura al reconcentrar su deambular alucinado por el mundo refugiándose en la biblioteca para, desde su soledad, desplegar su fecundidad —“tan llena de perspectiva como la vida de un buscador de oro”—1 excavando para encontrar las constelaciones en donde las palabras dibujen las combinaciones posibles para hacer resonar su disonancia con un mundo que, cada vez más, rehúsa devolverle la mirada.
I
De todas las formas de adquirir libros se considera la más gloriosa el escribirlos uno mismo.
WALTER BENJAMIN
La lectura y la escritura son modos de la iluminación profana en la que la reflexión desenrolla y enrolla el hilo de Ariadna en un ovillo cuyos hilos descienden y ascienden en una interrogación que transparenta su ausencia de dogmas, llevando a que en la prosa coincidan profundidad y claridad. Leer es despertar un eco continuo, una serie de resonancias que estallan rebasando los límites del emisor y del receptor, de lo alto y lo bajo, de lo claro y lo oscuro hasta conformar un impulso que, hecho de palabras, busca las palabras que lo contengan en la escritura. Leer y escribir son formas de la embriaguez en las que uno se encuentra fuera de sí; un arrobamiento cuya experiencia no tolera fácilmente que se le despoje de las sombras que el viejo término de creación ha dejado en él.
Y cuando me acuerdo de ese estado, me inclino a creer que el hachís sabe convencer a la naturaleza de que debe hacernos don, de una manera menos egoísta, de ese derroche de sí que conoce el amor. Pues si, en el tiempo en que amamos, nuestra vida pasa como monedas de oro por los dedos de la naturaleza, que no puede retenerlas y las deja caer, para engendrar así una vida nueva, es aquí donde nos arroja, sin esperar nada ni aguardar nada, a manos llenas en la vida.2
Este derroche creador en la producción de una obra destinada a durar, carece de la esperanza de que el mundo le responda a la prosa cuando ésta toque su núcleo más íntimo; la prosa de Benjamin hace resonar el mundo interrumpiendo la serie de sus combinaciones dominantes “para hacer sonar un débil tono sostenido en su interior”.3 En este tono, el lenguaje excava y la tierra removida es el medio que le permite descubrir las ruinas que, como alegorías, dan “la imagen de la inquietud petrificada”.4 Cómo se obtienen estos hallazgos, qué correspondencias guardan con otros, cómo se relacionan entre sí para formar las constelaciones disonantes en las que el recuerdo aúna imaginación y pensamiento fecundando las palabras que, estirando su función conceptual hasta rozar el nombre, no traicionan la vorágine de la existencia, son cuestiones que se afrontan como si el mundo fuera un libro.
La imagen del mundo —se sabe desde el barroco— como un libro está plagada de emblemas, de jeroglíficos, de alegorías que convocan su lectura melancólica en un continuo pliegue y despliegue, en un continuo desciframiento que, al escriturarse, conforma un manojo de enigmas en donde toda ilación discursiva sabe de su condena a la fragilidad. Esto es un acicate para el lector-escritor que, adentrándose en el mundo que se le da a leer, termina convirtiendo el cultivo de su arrogancia en cosecha de soledad y amargura.
Los “rasgos demónicos”5 que muestra toda pasión son notables en aquel que, queriendo encontrar los nombres de las cosas y de la existencia, se vuelca en la colección de libros hasta conformar una biblioteca propia. La biblioteca es un mundo minúsculo que, con cada tomo añadido, confirma la imposibilidad de recorrerla toda y, por tanto, cada libro leído es una advertencia para impedir caer en el delirio de hacer convergir realidad y verdad. El lector pensativo se hunde en las palabras y las hurta buscando designar, con la extraña desesperación de los pacientes, lo que, estando ahí, rehúsa alojarse en el nombre. Leer el mundo para escribir su interpretación es una tarea peligrosa cuya pasión colinda con la locura y la delincuencia.
Porque toda pasión linda con el caos y la pasión de coleccionar limita con el caos de los recuerdos. Pero quiero aventurarme a decir más: el azar, el destino que tiñen el pasado bajo mi mirada, están presentes al mismo tiempo en el entrevero habitual de estos libros. Porque, ¿qué otra cosa son estas posesiones que un desorden en el que la costumbre se instaló de tal forma que puede revestir la apariencia de un orden? Ya habrán oído de gente que enfermó al perder sus libros, de otros que se convirtieron en delincuentes para adquirirlos. Justamente en estos temas todo orden no es más que un estado de indefinición sobre el abismo.6
El mundo que resuena formando la biblioteca del escritor solitario no es un libro cualquiera; es uno que, como diría Kafka, “ha de ser un hacha con la que romper el mar helado dentro de nosotros”. Lo que comparece en el recuerdo es formado como una imagen en donde la línea recta por la que discurre el dominio del mundo se ve forzada hasta curvarse por el pensamiento que opera con los poderes “que permanecen al fondo” para convertirlos en ideas materialistas, ideas de ‘situaciones’ auténticas, que se acercan tanto al acontecimiento que el temblor de sus contornos delata de qué cercanía aún más íntima se han desgajado para hacerse visibles”.7 Esta preocupación por el fondo metafísico de la producción formal de su escritura resuena en las cavilaciones de Benjamin sobre su carácter de hacedor de ensayos en donde la literatura fertiliza su potencia reflexiva y aun en aquellos en donde fenómenos recientes de la modernidad encuentran su formulación.
II
Esconder quiere decir: dejar huellas. Pero invisibles.
WALTER BENJAMIN
Desde su condición de escritor, Walter Benjamin reflexionó sobre la tarea de esta figura en una época que, atravesada por la lucha entre distintas fuerzas políticas, exigía una toma de posición. Benjamin desplegó su posición aunando las tendencias literaria y política para resistir y combatir el fascismo. “La tendencia política correcta implica la calidad literaria de una obra porque incluye su tendencia literaria”.8 Ésta es la tesis que guía su conferencia de 1934, “El autor como productor”.
En un apunte de sus “Conversaciones con Brecht”, Benjamin insiste en la idea de que “un criterio decisivo de una función revolucionaria de la literatura consistiría en la medida de los progresos técnicos que desembocan en una transformación funcional de las formas del arte y por tanto de los medios espirituales de producción”.9 El vínculo entre la tendencia literaria y la política de una obra lo indaga Benjamin mediante un desplazamiento del punto de partida generalmente aceptado por la crítica materialista: en efecto, esta crítica de orientación marxista ortodoxa, desde la aceptación del condicionamiento de las relaciones sociales por las relaciones de producción, aborda una obra literaria preguntándose por la actitud que ella mantiene con las relaciones de producción de una época. En cambio, Benjamin pregunta ¿cuál es la posición de la obra dentro de las relaciones de producción literarias de una época?, y esta pregunta por la “técnica literaria de las obras”10 le plantea “al escritor sólo una exigencia: la de reflexionar, [la de] preguntarse por su posición en el proceso de producción”.11 Benjamin no sólo afirma que la “tendencia política correcta de una obra implica su calidad literaria debido a que incluye su tendencia literaria”, sino que a la tendencia literaria la entiende como un avance “o un retroceso de la técnica literaria”.12 Esta técnica, sin embargo, se esconde en la forma de lo que se escribe.
La defensa de lo anterior pasa por una crítica de la figura logocrática del escritor; de aquel que, sin salir del campo exclusivo del espíritu, dibuja su solidaridad con las fuerzas constructoras de la humanidad sólo como sujeto ideológico. Para Benjamin la solidaridad en el escritor se forja colocándose éste como productor dentro de unas condiciones técnicas a las cuales transforma: “el lugar del intelectual en la lucha de clases sólo puede establecerse —o mejor: elegirse— con base en su ubicación dentro del proceso de producción”.13 Al transformar los aparatos de producción artística se puede conferir a la obra “un valor de uso revolucionario”14 y, con esto, se superan los límites de la producción intelectual: se derrumba la oposición entre técnica y contenido de tal modo que en la composición que los fusiona se inserta el elemento político. El autor que, desde sus propias condiciones de producción medita sobre ellas, ejerce su trabajo tanto sobre los medios de producción como sobre el producto, logrando que éste, junto a y antes de su carácter de obra, posea “una función organizadora”15 que se deriva de la actitud misma del escritor.
Las consideraciones de Benjamin respecto a la conciencia del escritor sobre sus propios medios técnicos de producción se iluminan con el ejemplo del surrealismo. Esta vanguardia artística, por una parte, reivindica el poder de la insurrección dentro de un contexto que, abierto por Dostoievski y por Lautréamont, ubica el mal como expresión irreductible de la independencia del ser humano que, en el bien, se pliega a los designios de Dios o la voluntad racional del sujeto y, por otra, pone en obra un concepto radical de libertad que lo lleva a subvertir todavía más el “concepto humanista de libertad”. Con este telón de fondo, la “libertad frenética” del surrealismo lo empuja a una experiencia de la vida literaria en la que se integran la vigilia y el sueño y, en las obras poéticas que la expresan, se interpenetran la imagen y el sonido manteniendo sobre el yo la prevalencia del lenguaje. La libertad en la vida no se retrae de la obra artística; se expresa en ella desplegándose en su función organizadora.
El rechazo del mundo de la experiencia surrealista llevó a algunos de sus creadores a la desesperación que, alimentada por deseos prolongados y profundos”, puso “a prueba la paciencia” para organizar el pesimismo tal y como lo expresa Pierre Naville.
Organizar el pesimismo es, ciertamente, una “palabra de orden”, una de las más extrañas a las que pueda obedecer un hombre consciente. Es, sin embargo, la que exigimos seguir. Este método, si así se puede llamar, o, más justamente, esta tendencia, nos permite y posiblemente nos permitirá observar todavía una mayor parcialidad, la misma que siempre nos ha excluido del mundo. Pero a su vez será ella la que no ha de permitir enquistarnos y destruirnos. Y, en esta forma, podremos mantenernos firmemente en nuestro derecho a existir en este mundo… Hay que organizar, pues, el pesimismo.16
Benjamin comenta a Naville en términos que ahuyentan a las cabezas jibarizadas incapaces de asentir al mismo tiempo a posiciones extremas. El pesimismo inspira desconfianza en todo aquello que se genera desde la libertad, buscando encontrar la solución definitiva a nuestra desesperación en el mundo y, a la vez, la libertad labra su afirmación confrontándose con todo lo que se define como inextirpable del mundo. “Organizar el pesimismo no es otra cosa que transportar fuera de la política a la metáfora moral y descubrir en el ámbito de la acción política el ámbito de las imágenes de pura cepa.”17 Más allá de la antítesis abstracta entre la autonomía del arte y el artista comprometido políticamente, Benjamin ve en las obras artísticas del surrealismo una confluencia de elementos que la constituyen como una imagen política.
También lo colectivo es corpóreo. Y la physis, que se organiza en lo técnico, sólo se genera según su realidad política y objetiva en el ámbito de imágenes del que la iluminación profana hace nuestra casa. Cuando cuerpo e imagen se interpenetran tan hondamente, que toda tensión revolucionaria se hace excitación corporal colectiva y todas las excitaciones corporales de lo colectivo se hacen descarga revolucionaria, entonces y sólo entonces, se habrá superado la realidad.18
“Ganar las fuerzas de la ebriedad para la revolución.”19 Ésta es una consigna que no traiciona las ideas. Las ideas, a su vez, se ponen a prueba en la medida en que nos permiten deambular por la vida acercándonos cognoscitivamente a los misterios cotidianos mediante lo que Benjamin llama iluminación profana, la cual, si bien puede estar preparada por el alcohol o las drogas, es una “superación creadora de la iluminación religiosa”20 en la que el ser humano no queda desvinculado de los enigmas que lo animan.
Más bien penetramos el misterio sólo en el grado en que lo reencontramos en lo cotidiano por virtud de una óptica dialéctica que percibe lo cotidiano como impenetrable y lo impenetrable como cotidiano. La investigación apasionada por ejemplo de fenómenos telepáticos no nos enseña sobre la lectura (proceso eminentemente telepático) ni la mitad de lo que aprendemos sobre dichos fenómenos por medio de una iluminación profana, esto es, leyendo. O también: la investigación apasionada acerca de fumar haschisch no nos enseña sobre el pensamiento (que es un narcótico eminente) ni la mitad de lo que aprendemos sobre el haschisch por medio de una iluminación profana, esto es, pensando. El lector, el pensativo, el que espera, el que callejea son tipos de iluminados igual que el consumidor de opio, el soñador, el ebrio. Y, sin embargo, son profanos. Para no hablar de esa droga terrible, nosotros mismos, que tomamos en la soledad.21
La iluminación profana condensa y promueve la recurrencia de impulsos encontrados en cuyo acatamiento se trazó la constelación crítica de la vida y el pensamiento de Benjamin, quien no solamente fue consciente de su carácter paradójico sino que se esforzó por cultivarla y perfeccionarla en la plenitud de sus riesgos. En una carta a Gretel Adorno, escrita en París a principios de junio de 1934, dice: “no te resultará nada confuso que mi vida tanto como mi pensamiento se muevan en posiciones extremas. La vastedad que se afirma de tal forma, la libertad de hacer mover y combinar pensamientos y cosas que se consideran incompatibles, solamente obtienen su rostro a través del peligro”.22 Esta paradoja del pensador se afirma en su propia vida que, a la vez, se acendra convirtiéndose en escritura.
Lo último que en esa actitud hubiese podido extraviar son las autocontradicciones […] esta negación sistemática de todo centro dorado, esta confesión a favor de los extremos, son dialéctica, y no como método de un intelecto, sino como hálito vital y como pasión. En los extremos del mundo está entero, sano, es en ellos naturaleza. Y lo que le empuja a los extremos no es curiosidad o celo apologético, sino pasión dialéctica.23
Esta pasión volcada en la escritura sostuvo a Benjamin en su indefinición sobre el abismo.
La actitud ejemplar del escritor es su propia “acción de escribir” desde donde se alza como transformador y productor de una técnica literaria a la cual propone como modelo de producción. “Un autor que no enseña nada a los escritores, no enseña a nadie.”24 Y como una muestra de la movilidad de su pensamiento, Benjamin encuentra una prueba de esto en Paul Valéry. El autor de Política del espíritu penetró conscientemente en la técnica de su escritura al grado de plantear a ésta como una puesta en obra de la necesidad de lo arbitrario. En la inteligencia sobre lo que escribe y cómo lo escribe, Valéry construyó una concreción poética del pensamiento. “El pensamiento será la única sustancia de la que pueda conformarse lo perfecto.”25 La lucidez sobre lo que se pone en obra incorpora a su reflexión la inteligencia sobre la propia técnica y la trasformación de sus medios de tal forma que no se anula el derecho a la creación.
La transformación de las técnicas de producción literarias prueba su eficacia en la medida en que es capaz de convertir a los lectores en colaboradores en el proceso de producción intelectual. La escritura no abastece de un producto concluso; la escritura proporciona, desde un aparato técnico mejorado, la posibilidad de abrir y continuar la reflexión sobre el estado de cosas presente. Esta posibilidad reflexiva la pone en obra Benjamin bajo la forma del ensayo. El ensayo filosófico es una constelación de imágenes y conceptos en combate cuyas lanzas no sólo arremeten contra las ideas ajenas, sino que el conflicto lo teje la reflexión, sobre todo, entre las ideas propias acogiendo la paradoja en su escritura.26 Este tejido, para suscitar la continuación de la producción intelectual, requiere de incorporar la interrupción a su propio discurso y esto se logra mediante el procedimiento del montaje. “En efecto, el elemento montado interrumpe el conjunto en que ha sido montado.”27 La transformación de la técnica de producción, la función organizadora de la obra y la apertura de la posibilidad de convertir a los lectores en productores se desprenden de la interrupción.
Fugitivo de los dogmas, Benjamin recoge en su huida los indicios que contienen la clave de un mundo atravesado por la catástrofe. En el comentario a las ideas y sus derivas en una constelación crítica de la modernidad, se acentúa el carácter paradójico del ensayo filosófico como una escritura que expresa la potencia del pensamiento al afirmarse, abandonado a su propia precariedad, como una forma de vida.
El lenguaje de la catástrofe
En ciertos estados del alma casi sobrenaturales, la profundidad de la vida se revela, entera, en el espectáculo que tenemos bajo nuestros ojos, por más ordinario que sea. Se convierte en su símbolo.
CHARLES BAUDELAIRE
La libertad se acredita en la lengua propia por su tensión al lenguaje puro.
WALTER BENJAMIN
La honda melancolía del pensamiento de Walter Benjamin encontró su expresión más demoniaca en la tensión con que en su escritura se encuentran los extremos. En el encuentro, como si de un duelo se tratara, los extremos crujen y la luz de cada uno ilumina desde la sombra del otro. Uno de los momentos más fecundos para indagar la peculiaridad anterior lo constituye la apropiación por parte de Benjamin de la obra de Baudelaire. Ésta, en especial la poesía, le suministra el sustrato alegórico de la vida en la ciudad moderna desde la cual la modernidad misma puede ser penetrada reflexivamente desbrozando las huellas de la verdad ocultas tras el encandilamiento de sus ilusiones.
Aislado hasta cierto punto de su época, abrumado por su propio tedio vital al que combatió con la dedicación exclusiva a su trabajo, Baudelaire consiguió, en la formación de su lenguaje, recoger la desesperación de esa misma época mediante alegorías que sólo en la posteridad ofrecen la posibilidad de ser descifradas como exposición de la verdad que, en este caso, sólo puede vislumbrarse desde el velo de la existencia reificada que se presenta y reproduce en la ciudad.
El ingenio que esgrime Baudelaire, que se alimenta de melancolía, muestra un carácter alegórico. Pero, además, por vez primera, París llegará a ser, con Baudelaire, el objeto poético específico correspondiente a una poesía cuyo arte no ofrece patria alguna sino, antes bien, y en mayor medida, la mirada que arroja el alegorista al encontrarse frente a la ciudad: la mirada de su extrañamiento (p. 253).1
Escudriñando en las alegorías del poeta francés del siglo XIX, la prosa de Benjamin —prosa del pensamiento, como la llama Miguel Morey— hospeda ideas cuya bruma no les impide alumbrar la profundidad de los lugares sombríos de la modernidad. Siguiendo algunas indicaciones de Benjamin es posible asomarse a esos lugares con el propósito de mostrar la obra de Baudelaire como una forma cuya vida se mantiene por la tensión hacia el lenguaje de la verdad, el cual puede ser referido aun cuando la poesía que lo simboliza expresa a la historia moderna preñada de catástrofes.
I
Uno de los cruces de extremos más pródigos que podemos destacar en el pensamiento de Benjamin es el que ocurre entre su peculiar concepción metafísica del lenguaje y la vida histórica de las obras que le dan forma. Vida e historia se fecundan mutuamente: la historia no es sólo el escenario en el que, derivándose de ciertas fuentes, se gestan las obras de arte; la vida no se reduce a la biografía del artista y a la impronta de su época en él; vida e historia se reúnen en la obra haciendo de ella un ente dinámico por su potencia capaz de sobrevivir a su época y a su autor. Esta sobrevivencia, por la cual la idea de la vida de las obras de arte no se entiende de manera metafórica sino real (cfr. p. 517), se sostiene en la potencia de continuar significando.
Originada en la dinámica histórica, la vida de las obras de arte prolonga su despliegue dirigiéndose a una meta más elevada que ella misma. La finalidad a la que se dirigen las obras de arte se sustenta en aquello que las anima y a lo que, a la vez, rebasan. “Así, en última instancia, los fenómenos propios de la vida que tienen una meta y su propio carácter como fin, no tienen la vida como meta, sino la expresión misma de su esencia, la exposición de su significado” (p. 518). La vida histórica de las obras de arte se trasciende a sí misma conservando su potencia significativa.
Sostenida en su vida histórica, la obra de arte mantiene su intensidad en la medida en que lo que ella expone desde sus significantes es una expresión de lo que, referido como su contenido de verdad, en ella misma deviene como una constante posibilidad de incubación renovadora de significados. Atender el continuo brotar del significado es una exposición alusiva que encuentra sus bases más fecundas en el ámbito del lenguaje. Las distintas lenguas, recurriendo a la analogía y a los signos como tipos concretos de alusión, manifiestan no ser extrañas entre sí ya que cada una de ellas, desde sus particularidades específicas, “están emparentadas por aquello que pretenden decirnos” (p. 518), y esto no es un objeto determinado sino el lenguaje mismo que, conteniendo en sí la verdad de todo, anula cualquier referencia a algo.
Aquello por lo que todas las lenguas se relacionan, su “parentesco suprahistórico”, es que cada una “se refiere a lo mismo” sin que ninguna lo alcance plenamente: “a saber, al lenguaje puro” (p. 520). Cada lengua, desde sus peculiaridades constitutivas, posibilita formas concretas y distintas de referirse a lo mismo que, en tanto tal, queda siempre aludido, pero indeterminado, en los diversos signos lingüísticos. La multiplicidad lingüística, sus palabras y posibilidades combinatorias son otras tantas tentativas por, en la emergencia de su composición, descender hasta el núcleo esencial de todas las lenguas. La composición formal de las palabras —que en todas las lenguas corresponde, al mismo tiempo que la funda, a determinada situación histórica— es un intento por despertar el nombre secreto del lenguaje puro que, sin embargo, está vedado a toda lengua particular. Los límites para acceder a la verdad del lenguaje puro están, constituyéndolas, en todas las lenguas concretas —la imposibilidad del conocimiento absoluto está en todas las lenguas—, mismas que, en su composición formal, golpean sin llegar a derribar esos límites para señalar en ellos la verdad inalcanzable. En la medida en que esa tentativa alcance una figura en la que la tensión que ella compone entre las palabras y el nombre originario —el que, por decirlo con una paradoja, se encuentra en la perdida denominación adánica— revele el secreto como tal, se forja una obra cuya vida histórica se mantiene abriendo la posibilidad de continuar y renovar su despliegue significativo.
La composición poética —en su sentido estricto de creación que, subvirtiendo el lenguaje ordinario, logra figurarse como poema, pero también como narración, novela, drama y aun ensayo crítico y filosófico— lleva a que en cada lengua, sin consumarse, se reanime históricamente su parentesco suprahistórico. “Si hay un lenguaje como tal de la verdad, y uno en el cual los misterios últimos por los que se pregunta el pensamiento se hallan conservados sin tensiones, y además conservados en silencio, este lenguaje como tal de la verdad es también el lenguaje verdadero” (p. 523). Esta metafísica del lenguaje cala con tal profundidad que parece hundirse en la idea de que en el nombre secreto de la verdad ésta encierra todo sentido tan herméticamente que no dice nada. “En el lenguaje puro, ese que ya a nada se refiere y que no expresa nada, sino que es la palabra tan creativa como inexpresiva a que todas las lenguas se refieren, comunicación, sentido e intención alcanzan una capa en la que, al fin, se encuentran destinadas a borrarse” (p. 526). No obstante, de este hundimiento se evita el ahogarse si lanzamos una tabla a que aferrarnos: en el lenguaje verdadero nada es comunicado sino que él mismo se comunica a través de las diferentes lenguas humanas.
La paradoja de la metafísica del lenguaje —lenguaje cuya verdad parece disipar la variedad en la unidad de modo que ésta no significa nada— se salva de la inanidad si vemos a las distintas lenguas y a sus diversas posibilidades de composición como una fatalidad derivada de la ruptura del silencio al que ha sido condenada la denominación adánica. La historia ha destrozado la unidad del lenguaje verdadero que, en tanto tal, nunca puede ser restituida y, mientras no advenga la consumación de los tiempos, la verdad silenciosa del nombre continúa estallando en la alusión histórica de las palabras, haciendo germinar en la escritura brotes diferentes de lo que en el lenguaje puro amenaza con borrarse. Mientras en la composición formal de las lenguas se continúe aludiendo al lenguaje puro, éste, aun permaneciendo en silencio, no se disipa del todo.
En la finalidad de las obras de arte literarias, la lengua incorpora a su movimiento la referencia al lenguaje puro y esto la carga de una tensión significativa cuyo núcleo la grava hacia la verdad que, por su fatal despedazamiento histórico, sólo puede ser aludida desde lo lingüístico. En las distintas lenguas, así como en sus productos, existe —dice Benjamin— lo comunicable y lo no comunicable. En la tensión de las palabras hacia el lenguaje puro se alberga lo no comunicable como simbolizante en sus productos y como simbolizado en el devenir de las lenguas. Lo simbolizado de lo no comunicable es el intento del “núcleo del lenguaje puro” por exponerse en el devenir. Pretendiendo establecerse en el devenir, el lenguaje puro, de forma oculta y fragmentaria, está latente “en el seno mismo de la vida” de las obras de arte (cfr. pp. 525-526). Lo simbolizante de la expresión lingüística concreta y lo simbolizado en el devenir de la lengua se reúnen en la vida misma de la obra de arte singular propiciando que en ésta perviva la posibilidad de brotar y variar su significado. El lenguaje puro se comunica en las distintas lenguas como lo no comunicable que, sin embargo, y llevando la dificultad al límite con el silencio, se forma en la escritura. “Las palabras escritas —afirma Benjamin— nunca terminan su maduración” (p. 519). Más allá de la caducidad de ciertos giros lingüísticos, su caída en desuso o su agotamiento, la vida de la obra se potencia desde su propia forma al abrir “nuevas tendencias inmanentes” (p. 519) para continuar significando.
La potencia de continuar significando está siempre en la peculiar composición formal del lenguaje que es la obra de arte poético que se genera en la temporalidad histórica. Por esto, Benjamin considera que el carácter fecundo de la obra no depende de la subjetividad de los lectores posteriores sino de “la vida del lenguaje y de sus obras” (p. 519), cuyo devenir histórico le permite conservar simbolizado lo no comunicable de su contenido de verdad y, al mismo tiempo, preservar en su inmanencia la llave para poder liberarlo así sea fragmentariamente.
La verdad metafísica del lenguaje se despedaza en la historia que, inseminada por las distintas lenguas, alberga posibilidades de composición poética que, como trozos de un símbolo, recreen lo perdido en la alusión verdadera cuya obertura no carece de ironía trágica al estar encaminada a nunca hacer emerger lo que, en tanto tal, se hundió en el silencio. Desgarrado por su propia tensión expresiva, el arte poético sostiene su historicidad en la referencia a una verdad nunca alcanzable pero siempre aludible. La paradoja de la metafísica del lenguaje puro radica en que la verdad de éste está irremisiblemente perdida y, sin embargo, puede ser continuamente reanimada desde la composición poética de los veneros históricos del devenir de las lenguas.
II
Para trazar un acercamiento al modo como se puede llevar a cabo la tarea de despertar los gérmenes del lenguaje verdadero sedimentados en lo simbolizante de la composición poética, es imprescindible indagar la interpretación de Benjamin sobre Baudelaire. La poesía de éste —según advierte Francois Porché en La vida dolorosa de Charles Baudelaire, libro apreciado por Benjamin— está designada por una dualidad inherente: su obra es inseparable de su vida personal a tal grado que él fue “el prototipo mismo del escritor superior y desdichado”,2 consignando en su escritura la “experiencia que colma su obra”3 y concentrando en ésta los estremecimientos de la existencia en la ciudad atravesado por el sentimiento eterno del tedio.
Banalidades, miserias, vicios, elevaciones, recaídas, éxtasis, angustias: allí estaba todo lo vivido; mejor todavía: viviente, palpitante, nada más que la dura realidad, a menudo tan objetiva, tan literal, como un acta de ujier, pero al mismo tiempo transformada por el prestigio de un arte soberano en algo pleno de resonancias, de prolongaciones, de ecos.4
Modulador consciente de estas resonancias, Benjamin no se propone revivir y comunicar “ciertos estados de ánimo poéticos” (p. 605) que se habrían presentado en el autor de Las flores del mal sino que, dejándose interpelar por la mirada de la poesía misma —en donde la dualidad entre la vida del autor y su obra se resuelve a favor de la vida de la obra—, penetra en ella como una clave para leer e interpretar la existencia del ser humano en la modernidad.
En efecto, como aseveró Theodore de Banville en el funeral de Baudelaire, éste fue un innovador porque no subordinó la belleza humana a una imagen ideal preconcebida, sino que “aceptó a todo el hombre moderno, con sus flaquezas, con su gracia enfermiza, con sus aspiraciones impotentes”.5 Ésta es la pauta que le permite a Benjamin formular la imagen en la que aclara de forma positiva la meta de su estudio sobre Baudelaire: incrustada en el “devenir social” la crítica literaria considera a “una obra poética concreta” —“un mundo que se basta como tal a sí mismo, en apariencia”—, como una llave en cuya hechura no intervino para nada la cerradura que ella habría de abrir. La obra así considerada “se vería revestida de una nueva significación” porque sus “bellezas esenciales” permitirían captar una realidad distinta de aquella en la que el poeta la gestó (cfr. p. 605) por la vida que late en ella y que se reanima en la nueva significación aportada por la crítica que, teniendo como centro la vida histórica de la poesía, desentraña en ésta los brotes iluminadores de un mundo que, sin determinarlo, ella anunció. Alumbrar algunas derivas de la modernidad posterior lo consigue Baudelaire formando la experiencia poética de París, la gran ciudad del siglo XIX.